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Lexis

versión impresa ISSN 0254-9239

Lexis vol.41 no.1 Lima  2017

http://dx.doi.org/http://doi.org/10.18800/lexis.201701.001 

ARTÍCULOS

 

Mujeres fatales y desviados: nuevos deseos al asalto en el desfiladero de la literatura modernista

 

Enrique Bruce Marticorena

Universidad San Ignacio de Loyola
Pontificia Universidad Católica del Perú

 


RESUMEN

Este ensayo expone los puentes comunicantes entre la estilística de las obras de dos autores modernistas: Julián del Casal y Delmira Agustini, y el contexto cultural y los mores sexuales de fines del siglo XIX. Las dinámicas sociales de la vida nocturna expansiva, el sensacionalismo pandémico de la prensa amarilla, el creciente interés sobre la homosexualidad y la incursión de la mirada femenina en las letras, todo confluirá con ciertos preceptos del romanticismo tardío y el simbolismo para darle voz y formas de expresión inéditas a sexualidades alternativas de la época. El alejamiento del sentimentalismo y la pose "malditista" de los modernistas empalma con nuevas representaciones del deseo; el enrarecimiento del objeto como axioma simbolista inspirará el enrarecimiento de un objeto emergente: el del cuerpo masculino, y la insinuación de una nueva mirada: la de la mujer y la del desviado.

Palabras clave: modernismo latinoamericano, Julián del Casal, Delmira Agustini, género, Queer, masculinidades.

 


ABSTRACT

This essay shed light over the connection between the literary style from the works of two "modernistas" authors: Julián del Casal and Delmira Agustini, and the cultural contexts and sexual mores at the end of the 19th century. The social dynamics of the ever expansive night life, the lurid and ubiquitous tabloids of the time and the growing interests towards deviant sexual behaviors and women’s perspective in books, everything will align with certain guideline of the late Romanticism and Symbolism to shape new voices and expressions of desire. The Modernistas’ retraction from sentimentalism and their maudit pose suit the remodeling of the sexual; the rarified object from the symbolist axiom dictates an evermore rarified new object: the one of the male body and its locus in the nascent representation of women’s and deviants’ libidos.

Keywords: Latin American Modernism, Julián del Casal, Delmira Agustini, gender, Queer, masculinities.

 


La noche, tal como la concebimos modernamente, es hechura de la ciudad decimonónica. Desde la propagación de la policía como requisito fundamental del orden público sancionado como imperativo del Estado en las primeras constituciones europeas, hasta la proliferación de las luces de gas de las ciudades y la instalación ulterior del alumbrado eléctrico, todo ello contribuyó para que los hombres y las mujeres de las zonas más seguras de sus ciudades tomasen las calles y diseñasen sus historias. La expansión urbana y demográfica, el auge del comercio y del entretenimiento público y masivo, nos arrebataron las estrellas para que nos podamos enfocar en las luces tenues de algún bar o en el resplandor de una araña de cristal de un salón que se divisaba desde la vereda. Ese nuevo mundo de luz artificial moldea así la cultura de las primeras criaturas sociales nocturnas. La novela de ese siglo recrea al joven dandy que aguarda a su conquista en el siguiente carruaje, y nos invita a los lectores a acompañar a dicho joven y verlo adentrándose, poco después, en el salón espacioso, iluminado con las primeras bujías eléctricas, donde podremos avistar a su amante. Al voltear la página, estaremos en la recámara donde el dandy y su joven querida consumarán (se entiende) el encuentro.

Los postes de luz alumbran a todos, y de manera escamoteada, aunque no menos sugestiva, al asesino, a la prostituta o al chantajeador que espera en una esquina oscura, no lejos de la residencia de su víctima. De otro lado, así como las bujías iluminaban de manera franca a la gente de vida pública y decorosa que acudía a las grandes fiestas en salones privados, a los clubes de hombres notables o a las casas de ópera cada vez más adeptas a las funciones de gala nocturnas, otras bujías iluminaban más cautamente a los fornicadores de debajo de los pórticos y arcadas de las galerías. La novela no descuida, claro está, los escenarios diurnos, pero el atractivo sensual y la exploración de los nuevos confines de la moralidad y la sociabilidad se da con la llegada de la oscuridad y la luz indirecta de las calles y las alamedas. El sexo siempre fue asunto de penumbras, pero el escándalo o el crimen voceado en la prensa amarillista y en la novela cobra una nueva dimensión. El asesino, por ejemplo, se torna en un arquetipo más de lo social. La sangre que vertían las víctimas de Jack, el inglés destripador (primer asesino en serie de la imprenta), se teñiría de un rojo oscuro, cuya tonalidad había sido desconocida a la luz solar.1 Todo asesino es también proclive a tornarse en fuente de inspiración para el escritor si seguimos de cerca parte de la narrativa de Jules Barbey D’Aurevilly o la del conde Villiers de L’Isle Adam. La noche pertenece así a los amantes y a los homicidas; todo ello abría un mundo de posibilidades a la narrativa y a la crónica periodística. Ya lo intuía de este modo, el primer entusiasta de las muchedumbres, el poeta y maldito por antonomasia: Charles Baudelaire. La ciudad se convertiría en el escenario primordial, o incluso en el protagonista, de la poesía y de la novela, sobre todo a partir de la segunda mitad del XIX. El espacio público se convertiría en antesala de lo privado, y las personas administrarían sus horas mucho más allá de la puesta de sol gracias a la iluminación artificial. El ámbito económico-social, que en las primeras décadas del siglo oscilaría entre el pequeño pueblo y la ciudad, como en el imaginario de las novelas de Jane Austen, se resuelve ya llegado el siglo a sus últimos años, en el ámbito de lo estrictamente citadino.

La literatura modernista latinoamericana en particular, haría omisión de la reflexión socio-política profunda que caracterizó a lo mejor de la novela burguesa europea para situarse en el entramado de sensaciones y disquisiciones estéticas que marcarían parte de la narrativa por venir. El maridaje entre la narrativa y la poesía se hacía palpable (muchos escritores latinoamericanos de fin de siglo eran tanto narradores, como periodistas y poetas: José Martí, Rubén Darío, José Asunción Silva, Manuel Gutiérrez Nájera).

Hay una criatura de la noche que se abriría paso silenciosamente en las páginas y los anales médicos de la segunda mitad del siglo: el homosexual. En los barrios chinos, el humo de los salones del opio gasificaría la luz de las lámparas de los interiores y muchachos travestidos acogerían a los visitantes del Occidente americano, desde Nueva York hasta La Habana y Lima. José Martí hablaría sobre esos barrios en el Nueva York que le tocó vivir, con recelo y fascinación a la vez, ante la visión difuminada de los fumaderos y sus ocupantes. Esa ambigüedad frente a la "decadencia" asiática no era solo propia de escritores. El médico Benjamín de Céspedes manifestaría esa oscilación entre el repudio y la atracción en su reporte La prostitución en la ciudad de la Habana publicada en 1888, reporte que estudia Francisco Morán. El texto del galeno hace una semblanza de un fumadero:

En otro rincón del entarimado, dos chinos desnudos hasta medio cuerpo, recogían de una cazoleta interpuesta entre ellos, con un afilado y largo palito de sándalo, bolitas de opio que enrojecían al contacto de la llama mortecina de una lamparita, colocándolas luego en el diminuto y cónico hogar de la pipa larga y estrecha. Una espesa humareda, acre y nauseosa, saturaba el ambiente, impregnándole del pestífero olor de materia orgánica quemada. Sentados en frente, uno del otro, como dos comensales mudos y rígidos; muy serios y con sus párpados entornados, apretaban la pipa con los delgados y lívidos labios, y de vez en cuando parecían comunicarse sus impresiones embriagadoras, abriendo los párpados delgados y rugosos, con perezosa voluptuosidad y mirándose mutuamente con los ojos oblicuos, animados quizás entonces, por internas excitaciones o pesadillas provocadas por el narcótico.

Cuando hubieron formado cuatro bolitas, apagaron la lámpara, esperezaron sus entumecidos miembros como bestias cansadas, y en cuclillas, lentamente, como quien arrastra con esfuerzo sus miembros paralíticos, se acercaron, se juntaron y se oprimieron como dos hembras. . . Separé, asqueado, la vista de esos dos pederastas amodorrados que se revolcaban sobre el tablado con gruñidos de borrachos y huí de aquel nefando lugar, comprimida todavía la garganta por el humo del opio que se escapaba por las rendijas del cuartón como el pestilente gas exhalado por toda una raza muerta para la civilización humana (Céspedes citado en Morán 2005: 390-391).

El registro modernista, tanto en la narrativa, la crónica periodística o el poema, era generoso en descripciones olfativas, desde las nauseabundas de los morideros o los camales, hasta aquellas alusivas a perfumes, inciensos y flores en descomposición. La expresión retórica de cualquier estímulo sensorial era bienvenida, ya sea la de la alusión directa, la perífrasis o la metáfora. Ese registro descriptivo también podría interpolarse en un texto "científico" como el de nuestro buen doctor. Esa proliferación de sensaciones olfativas no era casual: la literatura siempre estuvo inundada, por cuestiones cognitivas naturales, de alusiones a estímulos visuales y, en segundo grado, acústicos. La experiencia modernista iría paralela a la proclama de la experiencia omnívora de los sentidos. El afán filo-gongorista de los escritores finiseculares estaba preñada de sinestesias, y la recopilación de imágenes aromáticas no hacía más que reflejar (como la sinestesia) el discurrir de nuevas percepciones.

