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Lexis

versión impresa ISSN 0254-9239

Lexis vol.38 no.2 Lima  2014

 

RESEÑAS

 

Itier, César. 2012. Viracocha o el océano, naturaleza y funciones de una divinidad inca. Lima: IFEA/IEP, 95 pp.

 


Como ya anuncia la disyunción que lleva el título acuestas, el autor de Viracocha o el Océano ofrece una interpretación etimológica poco usual de una voz indígena que constituye una parte importante del pasado prehispánico y colonial americano. Se trata, pues, de una palabra que forma parte del imaginario panteísta precolombino que, tras la llegada de los colonos europeos, inició un complejo proceso de cambio semántico en el seno de cual fuese la última lengua adoptada por los incas. Así, el resultado de este acomodamiento en su significado también llegaría tomar un lugar dentro del español que se inicia a forjar en América debido, por una parte, a la rápida funcionalidad que los misioneros católicos encontraron en dicha voz durante los principios del proceso de evangelización y, por otra, gracias a su continua mención a manos de los cronistas e historiadores que ocuparon muchas de sus páginas en el estudio del pasado incaico. La disyunción que Itier plantea en el título no debe tomarse como un sencillo ejercicio de sinonimia o, en el peor de los casos, como un intento de traducción literal de este teónimo. Muy por el contrario, ofrece un epíteto que no solo se encarga de caracterizar una propiedad particular de Viracocha, sino que contiene detrás de sí una interpretación ligada a la naturaleza lingüística y cultural del étimo, así como las distintas funciones que el término habría cumplido dentro del confuso y, hasta hoy, oscuro sistema de creencias que caracterizó a muchas de las comunidades que habitaron el antiguo Perú.

La pregunta por el pasado prehispánico, como sabemos, generalmente ha venido acompañada de una serie de obstáculos de diversa índole que se han encargado de construir, quizás en la mayoría de los casos, una aproximación poco verosímil de lo que pensamos supuso el pensamiento e idiosincrasia del indígena en el periodo previo a la conquista española. De este modo, no está de más decir que poco se equivoca Itier al mencionar que parte importante de los estudiosos del pasado andino han errado al no desarrollar una metodología de análisis pertinente, cuya perspectiva les permitiese contemplar las distintas vestimentas ideológicas con que los documentos coloniales envuelven el pensamiento del indio según la afinidad y objetivos de cada uno de sus autores con respecto a su texto. Generalmente, los tratadistas y estudiosos de la religión del hombre andino han concentrado sus esfuerzos en reconocer a Viracocha como el ‘hacedor’ responsable de la creación del sol, la luna y los seres humanos. Así, como bien menciona esta obra, existe una serie de prestigiosos autores que sustentan dicha interpretación, como Johhn Rowe (1960), Franklin Pease (1973) y Arthur Demarest (1981). Todos ellos basan sus resultados en una lectura de los mitos incas escritos durante la etapa colonial desde una perspectiva moderna, sin haberse preocupado por contextualizar la procedencia, autor o finalidad del texto que deciden tomar como evidencia empírica.

El compendio de documentos históricos de los que habla Itier se enfoca en la narración de mitos que sitúan a Viracocha como aquella única deidad encargada de la organización del mundo. Es decir, se menciona cómo es que dicha figura fue la responsable de crear el sol desde las profundidades del lago Titicaca y que, luego, moldeó en piedra los distintos linajes humanos que poblarían la tierra. En otras palabras, se trata de un conjunto de narraciones que se empeñan en ratificar una posible creencia monoteísta ya enraizada en el imaginario indiano desde antes de la llegada del hombre europeo. Por el contrario, el autor de Viracocha o el océano propone una elaborada construcción de una red de conexiones y nominalizaciones que intentan organizar cuál pudo haber sido la naturaleza de imaginario panteísta indígena. Así, la propuesta metodológica del autor forma parte de una línea filológica cuya principal preocupación se encuentra en el pasado andino y que comprende como principal enfoque de partida la observación rigurosa de los fenómenos lingüísticos subyacentes en los distintos textos y fuentes más importantes del pasado colonial y prehispánico. En este sentido, su análisis, lejos de situarse como un punto de partida en el área, se apoya en investigaciones de gran relevancia, como las de Gerald Taylor, Pierre Duviols o Alfredo Torero. De igual manera, es necesario resaltar que el lector se sitúa frente a un trabajo de gran detalle y meticulosidad en cuanto al ejercicio de exégesis y comparación de la selección de los distintos textos escritos en quechua que el autor asume como más coherentes para probar sus objetivos.

