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Lexis

versión impresa ISSN 0254-9239

Lexis vol.46 no.2 Lima jul./dic. 2022  Epub 22-Dic-2022

http://dx.doi.org/10.18800/lexis.202202.011 

Artículos

Entre la autoficción y la teoría expresiva del arte: Efectos del amor propio de Miguel Álvarez de Sotomayor (c. 1810)

Between Autofiction and the Expressive Theory of Art: Efectos del amor propio by Miguel Álvarez De Sotomayor (c. 1810)

Javier Muñoz de Morales Galiana1 
http://orcid.org/0000-0002-4988-9280

1Universidad de Cádiz - España, javier.munozdemorales@uca.es

Resumen

El presente trabajo pretende realizar un análisis de la novela Efectos del amor propio (c. 1810) empleando un marco teórico más amplio que el utilizado hasta ahora al estudiarla. Así, pues, consideramos que puede ser tipificada como “autoficción”, un tipo de novela en la que se confunden la identidad del personaje principal y la del autor; de igual manera, también está condicionada por una nueva forma de entender la creación artística surgida a principios del XIX, la “teoría expresiva del arte”, aplicable a las obras cuya finalidad principal era el desahogo íntimo del autor.

Palabras clave: Romanticismo; novela epistolar; autobiografía; prosa lírica

Abstract

This paper aims to carry out an analysis of the novel Efectos del amor propio (c. 1810) using a broader theoretical framework than the one that has been used so far to study it. Thus, we consider that it can be typified as “autofiction”, a type of novel in which the identity of the main character and that of the author are mixed up, and which is conditioned by a new way of understanding artistic creation that emerged in the early nineteenth century: the “expressive theory of art”, applicable to works whose main purpose was the intimate venting of the author.

Keywords: Romanticism; epistolary novel; autobiography; lyrical prose

Tradicionalmente, las primeras décadas del siglo XIX han sido consideradas un período de casi total esterilidad en lo que respecta a la novela española, por haber una producción presuntamente escasa o de baja calidad (Ferreras 1973: 308-309). La fuerte censura que en aquellos años hubo supuso una cierta dificultad para el desarrollo de la novela romántica1, que por entonces dominaba el panorama europeo con autores como Walter Scott, cuya influencia en España no se consolidaría hasta la década de 18302. Antes de eso, resulta complicado encontrar novelas que hayan merecido en mayor o menor medida reconocimiento por parte de la crítica literaria, aunque podrían mencionarse algunos títulos: Cornelia Bororquia (1801), El negro Juan Latino (1805)3, La Serafina (1808), Ramiro, conde de Lucena (1823) o Xicotencatl (1826).

No obstante, en 1994, el investigador Antonio Cruz Casado publicó un trabajo de gran interés para esta cuestión, esto es, la edición crítica de una novela epistolar que hasta esa fecha había permanecido inédita. Nos referimos a Efectos del amor propio, del lucentino Miguel Álvarez de Sotomayor, compuesta en torno al año 1810 (Cruz Casado 1994: 2). El mérito y la importancia de esta obra, frente a la literatura de la época, se resume, según ese mismo investigador, en lo siguiente:

El interés de Efectos del amor propio radica en que se trata de una novela completamente original, independiente en cuanto al tema de cualquier otro texto que conozcamos, y que fue compuesta en una época en la que las producciones autóctonas de este género eran muy escasas y estaban casi ahogadas por un alud de traducciones que iniciaban la novela plenamente romántica (1994: 41)

Cruz Casado alude a la ya mencionada escasez de novelas en la España de aquellos años frente a otros países; además de eso, también es de gran importancia la cuestión, también señalada, de que en este caso estemos ante una obra enteramente original. En la mencionada época, dado que la novela se consideraba poco más que un vehículo para el entretenimiento, era muy habitual que se tradujeran o adaptaran obras del extranjero sin dar crédito al autor original, de manera que pudieran parecer totalmente nuevas, compuestas por presuntos novelistas que no serían, en realidad, más que adaptadores o traductores. Numerosos ejemplos pueden citarse al respecto, entre los que podríamos destacar algunas de las Lecturas útiles y entretenidas de Pablo de Olavide, publicadas entre 1800 y 18174.

Frente a esta clase de textos, Efectos del amor propio contaría con la ventaja de ser completamente original. La sola existencia de esta novela, además, nos podría llevar a reconsiderar el panorama literario de la España de aquellos años al tener en cuenta que, a pesar de la censura, pudo haber numerosas obras que, al igual que esta, permanecieran inéditas y hayan quedado totalmente olvidadas actualmente5. Al margen de su originalidad, no obstante, la crítica posterior ha sabido ver en esta obra otras virtudes literarias que quizá merecerían algo más de reconocimiento:

Instrucción y deleite se juntan en esta novela, mientras el lector se debate en los intersticios de las cartas por comprender la conexión entre los lances que narran y el íntimo círculo familiar y social que liga a los personajes por una calculada combinación de sucesos. El descubrimiento gradual del lector de una unidad de significado gozará de gran prestigio en la novela moderna y la aportación del autor lucentino merece reconocimiento. Los episodios que selecciona Álvarez de Sotomayor entretienen a sus lectores con extremadas anécdotas, sus equívocos, sus misterios enmascarados, sus airosas maneras de salir del paso y sus tristes e imprevisibles desenlaces (Rueda 2001: 216-217).

A pesar de todo, desde 2001, esta novela no ha vuelto a recibir mayor atención por parte del público ni de la crítica en general. No encontramos, por ello, bibliografía específica sobre Efectos del amor propio a partir de esa fecha, sino tan solo algunas menciones puntuales en otros trabajos que la abordan de manera tangencial6. Consideramos de interés volver a incidir sobre ella porque, como bien señala Rueda, la obra contiene elementos que tendrán importante prestigio en la posteridad; no nos referimos ya solo a las revelaciones graduales que se mencionan en el fragmento citado7, sino a otros rasgos que podemos dilucidar si volvemos a analizar la novela con un marco teórico más amplio, atendiendo a dos conceptos de capital importancia en el conjunto de la composición: nos referimos a la autoficción y a la teoría expresiva del arte.

El argumento de la novela podría sintetizarse en “una serie de intercadencias de amor en la persona de un joven marino que disfruta de un permiso durante algún tiempo en su ciudad natal” (Cruz Casado 1994: 43). En ningún momento queda concretado cuál es el nombre exacto de ese joven marino, pero ya en la carta primera vemos que firma con unas iniciales que se mantendrán durante toda la correspondencia: “M. A. S.” (Álvarez de Sotomayor 1994: 55)8. Cruz Casado advierte que esas iniciales “se corresponden con las del autor, Miguel Álvarez de Sotomayor” (1994: 40). Rueda también señala que las cartas están escritas “por un único corresponsal que firma M. A. S., iniciales que corresponden a las del autor” (2001: 210).

