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Lexis

versión impresa ISSN 0254-9239

Lexis vol.46 no.1 Lima ene./jun. 2022

http://dx.doi.org/10.18800/lexis.202201.007 

Artículos

Revisita del problema argentino de la lengua. Amado Alonso y la historia de una reescritura

Revisiting the Argentine Language Problem. Amado Alonso and the History of a Rewriting

Guillermo Toscano y García1 
http://orcid.org/0000-0001-6437-2768

1Universidad de Buenos Aires - Argenina, gtoscano@filo.uba.ar

Resumen

Este trabajo aborda «El problema argentino de la lengua», artículo publicado por Amado Alonso en 1932. Para ello, en primer lugar, analiza el tipo de intervención teórica y crítica que realiza allí su autor; luego, la contrasta con una serie textual más amplia que comprende un conjunto de textos publicados entre 1927, cuando asume la dirección del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires, y 1935, cuando publica el libro El problema de la lengua en América, donde incluye una versión muy modificada de su trabajo de 1932. Concluye que este artículo es un texto excepcional en el conjunto de la producción lingüística de Alonso, y que esa excepcionalidad puede ser interpretada como un signo del proceso de reformulación teórica que este atraviesa durante ese período.

Palabras clave: Amado Alonso; Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires; español de la Argentina; debates lingüísticos

Abstract

This paper addresses «El problema argentino de la lengua», an article published by Amado Alonso in 1932. To this end, we first analyze the type of theoretical and critical intervention that the author carries out; then, we consider it within a broader textual series that comprises a set of texts published between 1927, as Alonso becomes chair of the Institute of Philology of the University of Buenos Aires, and 1935, when he publishes the book El problema de la lengua en America, which includes a highly modified version of his 1932 work. We conclude that this article is an exceptional text in Alonso’s linguistic production as a whole, and that this exceptionality can be interpreted as a sign of the process of theoretical reformulation that he underwent during the period.

Keywords: Amado Alonso; Institute of Philology; Argentinian Spanish; linguistic debates

En otoño de 1932, Amado Alonso, director del Instituto de Filología de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires desde 1927, publica en la revista cultural Sur un texto dedicado a discutir la existencia de una lengua argentina y a considerar la entidad y el estatuto de esa variedad dentro del español. El trabajo, que lleva el título «El problema argentino de la lengua», fue republicado en otras dos ocasiones, para las que fue sometido a operaciones de edición que, como nos proponemos demostrar, son significativas. Un examen riguroso del texto muestra que ya en su versión original es difícil inferir allí un cuerpo de ideas consistente respecto de la variedad rioplatense. Pero, además, las sucesivas reversiones hacen evidente un cambio de posicionamiento en el debate y, más importante aún, un giro decisivo en la perspectiva que, como científico del lenguaje, conduce a Alonso a redefinirse en la polémica.

La intervención de Alonso ocurre en un contexto en el que la discusión sobre la eventual existencia de un «idioma argentino», iniciada durante el siglo anterior, está presente todavía en la escena pública. Al respecto, asistimos en los últimos años a un creciente interés por parte de la crítica en dar cuenta de la riqueza y extensión de esas polémicas, como se evidencia, entre otros, en los trabajos de Blanco 1991, Di Tullio 2003, Ennis 2008, Glozman y Lauria 2012, Alfón 2013, Oliveto 2016, Moure 2017 y Ennis, Santomero y Toscano y García 2020 1. Estos trabajos han mostrado la densidad que ese debate ofrece hacia fines de la década de 1920, cuando se registra una significativa cantidad de intervenciones sobre la cuestión de la lengua en la Argentina, cómputo que incluye algunas que se volverían luego ampliamente conocidas y comentadas, como la conferencia que, en 1927, Jorge Luis Borges ofrece en el Instituto Popular de Conferencias bajo el título de «El idioma de los argentinos».

Hacia 1932, y en una relación aún tensa y conflictiva con el proyecto fundacional que para el Instituto había trazado Ricardo Rojas, Alonso había desarrollado una labor tendiente a introducir en el ámbito local una agenda innovadora para un campo científico todavía en proceso de conformación (Toscano y García 2009). Esa actividad, que reconstruimos en detalle en Toscano y García (2013b), se traduce -según podemos resumir muy brevemente aquí- en la progresiva incorporación, tanto en el nivel de la investigación como en el de la enseñanza universitaria (las dos dimensiones en que Alonso desarrolla las tareas para las que ha sido contratado por la Facultad de Filosofía y Letras), de un paradigma teórico novedoso en el ámbito de la reflexión lingüística, el que ofrecen el idealismo y la estilística; en otro plano, más directamente vinculado con la gestión institucional, en 1930 el Instituto comienza la edición de la que es quizás su más importante apuesta editorial (­Barrenechea y Lois 1989), la Biblioteca de dialectología hispanoamericana, primera colección monográfica centrada en el español de América2.

Desde su llegada a la Argentina, y hasta el final de su función al frente del Instituto de Filología, la producción filológica de Amado Alonso es abundante y los temas sobre los que trabaja dan cuenta de una multiplicidad de intereses dentro del ámbito del hispanismo. La cuestión de la lengua nacional, sin embargo, y en particular la de las variedades del español hablado en el país, es un tópico al que Alonso destina recurrente atención, en especial durante la década del treinta. En otro trabajo (Toscano y García, remitido), hemos analizado exhaustivamente cómo las modulaciones en el abordaje de este tema permiten reconstruir, de forma privilegiada, la evolución del pensamiento lingüístico de Amado Alonso: un itinerario, debe destacarse, no lineal ni exento de contradicciones. Atendiendo a la serie extensa de sus publicaciones, hemos observado allí el derrotero que lo conduce de sostener posiciones que en lo esencial comparten los fundamentos de la doctrina menendezpidaliana a desarrollar un cuerpo teórico propio que integra el idealismo, la dialectología y las ideas de Ferdinand de Saussure.

Al revisar las posiciones de Alonso en el debate sobre la lengua nacional, la crítica (Narvaja de Arnoux y Bein 1995-1996, Bentivegna 1999, Bordelois y Di Tullio 2002, Narvaja de Arnoux 2003, Moure 2004, Falcón 2009, Lida 2012 y 2019, Cavallero 2019, entre otros) ha tendido a subrayar la importancia de «El problema argentino de la lengua» (1932; eventualmente, de su versión de 1935, a la que nos referiremos a continuación) como expresión del pensamiento de Alonso sobre el español de la Argentina; en varios casos ha señalado también, con acierto, el punto de vista ciertamente crítico que Alonso adopta en este texto para caracterizar la lengua hablada en el país, y en particular la variedad rioplatense; y la continuidad, incluso si con matices, que establece respecto de aquellos con quienes se había formado, Américo Castro y Ramón Menéndez Pidal.

Queremos, aquí, proponer una interpretación alternativa para este texto: así, argumentaremos que, lejos de seguirse como consecuencia uniforme respecto de aquellas ideas, el texto original de Alonso es ya un muestrario de discontinuidades y antagonismos que lo vuelven en sí mismo autocontradictorio e inconsistente. Estas asperezas son emergentes, por un lado, del conjunto de innovaciones teóricas que Alonso va incorporando y, por otro, del conocimiento que va adquiriendo de las variedades americanas del español. Mostraremos también que, examinadas dentro de una serie más amplia, que incluye por una parte las sucesivas reformulaciones a las que Alonso somete este texto entre 1932 y 1935, y también otros textos escritos para la misma época, como el «Propósito» que antecede a la Introducción a la estilística romance (1932b), «El porvenir de nuestra lengua» (1933a), «Intereses filológicos e intereses académicos en el estudio de la lengua» (1933b) y «Ruptura y reanude de la tradición idiomática en América» (1933c), las ideas de Alonso sobre la lengua argentina no pueden ser concebidas como una acentuada crítica de las hablas locales forjada en el molde teórico de la tradición de sus predecesores. Antes bien, como veremos, se verifica durante estos años un período de reformulación teórica que, motivado en parte por el progresivo conocimiento que Alonso adquiere del español americano, lo lleva a la adopción de un nuevo criterio de valoración sustentado en un dispositivo analítico de muy diferente naturaleza. Desde este punto de vista, intentaremos probar que la excepcionalidad que «El problema argentino de la lengua» muestra en el contexto de la producción de Alonso puede ser interpretada como un signo de ese proceso, que se consolidará definitivamente hacia fines de la década del treinta.

