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Lexis

versão impressa ISSN 0254-9239

Lexis vol.44 no.2 Lima jul-dez 2020

http://dx.doi.org/10.18800/lexis.202002.013 

Reseñas

Cerrón-Palomino, Rodolfo; Álvaro Ezcurra Rivero; y Otto Zwartjes (eds.). Lingüística misionera. Aspectos lingüísticos, discursivos, filológicos y pedagógicos. Lima: Fondo editorial PUCP, 2019. 446 pp.

Roland Schmidt-Riese1 

1Katholische Universität Eichstätt-Ingolstadt - Alemania

El título general del volumen, Lingüística misionera, no deja de ser ambiguo. Tan solo una de las 17 contribuciones (p. 245) recoge el asunto, dando por asentado que la Lingüística misionera de hecho existe. Al mirar el volumen más de cerca, queda la impresión de que los dos ámbitos se dividen: o se tratan asuntos de Lingüística o de despliegue misionero. Tampoco queda patente en qué sentido uno de los dos ámbitos es condición necesaria o, al menos, condición no contingente del otro. Tan solo otra de las contribuciones, la última, se dedica a investigar la relación entre Lingüística y misión. Reservemos la discusión de este asunto para más adelante. Por lo pronto, ofrezco una mirada global al contenido.

El volumen se divide en tres secciones. La primera de ellas agrupa cuatro trabajos acerca de la producción de gramáticas, vocabularios y cartillas de lenguas americanas originarias, esto es, sobre la producción lingüística de la época pre-moderna (incluyo las cartillas con reserva). La segunda sección está dedicada a “modelos discursivos y estilísticos”, es decir, a textos que puedan servir de modelos en la producción de otros textos, a las tradiciones discursivas, para emplear este término, en su sentido originario, incluyendo los recursos lingüísticos empleados en los textos. Estas preocupaciones podrían atribuirse al ámbito de la Retórica, de Ciencia Textual o de la Filología, todas ellas disciplinas vecinas a la Lingüística. La última de las siete contribuciones de este apartado, la de Ramón Arzápalo Marín, se sale un tanto del cuadro esbozado. Dedicada a la escritura maya anterior a la conquista, se inserta de hecho en la perspectiva filológica, en tanto que se sale de la misionera. Lo que la vincula con esta última es, más bien, su anterioridad a las preocupaciones misioneras. La tercera y última parte del libro, que agrupa seis contribuciones, investiga asuntos como la identificación de las lenguas nativas, problemas de autoría, la escuela, intervenciones salesianas y la expedición de Malaspina, o sea, asuntos del contexto histórico que inciden de alguna manera o en la labor misionera o en la lingüística de la época. Veremos si en las dos y de qué manera. Cierra el volumen la contribución de Wulf Oesterreicher. A él, fallecido en 2015, va dedicado el conjunto.

Me complace enumerar las lenguas americanas originarias que se nombran en el volumen en su orden de aparición, respetando los nombres que les dan autores y autoras, y omitiendo las repeticiones. Estas son la lengua mexicana (el náhuatl), la michoacana (el tarasco o purépecha), la chuchona (chucholteca), el quechua, la lengua moxa, la lule y tonocote, la de Chile (el mapuzungun), la de Cafre (hablado en la África meridional, quizá el Xhosa, la única lengua no americana que se asoma en el volumen), el aimara (jesuítico), el guaraní (jesuítico), el tupinambá (jesuítico), el cumaná, el k’iche’ y el q’eqchi’, el maya (yucateco antiguo), la yunga (el mochica), la ilinga (incierta), la pescadora (incierta), la culle, la selk’nam (hablada en Tierra de Fuego), el patagón, el rumsem y esselen, el nutkeño y la lengua del estrecho de Juan de Fuca, las lenguas de Mulgrave y de las islas Sándwich (Hawái) y la lengua de la Entrada de Príncipe Guillermo. No nos engañemos. Mediante esta lista algo borgesiana no hemos avanzado hacia conocimiento alguno. El universo abarcado por la Lingüística misionera tiende a lo infinito y nos puede interpelar. Sin embargo, y por mucho que nos cueste dar nombres a las cosas, anotar lo que está escrito en textos anteriores no es entender ni más ni menos, en sentido lingüístico o histórico.