Aunque ya haya sido advertida la equivalencia del nombre del personaje con respecto al del autor, aún no se ha indagado en la posibilidad de que esto nos permita considerar los Efectos del amor propio como “autoficción”, esto es, “una novela o relato que se presenta como ficticio, cuyo narrador y protagonista tienen el mismo nombre que el autor” (Alberca 2007: 158). El hecho de que personaje y autor tengan las mismas iniciales no puede interpretarse como una identificación total del uno con el otro en tanto que estamos frente a una novela y no ante un texto autobiográfico9, pero tampoco consideramos que esta coincidencia, en la que han reparado tanto Cruz Casado como Rueda, sea meramente casual. La autoficción, precisamente, supone una propuesta que oscila entre la ficción y la realidad:

La propuesta y la práctica autoficcional […] se fundamentan de manera más o menos consciente en confundir persona y personaje o en hacer de la propia persona un personaje, insinuando, de manera confusa y contradictoria, que ese personaje es y no es el autor. Esta ambigüedad, calculada o espontánea, constituye uno de los rasgos más característicos de la autoficción, pues, a pesar de que autor y personaje son y no son la misma persona, sin dejar de parecerlo, su estatuto no postula una exégesis autobiográfica, toda vez que lo real se presenta como un simulacro novelesco sin apenas camuflaje o con evidentes elementos ficticios. El autor de autoficciones no se conforma sólo con contar la vida que ha vivido, sino en imaginar una de las muchas vidas posibles que le podría haber tocado en suerte vivir. De manera que el escritor de autoficciones no trata sólo de narrar lo que fue sino también lo que pudo haber sido (Alberca 2007: 32-33).

Para comprender correctamente la ambigüedad característica de la autoficción, es necesario atender al concepto de “pacto”, esto es, el compromiso establecido al comienzo de cada narración sobre si lo que se va a contar pertenece al orden de la verdad o de la ficción. Si leemos, por ejemplo, una autobiografía, no podríamos hablar de “ficción”, ya que “si la narración es, históricamente, completamente falsa, será del orden de la mentira (la cual es una categoría ‘autobiográfica’) y no de la ficción” (Lejeune 1994: 68). Pero Álvarez de Sotomayor, según vimos, no pretende contar ninguna verdad sobre lo que le ha ocurrido, aunque niega, en la “Advertencia” preliminar a la obra, que todo sea puramente ficticio:

Estas cartas no son enteramente efecto de la invención: son ocurrencias que ha sufrido mi destino, y son, como anuncio, cartas dirigidas a un íntimo amigo mío. En algunas he enlazado varias ficciones que he creído oportunas para darle más interés al asunto, sujetándolo a un orden menos desagradable. También he reunido en un solo sujeto lances que me han ocurrido con varios, en la idea de no amontonar los personajes que, a mi parecer, perjudican la fácil inteligencia de los sucesos. Yo quisiera que los comprometimientos en que me ha empeñado la dócil creencia de mi amor propio sirviesen a mis lectores de corrección y desengaño. Este, y una dichosa indiferencia, es lo que yo he deducido de los lances de mi vida, en esta parte en que casi siempre se empeña la juventud. A ella dedico este pequeño escrito, fruto de momentos tan pesarosos y agitados, y a ella le ruego que disculpe los defectos que contiene, mirando solo el buen deseo con que le tributa este corto obsequio (53, el énfasis es nuestro).

El autor reconoce una directa inspiración autobiográfica en lo narrado, al tiempo que admite haber pretendido darles cierta reelaboración a estos sucesos para que su exposición resulte “menos desagradable”. Esto, por sí solo, no tendría por qué ser ficción, ya que ocurre lo mismo en cualquier autobiografía: “Recolocamos los hechos con criterios de suspenso, intriga o eficacia narrativas, pero nos guía el fin de la veracidad o al menos estamos persuadidos de ello […]. Sin embargo, todas estas operaciones memorialísticas y narrativas, consustanciales al relato autobiográfico, no presuponen invención o ficción” (Alberca 2007: 17-18). Pero Álvarez de Sotomayor va más allá al mencionar, como hemos señalado en cursiva, que los sucesos reales quedan expuestos junto a varias ficciones que él mismo ha enlazado. Esta advertencia es esencialmente lo que nos permite ubicar los Efectos del amor propio en un contexto autoficcional. Al margen de los otros rasgos que caracterizan ese tipo de obras, la del pacto es la única característica verdaderamente diferenciadora frente a lo autobiográfico:

Aunque se pueden establecer matizaciones y diferentes gradaciones entre los dos extremos, […] en última instancia siempre hay un elemento que separa el texto autobiográfico del texto autoficcional, y es el pacto ético que el primero firma y el segundo deja en suspenso. Por lo demás, las características que normalmente separan ambos textos -la ironía, la paradoja o la explotación de las contradicciones del yo referencial en el caso del discurso autoficcional- son de carácter accesorio, y en última instancia es el aspecto paratextual lo que diferencia una escritura de la otra (Luque Amo 2022: 552).

Por ello, la citada advertencia introducida por el autor, en tanto que paratextual, nos permitiría ubicar la obra en lo autoficcional y no en lo autobiográfico. Ya desde un comienzo se anuncia, por tanto, la mezcla de lo real con lo ficticio. Esta combinación puede explicarse a partir de la dialéctica entre la “retórica de la memoria” y la “escritura de los recuerdos” propia de los textos autoficcionales:

Estas dos fuerzas son heterogéneas y simultáneas en el relato de la propia vida, y nos van a servir para explicar no sólo la singularidad de las experiencias autoficcionales sino también el modo en el que el recuerdo avanza en la escritura. La primera es la que se encarga de transformar la vida en relato, de ordenar, de dar sentido a una historia. La memoria permite que el relato de una vida se transforme en un encadenamiento verosímil de momentos verdaderos, presenta la temporalidad como sucesión de presentes. Implica una pulsión sistematizadora, una urgencia constructiva que se conecta con los procesos de autofiguración. Las escrituras de los recuerdos, en cambio, operan detalladamente. Los recuerdos están en plural porque se tienen recuerdos que se precipitan en el umbral de la memoria. […] Ese carácter ambiguo-imaginario del recuerdo que en las escrituras del yo se presenta como ruinas de un pasado es el que de a poco socava la urgencia constructiva de la retórica de la memoria. He aquí lo esencial de la escritura autoficticia, que se diferencia de la autobiográfica. Para leer una escritura autobiográfica como autoficción -profundizando en la ambigüedad del gesto- habría que reparar en la potencia del recuerdo desbarrancando porque la autoficción trabaja con esa fuerza disruptiva y posibilita las condiciones para que eso se potencie. […] Aunque no hay que perder de vista las relaciones de fuerza entre la retórica de la memoria y la escritura de los recuerdos, sí hay que señalar los modos en que la construcción de una historia como horizonte que plantea la pulsión de la memoria se debilita en relación con la potenciación del derrumbe que provoca el recuerdo en el género autoficticio. Por esto, en las autoficciones el autor suele jugar con una historia contada de diversas formas, inventarse rostros, nuevas personalidades o suele contradecirse hasta el punto de perder credibilidad por parte del lector (Musitano 2016: 114-121).

