1. INTRODUCCIÓN
Abraham Valdelomar Pinto (Ica, 1888-Ayacucho, 1919) es uno de los autores más representativos de la literatura peruana. Como afirma Mónica Bernabé: “es también quien inaugura la profesión de escritor en el Perú” (2006: 121). A pesar de que estos reconocimientos son unánimes por parte de la crítica especializada, debe decirse que dicha crítica se ha ocupado en gran parte del aspecto performativo de este autor, el cual, a la manera del escritor Oscar Wilde, se preocupó por construir una imagen de sí mismo que pudiera permitirle distinguirse del resto de los intelectuales de su época. Como consecuencia de esta espectacularidad y del provocador esnobismo que se impuso como norma de su actividad pública (Cornejo Polar 2000: 189), la figura de Valdelomar ha opacado en forma notable su escritura1. Una muestra de esta situación la puede ejemplificar la opinión de Alberto Hidalgo, notable poeta y crítico peruano, quien llegó a decir que la vida de este autor era más importante que su obra (1920: 63). Esta peculiaridad ha derivado en un abordaje crítico que ha enfatizado en la figura del autor, en menoscabo del análisis del contenido de sus libros. El mismo Abraham Valdelomar ya se lamentaba de dicho trato. En una entrevista publicada en el diario limeño La Crónica se quejaba de que: “Muchos intelectuales de Chiclayo no leían mis libros, pero criticaban mis vestidos, mis sortijas, mi manera de ser tan liberal y tan amplia” (Valdelomar 1988: 487). Por eso, Elena Martínez-Acacio no se equivoca cuando reclama que urge un estudio que cubra “un vacío crítico ya insoslayable con respecto a Valdelomar y su significado para las letras peruanas” (2020: 11).
A esta circunstancia hay que añadir que los esfuerzos por examinar la producción de este escritor se han focalizado principalmente en sus cuentos. Con justa razón, Ricardo Silva-Santisteban señala al respecto que “en el estudio de Valdelomar se ha privilegiado al admirable cuentista que fue con detrimento del poeta, el ensayista y el dramaturgo en una obra vasta y desigual” (2013: 285)2. Ahora bien, del multifacético trabajo literario de Valdelomar lo que más abunda son los textos de carácter narrativo3. Entre tales textos, además de los cuentos y las novelas, destacan las crónicas y las prosas ensayísticas, las cuales fueron publicadas en su mayor parte en los periódicos para los que laboró. Como indica José Luis Rénique, el medio periodístico fue el lugar en el que Valdelomar encontró “su hábitat natural” (2016: 203)4, un espacio que le sirvió para manifestarse sobre diversos temas que le preocupaban.
De estos textos publicados por el Conde de Lemos (como le gustaba llamarse a Abraham Valdelomar), interesa estudiar dos en especial: “Reportaje al Señor de los Milagros” (1915) y “Ensayo sobre la psicología del gallinazo” (1917)5. Estas dos narraciones tienen la peculiaridad de presentar una serie de reflexiones sobre el afrodescendiente peruano y su cultura, tema poco abordado por este notable escritor. Ahora, tal dato resulta significativo si se recuerda que Valdelomar pertenecía a esta filiación étnico-racial (Jáuregui 2004; N’Gom 2008: 26; Aguirre 2005: 159)6. El propósito del siguiente artículo es analizar las representaciones sobre el afrodescendiente peruano y su cultura, que se realizan en estos dos textos; asimismo, a partir de dicho análisis, se propone determinar cuál es la valoración que Abraham Valdelomar le reconocía a esta matriz etno-racial en el espectro de la sociedad peruana del primer cuarto del siglo XX.
2. “Reportaje al Señor de los Milagros” (1915)
“Reportaje al Señor de los Milagros” apareció publicado en el diario La Prensa, el 20 de octubre de 1915, y narra el encuentro entre un reportero y la imagen del Señor de los Milagros (la máxima expresión del catolicismo en el Perú)7. Se trata de una crónica en la que el periodista es el protagonista de la historia que relata8. Este personaje ha realizado una serie de entrevistas a diversas personalidades variopintas de la ciudad de Lima. Ahora busca hacer algo diferente y se resuelve “reportear al Señor de los Milagros” (2005: 163). La entrevista se realiza en época de procesión (en el mes de octubre), por eso el reportero aprovecha la ocasión para ofrecer algunas impresiones sobre esta última actividad. Asimismo, efectúa una serie de preguntas al Señor que abarcan temas políticos, sociales e incluso algunos referidos a la naturaleza de los feligreses que acompañan la procesión.