Paso a dar cuenta del contenido de las contribuciones, deteniéndome más en unas que en otras. En la primera parte, (1) Beatriz Arias Álvarez informa sobre el contenido de tres cartillas novohispanas anteriores al 1600, en materia de letras, sílabas, oraciones, mandamientos divinos e instrucciones eclesiásticas. Compara estas con otras españolas, temporalmente cercanas. Las materias contenidas en todas coinciden en alta medida. Llama la atención que varían el empleo y la repartición de las lenguas, entre latín, romance y las originarias. De ahí, parece que la alfabetización proyectada pudo estar orientada a fines diversos y, en todo caso, a cualquiera de las lenguas mencionadas, ya que divergen, pero tan solo en algún detalle, en función de las lenguas, también las letras y las sílabas que se enseñan (p. 42). (2) Rodolfo Cerrón-Palomino estudia la técnica investigativa de un autor franciscano de inicios del siglo XX, quien, por primera y última vez en la tradición misionera (americana), ofrece una gramática comparada de dos dialectos pertenecientes al área quechua, el huanca y el ayacuchano en un solo libro. Ambos dialectos son parientes lejanos: el huanca forma parte del grupo 1 y el ayacuchano del grupo 2 de la lengua, según la clasificación dialectal conocida. Cerrón-Palomino revela que, al apoyarse más de hecho en el quechua huanca, el franciscano Raez debió disponer de una competencia cercana a nativa de este dialecto. El autor estudiado consigue restituir el parentesco ancestral en muchos casos, valiéndose de la comparación de estructuras y de su propio conocimiento fonético del huanca (p. 62). Agrego que la anotación del saltillo (o del sonido glotal aproximado) por <h> es emblemática de la época dorada de la investigación franciscana en México. (3) Esther Hernández se ocupa de la documentación de americanismos léxicos originarios en cuatro vocabularios jesuíticos del siglo XVIII, referidos a lenguas de la sección sur del continente, que impactarían sobre el español (general, no solo americano); es decir, registra los indigenismos de la sección española de las obras, que los autores ya considerarían, de emplearlos, parte del patrimonio, provengan de la lengua meta del vocabulario o de otras. A la par, observa los indigenismos de procedencia distinta de la lengua meta (principalmente, las lenguas antillana, mexicana, quechua, mapuche, guaraní) en las secciones dedicadas a las lenguas vernáculas de los trabajos bilingües. En alguna ocasión, se encuentra la misma voz en las dos secciones, meta y española (p. 82). (4) Gonçalo Fernandes da cuenta de una gramática que supone ser de finales del siglo XVII, documentada en un manuscrito posterior, referida a una lengua de Mozambique. Estudiada desde inicios del siglo XX, la cuestión de identificar la lengua descrita en ella, arraigada con seguridad en el centro del país moderno, sigue abierta y constituye el enfoque principal de la contribución. Se sugiere tan solo que el chi-sena podría haber suministrado la base de una mayoría de las formas, en tanto que la chi-nyungwe, pariente cercana, también estaría involucrada. La lengua general que resultaría de la convergencia de estas formas, sin embargo, difícilmente habría sido hablada por los nativos (p. 110).