«EL PROBLEMA ARGENTINO DE LA LENGUA» (SUR, 1932)

Publicado en la que se convertiría en una de las revistas culturales más importantes de Hispanoamérica, y con cuya directora Alonso buscaría establecer una alianza estratégica como puerta de acceso al medio literario local (Lida 2019), «El problema argentino de la lengua» aparece en el sexto número de Sur durante el otoño de 1932.

En el inicio de este texto, Alonso busca establecer una posición que, alejada de la lógica de los sentimientos, pueda dar respuesta «científica» a un debate que hunde sus raíces en casi cien años de historia argentina:

Problema de lengua, problema de pasión. De veras, lo que excita a las gentes es el conflicto; el problema, a unos pocos. Yo quisiera ahora ponerme a discurrir sobre el tema separando con cuidado de los valores y poderes afectados sus intereses teóricos. El conflicto se vive, el problema se contempla. Y la busca de las bases auténticas del problema es de por sí placer y recompensa suficiente, aun descontando la ventaja práctica que se pueda derivar para nuestra actitud ante el conflicto (1932a: 124).

El recurso a la objetividad científica, habitual en un Alonso que viene trabajando en la legitimación del campo de la filología como disciplina (Toscano y García 2013a), se opone en este caso a la lógica de la pasión, que si permite una experiencia del conflicto sin embargo inhabilita la búsqueda de sus soluciones. La lexicalización inicial del tema («problema», «conflicto») parece quizás excesiva respecto de las condiciones del debate hacia comienzos de 1932; posiblemente, la sobreestimación del alcance social de la polémica es una estrategia que busca habilitar la posición fuertemente intervencionista que se presentará a continuación, en la que Alonso se autoasigna la figura del mediador.

A partir de esta colocación inicial, el artículo se despliega en una serie de diez secciones: «Expresión y comunicación», «Lengua escrita y lengua oral», «Tradición y tradicionalismo», «Lengua literaria, afán de universalidad», «Localización del problema», «Interdependencia de lengua oral y escrita», «Norma, cultura», «Normas locales y normas generales», «Desvalorización de las normas» y «Posición final». En la primera de ellas, y para comenzar su argumentación, Alonso repone el paradigma de la estilística que había presentado en trabajos anteriores (por ejemplo, en Alonso 1927a, 1927b y 1928, artículo este último en el que, por primera vez en el medio local y casi dos décadas antes de su traducción del Curso, presenta la perspectiva saussureana), y formula una diferencia entre el «acto de comunicación» y el «acto de expresión»; ambos se diferencian «por el modo de manifestarse: la comunicación por signos; la expresión por indicios» (1932a: 127). Se trata de una distinción poco consistente y también escasamente integrada al modelo teórico forjado en esos anteriores trabajos, ya que, al diferenciar los «signos» de los «indicios», pone fuera del sistema lingüístico la codificación de las opciones expresivas. Sin embargo, es posible también entender la distinción en términos de direccionalidad (es decir, los actos expresivos son menos directos que los comunicativos), lo que parece consecuente con el ejemplo que aquí se ofrece, una distinción entre sentado y sentadito, que encuentra en el uso del primer término únicamente significado comunicativo, y en el segundo también expresivo.

En relación con la expresión, el «conflicto de la expresión» es, por definición, el conflicto del poeta: «Su sistema de emociones pugna por hacer oír su voz por entre los secos disparos de las designaciones lógicas»; se trata, considerado en su inmediatez, de un conflicto individual, que sin embargo también puede constituirse en un «problema nacional» si lo que está en crisis es el sistema de signos comunicativos. Es decir: las posibilidades expresivas del poeta están, según Alonso, vinculadas a «la firmeza y estabilidad del sistema de signos convencionales que es la lengua como instrumento social de intercomunicación», ya que «el estilo vive gracias a la gramática» (1932a: 127); de allí que un deterioro de este sistema derive en una limitación de sus posibilidades expresivas. En este punto, señala, es necesario «trasponer el conflicto sufrido por el escritor a un plano social» (1932a: 128).

Para abordar esta dimensión social del conflicto lingüístico, Alonso introduce una distinción dialectológica, teóricamente significativa, entre «lengua escrita» (que utiliza aquí como equivalente a «lengua literaria») y «lengua oral». La diferencia es, según la especifica, de carácter tanto interno como externo: en relación con lo primero, «en la literaria dominan las intenciones estéticas y los intereses emocionales si es poética, y las exigencias de la lógica si es científica; en la oral, la intención afectiva y las valoraciones éticas y económicas»; respecto de lo segundo, Alonso indica que en la lengua literaria aparecen «palabras, formas flexionales y giros sintácticos que ya no están o que nunca han estado [...] en la oral»; «se maneja en la literatura un arsenal de utensilios subordinantes raros al hablar» (1932a: 128) y, destacadamente, que la escritura representa formas de pronunciación alejadas de las de la oralidad: «aquí no riman entre sí ll y y, identificadas en la pronunciación porteña; y en las declamaciones, lecturas y conferencias reaparece la articulación de la ll como uno de los signos de ese estado culturalmente superior de lengua que llamamos lengua literaria»; por su parte, la lengua escrita no admite «multitud de neologismos léxicos, fonéticos y sintácticos de la lengua callejera, ni cierta fraseología de mucho favor en la conversación».

Hasta aquí, la distinción de Alonso puede ser apreciada como moderna: se trata de la catalogación de los rasgos que constituyen la variación situacional (en términos más recientes, de variación diafásica o de registro). Sin embargo, más problemática resulta su igualación de lengua escrita y lengua literaria. Por una parte, esta equivalencia descansa sobre una representación de la lengua escrita que, por razones históricas y como lo han mostrado Narvaja de Arnoux y Bein (1995-1996), relega a un lugar marginal la consideración de las nuevas tecnologías de la palabra escrita como las que impondrán, en muy poco tiempo, los medios de comunicación masiva; por otra, supone una representación de la lengua literaria que depende de una concepción particular de la literatura. Así se evidencia en la nueva explicación que, a continuación, aparece para distinguir lengua escrita y lengua oral:

¿Qué mueve al hombre en tensión y trance de lengua poética a rechazar ciertos procedimientos de idioma que no le son ajenos al hablar? En todo lenguaje se debate una antinomia de fuerzas que son el espíritu de campanario o localista y el espíritu de universalidad. Compárese cómo escriben Lugones, Rubén Darío, Amado Nervo, Martí, Juan Ramón y compárese cómo hablan en el Plata, Centro América, Antillas, Méjico y España. Enseguida se ve que el espíritu de universalidad predomina en la lengua de la literatura y que el espíritu de campanario se va afirmando a medida que se desciende por las capas culturales de cada país, de modo que las más numerosas y hondas diferencias entre el habla de Buenos Aires, Lima, Méjico y Madrid están en las clases más incultas. Y al revés: cuanto más culto es un grupo social de Buenos Aires, Méjico, Madrid o Lima, más se aproxima su lengua -relativamente a su región- a la lengua general y menos particularismos tiene (1932a: 128).

El supuesto en que se funda la pregunta inicial del párrafo que transcribimos, y que creemos que no ha sido advertido por la crítica, es el de que la literatura rechaza las formas propias de la oralidad; se trata, como hemos sugerido, de una concepción literaria consistente con los usos de los escritores que se mencionan, en su mayor parte figuras destacadas del modernismo literario (y no, aunque resulte obvio indicarlo, con los procedimientos de la literatura costumbrista).