“Reportaje al Señor de los Milagros” fue escrita en el fragor del contexto político y social que le tocó vivir a Abraham Valdelomar durante 1915, año clave que significó el retorno al gobierno del Perú del Partido Civil, ahora dirigido por José Pardo y Barreda. Valdelomar, que militaba en el partido de la oposición (el Partido Demócrata del Perú), secretario de Guillermo Billinghurst, presidente que había sido depuesto ese año, empleó sus crónicas para manifestarse en contra del nuevo gobierno. Por esa razón, en “Reportaje al Señor de los Milagros” se presenta una crítica a los personajes políticos de ese momento histórico en el Perú.
Si bien es importante analizar el modo en el que Valdelomar construye este enunciado en respuesta a los acontecimientos políticos partidaristas que lo afectaban directamente, también lo es analizar cómo en dicho texto este escritor interviene en los debates sociales que se estaban entablando desde 1850 en el Perú, y que se relacionaban con la ciudadanía y el lugar que la élite oligárquica quería asignarle a los grupos subalternos (indígenas, afrodescendientes y mestizos) en el modelo de nación que pretendía construir. Valdelomar escribe en un periodo histórico en el que referirse a las características atribuidas a hombres y mujeres de distintos grupos sociales y raciales no es gratuito, sino que está vinculado “con la intención de controlar una sociedad inestable y cambiante, y con su urgencia por responder a hechos sociales que amenazaban posiciones de privilegio o aspiraciones aristocráticas” (Oliart 2004: 262). Para inicios del siglo XX, la figura del Otro que amenaza a los miembros de la élite está encarnada principalmente en el afrodescendiente y el mestizo, los cuales no solo se hacen presentes de manera física, sino que despliegan su influencia en diversas manifestaciones culturales9. Una de estas manifestaciones es el Culto al Señor de los Milagros.
Según las evidencias históricas, el culto por el Señor de los Milagros tuvo su origen en 1651, cuando un esclavo negro angoleño pintó sobre una pared del local de su cofradía la imagen de un Cristo Crucificado. Poco tiempo después, en 1655, un devastador terremoto azotó la capital del Perú, lo que produjo mucha destrucción y la pérdida de numerosas vidas. La imagen del Cristo Crucificado quedó intacta en medio de tanta desolación. Frente a esta situación, un vecino, Andrés de León, tomó a su cargo el cuidado de la imagen. Por lo que su hogar se convirtió en uno donde negros y mulatos de la “zona de Pachacamilla” se reunían a orar y conversar (Panfichi 2000: 144)10. En la historia de la crónica, el periodista relata que se ha dirigido a la iglesia del Señor de los Milagros (Iglesia de las Nazarenas) y es atendido por el sacristán, quien le informa que el Señor no está allí, que como es día de procesión debe estar por la Encarnación. El periodista camina hacia ese lugar para buscarlo y se encuentra con los numerosos creyentes que han asistido a tal evento.
La multitud se va deteniendo en la plazoleta como la empalizada de un remanso ante un tronco viejo. Esta humanidad mestiza y creyente comienza a hervir como una paila de miel de chancaca. El incienso, a manera de vapor, envuelve en su azul diafanidad los balcones circundantes y atraviesa la enorme parrilla de los hilos eléctricos. Sobre la morada masa, entre la nube perfumada, revolotean haciendo coronas las palomas castas. En las manos de chivillas octogenarias, sahumadores de filigrana de plata realizan el espiritual prodigio de echar humo perfumado bajo las plumas de la cola. La multitud llena de trajes morados, lilas, azules y negros, parece un crepúsculo hecho pedazos (2005: 164).