La experiencia de las prácticas sexuales brindaba también, obviamente, nuevos derroteros. La homosexualidad, tal como la entendemos masivamente, es hechura europea. Son los ojos europeos, o americanos europeizados, los que nos educan a ver (y catalogar) las prácticas sexuales o costumbres genérico-sociales alejadas de lo normativo. No era nada nueva la feminización del asiático, el indio o el negro; ya esa visión se manifestaba en las crónicas coloniales que hacían hincapié en las letras del continente tanto en los hábitos "sodomitas" de nativos y esclavos africanos, como en su falta de pilosidad. En otros casos, sobre todo en las crónicas que retrataban a etnias potencialmente peligrosas para comunidades criollas de frontera, se adjudicaban a los cimarrones o los indios nómades, atributos de bestialidad masculina (como la de la masacre o la violación de mujeres blancas), atributos que la civilización ponía en jaque en la acción y el decir de los varones que descendían de europeos. La visión de la sexualidad y los mores genéricos en América siempre estuvieron de la mano con la jerarquización de lo racial. El varón salvaje pecaba, o bien de afeminamiento, de un lado, o bien, de lujuria o violencia desenfrenada, en el otro extremo del discurso prejuicioso. La atribución a un grupo humano particular de costumbres sexuales no normativas sirvió desde inicios de la modernidad, de asidero, en Occidente, a la jerarquización racial y de pretexto de dominio sobre lo no occidental.2

El discurso programático de marginación no tiene solamente como objetivo a determinadas etnias o clases sociales, ni tampoco tiene como único criterio de jerarquización y prejuicio las prácticas sexuales como señal de inferioridad moral o congénita. Sabemos bien de las múltiples estrategias discursivas (y jurídicas) a las que recurre el discurso discriminador que relega a ciertos grupos humanos a los extramuros de los "civilizados". También sabemos bien de los intentos de visibilización ulterior de los individuos recluidos en esos extramuros. La literatura también conoce de otras fronteras y subterfugios. Las fronteras entre lo ideológicamente admisible (también sabemos) se da en la perfilación del canon y los "grandes temas" pertinentes a la literatura, según épocas y regiones. A la escritura femenina, le correspondía, para recordar las fronteras y jerarquizaciones genéricas, la exaltación sentimental y el encomio de las virtudes de su sexo, muchas veces vinculadas al ambiente hogareño y la maternidad. El modernismo literario significó una primera ruptura importante con la tradición de los mores y estilos hispanistas férreos en la región que se hacía llamar, muy francesamente, Latinoamérica. La distancia que cobrarían las tentativas nuevas de asuntos y estilos retóricos de los escritores del Nuevo Mundo se haría cada vez mayor, hasta llegar a confines que ni los propios escritores, hambrientos de cosmopolitismo, imaginarían.

Esta nueva literatura, las páginas de estos modernos, se volcaría a los espacios interiores como subproducto de los mores simbolistas de exaltación al objeto raro y el misterio, y daría pie a que ciertas voces se apropiaran de algunos tópicos y situaciones tradicionales y los subvirtieran. Los interiores siempre fueron territorios de la mujer, de la criatura doméstica por excelencia. La literatura del exterior, en cambio, siempre estuvo destinada a la representación de lo social y lo político, del tráfico del dinero, territorios en suma, tradicionalmente masculinos. De otro lado, las guerras entre países latinoamericanos habrían declinado a mediados del XIX, y las revoluciones internas y los derrocamientos que seguirían, dejarían poco espacio para el aliento épico, el género de lo exterior y de lo unívoco por definición. Los varones se replegaron, por consiguiente, a la ansiedad del ámbito interior, tanto al repaso del sentimiento amoroso, más propio de la poesía y más propio del romanticismo ya en retirada, como a la reflexión sobre la estética y sobre los confines de la moral burguesa que atacaban y acataban a la vez. El catálogo de objetos preciosos fue otro rasgo distintivo de su nueva literatura. La narrativa modernista se obsesionó por el ennumeratio y descripción prolija de objetos suntuosos. Las clases medias empezaron a adquirir para sus hogares objetos producidos en masa que venían, claro está, de un cada vez mayor número de fábricas. La aristocratización de los escritores modernistas es proverbial: desdeñaban el culto al dinero que todo parecía comprar (muchos de ellos eran periodistas que publicaban sus textos al lado de anuncios de jabón o latas de conserva), pero sentían también fascinación por todo lo que el dinero podía adquirir. El recelo al oficio "masculino" de hacer dinero (para lo que ellos mismos no eran muy buenos) erosionaba de manera inconsciente su propio sentido de hombría. En las postrimerías del XIX, se dio la primera gran crisis de la masculinidad en Occidente: los valores tradicionales del honor y la valentía en la guerra tenían un espacio estrecho en regiones vueltas absolutamente citadinas y con fronteras relativamente trazadas. De otro lado, la relación entre la virilidad y el hacer dinero conformaba un fenómeno relativamente nuevo para la literatura: se solía exaltar en ella (aún) al guerrero o al rey, pero debía carraspear si intentaba ensalzar al banquero o al comerciante exitoso, la encarnación perfecta del nuevo hombre. Aniquilado el gran hombre que habría inspirado las letras heráldicas, los escritores varones empezarían a discurrir en tópicos y situaciones relativamente no explorados. Las fronteras geopolíticas estarían relativamente marcadas, no así aquellas de su psiquis y su máscara literaria.

Hacer un símil con la naturaleza muerta que empezó a propagarse en la pintura europea del siglo XV podría resultar esclarecedor para situar en una justa perspectiva al artista (varón) decimonónico en conflicto. En un lúcido ensayo de 1964, Roland Barthes calibra la implicación ideológica de la catalogación pictórica del Renacimiento flamenco (1991). Los frutos, artefactos domésticos o de estudio, animales de caza, vajillas, piezas de bronce o cerámica, tejidos, todo comprendía la reunión de mercancías en un siglo que vio emerger el capital y las primeras clases medias. La pintura europea de los Países Bajos procuró incorporar al arte aquella dinámica de las mercancías y el dinero que permeaban los hogares de los nuevos ricos. El arte intentó así, por vez primera, deslizar en sus fueros la proclama antinómica del dinero y el pragmatismo. Lo utilitario, y sobre todo lo intercambiable como mercancía, podría entrar al servicio del sortilegio del lienzo, el pincel y la luz. La acumulación se hizo así belleza, y la belleza visual podía incorporar en su portafolio los retratos realistas de hombres que cobraron notoriedad no por sus cualidades heroicas, nobiliarias o religiosas, sino sencillamente por el talento de acumulación del capital. Sus esposas o hijas sin brío y sin casta podrían de igual manera, formar parte de una nueva inmortalidad sellada por el espíritu del siglo. Aquella primera revolución capitalista del Renacimiento y la formación de los estados nacionales siempre se ha equiparado historiográficamente a aquella otra eclosión industrial del XIX, tal como famosamente haría Michel Foucault. Solo que, en esta segunda revolución, los nuevos artículos masivos, de fácil acceso a la clase media, no serían incluidos dentro del espacio privilegiado del arte y la literatura. Serían los artículos suntuarios, los remanentes del nuevo furor consumista burgués, los que se apilarían en las páginas del poema y la narración modernista. La estética del art nouveau no sería otra cosa que una tibia conciliación ideológica entre el objeto estéticamente privilegiado por la tradición, y ese otro que correspondería a los nuevos gustos de los nuevos ricos. La fijación aristocratizante de muchos escritores modernistas (rara vez aristócratas ellos mismos) busca en la catalogación de "sus" propios tesoros, la exclusión de las criaturas vulgares que producen capital y compran mercaderías y voluntades. La guerra ideológica también se basa en la polarización de dos masculinidades encontradas: aquella del dinero y aquella, bastante más difusa, del quehacer artístico (sabemos quién gana). En ese mundo ansioso del varón, emergen dos criaturas que implantarán de modo más audaz, aunque no del todo preciso, su deseo y su visión del mundo: la mujer y el desviado.