La obra de Itier propone una hipótesis para la etimología de Viracocha a partir de una estructura textual que intenta demostrar, paso a paso, un argumento importante: si bien contrario a lo comúnmente asumido acerca de esta deidad, Viracocha no se trataría de una figura solitaria y gobernante dentro del panteón histórico del pasado andino. Se trata, más bien, de un elemento que es parte de un articulado sistema de creencias que sostiene la posible multiplicidad y desdoblamiento de diferentes figuras religiosas entre sí. Así, en primer lugar, la discusión se desenvuelve dentro de una breve síntesis que explica cómo se llevó a cabo el proceso de cristianización de este nombre. No es descabellado asumir que la mayoría de autores encargados de la producción de materiales de evangelización, historia y descripción de las comunidades indígenas en América hayan proyectado una serie de creencias y experiencias más acordes con la realidad del mundo europeo del cual provenían. En otras palabras, muchos de los escritores que dedicaron su tiempo a la descripción de los habitantes del antiguo Perú, durante los siglos XVI y XVII, intentaron demostrar que la comunidad indiana ya concebía la existencia de un ser supremo y creador de todas las cosas. Bartolomé de las Casas, por ejemplo, a partir de las informaciones dominicas que se le entregaron antes de 1550, describió a Viracocha como el creador de las cosas y hacedor del mundo. El mismo Inca Garcilaso, por su parte, en su afán de situar el imperio incaico dentro de la historia universal de occidente, también apoyó la concepción de una creencia cuasi monoteísta por parte del indio, aunque no lo hizo bajo el nombre de Viracocha, sino de Pachacámac.

Posteriormente, el autor se preocupa por explicar una multiplicidad de nombres y formas que la misma deidad habría adoptado en las diferentes locaciones del mundo andino del que hoy se posee evidencia. Si bien es reconocido que las principales fuentes históricas determinan que Viracocha era un dios particularmente cuzqueño, ha de saberse que también era conocido en otros lugares de los Andes bajo otras denominaciones. De hecho, como indica Itier, Duviols ha señalado que el Viracocha incaico era conocido en la región centro norte del actual Perú como <Huari> Huari. De igual manera, el mismo autor señala que, aparentemente, el culto a esta figura también se rendía en algunas regiones del sur, pues una de sus principales deidades llevaba como nombre <Guarivilca>. Existen, también, una serie de reportes que indican la identificación de la figura cuzqueña con el dios costeño <Huichama>. El afamado cronista Antonio de la Calancha describe cómo es que <Huichama> o Wichama desempeñó un papel similar a los de Huari o Viracocha, ya que habría sido el responsable directo de la formación de las huacas petrificadas cerca del suelo costeño y el encargado de pedir a su padre, el Sol, la creación de una nueva humanidad.

Una vez anotada la responsabilidad de la empresa evangelizadora en la interpretación asumida de la voz histórica de la que este texto se ocupa, y luego de haber realizado una breve descentralización de su vínculo estricto con el centro político y religioso del estado inca, ha de tomarse en cuenta un detalle fundamental en el desarrollo de la argumentación que Iteir realiza. Es decir, la propuesta etimológica de nuestro autor viene de la mano de una hipótesis realizada por Alfredo Torero, quien sostiene que la primera parte del compuesto que aquí se discute se habría conformado luego de un proceso de metátesis a partir de la variante Wari (Wira<Wari), coincidente con el nombre del culto en la sierra central peruana. Asimismo, tanto Itier como Torero coinciden en que el segundo elemento del compuesto solo puede provenir de la forma quechua /qucha/. Sin embargo, vale la pena resaltar que Torero había indicado que dicho compuesto no podía ser interpretable a partir a partir de lenguas andinas, ya que el autor habría encontrado, en tanto el segmento wari, una serie de posibles cognados asociados a lenguas de la familia pano y arahuacas. Más allá de la exactitud de la tesis del lingüista huachano, se debe destacar que la misma indica, ya de por sí, una clara intuición de cómo es que el pasado andino no puede ser explicado únicamente a través del quechua, puesto que este territorio ha sido escenario histórico de un complejo fenómeno de bilingüismo. Itier, de todas maneras, por medio de un riguroso examen de diversas tipologías de textos, sostiene que la forma wari debería proceder del nombre quechua waray ‘el amanecer’ que, a su vez, se deriva de la raíz wara ‘(la) mañana’. Del mismo modo, antes de ofrecer una nueva lectura del teónimo, se esfuerza en justificar la plausibilidad del cambio Wari>Wira al indicar que este debió tratarse de una necesidad evidente de los hablantes por devolver el sentido y transparencia que la forma Wari habría perdido. Esta variante, señala además, coincide plenamente con una serie de topónimos ubicado en un área donde el término wari guarda el sentido de ‘gente del tiempo antiguo’. Así, luego de asumir <-cocha> qucha como una voz quechua que designa ‘extensión de agua (charco, lago, mar)’, el ejercicio de hermenéutica realizado le permite designar el significado final de ‘mar de la gente del primer amanecer’. De esta manera, puede explicarse la antigua creencia —corroborada por la distinta documentación etnográfica— que sostiene que los antiguos peruanos representaban la tierra flotando sobre el océano. Es decir, Viracocha sería "el océano que a la vez sostiene y circunda la tierra y del que procede el agua de las lagunas y los manantiales" (37).

