“[E]s una perentoria necesidad de que la investigación diacrónica otorgue a los textos la importancia, primordial sin duda, que les corresponde en la dilucidación de los problemas evolutivos, [de manera que] constituye una actitud científicamente suicida acometer la reconstrucción histórica [de una lengua] prescindiendo de las fuentes documentales cuando éstas existen”. Juan Antonio Frago (1992: 33)
Exordio
La disciplina lingüística contemporánea tiene su base, en tanto ciencia, en la consolidación del método histórico-comparativo (MC) y del de la reconstrucción interna (RI) como doxas establecidas gracias al brillante esfuerzo desplegado por los neogramáticos del siglo XIX. Uno de los grandes aportes de dicha generación de indoeuropeístas fue sin duda el descubrimiento de los llamados cambios fonéticos que, ante el entusiasmo desbordante de sus practicantes, llegó a equiparárselos con las leyes físicas. Concretamente, lo que contribuyó a consagrar el símil sugerido fue la regularidad de tales cambios y, en consecuencia, el carácter predictivo de lo que modernamente podemos llamar las reglas que los subyacen. Es conocido, en tal sentido, el famoso dictum atribuido a Karl Verner, según el cual todo cambio fonético (regular) no tenía excepciones, y, si las tuviera, había que buscar “leyes” que las explicaran (véase Verner [1875] 1967: 138). En las lenguas de gran tradición escrita, como las indoeuropeas y las románicas, el carácter predictivo del cambio fonético recibió su consagración definitiva cuando aquello que se había predicho sobre la base de la pura inferencia basada en su regularidad se vio corroborado después con el hallazgo independiente de formas consignadas por escrito. Uno de tales hallazgos espectaculares fue la validación, a través del hitita, cuya filiación como lengua indoeuropea data de 1915, de la existencia de las laringales en el indoeuropeo postuladas por el genio de Ferdinand de Saussure en 1879 (ver Saussure [1879] 1967). Corroboraciones semejantes, no menos impactantes, han sido señaladas por los estudiosos de las lenguas románicas a través de la detección en el registro escrito de los dialectos románicos de formas reconstruidas en función del carácter predictivo de las reglas evolutivas establecidas para la familia lingüística (ver Hall 1963: 61).
Pues bien, tal como se anunció, en el presente estudio quisiéramos ilustrar precisamente dicho potencial predictivo de las reglas evolutivas, en este caso del quechua y del aimara, valiéndonos del recurso a la documentación escrita que, en el mundo andino, remonta a la primera mitad del siglo XVI. De esta manera se podrá comprobar que los métodos de la lingüística histórica, el comparativo y el de la reconstrucción interna, ya consolidados como quehacer científico en el Viejo Mundo, encuentran, en el campo de la andinística, terreno fructífero que los refuerza y robustece, siempre y cuando la investigación diacrónica no vaya desligada de la filología y de su registro documental.
Lingüística histórica en el área andina
Inaugurando la segunda mitad del siglo XX, Rivet y Créqui-Montfort (1951-1956) declaraban, en la introducción a su monumental bibliografía sobre el aimara y el quechua, que el ingente material documental que aportaban sobre estas lenguas demostraba que había llegado la hora de iniciar “el establecimiento de una gramática comparada de cada una de ellas” (XIX), entendida esta última expresión como la aplicación del método histórico-comparativo. Sin embargo, en vista del valor desigual de los registros, que los mismos autores se apuran en reconocer, y teniendo en cuenta el sesgo de la mayoría de los materiales girando en torno a las variedades modélicas del quechua y del aimara (sureñas en ambos casos), agregaríamos nosotros, había que esperar una década más para que lo expresado por los ilustres americanistas comenzara a cobrar realidad. En efecto, como lo hemos reseñado en más de una oportunidad (véanse Cerrón-Palomino 1984, 2003: cap. III), los trabajos de comparación y reconstrucción del quechua solo se inician con los trabajos de Gary J. Parker ([1963] 2013) y Alfredo Torero (1964), embrionario aún el primero, y con mayor base empírica el segundo. En cuanto al aimara, debía esperarse otra década más para que se dieran los primeros pasos de reconstrucción parcial de la protolengua (véase Hardman 1975); más aún, debía columbrarse el nuevo siglo para intentar