Desde las penumbras de una escalera o las arcadas de una galería, los jóvenes llamados "dependientes" en La Habana satisfarían las urgencias sexuales de su clientela masculina, casi en su mayor parte, conformada por hombres casados. Una vez, en los recintos interiores, el baile triste de estos hombres urgidos y sus compañeros jóvenes y complacientes se retrataría de manera escamoteada en una conocida crónica del cubano Julián del Casal: "Centro de dependientes" (1899),3 en una Habana acercándose al fin de siglo y anunciando un nuevo deseo y una cultura subterránea. El escritor caribeño no haría explícita la relación entre los jóvenes y sus clientes, sino que se explayaría en la ambientación, los trajes y la melancolía que impregnaba el salón a media luz. Para Del Casal, la sola mención de la sodomía, aun insertada en un discurso (suyo) de censura, era poco menos que imposible. El deseo y el dinero que unían a las parejas masculinas conformarían un juego de omisiones y sugerencias. El cubano sería uno de los mayores artífices del escamoteo homosexual en las letras hispanoamericanas. El escritor al que le que gustaba pasear por las calles habaneras en kimono (otra excentricidad asiática) mutaría su deseo, tal como expone elocuentemente Óscar Montero, en el registro sentimental de esta crónica en particular, y en las varias crónicas de seres y hábitos extravagantes: los del circo o los mataderos; o en su poesía, el de las cortesanas de lujo o las princesas homicidas (Montero 1993: 38). Julián del Casal haría explícita su predilección por el artificio frente a lo natural:

A la flor que se abre en el sendero,
como si fuese terrenal lucero,
olvido por la flor de invernadero

Más que la voz del pájaro en la cima,
de un árbol todo en flor, a mi alma anima
la música armoniosa de una rima (extracto de "En el campo" de Del Casal 2012: 90)

Y es de explicar: el artificio de las letras, en tópicos y métrica (el modernismo consistió en la búsqueda febril de nuevas estrofas, disposiciones rítmicas y medida versal) daría rienda suelta a nuevas sensibilidades. He dicho en otro artículo, que la melancolía del modernismo consistía en la búsqueda de nuevas sensaciones frente a la caducidad de las viejas emociones, tanto literarias en particular, como las vivenciales en general.4 Nada más proclive al desdén de una vieja sentimentalidad (siempre ligada a la experiencia heterosexual) para incurrir en nuevos derroteros, que aquel del discurso masculino desviante. Si se ha de sentir de modo diferente, si el amor hacia el mismo sexo no puede hacer uso de los mismos términos que se intercambian entre hombres y mujeres, o que los definen como amantes, entonces, es necesario buscarlos en otras vertientes y explorando nuevas posibilidades del decir. Qué mejor para ello que una nueva literatura que se manifiesta, por vez primera, como anti-tradicional. La sensibilidad homosexual encontrará en las letras decadentistas su oportunidad de hallarse a sí, y si esto pudiera exceder a sus propios ímpetus, al menos podría erosionar las bases de las viejas representaciones del amor y de las viejas cláusulas que unen (o atan) a dos seres.5

El deseo homosexual fue muchas cosas en la historia del mundo, como todo deseo, pero desde la acuñación del término mismo, "homosexual", en la segunda mitad del siglo, los varones sujetos al mismo tendrían que lidiar tanto con la iniquidad de la legislación sobre la sodomía como con la patologización condescendiente y manipuladora de un deseo solo nombrado en los anales médicos. Las prácticas homoeróticas serían proclives al castigo, a la terapia o al ensalzamiento discreto en la literatura. El escritor modernista escribiría con pasión sobre el asesino, la prostituta o la lesbiana. Los mores antiburgueses y el registro malditista de la novela y la poesía tomarían como instrumento de batalla a todo tipo social que desafiase la convención establecida por el hombre o la mujer respetable. El sexo fuera del lecho sacrosanto del matrimonio, de un lado, y el despilfarro como expresión del desprecio por la generación y acumulación prudente del capital, de otro, llenarían las páginas de las novelas por entrega y los bolsillos de las editoriales que las hacían circular. En el nuevo mundo del gran capital, de su culto y desdén a su vez por este, se perfilaría el poseur, el dandy displicente y cultor del catálogo de lo prohibido: la cocaína, el opio, el aroma embriagante de un buen vino o el escote perfumado de una cocotte. La narrativa decadentista se centraría así en las bonanzas del dinero adquirido que permitían comprar la cena opípara o a la mujer hermosa, antes que describir el tedioso proceso del personaje que acumulara el capital (capital que permitía, justamente, la adquisición de los mentados placeres materiales). Su gran protagonista será el joven mantenido antes que el padre malhumorado y poco imaginativo que le provee de renta.

Ese joven diletante se permitiría todos los gustos excéntricos y experiencias en su vida, dentro de la literatura modernista tradicional (que no quería ser tradicional) menos la de yacer con otro hombre en una cama. La visión de dos mujeres juntas, en cambio, invitaban al guiño y al gesto aprobatorio. No tenemos que llegar a los años de Playboy para constatar el sempiterno culto voyeurista masculino ante dos mujeres disfrutando sobre sábanas de seda; ciertas manifestaciones de las prácticas sexuales lésbicas salieron del burdel y la pornografía decimonónicas para instalarse en los dormitorios de lujo del dandy, dentro y fuera de las páginas literarias (pocas de las nuevas representaciones del lesbianismo del siglo XX, expresadas por mujeres y para mujeres, habrían interesado al hombre heterosexual promedio de XIX o del de ahora, para el caso).

El deseo entre dos hombres no tenía cabida explícita en el discurso de la narrativa malditista. Se reniega de Dios, pero no de su creación más emblemática: Adán con su Eva. Sin embargo, la administración de la masculinidad del XIX permitiría la celebración reverente de la relación entre ciertos hombres ilustres de la historia y sus jóvenes amantes: Sócrates y su discípulo favorito, Alcibíades; Aquiles y su Patroclo; Alejandro el Grande y el eunuco persa Bagoas; Adriano, el emperador de Roma, y el púber egipcio Antínoo. La fórmula es reiterativa: el hombre poderoso y el púber, el hombre poderoso y el esclavo. La insistencia representativa de estos dúos nos abre tal vez una nueva posibilidad del imaginario heterosexual masculino: la del varón y el subordinado, la del varón y el varón feminizado (en tanto subordinado). La etiquetación de sodomía en la literatura médica y lega del XIX tenía que ver más con prácticas sexuales no reproductivas y comportamientos sociales que se desviaban de aquellos sancionados como normativos, que con la identidad genérica de dos personas metidas debajo de las sábanas. O bien, tenía que ver con el comportamiento social (visible) del varón afeminado o la mujer de gestos hombrunos. La acuñación y propagación del neologismo homosexual se adhería más a esta última versión de transgresión genérica que a la de la atracción por el mismo sexo, al menos hasta las primeras décadas del siglo XX. Sin embargo, aun hoy, en ciertas culturas y regiones de Occidente, se persiste en la ambigüedad del término hasta hacer equivaler al homosexual con el hombre de gestos y costumbres considerados femeninos, al margen de sus costumbres y compañías de cama. De hecho, el discurso heteronormativo, en su versión más ansiosa, siempre buscará una salida para que la posibilidad del deseo de un hombre por otro hombre no haga dudosa la etiquetación de heterosexual de un determinado individuo. Los hombres y mujeres heterosexuales siempre buscaron que lo "desviado" se aplique a lo que se ve, y, por tanto, que se haga evidente a la luz pública. La demarcación de un ellos versus un nosotros tenía que ser visible. Siempre les fue insuficiente la mera clandestinidad de lo pervertido, por la sencilla razón de que ellos (los heterosexuales) podrían ser culpados de lo mismo. El matrimonio y los hijos nunca fue coartada de nada ante la posibilidad de la perversión oculta.

En el imaginario tradicional, el sexo siempre fue una práctica de poder, una reiteración simbólica que iba de la cama a la calle y de la calle a la cama. Las relaciones jerárquicas del foro público debían reflejarse en lo posible dentro de un dormitorio, y aquellas de la cama debían servir como alegoría de las relaciones sociales fuera de ella: el hombre activo debía permanecer activo dentro y fuera de la intimidad, y la mujer debía mantener su pasividad tanto debajo del hombre en el coito, como sirviéndole en la administración de la casa y el cuidado de los niños. El prostituto joven lleno de afeites de ciertos salones y hoteles decimonónicos no afrentaba la hombría establecida de su cliente varón comme il faut, ya que aquel era el que servía al cliente que traía el dinero. En muchos fumaderos de opios, la incursión a la cama estaba precedida, muchas veces, por el servicio de té y el masaje hechos visibles ante otros parroquianos del lugar. Solo en la discreción de una recámara, escondidos de las miradas de los demás, el cliente y su prostituto negociaban el rol activo o pasivo de la penetración. No importaría el resultado de esa negociación: lo que importaba era la visibilización previa del que aportaba el dinero y del que servía el té o retiraba el calzado del cliente en el salón.

El culto romántico del guerrero o el estadista, insuflados aún de cierta mística en las sociedades revolucionarias tanto europeas como americanas, perduraría en la segunda mitad del XIX en el imaginario de escritores ya adscritos a la pose y a la exaltación del personaje cínico sin creencias ni ideales fuera de los meramente estéticos. El hombre sensual finisecular no podría deshacerse fácilmente del asidero moral que le proveían los grandes hombres retratados por Thomas Carlyle en su influyente De los héroes y sobre su culto y el culto a lo heroico en la Historia (1841), y las estatuas ecuestres de héroes y líderes que inundarían plazas y alamedas de las ciudades occidentales. En Latinoamérica, el caudillismo pandémico excitaría aún la imaginación del escritor de fin de siglo, pero, como en el caso del colombiano José Asunción Silva, se haría solo como un ejercicio especulativo sobre los alcances y atractivos del poder. El protagonista de De sobremesa de Silva, José González, en efecto, hablaría en algún momento de emprender una carrera política solo con el fin de acrecentar sus riquezas y forjar un partido alejado de los parámetros democráticos. El discurso de este joven dandy resultaría ingenuo para el lector de hoy, pero señala una sensibilidad atraída por la figura del hombre con poder, aunque desprovista de ideal y orgullosa de ello mismo, sensibilidad que marcaría el escepticismo (y la consecuente corrupción) aún rampante en el día de hoy.

