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Lexis

versión impresa ISSN 0254-9239

Lexis vol.38 no.2 Lima  2014

 

ARTÍCULOS

 

Un pueblo crucificado o la fuente de la humanización: los personajes subalternos en Los ríos profundos de José María Arguedas

A people crucified or the source of humanization: the marginal characters in Los ríos profundos by José María Arguedas

 

Erik Sayes Zevallos

Pontificia Universidad Católica del Perú

 


RESUMEN

En este artículo se plantea que los personajes marginales de Los ríos profundos, como el pongo, la opa y los colonos de la hacienda de Patibamba, se configuran como los agentes de la transformación de la estructura social que confina a algunos sujetos a la condición de explotados y convierte a otros en explotadores. En este sentido, al ser los marginados quienes cuestionan un sistema social que reproduce la jerarquización de sus miembros, se propone que la trayectoria vital de estos personajes actualiza la manera como los relatos bíblicos presentan la resurrección de Jesús, es decir, la afirmación fundamental de la fe cristiana según la cual el resucitado antes ha sido crucificado o, en otras palabras, la salvación del mundo proviene de los considerados insignificantes en la historia humana.

Palabras clave: personajes marginales, resurrección, crucifixión, José María Arguedas.

 


ABSTRACT

This article proposes that the marginal characters of Los ríos profundos, el Pongo, la opa, and the colonist at the hacienda de Patibamba, are the agents of the transformation of the social structure that confines some subjects to the condition of the exploited while it converts others to being the exploiters. In this sense, since the marginal characters question a social system that reproduces the hierarchy of its member, the article proposes that the life trajectory of those characters actualizes the way by which biblical stories present the resurrection of Jesus, that is to say, the fundamental affirmation of Christian faith according to which the resuscitated is previously crucified. In other words, the salvation of the world rests on those that are considered insignificant in the history of humanity.

Keywords: marginal characters, resurrection, crucifixion, José María Arguedas.

 


En este artículo, se tratará sobre los personajes marginales de Los ríos profundos. Estos son fundamentalmente el pongo, la opa Marcelina y los colonos de la hacienda Patibamba. Se los analizará desde el concepto cristológico de la dialéctica crucifixión-resurrección, es decir, a partir de la verdad teológica que da cuenta de la totalidad de la vida de Jesús: "que el resucitado no es otro que Jesús de Nazaret crucificado" (Sobrino 1982: 235), ya que "la encarnación adecuada en un mundo de pecado es la que lleva a la cruz" (Sobrino 1991: 293). Según los relatos del Nuevo Testamento, el proceso de la resurrección de Jesús o triunfo contra la muerte no es independiente de su asesinato en la cruz ni de los acontecimientos que lo llevaron a padecer en ella. Más bien, el triunfo de la vida se completa y cobra todo su sentido si se entiende a partir de dichos acontecimientos, ya que la resurrección de Jesús se constituye como la respuesta de Dios a la acción de los hombres que lo matan. Y no es posible comprender la magnitud de esta respuesta de Dios sin tomar en cuenta el hecho que genera esta muerte y la identidad de quien la padece: el asesinato del justo, el asesinato de su hijo. Por ello, la resurrección de Jesús se teologiza como "buena noticia, cuyo contenido central es que una vez, y en plenitud, la justicia ha triunfado sobre la injusticia, la víctima sobre el verdugo" (Sobrino 1982: 237).

Asimismo, la realidad histórica que permite encarnar esta verdad teologal en la historia humana y hacerla buena noticia concreta y cristiana —y no mera abstracción sin un correlato para los preferidos de Dios1— la constituyen los grupos humanos que padecen el abuso sistemático ocasionado por los sectores poderosos. Sobre esto último, Jon Sobrino ayuda a comprender la relación que se establece en las sociedades jerarquizadas o asimétricas —como la representada por Arguedas en Los ríos profundos— entre los que han sido confinados a la condición de crucificados y los causantes de ello:

"Pueblos crucificados" es también lenguaje útil y necesario al nivel histórico-ético porque "cruz" expresa con toda claridad que no se trata de cualquier muerte, sino de un tipo de muerte activamente infligida por las estructuras injustas, —"violencia institucionalizada" la llama Medellín—. Morir crucificado no significa simplemente morir, sino ser dado a la muerte. Cruz significa, entonces, que hay víctimas y que hay verdugos, que los pueblos crucificados no caen del cielo (si se siguiera la inercia de la metáfora habría que decir más bien que surgen del infierno). Y por mucho que se quiera dulcificar el hecho y complejizar sus causas, es verdad que la cruz de los pueblos del Tercer Mundo es una cruz que muy fundamentalmente les es infligida por los diversos poderes que se adueñan del continente en connivencia con los poderes locales. (1991: 322)

No obstante, los marginales no solo son víctimas históricas por la condición de crucificados-oprimidos en que viven, sino que se erigen, por encarnar esta situación, precisamente como una posibilidad de salvación-resurrección: "se trata del misterio de que la salvación viene ‘de abajo’, de que lo que es débil y pequeño en este mundo ha sido elegido para salvar" (Sobrino 1991: 327). La cruz y los crucificados en ella conforman el signo cristiano desde el que, de forma más evidente, se revela la discontinuidad de Dios respecto de los presupuestos del hombre sobre qué naturaleza tienen la divinidad y la fe cristiana, discontinuidad que, por cierto, solo se puede aceptar con una actitud liberada de juicios preconcebidos sobre cómo debe ser Dios. En la crucifixión de Jesús se manifiesta un Dios no desde lo positivo, sino desde lo negativo, desde la posibilidad de estar a merced de los hombres; en otras palabras, un Dios que se posa en el rostro del considerado como débil y actúa mediante él, lo que de hecho se observe ya en la encarnación de Jesús en el hijo de una persona perteneciente al sector pobre y en el peligro latente sobre su vida debido al cumplimiento de su misión en la historia humana: "Jesús nació ser humano, pero llegó a serlo de manera específica haciéndose carne en lo débil de la carne, no en cualquier carne" (Sobrino 1990: 461).