su reconstrucción integral (véanse Cerrón-Palomino 1998, 2000; Torero 1996, 2002: § 3.4.2, 109-117). En ambos casos debe señalarse que no ha sido precisamente el impresionante material documental de los americanistas galos el que sirvió de base para alcanzar tales estudios de naturaleza diacrónica, sino más bien el trabajo de campo efectuado con las variedades lingüísticas menos canónicas, por no decir relegadas, de ambas familias idiomáticas. En efecto, fue la atención prestada a los dialectos minusvalorados del quechua y del aimara, concretamente a sus variedades centrales, la que deslumbró y reveló a los quechuistas y aimaristas mencionados la potencialidad informativa que encerraban, garantizando evidencia empírica de primer orden para emprender los trabajos de comparación y reconstrucción de las familias idiomáticas concernidas y de la subsecuente clasificación de sus miembros constitutivos. Dentro de este contexto de reivindicación de los estudios dialectales como fuente de información imprescindible para la reconstrucción comparada de las protolenguas, la consulta documental devino vicarial, y en todo caso ineludible, solo tratándose de variedades extintas o de recurso comprobatorio allí donde la información sincrónica sugería fusiones y nivelaciones de fenómenos otrora más complejos. En tal sentido, la vuelta de la mirada inicial y de manera sistemática a la documentación escrita disponible, en busca de confirmación o de resolución de problemas que la sola aplicación del método histórico-comparativo y el rastreo dialectológico no revelaban, tendría que esperar hasta la década del 80, en que comienzan a tomar cuerpo los estudios de filología aplicados al área andina (ver Torero 1995, Cerrón-Palomino 2016).
Cambios fonéticos y predicción
Uno de los resultados más inmediatos de las averiguaciones dialectológicas y del trabajo histórico-comparativo fueron sin duda alguna los intentos de agrupación y clasificación de los miembros de las familias idiomáticas estudiadas. Para ello, acorde con los postulados del método comparativo y reconstructivo de la lingüística diacrónica, se echó mano de la noción de isoglosa, entendida esta como “la línea ideal que separa dos áreas dialectales que presentan, para un rasgo dado, formas o sistemas diferentes” (véase Dubois, Giacomo, Guespin, Marcellesi, Marcellesi, Meve 1992). Señalemos que esta línea isoglótica debe basarse, fundamentalmente, en las innovaciones compartidas entre los dialectos comparados y no en las retenciones compartidas, requisito siempre elusivo a la hora de seleccionar y elegir isoglosas en medio de un mosaico dialectal como el que presenta el quechua, en grado mayor que el aimara, debido a la suplantación de las variedades intermedias de esta lengua que sucumbieron ante aquel, rompiendo eslabonamientos que conectaban a sus variedades supérstites actuales del centro y del sur andino. No es nuestro propósito discutir aquí el problema presentado por la realidad lingüística quechua en términos de su clasificación dialectal. Baste decir aquí que el asunto, puesto sobre el tapete desde comienzos de la década del 90 del siglo pasado (véanse Landerman 1991, Mannheim 1991), ha sido cuestionado algo precipitadamente, como puede verse en los trabajos de Heggarty (2011), y Pearce y Heggarty (2011)1, según lo ha puesto de manifiesto y rebatido muy acertadamente Adelaar (2013; ver también 2012, 2014). Nos interesa, en cambio, como lo anuncia el título de esta sección, demostrar cómo, una vez seleccionadas y establecidas las isoglosas, la mayoría de las reglas que las subyacen son absolutamente regulares y aplican sistemáticamente al léxico, plenamente corroboradas por la comparación del material dialectal, de manera que tienen la capacidad de predecir la forma que adquirirían los elementos comparados, incluso allí donde, por razones externas, de naturaleza histórico-cultural, parecieran contradecirlas. Ya se dijo en la sección anterior cómo esta capacidad predictiva del cambio fonético ha sido puesta en prueba y consagrada, una y otra vez, no solo por la comparatística indoeuropea y románica, para mencionar las más conocidas, sino también cuando los métodos tradicionales de la disciplina fueron aplicados a las lenguas indígenas de América con poca o nula documentación escrita, como por ejemplo en la estupenda nota de Bloomfield (1928) sobre el algonquino protocentral (véase Hall 1963: 58-59).
