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Lexis

versión impresa ISSN 0254-9239

Lexis vol.47 no.1 Lima ene./jun. 2023  Epub 12-Jul-2023

http://dx.doi.org/10.18800/lexis.202301.010 

Artículos

Repensando la autoficción desde la escena: una lectura de la paradoja de ser y no ser en la dramaturgia de Sergio Blanco

Rethinking Autofiction from the Stage: A Reading of the Paradox of To Be or Not To Be in the Dramaturgy of Sergio Blanco

1Pontificia Universidad Católica del Perú - Perú, gluque@pucp.edu.pe

Resumen

Pese a existir prácticas escénicas que exploran las relaciones entre autobiografía y ficción desde hace mucho tiempo, la autoficción teatral ha empezado a ser estudiada solo recientemente. Ello responde, en parte, a particularidades de la comunicación teatral que hacen que los modelos de análisis tradicionales, pensados para textos narrativos, no logren explicar la dinámica de la autoficción dramática. Este artículo propone repensar la teoría sobre la autoficción teatral a partir de la inscripción de los pactos de lectura de la autoficción en las convenciones de recepción propias del teatro. La discusión se plantea a partir del análisis de la dramaturgia de Sergio Blanco, cuya obra indaga centralmente las posibilidades y límites de la autoficción en escena.

Palabras clave: autoficción teatral; pacto autoficcional; recepción teatral; Sergio Blanco

Abstract

Despite the existence of performing practices that have explored the relationship between autobiography and fiction for a long time, theatrical autofiction has only recently begun to be studied. This is partly due to the particularities of theatrical communication that make traditional models of analysis, designed for narrative texts, unable to explain the dynamics of dramatic autofiction. This article proposes to rethink the theory of theatrical autofiction based on the inscription of the autofiction reading pacts in the conventions of theatrical reception. The discussion is based on the analysis of the dramaturgy of Sergio Blanco, whose work essentially explores the possibilities and limits of autofiction on stage.

Keywords: theatrical autofiction; autofictional pact; theatrical reception; Sergio Blanco

1. INTRODUCCIÓN

La autoficción teatral no ha merecido igual atención por parte de la crítica que la autoficción en el campo de la narrativa. A pesar de que se pueden encontrar, desde mucho tiempo atrás, ejemplos de prácticas escénicas que experimentan de modo explícito e intencional con los límites de la ficción en escena, el debate académico al respecto, a inicios del presente siglo, era escaso y el estudio de las relaciones entre teatro y material autobiográfico como recurso creativo generaba no poca controversia1. Como se sostendrá en el presente artículo, ello responde, en buena medida, a particularidades de la comunicación teatral que hacen que los modelos teóricos ensayados por la academia, pensados para analizar textos narrativos, no resulten eficaces para explicar la dinámica de la autoficción en el género dramático. En consecuencia, los artistas escénicos tampoco se han sentido identificados con la categoría y no han explorado suficientemente las posibilidades creativas de la noción en su praxis. Por ello, con el fin de repensar esta suerte de mutuo desinterés entre teoría y práctica artística, y de propiciar un diálogo entre ambas instancias, este artículo propondrá repensar la teoría sobre la autoficción teatral a partir de la inscripción de los pactos de lectura de la autoficción en las convenciones de recepción propias del teatro.

En la segunda parte de este ensayo, se aplicarán dichas reflexiones teóricas al análisis de dos textos dramáticos del autor franco-uruguayo Sergio Blanco, referente por excelencia de la autoficción teatral en la escena contemporánea y cuya obra, precisamente por caracterizarse por indagar en las posibilidades y límites de esta poética, ha sido detonante e inspiración de este trabajo2. En ese sentido, para el presente estudio, se ha elegido comentar sus obras tituladas Ostia, de 2013, y La ira de Narciso, de 2014. Estas piezas resultan de singular interés dentro de la investigación artística en torno a la autoficción teatral que el autor viene ejecutando desde hace aproximadamente 15 años por entrañar una complejización de los recursos autorreferenciales y metateatrales ensayados en sus textos previos: Kassandra, de 2008, considerado por la crítica como el texto precursor de su poética autoficcional, y Tebas Land, de 2012, reconocido como su primera autoficción en un sentido pleno (García Barrientos 2017: 209-224). Asimismo, en consonancia con lo anterior, cabe resaltar que Ostia es la primera autoficción donde Sergio Blanco sube a escena a representarse a sí mismo y La ira de Narciso, de momento, es la única autoficción donde comparece con su propio nombre.

2. PANORAMA DEL ESTADO ACTUAL DE LA INVESTIGACIÓN SOBRE LA AUTOFICCIÓN TEATRAL

Hace dos décadas, en 2002, Beatriz Trastoy sostenía, en su investigación doctoral titulada Teatro autobiográfico. Los unipersonales de los 80 y 90 en la escena argentina, que la puesta en escena del relato de vida había merecido muy poca atención en los estudios teatrales (2008: 1). Unos años después, en 2006, Julia Elena Sagaseta partiría del trabajo seminal de Trastoy para analizar las diferentes y cada vez más frecuentes propuestas en la escena argentina de inicios del siglo XXI que ponían en cuestión la noción de ficción al combinar autobiografía y teatro (1).

Por el contrario, en 2009, José-Luis García Barrientos defendía, más bien, a partir de su interpretación de la teoría de los modos de imitación de Aristóteles, la imposibilidad del drama autobiográfico. Esta supuesta imposibilidad, que ilustraba, curiosamente, por medio de la revisión de un conjunto de casos tomados del teatro argentino y español contemporáneos, radicaría en que la autobiografía supone necesariamente un relato mediado (es decir, compuesto y contado) por el biografiado, mientras que el teatro es, por definición, un género no mediado, es decir, una forma poética donde el mundo ficcional se (re)presenta ante los ojos del espectador de manera directa o in-mediata, con lo cual el drama se convertiría, así, en la antítesis de la autobiografía (2017: 180). Años más tarde, en un trabajo de 2012, el mismo crítico planteará que la autoficción teatral constituirá una salida a la aporía del drama autobiográfico (2017: 193-198)3.

De forma similar, unos años antes, Patrice Pavis concluía, en su Diccionario del teatro, que el teatro autobiográfico era un género imposible, puesto que si la autobiografía, tal como la definía Philippe Lejeune (1975), era un relato retrospectivo que alguien hace de su propia existencia, el teatro es, por el contrario, una “ficción presente asumida por personajes imaginarios que difieren del autor y tienen otras preocupaciones que explicar su vida” (2019: 437). Tiempo después, en su Diccionario de la performance y del teatro contemporáneo, Pavis irá más lejos aún y afirmará que tanto la autobiografía “pura” como su equivalente teatral, que denomina “autoperformance”, son imposibles tomando en cuenta que ambos géneros precisan de la ficción para poder existir. Así, en el primer caso, si bien el autobiógrafo parte de elementos de su vida real para construir un discurso sobre su propio pasado, necesariamente reelabora estos hechos al disponerlos en un relato, por lo cual, inevitablemente, este contiene elementos de ficción. Por su parte, el performer que actúa su propia vida para los espectadores siempre interpreta un personaje, así el personaje que representa pretenda hacernos creer que es él mismo o, en todo caso, la persona que él ha sido en el pasado. A su vez, la actuación (en tanto arte de la simulación), la dramaturgia (en tanto organización de una acción en un relato concebido para ser representado en un escenario) y la puesta en escena (en tanto disposición espacial y temporal de aquella acción) alteran y modifican los elementos reales evocados en la autoperformance, con lo cual estos se vuelven no solo ficcionales, sino también estéticos y artificiales. De ahí que Pavis concluya que tanto toda autobiografía como toda autoperformance no pueden ser más que autoficción, pues en ambos casos la identidad del yo no es estable y se encuentra en permanente construcción (2016: 44-45). A similar conclusión había arribado Vera Toro años antes al sostener que el teatro autobiográfico unipersonal siempre terminaba resultando autoficcional dado que la representación en escena de partes de la vida de aquel sujeto donde confluían los roles de guionista, director, personaje y actor no era nunca una mostración directa y transparente de ciertos hechos reales, pues se producía siempre una ficcionalización en su tránsito hacia el escenario (2010: 248).