Por otra parte, la afirmación de que la lengua literaria unifica y la lengua vulgar dispersa (propia, como ha mostrado Garatea Grau en su trabajo decisivo [2005], de la tradición menendezpidaliana, reafirmada en este punto por Castro3) se debilita cuando, en el final de la cita presentada, el fenómeno se extiende desde «la lengua de la literatura» a los «grupos sociales cultos». Lo que queremos recalcar es que esta igualación problemática entre lengua escrita y lengua literaria es la razón en que se asienta la lógica del artículo: si la lengua de los sectores cultos no fuera equiparable a la de la literatura, ello obligaría a preguntarse, por ejemplo, por la especificidad de la lengua culta porteña y llevaría a la constatación de que en esta se observan fenómenos de variación constantes (y no presentes en el canon literario al que Alonso remite). Al mismo tiempo: si el contraste se estableciera entre la lengua culta rioplatense y un canon literario distinto del aquí propuesto (un canon que incluyera, por ejemplo, a Lucio V. Mansilla, Fray Mocho o Roberto Arlt), el registro de que existe en la lengua culta porteña un alejamiento de la tradición literaria dejaría posiblemente de ser válido, y ello conduciría al abandono del supuesto que organiza la lógica argumentativa de este artículo, es decir, el de que las clases cultas porteñas «hablan mal» el español.

A continuación, Alonso busca establecer la hipótesis de que, a partir de la independencia política, la Argentina avanza en un proceso de ruptura cultural que deriva en una discontinuidad respecto de la tradición literaria, y que en esta circunstancia histórica radica el «mal uso» de los sectores cultos de Buenos Aires. Lo hace indirectamente: en primer lugar, pretende demostrar que «la riqueza y dominio de la lengua literaria depende, de un lado, del grado con que se vive solidariamente esa tradición [literaria], y, de otro, de los aportes sucesivos con que los estilos individuales la van continuando»; una dinámica entre «transmisión» y «continuidad» que estaría en la base de la expresión artística (1932a: 134). Según afirma, la Argentina ofrece un testimonio particularmente dramático del incumplimiento de este principio: hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX, en un contexto «de depresión de todos los prestigios culturales de España», las clases cultas, que usaban el español para «designar y comunicar [...] los objetos de la vida diaria», encontraban sin embargo que esta lengua no era apropiada para la expresión espiritual, y adoptaron el francés como lengua de cultura (1932a: 135)4. Se trató, para Alonso, de una decisión equivocada: «aquellas personas justificaban su actitud culpando a nuestra lengua de incapacidad artística. Mas la única razón valedera es que ellas se habían desconectado de la tradición. Y sin tradición literaria vivida, no hay lengua poética posible» (1932a: 137).

La reacción contra ciertos usos literarios de la lengua, por otra parte, es común a España y a América: la Generación española del 98, de hecho, «desató una reacción violenta» contra una tradición literaria anquilosada. En Argentina, no obstante, esta hostilidad, «equivocadamente», «trataba la cuestión como si fuera un problema nacional»; recogiendo los planteos de la Generación del 37, Alonso señala que estos escritores pretendían «oponer al español literario, ya muerto y estancado, un naciente argentino literario» (1932a: 139); su error consistió en no entender que «lo que hay que oponer es al castellano muerto y estancado que algunos escritores de todas partes prefieren, otro en perpetua acción creadora» (1932a: 140). La postulación de un «argentino literario» es, argumenta, un contrasentido por varias razones: en primer lugar, porque una lengua literaria independiente de una lengua común es imposible; en segundo lugar, por la propia potencia unificadora de la literatura, que opera tanto a nivel histórico (es decir, comunicando a individuos alejados en el tiempo) como espacial (es decir, comunicando a individuos pertenecientes a distintos países).

En este punto, «El problema argentino de la lengua» propone un nuevo inicio: se trata de «llegar a las fallas genéricas de nuestros escritores que escriben mal, directamente para perseguir el conocimiento teórico del problema, en qué consiste ese mal escribir y a qué obedece, e indirectamente para un posible fin práctico: la propuesta de solución del conflicto» (1932a: 145). El escritor argentino (el deíctico «nuestros» remite al ámbito nacional, lo que no debería resultar obvio) defectuoso es, retomando la denominación de Ortega y Gasset, el «escritor-masa», es decir, «no sólo el poeta mediocre y el oscuro cuentista y el periodista anónimo, sino también el médico que publica su monografía y el abogado sus panfletos y el político sus manifiestos». En Buenos Aires, este escritor inhábil «abunda alarmantemente más que en otros países de lengua castellana» (1932a: 145); sus deficiencias se explican en la circunstancia antes expuesta, es decir, el hecho de que en ellos la tradición de la lengua literaria «es débil, imprecisa, llena de lagunas y hasta de falsos tradicionalismos» (1932a: 146). El diagnóstico actúa, en rigor, como una programática: en línea con los planteos historicistas de Menéndez Pidal y Castro, y también con los que había expresado en trabajos previos (por ejemplo, en Alonso 1929), Alonso busca refundar la comunidad hispánica bajo el signo unificador de una única tradición literaria (que es, al mismo tiempo, una única tradición lingüística).

Así, la ruptura no es solo con la tradición literaria, sino con un orden lingüístico; el escritor argentino escribe mal «por escasa familiaridad con la literatura», e incluso en «la lengua oral de Buenos Aires [...] con tanta desidia se encomienda al tuntún el sentido de las palabras y de las frases» (1932a: 148). Aquí Alonso presenta una hipótesis sobre la relación entre variedades de lengua que reformula sus posiciones anteriores: si había explicado que la lengua literaria informa como por grados descendentes la lengua oral, aquí sostiene que entre ambas existe una interdependencia: «en una comunidad en que la cultura esté bien socializada la lengua escrita y la oral son interdependientes, se trasfunden mutuamente y viven una de la otra: luego son diferentes. Si se independizan, la escrita es lengua muerta y la oral un patois» (1932a: 148).

Aceptar la necesaria interdependencia de lengua oral y lengua escrita pone en riesgo la teoría de la unificación lingüística que Alonso, a la zaga de sus predecesores, había esbozado en trabajos previos; al asumir que «de la intromisión de lo oral en lo escrito nadie escapa» (1932a: 150), y si lo oral se caracteriza por el mayor grado de presencia del particularismo lingüístico, entonces la lengua literaria, al reflejar esas diferencias, pondría en riesgo la lengua general. La respuesta de Alonso obliga a un complejo mecanismo de reconocimiento de la variación diatópica, diastrática y diafásica:

El hablar de Larreta, de Lugones, de Fernández Moreno, de Borges, de Capdevilla, por una parte, y el de Alfonso Reyes, Santos Chocano o Unamuno, por otra, tiene divergencias menores que las que cualquiera puede comprobar entre el de los citados escritores argentinos y el de un obrero y hasta el de un empleado porteño (y no digamos sanjuanino). [...] Pero, además, cuando de la lengua conversacional de los escritores citados, pasamos a la escrita, encontramos que de las no muchas diferencias orales las menos son las trasfundidas a la literatura (1932a: 152).

El párrafo anterior demuestra el alto grado en que a comienzos de 1930 Alonso puede dar cuenta del fenómeno de la variación lingüística: reconoce diferencias originadas en razones geográficas, situacionales (lengua escrita/lengua oral) y de clase social (escritores/obreros/empleados). En el esquema propuesto, el mantenimiento de la unidad reposa una vez más en una concepción específica de la literatura, y así el principio regulador de la unidad es el hecho de que (1932a: 152) «para que un autor de cualquier país incluya en su escribir [...] una forma de su hablar, es preciso que ésta haya alcanzado un especial prestigio social, y que [...] no conlleve un matiz de familiaridad». La unidad de la lengua por la literatura se basa en un imperativo ético de los escritores, que regulan el acceso de lo no común a la lengua general: «la lengua literaria general es un intento constante de nivelación -no de extirpación- de las distintas variedades locales» (1932a: 153). Como es evidente, es una particular estética lo que soporta, en esta nueva consideración de las relaciones entre lengua escrita y lengua oral, el mantenimiento del principio unificador de la lengua escrita (literaria).

Este procedimiento está vedado a los escritores porteños: ellos no pueden, señala Alonso, descansar en la posesión de una lengua oral que tenga «un grado suficiente de calidad» que les permita proyectarla (bajo las regulaciones que hemos indicado) a la lengua literaria (1932a: 153); «en el obligado injerto de la lengua escrita en la oral, la hablada por la masa de los porteños no está en condiciones de colaborar con dignidad en la literaria» (1932a: 154).