Resulta interesante la descripción que realiza el narrador acerca de la procesión, porque lo primero que resalta es el hecho de que se trata de una multitud mestiza. No es gratuita la analogía que se establece entre dicha multitud y la paila llena de miel de chancaca. Tanto el grupo de gente mencionada como la chancaca son de un color oscuro, entre negro y pardo. De otro lado, el periodista indica que el incienso envuelve “la parrilla de los hilos eléctricos”. El vapor los oculta. Como indica Elmore, uno de los contrastes claves que opone el mundo moderno al tradicional se sostiene en la presencia de la tecnología (Elmore 1993: 41). En el fragmento citado se sugiere un enfrentamiento entre la tradición (la procesión) y la modernidad (la electricidad). El humo del incienso (la tradición, el pasado) no permite apreciar los hilos eléctricos (la modernidad, el futuro), los distorsiona, los esconde. Esta perspectiva se evidencia en que la focalización de la narración se centra en las mujeres viejas (“chivillas octogenarias”) que portan los sahumadores. El símil entre estos personajes y el “crepúsculo hecho pedazos” hace pensar que para el narrador de la crónica esta práctica no solo pertenece al pasado, sino que está ya en retirada ante la emergencia de la modernidad, que, como la parrilla de hilos eléctricos, luego de disipados los vapores del incienso, se terminará de imponer. Más adelante, el reportero sigue en su descripción:
Una cara negra, gorda, grande, grasosa y femenina, mira arrobada los pendones. Un negrito sopla un sahumador: tal el demonio atizando una hoguera. Vense, con profusión, mesas de vivanderas, balaes de biscochos cabezones como niños recién nacidos, jarrones de chicha. Fraternizan en el ambiente el perfume divino del incienso y el criollo olor de los anticuchos. Dos señoritas “que no son menos que nadie” cuchichean en voz baja. Los turroneros imponen su mal castellano sobre las voces breves de la multitud. Jóvenes “decentes” cuyos zapatos de cañas claras testifican la nacional preocupación por los pies, dicen piropos. Un grupo de periodistas comenta y recoge impresiones. Hablan del “olor de siglos”, “el perfume del pasado”. “la amable tradición”, “la pompa magnifica de los días idos”, de la “Perricholi”, de los turrones… El pasado -dice uno- es esto: unos negros cabezones vestidos de morado, unos cánticos, un cuadro al óleo, el olor de sahumerio y de jornada cívica y los turrones… (2005: 164).
El cronista dirige su mirada hacia algunos personajes de esa multitud. La primera es una mujer afrodescendiente. La mirada se enfoca en el rostro. La descripción es grotesca, da cuenta de un ser excesivo y deforme, cuya cara es “gorda”, “grande” y “grasosa”. En otras palabras, extraordinaria y poco agradable.
Cuando el sujeto blanco se refiere al negro11, tiene predilección por enfatizar algunas partes del cuerpo de este. En la literatura peruana del siglo XIX, esta política en la descripción configuraba al afrodescendiente, al esclavo, del cuello hacia abajo (Velázquez 2005: 159), pero ya en el siglo XX esto cambia, pues las descripciones que se realizan sobre los negros involucran su cabeza, poniendo énfasis en su rostro (Leonardo-Loayza 2016b: 119; 2020: 373). Es así como la mirada hegemónica, que es una mirada racializante, se deposita en los ojos, la nariz, los labios, pero eso sí, todo en clave hiperbólica y desbordante. En términos de Deleuze y Guattari (1978), se instaura lo que ellos llaman un uso de la máquina de facialización, que define la identidad de los individuos de un grupo determinado en función de los rasgos de su rostro. Puede decirse que en el caso del afrodescendiente, tales rasgos son enfatizados no para diferenciar a un grupo de otro, sino para construir una jerarquización y estigmatización de aquellos que poseen dichos rasgos. Lo que se produce con esta acción es un ejercicio de racialización, que debe entenderse como el tratamiento que se otorga a las diferencias fenotípicas, ancestrales, étnicas entre grupos de individuos, como si estos respondieran a una “naturaleza racial” que los condiciona y estabiliza (Campos García 2012). De esta manera, el rostro del negro es uno de naturaleza objetable, porque en su descripción/construcción se muestra trazas de un proceso racializado distintivo de elementos no aceptables para el modelo blanco occidental, asumido, refrendado por los miembros de la élite blanca oligárquica con los que coincide el poseedor de esta mirada, el cronista de turno.