A propósito de la discusión anteriormente reseñada, vale la pena notar que, en el cambio de los siglos XX al XXI, no aparecía plenamente aún en el campo de los estudios teatrales la noción de autoficción como término en la reflexión crítica, pese a su productividad y prestigio tanto en el ámbito académico literario como en el editorial desde finales de la década de 19704. Este hecho no constituye una sutileza formal, ya que pretender analizar determinado tipo de producción escénica desde los parámetros del término “teatro autobiográfico” implica someterla a las exigencias y expectativas que se derivan de aquello que se ha definido como el “pacto autobiográfico” para el caso de las novelas del yo, según el cual “el texto establece una relación contractual en la que el autor se compromete ante el lector a decir la verdad sobre sí mismo, es decir, le propone al lector que lea e interprete el texto conectado a principios que discriminen su falsedad o sinceridad, según criterios similares a los que utiliza para evaluar actitudes y comportamientos en la vida cotidiana” (Alberca 2007: 66). Ese enfoque, sin embargo, no necesariamente logra dar cuenta ni explicar los juegos entre ficción y no ficción que pueden ocurrir en escena, pues la referencialidad del signo teatral supone determinadas relaciones entre ficción y realidad más flexibles e, incluso, paradójicas. En ese sentido, una categoría menos rígida -incluso más ambigua y contradictoria- como “teatro autoficcional” hace posible comprender de una mejor manera las formas teatrales donde se mezcla lo real con lo ficcional, precisamente porque “la autoficción se ofrece con plena conciencia del carácter ficticio del yo y, por tanto, aunque allí se hable de la propia existencia del autor, en principio no es prioritario ni representa una exigencia delimitar la veracidad autobiográfica ya que el texto se propone simultáneamente como ficticio y real” (Alberca 2007: 33). Por ello, esta noción permitirá trascender la discusión sobre la factualidad de lo representado y proporcionará, en su lugar, herramientas para apreciar y examinar las relaciones irónicas, lúdicas y, en ocasiones, paradójicas entre el autor, el director, el personaje, el actor y lo escenificado5.

De hecho, el trabajo de Toro (2010) revela la productividad de la aplicación de este enfoque al emplear el término “autoficción” para clasificar distintas posibilidades de identidad entre autor y personaje en el teatro, así como para analizar diferentes formas de inscripción del autor en su propio drama. Significativamente, sin embargo, Toro inicia su trabajo afirmando que el género dramático había sido poco estudiado desde una perspectiva autoficcional y ensaya como una posible explicación de ello la escasez de obras teatrales reconocidas como autoficcionales y, una vez más, la supuesta imposibilidad del género dramático para ser autobiográfico (229). Transcurrida casi una década desde la publicación del estudio de Toro, en 2018, Ana Casas todavía insistirá en que, pese a la proliferación de estudios académicos sobre el género, la teoría de la autoficción se había detenido apenas en el ámbito del teatro (71).

Por ello mismo, cabe preguntarse por las causas que podrían explicar el carácter marginal que ha ocupado el teatro en la bibliografía sobre la autoficción. Las razones que se podrían esgrimir al respecto son diversas. De hecho, no parece ser que el teatro sea ajeno al “giro” hacia la intimidad que se ha producido en el arte contemporáneo6. Es más, prueba de lo contrario son la pervivencia del teatro documental (surgido en la década de 1960), el auge del teatro testimonial desde finales del siglo pasado, o el paso de la intersubjetividad a la intrasubjetividad en el drama contemporáneo por medio del juego de perspectivas o de la incorporación de voces rapsódicas, entre otros procedimientos técnicos de composición (Sarrazac 2009, Sarrazac 2013, Batlle 2020). En realidad, las razones parecen tener más que ver con la posición excéntrica que ocupa el teatro al interior del mercado editorial, donde la etiqueta “autoficción” funciona, en ocasiones, más como una estrategia de marketing que como una definición precisa o rigurosa, o quizá también guarde relación con la poca cantidad de obras teatrales que se autodefinen o son pensadas por sus creadores y creadoras como autoficciones, pese a poder denominarse como tales desde una definición amplia como la que elabora, por ejemplo, Vincent Colonna (2004), según la cual la autoficción hace referencia a los procedimientos empleados en la ficcionalización del autor.

El desinterés aparenta ser, entonces, bidireccional. Por un lado, la bibliografía crítica sobre la autoficción se ha interesado poco en el estudio del teatro, a pesar de la existencia de prácticas escénicas que se podrían analizar de forma productiva desde dicha noción. Sin embargo, por otra parte, el teatro, o más específicamente los dramaturgos y las dramaturgas, no han sentido necesario explorar las implicancias y posibilidades creativas de la categoría autoficción para el ejercicio de su práctica teatral, probablemente por sentirla ajena a su universo de referencias.

Pienso que una razón fundamental para este desencuentro se relaciona con la insuficiente atención prestada por la crítica a ciertas particularidades de la comunicación teatral y de su respectiva semiosis, que hacen que los esquemas conceptuales ensayados por la academia para describir la dinámica de la autoficción resulten ineficaces para comprender cómo se da esta en el género dramático, en la medida en que dichos modelos teóricos han sido concebidos desde y para el análisis de textos narrativos, precisamente porque la categoría de autoficción surge al interior de los estudios literarios, mientras que el teatro, más bien, es un género híbrido que integra un componente literario con otro de carácter escénico. Pienso también que de ahí se desprende la falta de diálogo entre la teoría de la autoficción y la creación teatral, que se traduce en que los y las artistas, en general, no se hayan identificado con la categoría ni hayan inscrito su praxis en el marco de dicha noción.

Afortunadamente, este desinterés se ha ido modificando gradualmente tanto del lado de la crítica como de la dramaturgia revelando -o quizá reafirmando-, así, la productividad de la noción de autoficción tanto para el análisis como para la creación teatral. En ese sentido, vale la pena resaltar que, desde el trabajo de Toro (2010) en adelante, el término “autoficción” se ha instalado plenamente en la discusión académica. De ese modo, una vez que se adopta la categoría “autoficción” como etiqueta válida para nombrar cierta clase de textos dramáticos y espectáculos, se produce un diálogo sumamente productivo entre la abundante bibliografía especializada en la autoficción literaria y los estudios teatrales que justamente ha permitido profundizar el análisis y la comprensión de la autoficción dramática. De hecho, dicho diálogo ha dado lugar a la aparición de trabajos que aportan ideas sugerentes para pensar la práctica de la autoficción en el teatro atendiendo tanto a su dimensión textual como espectacular, así como propuestas conceptuales que incorporan nociones propias de los estudios teatrales a la discusión teórica. Entre estos trabajos, se pueden mencionar los estudios de Anxo Abuín (2011) y Mario de la Torre Espinosa (2014, 2017) sobre el teatro de Angélica Lidell, los de Mauricio Tossi (2015, 2017) sobre el docudrama en el teatro argentino posdictadura y los de García Barrientos sobre la dramaturgia de Sergio Blanco (2017: 193-236). Es más, en el campo de las propuestas teóricas, Abuin acuña el término “autoficción posdramática” para referirse a una tendencia dentro del llamado teatro posdramático (Lehmann 2013) que, además de distinguirse por la combinación de lenguajes artísticos, la intermedialidad, la corporalidad y la participación del espectador, emplea gran cantidad de material autobiográfico para componer un espectáculo donde actor y director suelen ser la misma persona (2011: 158-161); y Tossi, por su parte, habla de “autoficción performática” para describir piezas donde el documento histórico presentado en escena es el propio cuerpo vivo del actor (2015: 98-100). Por otra parte, en el terreno de la dramaturgia, se observa que creadores y creadoras con una formación académica paralela a su práctica artística, como el franco-uruguayo Sergio Blanco, que es objeto de estudio central de este artículo, o la española María Velasco, apelan a la noción de autoficción para reflexionar sobre su propia poética.

La revisión del corpus anterior muestra cómo los territorios de la discusión teórica y de la creación escénica se pueden ver mutuamente iluminados por medio de la categoría de autoficción. Es más, García Barrientos incluso va más lejos aún en esta línea de pensamiento y sostiene que la autoficción y el teatro no solo están más cerca de lo que la crítica ha imaginado, sino que, incluso, el drama “es un espejo óptimo para que la autoficción estudie su propia ambigüedad entre lo factual y lo ficcional” (2017: 195). Y quizá no le falta razón en su intuición de que el teatro es un espacio donde la esencia de la poética autoficcional se puede no solo potenciar y complejizar, sino donde el ideal que esta persigue se puede realizar plenamente, en tanto las convenciones sobre las que descansa la dinámica comunicativa del teatro, como se verá a continuación, revelan que, en escena, “se puede ser verdadero e imaginario al mismo tiempo” (García Barrientos 2017: 196), razón por la cual la autoficción teatral, como lo ha formulado Sergio Blanco de forma poética y con un guiño metateatral de por medio, nos coloca no ante la disyuntiva de ser o no ser, sino ante la certeza de ser y no ser simultáneamente (2018b: 12).

Pese a ello, es preciso reconocer también ciertas dificultades epistemológicas que plantea el estudio de la autoficción en el teatro: por un lado, la propia noción de autoría en un arte donde la enunciación es plural (y donde, por tradición, incluso, la autoría se ha pensado en términos colectivos) y, por otro, la forma en que opera la referencialidad del signo en escena (Trastoy 2008: 3; Casas 2018: 71). Ambos problemas obligan a revisar cómo funciona el sistema de comunicación en el teatro, especialmente la dinámica del paso del texto dramático a la representación. Por ello, sostengo que, para comprender cabalmente el funcionamiento de la autoficción en el teatro, en calidad de género escénico, es necesario enmarcar los pactos de lectura de la autoficción en los pactos de recepción propios del teatro.

