1. Introducción
El presente trabajo, además de abordar los motivos por los que Juan Larrea consideró la obra de Jacques Lipchitz profética o reveladora de los nuevos tiempos,1 vincula las ideas milenaristas del bilbaíno con la corriente palingenésica que nutrió parte del imaginario socio-cultural de la primera mitad del siglo XX y vertebró la expresión de las diferentes vanguardias en Occidente. Mientras que para la primera de estas tareas nos ayudaremos de trabajos canónicos sobre Larrea -Bary y Díaz de Guereñu en primer lugar-, así como de puntuales materiales de apoyo en los que se analiza la estética de Lipchitz, para el estudio del concepto de palingenesia nos valdremos de la obra de referencia de Roger Griffin.
Por otra parte, dado que las ideas que expondremos se vertebran en torno a los planteamientos escatológicos que Larrea fue definiendo con el curso de los años, y aunque dejaremos testimonio de ello página tras página con ayuda de los escritos del poeta, consideramos apropiado comenzar el trabajo con la concisa definición con la que Norman Cohn inicia su estudio sobre el milenarismo:
La cristiandad ha tenido siempre una escatología, en el sentido de una doctrina, respecto a ‘los tiempos finales’, ‘los últimos días’, o ‘el estado final del mundo’; y el milenarismo cristiano no fue más que una modalidad de la escatología cristiana. Se refería a la creencia de algunos cristianos, basada en la autoridad del Libro de la Revelación (20, 4-6) que dice que Cristo, después de su Segunda Venida, establecería un reino mesiánico sobre la tierra y reinaría en ella durante mil años antes del Juicio Final. Según el Libro de la Revelación, los ciudadanos de este reino serían los mártires cristianos, quienes resucitarían para este fin mil años antes de la resurrección de los demás muertos. Pero ya los primeros cristianos interpretaron esta parte de la profecía en un sentido más liberal que literal, equiparando a los fieles sufrientes -es decir, ellos mismos- con los mártires y esperando la Segunda Venida durante su vida mortal (Cohn 1993: 14).
Sin perder de vista esta descripción, dispuesta a modo de preámbulo, y entendiendo que el milenarismo adquiere en Larrea un tono utópico y renovador, pasamos acto seguido a adentrarnos en el motivo que da pie a las cuestiones planteadas, en último término orientadas a exponer cómo el bilbaíno reinterpreta la obra de Lipchitz con el fin de ponerla en relación con una teleología de la historia -revelada por medio del arte- estructurada en torno a la creencia en un ininterrumpido curso conforme al que ha de evidenciarse la “identificación de las substancias divina y humana, psíquica y física” (2019: 164).
2. 1954
Con su Carta abierta a Jacques Lipchitz (1954), Juan Larrea presenta un ideario en el que tienen cabida consideraciones estéticas, políticas, históricas y teológicas. Desde la óptica de su imaginario, determinado e hilvanado en torno a una teleología escatológica de la cultura,2 el poeta comprende la obra del escultor de origen lituano como significativo conjunto de formas indicativas de un superior y próximo estadio de cósmica integración psíquica. Resulta necesario aclarar, no obstante, que con anterioridad a los años en que fue escrita esta Carta abierta, en el curso de su relación epistolar con Lipchitz, Larrea va a defender la idea de que la capacidad reveladora es una potencialidad exclusiva del lenguaje, quedando en consecuencia la labor del escultor reducida a una actividad eminentemente artesanal. Su consideración sobre esta distinción la leemos definida con rotundidad -como de habitual en Larrea- en una carta del año 36 remitida a Lipchitz desde Coulanges. Se trata concretamente de un pasaje que alcanza su momento más explícito cuando el bilbaíno hace referencia a un “mismo automatismo que nos ha puesto a nosotros en contacto, a usted, materia para ser comprendida, y a mí, capacidad de comprender” (Yvars 1997: 34). Líneas después, leemos aún: “Es indudable que algunas personas deben hacer lo que en el plano político hace usted. ¿Pero no es necesario también que al menos un individuo haga lo que hago yo? Al fin siempre es uno el que hace los hallazgos” (Yvars 1997: 37). Volveremos a ello luego con el fin de no quedarnos con una idea parcial del testimonio. Lo decisivo, por ahora, consiste en que, con el paso de los años, la visión guardada por Larrea sobre el papel del escultor va a dar un giro completo hasta el punto de acabar por adjudicar a la expresión plástica -al menos cuando es practicada sobre la base de unos concretos preceptos estéticos- la cualidad de cosa mentale, amparándose, como autoridad superior, en las palabras del Génesis, esto es, en la identificación del acto de la creación con una labor escultórica. La materia, en la medida en que evidencia su dinamismo, así como su progresiva disolución, ilumina una realidad energética, en conformidad, por tanto, con la palabra -palabra iluminada- que habla y obra en la escritura de autores como Vallejo, Huidobro o él mismo, quien se autodefine como “símbolo viviente de España, puesto que en mí son personalidad las profundas tendencias nacionales” (Larrea 1990: 130). El pensamiento de Larrea, aun dentro del férreo esquema de ideas en el que se mueve, participa de notables mutaciones hasta el punto de acabar por conceder al trabajo de Lipchitz la cualidad de poético, resaltándose con ello la naturaleza iluminadora de la actividad plástica.3 Lipchitz se erige a sus ojos como profeta, si bien, como se encarga de hacerle saber, en alto grado inconsciente de aquello que con su obra expone. Su escultura, una vez que logra traspasar el umbral de una estática materialidad,4 se hace portadora de transparencia, siendo este uno de los términos nucleares del imaginario larreano, donde la forma adquiere la cualidad de reveladora: “Son imágenes «transparentes», transcendidas por una luz y vida nuevas, animadas por un lenguaje jeroglífico que corresponde a un sujeto muy Otro pues que ha sido transfigurado por el sublime contacto. Se han vuelto figuras en verdad teológicas, en seres del Logos que se expresa en su idioma cualitativo, propio de un estado de conciencia universalizante: figuras de dicción escultórica en su caso, autómatas, portadoras de destino” (Larrea 1984: 182). Sin abandonar esta misma idea, páginas después el poeta recalca aún el lugar que ocupan los trabajos del artista en el imaginario cultural: “sus esculturas […] solo son una parte de lo que significan, como solo es parte de otra cosa el mundo del espacio mensurable y de la luz de su arbitrio […] raros coágulos de luz que transparentan esa otra Luz de la que la física es solo manifestación en lo extenso” (Larrea 1984: 190).
Conforme a este comentario relativo al carácter luminoso de la obra de Lipchitz, cabe señalar al respecto que, si bien las esculturas que creará en torno al periodo 1925-1930 con el nombre genérico de ‘transparentes’ resultan decisivas en su trayectoria en relación con su exploración en torno al vaciado matérico, es su posterior y progresiva indagación en una escultura orgánica articulada a partir de la recuperación de contenidos temáticos hebreos y grecolatinos aquello que Larrea va a comprender desde una significación si cabe mayor en relación con su convencimiento de la emergencia del tercer reino. La revelación de este último, en fin, viene a superar las posibilidades de ambas herencias culturales desde la idea de una renovada irrupción de la doctrina joánica, a sus ojos el verdadero contenido judaico. Nos detendremos en adelante en el alcance de este punto dado que en Larrea remite a una más elevada estructura mental determinada por la capacidad de “penetrar en el ámbito de la conciencia psíquica o divina (Divinización)” (2019: 89).
