Breve memoria
La noción de testimonio del yo involucra dos zonas discursivas, la autobiografía y el género testimonial, mediante las cuales los relatos sobre el genocidio en Argentina1 han abordado la cuestión y desempeñado un rol decisivo -junto con los reclamos públicos de los organismos de derechos humanos- en la configuración de imágenes sociales sobre diversos aspectos del plan sistemático de represión y desaparición de la última dictadura cívico-militar (1976-1983). Desde el arco literario y cinematográfico, los géneros que se abocaron al tema fueron la narrativa testimonial (llamada a partir de la poética de Rodolfo Walsh, no-ficción), el documental histórico y/o político, y la ficción a secas -novelas y películas de época, cuentos, relatos, e incluso la autobiografía como una zona residual del mercado literario-.
Es cierto que también hubo narrativas y poéticas contemporáneas al período dictatorial que, de formas más o menos directas, abordaron distintas aristas de la represión del Estado tanto desde la denuncia de los exiliados y los dispositivos creados para difundir las atrocidades del totalitarismo en el exterior,2 como también en el cine testimonial documental3y en el orden de la imaginación ficcional.4 Desde la resistencia interna, y clandestina, la Carta abierta a la Junta Militar (1977) que Rodolfo Walsh hizo circular al cumplirse el primer año del golpe -y que resultó su último acto de política y de vida-resulta un documento ineludible que retrata en presencia los alcances macro y micro políticos del plan sistemático de represión y desaparición de los intereses financieros trasnacionales; la planificación de la miseria.
El género testimonial -que de acuerdo con el trabajo historiográfico de Annette Wieviorka define al siglo XX, como “la era del testigo”-5 cobró centralidad en los círculos académicos norteamericanos, europeos y latinoamericanos a finales de la década del ochenta a partir de tres episodios. El primero, la publicación en 1983 (en la colección de Testimonios de Casa de las Américas6) por parte de la antropóloga venezolana Elizabeth Burgos Debray del volumen testimonial Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, que relata la vida y los padecimientos de Rigoberta Menchú, luchadora por los derechos del pueblo maya quiché. El libro despertó rápidamente una controversia en torno a la autoría que se potenció al momento de la entrega del Premio Nobel de la Paz a Rigoberta Menchú en 1992, así como una serie de debates acerca de la representatividad del testimonio en primera persona para dar cuenta de una comunidad, e incluso sobre la fiabilidad y veracidad histórica de estos discursos (véase Beverley 1992, 2004).
En segundo lugar, la publicación en 1986 de Los hundidos y los salvados, última obra testimonial de Primo Levi en relación a su experiencia en el campo de exterminio nazi periférico de Auschwitz, Monowice, y una profunda reflexión sobre el totalitarismo y el estatuto del testimonio para la memoria social. Por último, en abril de 1990 se produce un ya célebre debate entre historiadores, sociólogos y escritores convocados por el historiador israelí Saul Friedländer en torno a los límites y posibilidades de la representación para dar cuenta del horror del Holocausto, que se editó luego en forma de libro en 1995 -En torno a los límites de la representación. El nazismo y la solución final ([1995] 2007)- con intervenciones de Hayden White, Carlo Ginzburg, Perry Anderson, Jürgen Habermas, Martin Jay, Vincent Pecora, Dominick LaCapra y Eric Santner, entre otros. El eje de la discusión, nuevamente, es el estatuto del lenguaje para presentar y re-presentar lo que Friedländer llamó “un suceso límite”, es decir, un acontecimiento impensado, inimaginable, aquello que ha alterado las bases “para la continuidad de las condiciones de vida en la historia” (Friedländer 2007: 23).7
Mientras tanto, durante la década del ochenta en Argentina predominó en la escena pública y mediática la proliferación de testimonios de sobrevivientes de los campos clandestinos de detención y los reclamos de los familiares de detenidos-desaparecidos que permitieron a la justicia condenar a los militares responsables.8 Esta primera escena que se cifra en el informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, editado en el volumen de amplia circulación Nunca Más ([1985] 2006), involucró, por un lado, el agenciamiento público de las voces antes silenciadas, y por el otro, en su contracara, la victimización de los detenidos-desaparecidos despolitizando sus idearios y causas que los convocaron a la militancia y la lucha armada en los setenta. El sintagma de la década, como es sabido, fue la teoría de los dos demonios que, si bien ponía en incorrecta relación de igualdad dos violencias profundamente diferentes y asimétricas -la del Estado y la de los grupos insurgentes- posibilitó, en tiempos todavía muy impregnados por el terror y el poder de las fuerzas armadas sobre la todavía frágil democracia, el despertar de la sociedad al orden de lo siniestro silenciado9 y sentar en el banquillo de los acusados a los altos mandos del genocidio de Estado.