3. LOS PACTOS DE RECEPCIÓN EN LA AUTOFICCIÓN TEATRAL

Para fines de la presente discusión, conviene partir de una definición suficientemente amplia de qué es la autoficción, de modo tal que permita incluir sin dificultades al teatro en el género. En ese sentido, una definición que cumple con este requisito es la propuesta por Jacques Lecarme, quien sostiene que la autoficción consiste en un relato cuyo autor, narrador y protagonista comparten una misma identidad nominal, y que se declara a sí mismo como una novela (1994: 227), entendiendo esta como un relato de ficción. Muy similar a esta definición -e igualmente funcional para el análisis- es la que propone Manuel Alberca, según la cual la autoficción es un relato que se presenta como ficcional, y cuyo narrador y protagonista tienen el mismo nombre que el autor (2007: 157-159). Resulta útil, sin embargo, para una mejor comprensión del fenómeno autoficcional, pensar esta identidad nominal antes que como una rigurosa igualdad matemática, como una identidad aproximada, fluctuante y ambigua, tal como lo propone García Barrientos (2017: 198). Asimismo, resulta pertinente complementar esta conceptualización adoptando tres precisiones que formula Casas al caracterizar el género: la presencia del autor proyectado ficcionalmente en la obra -lo cual nos remite a los procedimientos de figuración del yo a los que alude José María Pozuelo Yvanco (2010)-; la conjunción de elementos factuales y ficcionales en la composición del relato (2012: 10); y que no es suficiente con que el paratexto o el propio texto enuncie que el contenido autobiográfico del relato deba ser leído como ficción, sino que es el propio relato el que debe generar estrategias textuales que estén orientadas a construir una narración autoficcional (2012: 33).

A partir de todo ello, siguiendo a Alberca (2007), se puede describir el pacto de lectura de la autoficción sobre la base de los principios de identidad y de veracidad que definió Lejeune (1975) para analizar el contrato que organiza las dinámicas de escritura y lectura del género autobiográfico. Aplicados a la autoficción, dan como resultado una estructura híbrida y ambigua, aunque quizá sería más preciso calificarla como contradictoria, tal como, de hecho, lo hacen el propio Alberca en algún pasaje (2007: 125-132) y Julio Prieto de manera central en su propuesta teórica (2019: 229-232). Así, en la autoficción, al atribuírsele al protagonista y al narrador el mismo nombre del autor, se genera la expectativa (o la ilusión) de que este se compromete a decir la verdad sobre sí mismo, como en las autobiografías, pero el texto se rige, al mismo tiempo, por las convenciones de un relato de ficción y queda, por tanto, exento de las exigencias de la factualidad, con lo cual deja, más bien, libres al autor y al lector para decodificar la historia que se cuenta según las convenciones de la verosimilitud literaria (Alberca 2007: 5-6). Como consecuencia de esta estrategia narrativa, donde la identidad se afirma y se contradice al mismo tiempo, lo verdadero parece ficcional y lo ficcional, verdadero, lo cual provoca una incertidumbre y una inestabilidad inquietantes en las tareas interpretativas del receptor.

Estos planteamientos quedan adaptados en la definición de autoficción teatral que propone De la Torre Espinosa cuando analiza las rupturas del pacto escénico tradicional que entraña este género y que bien puede servir, además, como base conceptual para la presente discusión:

Hay que indicar que en la autoficción teatral se debe presentar la coincidencia de cuatro elementos: el autor dramático, el director de escena, el actor y el personaje. Además, dicha identificación debe ser explícita, cosa que en el acto escénico es fácilmente verificable por la visibilidad del actor sobre las tablas. Así, la autoficción teatral consiste en una representación escénica con una narración homodiegética donde se da la coincidencia en la misma persona del dramaturgo, el autor del texto, el actor y el personaje, en la que lo narrado se ubica en una posición ambigua entre el pacto de ficción y el pacto autobiográfico. Se trata de un posicionamiento híbrido entre estas categorías que introduce al espectador en un estado de incertidumbre, al no poder distinguir si lo observado tiene referencialidad en el mundo real o bien si ha sido creado para su representación escénica (2014: 57).

A partir de este planteamiento, se desprende que la autoficción teatral paradigmática, donde se cumple la fórmula de identidad descrita en sentido estricto, es un espectáculo o performance unipersonal, donde aquel único ejecutante es también el autor tanto del texto (si lo hubiera) como de la puesta en escena, y donde este único actor, además, se representa a sí mismo. En el ámbito hispánico, de inmediato, los casos de Angélica Lidell o Rodrigo García acuden para ilustrar esta posibilidad. Sin embargo, la intuición y la experiencia sugieren que también pueden existir autoficciones teatrales absolutamente legítimas en cuanto tales donde no necesariamente se produce la coincidencia de identidades entre autor, director, personaje y actor. De hecho, es el caso de algunos espectáculos de dos creadores citados anteriormente -Sergio Blanco y María Velasco-, que no siempre suelen asumir el rol de intérpretes de sí mismos en el escenario, lo cual, como se verá a continuación, antes que invalidar la empresa autoficcional, termina complejizando más aún el juego de identidades al insertarlo en una dinámica metateatral (Toro 2010: 234-238; García Barrientos 2017: 210).

Sin embargo, se trate de uno u otro tipo de modelo de concreción escénica, propongo enmarcar el acuerdo de lectura anteriormente descrito en el pacto que organiza la recepción teatral propiamente dicha, el cual fue sintetizado con contundente precisión por Jorge Luis Borges cuando definió el oficio del actor como el de aquel que “en un escenario, juega a ser otro, ante un concurso de personas que juegan a tomarlo por aquel otro” (2002: 53). En la dinámica ahí descrita, quedan establecidos los dos principios que ordenan el funcionamiento de la comunicación teatral: la simulación y la denegación. Lo primero nos remite al ámbito de la mímesis como modo de imitación, es decir, el procedimiento poético por medio del cual el relato se presenta delante del espectador sin la mediación de una voz narrativa, sino a través de personas -los actores- que simulan estar haciendo cosas que, en realidad, no están haciendo (Sarrazac 2013: 128-133; García Barrientos 2017: 193-198; Pavis 2019: 290-291). Lo segundo tiene que ver con la suspensión de la incredulidad, a saber, aquello que Anne Ubersfeld definió como el “funcionamiento psíquico que permite al espectador ver lo real concreto sobre la escena y adherirse a ello por ser real, sabiendo (y no olvidando sino por cortos instantes) que ese real no continúa fuera del espacio de la escena” (2002: 32). Así, la eficacia comunicativa de la ficción teatral supone un acuerdo tácito entre la escena y el espectador que exige una constante cooperación entre ambas instancias: por un lado, los actores se esfuerzan por construir una realidad escénica verosímil y por mantener dicha ilusión desde el escenario de manera coherente y constante; por otro, los espectadores suspenden su incredulidad y aceptan como real, por un tiempo limitado, algo que, en verdad, no lo es (y que quizá incluso no se ajusta a las leyes según las cuales funciona la realidad extra escénica).

Lo anterior llama la atención sobre una particularidad del género teatral: el poder de la escena para convertir en ficción todo cuanto pasa por ella. García Barrientos formula esta cualidad de la siguiente manera: “La narración puede ser ficticia (y entonces es poética o literaria), pero también puede no serlo, o sea, ser factual, como la histórica o la biográfica. Esta segunda posibilidad, por contra, no la conoce el drama: el teatro es ficción y solo ficción [...] Se diría que el teatro contagia cuanto toca o por él pasa de ficción” (2017: 195). Por su parte, Trastoy lo expresa en términos bastante parecidos: “Sobre la escena, todo es (o parece) ficción” (2008: 160). Sagaseta reitera ello al reflexionar sobre las posibilidades de un teatro autobiográfico: “es difícil pensar en teatro en una biografía o en una autobiografía que eluda algún elemento ficcional. ¿Acaso la escena no es ya una marca de ficción, de teatralidad?” (2006: 1). Y, a partir de una similar constatación, Pavis insiste en la inevitable paradoja que esto genera en el arte de la actuación teatral, donde todo elemento es real pero no puede eludir ser también ficcional simultáneamente:

Así -y esta es la paradoja del actor-, a partir del momento en que parece estar ahí, presente y real, también asume un papel de personaje, lo cual le impide en contrapartida ofrecer un testimonio autobiográfico. O, en cualquier caso, esta comunicación autobiográfica siempre será sospechosa porque es objeto de una puesta en espacio, objeto de una elección de los materiales, de una exhibición; en resumen, de una puesta en escena del yo con fines artísticos y ficcionales. [...] Paradójicamente, el hecho de tener en el escenario la verdadera persona del actor hace que el proceso de autobiografía, de desnudamiento, sea sospechoso y artificial o, al menos, inverosímil (2019: 438).