Como obra reveladora que es, leemos en la Carta abierta, aquello que la escultura de Lipchitz ofrece es un preámbulo de lo que la historia manifestará prontamente. En este punto de su escrito van a comenzar a evidenciarse las ideas milenaristas defendidas por el bilbaíno, y recordemos que, para Larrea, es milenarista todo aquello que manifiesta dinamismo, esperanza, sentido de finalidad y de cambio, en alusión al nivel superior de conciencia alcanzado por el sujeto. Siendo este un fenómeno que relacionará con la idea del advenimiento del tercer reino, los nombres de Joaquín de Fiore, Vico, Hegel o incluso Schelling, se evidencian en este punto como forjadores de su pensamiento, compartido en esos mismos años por Teilhard de Chardin, Jean Gebser5 o, ya en la segunda mitad del XX, por Leonardo Boff y Cristóbal Serra -de verbo ígneo y devastador-, entre tantos otros y cada uno con sus distintos matices. Estos dos últimos nombres, dicho sea de paso, no resultan peregrinos en la medida en que el segundo profesó su admiración, mantenida en el tiempo, por el propio Larrea, con el que establecerá contacto, y el primero nos sirve de apoyo en este mismo texto a la hora de exponer, de manera puntual, una orientación de pensamiento vigente hoy en lo relativo al determinismo teleológico.
Resulta preciso añadir, a la hora de adentrarnos en estas cuestiones, que aun cuando la idea del advenimiento de la tercera edad o edad del espíritu Larrea la estudiará de modo concienzudo en su etapa neoyorkina, estas preocupaciones despiertan ya en su ánimo en la época de Deusto6 y afloran con cierta fuerza a mediados de los treinta, esto es, en el momento en que la Guerra Civil parecía ya inevitable. Cuando finalmente estalla el conflicto, el poeta se encuentra en Francia; es entonces el periodo en que su largo epistolario con Gerardo Diego, partícipe de unas enfrentadas ideas políticas, alcanza su punto álgido. La significación general de la contienda resulta evidente para el vasco, y cobra aún más importancia que su posición particular en torno al conflicto.7 Lo nuclear para el autor de La espada de la paloma consiste en que la esperada victoria del bando republicano constatará el fin de un campo de fuerzas dominado por el catolicismo imperante, posibilitándose así el advenimiento de una nueva etapa de la humanidad. Meses después, cuando los resultados no sean los vaticinados, reculará y adaptará su pensamiento a los hechos para acabar por asumir que, en vistas de que la derrota del bando republicano parece indiscutible, el cumplimiento de dicha edad renovadora habrá de realizarse enteramente en tierras americanas,8 en la América hispanohablante en primer lugar, en concordancia con su trabajada idea del ‘Verbo hispánico’.
Guiado por este sentido teleológico, y en línea con autores contemporáneos como el citado De Chardin, Berdiáyev o, algo anterior, Léon Bloy, el poeta participará de una creencia en la inminencia de un momento cismático definido por el propio Berdiáyev a partir de la idea de un haber quedado fuera “del cuadro de la historia” (2001: 7) -motivo desde el que podría realizarse una interesante contraposición al “the time is out of joint” que leemos en Hamlet, todo ello con el propósito de poner frente a frente la cosmovisión de una y otra época-. Conforme a lo hasta ahora expuesto, cabe partir de la idea de que, si bien en su periodo temprano, aún en el continente europeo, el autor comenzaba a alimentar su creencia milenarista; será una vez asentado en América cuando profundice en la materia y la haga epicentro de su discurso estético-existencial. Resulta en este sentido relevante, en consecuencia, y en los márgenes ya de la época que aquí nos interesa, el que en la entrada del Diario del Nuevo Mundo fechada el 22 de enero de 1947 deje anotado que es Amalrico de Chartres quien “enunció en el siglo XII y por vez primera el tercer reino” (2015: 171). Larrea, ya por entonces, se había propuesto seguir el curso del milenarismo desde sus orígenes difusos -hundidos en la historia del pueblo judío- hasta el momento presente, deteniéndose a su vez en cada giro relevante -como es el caso del correspondiente al pasaje recién recogido-.
El escritor seguirá de este modo, etapa tras etapa y nombre tras nombre, el rastro de un milenarismo que en su curso histórico encontrará su encaje natural en la llegada de los españoles a América: el nuevo reino quedará así ubicado geográficamente. América como territorio en el que habría de evidenciarse un orden de realidad definible desde un utopismo histórico no deja de ser, en fin, una imagen arraigada a nuestro esquema mental ya desde la llegada de los colonizadores al Nuevo Mundo, según recuerda Jean Delumeau, autor de El miedo en occidente, en un breve texto en torno al milenarismo:
la entrada en escena de América dio un nuevo auge a la esperanza milenarista. Los primeros franciscanos que llegaron a Méjico en 1524 estaban imbuidos del pensamiento de Joaquín da Fiore y veían cercana la ‘última edad del mundo’, es decir un periodo de paz, de reconciliación y de conversión general al cristianismo que precedería al fin de la historia. Los dos franciscanos más conocidos de la ‘conquista espiritual’ de Méjico durante el siglo XVI, Motolonia y Mendieta, compartieron la convicción según la cual ellos podrían reconstruir en tierras americanas la edad dorada de la Iglesia primitiva, lejos de la cristiandad pervertida que se vivía en Europa, en medio de los indígenas pobres y sencillos. Mendieta soñó con hacer vivir a los indígenas de la Nueva España ‘en la virtud y en la paz: al servicio de Dios, como en un paraíso terrenal’, fórmula a la que hay que darle todo su sentido escatológico. Con ese mismo objetivo, los jesuitas crearon las ‘reducciones’ guaraníes. […] La convicción de que América era el lugar a partir del cual se iba a extender el reino universal de Cristo también estuvo presente -aunque no sea tan conocido- en los primeros puritanos que vinieron a establecerse en América (2003: 14-15).
No es preciso internarse por estos cauces, y por ahora bastará con recalcar el hecho de que el milenarismo americano es un lugar hasta cierto punto común en el imaginario colectivo.9 Sobre esta base, y apoyado en los conflictos de la época y en los de su propia existencia, Larrea desarrollará aspectos de una teleología cultural que encuentra en América su lugar de acogida. Conforme a este abonado terreno, a partir de unos vaticinios prolijamente prefigurados en sus escritos y cartas, la inminencia del advenimiento de la nueva edad -edad del espíritu- va a quedar constatada en su ánimo tras la llegada a Estados Unidos del Guernica y, ante todo, con la presentación en Nueva York, en el año 47, de su propia interpretación de la pintura -cuya traducción al español se demorará por espacio de tres décadas-.
El traslado del cuadro de Picasso a Estados Unidos va a resultar sintomático para Larrea de que el mensaje encerrado en el Guernica quedaba ya apto para su intelección por el gran público10 -de modo similar al significado que a sus ojos tendrá la celebración en el 54 de la retrospectiva de Lipchitz-, lo que en último término implicaba, justamente, el inmediato acontecimiento de un momento crítico -kairós- que posibilitaría la irrupción de un renovado orden mundial. Roger Griffin, reconsiderando las ideas de Giovanni Gentile, el llamado filósofo del fascismo, hablará, en relación con aspectos en estas páginas nucleares, de una colectiva “necesidad de llevar a cabo utopías temporalizadas en las que la historia «realmente existente» no solo debía trascenderse, sino además debía transformarse en un prolongado aevum, en un tiempo superior” (2010: 274). Aun cuando Griffin trabaja estas ideas en relación con el clima experimentado en buena parte de Europa en el periodo de Entreguerras, no es posible dejar de lado el hecho de que esta conjunción entre caída y resurgimiento constituye uno de los síntomas de la modernidad en su conjunto, esto es, no solo del marco recién aludido sino del periodo que va desde la segunda mitad del XIX hasta el momento actual.
Es esta una cuestión a la que volveremos, aun cuando por ahora conviene acabar de esbozar esa primera visita de Larrea a Nueva York con motivo de la presentación de su trabajo sobre el Guernica. Es entonces cuando el poeta se reúne, después de años de separación, con un exiliado Lipchitz. Sobre la impresión del inminente reencuentro el escritor realizará las siguientes anotaciones: “Lipchitz, mi compañero de otros días, que tan importante papel desempeñó en la revelación del sistema, se encuentra en Nueva York. Con él puedo atreverme a todo” (Larrea 2015: 179). Páginas adelante, vuelve aún a su omnipresente idea de un tercer reino establecido en el continente americano: “el problema creador de este tercer reino en América, teniendo como base histórica reveladora el fenómeno español, entra en una nueva etapa. La flecha parte hacia Nueva York, centro del mundo” (181), y finalmente concluye:
Aquí en América puede percibirse con entera claridad cómo todo se ha dispuesto para que en un instante cristalizaran todas las adquisiciones de conciencia en una diafanidad que permita actuar bajo la visión de la realidad creadora. Este es el nuevo estado de conciencia. Ver lo que es preciso hacer porque lo reclama el conjunto del complejo creador y hacerlo. Hacerlo a sabiendas de que no es uno, de que no es América, sino que es el Creador cuya percepción se verifica. Esto equivale al paraíso, evidentísimamente, la salida al reino de la luz, de la videncia. Esto es universalidad consciente. […] Tratándose del tercer reino, del Reino del Espíritu, es de una coherencia absoluta que vuelva a intervenir Lipchitz (182-183).