El problema existe también al considerar el proceso en sentido contrario: el modo en que la lengua culta influye en la oral. Para que esto suceda, continúa Alonso, es necesario que cada sociedad cuente con un «grupo cultural de extensión variable», un «núcleo de cultos» que pueda actuar eficazmente en la dinámica social; ello es posible si existe «cierta porosidad receptiva» en los sectores populares, que permita la adopción de los «literarismos» usados por aquellos (1932a: 155). En Buenos Aires, no obstante, «la masa cierra sus poros con recelo [...] a toda posible infiltración idiomática culta» (1932a: 156).

Lo anterior supone una fuerte restricción a la concepción dinámica de las relaciones entre lengua oral y escrita; si en el tránsito de la primera hacia la segunda la lógica del sistema reposa en la voluntad de los escritores para regular el acceso de lo particular a la lengua general, en el sentido contrario, el mantenimiento del sistema funciona si existe un cuerpo social dócil dispuesto a aceptar la guía idiomática de los sectores cultos. El argumento, antes que a una concepción iluminista, responde nuevamente a la orientación teórica de Menéndez Pidal y Castro, para quienes la relación entre lengua culta y vulgar es un signo de la dinámica social. El razonamiento se mantiene en Alonso: si en Argentina la masa es refractaria al influjo de los sectores cultos, esto se debe a su particular condición sociohistórica: «Buenos Aires está formado en su mayoría por extranjeros y por hijos de extranjeros»; al adquirir en las calles «un castellano precario y defectuoso», estos contribuyeron a ampliar dramáticamente el conflicto: «El espíritu localista acogota al de universalidad. El sentido de la norma queda relajado, como por trance de fuerza mayor» (1932a: 157).

La introducción del concepto de norma en este punto resulta equívoca. En la secuencia argumentativa que venimos intentando reconstruir, el uso del concepto no es obvio: el criterio hasta aquí era estrictamente valorativo, y buscaba caracterizar negativamente a las variedades escrita y oral de la lengua porteña. La norma tiene, para Alonso, una naturaleza, en primer lugar, sociológica:

El sentido de la norma implica una actitud de solidaridad y de disciplina social. El individuo no tiene más remedio que ver la norma fuera de sí mismo, como un valor social que presiona con igual intención sobre él y sobre sus conciudadanos. [...] Esto es lo que hace al individuo admitir la existencia supraindividual de la norma y buscarla en aquellos grupos sociales más prestigiosos (1932a: 158).

Esta noción de norma se relaciona con los «poros recelosos» de los sectores populares: se trata de un uso conservador del término, que describe esa actitud impermeable al influjo de los sectores cultos; «no aceptar la norma» es no reconocer en las elites culturales «una mejor manera de expresarse», un ideal de lengua. Esta conducta es, como hemos apuntado, signo de un desequilibrio social: «el grado de atención a las normas, de imperio de un ideal, es en cada comunidad un índice del grado de su cultura»; la afirmación remite explícitamente a La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset (1932a: 159).

De esta concepción sociológica de la norma se deriva la estrictamente lingüística: «El sentido de la norma consiste en un agudizado sentimiento de adhesión -y de responsabilidad, por lo tanto- al designio de intercomunicación que se ve como básico en el lenguaje» (1932a: 158). Al desarrollar y especificar el concepto en el plano de la lengua, Alonso pone de manifiesto que entiende por «norma lingüística» algo equivalente a «rasgos frecuentes en una variedad de lengua»; así, cuando analiza las «normas» de pronunciación de Buenos Aires menciona el seseo, la aspiración de s al final de sílaba, en particular ante consonante oclusiva, y otros fenómenos que, destaca, Buenos Aires comparte con el resto de los países hispanohablantes; la «única norma de pronunciación que aquí encuentro discrepante de la norma panhispánica es la de la ll, y», un fenómeno limitado a Buenos Aires, La Plata y Rosario, y ausente «en la inmensa mayoría de la superficie argentina» (1932a: 163-164). Antes que una especificación de la norma (y, en este caso: ¿de qué norma? El registro de los rasgos del español del país no atiende, en este caso, a la distribución social), Alonso procede a catalogar las variantes del español rioplatense, y a discutir su eventual extensión en el ámbito hispánico.

En el plano de las «formas gramaticales», Alonso clasifica una serie de fenómenos de variación morfosintáctica y léxica: el voseo «de uso si no obligado, sí casi general en la Argentina», el uso de ustedes en lugar de vosotros, el futuro perifrástico, «el vulgarismo nadies», los «falsos plurales» como en hubieron bailes e hicieron calores, numerosos arcaísmos y neologismos, «y algunos indigenismos además de los que se han generalizado» (1932a: 164-165). Alonso reconoce que estos fenómenos configuran «un matiz propio» del español; algo distinto de un «idioma nacional» y similar a lo que sucede en cada ciudad hispanohablante (1932a: 165). El relevamiento de los fenómenos lingüísticos que integran «la norma» rioplatense parece descartar la interpretación, sostenida a lo largo del capítulo, de que la lengua porteña se diferencia de otros dialectos del español; así lo sostiene, de hecho, cuando afirma que cada ciudad tiene su estilo «sin que eso entrañe que la lengua general se rompa en cada ciudad» (1932a: 166). Lo singular en el caso argentino es el hecho de que «aquí la exacerbación localista ha interpretado alguna vez peculiaridades (que no siempre lo eran) idiomáticas, esforzándose en ver un cisma frente a la lengua general» (1932a: 167).

«Regionalismos», «peculiaridades», «rasgos idiomáticos»: la nomenclatura de Alonso es inestable para referir la integración de los fenómenos de variación en el esquema general propuesto. ¿A qué variedad de lengua pertenece el voseo? ¿A qué situación de habla, oral o escrita, pertenece el futuro perifrástico? ¿Dónde, es decir, en qué ámbitos geográficos, se registran los neologismos? Su noción de norma generaliza vagamente cualquier fenómeno de variación, y lo hace aproximadamente equivalente a «no general»: «Al concepto de lengua general llegamos por exclusión; es la hablada por las personas cultas de todas partes, una vez descontados todos los localismos» (1932a: 167). Pero: ¿cuáles son los «localismos»? Si participan, como Alonso afirma respecto del voseo, de todas las variedades situacionales de la lengua: ¿no forman parte, también, de la lengua culta? Y si este es el caso, ¿cómo se explica que no deban integrarse en la lengua general? Por otra parte: la magnitud de la censura parece desproporcionada respecto de los fenómenos que se registran: si gran parte de ellos se observan en el español de España y América, ¿en qué sentido son «particularismos»? Si la «norma» porteña incluye el yeísmo, ¿en qué sentido puede afirmarse que los hablantes de esta ciudad no respetan la norma?

La perspectiva que venimos presentando es, también, inconsistente con el esquema general del idealismo: si la lengua codifica, como incluso en este artículo se sostiene, opciones por las que los hablantes se inclinan en función de distintas circunstancias, ¿por qué no asumir que la preferencia por ustedes frente a vosotros puede ser explicada como una opción subjetiva? (O, todavía antes: ¿el uso del voseo por parte de los hablantes porteños excluye el conocimiento del sistema pronominal del ?)

La contradicción apuntada no impide a Alonso, luego de registrar estos fenómenos de la «norma» porteña, señalar que «las normas están desvalorizadas», y proponer, en línea con los planteos de Menéndez Pidal y Castro5, dos causas concurrentes para ello: «la una general, que es la inundación de plebeyismo que está ahogando el mundo; la otra particular, arraigada en la historia local: Buenos Aires, que hace un siglo era una ciudad chica de 41.000 habitantes, hoy tiene dos millones y medio» (1932a: 169). La inmigración es, como para Rojas y los nacionalistas del Centenario (Di Tullio 2003), la cifra del descalabro lingüístico, y en relación con este punto Alonso consigue, aunque a partir de un ideal lingüístico diferente del que habían pensado esos intelectuales, pagar la deuda con el programa fundacional del Instituto de Filología6.