Esta profusión testimonial no aparecerá en la escena cinematográfica hasta el final de la década (aunque sí se la puso en foco en las proyecciones televisivas -sin audio- y entrevistas a víctimas y familiares en los resúmenes diarios del Juicio a las Juntas por los noticieros de canales argentinos). A comienzos de la corta década del ochenta10 prevaleció, en cambio, la fórmula de ficción cristalizada en La historia oficial (1985), que expone en las grandes pantallas el robo de los hijos de militantes secuestrados y desaparecidos como núcleo del horror del plan sistemático del terrorismo de Estado.11 El cine documental tuvo poco protagonismo durante la década del ochenta. Dos películas son centrales, ambas de Carlos Echeverría: Cuarentena (1983), sobre el exilio y regreso de Osvaldo Bayer a la Argentina,12 y Juan, como si nada hubiera sucedido (1987) sobre la desaparición de Juan Herman en Bariloche y los pactos de silencio de la sociedad y los militares responsables.13
Durante la década del noventa se produce un desplazamiento en el foco discursivo hacia las memorias de militancia, la recuperación de aquellas zonas de las que en los años previos no se había podido hablar en la escena pública. Las figuras de los militantes son exaltadas, sus idearios y trayectos revolucionarios se recuperan y aparece la imagen de una “gesta heroica” que se recuperaba como “frustrada” por el dispositivo represivo de la dictadura militar. Se publica la monumental trilogía testimonial La voluntad (1997-1998) de Martín Caparrós y Eduardo Anguita, donde se habilita la enunciación de los sobrevivientes que recuperan sus militancias y relatan episodios de intimidad y comunidad en los años setenta, así como testimonios sobre sus secuestros y cautiverios que permiten una mirada más amplia y compleja sobre el tema. En el cine, el punto de inflexión es el documental de David Blaustein Cazadores de utopías sobre el PET-ERP (1996) y el estreno de Montoneros, una historia en 1998 de Andrés Di Tella (aunque rodado desde principios de la década). Asimismo, la ficción irrumpe nuevamente con una película de puesta en abismo, que trabaja desde la producción de un filme de búsqueda y regreso del exilio, Un muro de silencio (1993) de Lita Stantic. Luego Garage Olimpo (1999) de Marco Bechís, pone el foco en el horror de las torturas y la administración de la muerte en los campos clandestinos de detención en un giro hacia el despojamiento y la crudeza que también explorará Adrián Caetano tiempo después en Crónica de una fuga (2006), ambos claros exponentes del Nuevo cine argentino.