La creencia, como veremos, vendrá apoyada sobre el valor que en su opinión atesora la obra de Lipchitz como objeto simbólico, resultándole enteramente significativa de la emergencia del hombre nuevo -en lo que respecta a este término es importante destacar que mientras con él las políticas totalitarias del XX se refieren a un sujeto moldeado por el Estado, en Larrea se presenta desde un orden de referencias de raíz joánica-, de un nuevo orden del mundo. En palabras de Gabriele Morelli: “Larrea ve en la llegada a Nueva York de su amigo escultor Jacques Lipchitz otro signo del destino que afianza la universalidad de su pensamiento y hace creíble la afirmación definitiva del Espíritu” (Larrea 2015: 18-19). El tono revelador que el bilbaíno advertía en su obra seguirá dando vida a un constante intercambio de cartas que con el tiempo llegará a constituir el más abundante epistolario de cuantos mantuvo el poeta.
3. Trayectoria de Lipchitz
3.1. De los ‘transparentes’ a la escultura orgánica
Una vez expuestas algunas de las cuestiones fundamentales tratadas en la Carta abierta, parece conveniente remontarnos al momento en el que Larrea y el escultor entraron en contacto con el fin de contextualizar los aspectos que aquí nos ocupan. El primer encuentro entre ambos data de 1923, cuando Larrea viaja por vez primera a París, y fue posibilitado por Vicente Huidobro. Un año más tarde, Lipchitz adquiere la nacionalidad francesa. Aun cuando ya disfrutaba del reconocimiento por parte de crítica y público, el escultor, en el curso de su todavía corta trayectoria, aún no había explorado las formas y los temas que va a celebrar Larrea como símbolos proféticos. Este cambio estilístico tendrá lugar, en un primer momento y según ya hemos anticipado, con la elaboración de sus ‘transparentes’ en torno a la segunda mitad de los años veinte, y acto seguido, de modo más relevante si cabe, a lo largo de los treinta -y en adelante- con la incorporación de volúmenes de gran dinamismo, ángulos y espacios rebosantes de energía y, no menos importante, temas de raíz grecolatina y bíblica explícitamente relacionados con la situación política de Europa. Estos últimos vendrán a proponer y a consolidar una idea de unidad interpretada por Larrea en conformidad con un curso histórico cuyo siguiente paso sería la emergencia de una edad regida por el amor entendido como energía primaria.
A la hora de ceñirnos a la evolución del escultor y al hallazgo de un lenguaje propio capaz de articular, y por tanto de unificar, tradiciones en principio enfrentadas, cabe acudir al estudio de Kosme de Barañano Interacción de formas, en el que da cuenta de las características formales de estos trabajos: “Lipchitz construye su poética con esa magia de las formas, con esas aprehensiones de sentimientos que más que figuras crean ritmos, con esa herramienta de construir con la interacción de formas […], con esa libertad de tirar de la mitología (bíblica o grecorromana) para cifrar en imágenes los problemas de su tiempo” (2010: 12-13).11 Es justamente en un momento previo a la Segunda Guerra Mundial cuando su escultura, aun dentro de la unidad que conforma, da un salto cualitativo -un segundo salto cualitativo- encarándose hacia un terreno próximo al explorado por Henry Moore. Orgánicamente dinamizada desde la articulación de tensiones formales y conceptuales, su creación, en adelante, se resolverá en un intenso sincretismo, encontrando Larrea en ello un motivo sobre el que reafirmar su convicción del advenimiento de la tercera edad, anunciado por la reveladora irrupción de la figura materna:12 América.
Desde la mirada del poeta, orientada a la búsqueda de iluminaciones y cristalizaciones simbólicas, la aparición y creciente relevancia del elemento maternal -que aparecerá en compañía del hijo portador del logos- en la obra de Lipchitz a inicios de los treinta, prefiguraba, más que cualquier otro testimonio escultórico, la nueva edad histórica. Esta irrupción materno-filial es descrita por Esteban Leal de modo conciso pero sugerente: “Lipchitz desarrollará el motivo de la relación entre madre e hijo, en la que el artista se identifica con el segundo. Según se recoge en su autobiografía, con ello pretende expresar su necesidad como artista de volver a la Naturaleza, a la fuente original” (1997: 147). Si de entre tantos pasajes centrados en la irrupción de ambas figuras en la obra de Lipchitz hemos escogido este último, se debe a que el organicismo que en él se presenta se ajusta perfectamente al ideario de Larrea. La siguiente cita extraída del Diario del Nuevo Mundo es explícita al respecto:
América, la esposa, el vientre de la nueva generación a lo alto. La universalidad se concibe aquí, se acrisola aquí. Todo concurre, material y espiritualmente. Es decir, si el planeta es un organismo, cada parte, gozando de la calidad y perfección del todo, ha de tener su función concreta. Si no, no hay organismo. Por eso la mentalidad inorgánica experimenta graves dificultades para admitir la división de funciones históricas y orgánicas. Tiene, como amorfa que es, un concepto amorfo, suponiendo que la universalidad puede hacerse realidad concreta en cualquier parte. […] América es la psique. Lo que vive y funciona es la unidad entera del organismo, que realiza una función a través de cada uno de sus miembros (Larrea 2015: 47).
La presente interpretación del organicismo al que se va a ceñir Lipchitz -en línea con la obra de Arp, Laurens, Martins, Zadkine, Gargallo incluso o, según se ha mencionado, Henry Moore-,13 viene a desvelar un nuevo estadio cultural articulado a partir de una modelación sincrética reveladora de una renovada mirada: “L’inconscient doit être suivi de la reflexion. […] Les formes, souvent mêlées, confuses, perdent en rigueur mais gagnent en puissance d’évocation et vibrent d’une fougue certaine” (Lipchitz 2005: 31). El escultor, según recuerda Michèle Lefrançois, se va a mostrar plenamente consciente de sus búsquedas, de las motivaciones que lo llevan en un primer momento a ahondar en la diafanidad, en la desmaterialización del objeto para, en adelante, como si de una transición natural se tratase, explorar en el dinamismo de la materia.
Es preciso insistir en la continuidad entre los aludidos ‘transparentes’ y el organicismo explorado por Lipchitz en una etapa posterior, en la medida en que los hallazgos realizados a partir de la desmaterialización de los objetos -en alusión a la energética que los anima- serán incorporados a sus búsquedas inmediatas, esto es, a aquellos volúmenes reveladores de un acentuado dinamismo. En este sentido, el dualismo que podría denotar el vaciamiento matérico de los ‘transparentes’ -con el que buscará “espiritualizar todavía más [el] volumen” (1997: 149)- da paso a la acentuación monista -si bien asimismo espiritualizada- de sus obras de madurez, advirtiéndose en ello una cercanía con el pensamiento de un Larrea para quien todo desarrollo material tenía por fin la revelación de su energética en el sentido de unión del psiquismo individual con el de la realidad en su completitud. Así, por tanto, de modo similar a la deriva conforme a la que Moore despoja de cuerpo su universo matérico en los 30 y 40 para luego recuperarlo con la recomposición -celebrada por Erich Neumann en el trabajo citado en la bibliografía- de la figura materna entendida como arquetipo, Lipchitz, mediados los años 20, encontrará en el vaciamiento de sus composiciones un impulso desde el que en adelante adensará volumétricamente su universo formal incorporando a este último un acentuado dinamismo. En este tránsito evocado por Larrea, en este vaciamiento precedente a la explosión de un universo de imágenes llamado a revelar la realidad como entidad energética, es posible hallar, y resulta interesante indicarlo, un vínculo con un modelo canónico de creación, en referencia a la conformación del mundo fenoménico a partir de la contracción divina según la describe Luria mediante su exposición del tsimtsum.