La exaltación de la gran figura masculina, como se despliega en los versos del "Coloquio de los centauros" de Prosas profanas de Rubén Darío (1896), tendrá un derrotero idealista inusual para la corriente mainstream del modernismo: se reforzará en el centauro protagónico de los versos del nicaragüense su cuerpo fornido, apto para los avatares de la lucha y la sujeción a la fuerza eventual de una fémina:

Son los Centauros. Unos enormes, rudos; otros
alegres y saltantes como jóvenes potros;
unos con largas barbas como los padres-ríos;
otros imberbes, ágiles y de piafantes bríos,
y robustos músculos, brazos y lomos aptos
para portar las ninfas rosadas en los raptos (Darío 1997: 68)

La demarcación es clara entre el centauro maduro y "los jóvenes potros"; los padres-ríos, los unos (la masculinidad como un torrente, es figura común en el XIX) y los "imberbes, ágiles y piafantes", otros. La descripción de los jóvenes se acerca a los seguidores mitológicos de Dionisio: los jóvenes piafantes, los instrumentistas, y las ninfas proclives al rapto conforman también el cortejo del varón adulto en la mirada del poeta. Se insinúa una dicotomía reconfortante para el status quo del hombre adulto: lo apolíneo encarnado en los centauros mayores, y lo dionisíaco manifiesto en los jóvenes potros proclives al desenfreno (o a despertarlo en otros). Prosigue Darío con la siguiente estrofa:

Van en galope rítmico. Junto a un fresco boscaje,
frente al gran Océano, se paran. El paisaje
recibe de la urna matinal luz sagrada
que el vasto azul suaviza con límpida mirada.
Y oyen seres terrestres y habitantes marinos
la voz de los crinados cuadrúpedos divinos (Darío 1997: 68)

"Galope rítmico": el sexo (y de ello Darío sabe y expone) impregna el compás del poeta. La búsqueda formal de los modernistas —y Darío fue el explorador más ambicioso entre ellos— buscó en el ritmo y las nuevas distribuciones métricas y estróficas un nuevo decir. En este fragmento, la troupé de cuadrúpedos se detiene ante el gran Océano, donde se alude a la existencia de "seres y habitantes marinos". Para los viajeros quiméricos, se abren nuevas posibilidades de lo animal, reino predilecto de la sexualidad humana. Darío, el gran acatador de los designios de Venus (dentro y fuera de su poesía) anuncia nuevos territorios de lo sexual que él mismo no se atreve a desarrollar más a fondo. No huelga señalar que esas nuevas criaturas del agua y la tierra, sin nominación precisa, escuchan a los recién llegados, y no a la inversa. La práctica dariana no descuidará el control. Anuncia aquello que lo puede subvertir, pero no le da voz ni historia ni forma. Toda la administración simbólica en el poema se sujetará a las disquisiciones de los centauros en las estrofas que sigan.

El viaje de los centauros es el viaje de los poetas ante nuevas sensibilidades y territorios. Rubén Darío, como muchos otros, recreará espacios y personajes de las mitologías clásicas y nórdicas: el distanciamiento se maximizará en el latinoamericano: los tiempos son otros, si no míticos, al menos lejanos, y el espacio es el europeo, no el propiamente americano. El siglo XIX vio nacer los grandes museos nacionales y las colecciones privadas de objetos exóticos: máscaras africanas, ceramios precolombinos, textiles indios o chinos, porcelanas japonesas, talismanes egipcios o etruscos. Todo era objeto de exotización; aun para el coleccionista latinoamericano, un cuchillo inca, una cabeza de piedra azteca o un collar chibcha, todo ello conformaba el reino fascinante de lo otro. Todo es distanciamiento, todo se expresa en las marcas que el coleccionista haga con la pieza: el estante o la vitrina donde los talismanes o los cofres se guardarían, las mesas donde los ceramios se datarían y se catalogarían; el potencial intercambio objetual reduciría al objeto religioso o utilitario en mercancía; todo ello iba paralelo a una política de control que permeaba todos los ámbitos en la psiquis del varón decimonónico. El biombo chino o la cabeza de bronce de Benin se situaría en el mismo ámbito, a la larga, de los "seres terrestres y habitantes marinos" que podrían sitiarnos. Las criaturas de Darío estarán domeñadas por el artificio letrado similar al del coleccionista, por el artificio no menos efectivo del dinero y el intercambio.

La barba cana y larga de Walt Whitman será elogiada en otra pieza versal de Darío, en su libro inaugural Azul de 1888. La insinuación de los gustos homoeróticos de las estrofas más intensas del bardo yanqui estarán convenientemente eludidas por el poeta centroamericano, quien no dudaría en incluirlo entre sus escritores raros que avisaban de una nueva voz en las letras del mundo. El cuerpo masculino en las letras del modernismo será exaltado en su potencial bélico (en el hombre fornido o sentado a caballo) y en la nobleza que imprime la vejez, sobre todo en un hombre destacado en el campo de la guerra, el gobierno, las artes o la filosofía. No hay lugar para un cuerpo joven e imberbe en esa exaltación; si la hay, será (como hemos visto en "Coloquios…") como una figura colateral, proclive a ser objeto de deseo potencial pero nunca expreso. No solo Darío figura entre los escamoteadores de un deseo alternativo, habrá otros, casi todos del panteón modernista, sean ellos mismos heterosexuales o presumiblemente homosexuales (el adverbio sigue siendo necesario hoy en día). El viaje estilístico y temático de los poetas y narradores los llevarán por parajes que ellos considerarían bajo sus dominios, e intentarían que así fuera. Pero todo viaje conlleva sorpresas, aun para el turista más cauto.

Los escritores dejaron entrar en sus páginas a la femme fatale. Dejaron entrar a la mujer que, en principio, los regodearía en sus afanes sado-masoquistas. En lo que devino esa figura con las décadas, prueba que nadie sabe para quién trabaja. En la literatura de la segunda mitad del XIX, no había hombre que perdiese a una mujer, sino más bien lo contrario. Era la belleza de esta quien perdería al primero. El temperamento malditista de un personaje varón podría hacerlo insensible o podría colaborar con la desdicha de un personaje femenino (como lo prueba famosamente el Fausto de Goethe con su Margarita), pero ciertamente la belleza física del varón no perdería a una mujer. Una mujer se pierde en todo caso por el actuar y el temperamento desalmado de un hombre; un hombre se perderá por la frialdad de una mujer, pero de una mujer dotada de juventud y hermosura. El hombre objeto de deseo no tiene cabida en la literatura realista o aún algo idealista de las letras finiseculares, no de hecho, en la narrativa.

En la poesía, algo parece cambiar. La poesía modernista es objetual, y en su desarrollo ha aprendido a desmembrar los cuerpos (sobre todo femenino) en sus elementos varios (los ojos, el cabello, las manos, la piel) como materia de la expansión metafórica. Claro está que la desmembración simbólica y la exaltación de las partes humanas se originan con los cabellos de oro y la tierna rosa del rostro petrarquistas, pero el campo semántico donde reinan los ojos y los labios en el XIX es uno particular jamás imaginado por los bardos del Renacimiento temprano. Detengámonos en las primeras dos estrofas de "Kakemono" del poemario Nieve (1892) de Julián del Casal:

Hastiada de reinar con la hermosura

que te dio el cielo, por nativo dote,

pediste al arte su potente auxilio

para sentir el anhelado goce

de ostentar la hermosura de las hijas

del país de los anchos quitasoles

pintados de doradas mariposas

revoloteando entre azulinas flores.

 

Borrando de tu faz el fondo níveo

hiciste que adquiriera los colores

pálidos de los rayos de la Luna,

cuando atraviesan los sonoros bosques

de flexibles bambúes. Tus mejillas

pintaste con el tinte que se esconde

en el rojo cinabrio. Perfumaste

de almizcle conservado en negro cofre

tus formas virginales. Con obscura

pluma de golondrina puesta al borde

de ardiente pebetero, prolongaste

de tus cejas el arco. Acomodose

tu cuerpo erguido en amarilla estera

y, ante el espejo oval, montado en cobre,

recogiste el raudal de tus cabellos

con agujas de oro y blancas flores (…) (Del Casal 2012: 58)

Lejos está, en el imaginario del poeta modernista, la inspiración del mundo natural para exaltar la belleza femenina. El kakemono es una pintura que pende de una pared; la mujer retratada en el poema se inspira en otra retratada en un pergamino. Esta mujer no es producto del cielo, la bóveda natural (de la cual ella estaba hastiada), ella pidió más bien auxilio al arte, como se expresa en los primeros versos, para la concreción cabal de su propia belleza. Su palidez le debe más al maquillaje que a su pigmentación originaria. El cinabrio, piedra de tinte rojizo, le otorga color a las mejillas. Su olor es de perfumes artificiales y sus cejas se prolongan con el tinte sutil. La mujer de Del Casal es la mujer que se objetualiza a sí misma. Es la mujer que colabora con el poeta, en su propio artificio. No es raro en la poesía y la narrativa modernista, el retrato de ciertas féminas, sea la cocotte parisina o la geisha, que se expresen como alter ego del escritor. El protagonista de De sobremesa, de José Asunción Silva, atribuye a una prostituta de lujo de los salones y casas de ópera parisinas, el mejor de los gustos, adquiridos por su propio temple, a pesar de sus orígenes lumpen. El arte del afeite y la seducción de las hetairas decimonónicas brotan de una sensibilidad espontánea, absolutamente moderna. La cocotte de París se puede jactar de lo mismo que un poeta finisecular: ambos rompen o desdeñan los dictámenes estilísticos preestablecidos por la tradición y dan rienda suelta a su sensibilidad personal, a su "ritmo interior" como preconizaba Darío. La invocación narrativa y poética de esta nueva mujer, de esta nueva belleza alejada del decoro doméstico o natural, desestabilizará, a la larga, la identidad masculina del artista varón que la invoca. Pigmalión es transformado, aberrantemente, por la estatua que él crea.6