La literatura de la década del noventa, a la inversa de lo que había sucedido en los años anteriores, se vuelca hacia la ficción, dejándole el espacio de lo político-documental al cine (Aguilar 2006). Las obras que trabajan el pasado dictatorial lo hacen desde diferentes abordajes: la narrativa novelada que incorpora la trama histórica a la intimidad familiar como sucede en El Dock (1994) de Matilde Sánchez, El fin de la historia (1996) de Liliana Heker, El carapálida (1997) de Luis Chitarroni; así como también elaborando la inversión y el extrañamiento, como lo hace Martín Kohan en Dos veces junio (2002).14 Otra zona importante de esta década es la que corresponde al ensayo que elude la presencia del yo, como es el caso de la publicación de Pilar Calveiro, exdetenida y luego exiliada en México, quien compone una brillante tesis análisis sociológico sobre la relación entre sociedad y poder concentracionario en Poder y desaparición. Los campos de concentración en la Argentina (1998).15
Alrededor de 2001 irrumpen en la escena pública las exploraciones artísticas de los hijos de desaparecidos en simultáneo con otras que también siguen escribiendo sobre ese pasado de la infancia y/o primera juventud16, desde un nuevo modo de mostrar la política ya no como transparencia sino como opacidad (Aguilar 2006, Amado 2009); es decir, exponiendo formas no directas que abandonan la idea de “pueblo” como agente de la revolución en los setenta, o la manifestación del “despertar a la verdad” en los ochenta, para pasar a su omisión, la manifestación de su degradación o su otredad, como sucede en las revisiones del género documental-testimonial que realizan Albertina Carri y Nicolás Prividera.
Desde la aparición de Los rubios, primer documental de Albertina Carri -y antes, desde el mediometraje de tesis realizado entre México y Argentina por María Inés Roque, Papá Iván (2000)-, se han producido diversas y cautivantes formas artísticas de transformar las memorias en experiencias que ponen en primer plano no solo el tiempo de la memoria personal, sino también las tensiones en torno a los vínculos entre vivencia, experiencia e historia de la nación en exploraciones estético-políticas subjetivantes. Me refiero a ciertas películas, literaturas y prácticas performáticas que configuran zonas de inmanencia entre géneros y formas de abordar el pasado reciente desde las aristas del cuerpo, el deseo y el archivo. Entre ellas vienen conformando un género multimedial en proliferación que avanza en nuevas y novedosas voces, procedimientos y temáticas siempre pisando la línea de fuego entre historia personal/familiar, la historia nacional y la Historia (con mayúscula), o el mainstream de la memoria.
Hablo de producciones cinematográficas como (h) Historias cotidianas (2000) y El (im)posible olvido (2016) de Andrés Habegger, M (2007) de Nicolás Prividera, Encontrando a Víctor (2004) y Tiempo suspendido (2015) de Natalia Bruschtein, El padre (2015) de Mariana Arruti, La guardería (2016) de Virginia Croatto; literaturas de exploración como la narrativa y las puestas performáticas de Félix Bruzzone (76, Los topos, 2008), Campo de mayo (2019); Campo de Mayo, conferencia performática (Bruzzone y Arias, 2016) y Cuarto intermedio, guía práctica para juicios de lesa humanidad (de Félix Bruzzone y Mónica Zwaig, 2018), Soy un bravo piloto de la nueva China (2011) de Ernesto Semán, Diario de una princesa montonera -110% verdad (2012) de Mariana Eva Pérez, ¿Quién te creés que sos? (2012) de Ángela Urondo Raboy, Cómo enterrar a un padre desaparecido (2012) de Sebastián Hacher, Una muchacha muy bella (2013) de Julián López, El sexo de las piedras (2014) y Un veneno de sí (2016) de Fernando Araldi Oesterheld, Aparecida (2015) de Marta Dillon; así como también desde el dispositivo fotográfico y visual en Arqueología de la ausencia (1999-2001) de Lucila Quieto y desde el género dramático, el teatro documental de Lola Arias en Mi vida después (2009).