Merece la pena, presentada esta tensión entre lo matérico y lo energético, remontarnos a un periodo capital en la obra de Lipchitz para atender al modo en que, según recuerda Lefrançois, el escultor detalla las posibilidades que halla en su indagación en torno al vacío a mediados de los veinte, dado que en este vaciamiento el artista encontrará un impulso inicial desde el que en adelante articulará su universo de formas:
Ces transparents qui m’arrivèrent sans y prendre garde, écrit Lipchitz, furent une expérience fantastique. […] Soudain je me retrouvais jouant avec l’espace, avec une sorte de construction ouverte, lyrique, qui agit sur moi comme une révélation […] C’était comme si j’avais découvert un concept, entièrement nouveau, de sculpture en tant qu’espace, l’âme immatérielle de la sculpture plutôt que sa corporéité physique (Lipchitz 2005: 27-29).
La iluminación de esta alma inmaterial de la obra precede a la consiguiente eclosión matérica, que sin embargo no deja de ser ya, en esencia, un revestimiento de un dinámico ritmo o patrón energético. Cabría por tanto decir que el alma de la obra, identificada en los años veinte con el espacio vacío, pasa a habitar, en uno posterior, en su materialidad. La articulación entre un orden figurativo y uno abstracto indagada en adelante por el escultor, acompañada de la incorporación de motivos tanto grecolatinos como judíos, quedará reflejada no solo formal sino temáticamente en obras como La lucha de Jacob y el ángel (1931), La huida (1940), La llegada (1941) o Prometeo estrangulando al buitre (1944). Es necesario recordar que la dinamización de la forma, desde su sincretismo logrado, marcará el rumbo del horizonte expresivo no solo de Lipchitz, sino de un vector fundamental de la estética posterior.
De lo hasta el momento expuesto, y volviendo al momento de partida, cabe por tanto señalar que la retrospectiva que de la obra de Lipchitz se realiza en el 54 en diferentes sedes (Moma, Cleveland Museum of Art y Walker Art Center de Minneapolis) será comprendida por el poeta como un momento excepcional sintomático de una óptima disposición colectiva para asimilar el celebrado mensaje milenarista -un mensaje, recordemos, dador de un sentido desconocido, a juicio de Larrea, para el propio escultor, no así para el autor de la Carta abierta-. Para este, el advenimiento del reino espiritual, articulado conforme a la primacía del amor como ley del mundo y a la consecución de un grado superior de conciencia,
parecía un hecho inmediato, precedido y anunciado por los consumados sacrificios de la Guerra Civil y de la II Guerra Mundial. El trabajo de Lipchitz poseerá para el bilbaíno una superior significación estética -sobre la base de que el arte habría de constituir la religión de la nueva época-, a lo sumo igualada por la atesorada por el Guernica.14 Conforme a ello, tanto la obra de Lipchitz como la de Picasso quedarán a su entender vinculadas al ideario milenarista. El desmoronamiento del viejo mundo evidenciado en los trabajos del escultor se corresponderá así con la constatación del decaimiento de los principios y fundamentos de la cultura de herencia grecolatina, relativos a una mentalidad idolátrica, al catolicismo del que Larrea había huido en su juventud y, no en último término, a una cosmovisión racionalista y mecanicista.
3.2. Etapa liminoide
Antes de pasar al siguiente punto presentaremos un panorama socio-estético de la época que vamos recorriendo con el propósito de trasladar algunos de sus fundamentos a la obra de Lipchitz tal y como la interpreta Juan Larrea. A partir de las ideas estudiadas por Roger Griffin en su obra Modernismo y fascismo, cabe vincular el milenarismo de Larrea a un estado psíquico colectivo descrito en el recién citado trabajo como un ansia por imponerse al tiempo profano e instalarse en el aevum -trascendencia de Cronos-, a modo de metanoia comunitaria: “El motivo «apocalíptico» de la decadencia y de la renovación […] debe entenderse como una combinación distinta de un modelo arquetípico que salió a la superficie a partir de 1850, cuando un grupo cada vez mayor de seres humanos que vivían en el ámbito de influencia europeo comenzaron a experimentar una fase liminoide indefinidamente prolongada” (2010: 156). Más allá de este sentir que, punteado por un pulso melancólico, aún sobrevuela la contemporaneidad, parece claro que lo que en el ánimo colectivo cristalizado al inicio de la modernidad quedaba una y otra vez postergado, se anunciaba inminente y a partir de planteamientos escatológicos -indisimuladamente optimistas- en el imaginario de Larrea. Conforme a la mencionada situación ‘liminoide’, el poeta preverá la emergencia del, a su juicio, verdadero, si bien soterrado, legado judeocristiano; esto es, aquel impregnado de gnosis, por decirlo sucintamente. Larrea advertirá una manifestación explícita de este fenómeno en la trayectoria del escultor, punto por punto asimilable a un esquema mítico en el que los motivos del cautiverio, el éxodo y la esperanza en la tierra prometida jugaban un papel capital. Esta deriva -así lo expondrá en la Carta- quedará refrendada en la escultura de Lipchitz por la recuperación en su imaginario de sus ancestrales raíces en los mismos años en que su pueblo es perseguido, situación que le obligará a exiliarse a los Estados Unidos.
Cuanto de ello le resultará destacable a Larrea es, ante todo, el hecho de que las dos tensiones que dominaban el ánimo de Lipchitz, proyectadas formalmente a partir de un impulso de abstracción y uno de figuración, lograrán reconciliarse en su trabajo de madurez a partir de modelos rebosantes de energía en movimiento. Se trata este de un punto esencial para comprender su evolución pues, por medio de dicho sincretismo, Lipchitz logrará superar la desmaterialización del objeto sin por ello oponerse a los dictados de su tradición. El escollo principal que el artista encontrará a la hora de orientar su trabajo a una recuperación del volumen y de la figuración lo ofrece Irollo, de modo sucinto, con el siguiente comentario:
[…] La religion chrétienne devint donc celle du Fils, opposée au judaïsme, religion du Père. Le socle théologique du christianisme est la Foi, alors que celui du judaïsme est la Loi. Or, la loi judaïque interdit, en principe, la représentation des êtres vivants. […] qui a pour but d’empêcher le développement de l’idolâtrie. Pourtant, bien des intellectuels juifs ont considéré que c’est l’idolâtre qui fait d’un objet ou d’une image une idole. Une statue ou une peinture peuvent donc n’être que des objets de contemplation esthétique si leur création n’est motivée que par la recherche de la beauté (Irollo 2005: 41).
A partir, por tanto, de la prevalencia de la búsqueda de la belleza entendida como fuente de verdad, Lipchitz logra reformular su imaginario escultórico sin por ello poner en entredicho sus raíces. Larrea celebrará en este gesto una superación de la ley, si bien irá un paso más allá en su interpretación del fenómeno a partir de su creencia en que el universo de formas explorado por su amigo posee un sentido milenarista consistente en un “anegarse gradualmente en la videncia de lo divino” (2019: 76), todo ello como parte de un curso de disolución entendido, justamente, como “itinerario de la mente divina” (Irollo 2005: 76)15 -pudiendo en este punto advertirse que para él lo verdadero requiere del dinamismo inherente a la existencia-. Cabe al respecto añadir, en definitiva, que aquello que en Lipchitz no deja de priorizarse desde el deseo de mantenerse cercano a sus raíces en ese momento de exilio, en Larrea adquiere una proporción desmedida en tanto que encuentra en su escultura el signo de un nuevo estrato histórico llamado a revelarse en América.