La memoria, por tanto, ejerce aquí de eje vertebrador para ordenar y dar verosimilitud al relato, en tanto que el autor puede rememorar algunos ejes clave que permiten ubicar lo narrado en un momento concreto de su vida. Nos referimos a su profesión de militar, en concreto de marinero, y al hecho de que pudiera tener momentos ociosos en los días de permiso. A partir de ahí, y según él mismo declara, procede a la inserción de recuerdos puntuales, pero sin pretender guardar correspondencia con la realidad en la presentación de estos; de ahí que mezcle algunos de estos o los entrelace con ficciones de su invención.

En cuanto a la motivación que ha podido tener para proceder de esta manera, queda aclarada por él mismo; esto es, crear una obra cuya lectura sea más amena. Por ello comenta que ha unido en un solo individuo ficticio la personalidad de varios que son reales, ya que un exceso de personajes disminuiría la calidad del relato. Dicho de otra manera, el autor está priorizando el carácter lúdico de su narración frente a la fidelidad a lo real. Esta concepción de la literatura podría relacionarse con el docere et delectare propio de la Ilustración, pero también, en este caso, con el Romanticismo, movimiento ya consolidado en el resto de Europa. Para los románticos, y, en concreto, para los novelistas, provocar interés en el lector habrá de ser la principal prioridad. Un ejemplo muy clarificador de esto es el siguiente fragmento de la novela Ni rey ni roque, de Patricio de la Escosura (1835):

Uno de los infinitos y más agradables privilegios que el género romántico concede a los que lo cultivan es el de decir las cosas cuando y como les viene a cuento, dispensándolos de la prolija obligación de empezar una historia por su principio, de referir hasta las veces que el protagonista fue azotado por el dómine en su infancia, y de seguirle paso a paso por el discurso de su vida, sin hacer gracia al lector de uno solo de sus pensamientos, por insignificante y necio que parezca. El autor romántico, con que puede hacer todo aquello que a su ingenio alcance, cuando no más, se ríe del orden cronológico; su fin es unas veces divertir, otras horrorizar, pero siempre inspirar interés, y usando en toda su latitud de aquella máxima de no sé qué autor, que establece que el fin santifica los medios (sic), siga el camino que su fantasía le dicta, despreciando reglas, hollando preceptos, y preguntando sólo a sus oyentes: “¿Se divierten ustedes? ¿Sí? Pues bueno va” (Escosura 1975: 64).

El afán lúdico del novelista condicionará, de este modo, obras en la línea de Ni rey ni roque, en tanto que las aparta del orden lineal de los acontecimientos a fin de generar un relato más interesante para el lector. En el caso de Efectos del amor propio, ocurrirá algo equivalente, puesto que, a fin de generar una narración más amena, Álvarez de Sotomayor se aparta de todo propósito autobiográfico y decide componer lo que, bajo los criterios actuales, podemos considerar novela, concretamente, en este caso, novela autoficcional. Y es que, aunque desde el comienzo sepamos que ha enlazado hechos imaginarios a los reales, no queda en ningún momento claro qué es ficticio y qué es verdad, algo también habitual en esta clase de novelas: “La utilización de datos biográficos auténticos junto a otros inventados, la unión de hechos comprobables con otros incomprobables, el encuentro de personas verdaderas con personajes ficticios, estimulan el conocimiento, la intuición o la sospecha del lector sobre la veracidad o no de estos” (Alberca 2007: 48-49).

El hecho de que firme “M. A. S.” es un dato que ya, de alguna manera, vincula al personaje con el autor. En caso de haber utilizado otras iniciales, en cambio, no habría dudas de que la identidad de ambos es diferente; en este caso, sin embargo, hay mayor ambigüedad, sobre todo porque tampoco está firmando con su nombre propiamente dicho. Las iniciales “M. A. S.” podrían corresponderse con otro nombre distinto al suyo -Manuel Aguirre Sánchez, por ejemplo-, por lo que la novela siempre oscilará entre estas dos posibilidades. Así, el personaje puede identificarse en mayor o menor medida con el autor, sin que quede del todo claro hasta qué punto ni de qué manera.

El uso de las siglas en la literatura de aquella época era una convención habitual utilizada a menudo para evitar conflictos con individuos reales. Un significativo ejemplo de ello es La marquesa de O. (1808), de Heinrich von Kleist: “By abbreviating personal and place names Kleist lends the work and ambiance of anonymit in order to support his claim that the story was grounded in reality. This is a common literary convention used in journalism to avoid giving offense or, in fiction, to feign reality” (Huff 1982: 368). En caso de que Efectos del amor propio se hubiera publicado de manera anónima, las siglas “M. A. S.” hubieran encubierto la identidad de su autor y evitado, hasta cierto punto, que este sea asociado con el personaje. En este caso estamos hablando de una obra inédita, si bien el nombre completo del autor aparecía ya en la portada de uno de los manuscritos (Cruz Casado 1994: 51n). Por tanto, las siglas, en un principio, podrían parecer que no están encubriendo nada si ese mismo nombre es proporcionado en el mismo texto; a priori no habría diferencias significativas entre llamar al personaje “M. A. S.” o llamarlo directamente “Miguel Álvarez de Sotomayor”. En otras obras, como la mencionada de von Kleist, el uso de las siglas agregaba un importante matiz realista, al sugerir que detrás de la “O.”, en ese caso, podría haber una persona real -ya que, si fuese un personaje ficticio, en principio no habría problema en darle un nombre imaginario-; no obstante, eso no es exactamente aplicable aquí, ya que, al coincidir las siglas con el nombre del autor que figura en portada, el lector hará siempre una asociación entre lo uno y lo otro, tal como vimos hacían Cruz Casado y Rueda.

Al ser esta correlación tan evidente, es prácticamente seguro que el autor debía ser consciente de ello, y que incluso lo hubiera dispuesto así de manera deliberada, probablemente para reforzar la idea señalada en la advertencia; esto es, que no todo lo narrado es enteramente ficticio, y que todos los acontecimientos parten de sucesos reales con algunas modificaciones. No obstante, si directamente le hubiera dado a su personaje su nombre completo y no unas siglas, la ambigüedad quedaría en parte rota, y el lector podría perder de vista el carácter ficticio parcialmente atribuido a lo narrado en la advertencia inicial. Al proceder de esta manera, en cambio, la novela se mantendrá siempre en un área indeterminada entre lo ficticio y lo real. El personaje, “M. A. S.”, puede ser equivalente al autor en según qué pasaje, pero también, como hemos visto, puede comportarse de manera diferente o protagonizar lances imaginarios -recuerdos falsos, siguiendo la terminología de Musitano- con tal de generar interés en el lector; es decir, puede identificarse con Álvarez de Sotomayor, pero no del todo o no exactamente.

Al hablar de si el pacto establecido entre autor o lector es autobiográfico o ficcional, Lejeune comenta que “si la identidad no es afirmada (caso de la ficción), el lector tratará de establecer parecidos a pesar del autor; si se la afirma (caso de la autobiografía), tenderá a encontrar diferencias (errores, deformaciones, etc.)” (1994: 65). En el caso de la autoficción, las diferencias y los parecidos pueden encontrarse indistintamente, y así es advertido aquí por el mismo autor. Novelista y personaje tienen ambos las mismas iniciales; además de ello, podemos advertir alguno que otro detalle en común.