En este artículo se sostiene, entonces, que estas dos dimensiones de los crucificados —la de ser los más abusados y, a la vez, quienes posibilitan la eliminación del sistema que los oprime— sobre las que trata Jon Sobrino2 están presentes en la trayectoria vital de los personajes marginales de Los ríos profundos. Dichos personajes —incluso desde su pasividad, aunque este no será el caso del proceso final de transformación hacia la vida en que están implicados el pongo, la opa Marcelina y los colonos de la hacienda de Patibamba— hacen germinar la posibilidad de transformación de la realidad injusta del mundo representado en esta novela y, por ello, hacen germinar, además, su propia resurrección. Desde el inicio de la novela, la humillación de personajes marginales como el pongo, producto en su caso del abuso del Viejo, genera que personajes como Ernesto asuman como suyo el dolor de los desposeídos. En efecto, la imagen del contacto con el pongo le servirá, en un primer momento, como parámetro para medir la degradación que puede alcanzar una comunidad humana y, en un segundo momento, como móvil de acción contra esta degradación. De esta forma se refiere Tomás Escajadillo a la asunción de la situación de este personaje como punto más bajo de una escala con la que se puede medir la calidad de vida de otros personajes: "Recordemos a este respecto, que esta imagen simbólica del pongo pervivirá a todo lo largo del libro. Vemos la impresión que causan a Ernesto los indios más humillados de Abancay, los colonos de Patibamba: ‘Tenían la misma apariencia que el pongo del Viejo. Un sudor negro chorreaba de sus cabezas al cuello; pero eran aún más sucios apenas levantados sobre el suelo polvoriento del caserío…" (1979: 67). Así, la degradación del pongo sentida desde la ética marcada por la solidaridad de Ernesto deja una huella en su conciencia: esta realidad debe transformarse. Por eso, en otra escena, la gran cantidad de colonos presentes en las haciendas lo lleva a cambiar su inicial reticencia a ir hacia estos lugares, para colaborar de esta manera con la transformación de la situación de estos personajes:

— Te vas a la hacienda de tu tío Manuel Jesús —me dijo—. […].

— ¡No me dará de comer, el Viejo, Padre! —le interrumpí—. [...]. Es avaro, más que un Judas.

— ¡Deliras! Don Manuel Jesús lleva misiones de franciscanos todos los años a sus haciendas. Los trata como a príncipes.

— ¿Misiones de franciscanos...? ¿Tiene, entonces, muchos colonos, Padre?

— Quinientos en Huayhuay, ciento cincuenta en Parhuasi, en Sijllabamba...

— ¡Voy, Padre! —le dije—. ¡Suélteme ahora mismo! (442-443).3

Como con la sed de venganza de los sectores poderosos contra Jesús por haber asumido el "conflicto con los intereses privados de quienes no quieren dar vida a otros"4 (Sobrino 1982: 178), los personajes marginales de la novela son víctimas de una estructura social que avala y justifica interrelaciones humanas injustas,5 pero precisamente por ser víctimas, estos personajes subalternos introducen la posibilidad de desenmascaramiento de esta situación porque su condición de marginales denuncia la injusticia en que se asienta el provecho de algunos: "Aprisionar la verdad con la injusticia es la pecaminosidad fundante de los seres humanos y también de las naciones" (Sobrino 1991: 329). Estos personajes, entonces, "cargan con el pecado del mundo, y cargando con él ofrecen a todos luz y salvación" (Sobrino 1991: 333). Son, en ese sentido, a la vez los abusados y los que ofrecen la posibilidad de redención, incluso de sus opresores. En lo que sigue, se profundizará en esta doble significación de los personajes subalternos de la novela: ser los crucificados del mundo, pero también el lugar desde el que más claramente se puede comprender —y a partir de ello gestar— la resurrección de este mismo mundo.

1. Víctimas históricas: los marginales cargan la cruz del mundo

No hay personaje en quien las marcas textuales de esta doble significación sean más evidentes que el pongo. En efecto, Ernesto lo ve como el ser más marginado del mundo, pero también ve en él el rostro de Cristo ("El rostro del crucificado era casi negro, desencajado, como el del pongo" [166]), con todo lo que esto implica; es decir, a pesar de que asocia al pongo a esta figura para ratificar su condición de crucificado,6 justamente por ser el crucificado percibe que en él también está contenida su resurrección. En ese sentido, la vinculación entre el pongo y Cristo es más compleja que lo establecido por la crítica literaria que ha abordado el tema, ya que Cristo es el crucificado pero también, como se ha señalado antes, el resucitado. No se trata solo de una verdad teológica,7 sino que ambas dimensiones de Jesús se hacen presentes en la representación literaria del pongo realizada por Arguedas. Así, este personaje es para Ernesto un solo signo con dos significados, los que además no se oponen, sino, más bien, configuran un proceso, ya que uno de estos significados entraña al otro. La condición de vejado del pongo es un síntoma de la podredumbre de la estructura social que lo ha instalado en esta situación, pero también es la fuente que dinamiza los esfuerzos para transformar la degradación social de personajes como él.

Asimismo, el pongo es un personaje cuya situación y evolución se replican en otros personajes. Su silencio convertido en comunicación hacia Ernesto, aunque aún contenida y parcial, es la semilla de una transformación más categórica en otros personajes, como la opa Marcelina y los colonos. En el caso de la primera, pasa de la marginalidad total a la conversión en un ser con la capacidad de elevarse éticamente sobre los pobladores de Abancay para juzgarlos: "Oía a la banda de músicos desde el mirador más alto y solemne de la ciudad, y contemplaba, examinándolos a los ilustres de Abancay. Los señalaba y enjuiciaba" (401). En el caso de los segundos, se trata del tránsito de la subalternidad a la potencialidad y fuerza para lograr que el comportamiento del personaje más poderoso de Abancay se adapte a sus voluntades. Esta frase del padre Linares expresa ya la transformación de los colonos de la hacienda de Patibamba: "Es que ahora, morir así, pidiendo misa, avanzando por la misa... Pero en otra ocasión, un solo latigazo en la cara es suficiente" (455). En estos comentarios sobre la exigencia de los colonos para celebrar una misa se expresa claramente el cambio de la actitud pasiva de los mismos a una en la que la agencia no puede ser detenida ni por el miedo a la muerte. El pongo se configura, entonces, como el personaje que inicia el paso de la crucifixión a la resurrección, movimiento cuya culminación se da en y por los colonos.

El pongo es un personaje con una realidad bívoca en dos niveles; tiene una identidad que puede actualizarse de dos formas, o más exactamente en un proceso con un inicio y un final opuestos, proceso que, además —lo que constituiría su segunda bidimensionalidad—, será duplicado en otros dos grupos de personajes de la novela. De manera paralela, la opa Marcelina y los colonos de la hacienda de Patibamba son la proyección transformada del pongo, es decir, los personajes en quienes continúa el paso de la muerte a la resurrección, cuya realización total está en potencia en el pongo; además, cada uno representa una etapa cada vez más acabada de esta transformación. Por ello, analizamos el movimiento de estos personajes hacia la liberación de la opresión como parte de un solo proceso, ya que, desde la lógica de la novela, este se presenta como el producto de diversas etapas del desarrollo de una misma convicción: hay que "vencer a la muerte para transformar los lazos que producen lo social, posibilidad que subyace toda la novelística de Arguedas" (Rowe 2004: 138).