En "Crónica escandalosa: por un baño" ([1881] 1998), el mexicano Manuel Gutiérrez Nájera nos ofrece un juego de espejos identitario entre un joven dandy, Octavio, una bella aristócrata, Julia, y la ambigua figura de cupido (la categoría de narrativa fantástica de este cuento es algo incierta), todos emplazados en el escenario de un jardín arisco de una casa en ruinas. El narrador se dirige a un tú no determinado quien ha conocido como él, a la pareja de amantes, Octavio y Julia. He aquí cómo el narrador describe las virtudes de Octavio, cuando recién empezaba su idilio con la joven:

Octavio es todo lo que se llama un galantuomo. Rico, gallardo, capaz de sostener una conversación sobre cualquier tema artístico, un hombre en suma, que habla el francés y el inglés como su idioma, que toca regularmente el piano, que entiende un tanto cuanto de poesía, que se viste en la casa de Gougaud, que almuerza en el restaurant de Recamier, que tiene un caballo pur sang, que va al teatro... dime tú si un hombre como este es un partido absolutamente despreciable.7 Y sin embargo, una enemistad secreta había entre la hermosa Julia y el galante Octavio. ¡Qué guerra aquella tan velada por las sonrisas y las galanterías de los salones! ¡Qué miradas las que se cambiaban al encontrarse en un baile! (Gutiérrez Nájera [1881] 1998: 256).

Desde las novelas de intriga amorosa del XVIII (y famosamente la de la novela epistolar Les Liaisons dangereuses de Pierre Chordelos de Laclos), los amantes rivales en el cortejo no eran raros en las páginas que se leían no sin deleite entre la nobleza y burguesía de la época. Esa rivalidad en los avatares de la seducción y el buen gusto colocarían a los amantes, hombre y mujer, en la misma aventura de una estética asediada, sobre todo ya avanzado el XIX, por el consumismo de las muchedumbres. En las páginas del mexicano, como la del escritor modernista en general, el énfasis y la explicitación del buen gusto es más acentuada que la del registro más casual del siglo precedente. Graciela Montaldo pone en relieve la demarcación del "buen gusto" contra el "mal gusto" que trazaba reiteradamente el discurso ficcional o ensayístico del escritor finisecular latinoamericano. La estudiosa nos recuerda, tal como lo hace con perspectiva más bien políticas Julio Ramos, que el artista decimonónico siempre se enfrentó a los proyectos "modernos" y nacionalistas del Estado. El pueblo, según Montaldo, siempre fue visto como reacio a la racionalización de la modernidad y la coherencia nacional (2002: 26-29). El escritor nunca tuvo cuidado de explicitar, de hecho, una alianza con "el pueblo" por la sencilla razón de que esa alianza era inviable a pesar de tener al Estado modernizador como "enemigo" común. Sin embargo, el Estado, quien tradicionalmente fue el propulsor de instituciones que demarcasen "lo cultural" y la mayor o menor valencia del gusto en la sociedad, fue replegándose y cediendo esa demarcación al entramado poco sistemático (y heterogéneo) de la comunidad de artistas y escritores. Fue en este momento histórico en que el artista se sintió solo en esa lucha por el asentamiento firme de lo elevado en la producción cultural. El "pueblo" se hizo clase media, y ya entrado el XX, ese pueblo se apropiaría de manera omnívora de muchos productos culturales "cultos" enrareciéndolos por el consumismo al que las masas estaban entregadas.

El discurso modernista fue uno de los discursos más explícitos de su propia estética en la historia literaria; él establecía los parámetros del nosotros, los artistas, y ellos, los lectores (y su aparente o real incomunicación). Se erigía abiertamente el lenguaje con sus "ritmos interiores" y sus métricas versales y estróficas cada vez más arriesgadas, como el nuevo agente poético. Se confundían en no pocas fábulas, mujer y artificio, muerte y decir literario, alegoría y ensueño poemático. El vaivén de los agentes sociales y culturales (masas, artistas, Estados y proyectos nacionales) parecen ir al compás de los vaivenes interpersonales que marcan las sexualidades y las sensibilidades particulares de los personajes, y las voces narrativas o poemáticas que los evocan.

Julia solía visitar a su tía la marquesa, dueña de la mansión y el jardín agreste, por temporadas largas. Ella, nos dice el narrador intradiegético, parecía gustar de deambular por los sombríos salones y corredores de la vieja mansión "medieval". Murmuraba a solas bajo las sombras de los árboles y siempre parecía absorta en algún nenúfar o algún reflejo de la fuente de agua transparente. Alguna vez fue confundida por el jardinero (que refiere de ello al narrador) como "un joven rubio, esbelto y casi mujeril" ([1881] 1998). El estado contemplativo de Julia es análogo al de los muchos poetas y las muchas poesías del XIX. Ella, como toda persona dotada de sensibilidad artística, tiene hambre del mundo, pero el mundo y sus sensaciones le son, a la vez, insuficientes. Ella, como todo artista, buscará "siempre, siempre, por salas y por bosques, esa flor de ternura cuyo perfume llega hasta ella dilatando las angostas ventanillas de su nariz" (Gutiérrez Nájera [1881] 1998: 261). Ella es claramente el alter ego del poeta finisecular que busca un misterio en el espacio desordenado de un caserío y un jardín, en los escombros de la tradición de variadas latitudes y épocas, y ella aparece a otros, a veces, como el equívoco genérico de un "joven rubio". El enrarecimiento del artista no puede desprenderse del todo de la etiquetación o insinuación de lo sexual desviante. Las expresiones retóricas del modernismo han abierto las verjas de un jardín oculto de nuevas figuras y nuevos tópicos que alegorizan una nueva sensibilidad genérica enmarcada en las dinámicas de una sociedad cambiante.

Para beneficios del discurrir narrativo, Octavio resulta ser un pariente lejano de la tía Julia y él se presenta abruptamente en la vieja casa para indignación de la joven. Esta, sin embargo, ignorará la presencia de su rival intruso y continuará con sus ensoñaciones. Octavio, desde el primer día, atisbará el deambular de la bella flâneur. Antes sus ojos, Julia, y sobre todo cuando ella decida bañarse en plena noche en la fuente, se tornará en una joven Diana perlada por la luz de la luna. Sin embargo, la oportunidad del voyerismo puro llega tarde: su diosa objeto de deseo ya habrá cobrado en el espacio del texto/jardín, una autonomía propia. Ella ya no se limitará a ser la musa de disquisiciones masculinas estetizantes, sino que ella misma ya habría ostentado ciertos rasgos contemplativos y percepciones inherentes al artista finisecular. En el juego de espejos del jardín, el artista contempla al artista, a una mujer que fue confundida por un muchacho de apariencia femenina. La estatua risueña de un amor, en lo hondo de una gruta, también participa del juego. Antes de la llegada de Octavio, Julia se acercaría a la estatua, expresiva en sus gestos y enigmática en su decadencia material de musgo y fisuras, para ver si salían palabras de esa sonrisa burlona.

Llega una noche en que Julia descubre, con estupor, que Octavio se hallaba desnudo en la misma fuente donde ella se hallaba también sin ropas. Octavio le declararía, y muy verosímilmente dentro de la retórica del cuento, que la había confundido con una estatua antes de entrar él mismo en el agua. Octavio se dispone a salir de la fuente, pero ella se resiste tajantemente: le ordena que espere a que la luna, que brilla con impertinencia, se oculte detrás de las copas de unos árboles antes de que él se salga del agua con la inoportunidad de su desnudez. Él le propone a ella que le dé la espalda para qué pueda salir, pero ella se niega. Esperan y conversan, y los reparos iniciales de Julia frente al temperamento arrogante de Octavio (como el de ella) se disipan con la charla amena sobre teatro, bailes, lo último de la moda… La escena es algo procaz, la atmósfera de misterio, aunque algo manida, se disipa de modo total con la cháchara. La sensibilidad solitaria de Julia, desplegada párrafos antes, se repliega ante los requerimientos de un enamoramiento incipiente y harto pedestre. Cuando la luna se oculta finalmente bajo la arboleda, nos dice el narrador, la estatua de amor suelta "una estrepitosa carcajada". La resolución del cuento es cuestionable, pero la carcajada de la figura alegórica o sobrenatural de cupido (a quien Julia había escuchado reír antes) censura el registro llano por el que estos amantes decidieron atravesar. El jardín, la luna y el misterio no llegan a envolver lo suficiente a dos jóvenes promesas de una nueva sensibilidad. Ya el narrador nos había mencionado del matrimonio de ambos: el recuento del encuentro de ambos en la casa de la marquesa es retrospectivo. El matrimonio era, muy rara vez, culminación de la trama argumental de la novela romántica, por lo general ganaba la muerte o, en su defecto, la realidad del matrimonio era sugerida como una posibilidad más allá de la línea argumental. En el cuento del mexicano, el matrimonio de Julia y Octavio se había mencionado antes de manera somera, y la historia se centraba, o procuraba centrarse, en las fronteras difusas entre la percepción e imaginación de la joven y la realidad onírica (¿sobrenatural?) de la casa y el jardín (fronteras poco claras que marcarían años después la literatura fantástica latinoamericana). El jardín/ texto era el refugio, aunque provisional, que encontraron hombre y mujer lejos de la procacidad de la ciudad, del imperio mercantil de las masas. La luz de la luna se ocultó demasiado pronto para el juego de identidades y realidades de los amantes (antes de convertirse en esposos), pero volvería a brillar, y muchas veces, en otros textos y juegos del modernismo.