Pues bien, la capacidad predictiva del cambio fonético encuentra su corroboración en el registro oral de la lengua, en especial en situaciones de pluridialectalismo diatópico, pero también, cuando se cuenta con fuentes escritas, en su registro documental debidamente examinado, paleografiado, y rectamente interpretado, tratándose sobre todo de información archivística manuscrita. En las secciones siguientes ilustraremos, con ejemplos del quechua y del aimara, ambos tipos de constatación y corroboración, aunque con mayor énfasis puesto en la importancia del registro escrito como terreno fértil para someter a prueba la potencialidad de las reglas que subyacen a los cambios fonéticos presentados.
Evidencia dialectal corroborativa
Una de las isoglosas de carácter fonológico que separa los dialectos del Quechua Central (B de Parker y I de Torero) del resto de las variedades que integran el Quechua Norteño-Sureño (A de Parker y II de Torero) es el cambio compartido del fonema sibilante dorso-alveolar */s/ del protoquechua en la aspirada glotal /h/ en posición inicial absoluta de palabra, cuya manifestación más radical es su evaporación total, ocurrida en los territorios de los actuales departamentos de Áncash (concretamente en Corongo, Sihuas, Huailas y Yungay), Huánuco, Pasco, Lima y Junín (véase Torero 1964: § 3.1.10, 456). La única zona en la que dicho protofonema se conserva intacto es en las provincias de Jauja y Concepción, además de los distritos norteños de Huancayo (ver Cerrón-Palomino 1989: § 2.11, 28). Se trata, sin duda, de un área de retención compartida y no de un fenómeno que pueda explicarse invocando contextos fónicos ad hoc, como lo sugería Torero (véase art. cit., 456), ni postulando restauración como efecto de la acción de superestrato del quechua llevado por los incas (ver Parker [1971] 2013: § 2.2, 211-215).
Pues bien, en la descripción del fenómeno en cuestión por parte de Torero, observaba el autor que la regla mostraba excepciones en su actuación en todo el territorio del quechua central (QC), aparte de la situación conservadora de Jauja y zonas aledañas, y proporcionaba tres ejemplos en los que el cambio no había operado: /supay/ ‘diablo; ángel malo’, /sumaq/ ‘hermoso’ y /suwa/ ‘ladrón’ (véase Torero, art. cit., 456). Por su parte, Parker encuentra más contraejemplos a la regla, pues a la lista de Torero agrega cuatro más: /siki/ ‘trasero’, /sinqa/ ‘nariz’, /supi/ ‘pedo’ y /sipi/ ~ /sapi/ ‘raíz’ (ver Parker [1969a] 2013: §1.1.4). En total, la cosecha dialectal de ambos autores nos proporcionaba siete raíces con aparente inhibición del cambio de aspiración de */s/ en inicial absoluta de palabra, sin que pudiera extraerse de dicho fragmento de corpus una explicación de la excepción a la regla. ¿Sería este entonces un caso de invalidación de la naturaleza regular del cambio fónico predicho por la oleada y sacramentada doctrina neogramática? Nada de eso, conforme lo veremos en seguida.
En efecto, tal como refiere el lingüista norteamericano, “[…] con los primeros esfuerzos destinados a registrar el léxico QB en gran escala, tales lexemas han empezado a aparecer con /h/, y usualmente en una situación de doblete” (Parker [1971] 2013: § 2. 2, 213).
De este modo, según los hallazgos de Parker, /supay/ contrasta con /hupay/ ‘espíritu, alma’; /sipi/ lo hace con /hipi-/ ‘desbrozar’; a su turno, /sinqa/ se opone a /hinqa-š/ ‘canilla’ (es decir, “nariz del pie”, con el adjetivador -š de las variedades locales consultadas); y /siki/ se contrapone a /hik-pa/ ‘posición trasera’ (con elisión de la vocal radical y adición del sufijo genitivo en función adverbial). Vemos entonces cómo, con un trabajo paciente de acopio léxico en el campo, es posible encontrar dobletes genuinos que testimonian la aplicación regular del cambio fónico postulado. Quedarían tres raíces por demostrar poseer dobletes: /supi/, /suma-q/ (analizado de este modo, sin ir al aimara, ante la evidencia huanca /suma-chi-/ ‘engalanar’) y /suwa/. No debemos perder la esperanza de que se encuentren tales dobletes no solo en el trabajo de campo responsable, sino también, y aquí viene nuestro segundo elemento corroborativo, en la consulta documental y archivística que los lingüistas, por no mencionar a historiadores y arqueólogos, todavía se muestran reacios a incursionar. En este punto, a diferencia de lo señalado respecto del Valle del Mantaro, no nos parece forzado admitir que las formas que conservan la /s/ inicial sean restituciones motivadas por la influencia ejercida sobre las variedades concernidas por el quechua sureño llevado a dichos territorios por los incas y afianzadas por el proceso de evangelización2, cuyos ministros, salvo intentos aislados por hacer prevalecer el habla local, sin mayor éxito, echaron mano del dialecto mencionado por encima de la realidad dialectal diferenciada.