La segunda parte del volumen, dedicada a recursos estilísticos y formatos textuales, empieza con el trabajo de (5) Xavier Albó, quien estudia la Vita Christi de Bertonio, en aimara; y la de Villegas, anterior y en castellano. Defiende la hipótesis de que Bertonio logra distanciarse, apoyado por su co-autor nativo, en una medida asombrosa de lo que él denonima, con acierto, los dialectos misioneros. Esta denominación se aleja de los dos extremos de admitir la producción misionera sin reservas como representativa de sus lenguas meta, por un lado; y, por otro, de entenderla como enteramente ajena a las mismas lenguas. Albó demuestra que, comparada con textos de instrucción religiosa sometidos al más inmediato control dogmático, la Vita Christi en aimara tiende a emplear el evidencial -tawi con sistematicidad, prefiere con mucho la cita directa sobre la indirecta, y desarrolla preferencias léxicas propias en el ámbito de la reverencia y veneración, entre otros (p. 128). Al ser comparadas con los usos de Villegas, tanto en estas opciones léxicas (y, por consiguiente, semánticas) como en ciertas ampliaciones narrativas del texto, se reconoce una mayor aproximación al cosmos aimara. El autor considera el tratamiento relativo de las nociones ligadas a la cosmovisión cristiana una vertiente a ser estudiada, al lado de la lingüística. (6) Bartomeu Melià distingue, sobre la base de criterios cambiantes, entre literatura guaraní y en guaraní, valiéndose en los dos casos de un concepto vasto de literatura como de “conjunto de escritos”. Cuando el criterio principal de la distinción parece ser el de la autoría de los textos -guaraní en el caso de la literatura guaraní, jesuita en el otro-, no se desecha por completo aquel otro de los asuntos tratados -temporales o eternos-, temporales en la literatura guaraní, eternos en la jesuítica. Melià argumenta en contra de este segundo criterio trayendo a colación el pormenorizado interés en la vida sexual de los guaraníes (asunto temporal) de que dio prueba Ruiz de Montoya (p. 151), por un lado; y, por otro, escritos edificantes de autoría guaraní atestada. Es, por cierto, impresionante la diversidad del corpus guaraní colonial sacado a luz en años recientes. Conforme destaca la contribución, si bien en no pocas ocasiones, el criterio de la autoría se difumina de hecho en favor del de temporalidad (p. 165). Con tintes apologéticos, se defiende una relativa cercanía del guaraní jesuítico al nativo, en lo que parece ser un debate abierto. (7) Cândida Barros y Ruth Monserrat discuten la parcial sustitución de un lenguaje catequético tradicional por otro más contemporáneo en el siglo XVIII, provocado por el cambio lingüístico acelerado en la comunidad meta, la tupinambá amazónica, a partir del análisis de un detalle léxico: la designación del concepto padre. Constatan que la sustitución del clásico tuba por el préstamo portugués paya (y, paralelamente, la del clásico cig por el préstamo maya ‘madre’) se limita a invocaciones de la(s) divinidad(es) y a las designaciones cotidianas, mientras que tuba mantiene fuerte su posición en la designación de la suprema divinidad masculina y en la conocida oración transmitida por San Mateo. Mientras que los siglos XVI y XVII propusieron distanciar las designaciones celestiales de las terrenales acompañando tuba (y, paralelamente, cig) con el calificativo eté ‘celestial, real, incuestionable’, en el XVIII, bastaba con mantener estos términos salidos del uso para remitir al ámbito celestial. La lengua sagrada se perfila. (8) Roxana Sarion se ocupa de la traducción de la doctrina cristiana al cumaná, a finales del XVII, desde la perspectiva de la “conquista espiritual (p. 195). Como no podía ser de otro modo, las estrategias de traducción empleadas en el terreno son variadas. En consonancia con la secular inclinación nominalista de la orden franciscana y con las ordenanzas de los ­concilios limenses postridentinos (y, a veces, sin mayor convicción), es privilegiada la manutención de la terminología religiosa española. Voces originarias ingresan antes para la representación de conceptos no nominales. (9) Sergio Romero demuestra, siempre en la misma sección, la cercanía entre un texto catequético en q’eqchi’ y otro anterior en k’iche’. Estos dos pueblos mayas del altiplano guatemalteco, cuyas lenguas pertenecen al mismo subgrupo genético, pero difieren en una serie de recursos lingüísticos, se distinguen también en sus orientaciones culturales, sobre la base de una cosmogonía compartida. El autor arguye que la sobresaliente calidad poética y la verosimilitud nativa del texto k’iche’ se debe a la alianza política que este grupo contrajo con los dominicos, considerando que tal convergencia de intereses llevaría a un compromiso sin par de los intelectuales k’iche’, a quienes los dominicos, por su parte, habrían dejado elaborar los textos, confiados en su estoicismo realista. Los autores vernáculos, recurriendo a recursos poéticos ancestrales, dominan así no solo la conformación de los textos, que se hacen modelos, sino también el moderno sincretismo en el altiplano. (10) Frida Villavicencio Zarza se dedica a tres pastorelas navideñas en lengua michoacana de datación incierta, de finales del siglo XIX probablemente, desde la perspectiva del cambio histórico del lenguaje catequético. Permanece sin evidenciar la hipótesis de que las piezas remonten a otras del mismo género de la primera época misionera. El auge de la pastorela mexicana ocurre, a nivel nacional, a finales del XVIII (p. 250). El hecho de que una de las tres piezas en purépecha retome, en su léxico y ortografía, soluciones de la época clásica es indicio de que se sigue tal modelo lingüístico (y estilístico), pero no de que la pieza sea de esta época. Aun así, resultan sugerentes los cambios ocurridos. Tatá, naná, acha (‘padre, madre, señor’), empleados con su semántica relacional originaria en el siglo XVI, pasan a ser, tatá y naná, honoríficos en el XIX (tatá mediante su empleo alocutivo ante el sacerdote), mientras que acha se convierte (mediante su empleo alocutivo ante las divinidades, parece) en designación del diablo. El discurso misionero, así, los absorbe. En muchos casos, términos purépecha, cuidadosamente ­seleccionados en el siglo XVI, se hallan sustituidos por préstamos del español en el XIX. No se observan épocas intermedias en el estudio. Cierra la segunda parte (11) Ramón Arzápalo Marín, investigando la escritura maya (yucateca) pre-colonial. Su referente misionero es Diego de Landa, primer obispo de Yucatán, quien propuso una (errónea) lectura alfabética de los códices y logró quemarlos casi en su totalidad. La escritura maya se basaría, muy por el contrario, en asociaciones fonéticas (de orden silábico) y derivaciones tanto como en asociaciones conceptuales, que involucran relaciones míticas que enlazan objetos, fenómenos y categorías, difíciles de sospechar.