Las distintas representaciones que la variante <viracocha> adopta en construcciones como <chanca viracocha > o <tiqsi viracocha>, por consiguiente, vendrían a ser una codificación lingüística de deidades locales que, en su conjunto, toman lugar en un elaborado sistema panteísta. Este sistema no estaría conformado por una suma de relaciones de poder entre sus integrantes, sino que entendía en cada una de ellos una capacidad inherente por desdoblar parte de su esencia el uno sobre el otro. En este sentido, no solo ha debido entenderse a <viracocha> como aquel ser supremo responsable de la creación de mundo, sino como una característica que por su propia naturaleza está unida y le pertenece también al resto de deidades que conforman el mismo imaginario. Como indica nuestro autor, "las divinidades de un sistema politeísta deben estudiarse las unas con respecto a las otras, pues un panteón no es una yuxtaposición de figuras divinas dotadas de una personalidad autónoma, sino que una divinidad se define por lo que la distingue de las otras" (63).

En síntesis, la obra de Itier se trata de un ejercicio filológico envidiable, en el que se puede apreciar con claridad el detalle y rigurosidad de una metodología propuesta sobre la base de un análisis lingüístico para la explicación de un pasado oculto propio de una comunidad de hablantes. El texto debe tomarse, indudablemente, como una contribución valiosa en el campo de la filología andina, pues a lo largo de sus poco más de ochenta páginas, presenta sus distintos puntos de vista realizando un contraste a favor o en contra de las distintas conclusiones y trabajos de otros autores importantes en el mismo campo de conocimiento. De igual manera, el uso de un lenguaje amable, claro en el uso de términos técnicos y descriptivos, así como debidamente anotado, determina la necesidad del autor por impartir una clase de conocimiento que no sea exclusivo de la lingüística andina, sino que pueda ser aprovechado dentro del marco de un ambiente de corte interdisciplinario. Cabe, entonces, resaltar que, aunque las pruebas que Itier presenta y la exégesis que realiza sobre las mismas avalan la plausibilidad de su hipótesis, se puede cuestionar la necesidad casi forzosa que el autor mantiene en realizar la interpretación del mencionado teónimo únicamente sobre la base del quechua. Como es bien sabido, el territorio amerindio se caracterizó históricamente por una enorme diversidad lingüística, historia en la que la importancia y difusión del quechua apenas comprendió un último y muy breve capítulo. En otras palabras, la pregunta por el pasado andino, en especial aquel referido a la historia de los nombres atribuibles al desarrollo de la cultura inca, no debería verse exenta de la dialectología aimara y la evidencia que hoy se posee sobre el puquina. En especial, debido a que, como es bien conocido, ambas lenguas fueron utilizadas por la élite incaica —primero el puquina que el aimara— mucho antes de haber adoptado el quechua como lengua de difusión del imperio. La ausencia de esta perspectiva por parte del autor puede generar en ciertos lectores la impresión de que, por momentos, algunas de las interpretaciones realizadas tienden a ser ciertamente complicadas y forzosas.

 

Luis Fernando Rubio

Universidad de Sevilla

 

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