3.2. Evidencia documental corroborativa
En las secciones siguientes ofrecemos dos estudios de caso que buscan demostrar cómo el registro documental resulta decisivo para confirmar las etimologías de elementos onomásticos propuestas sobre la base de inferencias hechas a partir de la escasa disposición de materiales, orales o escritos, que tenemos respecto de aquellos. Nos referimos a las etimologías postuladas de *inqa, voz del léxico nobiliario procedente del puquina, de uso corriente en la historia andina como <inca>; y de *yawyu, radical aimara del cual deriva la etnotoponimia <Yauyos>, conocida provincia limeña serrana por ser la cuna del único manuscrito cosmogónico quechua de Huarochirí.
3.2.1. Etimología de <inca>
En un trabajo anterior (ver Cerrón-Palomino 2021b), en el que cuestionamos la propuesta de Itier (2019) al respecto, ofrecimos la etimología de esta voz puquina, postulando *inqa [eŋqa] como su étimo, apoyándonos en tres tipos de evidencia: tradición oral, información documental y registro etnográfico. No volveremos aquí a desarrollar nuestros argumentos y solo nos concretaremos a recapitular las piezas de evidencias que acumulamos en favor de la propuesta. Y así, en cuanto al primer tipo de evidencia, recordábamos que fue Uhle quien, en sus trabajos de campo en Sicuani, afirma haber escuchado todavía pronunciar <Enqa> a los lugareños (véase Uhle [1910] 1969: 68, nota 114). Por lo que respecta a las evidencias documentales, si bien indirectas y relativamente tardías, estas provienen de dos fuentes: de la Nueva Coronica de Guamán Poma ([1615] 1936) y del Libro 2° de las Memorias antiguas de Montesinos ([1644]; ver Szemiñski 2009). La primera nos la proporciona el cronista lucaneño cuando desliza en sus escritos la forma <enga>, contra su práctica preferida de escribir <ynga> o <ynca>, en una de las “ordenansas” atribuidas a Tupa Inca Yupanqui, que dice así:
yten mandamos en este nuestro rreyno que nenguna persona blasfemie al sol mi padre y a la luna mi madre y a las estrellas y al luzero chasca cuyllor uaca billcaconas y a los dioses guacas y que no me blasfemie a mi mismo y enga y a la coya (énfasis nuestro; Guamán Poma [1615] 1936: 185).
La segunda está dada por la interpretación de <enqa> en dos pasajes mal copiados del escriba responsable del manuscrito de la versión sevillana de Montesinos que edita el estudioso polaco. Allí encuentra dos veces la lectura claramente deturpada de <enlarroca>, que él corrige, acertadamente a nuestro modo de ver, como una lectura errática del traslado del manuscrito del texto sevillano, en el que <enCarroca> se habría leído mal en favor del entuerto mencionado (con copia de <C> como si fuera <l>; ver Szemiñski 2009: 28). Finalmente, el testimonio proveniente de la etnografía se lo debemos a los trabajos de Jorge Flores Ochoa (1977, 2002), quien registra y estudia el léxico de las variantes <enqachu> ~ <enqaychu>, propias del lenguaje ritual de los pobladores de las sierras altas del Cuzco, en las que no es difícil aislar el elemento <enqa> encontrado por el fundador de la arqueología andina, justamente en zonas aledañas a las mencionadas por el antropólogo cuzqueño3.