Algo muy evidente es el oficio de marinero, que profesó el autor en vida: “Miguel se dedica a las armas, a la marina. En 1795 es ya Teniente de Fraga Real Armada destinado a Cartagena” (Cruz Casado 1994: 4). De igual manera, en la portada del texto, el autor se presentaba como “Miguel Álvarez de Sotomayor, oficial de marina” (51)10, por lo que toda persona que leyera la novela asociaría, necesariamente, el nombre y la profesión del autor con las siglas y el oficio del personaje, también marino:

Ciertamente es brillante el papel que representa en estos pueblos un marino. No puedes imaginarte, amigo mío, cómo me ansían las gentes, con qué agrado me reciben, con qué predilección me escuchan, qué caudal forman de mis menores expresiones. Tú conoces mi natural y sabes que siempre me ha repugnado constituirme maravilloso, que odio la diferencia y que ciertamente me es bochornosa la distinción. Pues, a pesar de esta genialidad, estoy hecho el blanco de la atención; todos me preguntan, todos procuran mi conversación y todos me colman de favores que me abruman y atosigan, inquieren de mí noticias distantes de mi conocimiento, y no obstante de hacerles ver mi ignorancia, la conceptúan moderación y sigue el entusiasmo de mi equívoco merecimiento (55-56).

Nada más al empezar la novela, cualquier lector advertirá el oficio de marino del protagonista ya no solo porque lo mencione, sino porque supone algo de relevancia en la novela, al proporcionarle un modo de destacar en la sociedad y dar comienzo al entramado de relaciones que vertebran la narración. Inevitablemente recordará que en la portada se había anunciado la profesión del autor, y es cierto que en ese caso no podríamos hablar de algo que forme parte en sí de la novela, sino más bien de un elemento externo al texto en sí; no obstante, ello también condiciona el pacto establecido entre autor y lector. Ya Lejeune advertía que “El «contrato de lectura» de un libro, es decir sus instrucciones de uso, no depende únicamente de las indicaciones que se dan en el propio libro, sino también de un conjunto de informaciones que se difunden de forma paralela al libro” (1994: 153-154). En este caso, hablamos de una obra que, en sí, no llegó a publicarse en su momento ni fue promocionada en la prensa ni en ningún otro medio, pero los que llegaron a acceder al manuscrito, sin embargo, tuvieron que ser personas cercanas al autor, que conocían su ocupación de marino, o si no, pasarían a conocerla al ver la indicación de la portada. Aparte de ello, quienes pudieron leerla una vez publicada en 1994, tenían fácil acceso a la biografía de Álvarez de Sotomayor en la introducción a cargo de Cruz Casado.

Con todo, la ocupación marinera habrá de ser el principal nexo de unión susceptible de ser establecido entre las vidas del autor y del personaje; con respecto a todo lo demás, actualmente no contamos con demasiados detalles sobre el devenir vital de Álvarez de Sotomayor, y la novela tampoco profundiza mucho más en la vida de “M. A. S.” más allá de la estancia en su pueblo. Nos consta, sin embargo, que tiene una hermana llamada Leonor, que será muy relevante para el argumento de la obra: “Mi sociedad está hoy reducida a aquella porción de familias que más estrechamente se corresponden con mis hermanas. Leonor, que así se llama la mayor, es de un carácter amabilísimo, de una prudente franqueza y de un parecer interesante” (51). En este punto, sin embargo, probablemente diverjan las vidas del autor y de “M. A. S.”, ya que no nos consta que Álvarez de Sotomayor tuviera ninguna hermana; por el contrario, Cruz Casado sugiere que este sea “quizá el único” hijo que concibieron sus padres (1994: 4). Difícil es dar cuenta, hoy en día, de un detalle tan concreto; en cualquier caso, ello basta para dudar de que personaje y novelista coincidan en este punto. Lo mismo ocurre con otro de los principales acontecimientos de la narración, esto es, cuando el protagonista asesina involuntariamente a su cuñado, don Fernando:

La contestación fue tirar de su espada el que venía delante y arrojarse sobre mí con precipitación. Púseme en defensa, trabamos nuestra cuestión, huyendo el vil compañero que traía mi contrario. Fue tanto el encono y desorden de este que no haciendo yo por mi parte otras gestiones que las precisas a mi defensa, se empeñó tan inconsideradamente que se metió por mi espada atravesándose el pecho. Dio un fuerte suspiro y, sin esperar mi auxilio, corrió huyendo precipitadamente. Traté de seguirlo con solo el ánimo de socorrerlo, pero favorecido de la oscuridad y variando aceleradamente de calles me fue imposible encontrarlo. Lleno de confusión y sentimiento me retiré a mi casa. Abrióme mi fiel criado, que ya con inquietud me esperaba, y retirado a mi habitación pasé, ahogándome en ella la congoja, el corto resto que a la noche le quedaba. No serían las cinco de la madrugada, cuando percibo en la casa un sordo murmullo, animado de algunos suspiros y quejas. Salgo de mi cuarto con sobresalto, advierto en confusión toda la familia, inquiero noticias y Leonor, mi adorable y desgraciada hermana, ahogada entre tiernos sentimientos, me impone que su marido, el detestable don Fernando, lo acababan de traer mortalmente herido por el pecho. Considera, mi apreciable amigo, cuál quedaría el corazón del tuyo contemplándome inocente homicida de mi cuñado (86-87).

Lo que había llevado al protagonista a tal lance había sido la petición de una dama anónima, amante del cuñado del protagonista, quien requirió a “M. A. S.” para que advirtiera a don Fernando -cuya identidad en origen desconocía- de que aquella noche no podían reunirse por la inesperada presencia del marido (85-86). Pero, según puede verse en el fragmento citado, el lance se resuelve con un malentendido, una disputa y, finalmente, un homicidio; don Fernando, así, es asesinado por “M. A. S.”, quien en principio solo quería advertirle. Lo llamativo aquí es que tal asesinato no tiene consecuencias legales para el protagonista, sino que este confía en que la justicia nunca averigüe lo que realmente ha ocurrido:

Son infinitas [dudas] en las que vacila este pueblo queriendo investigar por qué mano y motivo fue muerto don Fernando, pero ni aun remotamente sospechan ni tocan sus discursos en el verdadero fundamento. Quiera el cielo que no atribuya el antojo este suceso a persona inocente, pues en semejante caso me sería preciso delatarme. Ínterin no llegue, creo que mi honor no está obligado a la manifestación de una verdad que produciría tanto número de males. Estoy seguro que es casi imposible que se descubra y me persuado que en corto tiempo se desvanecerá esta justa curiosidad del público, mucho más cuando el ramo gubernativo no hace la menor gestión para averiguar el hecho (90).

La novela, de hecho, concluye sin que se levanten sospechas hacia nuestro protagonista. El lance que da origen a la situación, esto es, el intento de encubrir a dos amantes que están siendo infieles a sus respectivas esposas, es de por sí novelesco, y más novelesca aun la resolución de este, que concluye con un involuntario asesinato. Por mucho que el autor se hubiese podido ver envuelto en situaciones lejanamente similares, podemos afirmar con total seguridad que ese pasaje debe ser, desde luego, producto de su imaginación; si algo mínimamente parecido le hubiera llegado a ocurrir, no tendría sentido plantear que lo hubiese podido poner por escrito en una novela, porque supondría una parcial confesión de los hechos acontecidos.