Como ya anticipamos, en toda esta traslación -vista por el bilbaíno en su conjunto y desde una amplia perspectiva- el papel de España en la historia en un primer momento,16 como el de Europa después, pasaba por su sacrificio. Una vez consumado este, habrá de estructurarse una renovada realidad, desplazamiento que Larrea expone con vehemencia en su estudio del Guernica, donde leemos que: “visiblemente la humanidad está pasando en estos años de un mundo a otro mundo -sin que a su tránsito le sea permitido prescindir de los caminos poéticos del arte- y la voz creadora de Europa ha dejado de sonar como en tiempos todavía cercanos. Creo en el Nuevo Mundo como continente y en la excelsitud de sus destinos” (Larrea 1977: 143). Conforme al arco trazado por este curso, conforme a la creencia del poeta en la iluminación de una psique universal, su pensamiento se elevaba y elevaba definiendo nuevas órbitas.
4. América, reino del espíritu
Larrea había participado de unas cuantas vidas en los casi sesenta años con los que en el momento de publicar la Carta abierta contaba. A su salida -huida- de Bilbao y posteriormente de España, hay que añadir los periodos parisinos, el exilio en México y sus estancias en Perú y Estados Unidos, donde permanecería siete años encerrado en la biblioteca en jornadas de doce a catorce horas diarias trabajando en lo que puede comprenderse como una obra en curso orientada a la constitución de una teleología de la cultura -en esos momentos ya altamente definida-. Aún le quedaría Argentina como último destino de esta permanente errancia, de un exilio sucinta y perfectamente definido por Fernández de la Sota cuando señala que: “América para él no era un destierro, sino un destino” (2014: 389). Precisamente el éxtasis que le provoca la retrospectiva de Lipchitz responde a lo evidente que le resultaba la inminencia de un nuevo grado de cultura definido por el alcance de un superior nivel de conciencia.
No puede dejarse de lado, con todo, que en el momento en que el poeta escribe su Carta abierta, cuyo original se publicó en inglés y solo -de nuevo como de habitual en su biografía- más de veinte años después en castellano, las indagaciones teleológicas de Larrea habían alcanzado su apogeo. Aunque en dicho clímax transcurriría el resto de su vida, resulta destacable el hecho de que en los años parisinos en los que trabó contacto con Lipchitz despuntaban ya muchas de las ideas posteriormente reelaboradas, si bien dentro de fundamentos organicistas esquivos al sentido altamente metafísico que más adelante caracterizaría su pensamiento. El recorrido intelectual de Larrea avanzó, sintetizando lo expuesto, desde un sentir ácrata hasta la articulación de un ideario metafísico decididamente milenarista. Su visión inicial en torno al sentido de la historia y de la existencia será ofrecida con toda la fuerza de su palabra en un pasaje de la ya comentada carta correspondiente a noviembre del 36, donde se evidencia la distancia mantenida por entonces respecto de Lipchitz:
Usted, que está lleno de supersticiones, incluso de fetichismos, que se ha identificado con la URSS, que rinde culto a los despojos de Lenin y cubre su horizonte con carteles gigantes, que deifica la voluntad humana y exalta algunas personalidades, ¿cómo se atreve a acusar de creer en divinidades a alguien que no admite la existencia absoluta ni medio absoluta de nadie?
Escúcheme bien. No existe nadie, ni siquiera y sobre todo un adorador. Solo existe la Vida en su absoluto, que no es nadie, ya que en ella el sujeto se confunde con el objeto, la Vida que no es más que la existencia de todo, absolutamente todo lo que existe, material e intelectualmente, incluso eso que llamamos uno mismo (Yvars 1997: 40).
La carta la remite Larrea desde Coulanges y testimonia el carácter que acompañó al poeta a lo largo de su vida. En ella se anuncia ya un sentido finalista de la cultura que pasa por la superación de ese subjetivo ‘uno mismo’ que rechaza con énfasis:
No, no y no, no hay dios, no hay nadie. Ni uno mismo, ni el hombre, ni nada de nada. No hay miedo ni servidumbres. No hay gratitud posible para Rusia, como pretende usted. Todo eso pertenece a un mundo primario, mísero, falso con complacencia. […] No hay nadie, insisto. Cuando se puede llegar hasta el final solo existe la muerte de la idea de uno mismo, del absoluto personal, de su dios, de su voluntad, es decir, de su Cristo. Hay que aceptar las consecuencias. Ésta es la razón poética del cristianismo, impulsada hacia un más allá humano. El Nuevo Mundo no puede comenzar hasta después de la muerte del viejo mundo dentro del individuo (Yvars 1997: 41)17.
Dejando de lado los encuentros y desencuentros políticos, lo decisivo por ahora es evidenciar el nexo que Larrea veía entre un arte indicativo de un estado psíquico renovado, y un estadio cultural ajeno a los dogmas vinculados con la iglesia de Pedro, considerada por el poeta como una desviación del judeocristianismo. Frente a la iglesia empoderada del papado, frente a Pedro, Larrea se interesará por Pablo, pero ante todo por Juan.18 Es en las páginas de La espada de la paloma donde explora estas ideas con mayor sistematicidad.
Sin abandonar este terreno, pero orientándonos hacia el mundo de las formas estéticas, ya se ha comentado el sentido que el gradual avance de la abstracción poseía en Larrea como fenómeno delator de una mutación histórica. De modo más concreto: al igual que el cubismo -ante todo el cubismo orgánico desarrollado por Lipchitz en la segunda década del siglo-19 prefiguraba a sus ojos dicha deriva metamórfica, el lugar final del arte no dejaba de ser su conversión en diafanidad pura.20 En recíproca correspondencia, por su parte, el sentido mismo de la religión no era otro que su transmutación en arte. Lo cierto es que, aun cuando Larrea situaba el trabajo de Lipchitz por encima de cualquier otro en el ámbito de la plástica -o a lo sumo en paralelo a la significación que le otorgó al Guernica-, sus escritos defienden una deriva apegada a las búsquedas de la abstracción absoluta, que ya desde la segunda década del siglo había ofrecido obras definitivas.
Todo ello sorprende dado que justamente Lipchitz, tras la ejecución de sus ‘transparentes’, en los que exploraba la desmaterialización del objeto, se entregó a una recuperación del volumen y, aun desde el organicismo de base, de una forma corporeizada. Esta deriva última, pese a implicar una menor diafanidad aparente, será, sin embargo, celebrada por Larrea como signo inequívoco de la venida del tercer reino, atestiguada por la ya mencionada superposición en ella de motivos judíos y grecolatinos conforme a un sincretismo delator de un acentuado dinamismo. El poeta va a comprender la escultura de madurez de su amigo, modelada por medio de ritmos entrelazados y puntualmente desechos en nodos de reverberación y disolución de las formas, como reveladora de una emergente integración psíquica relacionada, en último término, con el concepto de noosfera trabajado por Teilhard de Chardin a partir de las ideas de Vladímir Vernadski. Los ‘transparentes’ que Lipchitz realiza a lo largo de los primeros años del segundo cuarto de siglo, caso de Hombre sentado, de 1925, o Mujer reclinada con guitarra, de 1928, serán apreciados por Larrea como estaciones de una trayectoria que atesorará su significación completa con la aparición de la madre junto al hijo, indicativa de la entrada en una nueva época.