3.2.2. Etimología de <Yauyos>
En un artículo de reciente aparición (Cerrón-Palomino 2021a) decíamos, al ocuparnos de pasada sobre el topónimo <Yauyos>, que “la experiencia nos indica que no nos sorprendería encontrar la forma <yayu> en la documentación archivística referente del lugar”. Y lo decíamos en la imposibilidad de dar con el registro del nombre en los vocabularios, coloniales o modernos, por no hablar de la conocida “Descripción” de la provincia de Yauyos de Dávila Briceño ([1586] 1965), pero con la esperanza de localizarlo, con otra fisonomía alfabética, sobre la base de inferencias hechas a partir de los cambios fonéticos que operaron y en ciertos casos siguen operando en el aimara tanto central como sureño. Uno de tales cambios tiene que ver precisamente con la propensión de la lengua a la elisión de /w/ preconsonántica (ver Cerrón-Palomino 2000: cap. V, § 1.7.1., nota 31). Y así, en calidad de hipótesis, sugeríamos la variante <Yayu> como posible forma alternante, inferible a partir de las seis entradas verbalizadas que consigna el insigne aimarista Bertonio en su Vocabvlario, en las cuales se hace mención al “hicho, y otras yeruas” como objeto verbal; por ejemplo, en <Yayu-ta-> (nuestro análisis): “Sacudir el hicho, o otras cosas semejantes para que salga el que no es bueno” (véase Bertonio [1612]: II, 390).
Pues bien, tenemos la satisfacción ahora de confirmar nuestra sospecha, estando en condiciones de afirmar categóricamente que, en efecto, el topónimo <Yauyo-s>4 es la forma normalizada que se impuso sobre su congénere <Yayu>, según se puede verificar no solo en la documentación colonial temprana, como en la de la cronística, sino también en registros menores de alcance regional, como es el caso de los expedientes sobre pleitos de propiedad y explotación de los campos de coca en las vertientes del Chillón. En efecto, en el primer caso, el cronista que consigna en varias oportunidades el etnónimo que abordamos es nada menos que Pedro de Cieza de León, gran averiguador de las antiguallas peruanas en su trato con los orejones a quienes abrumó con sus preguntas, siempre tratando de encontrar la verdad de sus testimonios, que los lingüistas debemos celebrar y aprovechar filológicamente (véase Baldinger 1983: 11). Así, pues, el ilustre soldado cronista, en la Segunda Parte de su Crónica del Perú, registra cuatro veces el etnónimo <Yayos>, como puede leerse en el título del capítulo [XLIX], que a la letra reza:
de cómo Ynga Yupangue mandó a lloque Yupangue que fuese al valle de Xauxa a procurar de atraer a su señorío a los guancas y a los yayos, sus vezinos, con otras naçiones que caen en aquella parte (énfasis nuestro; ver Cieza de León [1553] 1985: [XILX], 142).
Luego, en el cuerpo del capítulo leemos lo siguiente:
[Y como se hobiesen holgado los] días que le pareció a Ynga Yupangue, / les habló cómo quería que fuesen a los Guancas y a los Yayos sus vezinos a procurar de los traer en su amistad, y servicio sin guerra, y quando no, que dándosela, se diesen maña de los vençer y forçar que lo hiziesen (énfasis agregado; ver Cieza, ibídem, 142).
En la Tercera parte de la misma Crónica del Perú, al ocuparse de las guerras civiles entre Huáscar y Atahualpa, leemos lo que sigue:
A todo esto, Guancaunque [sic por Guancaauque] con los otros capitanes avían andado hasta que llegaron al valle de Xauxa, donde hallaron mandado de Guascar para que tornasen a dar batalla [a] Atabalipa y estaban muchos de los guancas, de los yayos, chancas, yungas, chachapoyas, guancachupachos con otras naciones […] (énfasis nuestro; véase Cieza de León [1553] 1987: [XXXIX], 114).
Finalmente, en la misma crónica, dando comienzo a su capítulo [LXI], que trata sobre la fundación de Jauja, relata:
Piçarro, como se dixo atrás, entró en Xauxa con los suyos. Procurava traer a su amistad a los guancas e yayos; por entonçes no pudo venir su propósito (énfasis provisto; véase Cieza, op. cit., [LXI], 194).
En total, como se vio, ofrecemos cuatro pasajes representativos de la crónica de Cieza. En los cuales, se registra, sistemáticamente5 -hay que recalcarlo-, la variante <yayo-s>, lo que comprueba de manera irrefutable la sugerencia que hiciéramos, apoyados únicamente en el carácter predictivo de los cambios fónicos6.