Contamos, por tanto, con dos rasgos en los que coinciden personaje y autor -las siglas y la profesión de marino-; algo, en cambio, dudoso -la hermana Leonor-; y algo en lo que necesariamente parecen divergir sus vidas -el asesinato-. Por último, la novela concluye con el protagonista siendo destinado a Lima: “Todo así dispuesto, tengo resuelto salir de aquí para ese destino, dentro de seis días, pues el ministro me previene en su última carta urge ya mi regreso al departamento para la habilitación del buque en que trata de destinarme. Me anuncia que el viaje será a Lima” (115). Si Álvarez de Sotomayor fue destinado alguna vez allí es algo, nuevamente, difícil de determinar; Cruz Casado, al menos, no menciona nada similar al exponer su biografía (1994: 3-7).

Lo ficticio y lo real, por tanto, se entrelazan al narrar un fragmento de la vida de un personaje que, sin ser exactamente identificable con el correspondiente autor, se convierte en su trasunto literario; tiene demasiadas similitudes para que lo podamos considerar enteramente imaginario, pero sigue divergiendo demasiado como para plantear una equivalencia total. Resultaría lícito, por tanto, hablar aquí de autoficción; bien es cierto que esa modalidad no era demasiado habitual en la narrativa española de aquellos años, pero, a decir verdad, el género novelesco en sí tampoco era algo estandarizado ni a lo que estuviese acostumbrado el público. Los pocos autores que llegaron a componer novelas originales tuvieron que hacerlo sin apenas referentes, sin adherirse a una tendencia determinada, y por ello resulta coherente que aparezcan novelas de filiación atípica como Efectos del amor propio.

Tengamos en cuenta, además, que a la autoficción “se la puede considerar como un correlato literario de la necesidad antropológica, que el hombre ha sentido en el pasado y, sobre todo, siente en la actualidad, de romper las barreras, los límites y las restricciones de su propia existencia, para vivir otras vidas que no son la suya”. Aunque atípico, no es inverosímil que encontremos una obra así a principios del XIX, pese a ser “una propuesta muy congruente con una época [la actual] que rechaza o parece rechazar las prescripciones genéricas por inútiles” (160). Precisamente al comienzo de ese siglo, surgía en Europa una nueva forma de entender la literatura en la cual se entiende el uso de esta clase de modalidades; nos referimos, sobre todo, a las teorías expresivas del arte.

En la Europa de aquellos años, y en especial con autores como Wordsworth y sus Baladas líricas (1800), se consolidaba una nueva forma de entender la literatura y el arte en general, llamada por Abrams “teoría expresiva del arte” (1975: 45), y basada, en términos generales, en lo siguiente:

Una obra de arte es, esencialmente, algo interno que se hace externo, resultante de un proceso creador que opera bajo el impulso del sentimiento y en el cual toma cuerpo el producto combinado de las percepciones, pensamientos y sentimientos del poeta. La fuente primera y el asunto de un poema, por consiguiente, son los atributos y las acciones de la mente del propio poeta; o, si se trata de aspectos del mundo externo, entonces sólo en cuanto se han convertido de hecho en poesía por obra de los sentimientos y operaciones de la mente del poeta. […] La causa suprema de la poesía no es, como en Aristóteles, una causa formal determinada primariamente por las acciones y cualidades humanas imitadas; ni, como en la crítica neoclásica, una causa final, el efecto que se propone ejercitar sobre el auditorio; sino, en vez de ello, una causa eficiente -el impulso, dentro del poeta, de sentimientos y deseos que buscan expresión, o la compulsión de la imaginación “creadora” que como Dios creador, tiene su fuente interna de movimiento (Abrams 1975: 46).

Aunque en este caso hablemos de una novela y no de poesía lírica, el hecho de que Álvarez de Sotomayor componga un tipo de narración susceptible de ser catalogada de autoficción se explica, en buena medida, si atendemos a esta teoría expresiva del arte, y en concreto al hecho de que el escritor y su mundo interno pasen a ser el foco de interés de la obra literaria. Que se introduzca a sí mismo mediante un personaje con nombre casi idéntico, que además protagoniza aventuras inspiradas de manera casi directa en su propia vida, es una forma de exteriorizar sus más íntimas percepciones, pensamientos y sentimientos. Algo muy similar ocurriría en otra novela inglesa aparecida en aquellos mismos años, Emma de Jane Austen. Como explica Warniati, “Emma is the product of Austen’s imagination operating on her perception, thoughts and feelings when she wrote the story of Emma”, del mismo modo que “the characters which Jane Austen reflected show their perspective in marriage where in this opportunity Jane Austen would like to describe how actually the women in nineteenth century England where the purpose of marriage is to guarantee their life economically and socially dependen ton their husband” (2020: 20). Mutatis mutandi, a pesar de que en última instancia Efectos del amor propio sea también un texto de ficción, la ligazón entre obra y autor será, al igual que en Emma, mucho más estrecha que en otra clase de narraciones literarias que no partan de un punto de vista con respecto al arte catalogable como “teoría expresiva”11.

Con todo, no es demasiado probable que su autor fuera consciente de ello, en especial si tenemos en cuenta que la represión de la censura en España cohibía en buena medida la llegada de obras extranjeras. No podemos ubicar a Álvarez de Sotomayor en el mismo contexto cultural y literario que a, por ejemplo, Wordsworth. Pero, aunque esta forma de entender la literatura se popularizara en la Europa de principios del XIX, no podemos afirmar tampoco que sea realmente nueva ni que surja en ese momento concreto; Abrams, de hecho, puntualiza que “Fijar la fecha en que este punto de vista llegó a ser el predominante en la teoría crítica puede resultar un procedimiento un tanto arbitrario, como marcar el punto en el que el anaranjado se convierte en amarillo en el espectro de colores” (1975: 45).

En España, y en el terreno también de la novela, había surgido de hecho una obra muy similar a Efectos del amor propio, en la que Álvarez de Sotomayor pudo haberse inspirado. Se trata de La Serafina de José Mor de Fuentes, que tuvo varias versiones, de las cuales la más completa y la definitiva se publicó en 1807, no mucho antes de la composición de la que aquí nos ocupa12. Esa otra obra, también de carácter epistolar, ha sido destacada por la crítica por un rasgo que de hecho comparte con Efectos del amor propio, esto es, la monofonía:

La Serafina va de esta manera en contra de la tendencia de su época. La causa hemos de buscarla en el modelo de Goethe que seguía; pero sobre todo, y ello explica que tomara como espejo al Werther, la razón más importante se encuentra entre la identificación de Alfonso [el protagonista] y Mor, en el buscado autobiografismo que se encuentra en mayor o menor medida en todas las obras del escritor aragonés. Ello tiene como efecto más inmediato el importante protagonismo narrativo del propio autor -quien, no en vano, llega a llamar repetidamente a sus personajes “caracteres cómicos”-. La monofonía le permite asimismo el avance lineal en la trama y le libera de difíciles compromisos como la variación de registros lingüísticos o la caracterización más profunda de los personajes, esto último de considerable importancia en la polifónica. En La Serafina no hay lugar para la “verdad compuesta” de la que habla Versini. Por el contrario, la novela llega a llenarse de digresiones en las que Mor busca repetir incansable y machaconamente sus propios pensamientos sin que ninguna opinión de los personajes pueda empequeñecerlos o contradecirlos. Consigue de esta forma una importante contundencia y en ningún momento hay atisbo alguno de contradicción en “su punto de vista” (Cáseda Teresa 1998: 97-98).