La tercera parte, destinada al contexto histórico de la producción lingüística misionera, la abre (12) Willem A.F. Adelaar, quien revisa la información (o falta de la misma) acerca de las lenguas originarias habladas en el obispado de Lima entre los siglos XVI y XVII en el Libro de visitas legado por el obispo Mogrovejo. Hace constar que la preocupación del religioso no fue de índole enciclopédica, sino más bien la de saber si la comunicación doctrinera podía llevarse a cabo en cualquier lengua (p. 294). Con estas limitaciones, la documentación del Libro permite precisar tres aspectos del paisaje lingüístico. Primero, que la denominación de lengua general del Inga se refería indiscriminadamente a cualquiera de los dialectos quechuas (también a aquellos muy distintos del cuzqueño), revelando para este término un valor puramente funcional (ahistórico), nada descriptivo. En seguida, resulta que la extensión de la lengua linga no solo coincide, con sistemática exactitud, con el territorio del culle, tal y como es determinado por la toponimia, sino que no entra en estos mismos territorios la lengua general. Finalmente, quedarían por revisar, sobre la base de las indicaciones del Libro, las dos riberas del Marañón. (13) José Cárdenas Bunsen investiga la autoría de los textos lingüísticos auspiciados por el Tercer Concilio Limense (1586). Defiende la hipótesis de la agencia principal del jesuita Blas Valera. Presenta documentación convincente, recién traída a colación, a favor de ella. El anonimato del Arte y Vocabulario estaría basado en el carácter colectivo de su elaboración, por un lado; y en las altas presiones a favor de la uniformidad ejercidas por las autoridades conciliares, por otro. Ya se había argumentado que los dos años transcurridos desde la clausura del Concilio en caso alguno habrían bastado para elaborar el Arte y Vocabulario. Tenemos ahora documentado (aunque no transmitido) un arte quechua de Valera. Con adaptar sus materiales léxicos habría bastado antes de 1586. Siendo además mestizo, el supuesto autor se arriesgaba a ser excluido de la Compañía de Jesús, precisamente en estos años. Evitaría, al parecer, la exclusión muy merecida, en razón de su estatus de buen judío, valga decir, de conocedor íntimo de las lenguas andinas, útil a la congregación. Aunque haya sido superior a Domingo de Sancto Thomas en sus conocimientos, supongamos que “el primer quechuiste del Perú” no fue (parcialmente) nativo (p. 332). (14) Luis Andrade Ciudad analiza un expediente eclesiástico que documenta la investigación llevada a cabo a mediados del siglo XVII sobre la gestión de un cura del altiplano septentrional, con la finalidad de determinar los recursos lingüísticos del área, así como el patrón comunicativo de catequesis y escuela. Si bien el área debería ser la del culle, esta lengua no se alude en la documentación (p. 351). La mayoría de la población parece, en todo caso, ser forastera, inmigrada desde áreas circunvecinas hablantes del quechua. Que esta última deba representarse como escindida en dialecto local y quechua pastoral cuzqueño, no se comprueba. El catecismo se impartía en las dos lenguas, la general y la española, mientras que la escuela, que debería funcionar en español exclusivamente, dejó de operar enteramente en este punto geográfico. (15) Marisa Malvestitti investiga el trabajo de campo de los salesianos en la Patagonia del sur, Tierra de Fuego, a principios del siglo XX, en el lado argentino. Describe con minuciosidad el proceso de recolección y posterior elaboración de los datos, que no alcanzó formato de gramática y se realizó, cuánto más tarde, en Europa. Estamos ante un proceso de transferencia de conocimientos con orientación sur norte. Es más, los salesianos apuntan decididamente -y más que sus congéneres misioneros de épocas pasadas- al uso transitorio del selk’nam (u ona), con vistas a la castellanización de los neófitos. La castellanización del territorio se consigue, en efecto, mediante el genocidio de la etnia. Que los materiales recolectados puedan servir a la revitalización de la lengua (p. 383), iniciada en 2004, se presenta como un tenue consuelo. (16) Rebeca Fernández Rodríguez recoge informaciones léxicas acerca de una serie de lenguas, representadas en listas de palabras y documentos variados, principalmente diarios, elaborados durante la expedición de Alessandro Malaspina a territorios diversos y alejados entre sí, a finales del siglo XVIII. La recolección de datos lingüísticos se acompaña por la de otra clase de informaciones, sociológicas, geográficas, geológicas y biológicas. Más allá de los propósitos misioneros, generar conocimientos parece servir aquí ya a la mera dominación. Nuevamente, el recojo de datos se justifica por el aniquilamiento que le sigue (p. 406). Wulf Oesterreicher desarrolla una visión de conjunto de la Lingüística Misionera. La calificación del contexto histórico mediante el epíteto “misionera” lo lleva a cuestionar la categorización del objeto histórico estudiado como lingüística. Entra en este debate el reto de la delimitación de épocas en la historiografía científica. A este respecto, el autor defiende que no hay ciencia donde no haya investigación especializada sustentada por una red de instituciones “exclusivas a ella” (p. 424). Mientras que este criterio le permite establecer el inicio de la Lingüística científica en los inicios del siglo XIX, esto es, contemporáneamente a las independencias americanas, las actividades misioneras se extienden más allá de estas fechas, incluso en el hemisferio occidental. De ello se desprende que dejan de coincidir en el tiempo colonialismo y actividad misionera, o bien que las independencias americanas dejan de distanciarse de una y otra. La Lingüística Misionera, en todo caso, permanecería fuera del ciclo institucional de la ciencia occidental, antes y después del 1800, sin que se nieguen puntos de comunicación, de enlace. Queda abierta, sin embargo, la cuestión de saber en qué medida el celo misionero puede incidir en el análisis de estructuras lingüísticas y en qué sentido tal análisis permanece, por su sustento institucional, ajeno a los recursos metodológicos de su época.