La evidencia archivística
Una vez presentadas las evidencias de registro impreso en favor de las etimologías de <enqa> y <Yauyo-s>, toca proporcionar ahora, conforme lo anunciamos, la verificación de nuestras postulaciones etimológicas, recurriendo a la consulta de los documentos archivísticos que, al margen de toda manipulación normalizadora, al ser editados y publicados sin criterio ecdótico riguroso, registran, sin embargo, de modo fidedigno, el corpus léxico nativo, recogido y anotado de manera espontánea por los escribas, en el afán por calcar la realidad fónica de las voces y expresiones en lengua índica que escuchaban, y que aguardan ser desempolvados por parte de los lingüistas filológicamente entrenados.
Evidencia archivística de <enga>
Como se dijo, las evidencias aportadas hasta aquí en favor de *inqa (pronunciada como [eŋqa] o [eŋɡa]) se ven ahora confirmadas de manera inconcusa con el testimonio escrito que se desprende de la consulta del manuscrito original del pleito curacal de Tinquipaya (Potosí), estudiado, entre otros investigadores, por Mercedes del Río (1989); Vincent Nicolas, Sandra Zegarra y Miguel Pozo (2005); y Tristan Platt, Thérèse Bouysse-Cassagne y Olivia Harris (2006)7, quienes editan el texto en el que “normalizan” el uso sistemático de la forma <enga>, que aparece a lo largo de varios pasajes del fajo documental examinado por los autores, en favor de <inca>, ocultando de esta manera el valioso registro que buscábamos en los archivos coloniales, mal paleografiados y pésimamente normalizados, como es la práctica de nuestros historiadores del área andina tanto extranjeros como nacionales, para quienes informaciones como las proporcionadas en el documento no cuentan para nada, pero que para el lingüista y filólogo son de inmenso valor, en este caso corroborativo. En lo que sigue, ilustraremos lo señalado con pruebas al canto, reproduciendo los pasajes pertinentes en los que recurre, sin vacilaciones, la forma <enga> que buscábamos afanosamente.
Pues bien, con respecto a la notación de <enqa> encontramos dos testimonios escritos en la forma de <enga>, el primero de ellos conservado en el AGN de Lima, y el otro en el AGN de Buenos Aires. El primero, de 1559, lo hallamos en un pleito de tierras de Caytobamba (Calca, Cuzco) entre don Diego Ataurimache, cacique de Calca, y Martín de Meneses, vecino del Cuzco, en el que en una declaración de unos testigos leemos lo siguiente:
[...]e las tierras de los yndios de// Calca que estan en lo alto de la ladera que son las que los testigos dizen que// enga les quito e va el dicho pedaço// de herial la pared adelante hasta//[...]8 (ver Figura 1).
El segundo es un expediente de 1572, escrito de la mano de don Diego Soto, cacique principal del repartimiento de Tinquipaya (Potosí), cuyo reclamo y alegato dice a la letra:
[…] yo y mis aguelos j padres desde el tiempo de los En-//gas aca siempre emos sido caçiques prinçipales y gobernado-//res deste repartimiento de los picachures porque Alata mi vis-//aguelo era señor principal y a este subçedio Chura y don Martjn// Alata mi hermano era su hijo ligitimo segun la costumbre de// los Engas el qual mandaua y gobernaua este repartimjen-//to delos picachures[...] (ver Figura 2).
Más adelante, el mismo curaca aclara que
[...] el dicho su aguelo llamado Çequita// era yndi o particular y ganadero del ganado del Enga y le guardaua// enel valle de Auacaya y siendo esto ansi como lo es muy claro se be// que no tiene derecho ninguno al dicho mi caçicasgo y Vmd. me-//diante[...]9 (ver Figura 3).