Lo que aquí se comenta con relación a La Serafina puede decirse también, y con más razón, con respecto a Efectos del amor propio. Al autor del citado texto no le faltan motivos para identificar a Mor de Fuentes con el protagonista de su novela, Alfonso; los dos son militares, tienen una forma de pensar muy similar e incluso algún pasaje de La Serafina tiene inspiración directa en la vida de su autor13. Pero el solo hecho de que el protagonista y el escritor tengan un nombre diferente impide, de manera inequívoca, toda identificación posible. El pacto es claramente ficcional, y de ningún modo ambiguo; es cierto que, en ese caso, conocer la vida del autor facilitará el trazar paralelismos, pero en Efectos del amor propio las dudas concernientes a qué es real y qué es ficción se despiertan desde el momento en el que en la advertencia preliminar el autor advierte que va a mezclar sucesos biográficos con otros imaginarios.

Dicho de otra manera, tanto La Serafina como Efectos del amor propio tienen un carácter estrictamente intimista y personal, y en ambas obras el empleo de la monofonía favorece que el punto de vista del personaje -y del autor- se imponga sobre todo lo demás. Cada pensamiento, cada tribulación, cada opinión y cada ocurrencia pasan a ser materia con la que llenar extensos párrafos en ambas novelas. Pero solo en la obra de Álvarez de Sotomayor podrá tener cualquier lector plena consciencia de la estrecha vinculación con la faceta más personal del novelista, ya que en todo momento estará previo aviso. Y no es este el único modo en el que los Efectos del amor propio se anuncia como una novela diferente, perteneciente a una tendencia para nada usual en la narrativa española anterior. Ya en la primera carta, el protagonista, “M. A. S.”, declara lo siguiente:

No es decible, ni puedo expresarte, los agradables sentimientos que afectan mi espíritu, meditando cada parte de este antiguo hogar de mis pasados. No hay espacio, por despreciable que parezca, que no convide mi contemplación a mil recuerdos venturosos: el lienzo de esta casa que mira al mediodía está cercado por un antiguo muro, que, aunque ya demolido por los tiempos, no obstante conserva vestigios que demuestran la valerosa intención de sus fundamentos. Aquí, digo, aquí fue el taller donde labraron mis ascendientes las distinciones que disfruto. Estas ancianas piedras habrán estado regadas de su sangre, que es la misma que circula por mis venas. Estos derrocados muros habrán percibido sus animadas voces en el ardor de la batalla, y ellos también sus débiles suspiros en los acentos postrimeros. ¡Oh, paterno suelo! ¡Cuántas dulzuras siente mi corazón en disfrutarte! Estas son, por ahora, mis reflexiones. Me persuado podrán parecerte un poco romancescas y con mucha parte del entusiasmo gótico; conózcolo así, pero también conozco que las primeras impresiones de la educación no se borran fácilmente. Con estas ideas nos criaron y a ellas corresponden precisamente nuestras inclinaciones; las mías, por ahora, a nada se terminan (54, el énfasis es nuestro).

Significativo es, sobre todo, el hecho de que el protagonista utilice el término “romancesco” para referirse a sus propias reflexiones. Cruz Casado, a ese respecto, incide sobre que “habla expresamente de su espíritu romántico o «romancesco», según su propia expresión, término que resulta ser característico de la época anterior al pleno romanticismo (sic)” (1994: 42). El término “romancesco”, según explica en detalle Romero Tobar (1986), en un principio se usaba para referirse a lo fantasioso y a lo novelesco, pero a partir de Böhl de Faber comenzó a utilizarse para aludir a la nueva estética literaria que se estaba gestando en ese momento, como equivalente al alemán “romantisch”; finalmente, en 1832 se acabaría identificando “romancesco” con “romántico”.

Es cierto, no obstante, que por entonces no se tenía el mismo concepto de “Romanticismo” que tenemos actualmente. La RAE, en 1852, definía “romántico” como “escuela y sistema literarios que proceden de las ideas y gusto de la Edad Media, en contraposición a las que derivan de la antigüedad clásica” (Romero Tobar 1986: 839). No había, por ello, consciencia de que el Romanticismo en sí fuese un movimiento nuevo, ni estaban acotadas sus características del modo en que lo están ahora, pero sí que se usaba el término en oposición a la estética clásica, que había predominado en el siglo XVIII. En este sentido, Álvarez de Sotomayor se muestra consciente de estar adscribiéndose a una tendencia diferente de la normativa en su contexto literario.

Precisamente la novela La Serafina, tan similar a la que estamos analizando, ha sido vinculada con el Romanticismo por la crítica (Panizza 1990), aunque con una importante diferencia: Mor de Fuentes, a pesar de las consideraciones posteriores de sus lectores, en origen no demostró simpatía ninguna hacia lo que entonces se entendía por “Romanticismo”, sino más bien desprecio y total oposición. Así, en el Bosquejillo de la vida, por ejemplo, se lamenta de que la literatura española esté en decadencia “por ir en pos de la irracionalidad romántica” (2018: 29). Álvarez de Sotomayor, por el contrario, no siente vergüenza alguna de hacer admitir a su ­personaje que pueden ser tildadas de “romancescas” -románticas- las divagaciones que componen buena parte de la novela.

No podemos, pese a todo, considerar Efectos del amor propio una novela romántica al uso, o al menos no de la manera que imperaría en España a partir de 1830. Para abordar esta cuestión sería necesaria una definición precisa de “Romanticismo” que nos permitiera concretar la vinculación de nuestra novela con dicho movimiento entendido en un sentido amplio, y no solo mediante la citada definición que lo concebía únicamente como oposición a lo clásico en favor de lo medieval. Las dificultades que esto implica ya han sido advertidas por Flitter, que habla de la gran cantidad de problemas que han supuesto los prejuicios sobre el Romanticismo en España siempre que se ha pretendido sintetizar una definición, ya que ha tendido a asociarse, aparte de con la Edad Media, con ideas políticas, lo cual es reduccionista; por ello, propone alternativamente aplicar la teoría de Morse Peckham (Flitter 2015: 1-4).

Este último autor define el Romanticismo de la siguiente manera: “Whether philosophic, theologic, or aesthetic, it is the revolution in the European mind against thinking in terms of static mechanism and the redirection of the mind to thinking in terms of dynamic organicism. Its values are change, imperfection, growth, diversity, the creative imagination, the unconscious” (1951: 14). Esta definición resulta sorprendentemente precisa, ya que señala con bastante exactitud las diferencias entre la mentalidad neoclásica y la romántica sin limitarse a oponerlas: mientras que los neoclásicos veían en la realidad algo estático y sometido a reglas, como si fuera un mecanismo, los románticos contemplan un todo mucho más dinámico y caótico, como un organismo.