Por supuesto, también se produjeron paralelamente notables películas documentales del orden más tradicional que convergieron hacia lo que Josefina Ludmer llama “el tiempo de la memoria”: Raymundo (2003) de Virna Molina y Ernesto Ardito, Trelew. La fuga que fue masacre (2004) de Mariana Arruti,17Paco Urondo, la palabra justa (2005) de Daniel Desaloms, El futuro es nuestro (2014) de Virna Molina y Ernesto Ardito. Asimismo, otros documentales que, ya avanzada la segunda década del dos mil, también exploraron la sutil frontera de la vida familiar con la historia nacional, como las marcas del exilio en SC Recortes de prensa (2014) de Oriana Castro y Nicolás Martínez Zemborain, o la palabra de los perpetradores en tensión con la investigación histórica como sucede en 70 y pico (2016)18 de Mariano Corbacho y Juan Pablo Díaz.19
Sin embargo, la escena fundante que da cuenta del sintagma narrativas testimoniales del yo que propongo en este trabajo se retrotrae a un tiempo anterior. Me refiero a dos momentos textuales que desdibujan los límites entre los géneros tradicionales: el vitalismo disruptivo de la poesía junto con la denuncia social y la intimidad de las cartas personales junto con la interpelación revulsiva de la intervención política. El momento inicial refiere al poema Carta abierta -publicado en 1967- que Francisco Paco Urondo le dedica a su mujer y sus hijos, a quienes incluye como interlocutores imaginarios de sus versos sobre lo inefable de la ausencia y el futuro incierto: “queridos hijitos, su papá poco sabe de ustedes y sufre por esto [...]”.20 El segundo, la serie epistolar del último año de vida de Rodolfo Walsh sobre el asesinato de su hija, Victoria Walsh: la Carta a Vicky, la Carta a los amigos (1976); y su último estertor en la Carta abierta a la Junta Militar (1977).
En estos textos, de radical impregnación político-vital, aparece la figura de un yo que enuncia la historia social desde su propia corporalidad atravesada por la violencia más íntima: los autores se vuelven testigos de sí, la literatura es cuerpo. Ya no están parados en la figura de tercera persona -propia del relato testimonial y de no-ficción de aquella época- que da la voz “del letrado” (Nofal 2002) a los que no la tienen, bajo las figuras del intelectual comprometido, o el militante-intelectual que tanto Walsh como Urondo desempeñaron política y literariamente.
Por el contrario, en estas escenas se produce un desplazamiento de la voz: la trama violenta del presente la atraviesa.21 La enunciación cambia hacia la bio-testimonialidad, una escena fundacional que da cuenta de las inflexiones de la voz testimonial sobre la propia vivencia-ausencia, que siempre es también del otro.
En estos textos de dos de los escritores más potentes de la prosa y la poesía del siglo pasado, ambos detenidos y desaparecidos por el aparato represor y genocida de la dictadura cívico-militar, se pueden percibir los ecos futuros de las respuestas performáticas de la generación de los hijos a partir de ciertos mecanismos de afiliación procedimental que las obras de esta serie producen en relación con las materialidades con las que trabajan: los objetos afectivos que son para los hijos las cartas que sus padres y madres les escribieron antes de que fueran secuestrados o asesinados,22 donde el cuerpo se deja oír sin mediaciones en la temporalidad del testimonio de sí. Este escenario enunciativo señalado posibilita una lectura en términos de contemporaneidad generacional,23 un espacio de diálogo que se cristalizaría, en términos poéticos, en la figura de la prosopopeya, trabajada por Paul de Man ([1984] 1991) para dar cuenta de las inflexiones del género autobiográfico.
2. Colecciones afectivas en la escena autobiográfica
El montaje de voces y materialidades compositivas con las que los escritores y cineastas de la generación del 2001 organizan sus relatos es un rasgo central de sus experiencias de memorias. En el cine ha predominado el trabajo con el testimonio y las fotografías, como puestas en abismo de la misma condición de creación audiovisual -tal vez el punto central que permite identificar el trabajo formal que se pone en juego en este género-, mientras que en los relatos literarios24 lo que aparece con mayor insistencia son las tradiciones de la literatura del yo: cartas, diarios íntimos, autobiografías, poemas, crónicas y diversas instancias de cruces intermediales. Estas materialidades pueden ser pensadas como objetos auráticos dado que, siguiendo la terminología de Walter Benjamin, son elementos que invocan un efecto de percepción, no de producción; “la manifestación irrepetible de una lejanía” (Benjamin 1972a-b). Son objetos de la memoria afectiva de los autores y realizadores que se muestran y se vuelven a imaginar -en el caso de las fotos y las voces testimoniales- y a escribir -en el de las cartas y los poemas-, cuya exhibición desafía los pactos de lectura del realismo documental en tanto que, en principio, funcionan como aperturas en el aquí y ahora al lector/espectador con el enunciado y la función autoral.