Hacia el final de su trabajo, Alonso extrema el tono valorativo y crítico: «El rasgo más peculiar del castellano porteño es el aflojamiento de toda norma»; «la actitud típica del porteño ante el fenómeno social de la lengua: Desatención a la norma» (1932a: 171); «Lo propio de aquí es la profusión, y, sobre todo, la extensión y la impunidad sociales de esas faltas» (1932a: 175); y, asumiendo una inflexión que ha abandonado ya toda pretensión de análisis lingüístico: «Aquí todo el mundo tiene mano libre para hablar como le salga con tal de que se le entienda más o menos a dónde se dirige» (1932a: 176). La progresiva adopción de la diatriba es consecuencia de la pérdida de un esquema teórico de referencia: en la confusa argumentación de Alonso, lo que era un sistema conceptual en el caso de Castro (Toscano y García 2006) se vuelve, en la medida en que busca integrarlo en un soporte teórico que ya no es el del historicismo, sino el del idealismo y la estilística, un dispositivo evaluativo ad hoc en el que se puede sostener en una página que en Buenos Aires se habla como en todo el universo hispanohablante y en la siguiente lo contrario.

Como señalamos más arriba, la crítica ha tendido a señalar a partir de este texto la continuidad que Alonso establece con algunas de las tesis diseñadas previamente por Menéndez Pidal y Castro; algo que, como hemos visto, ocurre efectivamente, aunque no siempre de modo sistemático y consistente. En muchos casos, además, la tradición crítica ha procedido a evaluar las posiciones de Alonso sobre el español rioplatense a partir de este trabajo (ampliando eventualmente su corpus con la inclusión de El problema de la lengua en América, libro de 1935 que contiene una versión reformulada de este texto). Nuestro análisis propone una interpretación alternativa: que se trata de un artículo insostenible en la lógica argumentativa que construye, confuso y contradictorio en el esquema teórico que traza y cuestionable en las valoraciones que propone.

HAY OTRO ALONSO, TAMBIÉN A COMIENZOS DE LOS AÑOS 30

La excepcionalidad de este texto en el conjunto de la producción lingüística de Alonso se comprueba, también, en el contraste que establece con otras publicaciones de ese mismo 19327. Durante este año, bajo su dirección, el Instituto da inicio a su Colección de Estudios Estilísticos, junto con la Biblioteca de Dialectología Hispanoamericana, una de las colecciones más destacadas del centro argentino. En el «Propósito» que coloca al presentar la Introducción a la estilística romance (1932b), Alonso busca ampliar los desarrollos teóricos que venía introduciendo en el campo científico argentino desde fines de la década anterior. El abanico de referencias teóricas se aparta definitivamente del modelo acuñado por Menéndez Pidal: la introducción de Husserl, Bühler y Cassirer, además de la de Saussure, permite confirmar cómo esta perspectiva abreva cada vez más claramente en el ámbito de la filosofía del lenguaje, en desmedro del andamiaje teórico construido por la lingüística decimonónica.

En el campo de la investigación lingüística, Alonso subraya el lugar central que ocupan los trabajos de Bally y la disciplina de la estilística. En Alemania, destaca a Vossler, «con su concepción del lenguaje como creación espiritual, dentro de la teoría crociana de la espressione», a quien corresponde haber iniciado esta línea de investigación (1932b: 9).

En este nuevo marco, la variación lingüística se explica como la codificación de opciones subjetivas: «Ahora se ve cómo la concurrencia de formas gramaticales o léxicas que la gramática tradicional se esforzaba en reducir [...] a diferencias objetivas, ahora se ve cómo esa concurrencia responde a diferencias subjetivas» (1932b: 10). El sistema lingüístico, para Alonso, y según demuestra la estilística, contiene los recursos que les permiten a los hablantes «la valoración o desvaloración de lo representado», la manifestación de «nuestra actitud activa o frenadora frente a la situación» y, también, «modos diversos de apercepción del objeto mismo, provocados alternativamente por la diversa intervención de lo subjetivo en lo objetivo» (1932b: 10-11).

Esta mirada se confirma y amplía en otros trabajos de la misma época, como «Karl Vossler» (1932c), artículo que Alonso publica en La Nación o «El porvenir de nuestra lengua» (1933a), que continúa la serie de publicaciones que Alonso realiza en Sur y que tienen como tema el de las variedades americanas del español.

Nos detendremos en este trabajo en particular, ya que toma como punto de partida la pregunta de si es posible que el español en América sufra el mismo destino que el latín: «¿Llegará la lengua española, con el correr del tiempo, a fraccionarse en tantos idiomas como naciones hoy la hablan?». Alonso abre su respuesta recordando los pronósticos que unas veces con «morboso anhelo, por esos cuyo patriotismo se complace en lo diferencial, sea bueno o malo» y otras «con melancólico pesimismo» se han dado a esta pregunta; sobresale, entre estas últimas, la de Rufino José Cuervo («la figura más eminente de la filología hispánica hasta la aparición de Menéndez Pidal»), para quien «la ley inexorable de la naturaleza hará que con el tiempo nuestra lengua sea distinta en cada país, por mucho que nos esforcemos en impedirlo» (1933a: 141-142). Como había hecho Menéndez Pidal (Del Valle 1999), Alonso denuncia que el pronóstico de Cuervo es consecuencia de un abordaje teórico incorrecto, basado en «los triunfos ruidosos del evolucionismo darwiniano y del positivismo», que hacía concebir a las lenguas «como organismos vivos que nacían (y tenían madre), crecían y morían» (1933a: 142)8.

El rechazo del vaticinio se basa en la impugnación del modelo teórico: «Pero la lengua no es un organismo [...] ni tiene en sí condiciones de existencia ajenas a la intervención de los hablantes»; una lengua, agrega, «es lo que sus habitantes hicieron de ella, es lo que están haciendo, será lo que hagan de ella». Así, incluso la acción individual puede afectar el destino de la lengua, a condición de que tenga las condiciones espirituales para hacerlo y que tal capacidad le sea reconocida por sus cohablantes: «La intervención que un individuo de empuje personal tiene en los destinos de su lengua es proporcionada a su potencia de proselitismo idiomático». El destino de una lengua, en suma, está en las manos de sus hablantes (1933a: 143).

Si la orientación general de este artículo reproduce la de sus trabajos anteriores, la diferencia en el planteo de Alonso está en el énfasis con que se pretende sostener que la intervención social de los hablantes, decisiva, como se ha visto en relación con el destino de una lengua, está motivada en un «ideal» de «incivilidad o civilidad»; así, las lenguas romances surgen «en los tiempos oscuros de la Edad Media, cuando la cultura superior se hundió en la barbarie»; luego, cuando los pueblos «pusieron remedio a su barbarie», la lengua comenzó «a elevarse, a unificar diferencias dialectales, a dejarse animar por el ideal de normas comunes» (1933a: 146); desde entonces, «el ideal de lengua que a cada uno mueve estuvo influido más o menos cercanamente por un mismo tipo, el literario», y las diferencias idiomáticas van desapareciendo, hasta el punto de que «en toda Europa los dialectos desaparecen» bajo el influjo de la lengua general, y así «en el momento actual apenas es lícito hablar ya de dialectos, sino más bien de lengua general dialectizada» (1933a: 147).

Notablemente, Alonso, quien casi un año antes había expresado en las páginas de la misma revista su valoración de fuerte carga negativa para con la lengua hablada en la Argentina, a partir del registro de que la lengua literaria no conseguía impregnar a los sectores populares, en este artículo señala que ese movimiento unificador se produce también en América y en la Argentina:

En la América nuestra es evidente el mismo movimiento reconstructor y unificador. En Chile, la mayor parte de los localismos dialectales que Andrés Bello denunció hace ochenta años, han sido abandonados por las personas de cultura media. Y en todas las otras naciones americanas, en la Argentina también, se sigue con seguridad un progresivo acercamiento del habla oral de las ciudades al tipo literario de la lengua. Y esto, de toda evidencia, tiende a la unificación (1933a: 148).

Son, por otra parte, no solo las condiciones espirituales de los hablantes (que, en América y en la Argentina, tienden hacia un ideal de cultura), sino, también, las condiciones sociohistóricas las que aseguran la unidad lingüística:

La Argentina necesitaría un cataclismo: la destrucción de su Capital como ciudad que tiene su prosperidad y sus negocios pendientes de la marcha comercial e industrial del mundo, quedando reducida a un villorrio que viviera de sí mismo; el cierre de sus puertos colosales convertidos en desembarcaderos de pescadores; la desconexión de Buenos Aires con el resto del país, y el divorcio total de unas regiones con otras; o lo que es lo mismo, la destrucción interna de la nación (1933a: 149).