Para Irving Babbit, la filosofía de Rousseau se encontraría en la base de esta nueva concepción romántica de la realidad, en tanto que incidía, en contra de lo habitual en la Ilustración, sobre la faceta más irracional de la mente humana y de la existencia misma: “Rousseau is the first of the great anti-intellectualists. By assailing both rationalism and pseudo-classic decorum in the name of instinct and emotion he appealed to men’s longing to get away from the secondary and the derivative to the inmediate” (1991: 166). La obra Efectos del amor propio, en la que la impulsividad y la subjetividad adquieren una posición tan relevante, podría ser “romántica” o, al menos, “roussoniana” si nos ceñimos a esta teoría, pero podría ser exagerado, reduccionista o llevarnos a confusiones semánticas el que le apliquemos ese marbete, que generalmente se ha utilizado para referir textos muy diferentes en lo formal14.

Partiendo también de la teoría de Peckham, Hennelly, por ejemplo, justifica la consideración Waverley, de Walter Scott (1814), como uno de los ejemplos más evidentes de Romanticismo en forma de novela: “The narrative poem or here fiction, conversely, reifies and objectifies the interior growth-through-debate into external odysseys and confrontations with a concomitant rehabilitation of the quester, or sometimes his downfall” (Hennelly 1973: 194-196). En ese texto, por tanto, el caos interno del héroe se verá reflejado también en un caos externo que condicionará la estructura de la narración, en la que predominarán los conflictos, lances y sucesos abruptos dispuestos también de un modo desordenado y sobrecogedor. Con relación también al tipo de narrativa surgida al amparo de Scott, Sebold establece una serie de características recurrentes y definitorias de su poética, a saber, la descolocación espaciotemporal, el detalle minucioso en la recreación del escenario histórico o el protagonismo de un héroe en conflicto con su realidad (2002: 15-54).

Por el contrario, en Efectos del amor propio, la estructura es lineal en términos generales15, sobre todo en comparación con obras posteriores; las descripciones costumbristas que pretenden recrear escenarios históricos concretos, a la manera de Walter Scott, escasean; por otra parte, la rebeldía social y el inconformismo propio de los héroes románticos no puede apreciarse de la misma manera en “M. A. S.”, que no pasa de ser un marinero que, aunque de natural aventurero, está sobre todo acomodado en una posición social privilegiada16. En tanto que narración, está aún muy lejos de lo que será habitual en el Romanticismo español; no obstante, si atendemos al carácter lírico de la novela y a la vinculación directa con la personalidad del autor que la autoficción supone, nos encontramos ante un texto especialmente representativo de lo que la teoría expresiva del arte hemos visto que es, y no resultaría disparatado considerarlo equivalente, en buena medida, a lo que Wordsworth pretendía en poesía con las Baladas líricas. Dentro del terreno novelesco, un símil algo más claro con las letras extranjeras podría establecerse si comparamos esta obra con Emma de Jane Austen, sobre todo a partir de lo ya mencionado sobre cómo ese otro texto también partía de los mismos presupuestos (Warniati 2020).

Sería necesario un análisis pormenorizado que contrastase estas dos narraciones para acotar de qué modo pertenecen a la misma tipología, pero esto escaparía a los límites y dimensiones de un trabajo como el presente; en cualquier caso, conviene resaltar que ha sido ampliamente estudiada la influencia de los poetas románticos sobre las novelas de la segunda etapa de Jane Austen, a las que Emma pertenece. Esta obra, en concreto, estuvo muy condicionada por las ideas de Wordsworth, Coleridge y Byron sobre la necesidad de libertad en las relaciones íntimas (Deresiewicz 2004: 86). No parece demasiado factible un influjo directo de estos autores angloparlantes sobre Álvarez de Sotomayor, pero sí resulta más viable uno indirecto, por vía de Mor de Fuentes, quien, dentro de su desprecio al Romanticismo en sí, no se privó de mostrar en todo momento admiración hacia Byron, a quien dedicó, según cuenta él mismo en su autobiografía, un poema (Mor de Fuentes 2018: 63).

Álvarez de Sotomayor pudo, por una vía u otra, lograr un acercamiento a nuevas modalidades artísticas que motivaron la composición de una novela así, pero no debemos pasar por alto el carácter fundamentalmente anómalo de esta narración en la historia de la literatura española. Aunque en el terreno de la poesía lírica podamos encontrar en el Romanticismo español obras que también puedan considerarse similares a las de Wordsworth, no ocurre lo mismo con la novela, puesto que, como ya hemos mencionado, se instauraría una poética muy concreta en torno a 1830 que condicionaría la composición de narraciones. Obras como Sancho Saldaña o El señor de Bembibre destacan por contener fragmentos de gran lirismo, pero el solo hecho de que estén protagonizadas por personajes concretos en épocas muy distantes a las vividas por sus autores implicaría un mayor grado de separación entre la obra y el novelista; caso distinto es, en cambio, el de las obras propiamente líricas, como las Rimas de Bécquer, pero, en el terreno de la narrativa, una composición como Efectos del amor propio habrá de resultar anómala.

Ahí reside, precisamente, en gran medida la grandeza y la originalidad del texto. En una época de censura, en la que ningún movimiento literario como tal respaldaba el género novelesco, surge esta obra, destinada a permanecer inédita hasta 1994, y sin muchos más referentes identificables aparte de La Serafina. El hecho, precisamente, de que Álvarez de Sotomayor no diera su obra a la imprenta supone también reflejo de otro de los rasgos fundamentales de la literatura con base en una teoría expresiva: el problema de la audiencia, que pasa a ser algo secundario e incluso prescindible, en tanto que la personalidad del artista se impone a todo lo demás y se vuelve autosuficiente para dar lugar a la obra, mientras que el público pasa a ser algo secundario o prescindible, que apenas condicionaría la creación (Eaves 1980: 784). En el Romanticismo europeo estaba brotando “a painful new awereness of the artistic damage that can be done by publishers, actors, reviewers, and the rest of unsymphathetic, obstructional social world” (Eaves 1980: 787). Si prestamos atención a lo ya mencionado sobre la fuerte censura que en aquel entonces imperaba, resultaría lógico que en nuestro autor hubiese una conciencia similar. Si su sociedad ponía estrictos límites morales a lo publicable, el artista solo podía adquirir libertad creativa si componía algo destinado a quedar inédito; nada podía, por tanto, cohibir el ejercicio de desahogo que le supondría escribir un texto con estas características, poco preocupado ya por censores o lectores.

Álvarez de Sotomayor se sirve de la novela para un propósito inusual en la narrativa anterior, y también en la inmediatamente posterior; esto es, utilizarla como desahogo íntimo, como vehículo mediante el que abordar libremente y con el detenimiento deseado todo tipo de preocupaciones o asuntos estrictamente personales; de ahí su relación con la teoría expresiva del arte. No conforme con ello, y a diferencia de Mor de Fuentes, su autor quiere también dejar constancia de sí mismo, y por ello compone algo susceptible de ser identificado como “autoficción”; así, la vinculación entre el personaje y el autor no solo es algo que la crítica pueda observar a posteriori, sino una cuestión sobre la que el propio Álvarez de Sotomayor ha incidido deliberadamente para dotar a su texto de un significado muy concreto y personal.