Pero, a la vez, la exhibición de estos objetos resignifica las demandas históricas de los organismos de derechos humanos recuperando el valor cultural, en términos de Benjamin, que tienen las imágenes fotográficas. Un valor mágico, que asocia representación con cuerpo, que hace de la imagen fotográfica una invocación. Benjamin analiza que el valor cultural de la imagen fotográfica “tiene su último refugio en el culto al recuerdo de los seres queridos, lejanos o desaparecidos” (1972a: 31), y que nunca termina de ceder sin resistencias al valor exhibitivo propio de la racionalidad moderna. El valor exhibitivo, afirma Benjamin, “comienza a reprimir en toda la línea al valor cultural. Pero éste no cede sin resistencia” (1972a: 31), y re-aparece disimuladamente en lo que Roland Barthes ([1980] 1989) llama el punctum de la fotografía: el azar, la irrepetible presencia de lo imprevisto. En otras palabras, el trabajo con las fotografías y con las cartas mantiene activo el sentido mágico, luminoso, y a la vez desolador, de la presencia de la ausencia, tal como sucede al operar con materiales afectivos que se vuelven fetiches de un vínculo aún vivo desde su tacto, su manipulación, su resguardo y su exhibición.
Los objetos auráticos permiten hablar a los ausentes a través de ellos, mediante la figura que Paul de Man observa en la textura de Essays upon Epitaphs de Wordworth, la prosopopeya, que aúna en el presente las voces de los que no pueden hablar con quienes los invocan en su discurso. Para de Man ([1984] 1991), este tropo establece una tensión entre lo “literal” y lo “figural” en tanto que permite movernos dialécticamente entre la invocación -“dar voz a aquello que no habla, de dar vida a lo muerto dotándolo de una máscara textual”, como reformula Sylvia Molloy (1996: 11)- y el agenciamiento discursivo -“la modalidad en que los sobrevivientes hablan en persona” (de Man: 9)-.25 Marcelo Topuzian (2003) señala que “las figuras no solo permiten dar vida a aquello que no la tiene (por ejemplo, un sujeto ‘autobiográfico’) sino que también instalan la muerte en el mundo de los vivos” (2003: 270). En este sentido, la autobiografía se mueve -al igual que el género testimonial- en una tensión irresoluble: mientras que se pretende dar cuenta de sí mismo a través de un lenguaje figural -metafórico, prosopopéyico, metonímico- se cae en la paradoja de su imposibilidad: “el lenguaje, como tropo, produce siempre privación, es siempre despojador” (de Man en Topuzian: 270).
Es sabido que la autobiografía, como el testimonio, es una puesta en escena, una decisión estratégica, que supone los mismos procedimientos que la ficción. Este es el principal problema con el que se encuentran quienes tratan de definir el género desde criterios textuales como, por ejemplo, la textualidad tropológica que postulan las teorías narratológicas (véase Martínez y Scheffel 2011) que termina agotándose en la misma irreductibilidad textual para dar cuenta de las complejidades de lo autobiográfico. Lo mismo sucede con la pragmática textual, que observa al género desde la dimensión de los pactos de lectura que se proponen -y aceptarían por el lector- en la línea de los estudios de Philippe Lejeune (1975), los cuales tampoco terminan de “asir” la porosidad de los relatos autobiográficos, pero señalan, al menos, sus problemas. Lejeune insiste en que la autobiografía es un tipo particular de ficción y que su yo y su verdad son realidades tanto creadas como (re)descubiertas. En El pacto autobiográfico, Lejeune retoma el problema de la distinción de la narratología entre discurso factual y ficcional y plantea el papel central del nombre propio como “tema profundo de la autobiografía” (1975: 73), resaltando que su verdadero locus no se ubica en el enunciado sino en el de la enunciación -al “acto autobiográfico”-. La cuestión del nombre se vuelve central puesto que sería la signatura que vehiculiza una endeble identidad factual que se desdobla entre las figuras del autor, el narrador y el protagonista, cuya relación debe ser postulada y activada por el lector, de modo que en esta línea: “la historia de la autobiografía sería entonces, más que nada, la de sus modos de lectura” (Lejeune 1975: 87).