Por ello, en el escenario, todo es real, pero esa realidad es, al mismo tiempo, negada en tanto es o forma parte de una ficción. Así, si bien los elementos de una puesta en escena son todos concretos y tangibles, son también signos de otros elementos ausentes, que pertenecen a otro nivel de realidad (De Toro 1987: 65-68; Ubersfeld 1989: 19-41; Pavis 2019: 121-122). En consecuencia, en el escenario, todo elemento -incluso el cuerpo del actor- adquiere estatus de signo. Sin embargo, no se debe perder de vista que el signo teatral, como explicó Umberto Eco, se distingue por su capacidad de “ser siempre ficticio, [pero] no por ser fingido o porque comunique cosas inexistentes, sino porque finge no ser un signo” (citado por Trastoy 2008: 3).

Por tanto, debido a los principios de simulación (del actor) y denegación (del público), todos los elementos del hecho escénico se encuentran desdoblados, es decir, son reales (en tanto concretos y materiales), pero, al mismo tiempo, son representación.7 Precisamente, debido a este carácter dual de todo elemento en el teatro, donde todo es signo de otro signo, el teatro puede ser -o, mejor dicho, es- real y ficcional al mismo tiempo. De hecho, García Barrientos apuntará que esta cualidad es un rasgo esencial y constitutivo del arte teatral: “Porque el teatro es siempre ficción; aunque no solo ficción. El desdoblamiento realidad/ficción es en él constitutivo. El teatro y su doble. No hay teatro sin realidad, pero tampoco hay teatro con solo realidad. Al subir al escenario cualquier realidad real se dobla en otra ficticia. A la fuerza, por definición, y afortunadamente” (2017: 210)8.

Por ello, el teatro es un arte donde el carácter ambiguo y contradictorio de la poética autoficcional se puede no solo potenciar y complejizar, sino que es una disciplina donde su exploración es todo lo contrario a un ejercicio forzado o excepcional. Así, paradójicamente, pese a la mutua indiferencia entre críticos y artistas antes reseñada, casi pareciera que el teatro es el lugar natural de la autoficción, o quizá su destino final.

De ese modo, a partir de los principios de simulación y denegación, que organizan la semiosis en el teatro, cabe preguntarse qué ocurre, en la autoficción teatral, con la referencialidad del signo, es decir, cómo se da la interacción entre lo ficcional y lo factual en los textos y espectáculos dramáticos, y qué tiene esta de particular con respecto a la autoficción literaria. Al respecto, hay que partir de que lo singular de la autoficción teatral se basa en dos rasgos propios de las dinámicas de comunicación y producción de sentido en el teatro: el carácter mimético o no mediado de la poiesis teatral frente al carácter mediado de la diégesis propia del género narrativo9 y el desdoblamiento de todos sus elementos constitutivos en el eje realidad/ficción.

La consecuencia de ello será que los referentes en el teatro necesitarán concretarse en signos materiales en la escena y, por tanto, las identidades nominales proyectadas en la autoficción literaria se tendrán que encarnar en concreciones específicas en la autoficción teatral. Así, el juego ambiguo y contradictorio de identidades, que es una abstracción en la primera, forzosamente adquiere, en la segunda, presencia en el cuerpo y voz de un actor.

De esa manera, la materialidad inherente a la dimensión espectacular del teatro potencia la ilusión de realidad que busca provocar la autoficción, y, por ello, potencia también la inestabilidad interpretativa del espectador frente a los hechos relatados en escena. Sin embargo, la paradoja del pacto de recepción teatral hace que cuanto más intensa sea la ilusión de realidad en la representación, más fuerte sea también la conciencia de denegación en el espectador y de que se está, por tanto, ante un artificio. En la narrativa, quizá se puede difuminar un tanto la conciencia del carácter artificial del juego estético que supone la autoficción, pero, en el teatro, resulta más difícil que el espectador pueda prescindir del principio de denegación en su decodificación e interpretación de lo representado en escena. Por todo ello, la clave de la especificidad de la autoficción teatral (y de su efecto) deriva de la materialidad de la escena y de sus implicancias en el plano de la recepción. En ese sentido, desde el punto de vista del análisis de los mecanismos de composición textual de la autoficción teatral, la pregunta fundamental, sea cual sea la forma en que el esquema de identidades nominales se ejecute, sería cuáles son los procedimientos de figuración (o inscripción) del yo en escena y cómo los mecanismos dramáticos y escénicos interactúan entre sí para crear (y negar) la ilusión de realidad10.

4. AUTOFICCIÓN Y METATEATRALIDAD EN LA DRAMATURGIA DE SERGIO BLANCO: UNA LECTURA DE OSTIA Y LA IRA DE NARCISO

Conviene precisar que Sergio Blanco sostiene, como premisa fundante de su poética, que lo fascinante de la autoficción radica en que, al ser una narración donde se fusionan experiencias de la vida del autor con otras de carácter imaginario, el relato resultante no es ni real ni ficcional, sino las dos cosas al mismo tiempo. En consecuencia, para el autor, en la autoficción, no existe una distinción firme entre lo real y lo irreal, ni entre lo verdadero y lo falso, sino que todo en ella es verdadero y falso a la vez. Ello lo conduce a plantear que la autoficción se rige por un “pacto de mentira” en oposición al “pacto de verdad” que se establece en la autobiografía. De esa manera, la autoficción se lograría desprender de las exigencias de veracidad y exactitud para convertirse, más bien, en una invitación a ser infiel y desleal a su referente. Esta licencia -sostendrá Sergio Blanco- convierte al género en una experiencia amoral por excelencia que hace posible experimentar el placer de ser y no ser al mismo tiempo en escena (2018a: 22-24; 2018b: 12-13).

Ostia, precisamente, parece llevar estas tesis al límite al (con)fundir más aún las nociones de persona y personaje mediante el dispositivo escénico que propone11. La pieza es una suerte de instalación escénica o conferencia performativa donde el propio Sergio Blanco y su hermana, la actriz Roxana Blanco, haciendo de ellos mismos, leen un texto escrito por el primero. En este, a lo largo de sus 20 escenas, se relatan supuestos recuerdos de ambos -sobre los que vuelven los personajes para afirmarlos y negarlos una y otra vez-, pero también se indaga, desde la reflexión y desde la práctica escénica, en la esencia del arte teatral y del quehacer de sus artífices.

Pese a que, en la obra, los personajes son nombrados, de forma general, como El hermano y La hermana, la acotación inicial asigna identidades específicas y concretas a quienes interpretarán dichos roles: “El texto deberá ser leído y en ningún momento podrá ser actuado. Las únicas personas que podrán leer Ostia serán la actriz Roxana Blanco y el dramaturgo Sergio Blanco” (2018c: 159). Se establece, así, la convención autoficcional que organizará la pieza y que determinará su pacto de recepción. Asimismo, el supuesto carácter fáctico de los hechos que se relatarán en escena queda reforzado con la indicación que prohíbe actuar el guion. En la medida en que la idea de actuar se asocia inmediatamente con fingimiento o simulación, prescribir que el texto solo se pueda leer, es decir, cancelar la opción de que pueda ser intervenido, alterado o reelaborado por medio de la actuación, pretende abonar en la creación de la ilusión de que lo se verá en escena no es producto de una representación ficcional, sino que se trata supuestamente de una presentación discursiva y objetiva de ciertos hechos de la vida de los hermanos Blanco, quienes están presentes, además, en escena, lo que potencia más aún este efecto. Esta convención es nuevamente explicitada en la última escena de la pieza con el fin de reactualizarla y reforzarla:

La hermana: Cada uno hace de cada uno. El hermano: Claro. Así somos el personaje y nosotros al mismo tiempo. Finalmente nadie más que nosotros puede ser nosotros, ¿no? La hermana: ¿Y vas a actuar? El hermano: No. Actuar no. Lo leemos. Lo leemos juntos. Cada uno en su escritorio. La idea es que las únicas dos personas que podamos leerlo seamos nosotros y nadie más. No sé. Me gusta la idea de que sea un texto que el día que nosotros desaparezcamos también desaparezca. Algo así como si se tratara de un texto tan efímero y mortal como nosotros dos. Un texto que también pueda morir con nosotros. Un texto que solo pueda existir mientras nuestros dos cuerpos puedan estar aquí y ahora (2018c: 217).