Sobre las poblaciones oprimidas a lo largo de la historia de la humanidad, Sobrino precisa lo siguiente: "Son estos crucificados de la historia los que ofrecen la óptica más privilegiada para captar cristianamente la resurrección de Jesús y hacer una presentación cristiana de ella" (1982: 236). Desde esta perspectiva, en la opa Marcelina, el pongo y los colonos de la hacienda de Patibamba se concretiza una transformación que va desde la condición de crucificado hasta la de resucitado. Ello sucede porque la opresión que padecen es el lugar más apto para comprender el mensaje de salvación del cristianismo: "Toda teología cristiana que sea fiel a su origen bíblico, y sea por ello histórica, tiene que tomar absolutamente en serio los signos de los tiempos para su reflexión; [...] uno de ellos recorre toda la historia. ‘Ese signo es siempre el pueblo crucificado, que junta a su permanencia la siempre distinta forma de crucifixión’" (Ellacuría 1981: 58, citado por Sobrino 1982: 251).

Esta crucifixión se expresa en estos tres personajes no solo por su escasa participación de los bienes de las comunidades en que habitan, sino por la ausencia de signos vitales. Para sus opresores, la vida de estos personajes no solo vale menos que la del ganado o la de cualquier ser (lo que constata Ernesto a propósito del Viejo: "Almacena las frutas de las huertas, y las deja pudrir; cree que valen muy poco para traerlas a vender al Cuzco o llevarlas a Abancay y que cuestan demasiado para dejárselas a los colonos" [138]), sino que además aquellos les han reducido al máximo a estos las señales vitales —como, por ejemplo, la comunicación—. Al respecto, reflexionar sobre la posibilidad e imposibilidad de los personajes para comunicarse verbalmente con otros es una importante clave de lectura que ya ha sido advertida por Julio Ortega. El crítico literario señala: "El rechazo de la comunicación equivale a la pérdida de la identidad […]; o sea, al vacío cultural de la sumisión más violenta que pueda imaginarse. Su silencio no es solo la forma de su miedo: es antes la marca de su lugar social" (1981: 31). En este sentido, el silencio o la dificultad para comunicarse del pongo, y en realidad de cualquier personaje de la novela,8 es un signo de desaparición de su identidad, ya que estos personajes padecen lo que puede anularlos totalmente: la experiencia de la progresiva pérdida de la vida, que es siempre vida en relación con otras vidas —el lenguaje como orientación hacia el otro, como respuesta al otro con quien entro en relación. No es gratuito que, en la novela, el silencio esté acompañado por una situación de opresión que pone en peligro la vida: la marca de una vida agónica. Todos los personajes que carecen de voz o están silenciados, viven en la condición de subalternos, la que los lleva a una vida que parece estar en proceso de extinción.

Esta carencia de las dimensiones y las habilidades mínimas que configuran una vida humana ha sido provocada por una estructura sociohistórica opresiva que se funda en "un ordenamiento social promovido y sostenido por una minoría que ejerce su dominio en función de un conjunto de factores, los cuales, como tal conjunto y dada su concreta efectividad histórica, [desde el cristianismo] han de estimarse como pecado" (Jiménez Limón 1990: 486).

Así, para que el grupo numéricamente pequeño, representado por los hacendados, el Viejo y Linares, pueda gozar de múltiples beneficios el resto de la población debe sufrir. Pero este sufrimiento no solo es generado por las condiciones económicas y sociales en las que viven estos personajes subalternos, sino porque, al menos claramente en los casos del pongo y los colonos, se les ha privado de su propia cultura: "En su hacienda [...] los indios, no tocan esas flautas y tambores endemoniados; rezan al amanecer y al Ángelus; después se acuestan en el caserío. Reina la paz y el silencio de Dios en sus haciendas" (443). Se ha debilitado de esta forma su identidad para hacer más vulnerables a estos personajes. Esta estructura social es la que produce la muerte de una manera recurrente, masiva y encubierta, lo que, según el Nuevo Testamento, corresponde a la dinámica del pecado.

Esta situación de abuso es, por tanto, una marca de la degradación de los opresores. Por ejemplo, la situación de la opa nos permite reconocer la sexualidad degenerada del Peluca; la del pongo, la obsesión también degenerada del Viejo por el poder. La condición de estos personajes marginales nos da acceso a los vicios que los poderosos, o los que actúan en representación o a favor de tales —incluso sin ser totalmente conscientes de ello—, quieren ocultar; nos da acceso, por ejemplo, a la vocación por encubrir la realidad injusta del Abancay representado en la novela por parte de Linares. Los pobres son, de esta manera, el espacio desde el que se conoce la realidad de una comunidad. Además, estos personajes subalternos cargan con el abuso de los opresores; en términos cristianos, cargan con sus pecados, es decir, mueren o son confinados a una condición de vida disminuida como si fueran los culpables del vicio de sus opresores. Por esta razón, los pobres representan también un espacio de aprendizaje para revertir lo que de negativo hay en una comunidad, ya que en ellos se pueden reconocer, por quedar grabadas en su identidad, las secuelas de los abusos propios de la comunidad en cuestión.

En el caso de la opa, ella muere por haber sido infectada por una enfermedad producto de una relación sexual. La práctica usada para abusar sexualmente de ella es el motivo directo de su muerte. El sexo es el medio por el que se degrada a este personaje y la causa de su muerte. Se asiste, por eso, en los abusos a la opa, a un envicia-miento de la sexualidad, la que, desde la propuesta ética de la novela, no tiene por qué concebirse como aparato de dominación. Desde su identificación con esta concepción de la sexualidad, que no supone una degradación del otro, Ernesto recrimina efusivamente a Antero y a Gerardo por la forma en que la conciben. En efecto, el protagonista se enoja con el Markask’a ("— ¡Mentira, perro! ¡Mentira, ladrón! ¡Asqueroso!" [414]) cuando este habla de las mujeres como si fueran objetos que se poseen ("Ya tiene dos enamoradas. […]. Yo tengo una, y otra en ‘proyecto’" [413]) y como si estuvieran reducidas al placer sexual: "Están locas por Gerardo, porque es positivista; porque él va a la carne" (414). Y esta recriminación sucede porque la sexualidad para Ernesto está revestida de sacralidad; por eso, este personaje siente en esta práctica humana una fuerza que lo excede, lo remece y le produce cierto temor. De manera similar, la sexualidad está vinculada, para los personajes indígenas, con el ritual de liberación y vencimiento de la peste. Según Ariel Dorfman, la eliminación de esta última:

Está descrita como un acto raramente sexual, masculino, viril casi, como una inseminación cósmica: "Quizá el grito alcanzaría a la madre de la fiebre y la penetraría, haciéndola estallar, convirtiéndola en polvo inofensivo que se esfumara tras los árboles". Los hombres y mujeres, todo el pueblo indio, inseminarán la muerte, destruyendo su madre maligna, haciéndose progenitores del mundo y de la vida misma con ese acto germinador. (1980: 132)

En el caso de los colonos, estos padecen debido a la voluntad de Linares de enmascarar la realidad injusta de Abancay. Ellos lloran y sufren, como si fueran los culpables de las faltas del sacerdote: "Se contagiaron todos. El cuerpo del Padre se estremecía. Vi los ojos de los peones. Las lágrimas corrían por sus mejillas sucias, les caían al pecho, sobre las camisas, bajaban al cuello. El mayordomo se arrodilló. Los indios le siguieron; algunos tuvieron que arrodillarse sobre el lodo del canchón" (300). Pero ellos también intentan liberar a Abancay del elemento que más evidentemente corrompe a esta ciudad: la peste y sus efectos en la vida de los pobladores.

Estos personajes son, como el Jesús histórico, ofrecidos a la muerte por acciones que no cometieron. Asimismo, poseen otras semejanzas con la condición de crucificado del Jesús histórico, ya que son considerados, por los círculos de poder, como lo abyecto y, por ello, están lejos de ser aceptados como los liberadores del mundo. Y esto ocurre porque el mundo de la opresión no está dispuesto a aceptar la presencia de seres que han podido superar la condición de crucificados en la historia para nacer a una nueva vida, aunque esta condición implique la posibilidad real de la muerte, como efectivamente sucede en el caso de la opa. A pesar de ello, ni esta última, ni los colonos, ni el pongo se reducen a padecer la dinámica del abuso sexual —en el caso de la primera— y de la dominación total —en el caso de los segundos—, sino que son capaces de trascender esta subordinación al convertirse en agentes de transformación de sus propias vidas. De esta forma, describe, por ejemplo, Ernesto a la opa en escenas anteriores a la muerte de esta: "Movía los pies, uno y otro, como muestra de felicidad, cual un puma su cola. Oí que reía sin recato. Estaba lejos de la gente. Reía fuerte, en cortos desahogos. Señalaba con el brazo extendido el parque, y volvía a reír. Apuntaría a las personas conocidas o a las que según ella merecían ser celebradas o que parecían ridículas" (401). Al realizar esta salvación personal, estos personajes abren una posibilidad de liberación para el contexto social en el que se desenvuelven. Las señales de esto último han sido advertidas por Ricardo González Vigil, por ejemplo, en el comentario que realiza sobre la escena en la que los colonos obligan a celebrar una misa a Linares.

El crítico literario señala, en su edición crítica de Los ríos profundos, que esta ceremonia religiosa es "a la medianoche, como la Misa de Gallo, de la fiesta de Navidad. También vimos que [los personajes andinos] cantan un jaylli de Navidad, en la chichería, en el cap. X. Todo indica que se busca connotar el nacimiento a una nueva existencia, caracterizada por la redención y la felicidad" (1998: 454, nota al pie). El sufrimiento de estos tres personajes es, entonces, un aguijón que se traduce, en los colonos, en un impulso para emprender una praxis a favor de la vida y con efectos en la sociedad en la que habitan: una práctica antiopresiva. Así, "sólo un pueblo que vive, porque ha resucitado de la muerte que se le ha infligido, es el que puede salvar el mundo" (Ellacuría 1990: 215). En la novela, el lugar histórico más adecuado para la realización de esta resurrección es el pueblo crucificado que conforman el pongo, la opa Marcelina y los colonos de la hacienda de Patibamba. Estos personajes son, por lo tanto, los dinamizadores del asentamiento de la justicia humana, ya que no solo la promueven al denunciar la injusticia a través de su existencia crucificada, sino que están insertos en un proceso de conversión en tres etapas: la resistencia del pongo para permanecer en la vida gracias a su comunicación con Ernesto, la capacidad de elevarse moralmente por parte de la opa para juzgar a los poderosos de Abancay, y la afirmación según la cual en los momentos más caóticos de esta ciudad la voluntad de los colonos de la hacienda de Patibamba puede recomponer la armonía.

2. El espejo invertido: los marginales como fuente de transformación

Ser agentes de transformación de otros personajes desde una ética de la alteridad que se traduce en responsabilidad por el otro es un rasgo que, según Cesare Del Mastro, caracteriza a los personajes subalternos de las novelas de Arguedas:

El Otro, entonces, desborda toda expectativa y produce en determinados personajes un acontecimiento inesperado —la reconvención— que no viene de su libertad ni del ‘otro que hay en ellos’, sino que se sufre, pasivamente, como relación que viene del totalmente Otro hacia mí. Se trata de una pasividad del sujeto anterior a su libertad y a cualquier respuesta: la pasividad originaria del bien. […] un personaje que ilustra bien este poder de conversión del totalmente Otro en Todas las sangres es la Kurku Gertrudis. Como la opa Marcelina, ella descentra y hace vulnerables a su canto a los vecinos de San Pedro. (2007: 93 y 100)

De esta manera, los personajes marginados de Los ríos profundos atacan el ensombrecimiento de la ética, ya que su sola condición es una prueba de la maldad de otros. A ellos se podría aplicar, por eso, la afirmación de Sobrino según la cual "nada hay de retórico en afirmar que los campesinos y los indígenas cargan con lo que han puesto sobre sus hombros poderosos y oligarcas" (1991: 329). Ellos son, por eso, los crucificados, pero entrañan, desde esta situación, la posibilidad de resurrección no solo de ellos, sino de todos los pobladores de Abancay.