La poética de la autobiografía está íntimamente asociada a la del testimonio a pesar de que sus atmósferas de producción y lectura hayan sido marcadamente distintas a lo largo de la historia. Mientras que, como comentamos, la autobiografía surge y se asocia a la intimidad apacible del mundo burgués que da origen a la noción de lo privado, paradójicamente asociado a la letra pública; el testimonio -especialmente en las inflexiones del género que se dieron en América Latina (como señalan Alejandra Oberti y Claudia Bacci [2014])- se vincula directamente con el relato de carácter denunciativo de las violencias de los poderes institucionales que han atravesado la historia comunitaria e íntima de nuestro cuerpo continental. Sin embargo, desde esta compleja porosidad que se activa en la enunciación de un yo que atraviesa y distingue ambos géneros (aunque en el testimonio a través del acto ético-político-enunciativo de “dar la palabra a los que no están”), surge otra dimensión que los impregna y convoca a una serie de nuevos, y sutiles, problemas: ¿qué sucede cuándo el relato de la vida -lo bio- da cuenta también de lo colectivo, pero ya no como representatividad sino como impregnación vital? En ambos casos -en la autobiografía y el testimonio- el trabajo con el lenguaje se construye a partir de sus huecos, de sus imposibilidades. No renunciar a este aspecto, no pretender suturarlo, nos permitirá escuchar los abismos de la voz, lo cóncavo del lenguaje que hace experiencia en su tránsito.
3. El testimonio como performatividad de la experiencia
El testimonio es un género poroso, anclado al afecto y a los efectos del lenguaje sobre el mundo y sobre el mismo enunciador. Así, el testimonio, y el género que lo reúne en las múltiples inflexiones que van desde su primera función social relativa al ámbito judicial, como en las enunciaciones de rigor sociológico, histórico o artístico, presenta dos planos de significación. Dar testimonio es una experiencia de lenguaje y como tal involucra enunciado y enunciación, un plano semiótico y otro semántico (Benveniste [1974] 1999).26 Dar testimonio es también una acción, es la toma de la palabra, un posicionamiento, un gesto. En este sentido, pasado y presente se hibridan en el tiempo del discurso testimonial, así como repetición y diferencia.27 El testimonio es un acto performativo de lenguaje que produce experiencia en su misma enunciación. De aquí la idea de testimonios del yo, una zona entre diversos planos de sentidos que trabaja incluso con procedimientos de extrañamiento y puesta en abismo de cada una de sus partes: testimonios montados sobre pluralidad de voces testimoniantes, escenas autobiográficas mínimas sobre la construcción de una enunciación de vida.
Las definiciones sociológicas del testimonio ya señalan las presencia reconocible y potente del yo como marca del género: un acto de discurso en primera persona, en un determinado contexto social, sobre hechos relevantes (para uno, para el colectivo) con una determinada voz, en una situación de discurso naturalmente dialógica (se habla ante alguien y contra alguien) e intrínsecamente polifónica (Bacci y Oberti 2014). Rossana Nofal (2002) observa que los estudios de la corriente crítica de los estudios subalternos (Jara y Vidal 1986, Beverley 1992) han abordado la cuestión testimonial desde la idea de “representatividad” de los testimonios latinoamericanos, en los que funcionaría la enunciación y la lectura metonímica, es decir, un caso por el todo (como sucedió en el debate con respecto al caso de Rigoberta Menchú y la comunidad maya quiché). Nofal llama “testimonio clásico” a los relatos pronunciados por un sujeto “analfabeto”28 a quien otro sujeto con acceso al discurso público -bajo las figuras del “intelectual comprometido”, el sociólogo, el etnógrafo, el lingüista, el documentalista, el periodista, el escritor-, habilita su palabra para que dé cuenta de sus vivencias personales y comunitarias. Por tanto, en este sentido, el testimonio como género es leído desde la función del testis, aquel que cuenta en primera persona lo que le sucedió a un tercero. Asimismo, Nofal (2002) plantea que el estudio del género adquiere especiales características cuando aparece la función autoral, que ella llama “testimonio letrado” (por corresponder a “autores de literatura” que abren una zona testimonial en una obra más extensa no necesariamente sostenida en este género), puesto que se produce un desplazamiento de la pragmática testimonial que elimina la mediación de la palabra de uno dicha y recortada, seleccionada por otro y montada en la palabra ajena.