A partir de estas premisas que rigen la recepción del texto y el espectáculo, la obra entreteje dos relatos: las memorias de la infancia y juventud de los hermanos Blanco y la historia de la ciudad de Ostia. El primero repasa ciertos episodios -verosímilmente probables- de la vida del dramaturgo y su hermana actriz vinculados al descubrimiento de la sexualidad, lo prohibido, los excesos, el dolor, la belleza, la enfermedad, la pérdida, el arte y la muerte. El segundo se detiene en ciertos hitos -empíricamente verificables- de la historia de la ciudad, que tienen que ver con su fundación mítica, su esplendor durante el imperio romano, su decadencia durante la Edad Media y el barroco, el intento de restaurarla durante el fascismo y su posterior renacimiento como balneario en la década de 1960. El punto de conexión entre ambos está dado por los recuerdos de los viajes -quizá reales o quizá inventados- de Sergio Blanco a la localidad italiana. Sin embargo, se sugieren también otros posibles puntos de contacto, algo menos precisos y más simbólicos, que van provocando un efecto de ambigüedad e indeterminación sobre los hechos relatados, tales como la proyección de las aguas de un mar en plena noche en el fondo del escenario, que evoca tanto al Río de la Plata como al Mar Tirreno, lo cual no permite determinar la ubicación exacta a la que refiere el lugar escénico; un cuerpo inerte cubierto por periódicos en el proscenio, que remite a los desaparecidos de la dictadura militar arrojados al Río de la Plata (entre los cuales se dice que se encontraba el padre de los hermanos Blanco) pero que también se asocia al cadáver del cineasta y escritor Pier Paolo Pasolini, encontrado en un descampado de Il Lido di Ostia, y a los restos óseos abandonados de un gato que alguna vez Sergio Blanco vio en las ruinas del teatro romano en Ostia; o una serie de recuerdos que los propios personajes vacilan entre situarlos durante la infancia en Montevideo, o en viajes de adultez a Ostia, o si solo queda reconocer que son meros productos de su imaginación, como un pasaje que relata una experiencia de tocamientos indebidos sufridos por Roxana Blanco en una parada de autobús, encuentros sexuales de Sergio Blanco con un joven que se prostituía en hoteles lumpen, o visitas de cada uno de los hermanos a cines pornográficos12.

En ese sentido, la imagen que ocasionalmente desliza el propio texto de la arqueología como ejercicio de reconstrucción de un relato sobre el pasado a partir de vestigios materiales heterogéneos que han sobrevivido al paso del tiempo se convierte en un motivo que puede otorgar sentido y unidad a la composición fragmentada de la pieza. Sin embargo, estas tentativas de recomposición del pasado también nos confrontan con un relato imposible -por contradictorio, por indeterminado, por agujereado- o, más precisamente, con la imposibilidad de construcción de un relato unitario y definitivo. Ocurre así, por ejemplo, con las causas nunca esclarecidas del asesinato de Pasolini y también con la historia de la infancia de los hermanos Blanco, llenas de vacíos y acontecimientos de dudosa autenticidad. En ambos casos, uno correspondiente a una historia realmente acaecida y el otro perteneciente al liminal terreno de la autoficción, coexisten, de forma simultánea, diferentes hipótesis sobre los hechos del pasado, algunas de ellas incluso contrarias entre sí, aunque todas posibles.

Este efecto de indeterminación, en el caso de la historia de los protagonistas, se construye por medio de diferentes procedimientos de composición. Por un lado, se da debido a la ya aludida imposibilidad de los propios personajes para fijar un tiempo y un espacio específicos para la acción que ejecutan en escena -a saber, leer la obra Ostia-, pero también debido a que los protagonistas constantemente ponen en duda la autenticidad de los recuerdos evocados o incluso niegan abiertamente su carácter fáctico, dejando al espectador sin asideros para poder discriminar entre hechos reales y recuerdos inventados, y menos aún para organizarlos de forma coherente, como se observa en el siguiente fragmento, donde la tensión se genera a partir del papel de la ficción -en este caso, una película- como posible agente de construcción de la memoria:

El hermano: Yo soy el primero en verlo. La hermana: ¿Qué es? El hermano: Es un cadáver. La hermana: ¿Qué? El hermano: Un cadáver. Un muerto. Un ahogado. La hermana: Entonces es ahí que lo veo. El hermano: Es enorme. La hermana: Violeta. El hermano: Está todo hinchado. La hermana: Parece un animal marino. De la boca le salen algas. El hermano: Y un cangrejo. La hermana: No. Eso no es cierto. El hermano: Sí. Hay un cangrejo. La hermana: Mentira. El hermano: Te juro. La hermana: No había ningún cangrejo. El hermano: Yo vi un cangrejo. La hermana: Estás mintiendo. El hermano: No. La hermana: Estás inventando. El hermano: Yo lo vi. La hermana: Pero es un invento. No hay ningún cangrejo. Estás mezclando todo. Estás confundiendo esa escena con la de la película La laguna azul. Eso pasa en la película. Cuando encuentran el barco abandonado en la playa y ven el cadáver del capitán. Es ahí que ven un cangrejo que le sale de la boca al viejo. Te estás mezclando las escenas. El hermano: Yo vi un cangrejo que le salía de la boca. La hermana: No. No hay ningún cangrejo. Solo unas algas verdes. El hermano: Entonces lo del cangrejo era en la película. La hermana: La habíamos visto ese mismo verano. El hermano: Toda mi vida me había quedado con esa imagen. La hermana: Pero no fue así. De la boca solo le salían unas algas verdes (2018c: 163-164).

Por otro lado, la sensación de indeterminación también es generada por la conciencia metateatral de los protagonistas, que llega a dar lugar a un juego abismal donde ambos se vuelven sobre sí mismos y explicitan ser Sergio y Roxana Blanco leyendo una pieza teatral escrita por Sergio Blanco, donde Sergio y Roxana Blanco dicen, a su vez, estar leyendo un texto teatral de Sergio Blanco. Esta dinámica se ve potenciada, a su vez, porque el propio texto se desautoriza a sí mismo permanentemente (o juega a hacerlo), creando la ilusión, en los espectadores, de que los personajes se comportan espontáneamente y tienen capacidad de improvisar sus palabras y acciones, e introduciendo, así, la duda en el público acerca de si los momentos de rebeldía de los personajes frente al texto no estaban ya previstos en el guion, para recordarnos, instantes después, por boca de los propios personajes, que toda esta dinámica, evidentemente, forma parte de un texto ya fijado. De esa manera, el dispositivo escénico evidencia el carácter de construcción artificial de la memoria que relata (y no de transparente testimonio) por medio de la ejecución de un mecanismo narrativo que consiste en generar en el público un efecto o ilusión de desarticulación o desautorización de lo narrado, como se aprecia en el siguiente pasaje:

La hermana: La postal está escrita con tinta azul. El hermano: No la leas. La hermana: La letra es bella. El hermano: No quiero que leas lo que dice. La hermana: Igual no soy yo quien decide. Solo leo lo que está marcado acá. El hermano: Prefiero que la des vuelta. La hermana: Hago lo que dice acá. El hermano: Por favor. La hermana: Ostia. Junio de 1994. Cuando recibí la postal nunca había oído hablar de Ostia. No sabía lo que era. Ni en dónde estaba. El hermano: ¿Por qué nunca fuiste a Ostia? La hermana: No lo sé. ¿Qué más queda? El hermano: Ya te dije. Solo ruinas. Y pinos. Cientos y cientos de pinos. Y gatos. Muchos gatos. Ostia también está llena de gatos por todas partes. La hermana: Eso es lo que me decías en la postal. Me contás de que en uno de los rincones de lo que queda del antiguo teatro romano hay un gato muerto. Y que alguien lo ha cubierto con un papel de diario para protegerlo de las moscas. El hermano: Es una doble página abierta del Corriere della Sera. La hermana: Eso es lo que decía la postal. El hermano: Te dije que no quería leerla. La hermana: Yo solo leo lo que está escrito acá (2018c: 170).

Como consecuencia de todo lo anterior, como da cuenta la siguiente cita, el escenario se convierte en un espacio donde incluso se vuelve posible modificar el pasado y, en tanto la identidad puede ser entendida como un relato acerca de quiénes hemos sido, también se abriría, entonces, la posibilidad de reinventar quiénes somos:

La hermana; También podemos estar acá. El hermano: También. La hermana: Lejos de Ostia. El hermano: Lejos. La hermana: Y no ir nunca. El hermano: Nunca. La hermana: No pisar esa arena. No mirar nunca ese mar. No haber estado nunca en la orilla del Tirreno. El hermano: Pero yo ya fui. Ya estuve. Ya fui varias veces. La hermana: Sí. Ya sé. Pero también podemos decidir que no. Que nunca fuiste. Que nunca te tomaste un tren hacia Ostia. Que nunca fuiste hasta este lugar. El hermano: Sí. Prefiero. La hermana: Entonces estamos acá. Estamos acá y en otro año. Podemos estar en el año que queramos (2018c: 194).