La resurrección, consecución de una vida plena o posibilidad de humanización abierta por los subalternos se extiende a los otros grupos de personajes implicados de alguna forma en la crucifixión o abuso a los marginados. Así, en la novela, se sugiere la resurrección de estos crucificados, pero también se propone una posibilidad de experimentación de este proceso en los personajes que los crucifican, como el padre Linares —aunque en este sacerdote esta humanización toma el cariz de una virtualidad que no consigue concretarse del todo—, e incluso en los testigos de esta dinámica, como es el caso de Ernesto. Sobre la manera de representar el proceso de surgimiento de la justicia a partir de los insignificantes de la historia en la narrativa de Arguedas, Gustavo Gutiérrez señala lo siguiente: "Para Arguedas sólo esa gente puede ser portadora de una auténtica universalidad, porque son capaces de combatir la deshumanización en los opresores y en ellos mismos" (2003: 52).9 Los crucificados son un espejo en el que quienes los crucifican pueden reconocer sus prácticas deshumanizadoras. Por esta razón, este reconocimiento les da la posibilidad de revisar cómo justifican este tipo de actos violentos y, a través de ello, de cuestionar la creencia en la supremacía de los intereses propios sobre la existencia de los otros. Esta puesta en primer plano de la vida del otro en la conciencia de los opresores también se gesta desde los intentos de los crucificados por hacer frente a su condición, ya que la valoración de la vida no se plantea teóricamente sino a través de la misma práctica de estos últimos, desde la que se "reivindican y universalizan los derechos de los hombres: Aquí se parte más bien desde lo más bajo y despreciado de la humanidad, de aquellos a quienes el sistema social imperante quiere romper interiormente" (Gutiérrez 2003: 52). Asimismo, este cargar con las injusticias de los otros y el caminar para liberarse de estas se convierten en un espacio en el que los testigos de esta resurrección pueden inclinarse hacia prácticas que apoyen dicha liberación, ya que la condición de estos crucificados produce indignación ética, pues en ellos se amplifica la injusticia y, al mismo tiempo, sus intentos de liberación generan admiración. Además, el inclinarse hacia la causa del crucificado provoca ya, en quien la hace suya, una revisión sobre si uno posee rasgos de crucificador, así como una vigilancia y el intento de supresión de cualquier manifestación de este tipo de rasgos violentos en la propia subjetividad.

Por otra parte, los procesos de muerte-resurrección de los subalternos, como ya se ha señalado, están relacionados porque se articulan en uno solo. Un indicio de esta articulación de los procesos de resurrección de los personajes son las correlaciones textuales que se establecen entre los signos cristianos, que están implicados en dichos procesos. Por ejemplo, esto es lo que cantan los colonos en sus oraciones luego de la misa con la que pretenden vencer a la peste: "Mi madre María ha de matarte, / mi padre Jesús ha de quemarte, / nuestro Niñito ha de ahorcarte. / ¡Ay, huay, fiebre! / ¡Ay, huay, fiebre!" (459). En este canto, se alude a los dos signos cristianos a los que se refería Ernesto en la transfiguración que observa en los otros dos grupos de personajes marginales de la novela: Cristo-Jesús, cuyo rostro, al inicio de la novela, es traspuesto en el del pongo; y María, cuya figura es transfigurada en doña Felipa y luego, a través de esta, en la opa Marcelina. Pero la intención de inscribir a estos personajes en un solo proceso de reconvención responde a la función que parece tener cada una de sus transformaciones en la idea final sobre la resurrección de los oprimidos de la historia hacia la que se orienta la tensión narrativa de Los ríos profundos. Por lo tanto, cada una de las "resurrecciones" (pongo, opa) constituye una etapa de esta dinámica de crucifixión-resurrección que va in crescendo a lo largo de la novela hasta llegar a la victoria de los colonos sobre la peste.

En una primera etapa, la identificación del rostro del pongo con el de Cristo crucificado implica en el primero un paso del silencio o de la negación de la comunicación a la articulación de algunas palabras de despedida para Ernesto ("Iba a sonreír, pero gimoteó, exclamando en quechua: ‘¡Niñito, ya te vas; ya te estás yendo! ¡Ya te estás yendo!’" [168-169]). No es poco que el pongo pueda volver a comunicarse en quechua, pues esto supone comenzar a recobrar su identidad, ya que un componente que consolida la identidad es el uso de la propia lengua, así como la recuperación de la memoria que le habían hecho perder. A través del uso del quechua, este personaje sale del silencio-muerte en el que había sido confinado, ya que "es muerte indirecta, pero eficaz, cuando a los pueblos pobres se les priva incluso de sus culturas para someterlos, debilitarlos en su identidad y hacerlos más indefensos" (Sobrino 1991: 322). Así, estas primeras palabras —que no expresan una negación de la posibilidad de comunicarse, como en el primer encuentro con Ernesto: "Taita —le dije en quechua al indio—. ¿Tú eres cuzqueño? / — Mánan —contesta—. De la hacienda" (157)— constituyen el inicio del proceso de recuperación de su autonomía aunque esto no resulte evidente para quien interprete esta escena sin tomar en cuenta la intratextualidad que se puede establecer entre la resurrección del pongo y la de los otros dos grupos de personajes marginales. El usar el "habla usurpada" (Ortega 1981: 16) por los poderosos de Abancay supone cierta superación de "la estratificación social [que] impone una distorsión del acto mismo de comunicar, [la cual establece] […] entre los hombres un ejercicio diferenciado del habla: la sanción de unos, la manipulación de otros" (Ortega 1981: 16).

En una segunda etapa, la toma del rebozo de Felipa da inicio a la resurrección de la opa Marcelina. Esta conversión se desarrolla, a su vez, en tres momentos. En el primero, a diferencia del énfasis en la identificación del pongo con Cristo condenado a permanecer en la cruz, la descripción de la transformación de la condición sufriente de la opa en vínculo con el signo cristiano de la cruz sugerirá más bien movilidad y superación de la permanencia en este signo sagrado: "La opa subió al releje. De allí no podía recoger el rebozo. Se abrazó a la cruz y empezó a subirla […]. Alcanzó un brazo de la cruz; se colgó de él, […]. La opa arrancó el trozo de Castilla; se lo amarró al cuello" (352). En esta descripción, ella se apoya en la cruz para alcanzar el rebozo de Felipa, objeto que opera su transformación. Así, mientras al pongo se le identifica más con "un crucificado estático" (este propaga su estado de crucifixión-sufrimiento, aunque no por ello deja de estar presente en él la resurrección), la opa le da un nuevo matiz a la cruz. Se coloca en una posición inusual en ella, cara a cara: "La opa se abrazó al eje de la cruz, con la espalda al río, no a la calzada" (352). Aquello y la acción física de apoyarse en la cruz para alcanzar el rebozo de Felipa son los dos primeros indicios del paso a su condición de resucitada. La relación que el pongo y la opa establecen con la cruz es diferente o, de manera más precisa, una es la etapa que sigue a la otra. Por eso, al esbozo de palabra en el primero le siguen el reconocimiento y la acusación por parte de la segunda a sus opresores: "Su rostro resplandecía de felicidad.