Señor, ¿no tienes piedad de las estatuas?

Todo ser humano es proclive a ser mera representación dentro y fuera de las páginas de un libro. Somos lo que los demás interpretan de nuestros actos y decires y, de otro lado, cada quien se forja la idea de uno mismo de acuerdo con lo que podamos inferir tanto de nuestra memoria como de nuestras expectativas a futuro. Somos, a la larga, un gran texto, y un texto no necesariamente escrito en las constelaciones o en un libro prodigioso de una fábula borgiana, pero un texto que se hace página a página conforme vayamos viviendo y nos vayamos leyendo a la vez.

Ese texto que se hace mientras transcurren las vidas colectivas e individuales ha puesto en circulación, no solo muchas verdades fácticas, sino también muchos mitos de una valencia meramente simbólica, pero que se imprimen con mayor fuerza que las verdades factuales. Muchas de nuestras creencias más profundas, tanto en el plano religioso como en el ético o estético, por ejemplo, conforman enunciados no corroborables pero que, sin embargo, rigen nuestras vidas y convivencias de manera más radical y perdurable. Uno de esos mitos concierne a la mujer. Es más, el único grupo humano, bastante extendido, por cierto, que se ubica en mayor grado en el ámbito de lo mítico que en el del empírico factual, es el de la hembra humana. La representación del varón es renuente al mito (al menos la del varón de extracción occidental y medio alta); la representación del mismo en nuestro imaginario, siempre textual, sitúa esa figura en las líneas y entrelíneas del discurso perfectamente evaluativo y perfectamente inferencial. La primacía del varón estriba en no estar investido de misterio alguno. En el caso de la mujer, como bien nos advierte Simone de Beauvoire en El segundo sexo, las categorías del Eterno femenino, eternamente proclamado por pensadores e intelectuales de todo calibre hasta antes de la revolución feminista de los sesenta del XX, procrastina la evaluación del posicionamiento de la mujer en la estratificación social y calibra, por consiguiente, como improcedente, toda reivindicación de ella dentro de un orden social preestablecido. Su estatus de misterio, de entidad mítica, se entiende, la sitúa por encima de todo orden y de todo reclamo consecuente. El acto de caballerosidad y de vacua fascinación por esa ELLA, en mayúsculas, invalida todo intento de reflexión crítica sobre la misma. Las diosas o los ángeles, se sobreentiende, no necesitan reivindicarse.

La época que vio aparecer los primeros poemarios de Delmira Agustini (Montevideo 1886-1914), a inicios del siglo XX, no estaba exenta, claro está, del hechizo de la fémina mística. Las primeras décadas del modernismo que formó e inspiró los escritos de Agustini establecieron como figura arquetípica a la femme fatale. La inmovilización de la mujer en las letras latinoamericanas y europeas en general, de fines el siglo XIX, es meramente el reflejo del Eterno femenino del imaginario social general. Mucha tinta había corrido desde los tiempos de Petrarca para el esbozo de muchas diosas y ángeles estáticos: desde la donna angelicata de inicios del Renacimiento hasta el repositorio retórico de la mujer continuamente recreada en los textos poéticos de los varios sonetos amorosos de prácticamente todas las lenguas europeas. Las virtudes físicas de la juventud y la belleza también irían de la mano de ciertas virtudes anímicas, como la de la sumisión marital y religiosa, y el recato sexual que sustentaba el honor del varón responsable de una mujer en particular. Esto, repito, llena y desborda los varios géneros literarios desde los inicios de nuestra modernidad.

A partir del Romanticismo, la muerte se encuentra sistemáticamente ligada a la pasión amorosa (las grandes heroínas de la narrativa sentimental mueren, en efecto, por desmesura pasional). Sin embargo, con el correr de las décadas del XIX, la figura de la mujer pasará de ser la de la joven que desfallece exangüe entre suspiros y promesas fallidas, hasta convertirse en aquella que, con su indiferencia o abierto deleite, provocará la muerte de su amante enfebrecido. El cadáver romántico se torna, así, en el paso del Romanticismo al Decadentismo, en la asesina sutil pero certera: la femme fatale de la que hice mención anteriormente. Ángel y demonio, sabemos desde la mitografía demónica de la antigüedad, son entidades divinas menores que ostentan un menor o mayor grado de protagonismo en las fábulas que las retratan. Ese ángel o demons particular, que es el de la mujer en la literatura, será un obvio producto de la inmovilización femenina consuetudinaria. Las figuras demónicas o angélicas no tienen psiquis. En la imaginación poética de muchos escritores varones, y de no pocas escritoras mujeres, por cierto, esa divinidad menor conformará, sobre todo, una pantalla sobre las que se proyectan los miedos y aspiraciones del discurso centrado en lo masculino. En la literatura de antes de mediados del siglo XX, el personaje femenino, o bien estaba prácticamente silenciado, o bien se expresaba con inconsistencias significativas, salvo la de cierta narrativa realista europea o norteamericana.

La vertiente de la escritura femenina decimonónica ha procurado resistirse, con mayor o menor éxito, a la rigidización e invisibilización de la mujer eternizada como subproducto de la proyección de las fantasías masculinas, sean estas luminosas u oscuras. La mujer en todas sus formas: ya sea la devota y de belleza casi irreal, la madre abnegada, o ya sea la asesina elegante o la devoradora de hombres, todas son transfiguraciones de la misma mujer en el fondo, del eternamente esbozado Eterno femenino denunciado por Beauvoir. La escritora mujer, sabemos, tenía que partir desde el palimpsesto de las muchas representaciones de la figura femenina hecha por hombres. Se empieza a escribir como hombre para llegar a discurrir por las corrientes y contracorrientes de un discurso más marcadamente femenino.

Las poetas del modernismo, entre las cuales, claro, situamos a la joven escritora de Montevideo, tenían que negociar con la figura femenina que habían heredado de sus pares varones. La poesía había sido desde los albores del Romanticismo, un juego de disidencia. La poesía del XIX empezó a cuestionar, con la retórica indirecta obligada de todo texto poemático, los mores sociales vigentes. La disconformidad fue así impronta poética desde los versos melancólicos de ingleses y alemanes. A partir de Baudelaire, esa disconformidad se volvió un crie de guerre. El aliento poético de la segunda mitad de dicho siglo tenía que asumir esa misma rebeldía. Sin embargo, la poeta mujer estaría obligada a un juego más complejo de disidencia. El Eterno femenino, encarnado en la femme fatale (y lo sabemos desde las lesbianas asesinas de Baudelaire), parecía haber monopolizado todo lo que, al menos lo asumían así los poetas, repelía la moral cristiano burguesa. Con los poetas decadentes se despliega el sentir antiburgués, el primer atisbo, si no de una nueva trascendencia sucedánea a la cristiana, sí al menos de un nuevo terreno donde se asienta de modo movedizo, el discurso cuestionador de lo moral (discurso, a su vez, necesariamente moral per se).

De esta manera, la efigie que erigieron las diversas voces masculinas, como proclama de rebeldía, se tornó de modo paradójico, en el sello que marcaba aun más la inmovilización de la mujer. La figura demónica que pretendía perturbar la conciencia de las masas burguesas, como una pira en medio de un bosque nocturno, devino en un fuego más que consumía a la mujer misma. Si fueron las muchas voces sucesivas las que erigieron dicha efigie, habría que alterar las voces que confabularon con su existencia. Sabemos que el potencial subversivo de la escritura femenina, que se desarrollaría en la segunda mitad del XIX, coincidió justamente con la exploración en la poesía, y en la filosofía, de los límites del lenguaje. La empresa de la escritura femenina no consistía en reelaborar un tópico alterno a los muchos ya desarrollados por la literatura androcentrista, sino consistía más bien en socavar las estructuras que daban soporte a los textos poemáticos. Una de las estrategias de erosión consistiría, al menos en lo que concierne a Delmira Agustini en particular, en desplazar la voz fija y monopolizadora del sujeto deseante, por lo general masculino, en otra voz de focalización oscilante. No se trataba meramente de invertir la relación tradicional de sujeto masculino deseante y el sujeto femenino como objeto de deseo, sino de que hombre y mujer se alternarán en su deseo, y no solo en su deseo de posesión, sino en aquel de ser poseído o poseída. Veamos la primera parte del poema "Supremo idilio" de Los cálices vacíos de 1913:

En el balcón romántico de un castillo adormido

que los ojos suspensos de la noche adiamantan,

una figura blanca hasta la luz… Erguido

bajo el balcón romántico del castillo adormido,

un cuerpo tenebroso… Alternándose cantan.

 

-¡Oh tú, flor augural de una estirpe suprema

que doblará los pétalos sensitivos del alma,

nata de azules sangres, aurisolar diadema

florecida en las sienes de la Raza!… Suprema-

Mente pulso en la noche tu corazón en calma!

 

-¡Oh tú que surges pálido de un gran fondo de enigma

como el retrato incógnito de una tela remota!…

Tu sello puede ser un blasón ó un estigma;

en las aguas cambiantes de tus ojos de enigma

un corazón herido -y acaso muerto- flota!