Y luego:

Pero mientras el puerto de Buenos Aires no sea sólo la mano que da y recibe, sino también la mano fraternal que la Argentina extiende amistosamente al Mundo, la tendencia lingüística del país será, como lo es hoy, no al aislamiento y escisión sino a la universalidad. Mientras el intercambio de libros y de la prensa periódica no se suprima, seguirá la lengua literaria siendo una constante invitación recíproca, entre la Argentina y las demás repúblicas hispánicas, a mantener en continuidad un mismo ideal de lengua (1933a: 150).

Hemos citado -extensamente- este texto para probar una afirmación decisiva de nuestra interpretación: en primer término, que «El problema argentino de la lengua» ocupa un lugar completamente excepcional en la producción de Alonso, esto es, que sus afirmaciones se encuentran negadas o relativizadas por una secuencia de textos anterior y posterior, tal como hemos visto en este trabajo de 1933. Nuestra propuesta muestra que una visión ampliada de la producción lingüística de Alonso evidencia la excepcionalidad de ese artículo, plantea la necesidad de reconstruir esas valoraciones atendiendo a un corpus textual más amplio y reubica el establecimiento de una posición que su trabajo de 1932 no representa ejemplarmente -antes lo contrario.

En relación con la tradición crítica, esperamos, en segundo lugar, haber demostrado que las apreciaciones que encuentran un cambio entre las posiciones expresadas por Alonso durante la década del treinta y las que plantea en la década del cuarenta (por ejemplo, Narvaja de Arnoux y Bein 1995-1996), pueden ser reinterpretadas: por un lado, porque la consideración del juicio de Alonso no se plasma de forma ejemplar en su trabajo de 1932, y de hecho convive con afirmaciones contrapuestas; por otro lado, porque ya en este texto de 1933 aparece anticipado aquello que estos críticos han demostrado que organiza su pensamiento de forma posterior a 1940 (es decir, la convicción de que las condiciones sociohistóricas, y en particular los medios de comunicación y el papel central que la Argentina ocupa en el contexto hispanoamericano, obligan a reconsiderar los conceptos de autoridad y norma lingüística). Finalmente, como veremos al abordar El problema de la lengua en América (1935), porque es el propio Alonso quien, al volver a publicar este trabajo pocos años más tarde, intervendrá fuertemente sobre él con el objetivo de atenuar sus valoraciones más fuertemente críticas.

«Intereses filológicos e intereses académicos en el estudio de la lengua» (1933b), publicado en el primer número del Boletín de la Academia Argentina de Letras, constituye una nueva contribución a la tarea de redefinición de la lingüística y la filología como disciplinas científicas que Alonso viene llevando a cabo desde su llegada a la Argentina. El marco que allí expone da muestras, como hemos destacado en otros trabajos, de una perspectiva semántica notablemente moderna que, al unirse a la consideración de que la lengua codifica sistemas de opciones, anticipa muchos de los desarrollos posteriores de la sociolingüística de la segunda mitad del siglo XX9. A diferencia de sus trabajos anteriores, en los que había distinguido, siguiendo en lo esencial la perspectiva de Bally (1905, 1909, 1910, 1913), entre una significación lógica y una expresiva, subjetiva o afectiva, aquí Alonso complejiza su esquema teórico y propone un modelo semántico-pragmático que distingue una significación lógica o referencial, una expresiva, una social, una estilística y también una dimensión performativa, que denomina «valor activo», que evalúa la forma lingüística desde el punto de vista de la eficacia de la interacción entre hablante y oyente. Se trata, sin duda, de un sistema inestable, en el que la identificación de valores semánticos aspira no tanto a construir una taxonomía como a mostrar que la significación es un fenómeno complejo, que debe ser abordado atendiendo a una importante cantidad de condiciones; de hecho, hemos visto y veremos luego que la estabilidad de estos tipos de significación es variable en gran medida.

Es importante señalar, también, que Alonso ejemplifica en distintos puntos de su trabajo las diferentes formas de significación apelando a ejemplos provenientes de sus propias investigaciones dialectológicas; como hemos indicado, el inicio del «descubrimiento» de la complejidad y riqueza de las variedades americanas y argentinas del español debe ser considerado como uno de los factores que le permiten la adopción y desarrollo de su propuesta estilística. Pero hay otro sentido en que este trabajo de Alonso fija una perspectiva moderna para la investigación lingüística, y es la distinción que establece entre los intereses del académico y del lingüista en lo que respecta a la «corrección».

Alonso cierra, en este artículo, un recorrido lógico a partir de su adopción de los modelos teóricos de la estilística y el idealismo: la postulación de que la lingüística no debe valorar los usos de los hablantes, sino entenderlos como la expresión de un significado individual y social, es la consecuencia necesaria de la concepción de la lengua como un sistema de opciones y de la significación como un proceso complejo. Si, por otro lado, hemos visto el concepto de norma que, un año antes, aparecía confusamente para caracterizar los rasgos frecuentes de cualquier variedad lingüística, aquí se perfila una especificación más cercana a la moderna.

«Ruptura y reanude de la tradición idiomática en América» (1933c) es un trabajo publicado también en el primer número del Boletín de la Academia Argentina de Letras. Aquí Alonso retoma el tono de denuncia que había adoptado en «El problema argentino de la lengua» y busca dar cuenta de las razones históricas que explican «la penuria idiomática del porteño medio» (1933c: 137). En primer lugar, menciona la «ruptura idiomática» que se produce durante los dos primeros siglos de la colonia respecto de la tradición española; es, esencialmente, la misma tesis que sostendrá Castro en su trabajo de 1941, La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico. Pero la valoración no es necesariamente negativa: para Alonso, «el español en América, urgido por las nuevas condiciones de su vida, ha roto con los modales sociales que regían en España, porque ha roto en parte con sus valores» (1933c: 142); «aquí se aflojaron los valores de disciplina social y se exaltaron los de heroísmo y esfuerzo individual». Esta «ruptura» idiomática afectó, esencialmente, «la tradición [española] del equilibrio entre tendencias vulgares y tendencias cultas» (1933c: 143); durante la colonización, «la lengua española se aplebeyó en América porque los españoles reunidos aquí se desurbanizaron» (1933c: 144).

Tres siglos más tarde, la tradición idiomática se reanuda, en un contexto de crecimiento demográfico explosivo; «las dificultades que estas condiciones históricas trajeron al reanude de la tradición de lengua escrita y de lengua oral culta, con su buscado equilibrio, las estamos capeando todavía hoy. Muchas ya se han vencido» (1933c: 145). El tono valorativo respecto del «problema argentino [actual] de la lengua» es, como se observa en la cita, mucho menos dramático que en su artículo del año anterior; y lo mismo sucede con la calificación histórica del proceso en curso desde el siglo XIX: desde el período posterior a la independencia, señala Alonso, «se ha ido cada vez imponiendo más la evidencia de la realidad supralocal de la lengua culta» (1933c: 146).

En este proceso de restitución de la tradición idiomática, los argentinos encontraron que no les servía la lengua que habían heredado de sus padres porque, desconectada de la tradición de la lengua culta, «no podían ver en ella una instancia para casos dudosos». Así, debieron buscar esa tradición en el «creciente trato con todos los escritores de nuestro idioma y [...] los tratados más admitidos de gramática». Esta actitud de inseguridad ante la lengua patrimonial, en cuanto a su validez como general y la consiguiente apelación ocasional a la lengua escrita explica a la vez «los vulgarismos y los escolarismos infiltrados en la lengua de las clases cultas de gran parte de América, y en especial en la de Buenos Aires» (1933c: 147). El diagnóstico de Alonso frente al español de Argentina ha perdido gran parte de su intención dramática; aquí, se limita a consignar la presencia de «vulgarismos» y «escolarismos» (por ejemplo, la distinción entre b y v en la pronunciación).

Todavía más: Alonso señala que «la tradición de la lengua culta así reanudada en Buenos Aires ha llegado a un grado excelente de calidad en las personas que han recibido, continuado y mejorado esa tradición» (1933c: 148). Lejos del diagnóstico (insistimos: producido un año anterior) que situaba en el descalabro lingüístico de los sectores cultos porteños el corazón del problema de la lengua en la Argentina, aquí Alonso advierte únicamente el riesgo que, con la multiplicación demográfica, introduce el fuerte proceso inmigratorio, en tanto reduce a una condición (más) minoritaria a los sectores cultos. El cariz de esta descripción del estado de cosas, nuevamente, es altamente optimista:

Desde que mi vida se ha hecho argentina, hace seis años, son muchos los síntomas que veo aquí de auténtico auge cultural, y entre ellos cuento los crecientes esfuerzos por la dignificación de la lengua escrita. De ahí mismo esperamos también una pronta dignificación mayor de la lengua oral. La escuela, el libro, y en parte la prensa, van poco a poco haciendo su obra (1933c: 149).