Desde una mirada de conjunto, podría decirse que, si bien es cierto que Larrea fuerza, como de usual en él, la significación de todo objeto con el ánimo de incorporarlo a su sistema de ideas, no deja por ello de acertar a la hora de desentrañar las líneas de fuerza del modelo escultórico al que cabe adscribir el trabajo de Lipchitz. Lo que de sus consideraciones prevalece es su interés en una expresión del dinamismo y el sentido de unidad que anima estas esculturas -en oposición a un denostado estatismo en tanto que negación del espíritu-, así como en una progresiva revelación de la luz como materia primera de la realidad. El organicismo del poeta se metamorfoseará desde los presupuestos nihilistas de su juventud hasta una visión espiritualizada. En este último caso su pulso metafísico oscilará entre un inmanentismo estable -siempre conforme a una divinización del todo- y uno receptivo a lo trascendente,21 adquiriendo su imaginario en tales momentos un carácter panenteísta.22
5. Significación del cubismo orgánico de Lipchitz a ojos de Larrea
Larrea había comprendido que la deriva tomada por el arte, y ante todo por la palabra en tanto que espíritu de vida, implicaba su vaciamiento, su descorporeización, su conversión en aire, en oquedad, en luz.23 Puede hablarse sin titubeo alguno de un proceso kenótico. La reformulación de un paradigma más o menos aceptado desde el renacimiento europeo -de herencia grecolatina-, en suma -y no deja de ser de obligado recuerdo el que para Larrea la estética, la escultura griega, sea de signo espurio dado el estatismo que evidencia, dada la detención, una vez más, del hálito de vida, así como dado su carácter idolátrico-, había de reconfigurar una nueva realidad vaticinada ante todo desde la poesía y el arte. La obra debía erigirse como exponente de una realidad ulterior que el poeta, tomando prestada la expresión de Gide, calificará como ‘la parte de Dios’, aquel resto que queda apuntado por la obra, pero en modo alguno, por imposibilidad de tal empresa, expuesto. Así se lo hace saber al escultor en la Carta, recordándole cíclicamente, como si de una letanía se tratase, el lugar de su escultura en este orden de cosas: “Lo único que por mi parte quiero aquí dejarle afianzado es que así como el «Pensador» de Rodin fue con su Infierno […] profecía de nuestra época, así a mi entender su «Vierge de Liesse» es objeto de revelación tocante al futuro inmediato en esta víspera de Nuevo Mundo en que la conciencia se halla a punto de catalizarse al Advenir del Espíritu” (1984: 184-185).
La nueva escultura no mira hacia abajo, según recalca el poeta, sino que tiende hacia lo alto: es de naturaleza alada. Merece la pena volver a Griffin con el fin de evidenciar desde estas palabras el deseo implícito de superación del vaciamiento simbólico occidental, siendo de interés resaltar, ante todo, lo significativo de esa naturaleza alada que hace frente a la caída, delatora de un deseo de superación del impulso melancólico24 padecido tras el mencionado eclipse. La confrontación entre caída y elevación nos sitúa ante otro de los aspectos evidenciados en cada párrafo de Larrea, refiriéndonos con ello a la emergencia de un renovado gnosticismo en la modernidad. Desmaterialización e impulso de elevación caminan de la mano a modo de ascético proceso25 desde el que la época emergente queda vaticinada no solo por su bautismo en agua -que Larrea advertirá en detalles variopintos como su salto transoceánico desde el continente europeo- sino, como ha enseñado la guerra, por el bautismo en fuego: “es necesario nacer no solo del agua sino también del Espíritu” (Larrea 1984: 185). La sentencia, de impronta joánica, es terrible en tanto que asume la barbarie de esos años como suceso inevitable, del mismo modo que incorpora a su visión simbólica la muerte en accidente, años después, de su hija Luciana, con quien se mostraba estrechamente unido. La explosión del avión en que viajaba junto a su marido será interpretada como un nuevo símbolo de naturaleza ígnea, acaso buscando en esta explicación un motivo desde el que asimilar la tragedia.
Conforme a este fatalismo del poeta, desde el que el sujeto poco menos que se presenta como espectador de la vida, es posible establecer un vínculo que nos acerque de nuevo a su comprensión de la labor estética, en referencia al deber del creador de revelar la transparencia del objeto, esto es, de iluminar una realidad de mayor cualidad óntica. A menor injerencia de la personalidad sobre el material del que el poeta o el artista se sirve para ofrecer una realidad luminosa -en el sentido larreano, próximo a la comprensión de la luz por parte de Goethe y, por derivación, de la mística sufí-,26 la obra alcanzará una mayor significación.27 Soslayada toda intención individual, cuanto se revela es un contenido transparente, y en ello Larrea, de nuevo y conforme al sentido espiritual que concede a dicho concepto, parece ajustar su ánimo más a las búsquedas de la abstracción pura de origen ruso que al espíritu con el que nacieron los principales ismos vanguardísticos occidentales, no tanto orientados a la revelación de un orden de resonancias metafísicas como sí a una renovación, al menos en primer lugar, epistemológica.28 Seguimos en ello, aun cuando no abordaremos en estas páginas la cuestión con amplitud, las ideas de Marjorie Perloff, sintetizadas en el siguiente pasaje a partir de la distancia entre el cubismo y la abstracción pura: “Los cubistas, desde este punto de vista, solo habían tenido éxito en su intento de violar la integridad de la forma; el objeto representado, aunque apareciera fragmentado y distorsionado, todavía existe. El deseo de Malévich es eliminar el objeto completamente para alcanzar lo que él llamaba, siguiendo a Uspenski y a otros filósofos matemáticos de la época, «la cuarta dimensión»” (2009: 257), siendo este último, justamente, un término expuesto y comentado por el poeta. Lo fundamental en lo que por ahora nos ocupa remite a la idea de un dejar vía libre a aquello que sobrepasa al sujeto, en alusión a un fenómeno originario en su sentido fuerte: lo que mira e ilumina la realidad es el objeto y no el sujeto, conforme a los planteamientos tradicionales de huella iconológica explorados por los filósofos y artistas eslavos ya desde las primeras décadas del XX y en adelante, en referencia a Evdokimov, Ouspensky, Florenski, Lossky o Bulgákov, por citar algunos de los más reconocidos. Valga asimismo recordar en este punto, dando un salto de Rusia o París -núcleo de la emigración eslava a lo largo del siglo- a Nueva York -importante foco de exilio judaico-, que en esos años 40 y 50, y en la ciudad donde Larrea dedicó años capitales de su vida al estudio del milenarismo, un pintor de origen letón -hablamos de Rothko- aplicaba a sus composiciones preceptos próximos a las bases teológicas de la perspectiva invertida -mientras otros como Newman, Still o Reinhardt exploraban la desnudez de la tela desde planteamientos metafísicos de disolución subjetiva-.
Próximo al ideario recién expuesto, a Larrea nada le parecerá más obvio que el hecho de que el arte, frente a la religión codificada, presente el espíritu sin filtro o conceptualización previa: “La poesía supera a la religión porque abandona la necesidad del intermediario con lo desconocido, que defiende la ideología eclesiástica, y deja al lado su carácter «subjetivo» o «estático», al tiempo que su incapacidad para estático «conocer»” (Guereñu 1995: 92).29 La labor del creador pasa así por ofrecer simbólicamente objetos capaces de expresar lo que podría denominarse -no dejaremos de insistir en este epígrafe en el hecho de que las ideas de Larrea cabe fijarlas al recién mencionado retorno del gnosticismo en la modernidad-30 el alma del mundo,31 la realidad del espíritu en su encarnación histórica. Se muestra, en suma, un objeto, para evidenciar lo no mostrado: “La realidad profunda se ofrece por medio de síntomas, símbolos interpretables como los de los sueños. Y son los poetas quienes, superando la barrera censora, pueden hacer asequible ese contenido profundo, y en ello consiste su «misión». El poeta debe convertir lo inconsciente y oculto de la historia en consciente, de modo que la comunidad, al conocer esa realidad eficiente pero oculta, pueda alcanzar el Nuevo Mundo prometido” (Guereñu 1995: 91). Las vanguardias occidentales, el cubismo en primer lugar como exposición de un estado de alta descomposición del universo de formas, se definirán a partir de su ruptura con un modelo epistemológico tradicional, si bien sin llegar a evidenciar de modo patente el deseo de hallazgo de una realidad-otra, que para Larrea no dejará de ser el punto de fuga al que apunta toda obra verdadera.