Llamaba al padre Augusto, o quizá a Lleras" (352). Este vínculo, aunque con diferentes matices, con el mismo símbolo cristiano —la cruz— constituye un indicio textual que permite relacionar los procesos de transformación de estos dos personajes: uno es la superación del otro. En efecto, mientras que la conversión del pongo produce una inversión mínima en su condición de crucificado si se le compara con los procesos de resurrección de los otros dos grupos de personajes, el cambio de la opa supone una inversión mayor, ya que termina en el enjuiciamiento de los poderosos de Abancay.

Pero esta inversión requiere la purificación y la eliminación de la práctica que, como se ha mencionado más arriba, sustenta su opresión: la sexualidad desordenada. Por ello, cuando Ernesto observa su proceso de purificación dice a Felipa: "Pondremos a la opa en un convento" (353), es decir, en un espacio donde se suspenda la práctica sexual, que en el caso de Marcelina es la fuente desde donde se la domina.

El segundo momento en el que asistimos al proceso de resurrección de la opa se da cuando, en la oración de la Salve, Ernesto la vincula ya no solo con Felipa, sino, por medio de esta, con la Virgen María. Mientras Linares reza a una María justificadora de la opresión ("[…] exclamó, y dirigiendo sus ojos hacia la Virgen, con su voz metálica, altísima, imploró perdón por las fugitivas, por las extraviadas" [362]), Ernesto la encarna como la defensora de los más oprimidos, y por medio de la posesión del rebozo de Felipa vincula a la virgen con la opa (Del Mastro 2007: 92-102): "Doña Felipa: tu rebozo lo tiene la opa del Colegio; bailando, bailando, ha subido la cuesta con tu castilla sobre el pecho" (362). Esta relación con la Virgen María y con Felipa está ya contenida en la conformación morfológica misma del nombre de la opa Marcelina, que es una fusión del de los otros dos personajes. Nótense el primer morfema del nombre de la opa (Mar-) y las tres vocales de las tres sílabas siguientes que conforman su nombre (consonante + vocal e + consonante + vocal i + consonante + vocal a). Además, en la adaptación que hace Ernesto de la Salve, se expresa que el proceso de conversión de la opa ha tenido efectos palpables en la vida de la misma, ya que efectivamente ha abandonado la sexualidad desordenada de la que era objeto: "Y ya no ha ido de noche al patio oscuro.

¡Ya no ha ido!" (362). El momento final de la conversión de la opa ocurre en un lugar elevado: la torre de la iglesia. En este lugar, se la presenta, además, como preparada para juzgar a todos los pobladores de Abancay, especialmente a los poderosos: "Sentí esperanza, una esperanza que hacía latir vigorosamente mi sangre. […]. [La opa] había desatado el rebozo de doña Felipa de lo alto de la cruz, en el puente Pachachaca, el día anterior; su hazaña de esta noche era mayor. [...] contemplaba, examinándolos, a los ilustres de Abancay. Los señalaba y enjuiciaba" (401). Su ubicación en este lugar constituye, por lo tanto, según los indicios mencionados, el momento de máxima elevación ética de la opa: "Se festejaba a plenitud, quizá como ninguno" (401). Sin embargo, a Ernesto le sobrevendrá un sentimiento de pérdida de esperanza quizá porque intuye que la praxis antiopresiva por parte de la opa, a partir de su resurrección, no podrá realizarse fuera de esta torre: "Bajé con más cuidado, porque bajar los caminos y gradas difíciles requiere más tino, y porque un sentimiento contrario al que me impulsó durante la ascensión a la torre, me oprimía" (402). No sospecha aún que dicha praxis antiopresiva será realizada por los personajes que parecen tener menos capacidad para ejecutarla: los colonos.

En una tercera etapa, el proceso de superación de la opresión por parte de los colonos, además de transformar sus vidas, tiene un impacto no solo en Ernesto sino en las vidas de otros pobladores de Abancay. Así, por ejemplo, esta transformación por parte de estos personajes marginales trastoca la toma de Abancay realizada por los militares, ya que las acciones de estos son desbordadas por las de aquellos: "Han querido acorralar a los colonos a la orilla del río; no han podido. Han bajado los indios de esta banda, y como hormigas, han apretado a los guardias" (450). "Ahí vienen; ni el río ni las balas los han atajado" (454). Asimismo, la resurrección de los colonos propone la germinación de una posible transformación de Linares, ya que la misa celebrada por este sacerdote por decisión de estos personajes constituye su última aparición en la novela y es la escena inmediatamente posterior a dos actos sin parangón en su comportamiento. El primero es el reconocimiento que él enmascara la injusticia de Abancay: "Que el mundo no sea cruel para ti, hijo mío —me volvió a hablar—. Que tu espíritu encuentre la paz, en la tierra desigual, cuyas sombras tú percibes demasiado" (457). El segundo es el único acto de confianza en Ernesto: "El padre esperó que me acostara. Se fue. Y no le echó candado a la puerta. Yo no iba a desobedecerle" (457). Esta última aparición de Linares en la novela se configura, entonces, como la celebración en una misa de estos dos actos. Esto quizá puede sugerir el inicio de una actitud, en Linares, de una cierta valoración del otro distinto de sí. Sin embargo, estos dos actos aislados no permiten deducir que hacia el final de la novela haya arraigado totalmente en este sacerdote un propósito de enmienda. Ello supondría que este se liberara de su tendencia a oprimir a los marginales. Tampoco está en él la certeza de que en estos está entrañada la posibilidad de transformación de la injusticia estructural de las sociedades jerarquizadas.