Evidencia archivística de <Yayo-s>
Que no se trataba de una mala percepción del cronista o de una gruesa errata de las ediciones de su obra (como es la nota común en las publicaciones cronísticas hechas sin criterio ecdótico y filológico) lo probaremos, una vez más, recurriendo en esta oportunidad a la lectura y paleografiado de un documento del siglo XVI. Nos referimos al libro editado por doña María Rostworowski (1988), con el título en inglés Conflicts Over Coca Fields in XVIth-Century Perú. Comprobaremos en el manuscrito que se estudia en este trabajo que el cambio operado en la variante <Yayos> no ha sido brusco, como pudiera pensarse, sino, como todo cambio fónico, lento y gradual, como lo atestiguan las vacilaciones de los escribas tratando de ser lo más fieles a la pronunciación que escuchan al momento de reproducirla por escrito. Los registros archivísticos sobre este nombre son, afortunadamente, mucho más numerosos. Así, a los ya consignados en las crónicas del soldado cronista podemos sumar los siguientes, la mayoría de los cuales datan del siglo XVI, pero también del XVII.
En primer lugar, pasaremos revista -sin pretensión de agotarlas- a las ocurrencias de la forma <yayo-s> o <yayu-s> en el pleito de la coca del valle de Chillón mencionado en párrafos precedentes, cuyo documento original data de 1558-1567 (AGI, Justicia 413), editado por Rostworowski en 1988. La transcripción paleográfica de dicha edición recoge las siguientes variantes:
<yayo>: f. 121v (p. 146); f. 122r (p. 146); f. 200r (p. 178).
<yayu / yaiu>: f. 41v (p. 109); f. 54v (p. 118).
Las encontramos así cuando, por ejemplo, se hace alusión a “los yndios yaius de// anbas parçialidades” (f. 54v) (ver Figura 4). Lo más llamativo es, sin embargo, que junto a tales registros se consignan también las formas <yaiyus> (f. 39, p. 108) (ver Figura 5), variando con <yaijus> (f. 54v, p. 118) (ver Figura 6), donde la <j> debe leerse como equivalente de la moderna <y>; así, solo para ilustrar el primer caso, cuando se habla de <çiertos mytimaes de los yndios yaiyus de anbas parcialidades> (1988: 108)10.
Para 1562 disponemos de algunas ocurrencias en los siguientes pasajes de los documentos conservados en el AGI, con registro de <yayo>, en los que se hace mención a:
[los prin]çipales de la probinçia de ayan [sic] yayo e don// Luys Quiquia caçique prençipal de Atun// yayo questa en cabeza de su magestad e don garçia cayllaguarco//[...]11 (ver Figura 7).
Y en el mismo párrafo, en otra copia de la época, se lee:
[Don Luis Mjllai e Manuel Guallallo ///] y Anton Chupiango prenzipales dela// prouinci a de ayan [sic] yayo e don Luys Qujquia// caçique prenzipaL de atun yayo questa en cabeza de su magestad12 (ver Figura 8).
En ambos casos estamos ante dos traslados de diferentes copistas de los poderes de los curacas, otorgados contra la perpetuidad de las encomiendas, y que se reunieron en el asiento de Mama (actual Santa Eulalia, Chosica), en enero de 1562.
Para 1575 disponemos de una interesante ocurrencia en el juicio de residencia al doctor Gabriel de Loarte. En un traslado inserto en el mencionado juicio se indica, por parte del curaca don Felipe Guacrapaucar, que
[e]stando aqui el visitador que a estado en los// llaquases y ovejeros que guardan ga-// nado de la comunidad deste rrepartimjento// delos luringuancas que avia desde alli// a este pueblo nueve leguas e que desde alli// fue a los yayusyos a buscar minas e que//despues estando el dicho vesitador Geronimo de Silva//en Picoy le llevo este qonteni do çierto pedaço de//metal a rregistrar e que no le a dado nayde// fabor ni ayuda para lo suso dicho/// (ver Figura 9).
Aquí se puede notar cómo el escribano toma la declaración de don Felipe y escribe inicialmente <yayus>, pero luego hace tachaduras y agregados, como se ve en <yayusjos> para que quede la que luego sería la forma “correcta”, <yauyos>. La “ruta” de la tachadura y sobreescritura sería: <yayus> → <yayusjos> → <yauyos>13.
También en el s. XVI, esta vez en un documento de corte económico relativo a la caja de censos del lugar en 1591, se hace referencia a que
[…] doña// Mariana de Zepeda biuda inpusso de// tributo y sensso al quitar sobre bienes su-//yos setenta y un pessos y çinco reales// de a nueve reales cada pesso que se obligo// de dar y pagar a los yndios Yauyos [tachado: Yayyos]// y a Diego Gil de Avis depositario gene-//ral de esta ziudad administrador delas// comunidades de los yndios en su non-//bre[...]14 (ver Figura 10).