En ese sentido, Ostia es una pieza que discute y performa las relaciones entre autoficción, identidad y memoria. Para ello, el texto parte de la siguiente premisa, elaborada por el propio Sergio Blanco en un ensayo que le dedica al género: “no solo el acto de escritura vuelve todo ficción, sino que la propia memoria es una construcción donde también opera la ficción: en todo recuerdo del pasado siempre hay lagunas que todo individuo tiende a colmar con invenciones, condensaciones, desplazamientos, etc.” (2018a: 70)13. Sin embargo, el autor va más allá de esta premisa teórica en sus exploraciones escénicas, tal como lo afirma al reflexionar líneas después sobre su poética:

La autoficción es una invitación a abusar y a excederse en ese rellenado de lagunas [...] me corresponde confesar que mis autoficciones han ido más lejos todavía, ya que han inventado lagunas allí donde no las había. Uno de mis placeres mayores a la hora de autoficcionarme es no tanto rellenar vacíos de la memoria, sino producirlos, es decir, crearlos; ahí donde había un recuerdo claro, hacerlo desaparecer y crear nuevas lagunas (2018a: 70-71).

Por ello, en un diálogo de la escena XV, titulada “El camino de Damasco”14, El hermano sostiene que la pieza responde a una necesidad de inventarse por medio del recuerdo, por lo que todo lo relatado -e incluso los mismos hermanos Blanco- sería solo el resultado de algunas palabras ordenadas en el papel, ante lo cual la pregunta de qué es verdad y qué es ficción queda anulada o, en todo caso, pierde real sentido:

La hermana: ¿Cuál es la historia que estamos contando? El hermano: Ya te dije que no hay ninguna historia. La hermana: Pero tiene que haber. Siempre tiene que haber una historia. El hermano: No necesariamente. La ausencia de historia también puede ser una historia. Solo somos nosotros dos leyendo. La hermana: Pero algo tiene que pasar. El hermano: Está pasando algo. La hermana: ¿Qué? El hermano: Nosotros dos estamos leyendo. La hermana: ¿Y qué es lo que leemos? El hermano: Nuestro relato. Una parte. Algunos fragmentos. […] Es más bien una necesidad… La hermana: ¿Una necesidad de qué? El hermano: De construirse. De inventarse. Una necesidad de inventarme por medio del recuerdo. [...] El hermano: No nos estamos exponiendo. Al contrario. Todo lo que va surgiendo va siendo forzosamente ficticio. Pura ficción. Mientras nos vamos contando de a poco nos vamos inventando. Construyendo… La hermana: Entonces nada es verdad. El hermano: No. Nada. O casi nada. La escritura va transformando todo en una ficción. La hermana: Nada de lo que estamos recordando fue entonces verdad. El hermano: A veces sí. A veces no. La hermana: Esta entonces no soy yo… El hermano: Y este tampoco soy yo. Solo somos el resultado de algunas palabras ordenadas en el papel. La hermana: Entonces nada es nada. El hermano: Por eso el riesgo. Y el peligro. Por eso también el dolor. La hermana: ¿Qué dolor? El hermano: Al mismo tiempo que nos vamos reinventando también nos vamos disolviendo. Despojándonos de nuestra identidad. Mientras nos vamos contando nos vamos desintegrando. Mientras nos vamos diciendo nos vamos suicidando en el texto. La hermana: Ser y no ser al mismo tiempo. El hermano: Eso mismo. De eso se trata. Esa es la cuestión (2018c: 204-206).

Precisamente, el relato imposible de Ostia y las memorias inestables de sus protagonistas, lejos de ser una provocación para el espectador con relación a las paradojas de la autoficción dramática, son la puesta en escena de cómo podemos ser y no ser al mismo tiempo, y de cómo las cosas no son o verdaderas o falsas, sino verdaderas y falsas al mismo tiempo. Pero también escenifica no tanto el fracaso de los intentos de dar unidad a la identidad y a la memoria, sino, más bien, propone que el yo es una entidad inestable, configurada por una multiplicidad de identidades que conviven de forma simultánea en permanente movimiento15. De esa manera, la correspondencia observada en la pieza entre autor, director, personaje y actor, en lugar de reafirmar la identidad puesta en escena o dar solidez a su discurso, profundiza las contradicciones características de la poética autoficcional y nos invita, así, como dirá Sergio Blanco, “a la experiencia riesgosa -pero al mismo apaciguadora- de pasar del yo a los yoes” (2018a: 80).

Precisamente, la dinámica de multiplicación de la identidad, o de la “in-unidad de la identidad” (Blanco 2018a: 81), por medio de juegos especulares y metateatrales es llevada al extremo en La ira de Narciso16. Al respecto, el dispositivo escénico de la obra indica que un único actor -el dramaturgo Gabriel Calderón en la puesta en escena original- interpreta a los dos personajes de la pieza: los dramaturgos Sergio Blanco y Gabriel Calderón. El relato de la pieza se organiza alrededor de los sucesos que le ocurrieron al personaje de Sergio Blanco durante su estancia en la ciudad de Liubliana, adonde viaja para participar en un congreso universitario. En la ciudad, conoce a un joven esloveno de nombre Igor, con quien inicia una relación atormentada y de desenfreno. El detonante de la intriga será el hallazgo de unas manchas oscuras en la alfombra de la habitación del hotel donde se aloja el protagonista, que sugieren que un crimen violento ocurrió ahí poco tiempo atrás. Así, durante el desarrollo de la pieza, el espectador asiste a los ensayos de la conferencia sobre el mito de Narciso que ofrecerá el personaje de Sergio Blanco en la universidad local, a los encuentros sexuales entre Sergio e Igor, y a las pesquisas del protagonista acerca del crimen ocurrido en el hotel. En el desenlace, las tres líneas argumentales confluyen cuando, una vez finalizada la conferencia, el último encuentro entre los amantes culmina en el asesinato de Sergio a manos de Igor de una manera que replica el crimen que originó las manchas de sangre de la habitación del hotel.

De acuerdo con la convención de representación de la obra antes señalada, en este texto dramático, se produce la identidad nominal entre autor, director, protagonista y actor, exigida según la definición antes expuesta del pacto autoficcional dramático. Sin embargo, la secuencia de identidades se ve problematizada dado que el personaje donde confluyen todas estas identidades no será interpretado en escena por el autor (quien también es el director del espectáculo), sino por otro actor -Gabriel Calderón-, quien también se representará a sí mismo en el montaje (por lo menos, en el de estreno):

Antes de empezar quisiera dejar una cosa en claro, yo no soy Sergio Blanco. Mi nombre es Gabriel. Gabriel Calderón. Es decir que esto que ustedes están viendo no es Sergio Blanco. O, mejor dicho, este que está aquí no es Sergio Blanco sino Gabriel Calderón. Yo voy a hacer todo lo posible para parecerme a él. Para ser él. Bueno, no precisamente él, Sergio, sino su personaje, es decir, el personaje de Sergio. Voy a hacer entonces el esfuerzo de ser él y les ruego a todos ustedes que también hagan el esfuerzo de creer que soy él (2018d, p. 227)17.

De esa manera, prontamente, se crea la ilusión de correspondencia entre el Sergio Blanco real y el personaje Sergio Blanco, en primer lugar, por la identidad nominal que comparten, pero también porque, en la ficción, se mencionan datos sobre el personaje que se corresponden con información verificable sobre el autor real como, por ejemplo, la referida conferencia en la Universidad de Liubliana, que es presentada en el prólogo de la obra como la circunstancia que motivó su escritura y que se asume una explicación sincera en el sentido de que aparece en un paratexto que se considera no ficcional (más aún porque dicha disertación se encuentra publicada y sus referencias se pueden encontrar al final de este artículo). Sin embargo, la narración incluye también acontecimientos absolutamente imaginarios, como, por ejemplo, el imposible hecho de que Sergio Blanco haya muerto descuartizado en Eslovenia, lo cual proyecta una sombra de duda sobre todo lo narrado en escena y pone, así, en suspenso el estatuto de factualidad del relato en su totalidad.

Asimismo, la configuración del dispositivo del montaje produce que, en escena, Sergio Blanco sea y no sea Sergio Blanco, en la medida en que, si bien la coincidencia de identidades está avalada por la correspondencia nominal entre el nombre del personaje y el referente al que alude, al mismo tiempo, la ilusión es quebrada debido a que el personaje está encarnado en el cuerpo y en la voz de Gabriel Calderón. No obstante, para introducir un nivel de complejidad mayor a este juego de reflejos, en la dedicatoria de la obra -es decir, en un paratexto no ficcional-, Gabriel Calderón es presentado por el autor como “mi otro yo” (2018d: 221). Por ello, Gabriel Calderón representando a Sergio Blanco es una figura de identidad y de alteridad simultáneamente (así como, en la trama de ficción, se juega con la idea de que Igor es el otro yo de Sergio)18.