Así, como señalé con respecto a la serie epistolar del yo de Rodolfo Walsh, entre el testimonio clásico y el testimonio letrado aparecen diferencias sustanciales que responden principalmente a la pragmática, puesto que, aunque en ambos la primera persona enuncia, en el segundo grupo se produce una mixtura que plantea las mediaciones al interior de sí.
Sostenida por un cuerpo, analiza Ana Amado, “la palabra testimonial se tiende como un puente hacia el universo de signos” (2009: 127). La palabra testimonial, en tanto performatividad de la experiencia, configura y expone la sonoridad del cuerpo en su voz. Claudia Bacci analiza que el testimonio es, en primer lugar, un “dispositivo de escucha” más que un “dispositivo de preguntas”: “ese espacio que se abre -y el silencio que lo rodea-, donde los tiempos y las voces se dan la mano, metamorfosea un nosotros momentáneo” (2015: 536). De ese modo, Alejandra Oberti y Claudia Bacci observan que “una clave para pensar su estatuto reside en comprenderlo como un acto a través del cual se muestra la actualidad del pasado en el presente. Así, el testimonio le aporta el gesto fundamental porque deja ese resto, esa sobre vivencia en la posibilidad -que es a la vez la imposibilidad- de hablar” (Bacci y Oberti 2014: 7). En este sentido, el testimonio implica una decisión estratégica del sujeto, a la vez que un modo recursivo y reiterativo de presentar y re-presentar lo inefable. De acuerdo con Paul Ricoeur (2004), así como la identidad personal es mutable, también lo es el testimonio que está destinado a la repetición, a la vez que a su diferencia, y se mueve entre los polos de lo que cambia y lo que permanece.
En esta tensión, Giorgio Agamben observa que el testimonio presenta inevitablemente una “laguna”, un “exceso” en términos de Dominick LaCapra (2005): lo no-decible y lo imposible de testimoniar porque o bien no se ha vivido -como experiencia extrema de la muerte, lo inenarrable-, o bien porque no hay palabras que puedan dar cuenta de la vivencia personal que se pretende contar.29
En los casos de los relatos de las hijas e hijos que se vienen produciendo entre 2001 a la actualidad, la laguna del lenguaje testimonial se actualiza en ese entre narrar y no poder narrar, pero ya no desde la experiencia ajena, sino desde la propia enunciación; es decir, entre la legitimidad de la voz y las posibilidades -siempre tensas y complejas- de presentar al lector/espectador una experiencia que le resulte además de reconocible -en términos de la identidad semiótica-, posible de comprender (en el sentido semántico que Benveniste plantea en torno a la alocución). LaCapra ([2001] 2005) llama a este gesto “potencialidad empática del testimonio”, considerando la empatía como “un elemento afectivo de la comprensión” (119) que permitiría una relación transferencial con el pasado, exponiendo al yo de la autoría -aun también al lector/espectador- al compromiso ético y afectivo de una vivencia revisada, vuelta a considerar.