Si bien Alonso mantiene una valoración crítica de la lengua oral, las modalizaciones que introduce en este juicio («esperamos también una pronta dignificación mayor de la lengua oral») revelan su mesura frente al mismo objeto que había juzgado con dureza poco tiempo antes. Al mismo tiempo, el registro de la capacidad unificadora no solo de las instituciones educativas, sino, ya en 1933, de las tecnologías de la palabra impresa, pone el problema en una dimensión que ya no es la de la denuncia, sino la de la confianza en la continuidad del proceso de cambio. De hecho, ningún otro texto, en adelante, volverá a proponer aquella valoración.

SOBRE LA VARIEDAD ARGENTINA DE LA LENGUA, OTRA VEZ

En 1934, Alonso publica en la revista Cursos y Conferencias dos artículos, «El problema argentino de la lengua» (1934a) y «Ruptura y reanudación de la tradición idiomática en América» (1934b), que reproducen parcialmente sus trabajos anteriores (1932a y 1933c). Es necesario observar que, si el segundo transcribe casi en su totalidad la versión original, «El problema argentino de la lengua» ofrece una versión modificada de su antecedente homónimo. La Buenos Aires que en 1932a hablaba mal la lengua del país es ahora, «para bien como para mal», la «capital idiomática del Río de la Plata» (1934a: 401). El artículo comienza reconociendo el poder expansivo que los usos lingüísticos porteños tienen sobre el resto del país e incluso sobre Montevideo y a continuación reproduce «El porvenir de nuestra lengua» (1933a), un texto que, como hemos demostrado, sostiene una valoración en gran medida opuesta a la de «El problema argentino de la lengua» (1932a). En otros términos: al publicar, casi tres años más tarde, un artículo con idéntico título que el de 1932, Alonso opta sin embargo por una reescritura que lo aleja de su inicial tono valorativo y crítico y que le permite declarar su confianza en la unidad lingüística del español en América a partir del registro de la fuerza expansiva de Buenos Aires como centro de irradiación lingüística.

Un año después, en 1935, Alonso publica El problema de la lengua en América; allí presenta en forma de libro una recopilación de los trabajos que había publicado desde 1929 sobre el español en América. Ninguno de los capítulos presentados es inédito; el primer capítulo, «El problema argentino de la lengua», integra los trabajos «El problema argentino de la lengua» (1932a) y «El porvenir de nuestra lengua» (1933a). Los otros trabajos que conforman el libro también reproducen e integran publicaciones anteriores. Nos interesa aquí detenernos en las variantes que Alonso introduce en 1935 respecto de los dos textos que integra en el capítulo «El problema argentino de la lengua» (véanse también Toscano y García 2006b y Cavallero 2019).

Como hemos señalado, este capítulo fusiona dos artículos en los que se opera una valoración disímil del español porteño y, en particular, se establece un diferente pronóstico frente a la continuidad del «problema»: si en 1932a el tono es crítico y de condena, en 1933a se destaca que hay un proceso de recomposición lingüística en curso que, unido al papel privilegiado de Buenos Aires como referente cultural hispanoamericano, tiende rotundamente a la unificación lingüística detrás de una norma hispanoamericana común. Al fundir los dos artículos como uno solo en 1935, Alonso debe salvar la evidente inconsistencia entre ambas evaluaciones; las estrategias por las que se inclina son eliminar largos pasajes de su texto original de 1932a y reformular algunas de estas afirmaciones originales para adecuarlas al tono del artículo de 1933a. Estas maniobras apuntan, por ejemplo, a modificar su valoración de la variedad dialectal, a reconocer explícitamente la variedad culta porteña y a incorporar sistemáticamente datos dialectológicos del español americano y argentino que matizan las posiciones críticas; finalmente: en 1935, Alonso incorpora como referentes directos de sus críticas y prevenciones a dos instituciones que no aparecen en sus trabajos originales, que son la escuela y el periodismo. La posición es coherente con el desplazamiento que hemos reconocido previamente: la crítica, que en 1932a tenía a su destinatario en el «escritor-masa», tres años más tarde se concentra en dos poderosas instituciones que regulan el uso de la lengua.

Ahora bien: ¿por qué se publica, en 1935, este libro, en el que la superposición de perspectivas y valoraciones de difícil conciliación que venimos refiriendo se hace manifiesta? En primer lugar, es importante reponer la circunstancia de que Alonso edita este libro por fuera del sistema de publicaciones del Instituto de Filología y de las revistas científicas y culturales del período; este carácter no académico debe sumarse a la contingencia de que el libro aparece publicado en Madrid, no en Buenos Aires, y de hecho el sistema de referencias deícticas ubica a Alonso en un campo que ya no es el de la Argentina.10 La inscripción discursiva de la voz de Alonso como la de un español que se dirige a otros españoles parece habilitar más claramente el establecimiento de un discurso crítico. En este sentido, la actuación de Alonso como agregado cultural del gobierno español y el sistema de alianzas construido desde comienzos de la década del 20 entre el Instituto de Filología y la Institución Cultural Española (Toscano y García 2009, Lida 2019) pueden explicar el compromiso de Alonso con estas posiciones más conservadoras.

En segundo lugar, las tensiones entre el programa filológico menendezpidaliano (lo que incluye, también, los compromisos institucionales y laborales que Alonso mantiene con Menéndez Pidal; véase Pedrazuela Fuentes 2002) y la incorporación de una nueva perspectiva teórica, la del idealismo y la estilística, que en conjunto con la investigación dialectológica deriva en una nueva representación de las variedades americanas del español, se manifiesta ejemplarmente en este texto. Hemos demostrado en otro trabajo (Degiovanni y Toscano y García 2010), al analizar la correspondencia que Castro mantiene con Menéndez Pidal y Navarro Tomás, que existe dentro del grupo de filólogos españoles un desacuerdo respecto al tipo de modelo lingüístico normativo que debe defenderse. En particular, contra lo que sostienen sus colegas en España, para Castro la norma culta porteña integra fenómenos extendidos entre los hablantes cultos y son valorados positivamente como marcas de identidad nacional. De hecho, en sus cartas Castro se muestra indulgente respecto de ciertos fenómenos de variación que condena duramente en sus comunicaciones públicas.

El mismo tipo de desequilibrio entre las posiciones que Castro expresa públicamente y aquellas que sostiene en privado en su correspondencia parece intervenir en el caso de Alonso todavía en 1935. Lo que revela el análisis de la correspondencia que intercambian en 1923 Castro, Menéndez Pidal y Navarro Tomás es que para el responsable del Centro de Estudios Históricos la misión de los filólogos en Buenos Aires es, en primer lugar, una tarea de restitución, donde fuera necesario, de la norma culta castellana (y, consecuentemente, de censura de los fenómenos de variación, incluso de los propios de la lengua culta porteña). Si Castro distribuye esas dos posiciones entre el ámbito público y el ámbito privado, en el caso de Alonso la diferencia se verifica en este conjunto de publicaciones que hemos venido sometiendo a consideración.