A su vez, la presencia de Gabriel Calderón en la obra es una estrategia de construcción de la verosimilitud del relato. De hecho, que los dos personajes de la pieza sean interpretados por este refuerza el soporte autoficcional del texto. Por el contrario, si el personaje de Gabriel Calderón fuera interpretado por otro actor, la obra en sí se leería como un evento ficcional, con lo cual perdería su anclaje fáctico y, en consecuencia, dejaría de producir los efectos propios de la autoficción en el plano de la recepción. En ese sentido, Gabriel Calderón, en cuanto actor real y personaje de la ficción -que hace de sí mismo y de otros-, funciona como un puente entre la realidad y la ficción, a la vez que, en sí mismo, es una performance de la idea de autoficción.

Por otra parte, la presencia constante en el texto de comentarios autorreflexivos revela una conciencia lúcida sobre su naturaleza como dispositivo teatral y autoficcional. En esa línea, además de la cita del prólogo antes consignada, se podría mencionar, entre otros, el siguiente pasaje:

Recién Gabriel les aclaró una cosa y a mí me gustaría aclararles una segunda cosa antes de empezar. Esto no es un monólogo. No es un unipersonal. No es un soliloquio. Es un relato. Y como todo relato va a ir avanzando progresivamente durante una hora y media. Así que les voy a pedir paciencia y que se entreguen al juego de la progresión que no siempre es dramática sino muchas veces narrativa (2018d: 228).

Esta exploración de los límites de la ficción por medio de juegos autorreferenciales y metateatrales alcanza uno de sus momentos más inquietantes en la escena 21, donde el protagonista, mientras corre por los bosques de Tívoli, relata el instante en que se gesta en él la idea de escribir la obra y repasa los principales hechos de la trama a riesgo de llegar al momento de la escena a la que estamos asistiendo, es decir, donde cuenta cómo se gesta en él la idea de escribir la obra, con lo cual el texto roza el abismo y se corre el riesgo de dejar atrapado el relato en un bucle infinito.

Esta indagación llega a su momento de mayor tensión en el desenlace del texto, que, aparentemente, resultaría contrario a las pretensiones autoficcionales de la obra: la muerte del autor contada en escena. A partir de ello, se podría pensar que la obra se ha presentado engañosamente como una autoficción, puesto que, ya que Sergio Blanco está vivo, este acontecimiento invalidaría el componente factual del relato y lo convertiría en una pura ficción. Por el contrario, sostengo que este hecho debe ser leído como una reafirmación del carácter eminentemente paradójico de la pieza. Precisamente esa cualidad, presente en todo el texto y radicalizada en el final, reafirma la poética autoficcional de la obra en cuanto rasgo fundamental de la autoficción y, como se ha expuesto ya, antes que la ambigüedad, sería la contradicción:

La figura clave en la autoficción no sería a mi modo de ver la ambigüedad -que tiende a perpetuar la oposición binaria realidad/ficción en cuanto disyuntiva entre lo factual y lo ficcional-, sino la contradicción y la paradoja, o incluso el anacoluto: el imposible lógico que implica la convergencia en la figura del yo narrador de la doble condición de autor empírico y personaje de ficción. Este cortocircuito lógico y textual suele conllevar una redefinición de la relación entre realidad y ficción, que más que como una oposición lineal tiende a darse como un bucle infinito (Prieto 2019: 229-230)

Es más, la obra profundiza tanto en la figura de la contradicción -y es, de ese modo, radicalmente fiel a su poética- que, en su epílogo, inserta la duda acerca de la autenticidad de su autoría o, en todo caso, con respecto a que todo lo consignado en el texto sea una invención original de Sergio Blanco. Así, en dicha parte, Gabriel Calderón relata que, cuando tuvo que hacerse cargo del funeral y repatriación de los restos de Sergio Blanco, encontró entre sus pertenencias el manuscrito de la pieza, y, luego de considerar firmarlo como suyo o empeorarlo, resolvió solo añadir que se lo había dedicado a él y que, además, había indicado que fuera él quien lo debía interpretar (para lo cual tuvo que realizar una serie de modificaciones a lo largo del texto). Lo que sí se atribuye Gabriel Calderón como aporte original es la elección del título de la pieza:

Era mucho mejor titular este texto La ira de Narciso. Por eso yo lo había cambiado. Porque finalmente de eso se trataba esta pieza. Sergio había logrado enfurecerse contra sí mismo. Sergio había logrado ser un Narciso que se mataba a sí mismo en su propio texto. Como buen apasionado que era con el asunto de la autoficción, había logrado ir hasta el fondo de su lógica, había logrado suicidarse en el texto. La caricia del mamut era un bello título, pero La ira de Narciso era la forma más justa de designar lo que era la escritura de su propia muerte. La única ira que Sergio podía albergar en sí era la que tenía contra sí mismo (Blanco 2018d: 273).

Ciertamente, esta supuesta revelación se encuentra ubicada en el relato luego de la muerte de Sergio Blanco, con lo cual se situaría en el terreno de los hechos imaginarios. Sin embargo, en la autoficción, lo esencial para el disfrute no es determinar el carácter real o inventado de los hechos -lo cual, por otra parte, es casi imposible de realizar en la práctica-, sino confrontarse con la sensación permanente de inestabilidad y participar del juego. En todo caso, si esta información fuera verdadera, se estaría ante una variación del esquema de identidades observado en Ostia, con una autoría colectiva y en donde uno de esos autores estaría en escena como actor interpretándose a sí mismo y representando al otro autor. Si, por el contrario, el hecho perteneciera a lo puramente imaginario, se estaría ante un nuevo giro metateatral de la pieza, que, de forma lúdica e irónica, y poniendo en crisis su propia identidad como autoficción, terminaría reafirmando su naturaleza paradójica y agudizaría más aún la inestabilidad interpretativa que provoca en el espectador. Este recurso no debería ser leído como un alarde técnico o una exhibición de virtuosismo formal de parte de su autor, sino, todo lo contrario, propongo interpretarlo, ante todo, como un procedimiento de composición que pone en práctica el propósito central de la poética autoficcional del dramaturgo, a saber, escribir sobre sí mismo para encontrar al otro:

Siempre insisto en que mis autoficciones no se celebran a sí mismas en una promoción del yo, sino que, por el contrario, son simplemente un intento de comprenderme como una forma de comprender a los demás. Todas mis autoficciones fueron escritas no tanto para exponerme, sino para buscarme. Todas ellas están escritas a partir de un yo que busca en la escritura una posibilidad de encontrarse a sí mismo para, de esta forma, encontrar a los otros (Blanco 2018b: 14)19.

De esa manera, así como el Narciso del mito en la versión de Pausanias que inspira la obra se encuentra a sí mismo buscando en las aguas del río el rostro de la hermana gemela muerta (que es también el suyo propio), la pieza da con su auténtica naturaleza de autoficción volviéndose sobre sí misma y confrontándose con su otro yo, la ficción. Y lo inquietante de esta búsqueda de sí mismo del autor y del texto de su propia identidad poética (y de esos otros yo que son también uno mismo) se ejecuta no fuera del teatro, sino adentrándose en él o, como lo expresó García Barrientos, “no huyendo de la ficción sino abismándose en ella” (2017: 210).

5. REFLEXIONES FINALES

Siendo la autoficción un género que surge al interior de la literatura, no resulta del todo extraño que el teatro, una disciplina que posee un carácter híbrido -con un componente literario y otro espectacular-, haya ocupado un lugar marginal en los estudios dedicados al género, a pesar de la existencia, en la escena contemporánea, de textos dramáticos y espectáculos que indagan en las relaciones entre material autobiográfico y componentes de ficción por medio de procedimientos similares a los empleados en la autoficción literaria. Por ello, enmarcar los pactos de recepción que operan en la autoficción en las convenciones que organizan la recepción teatral resulta una herramienta productiva para repensar la teoría de la autoficción atendiendo a las especificidades del teatro en su doble dimensión y para examinar cómo se construye el sentido en determinada clase de piezas dramáticas y espectáculos escénicos. Asimismo, este planteamiento conceptual, al establecer un diálogo entre la bibliografía crítica sobre la autoficción y la práctica teatral, aspira a permitir también que cada vez más artistas escénicos puedan pensar su praxis a partir de la noción de autoficción, de modo que puedan explorar las posibilidades creativas que este género ofrece en la escena contemporánea. En ese sentido, el análisis de Ostia y La ira de Narciso desde esta propuesta teórica no solo pretende poner a prueba su validez o ejemplificar su utilidad para comprender una determinada poética, sino que, precisamente por las características de la escritura de Sergio Blanco -donde las dinámicas metateatrales y autorreferenciales son indesligables de la formulación de preguntas por la identidad y la memoria-, este ejercicio nos confronta con los niveles de complejidad a los que puede llegar la autoficción teatral y nos invita a imaginar y experimentar sus formas de narrar y emocionar.