Evaluar el volumen en su conjunto requiere reconocer, en primer lugar, que la mayoría de las contribuciones presenta datos empíricos recientes. El nivel de los argumentos es inspirador, casi invariablemente. Algunas contribuciones sobresalen incluso por el hecho de que los conocimientos lingüísticos de sus autores en las lenguas nativas exceden, con mucho, los de los autores misioneros estudiados (Cerrón-Palomino, Albó, Melià, Barros/Monserrat, Romero, Adelaar). No todos ellos aprovechan esta ventaja para investigaciones de interés lingüístico. En Romero y en Adelaar, se priorizan, con rigor y detenimiento, la argumentación y el conocimiento históricos. Melià se dedica a asuntos de documentación, de categorización y de legitimidad. El afán documental excede, además, en Arias Álvarez, Hernández, Fernandes, Sarion, Malvestitti y Fernández Rodríguez. Cerrón-Palomino, Albó, Barros/Monserrat, Romero, Villavicencio, Adelaar, Cárdenas, Andrade y, en su manera, Oesterreicher dan argumentos diáfanos, aunque no invariablemente concluyentes. La empresa misionera parece ser materia de algunas contribuciones, pero no de muchas. La casi totalidad le concede su reverencia como a su objeto de estudio o bien como a la condición histórica del mismo.

Me permito anotar que ocurren algunos deslices gráficos en la onomástica portuguesa, así como en la contribución de Melià. Echo de menos las referencias a estudios anteriores en la contribución de Barros y Monserrat. En la de Arzápalo, las técnicas de representación y de referenciación de las imágenes resultan insuficientes, lo que dificulta seguir el argumento, que es, junto con el de Barros y Monserrat, de apreciable hermetismo. Considerando el volumen en su conjunto, estas notas son marginales. En consonancia con el subtítulo, los intereses históricos se imponen a los propiamente lingüísticos. Toca felicitar al Fondo Editorial de la PUCP por este bello libro, por la agudeza, el rigor, la severidad y la riqueza contenidos en él. A los editores también, por el merecido fruto de su esmero, convertido en sencillez de lectura y placer de los lectores.

Recibido: 03 de Septiembre de 2020; Aprobado: 16 de Septiembre de 2020

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