 

-Los ojos son la Carne y son el Alma: mira!

Yo soy la Aristocracia lívida del Dolor

que forja los puñales, las cruces y las liras,

que en las llagas sonríe y en los labios suspira…

Satán pudiera ser mi semilla ó mi flor!

 

Soy fruto de aspereza y maldición: yo amargo

y mancho mortalmente el labio que me toca;

mi beso es flor sombría de un Otoño muy largo…

Exprimido en tus labios dará un sabor amargo,

y todo el Mal del Mundo florecerá en tu boca!

 

Bajo la aurora fúlgida de tu ilusión, mi vida

extenderá las ruinas de un apagado Averno;

vengo como el vampiro de una noche aterida

a embriagarme en tu sangre nueva: llego á tu vida

derramada en capullos, como un ceñudo Invierno!

 

-!Cómo en pétalos flojos yo desmayo á tu hechizo!…

Traga siniestro buitre mi pobre corazón!

En tus manos mi espíritu es dúctil como un rizo…

El corazón me lleva á tu siniestro hechizo

como el barco inconsciente el ala del timón! (…) (Agustini 2006: 187-188)

Ambos amantes se alternan en el canto. Las figuras que evoca cada quien parecen replicarse en la respuesta del otro. Lo que comulga a ambos es el dolor y la morbidez sendamente percibida. La empatía y el reconocimiento mutuo son claros: una entidad está dotada de "pétalos sensitivos" y la otra puede pulsar "la noche de tu corazón en calma". Los amantes, más que estar unidos por un sentimiento recíproco, parece unirlos la sensibilidad por las inspiraciones nocturnas y el enigma. A veces víctima, a veces depredador, ella está dispuesta a "embragarme en tu sangre nueva". El solo hecho de ser capaz de percibir el dolor del otro le da derecho a la parte depredadora para que se acerque y beba la sangre de la víctima. La figura vampiresca, tal como la concebimos desde las páginas mórbidas del romanticismo, mata y es simpatética a la vez: su propia sangre se derrama en capullos (¿nos imaginamos rojos?) para que la otra parte a su vez trague cual "siniestro buitre mi pobre corazón". La entidad agresora, en este caso la femenina, conoce como nadie a su víctima; dicho conocimiento deviene (o proviene) en el deseo de la disolución de sí y del otro masculino. El otro es el fantasma evocado: el hombre a la larga, desea tanto como ella, la disolución de su propia identidad. La oscilación de géneros es el umbral del conocimiento del otro, del tú (masculino) que se desea y al cual se percibe como deseoso de su propia disolvencia en el juego de imágenes y de alternancias de perspectivas de los personajes del poema. Frente a la mirada fija, de perspectiva única que es la androcéntrica, se presentará la oscilante femenina. La oscilación de un tú y un yo marcará un nuevo derrotero en la voz poética femenina (y masculina homoerótica también, años más adelante). 8

En "El vampiro" de la misma colección, la poeta no manifiesta una oscilación genérico-sexual, pero sí la perspectiva femenina se afirma en su rol de agente de deseo pero sensible (y ávido) al dolor de la contraparte masculina:

En el regazo de la tarde triste

Yo invoqué tu dolor… Sentirlo era

Sentirte el corazón! Palideciste

Hasta la voz, tus párpados de cera,

Bajaron… y callaste… y pareciste

Oír pasar la Muerte… Yo que abriera

Tu herida mordí en ella -¿me sentiste?

Como en el oro de un panal mordiera ¡

Y exprimí más, traidora, dulcemente

Tu corazón herido mortalmente,

Por la cruel daga rara y exquisita

De un mal sin nombre, hasta sangrarlo en llanto!

Y las mil bocas de mi sed maldita

Tendí á esa fuente abierta en tu quebranto.

…………………………………………..

 

¿Por qué fui tu vampiro de amargura?…

¿Soy flor ó estirpe de una especie obscura

Que come llagas y que bebe el llanto? (Agustini 2006: 186, las negritas son mías)

El tú masculino palideció "hasta la voz, tus párpados de cera, / Bajaron… y callaste…". La gestualidad pudorosa frente a la mirada ávida, atribuido tradicionalmente a la mujer, se proyecta esta vez sobre el varón silencioso, presto a la "cruel daga rara y exquisita / De un mal sin nombre (…)". La comunión de sensibilidades se firma sobre el reconocimiento de lo mortuorio ("Pareciste oír la Muerte"), y confabulan en el secreto de lo que no se dice, de un "mal sin nombre". En el siglo XIX, dentro y fuera de la literatura, los que morían por tuberculosis, la gran asesina del siglo, eran personas a las que se les caracterizaba por estar demasiado cerca de sus estratos pasionales: la clase obrera, las mujeres, los criminales, los poetas y artistas… En la narrativa en particular, como en ciertos libretos operísticos del siglo, las heroínas morirían de amor sin que se nombrara con verosimilitud clínica la razón de su muerte (María, la famosa heroína del colombiano Jorge Isaacs, se extinguiría entre suspiros y melancolías sin que sepamos los lectores la razón médica de su deceso). Es así que la muerte, y la oscuridad compartida de un secreto, abriría la posibilidad sensible y escritural de otros males sin nombre, como la del deseo homosexual o del deseo femenino que toma la iniciativa, deseos situados siempre, dentro del discurso oficial, en el plano de lo mórbido, pero siempre ávidos, a la vez, de una existencia y una visibilización, no importa qué tenue o patética. Es esa oscilación de la mirada femenina la que conlleva el reconocimiento del dolor del otro, de esa otra avidez de ser deseado y de desear de una manera alterna a la androcéntrica; se ensalza lo enfermizo (lo vampiresco) porque esos otros deseos e identidades fueron patologizados: si mujeres y hombres desviados (categoría última que podría incluir a los heterosexuales ávidos de una nueva identidad como objetos de deseo) apuestan por los reinos de penumbras, pueden, por consiguiente, acogerse al subterfugio de que, al menos en el ámbito de la literatura decadentista, son reinos al fin y ellos rigen.

El Uruguay que viviera nuestra poeta se haría conocido por sus proclamas liberales que lo señalarían por encima de la media latinoamericana. Las reformas oficialistas del presidente José Batlle y Ordóñez, sobre todo las de su segundo período (1911-1915), crearon la primera universidad femenina del país y sancionaron la primera ley en las Américas que concedía la iniciativa de divorcio para las mujeres. Las proclamas anarquistas abogarían de manera simultánea por el amor libre y reconocerían la existencia y ejercicio del deseo femenino. La edad del matrimonio se postergaría debido a las nuevas estructuras sociales, laborales y de dinámica del capital. Agustini no fue proclive al discurso moral sexual contestatario de modo abierto, pero el mensaje subyacente de su poesía no parecía evadir el dilema en que se enfrentaba la administración de la sexualidad para la mujer y el hombre modernos. El discurso restrictivo del sexo que confinaba a hombres y mujeres dentro de los parámetros intramaritales se resolvió insuficiente. El sexo se hizo terapia y objeto de monitoreo a la vez. Las esposas jóvenes de las clases medias y altas, con un nuevo acceso a la educación superior y a la fuerza laboral, sin parangón en el continente, fueron conminadas a tener menos hijos y a una edad más tardía. Es famoso ya el consejo que le diera la madre de Agustini a su reciente yerno, Enrique Reyes, consejo en que le instaba a incurrir en ciertas estrategias corporales para evitar el embarazo de su talentosa hija; sabemos de ese consejo por una carta exaltada y llena de recriminaciones que le escribiera el joven Reyes a su flamante esposa.

No es suficiente señalar ciertos derroteros sociales para la administración de lo sexual y así enmarcar, fijamente, el aliento de una poética. Todo poeta es producto, claro está, de su cultura, pero sus obras textuales se inscriben también dentro de ciertos movimientos temáticos y estilísticos que competen más a una intertextualidad literaria que a una referencialidad social irreductible. La poesía de Delmira Agustini no habla sencillamente de una joven mujer reprimida sexualmente (lo que no implicaría necesariamente "puntos menos" para la propia poeta o para las mujeres de su generación), sino de una voz poética explorando nuevas posiciones frente a los tópicos consagrados ya por la poesía decadente del siglo precedente.

Esa posición oscilante no pierde de vista, y he aquí otro rasgo genial de la visión poética de la uruguaya, la perspectiva deseante masculina y su inherente limitación (y limitación a falta de un discurso alternativo) para los sinuosos avatares de lo erótico. Un siglo antes de que la actriz británica Emma Watson subrayara, frente a la Organización de Naciones Unidas, la liberación del varón como una de los efectos no previstos del feminismo,9 Agustini redacta un texto sobre la rigidización de la sexualidad masculina, encarnada en la quietud de unas estatuas:

"Plegaria"

–Eros: acaso no sentiste nunca

Piedad de las estatuas?

Se dirían crisálidas de piedra

De yo no sé qué formidable raza

En una eterna espera inenarrable.

Los cráteres dormidos de sus bocas

Dan la ceniza negra del Silencio,

Mana de las columnas de sus hombros

La mortaja copiosa de la Calma

Y fluye de sus órbitas la noche;

Victimas del Futuro o del Misterio,

En capullos terribles y magníficos

Esperan a la Vida o a la Muerte.