Hacia 1935, es posible reconocer ya lo sustancial del proceso que, según postulamos, Alonso llevará a cabo desde 1927 y todo a lo largo de su estancia en Buenos Aires. En otro texto (Toscano y García, remitido) hemos analizado cómo, durante este período inicial de casi diez años, es posible registrar un desplazamiento que, a partir de un posicionamiento inicial próximo a la perspectiva teórica y a la agenda científica inauguradas por el Centro de Estudios Históricos, conduce a un progresivo alejamiento y a la adopción de un conjunto de nuevos saberes y marcos de referencia disciplinarios para la investigación lingüística; en particular, de la dialectología hispanoamericana, el idealismo y la estilística. Hemos constatado que este movimiento es gradual y nunca uniforme, y que por esa razón conviven en el interior del corpus que analizamos, en distintos momentos, ambas miradas; también, que el progresivo conocimiento que Alonso consigue, durante su gestión al frente del Instituto, de las variedades regionales del español tiene una importancia decisiva en los desplazamientos que observamos en su pensamiento lingüístico. En relación, finalmente, con el «problema de la lengua» en la Argentina, encontramos que las posiciones críticas expresadas en 1932a son excepcionales y contrastan con el paulatino establecimiento -elaborado a lo largo de esta década- de una posición que aspira a examinar los fenómenos de variación (y, en particular, los de variación geográfica o dialectal) a partir de una perspectiva no valorativa, que en el marco teórico de la estilística concibe al sistema lingüístico como uno que codifica unidades gramaticales y léxicas a través de las que los hablantes pueden expresar su subjetividad. En adelante, y a lo largo de toda su producción, estas posiciones se mantienen y amplían, y son la base de una voz que ha sido múltiplemente reconocida como entre las más originales de la lingüística hispanoamericana de todos los tiempos.

CONCLUSIONES

A pesar del frecuente interés que ha merecido, «El problema argentino de la lengua» constituye, en su formulación de 1932, un texto completamente excepcional en la producción de Alonso. Heterodoxo respecto de la tradición menendezpidaliana, con la que únicamente comparte la valoración negativa de los fenómenos de variación dialectal; inconsistente respecto de los nuevos criterios y referentes teóricos que venía introduciendo desde cinco años antes; y, todavía más, incoherente desde el punto de vista de su propia lógica argumentativa interna, este artículo en Sur solo puede ser interpretado en su unicidad cuando se lo coloca en una serie textual más amplia y comprehensiva. En efecto, esto se torna evidente al recorrer los trabajos que Alonso escribe entre ese año de 1932 y el de 1935, cuando «El problema argentino de la lengua» llega a formar parte, con modificaciones no triviales, del libro El problema de la lengua en América. Al respecto, comprobamos también la validez de un principio metodológico de la historiografía lingüística que adoptamos: la necesidad de que los enfoques historiográficos trabajen sobre series temporalmente extensas y que atiendan tanto a las fuentes que Swiggers (1990) llama «marginales» como a las producciones no reunidas en libro. En el caso de Alonso, cuya obra lingüística hasta 1946 no incluye la publicación de ningún libro concebido orgánicamente (es decir, los que publica son en rigor compilaciones de artículos previamente aparecidos en publicaciones especializadas), el principio se hace particularmente relevante.

Además de poner «El problema argentino de la lengua» en relación con los textos que lo preceden y lo siguen en la producción de Alonso, hemos revisado las operaciones de reescritura a las que el propio autor sometió a su texto en las sucesivas ediciones. Como hemos señalado, al volver a publicarlo apenas tres años más tarde, Alonso introducirá en él profundas modificaciones. Los cambios que opera sobre el texto nos permiten inferir los movimientos, no siempre lineales, de un sistema teórico que se encuentra en transición. Este sistema, en su madurez, será expresión original de una mirada moderna respecto del cambio lingüístico y reflejará, además, un proceso de modernización disciplinar. El contacto directo y continuado que Alonso tiene con las variedades americanas y argentinas del español (fruto de una experiencia individual que lo distingue de los anteriores directores españoles del Instituto) le ofrece un corpus privilegiado para la validación de una nueva perspectiva forjada en el molde de la estilística. El giro teórico, que en los años considerados se encuentra en curso, habilita, al mismo tiempo, una nueva y distinta valoración de «la lengua nacional». Al introducir un esquema que ya no concibe el cambio lingüístico como evidencia de un proceso de modificación del cuerpo social (esto es, la perspectiva histórica o sociohistórica de Menéndez Pidal y Castro), sino como una propiedad de las lenguas, que codifican opciones subjetivas por las que los hablantes se inclinan y a través de las que les es posible expresar distintos significados no referenciales, Alonso puede también dar cuenta de los fenómenos de variación propios del español de la Argentina en una clave que ya no necesita denunciar su potencial rupturista, sino delimitar las significaciones recogidas en el sistema lingüístico. La historia de la reescritura de «El problema argentino de la lengua» es la historia de esta maduración teórica.

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1Trabajos que avanzan en una tradición inaugurada por Costa Álvarez en 1922 y que, aunque esporádicamente, reaparece a lo largo del siglo en trabajos decisivos como el de Rosenblat [1960] 1961.

2De extensión (solamente se publicaría un libro) e influencia mucho menos decisiva que la Biblioteca, el Instituto da inicio en 1931 a la Colección de estudios indigenistas, serie que buscaba dar respuesta al programa diseñado en 1922 por Rojas para el Instituto y cuyo incumplimiento, según hemos mostrado en otro artículo (Toscano y García 2013b), era todavía, a comienzos de la década del treinta, causa de frecuentes reclamos por parte de las autoridades universitarias. Sobre la atención que, en una escala más amplia, presta el Instituto al estudio de las lenguas indígenas, véase el fundamental trabajo de Domínguez (2020).

3En un texto quince años anterior al de Alonso, Menéndez Pidal había establecido, frente a la pregunta sobre la posible «romanización» del español en América, que ello no sucedería debido a la potencia unificadora de la lengua culta: aquí, decía, «triunfa la lengua culta sobre las variedades regionales» (1918: 8). El criterio es recurrente en la producción menendezpidaliana, como ha demostrado por ejemplo Del Valle (1999), y se ratifica y expande en la de Castro, quien, en 1924, por ejemplo, había establecido que la «realidad histórica» permitía comprobar que «los cambios profundos que sufren los idiomas cuando pierden la fisonomía que tuvieron en un momento de civilización, y adquieren otra, se han desarrollado en épocas siniestras para la espiritualidad humana; el modo de hablar y de pensar de masas ignaras se difunde sin trabas a través del cuerpo social, sin que haya una minoría selecta que con su actividad literaria, científica y de todo orden, detenga el crecimiento de lo espontáneo, y le sustituya productos sociales más meditados y valiosos» (1924: 20). Como se evidencia aquí, el cambio lingüístico es un indicador de un proceso de transformación (normalmente percibida de forma negativa) social; volveremos luego sobre este punto.

4Alonso remite, notablemente, a «la confidencia de Victoria Ocampo en SUR, N° 3» (1932a: 135); la referencia no debe ser soslayada al considerar cuáles son los interlocutores a quienes se dirige este artículo.

5En ese mismo texto de 1918, Menéndez Pidal establece explícitamente una de las premisas que Castro ampliará en diversos textos, pero centralmente en La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico (1941): que la especificidad lingüística americana es un signo de su singular historia, caracterizada fundamentalmente por la presencia dominante del elemento incivilizado. El ejemplo ofrecido para probar lo anterior es significativo: indica Menéndez Pidal que, en la Argentina, el Martín Fierro no es solo la personificación literaria del gaucho, sino la de una figura política, Facundo Quiroga.

6Al inaugurar en 1923 el Instituto de Filología, Ricardo Rojas le había asignado la decisiva tarea de intervenir frente a «los alarmantes problemas del cosmopolitismo rioplatense en relación con el castellano» (Rojas 1924: 8).

7Y que analizamos particularmente y en extenso en Toscano y García (remitido).

8Puede encontrarse un abordaje contemporáneo de las ideas de Cuervo sobre la eventual fragmentación del español en América en los trabajos de Del Valle (2004), y Ennis y Pfänder (2009).

9Véase Lavandera (1992) y Joseph, Love y Taylor (2001) para una revisión general de estas perspectivas.

10Por ejemplo: «El conflicto de la expresión literaria está entre nosotros especialmente agudizado» (1932a: 137) se reescribe como «El conflicto de la expresión literaria está en la Argentina especialmente agudizado» (1935a: 30); «Aquí también» (1932a: 162) se convierte en «También en Buenos Aires» (1935a: 78); pero también «Aquellas novedades se convencionalizaron rápidamente en Sudamérica, sobre todo aquí» (1932a: 143) en «Aquellas novedades se convencionalizaron rápidamente en Sudamérica, sobre todo en Chile y en la Argentina y en el Uruguay» (1935a: 46).

Recibido: 06 de Agosto de 2021; Aprobado: 28 de Diciembre de 2021

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