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1Para un panorama completo y documentado de la censura en la España de la época, véase el libro de González Palencia (1934-1941).

2 Algunos títulos representativos son Los bandos de Castilla (1830), El doncel de don Enrique el Doliente (1834), Sancho Saldaña (1834) o Ni rey ni roque (1835). Para un análisis de estas y otras novelas de la época, véase el libro de Sebold (2002).

3 Pese a que, en un comienzo, esta novela pasara relativamente inadvertida por aparecer en una colección junto a otros textos traducidos del francés, un trabajo reciente ha puesto de relieve su originalidad, sus valores literarios y su relevancia en el contexto de la época (Muñoz de Morales Galiana 2020).

4 Pese a que, en un principio, las novelas de Olavide se consideraran como enteramente originales, como ocurría en una edición de estas a cargo de Estuardo Núñez (Olavide 1971), un artículo demostró que al menos tres de ellas son adaptaciones de obras francesas (Alonso Seoane 1985). Más adelante, Núñez volvió a incluir tales narraciones en una edición posterior de las obras de Olavide, en cuya introducción comentó lo siguiente con relación al trabajo de Alonso Seoane: “Coincidimos en la necesidad de replantear la consideración de los textos narrativos de Olavide dentro de la historia literaria española, como originales y como obras de adaptación de otras europeas. La adaptación era práctica usual en la época de la Ilustración. Olavide fue además el animador de la nueva novela en el ámbito español e hispanoamericano, contribuyendo en gran medida a la evolución de un género y a la extensión de sus ideales ilustrados” (Núñez 1987: LXII). El hecho de que sean algunas de ellas traducciones no invalidaría, por tanto, la relevancia que esas obras tuvieron en el desarrollo de la novela hispana.

5 A su vez, Álvarez Barrientos menciona el ejemplo de Félix Enciso Castrillón y su novela Los manuscritos de Celia, que no pudo publicarse, dado que no pasó la censura (Álvarez Barrientos 1991: 353).

6 La edición de esta novela a cargo de Cruz Casado aparece mencionada, junto a otras, en un trabajo de Lorenzo Álvarez, al referir el reciente interés por parte de la crítica en recuperar la olvidada novela del XVIII español (2008: 322). Carnero también lista esta novela entre muchas de la época, distinguibles por su carácter sensible (2009: 87). Rueda, en un trabajo reciente sobre las narrativas de seducción en la España de la época, alude también a la trama de Efectos del amor propio para ejemplificar la hipocresía propia de la sociedad de entonces (2020: 130), y también destaca esta obra frente a otras de la época por presentar una situación opuesta a la habitual en la narrativa del momento, en tanto que un personaje masculino, el protagonista, es chantajeado por uno femenino y no al revés (2020: 139).

7 En un principio, y a juzgar por el título, podría parecernos que la novela tiene un carácter fundamentalmente moral, en alusión a los perjuicios del excesivo amor propio, como se comenta en la “Advertencia” (Álvarez de Sotomayor 1994: 53). Al final de la narración, de hecho, el protagonista comenta lo siguiente: “Tal es mi situación, amigo mío, tal es mi desventura y tales han sido las consecuencias de mi funesto amor propio” (Álvarez de Sotomayor 1994: 111). Todo apunta a que pretende remitir sucesos de su vida como contraejemplo; con todo, Rueda advierte que en las cartas del personaje no hay solo autocrítica, sino también un afán por revelar lo más negativo de su sociedad: “El amor propio del protagonista tiene un radio novelesco mucho mayor que el de mostrar una lección bien aprendida por un hombre desengañado en lances amorosos. El amor propio es la mano que descorre una cortina que revela la hipocresía con que se conduce el sector burgués de la sociedad” (2001: 215). De esta manera, el lector más atento asiste gradualmente a un significado aun más profundo contenido en la novela, que iría más allá de las expectativas iniciales.

8 Todas las citas en este trabajo a esa novela provienen de la misma edición, única existente hasta la fecha.

9 Al comienzo de la obra se inserta una “Advertencia”, sobre la que más adelante nos detendremos, en la que el autor denomina “ficciones” a buena parte de los contenidos del texto (53).

10 Cruz Casado advierte que, en uno de los manuscritos, esa presentación aparece tachada y seguida de esta otra: “Su autor Miguel Álvarez de Sotomayor y Abarca, Teniente de Navío de la Real Armada” (1994: 51). En cualquier caso, los lectores podían tener constancia de su servicio en la marina.

11 Aunque esta teoría publicada originalmente en 1953, con la primera edición de The Mirror and the Lamp, se ha respaldado recientemente su actualidad y vigor en una tesis de la Universidad de Morgan State, a cargo de Charles L. Washington (2011), que pone de relieve la inconsistencia de los intentos por refutar a Abrams. Prueba de esta vigencia es un muy reciente artículo que analiza la novela Emma, de Jane Austen, siguiendo las ideas de El espejo y la lámpara sobre la teoría expresiva del arte (Warniati 2020).

12 Para las distintas versiones de La Serafina, véase el artículo de García Garrosa (2009).

13 En la autobiografía de Mor de Fuentes, el Bosquejillo de la vida y escritos, hay varias alusiones a sus costumbres de militar en épocas ociosas, y en cierto momento comenta lo siguiente: “Véanse en La Serafina algunas alusiones a estos sitios y pasatiempos” (2018: 10). Reconoce, por tanto, que mucho de lo narrado en su novela le aconteció realmente a él mismo.

14 Para poder considerar esta diferencia, Sebold propone diferenciar lo que él llama “Romanticismo” del “Romanticismo manierista”, concepto al que apela para referirse a las obras tradicionalmente aceptadas como románticas, y que él no considera sino la intensificación de unos rasgos previamente existentes (1995: 184-185). Pero la utilización de este léxico resultaría controvertida dado el escaso consenso existente en autores posteriores. La propuesta de Sebold, desde que empezó a quedar perfilada en El rapto de la mente (1970), lejos de ser aceptada por unanimidad, contó con detractores como Moreno Hernández (1984), quien no niega la continuidad existente entre el Romanticismo y las tendencias previas, pero considera confusa y exagerada la utilización del mismo término en ambos casos.

15 A excepción únicamente de las ocasiones en las que el protagonista es engañado o manipulado, según hemos visto en lo citado, en donde acaba dando muerte sin quererlo a su cuñado. En esos momentos puntuales, parte de lo acontecido es ocultado al lector para más adelante revelarlo, pero esto no tiene lugar de una manera tan pronunciada y constante como sería habitual en la narrativa posterior.

16 Para una poética de la novela romántica española una vez consolidado el Romanticismo, pueden consultarse los diversos textos de la época, con carácter preceptivo, compilados por Navas-Ruiz (1971), en concreto, los de la sección dedicada a la novela, y también la caracterización general del género llevada a cabo por Sebold en su ya mencionado trabajo sobre la novela romántica.

Recibido: 12 de Julio de 2021; Aprobado: 03 de Febrero de 2022

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