Eros: acaso no sentiste nunca

Piedad de las estatuas?–

Piedad para las vidas

Que no doran a fuego tus bonanzas

Ni riegan o desgajan tus tormentas;

Piedad para los cuerpos revestidos

Del armiño solemne de la Calma,

Y las frentes en luz que sobrellevan

Grandes lirios marmóreos de pureza,

Pesados y glaciales como témpanos;

Piedad para las manos enguantadas

De hielo, que no arrancan

Los frutos deleitosos de la Carne

Ni las flores fantásticas del alma;

Piedad para los ojos que aletean

Espirituales párpados:

Escamas de misterio,

Negros telones de visiones rosas...

Nunca ven nada por mirar tan lejos! (extracto de "Plegaria" de Los cálices vacíos de 1913. Agustini 2006: 258)

La estatua ecuestre masculina era ubicua en los espacios públicos del XIX hispanoamericano. El espíritu neoclásico se había inspirado en Alejandro y su Bucéfalo, o en el Maronga de Napoleón para exaltar los afanes de conquista. Los retratos de héroes y reyes sobre corceles se hicieron irresistibles para la fantasía e ideal masculino desde los tiempos de la revolución pictórica de la perspectiva y la ilusión de movimiento de la pintura barroca, como la muy famosa del retrato del conde duque de Olivares por Diego Velázquez. Las torsiones y quiebres de perspectiva de la pintura del XVII se prestaban, de otro lado, al juego sensual de la mujer desnuda, y a veces, de su rapto inminente. En el caso del cuerpo del varón, la estrategia de la fuga de línea y la composición arriesgada era espacio de destrezas físicas en la cacería mitológica, el tormento o la guerra. Si había deleite en la observación de hombres fornidos en plenas proezas físicas, estaba más en la libido del espectador que en la intencionalidad del artista (ni el homosexual Michelangelo Caravaggio ni Artemisa Gentileschi cayeron en la tentación de plasmar al hombre adulto sensual: Caravaggio se regodearía, más bien, en el retrato de muchachos imberbes y, de otro lado, la imagen de un Judith degollando a Holofernes, en el cuadro de Gentileschi, está lejos de insinuar regodeos en la pintora). Los hombres uniformados sobre sus corceles no colaborarían, de hecho, con la liberación de ese cuerpo. El poema de una uruguaya de 25 años a inicios del XX procuraría cambiar esta historia, y se manifestaría este anhelo más como un ruego (a Eros) o una proclama, antes que como un texto de regodeo sensual frente al cuerpo de un varón. "Los cáteres" de sus bocas están dormidos. Deseo y ceniza manan de "la columna de sus hombros". El templo del varón era inviolable y de ello da cuenta el discurso compasivo de una poeta que los desea pero que llegó demasiado temprano a un siglo, el XX, que exploraría y desarrollaría, años después, nuevos derroteros de expresión desiderativa.

Las representaciones artísticas y literarias del deseo masculino convencional siempre asumieron la fijeza del cuerpo femenino y su naturaleza recipiente, pasiva. Si una voz femenina tenía que encontrarse a sí misma y liberarse, no podría sencillamente invertir el orden e inmovilizar el cuerpo masculino y convertirlo en un mero referente de su discurso desiderativo (del de ella). El cuerpo del varón, invisibilizado por la tradición (como lo estaba la psiquis de la mujer), insinuó su figura en el largo proceso de la historia que quería negar, precisamente, ese cuerpo como objeto. La forma del deseo se asomó en los intersticios de la retórica neoclásica, pictórica y literaria, como una suerte de negativo donde una nueva mirada provista de nuevos recursos estilísticos y asentada en una sociedad de mores cambiantes, de la mujer o del homosexual, pudieran liberarla. La figura del héroe del poema épico, del jinete de insignias en las solapas y espada al cinto, o del bardo de barba augusta se quedó inesperadamente inmóvil para una nueva mirada, como la imagen inesperada en las aguas tranquilas de una poza en el recodo de un río turbulento. Las diferentes corrientes y contracorrientes estilísticas de la segunda mitad del siglo detuvieron esa figura y la expusieron al asalto de las nuevas criaturas de la modernidad. La mirada de Agustini, la poeta rioplatense, fue una de las primeras miradas desiderativas en concederle agencia a su objeto de deseo: la agencia de su propia liberación. Su ruego ante Eros era el compendio de una experiencia humana, muy femenina, que recién se daba a conocer en las letras: la del deseo y la piedad, sentimientos casi oximonóricos para la libido masculina convencional. Delmira, la cazadora, otorgaría una libertad inesperada a su presa en los bosques de una nueva literatura y una nueva sensibilidad.

 

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1 La fama del destripador londinense, el compendio perfecto de asesinato y sexualidad, inspiraría las representaciones sádicas en diferentes frentes de lo artístico y literario: desde un par de novelas góticas y cuentos aparecidos inmediatamente después de los brutales asesinatos de Whitechapell en 1888, hasta, ya entrado el siglo XX, una ópera, un par de películas de la República de Weimar y representaciones sádicas en la pintura del llamado "Arte degenerado" alemán. No huelga resaltar que el destripador real, como referente periodístico (por ende, textual) fue a la larga un derivado del primer asesino en serie literario de fama: El doctor Jeckyll y el señor Hyde de Robert Louise Stevenson de 1886. Véase el interesante artículo de Lourdes Santamaría Blasco sobre la fascinación que ejercían los asesinos finiseculares en Europa: "Asesinos victorianos de la República de Weimar: De psycho killers a femmes fatales". Herejía y belleza: Revista de estudios culturales sobre el movimiento gótico, 2014, no 2, 37-66.

2 John Boswell, en su prolijo estudio Cristianismo, tolerancia social y homosexualidad (1980), afirma que los pensadores cristianos de la Baja edad media europea hicieron énfasis en las prácticas sodomitas de los musulmanes europeos para asentar una suerte de superioridad moral de los primeros sobre los segundos. Dichas prácticas sexuales eran practicadas también con no menos fervor en las comunidades cristianas, de modo tal que empezó a emitirse un discurso censurador sobre esas costumbres y sus practicantes. La homofobia sistemática se había iniciado en los albores de la modernidad en búsqueda de una demarcación más clara entre el ellos y el nosotros cristiano.

3 Aparecería por primera vez en el diario conservador La discusión el 28 de diciembre de 1889.

4 Véase Bruce Marticorena, Enrique. "Una mano blanca, un lirio y ríos de sangre: estética y poética de la crueldad en la narrativa modernista". Inti: Revista de Literatura Hispánica. Providence: Providence College, primavera-otoño 2011. No 73-74, 143-157.

5 Cierto conservadurismo corrosivo de la psiquiatría decimonónica erró y acertó a la vez en asociar ciertas innovaciones estilísticas de las artes y la literatura con perversiones mentales de toda índole. Max Nordau, médico austro-húngaro, será el afamado autor de Degeneración (1892) y en su tratado hace una lista de afamados "perturbados mentales" europeos: Shakespeare (ensalzado por los románticos) Baudelaire, Rosetti y Wagner estarán entre los catalogados. Ver: Ascheim, Steven E. "Max Nordau, Friedrich Nietzsche and Degeneration. Journal of Contemporary History, Vol. 28, No. 4 (Oct., 1993), 643-657. Consultado: 27 de abril del 2015. <http://www.jstor.org/stable/260858>.

6 Cabe notar que ya desde mediados del siglo XIX, los hombres demasiado cuidadosos en afeites y de modales exagerados (pero no necesariamente travestidos) eran vistos como afeminados. El retrato del hombre afeminado tiene varias versiones en Occidente y de muy larga data, pero es en el XIX donde ciertas prendas masculinas y ciertos excesos en el peinado y el vestir masculino, ya tenían atributos que eran vistos como genéricamente desviantes. Este personaje no estaba exento en cierta literatura, de ejercer atracción sobre las mujeres y, en algunos casos, satisfacerlas sexualmente. No por ello se libraba de la mirada sardónica de sus pares masculinos. Importaba, como remarqué anteriormente, la visibilidad de lo masculino antes que la preferencia sexual manifestada en una alcoba. Véase el interesante artículo con respecto al afeminado mexicano decimonónico: "Afeminados, hombrecitos y lagartijos" de José Ricardo Chaves. En México se escribe con J: una historia de la cultura. México DF.: Planeta mexicana, 2010 / Michael K Schluessler y Miguel Capistrán, eds.

7 El uso galicista de "absolutamente" hace que la sintaxis sea ambigua (o la ironía insuficiente); podemos refrasear esta última línea como dime tú, si este hombre podría ser visto como un partido despreciable.

8 Como un corolario ilustrativo de esta influencia de la escritura femenina en el hombre homosexual del siglo XX, recuerdo que, en una tertulia de poesía en el Instituto Cervantes de Nueva York en la primera década del 2000, la poeta española Ana Rosetti afirmó que las poetas mujeres (bien entrada la segunda mitad del XX) tuvieron que aprender a escribir como hombres gays para expresar de manera abierta y gráfica sus deseos sexuales. Seguramente, ellas pensaban en un Cavafis o en un Cernuda, o en un Moro o un Ginsberg. De cualquier manera, los hombres gays les devolverían el favor a mujeres de la segunda mitad del siglo XX en reconocimiento a lo que Agustini y otras hicieron por ellos a inicios del siglo.

9 Les invito a ver en youtube el elocuente discurso de Watson en las Naciones Unidas: <https://www.youtube.com/watch?v=P8GQ2rWjpGw>.

 

Fecha de recepción: 21/07/2015

Fecha de aceptación: 14/03/2016

 

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