Estas acciones a favor de la vida realizadas por los colonos llevan a término la transformación que se opera antes en el pongo y en la opa a partir de la dinámica crucifixión-resurrección de los insignificantes de la historia. Para ratificar aquello, además, la acción con la que se manifiesta este proceso de resurrección consiste en un enfrentamiento contra lo que es más temido —la peste— por todos los pobladores de esta ciudad, menos por Ernesto. Así, lo más terrible y lo que genera más miedo es enfrentado por los hombres menos empoderados: resuena en ellos, pues, la victoria de la vida sobre la muerte, propia de la resurrección de Jesús. Esta lucha se sustenta en valores que coinciden con los que Sobrino otorga a los pueblos crucificados del mundo en su libro Jesucristo liberador: lectura histórica teológica de Jesús de Nazaret. Estos crucificados son fuente de esperanza no solo por su enfrentamiento contra la peste, sino por su lucha diaria por sobrevivir. Desde esta modalidad de vida, los colonos están abiertos a perdonar a sus opresores o, al menos, a no ajusticiarlos en un contexto que podría creerse propicio para hacerlo: el de una desintegración de la sociedad producto de la peste. Su lucha contra esta enfermedad no es producto de una venganza, sino que nace de una restauración de la armonía de la naturaleza o de una preparación para afrontar sus muertes. Por eso, el triunfo sobre la peste será sentido como una victoria comunal, no individual, y producto de la solidaridad: "Los que ya estaban enfermos y debían morir, serían enterrados en los panteones sin muros, sin fachada ni cruz, de las haciendas; pero los vivos quizá vencerían después de esa noche a la peste" (459).

En efecto, todos estos valores implicados en la lucha contra la peste se fundan en la convicción que tienen los colonos de dar sus vidas sin esperar una salvación personal. Estos personajes dejan claro cuál es la condición necesaria para dinamizar el paso de la muerte a la resurrección: la forma de superar la muerte-injusticia es justamente entregar la vida por los otros y no únicamente por uno mismo. No obstante, este proyecto solamente podría ser emprendido con una creencia en las propias capacidades y, por ello, en que la vida misma vale la pena, lo que parece haber sido olvidado por los colonos a lo largo de toda la novela antes de la escena del enfrentamiento contra la peste. Lo que les permite asumir dichas convicciones tal vez no sea explícitamente el amor cristiano, que es "un movimiento hacia el otro que no está dinamizado por lo que el otro supone para mi provecho y por lo que yo puedo recibir del otro" (González Faus 1979: 201), pero sí un principio movilizador en sus vidas que, en realidad, tiene puntos de contacto importantes con este tipo de amor, a saber una noción del carácter pasajero de la vida, de una vida entendida no como una propiedad individual sino como un don que se me ofrece y que, en todo caso, si pertenece a alguien es a su comunidad andina. Sin embargo, si se lee este enfrentamiento comunitario andino contra la muerte a la luz de todos los enfrentamientos narrados en la novela, los colonos ponen sus vidas en juego, aunque no sean conscientes de ello, por toda la humanidad sufriente y confinada a la miseria, e incluso por quienes generan este estado de injusticia: los colonos constituyen la culminación del proceso iniciado por el pongo y continuado por la opa. Hay, entonces, una continuidad en el proceso de liberación de estos personajes, ya que este se inicia con la gestación de una liberación interna en el pongo, continúa con la posibilidad que tiene la opa de poder discernir lo que de violento hay en Abancay y llega, finalmente, a la fuerza con la que los colonos llevan adelante su propio proceso de liberación, el que además consolida el desarrollo que se opera en otros personajes —como en el caso de Ernesto— o, al menos, ofrece la posibilidad del inicio de una transformación ética en otros —como en el caso del Padre Linares.

Las imprecaciones de los colonos contra la peste conforman la escena más representativa de la superación de los más débiles respecto de lo más temido en la ciudad. Dicha escena se convierte en la ratificación de la conclusión ética a la que llega Ernesto, según la cual el valor de la vida se mide por qué tanto esta propicia la vida de los otros, razón por la cual una vida en la que se abusa de los demás no vale la pena de ser vivida: "‘¡Mejor es morir así!’, pensé, recordando la locura del ‘Peluca’, los ojos turbios, contaminados, del Padre Director; y recordando al ‘Markask’a’ tan repentinamente convertido en un cerdo, sus lunares extendidos como rezumando grasa" (440-441). Estas ideas sobre la solidaridad como respuesta ante el padecimiento del otro, señaladas en esta escena, son, además, la verbalización de todo un conjunto de acciones de adhesión y apoyo de Ernesto a los personajes más abusados. Estas palabras representan la toma de conciencia de su práctica solidaria, la cual es retroalimentada por la agencia con matices sagrados de los colonos en el enfrentamiento contra la peste y contra la voluntad de los que los tenían dominados.

En conclusión, todo lo logrado por estos tres grupos de personajes en términos de inversión o resurrección a partir de su condición de oprimidos se puede dividir en tres hitos: la identificación del pongo con Cristo que le otorga la promesa, al poder pasar como este último de la muerte a la resurrección, de ser capaz de comunicarse y transformar su vida; la consolidación de una emancipación de la sexualidad desordenada que impedía liberarse a la opa y, por ello, la posibilidad de hacer justicia a través del discurso que evalúa la ética de los poderosos de Abancay; y la praxis contra la muerte llevada a cabo por los colonos, la que consigue interpelar al máximo enmascarador de la injusticia-muerte de Abancay, el Padre Linares. En la actuación de estos personajes marginales se encarna, según se ha visto en este artículo, el misterio cristiano según el cual la salvación del mundo se lleva a cabo desde los desposeídos. Esto, además, constituye un escándalo desde la percepción de los poderosos, ya que creer en dicho misterio supone la valoración del vulnerable y la confianza en sus capacidades. Esta idea solo puede calar en una humanidad que no pretenda crear una divinidad que valide sus intereses particulares, y, en cambio, que sí esté abierta a lo que sucede en el mundo, al cual no concibe como un objeto manipulable, es decir, en una humanidad que no construye un Dios "a su medida", por lo que tampoco se asume como propietaria del mundo.

Finalmente, esta posibilidad que anuncia que el débil puede salvar al mundo abre a otra: asumir que el mundo no es poseído por ningún sujeto, apropiación desde la que se podría justificar el abuso sobre otros sujetos. Por lo tanto, la transformación del débil se proyecta en la subjetividad del sujeto opresor y le brinda la posibilidad de desenmascarar la mentira en que funda su condición de opresor, ya que el hombre pocas veces ejecuta alguna acción creyendo que esta es negativa, es decir, que está impregnada de maldad. Según González Faus, "para hacer el mal, el ser humano necesita casi siempre mentir y, sobre todo, mentirse a sí mismo. Raras veces el hombre hace el mal llamándole mal, entre otras razones porque entonces se estaría autocalificando de malo, y no se soportaría a sí mismo" (1994: 62).