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1De hecho, el término “teatro autobiográfico” recién apareció en la tercera edición ampliada, de 1996, del Diccionario del teatro, de Patrice Pavis, publicado originalmente en francés en 1983, y está recogido en la segunda edición castellana, de 1998. Por su parte, la noción de “autoficción” aplicada al ámbito escénico figura recién en el Diccionario de la performance y del teatro contemporáneo, del mismo Pavis, publicado en francés en 2014 y traducido al castellano en 2016. Curiosamente, ninguno de estos términos aparece en dos textos de referencia en el campo del análisis del teatro contemporáneo: el Diccionario de términos claves del análisis teatral, de Anne Ubersfeld (publicado en francés en 1996 y traducido al castellano en 2002), y el Léxico del drama moderno y contemporáneo, de Jean-Pierre Sarrazac (publicado en francés en 2001 y traducido al castellano en 2013).

2Para una aproximación al estudio de la obra autoficcional de Sergio Blanco, véanse Mirza (2016), García Barrientos (2017: 209-236), De Lima (2019a, 2019b), González Melo (2020), Prieto Nadal (2021), Gámez (2022) y Luque (2021).

3Los trabajos aludidos son “(Im)posibilidades del drama autobiográfico (El álbum familiar y Nunca estuviste tan adorable)”, de 2009, y “Paradojas de la autoficción dramática”, de 2012. Ambos fueron recogidos luego, junto con otros trabajos previos y algunos otros inéditos cuya unidad temática está dada por su interpretación de la teoría modal aristotélica, en el libro titulado Drama y narración. Teatro clásico y actual en español, publicado en 2017, de donde se toman las citas.

4Se debe recordar que, en 1977, se publica Fils, de Serge Doubrovsky, primer texto que se denomina a sí mismo autoficción.

5Resultan especialmente iluminadoras para pensar la autoficción en el teatro las reflexiones teóricas sobre la autoficción literaria elaboradas por Casas (2012, 2014), Reisz (2016), Diaconu (2017) y Prieto (2019).

6Leonor Arfuch estudia esta reconfiguración de la subjetividad contemporánea a partir del concepto de “espacio biográfico” (2002). Años más tarde, en un trabajo de 2016, realiza una valoración crítica de aquello que las ciencias sociales han denominado “giro afectivo”. Por su parte, Beatriz Sarlo (2005) llama a esta tendencia “giro subjetivo” y Alberto Giordano (2008) la denomina “giro autobiográfico”.

7Recuérdese, sin embargo, que realidad no tiene por qué equivaler a factualidad. Mientras lo primero tiene que ver con lo verosímil según ciertos principios de interpretación del mundo (o incluso con problematizar dichos principios en la construcción de historias), que permiten que el receptor se identifique y se sienta interpelado emocionalmente con los hechos del relato en tanto probables, lo segundo guarda relación con la mímesis exclusiva de acontecimientos ocurridos fácticamente. Por ello, se puede sostener que el teatro posee una fuerte carga de realidad, pero no necesariamente de factualidad (García Barrientos 2017: 195; Batlle 2020: 233-235, 243-246).

8García Barrientos (2009) desarrolla más ampliamente esta teoría. Por su parte, Toro (2010: 230-233) también postula un planteamiento teórico semejante.

9Cabe apuntar que una consecuencia adicional de este hecho —que ocurre, en realidad, en el teatro en general, aunque se torna una diferencia más significativa en la autoficción teatral frente a la autoficción literaria— es la forma en que se construye el punto de vista en el relato. En el teatro, al no existir una voz que pueda centralizar el discurso, con el fin de contener la tendencia centrífuga propia del drama y poder comunicar un determinado punto de vista, los autores apelan a diferentes procedimientos de juegos de focalizaciones y perspectivas para orientar la percepción del espectador, tanto al nivel de la dramaturgia como en la puesta en escena (Sarrazac 2013: 186-190; Pavis 2019: 339-341 y 369-370). Para analizar la construcción del punto de vista, así como para examinar las estrategias de composición del relato en un sentido amplio, resulta especialmente útil la noción de “receptor implícito” propuesta por Batlle, entendida como la inscripción, en cada texto dramático, de una hipótesis de recepción singular de acuerdo con la opción formal que la pieza esté experimentando (2005: 121). Resulta productivo, para el análisis de la autoficción, poner en diálogo dicho planteamiento con las reflexiones de Reisz sobre la inscripción de un cierto tipo de destinatario particular en los textos autoficcionales, a saber, un lector implícito capaz de compartir la intimidad del autor (2016: 88-89).

10Las técnicas metadramáticas que define Toro en su tipología de la autoficción teatral (2010: 234-238) —a saber, el drama dentro del drama, la ceremonia dentro del drama, desempeñar un papel dentro de otro, referencias literarias o a la vida real y la autorreferencia— así como los recursos formales que propone Casas como distintivos de la autoficción (2012: 33-38) —a saber, desorden cronológico, perspectivas narrativas, reflexividad y metadiscurso— pueden resultar herramientas útiles para un examen descriptivo de esta clase de textos.

11En la tipología de Toro, este caso correspondería a la “Autoficción III”, es decir, aquellos textos donde “el autor real (a veces como director y guionista) interpreta a un personaje con el cual comparte el nombre o un derivado y/u otros rasgos de su biografía” (2010: 238). Asimismo, presenta las cinco técnicas metateatrales propuestas por la autora, enumeradas en la nota anterior, y emplea también todos los procedimientos de composición autoficcionales planteados por Casas y listados en la nota antes referida.

12La pieza escenifica la imposibilidad de distinguir los límites entre lo realmente acaecido, la reelaboración (o reinvención) del pasado en el acto mismo de recordar (que responde siempre a las necesidades del presente) y el libre ejercicio creativo de la fantasía (que puede, incluso, fabricar recuerdos que el individuo asume como ciertos). Ello, sin embargo, antes que ser parte de un puro juego estético autoficcional, debería ser leído como una performance de cómo operan las relaciones entre memoria e identidad. Al respecto, Sergio Blanco cita a Harold Pinter al reflexionar sobre cómo opera este cruce entre lo real y lo imaginario, que define la autoficción, en su propia obra: “No hay distinción firme entre lo real y lo irreal; ni entre lo verdadero y lo falso. Una cosa no es necesariamente verdadera o falsa, sino que puede ser ambas: verdadera y falsa” (2018b: 12). Resulta significativo que Pasolini, cuya filmografía y muerte son tema de la pieza, sea un director que encontraba una relación fundante de la memoria con la identidad y el cine. El tema ha sido estudiado por Nasif (2018). Otro cineasta que también discurrió sobre estas relaciones fue Luis Buñuel, quien, en sus memorias, señala: “La memoria es invadida constantemente por la imaginación y el ensueño y, puesto que existe la tentación de creer en la realidad de lo imaginario, acabamos por hacer una verdad de nuestra mentira. Lo cual, por otra parte, no tiene sino una importancia relativa, ya que tan vital y personal es la una como la otra” (2004: 11).

13Sergio Blanco, en el ensayo sobre la autoficción antes mencionado, desarrolla y ejemplifica esta reflexión comentando, entre otros, el pasaje sobre el recuerdo del cadáver varado en la playa citado páginas atrás (2018a: 69-74).

14El título de la escena refiere a un cuadro del pintor Michelangelo Caravaggio titulado “La conversión de San Pablo”. El motivo resulta de particular interés para el dramaturgo en la medida en que la imagen retrata el instante en que el personaje deja de ser Saúl y pasa a ser Pablo, es decir, en que deja de ser alguien, pero para seguir siendo otro, vale decir, el cuadro fija el momento en que es y no es al mismo tiempo (2018c: 203). El mecanismo de la conversión, por otra parte, es empleado por el autor para definir la esencia del quehacer artístico: transformar algo en otra cosa por medio de la creación artística (2015: 16-17, 2018a: 60-61).

15La concepción de la identidad como una entidad múltiple se encuentra desarrollada en Blanco (2018a: 80-82).

16En la tipología de Toro, esta pieza calzaría en lo que denomina “Autoficción I”, a saber, textos donde “el autor comparte el nombre o un derivado con un personaje interpretado por otro actor” (2010: 237). Con relación al empleo de recursos y procedimientos técnicos, se aprecian nuevamente todos los referidos en la nota 10.

17Paradójica y significativamente, poco después, en la línea de lo apuntado sobre las estrategias de construcción de la verosimilitud en Ostia y el rechazo de la actuación como arte de la simulación, Gabriel Calderón lee un mensaje electrónico donde Sergio Blanco le menciona lo siguiente: “Estoy escribiendo un texto que me está inspirando esta ciudad. Es un relato. Y lo voy a escribir para vos. No sé. Me gustaría que lo representaras. Que lo interpretaras. Que lo hicieras. Todo salvo actuarlo” (2018d: 227).

18Para un análisis de los juegos de espejos presentes en la trama y en las estrategias de composición del relato, véase Luque (2021).

19Para una lectura de la pieza como una poética de su autor, véase Luque (2021).

Recibido: 24 de Enero de 2022; Aprobado: 19 de Julio de 2022

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