Como en el ejemplo anterior de 1575, se aprecia una tachadura que busca corregir la forma que se asume como incorrecta en favor de la forma que podemos llamar “restituida”, que finalmente se consagraría: <Yauyos>. Sin embargo, en el mismo documento, más adelante, se aprecia claramente la forma usual, es decir <Yayos>, tal como se puede leer en este pasaje:
[Joan Gonçales] Rincon secretario// de la rreal audiençia del Crimen de esta// çivdad y Beatriz de Sossa su muger yn-//pusieron de sensso y tributto al[roto]//tar a los caziquez yndios y Pri[nci]pa-//les y Comunidad del Re[partimiento]//delos Yayos que estan [roto]// dela Corona Real de [roto] se-//tenta y un pessos y un tomin de// plata ensayada de valor cada [...]15 (ver Figura 11).
Finalmente, la forma <yayo> se mantuvo, lejos de extinguirse en la documentación posterior, aunque más esporádicamente. Así, en un documento de 1687 relativo a las retasas de la población del repartimiento de Hananguanca, en el Valle del Mantaro, se hace alusión a un número de mitmas correspondientes a los <yayos>, en estos términos:
“[...] delos nueuamente numerados en los pueblos del dicho// ÷ rrepartimiento = y treinta sieette mitmas yayos, que// unos y otros hazen los dichos nueue çientos y nouenta//[...]”16 (ver Figura 12).
A manera de conclusión
En las secciones precedentes hemos demostrado la importancia de la fuente escrita, impresa o inédita, como una rica e inagotable veta de información gracias a la cual pueden someterse a prueba y eventual corroboración las postulaciones hipotéticas efectuadas por el etimólogo. De manera más específica, hemos intentado ilustrar, con ejemplos tomados del quechua y del aimara, el impresionante potencial predictivo de los cambios regulares de sonido. Resta ahora que señalemos, a manera de resumen, algunos de los puntos más relevantes tratados y que consideramos que deberían ser tomados muy en cuenta en todo trabajo de índole histórico-filológica.
En primer lugar, queda comprobado el carácter predictivo de las reglas que subyacen al cambio fónico generalizado, cuya actuación debe ser empíricamente verificada no solo a través de su cobertura regular y sistemática del componente léxico ordinario de una lengua, sino también de su onomástica (antroponimia y toponimia), sobre todo allí donde la información léxico-gramatical resulta escasa o, peor aún, inexistente.
En segundo término, la información dialectal minuciosa, la compulsa de los datos ofrecidos por la documentación impresa, y mejor aún, en este caso, el registro archivístico, conforman el escenario en el que deben someterse a prueba los cambios fónicos postulados de modo de obtener su confirmación empírica.
En tercer lugar, nunca estará de más insistir en la importancia de la documentación archivística en toda indagación diacrónica, según nos lo recuerda el epígrafe que preside el trabajo ofrecido17, pues su irresponsable prescindencia, como ha sido y es la práctica corriente entre los lingüistas históricos del área andina, deja en manos de otros estudiosos su consulta, examen y edición, sin la debida formación filológica y con desconocimiento de la historia y evolución de las lenguas que subyace a los textos, y que luego son empleados, de manera acrítica, como fuente de estudios diacrónicos.
En cuarta instancia, el examen lingüístico-filológico del material analizado nos ha permitido conocer el étimo formal y semántico prístinos de los nombres etimologizados, determinando tanto su filiación como el mensaje semántico-cultural que conllevan, despejando dudas e incertidumbres que la sola consulta de la documentación disponible (impresa y editada modernamente), asumida confiadamente como fuente sólida y segura, al margen de todo respaldo archivístico, impedía su esclarecimiento.
Finalmente, el trabajo presentado constituye una estupenda demostración para quienes estudiamos el pasado andino, no contentos únicamente con la documentación editada accesible, preparada por historiadores y arqueólogos sin criterio filológico, y peor aún, no solo minusvalorando la importancia del trabajo archivístico, sino rehuyendo de él, pero a la vez adoptando cómodamente posturas “conservativas”, cuando en verdad el abordaje etimológico exige, invariablemente en tanto disciplina científica, lo que Malkiel (1968: § 5, 237) llamaba la “unicidad de soluciones” a los problemas etimológicos.