El humano tiende a recubrir los actos injustos en los que incurre para ocultar su verdadera naturaleza y poder seguir cometiéndolos. Lo que se ha presentado aquí como la transformación del débil hacia su resurrección es un proceso que desenmascara los comportamientos opresores de los hombres, razón por la cual se devuelve a quienes los ejecutan la conciencia sobre la verdadera naturaleza de su conducta. El vulnerable es, así, el lugar desde el que puede conocerse mejor la humanidad con sus limitaciones y sus posibilidades; por este motivo también es el espacio desde el que pueden nacer interrelaciones que respeten la humanidad de todas las personas. Así, desde el pongo, la opa y los colonos es posible entender lo que de ético hay en la condición humana; por esta razón, pueden ofrecer a los opresores la posibilidad de reconocer lo que de inhumano hay en ellos para revertirlo: los subalternos son fuente de honestidad para la propia subjetividad. Pero tampoco hay que olvidar que en este dar a conocer lo que de humano puede haber en los sujetos, estos tres grupos de personajes cargan con las injusticias de Abancay. Sin embargo, no por ello dejan de ser o, más precisamente, por ello son el lugar desde el que se pueden erradicar dichas injusticias, ya que sus condiciones de muerte y de vida proponen un camino ético inverso al que las genera. La lucha por la vida de estos tres grupos de personajes da cuenta, por eso, en la novela, de una dinámica que corresponde al movimiento que conduce a Jesús de la muerte a la resurrección.

 

Referencias bibliográficas

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1 Según el Nuevo Testamento, los preferidos de Dios son los pobres, es decir, los que materialmente sufren escasez de bienes o los que son estigmatizados en la sociedad de la época por tener una condición social tildada de indigna y censurable, como las prostitutas; por ello, especialmente este último tipo de pobre es considerado por esta sociedad como pecador. Así, ante las críticas recibidas por relacionarse con este grupo de gente, Jesús responde de la siguiente manera: "Id y aprended qué significa ‘Misericordia quiero y no sacrificio’. Porque no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores" (Mt 9, 13). Aquella aseveración es indicio de que Jesús concibe su misión como la de aquel que ha venido a acoger a los despreciados de la historia humana.

2 En este artículo, se emplean, esencialmente, las ideas desarrolladas al respecto por Jon Sobrino en Jesucristo Liberador. Lectura histórica-teológica de Jesús de Nazaret (1991) y Jesús en América Latina. Su significado para la fe y la cristología (1982).

3 Todas las citas de Los ríos profundos han sido tomadas de la edición de Ricardo González Vigil (1998).

4 Además de las justificaciones religiosas de los que querían matar a Jesús, están las de tipo económico y político debido a la oposición de este a las prácticas socioeconómicas que se ejecutaban en el Templo, el cual era el centro de la teocracia política de Israel. En su prédica y en sus actos, Jesús ofrecía una forma alternativa a los usos de esta institución para vivir el vínculo con Dios.

5 Esta estructura social está fundada en una justificación sobre su validez cuyo objetivo consiste en desautorizar cualquier crítica; es, además, defendida por los personajes que representan a los poderosos en la novela.

6 Esto es lo que señala sobre este tema, por ejemplo, Tomás Escajadillo: "el pongo, en tanto ‘Cristo de nuevo crucificado’ se convierte en un símbolo ‘absorbente’: por extensión todos los indios humillados de la novela —como los colonos de Patibamba de Abancay— se convierten en la imagen del dolor eterno de la humanidad, que la tradición judeo-cristiana ha querido ejemplificar y simbolizar en la figura de Jesucristo" (1979: 65).

7 Al respecto, señala Jon Sobrino: "es preciso recordar que el resucitado es el crucificado, por la sencilla razón de que es verdad y de que así —y no de otra manera— se presenta la resurrección de Jesús en el Nuevo Testamento" (1982: 235).

8 Una idea muy presente en la novela es que la posibilidad de comunicarse constituye el indicio principal de vida de un ser o, más exactamente, de la potencialidad máxima de la vida de un ser, cualquiera sea este. Por ello, cuando, por ejemplo los objetos ya no pueden ser mensajeros de una determinada información, generalmente relacionada con la esperanza, es porque han perdido la función para la que han sido creados. Esta creencia se nota claramente en la conversación entre Ernesto y Antero sobre el zumbayllu. El primero dice: "Lo haré bailar sobre alguna piedra del Pachachaca. Su canto se mezclará en los cielos con la voz del río, llegará a tu hacienda, al oído de tus colonos, a su corazón inocente" (346); a lo que Antero responde: "Estás enfermo; estás en delirio, hermanito, sólo los winkus pueden llevar mensajes. […]. Y el hermano Miguel me has dicho que malogró el layk’a en la capilla" (346).

9 Este tema de la "humanización universal" a partir de lo débil ha sido desarrollado por Gustavo Gutiérrez en su texto Entre las calandrias. Un ensayo sobre José María Arguedas, particularmente en el apartado titulado "La universalidad del provinciano". Aquí, este autor señala, entre otras ideas, que la universalidad de Arguedas no es abstracta, sino que es la que se gesta —como plantea Hegel— desde lo singular. En este narrador, señala el teólogo, la universalidad se expresa particularmente "por el afincamiento en lo que de más humano y valioso hay en un pueblo oprimido y humillado" (2003: 55). Por ello, en Los ríos profundos, la fuerza primigenia desde la que nacen el ideal y la puesta en marcha de acciones para conformar una sociedad más justa brota de estos personajes. Pero este tema de la fuerza presente en los débiles subyace no solo a las novelas de Arguedas, sino también, como reconoce Gustavo Gutiérrez, a sus poemas. Está presente, por ejemplo, claramente en el poema en prosa "A nuestro padre creador Túpac Amaru" del poemario Katatay: "La fuerza que la muerte fermenta y cría en el hombre ¿no puede hacer que el hombre revuelva el mundo, que lo sacuda?" (Arguedas 1983: 229). Aquí se propone, como en el caso de la triada pongo-opa-colonos de Los ríos profundos, que en la progresiva y cotidiana proximidad a la muerte se encuentra la energía vital que se le opone. Asimismo, con la potencia de esta fuerza se ofrece la posibilidad de conversión a los opresores: "Estoy en Lima, en el inmenso pueblo, cabeza de los falsos wiraqochas. […] y estamos apretando a esta inmensa ciudad que nos odiaba, que nos despreciaba como a excremento de caballos. Hemos de convertirla en pueblo de hombres que entonen los himnos de las cuatro regiones de nuestro mundo, […] en inmenso pueblo que no odie y sea limpio" (Arguedas 1983: 229-231).

 

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