Si bien, en atención a lo ya explorado y recapitulando el sentido de lo dicho, podría decirse que la abstracción absoluta de origen ruso queda orientada a un desvelamiento espiritual contrapuesto a la naturaleza de los relativismos occidentales, definidos por una pulsión históricamente renovadora pero anímicamente nihilista-el vacío revela en tal caso una nada: sin mística alguna de por medio-, tal contraposición no parece advertirse o no resulta al menos decisiva32 en el pensamiento del bilbaíno, en tanto que adjudica al cubismo orgánico de Lipchitz una naturaleza orientada a iluminar un orden espiritual. El poeta celebrará, por todo ello, el que aquellas nociones refrendadas en su estudio de los textos antiguos encuentren su expresión en la física reciente. Su pensamiento, de hecho, ofrece un interesante motivo comparativo en relación con los hallazgos de Whitehead e incluso de Schrödinger. Al respecto, en su Diario del Nuevo Mundo, en una entrada correspondiente a enero del 41, escribe con concisión: “La materia no existe. Solo existe la energía” (Larrea 2015: 48). En la carta lo tratará con mayor detenimiento:
Todo ello es prenda de la presencia real y efectiva de una nueva dimensión, estado o especie de vida, extraindividual, suprasocial, transconsciente. Espiritual, en una palabra. Porque así como la supuesta disolución matemática por los desiertos de lo abstracto está conduciendo al beneficio de la energía intraatómica, así la abstracción poética en la entraña de sus refinados caleidoscopios hace posible el advenimiento a conciencia y la implantación de las vivencias esenciales de la heredad del Hombre -¿Paraíso? (Larrea 1984: 189).
Siendo esto motivo de estudio para otro trabajo, cabe destacar al menos que aquello que Larrea encuentra tanto en la ciencia como en las incipientes propuestas estéticas es un correlato de sus ideas escatológicas, orientadas al desvelamiento de un novedoso modo de comprender y de ver, aspectos que sustentan, como todo objeto sobre el que se apoya su mirada, la fundamentación de su teleología cultural: “A la manera como la física está explorando las interioridades atómicas, las artes literarias y plásticas han descompuesto las especies estéticas para imponer a sus materiales toda suerte de nuevas combinaciones y posturas” (Larrea 1984: 172). El hecho, a su vez, de que el escritor llegue a proclamar que las obras de Lipchitz “merecen ser oídas” (Larrea 1984: 178), las señala como simbólicas de los nuevos tiempos en tanto que modelos partícipes de una corporeidad que escapa de sí pues se ofrece como logos, verbo u objeto llamado a recibirse desde la escucha. La escultura no aprisiona la luz, lo energético, sino que la articula e incluso la libera: “Merced a ese proceso como de transubstanciación ha podido usted recorrer y hacer recorrer la trayectoria del arte moderno que, mediante su conversión a lo esencial de cada una de las actividades artísticas, le faculta al artífice a aspirar, más allá de su arte estricto, a la esencia de lo humano” (Larrea 1984: 174). No añadiremos más al respecto, si bien parece conveniente concluir este epígrafe recordando que, en la línea de Teilhard de Chardin y de los ya mencionados autores adscritos a una idea de espiritualización teleológica, una corriente de pensamiento afín al larreano es la explorada hoy por Leonardo Boff, según se atestigua en las páginas de La irrupción del espíritu en la evolución y en la historia, trabajo en el que se articula un sentido teleológico atento a los presupuestos que definen el imaginario científico reciente:
El camino de la ciencia ha seguido, más o menos, la siguiente trayectoria: de la materia llegó al átomo, del átomo a las partículas subatómicas, de las partículas subatómicas al campo de Higgs, que da masa a las partículas virtuales, como los bosones y los hadrones; de estos al ‘paquete de onda’ de energía, de los paquetes de ondas a las supercuerdas vibrantes, que vibran en once dimensiones o más, representadas como música y color.
Así, un electrón vibra alrededor de quinientos billones de veces por segundo. Vibración que produce el sonido y el color. El universo sería, pues, una sinfonía de sonidos y colores. De las supercuerdas se llegó, por último, a la energía de fondo, al vacío cuántico, ese océano de energía sin límites de todas las virtualidades y posibilidades de ser.
En ese contexto, vale la pena recordar la frase pronunciada por W. Heisenberg, uno de los padres de la mecánica cuántica: ‘El universo no está hecho de cosas, sino de redes de energía vibratoria, emergiendo de algo todavía más profundo y sutil’. Por lo tanto, la materia ha perdido su posición central en favor de la energía que se organiza en campos y redes. El espíritu comienza a ganar centralidad (Boff 2017: 61).
Conforme a esta misma mirada, los presupuestos científicos y estéticos definidos desde el racionalismo de herencia griega no poseen el alcance y la significación que un modelo radical de abstracción, ya desde inicios del pasado siglo y en su afán por exponer un vector conducente de la materialidad a la inmaterialidad, evidencia a partir de lo que Larrea vino a comprender como el paso de la “mente estrictamente física a la mente psíquica” (2019: 59). La descomposición de los presupuestos epistemológicos tradicionales advertida en el arte vanguardista generará un vacío desde el que emergerá el ideario escatológico del poeta, si bien adjudicando a estos ismos -al surrealismo33 y al cubismo ante todo- una espiritualidad en verdad más ceñida a las búsquedas de la abstracción pura.
6. Revelación de la edad del espíritu
El progresivo desarrollo de la obra de Lipchitz en una secuencia que parte del cubismo orgánico, atraviesa los ‘transparentes’ y se adentra en un organicismo sincrético desde la aludida ‘interacción de ritmos’ -siendo entendido todo este curso por parte de Larrea como expresión de una reconfiguración estética de alcance mayor- encuentra su proyección en una reorganización del orden político mundial que había de alcanzar en América su realización plena.34 Para el poeta, según ya anunciamos, esta esperanza quedaba vinculada al concepto de ‘Verbo hispánico’, dado que comprendía que el castellano era la lengua que debía incorporar el nuevo mensaje. Esta creencia la sustentaba sobre su convicción de que Santiago de Compostela había sustituido a Jerusalén y a Roma como eje espiritual de la historia,35 todo ello a partir de su convencimiento, siguiendo una secular leyenda, de que ahí donde descansaban los restos del apóstol en verdad se encontraban los de Prisciliano -siendo el priscilianismo una de las herejías de filiación gnóstica estudiadas por Menéndez Pelayo en su estudio sobre los heterodoxos-. Santiago, junto al Finisterre, apuntaba más allá del océano, iluminando la nueva tierra. Díaz de Guereñu se anima a señalar el momento en que al poeta le parece obvio que la nueva cosmovisión habrá de instaurarse en América:
Ya en mayo de 1937 […] Larrea identifica la esencia positiva de España con América, con el Nuevo Mundo, y la negativa con Europa. La condena de ésta será en lo sucesivo una constante de su teoría y en ella pesa la aguda conciencia de crisis de civilización que también comparte con los surrealistas, pero sobre todo la indignación porque Europa agredió o abandonó a la República en su lucha. Europa, el Viejo Mundo, está condenado. En consecuencia, el Nuevo Mundo no solo será distinto, surgirá en otro continente (Díaz de Guereñu 1985: 158).
Acto seguido, el autor cita aún un pasaje de Larrea tomado del artículo Presencia del futuro (1940) que viene a exponer su visión del continente: “Porque América está llamada a ser lo que no pudo ser Europa: el continente de la libertad, de la paz, de la conciencia, es decir, el lugar donde logre ser superado, por fin, ese mundo aborrecible para todo aquel que aspira al desarrollo que la especie promete desde tiempo inmemorial a la sensibilidad y a la inteligencia del ser humano” (158). La revitalización del ‘verdadero’ judeo-cristianismo y el esperado neomundismo constituyen, desde esta interpretación de la historia, una misma unidad conforme a la que se pone fin al éxodo del sujeto. El exilio del que participan tanto Larrea como Lipchitz pasa, en consecuencia, a ser llegada a la tierra prometida. Si el padre para Larrea es Europa, América vendrá a ser la madre. Es en este continente donde, de acuerdo con cuanto profetizaba Lipchitz con la aparición continuada y priorizada de la maternidad36 ya desde los años treinta, habría de hablar el espíritu por boca del hijo. Se trata de un acontecimiento que, muy de acuerdo con el gusto por lo significativo del vasco, cobró fuerza en su imaginario en el momento en que su propio hijo -Jean Jacques- logró recuperarse de una enfermedad tras haber estado al borde de la muerte.37 América será así la tierra donde crezca el hijo, tal como lo atestiguará en su Diario del Nuevo Mundo: “América, símbolo y cifra de la ciudad (añadido, encima: unidad), del mundo. América tiene un destino, Amor. Crisol al rojo vivo donde se ha de fundir el nuevo hombre. Sin clases. Su irradiación imperiosa ha de ser de orden espiritual” (Larrea 2015: 43). A través de Lipchitz hablaba el soterrado judeo-cristianismo de sello joánico, y, a través de este, el espíritu que opera sobre la existencia.