En este sentido, tanto Dominick LaCapra como Joan Scott ([1991] 2001) plantean que el acto testimonial involucra un hecho de lenguaje que constituye experiencia de sí. LaCapra lo analiza desde el poder de revitalización de la propia historia que sucede durante la enunciación testimonial. Scott focaliza en la potencia subjetivante del relato de sí, en la actualización de la propia vida a partir del lenguaje. Siguiendo a Teresa de Lauretis (1984), Scott postula una redefinición de la noción de experiencia que apunta al agenciamiento discursivo y político que permita la contra-asignación de roles a través de los cuales uno se ubica o es ubicado en las relaciones materiales, económicas e interpersonales en un estado de sociedad. Para Scott “no son los individuos los que tienen la experiencia, sino los sujetos los que son constituidos por medio de la experiencia” (Scott 2001: 49). la experiencia no es entonces algo que los individuos “tengan”, sino algo que producen y con esta producción se constituyen en tanto sujetos políticos.30 El testimonio sería en principio el relato de la vivencia transformada en experiencia, de ahí su primera contradicción: la necesidad de repetición y su imposibilidad de repetirse.
En esa zona de imposibilidades que se figura en el problema de la lengua radica su segunda contradicción: el testimonio muestra la imposibilidad de testimoniar. No existe testigo integral, lo que queda es la experiencia del testimonio, el problema de su re-presentación y la figuración de su voz: ¿cómo narrar ese exceso inefable?, ¿quién puede testimoniar, quién quiere testimoniar, quién debe hacerlo? Para que la experiencia pueda cuestionar las identidades asignadas -no afirmarlas- hay que indagar en las configuraciones discursivas que subjetivizan y objetivan (Scott 2001). El estatuto de la experiencia y del testimonio es el lenguaje, y de este modo ambos disputan la legitimidad de la voz, de los significados y sus sentidos sociales.
La experiencia en el arte invoca estas mismas problemáticas pero sobre expuestas: si la cuestión de la experiencia y del testimonio ha sido el centro de los mayores debates de la historia y la sociología del siglo XX en cuanto a su potencialidad y posibilidad de narrar el horror de las situaciones de trauma individual y colectivo, e incluso y especialmente sobre su operatividad en un paradigma funcionalista que pone en primer plano la referencialidad, en el arte la experiencia se torna indiscernible de su forma y se pregunta especialmente por la voz.
En síntesis, la lucha por restituir el habla del objeto inanimado (la figura de la autobiografía), o del ausente (la figura del testimonio) a través de figuras de representación conduce al límite inefable (la figura del lenguaje) que al mismo tiempo que dice, calla; que al hablar enuncia su imposibilidad de hacerlo. Así vista, la autobiografía como género expresaría más que la vida “previa” de su “referente”, un a priori simulado por el discurso, el sujeto que la enuncia, el problema de la enunciación y todos los sentidos de lo que no es posible decir, como sucede también en el género testimonial, aunque con un dispositivo que necesita afirmar el yo para existir como tal.
Si la autobiografía pone en primer plano al sujeto, en este gesto también da cuenta de cierta primacía ontológica de su condición, considerando la existencia del individuo como previa al lenguaje. En este sentido, se plantea un mecanismo que da cuenta del efecto de realidad de los géneros biográficos, ubicando al lector como evaluador de la “veracidad” de los hechos relatados. O bien, de modo inverso, es el lector quien, al leer la autobiografía, crea -a partir de la autoficción de la autoría- el estatuto de existencia del sujeto en cuestión.
Por el contrario, en el género testimonial este pacto se vuelve imprescindible para su efectividad discursiva. En otras palabras, si el testimonio afirma lo real y la autobiografía la vida, es decir la imaginación, el dispositivo testimonial del yo se mueve entre esas zonas, siempre pantanosas, que son la imaginación de lo real: el cuerpo, el discurso. Como ha escrito Roland Barthes: “es quizá por el hecho de que me encanta (o me ensombrece) saber que la cosa de otro tiempo tocó realmente con sus radiaciones inmediatas (sus luminancias) la superficie que a su vez toca hoy mi mirada” ([1980] 1989: 127). La relación entre el material y el sujeto se vuelve táctil, muestra siempre lo que está, y más que nada lo que ya no: establece un vínculo físico, una comunidad de cuerpos y de deseos aun desde la ausencia, aun desde el recuerdo.