El que, a ojos de Larrea, Lipchitz hubiese superado un estadio de judaísmo mosaico, regido por la ley -como lo demostraba su abrazo a un arte figurativo-, y se ajustase a una creación alentada por un dinamismo espiritual -para el bilbaíno equivalente al amor en su libre organización-, era un preclaro indicador del mensaje que su obra atesoraba, entrelazada con la suya propia, articuladas ambas conforme a los postulados joánicos, en referencia tanto al evangelista como al autor del Apocalipsis -definido por Cristóbal Serra como “el más grande «esoterista» cristiano” junto a Pablo de Tarso (2019: 73)-. La expresión de una estética concebida como acto de revelación, como anunciadora de una inminente unión -de tono místico- entre una psique previamente aprisionada por la materia y ahora liberada y reunida con Dios en tanto que totalidad -en referencia al ya aludido gnosticismo con rasgos inmanentes abiertos a lo trascendente-, era aquello que animaba el pensamiento de Larrea y que a su juicio permitió a Lipchitz superar las resistencias que podía encontrar en su trabajo aun manteniendo sus vínculos con la religión de sus ancestros. El que el poeta tomase la obra del escultor como preeminente en cuanto a su significación, aun sin tomar parte del curso disolutivo, al que a su parecer se encaminaba la cultura -de hecho soslayará dicha tendencia, como hemos visto-, había que entenderlo en relación no solo con su cercanía a Lipchitz -es preciso tener en cuenta que los escritos fundamentales sobre arte moderno del bilbaíno tuvieron como protagonistas a creadores con los que mantuvo un trato próximo: Gris, Picasso, Lipchitz-, sino con la significación que su escultura poseía en el marco de su teleología cultural, determinada en último término por la llegada del judaísmo a América, tal y como quedaba prefigurado por la irrupción de la figura de la madre junto al hijo.
Con ello, lo que para Larrea quedaba claro era el hecho de que por la creación de su amigo hablaba ese otro judaísmo -iglesia joánica, del espíritu-, que había quedado sepultado ya desde tiempos del Apocalipsis, un judaísmo de orientación milenarista, emergente ahora como religión de los nuevos tiempos. La idea la señala perfectamente Fernández de la Sota cuando menciona que el bilbaíno “tiene la certeza de que el pueblo judío, destructor por destruido, será reconstructor, siendo su salvación la salvación de todos” (2014: 199). Con la gran retrospectiva de Lipchitz, el verdadero judeo-cristianismo -pneumático- encontraba en América una tierra donde expresarse. El poeta asimilaba, a fin de cuentas, su propio recorrido vital, así como el de su amigo, al del pueblo milenario, al tiempo que concedía a sus respectivos trabajos el carácter de profético.
No puede obviarse que hay una equivalencia, una consonancia fundamental entre el trazado vital de Larrea y el fundamento teleológico que defiende en sus obras en prosa. Una contigüidad desde la que no se acierta a advertir cuál de los dos elementos sigue la estela del otro. Su particular imaginario presenta un sistema cultural recompuesto conforme a planteamientos de raíz milenarista. A la hora de acercarnos a la trayectoria biográfico-creativa del poeta se observa tal alineamiento entre hechos singulares y hechos colectivos, entre su biografía y su cosmos eidético, que resulta arriesgado hablar, sin matizar cada término, de exilio, de huida o de búsqueda: cada una de estas imágenes se encabalga sobre las otras. El exilio es una búsqueda y, por tanto, no es en sí imposición, o, dicho de otro modo, es una evidencia impositiva, si bien no de la historia, sino de las fuerzas tectónicas que la determinan. La mirada de Larrea tiende un puente entre sus episodios vitales y lo que podría comprenderse como una sui generis mitología anclada primeramente en el milenarismo judaico, saltando con mayor o menor fortuna -no porque los hechos deban o no deban ocurrir, sino porque debiendo ocurrir han de ser vivenciados- por encima de las particularidades cotidianas, así como por encima de la historia -en primer término, claro está, de aquella en la que se desarrolla su existencia-. No es posible discernir, dadas las muchas vicisitudes y su carácter irreductible, si su existencia se reafirma sobre una vivencia superior para aceptar positivamente cada golpe, o si se apoya en los acontecimientos para satisfacer una biografía, como la de su admirado Rimbaud, en permanente punto de fuga.
Lo cierto es que tal sistema de contrapuntos y de huidas deriva en su pensamiento en un vórtice de desmaterialización o decantación de lo existente, el arte incluido, para hacer de lo transparente, la luz tenida por realidad esencial del mundo en tanto que energía liberada, objeto último de su existencia. Larrea verá manifestado en la obra de Lipchitz aquello que él mismo configuraba teóricamente y que constituirá el soporte de su ser, soporte invertido pues no dejará de apoyarse sobre un vértice celeste. La historia en Larrea se escribe al revés, absorbido todo él, así como su visión de los acontecimientos, por una fuerza de atracción que hace de la vida y de sus formaciones resultado de un proceso de pulverización en el que cada movimiento queda justificado por su lugar en el todo dado que la vida, como no se cansará de repetir, siempre tiene la razón.
7. Conclusiones
Con este trabajo se ha pretendido exponer el sentido que Juan Larrea concedió a la celebración de la retrospectiva de la obra de Lipchitz del año 54. Las esperanzas milenaristas del bilbaíno parecían constatarse dado lo significativo de dicha exposición, y así se lo quiso hacer saber no solo a Lipchitz, sino a todos, con la elaboración de su Carta abierta. En el curso de este estudio no hemos dejado de atender al vínculo de las ideas de Larrea con el sentimiento palingenésico vivenciado por el individuo en las décadas en que Occidente se veía desprovisto de aquello que Griffin ha venido a denominar ‘dosel sagrado’ de nuestra cultura. Este sentimiento de comienzo, conforme a las ideas del británico, responde a un estado anímico ceñido al nacimiento de la modernidad y proyectado estéticamente a través de las diferentes vanguardias, definidas por una doble tensión llamada a dejar atrás un mundo simbólico agotado, y a ofrecer nuevos cauces sobre los que verter el material que conforma nuestro imaginario.
No hemos dejado de hacer referencia, por otra parte, al hecho de que Larrea incorporará a su visión del cubismo una serie de premisas en verdad más afines a la abstracción de raíz rusa -cuyos orígenes, a su vez, nos ponen en relación con el concepto de perspectiva invertida y, en general, con un mundo de formas no nacidas de la mano del individuo (acheiropoieta)-. Cabe, no obstante, añadir que Larrea prestará especial atención al sentido de una deriva disolutiva o decididamente esquiva a la figuración en la conferencia que ofrece en el 62 en la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina) con el título de “Pintura y nueva cultura”, pero de ello hablaremos en otro momento.
Por último, hemos hecho alusión, aun de modo sucinto, a la corriente ideológica en la que encuentra cabida el pensamiento del poeta, afín a una teleología energética o espiritual advertible hoy en las obras de Leonardo Boff -como ayer en Teilhard de Chardin-. Los hilos que entretejen el ideario de Larrea conforman, en este sentido, una línea de pensamiento que, en su arqueología más evidente, remite a Juan, Pablo de Tarso y a los primeros gnósticos, y en su estrato más reciente deriva en una escatológica tan plural hoy como lo fue dos milenios atrás, y que ha sido o es explorada por nombres como Taubes, Agamben o, en lo relativo a una emergencia neognóstica en la modernidad, Sloterdijk, en cuyas ideas no hemos dejado de apoyarnos.