Otro aspecto que llama la atención del fragmento citado es que el narrador se refiere al rostro de la mujer negra como “grasosa”. No se trata solo de la mera mención de una característica física del personaje representado, sino que con esta alusión se hace referencia a lo oleaginoso de la piel de los afrodescendientes, rasgo que los define ante los ojos de los blancos como seres desaseados y repugnantes. Debe recordarse que la repugnancia jerarquiza, coloca a aquel que la experimenta como sujeto y aquello que lo provoca como objeto (Ahmed 2017: 149). Puede decirse que esta racialización de las características físicas de los afrodescendientes tiene la finalidad de mostrarlos no solo como diferentes, sino como inferiores. Ya lo evidenció Robert E. Park: el primer obstáculo para lograr la asimilación de los negros por parte de los blancos son sus rasgos físicos, su marca racial distintiva, que pone entre las razas “el abismo de la conciencia de sí” (cit. en Cunin 2003: 29). No debe olvidarse que si bien el concepto de raza no tiene sentido biológico, la categorización racial tiene efectos reales en nuestro mundo social, político y económico (Bessone 2020: 79).
Continuando con el análisis de la cita de la crónica de Valdelomar, nótese que ahora la mirada del periodista se centra en otro personaje de la procesión: “un negrito”, que sopla un sahumador, de quien se dice que es como “un demonio atizando un asador”. El uso del diminutivo “negrito” podría remitir a una expresión de afecto, pero el símil que sigue a dicha denominación comparándolo con un demonio aparta tal sentido, y sitúa esta expresión en una manifestación propia del tratamiento paternalista que el sujeto blanco ejercía sobre los afrodescendientes desde tiempos coloniales, la que es una modalidad de violencia simbólica. En efecto, tratarlos como niños a los afrodescendientes resalta su condición de minusvalía social12. Además, esta perspectiva tendenciosa se apuntala con el uso de la antigua ecuación negro igual demonio (Tardieu 2001: 166-82), que forma parte del repertorio de operaciones mentales con los que los occidentales han jerarquizado a los afrodescendientes, suturando su identidad como seres apartados de lo humano y definidos como amenazantes o peligrosos.
Por otra parte, debe prestarse atención al juicio que elabora este reportero sobre el idioma que hablan algunos de los comerciantes que están presentes en la procesión. Para este periodista se trata de un “mal castellano de los turroneros”. Lo que el cronista dice es que estos personajes no poseen las habilidades necesarias para hablar el castellano. Con razón Carlos Jáuregui explica que para el blanco: “el Otro […] no habla, sino que balbucea ininteligiblemente” (2008: 461). Pero esta particularidad no se queda solo en la anécdota de pronunciar bien o mal un idioma, sino como dicen Arrelucea y Cosamalón (2015: 159), esta supuesta limitación instala dicha ocurrencia en los debates sobre la ciudadanía a inicios del siglo XX en el Perú. En esta época, para ser considerado como ciudadano se debe tener ciertas capacidades como saber leer y escribir y, por consiguiente, expresarse de modo correcto, hablar bien13. Debe entenderse esta descalificación de la lengua del afrodescendiente como la puesta en escena de una herramienta del poder que distingue y jerarquiza. Julio Ramos explica que: “Representar la barbarie del dialecto implica ahí una estrategia de contención, un intento de dominar la caótica espontaneidad y dispersión del habla popular mediante la codificación e implementación pedagógica de la ley de la lengua” (1996: 12). Así, para la élite blanca, para sus censores, los negros no tienen la capacidad de poder articular de forma correcta la lengua española, por lo tanto, este rasgo los inhabilita para formar parte de la nación moderna, no son aptos para ser considerados como auténticos ciudadanos.
La descripción que realiza el periodista acerca de la procesión no es para nada indulgente. Se trata más bien de una mirada que no solo se encarga de describir una realidad, sino que la juzga y la condena. Desde la perspectiva del reportero, esta celebración, esta manifestación cultural de afrodescendientes y mestizos, es inapropiada porque genera desorden y caos. En la crónica se destaca que los devotos no solo van a orar, sino a comer. En palabras del cronista, se trata de una fiesta en la que conviven “el perfume divino del incienso y el criollo olor de los anticuchos”. Aquí no se está ante un elogio a la diversidad, sino que se critica que lo sagrado se confunda con lo mundano. Asimismo, la mención de los “anticuchos” le permite al cronista evidenciar que esta fiesta es propia de la matriz etno-racial afrodescendiente, porque esta es una vianda con la que se alimentaba a los negros en la colonia y que luego los descendientes de estos asumieron como un plato de su preferencia. Este hecho le imprime a la fiesta el carácter de popular, es decir, una manifestación de las masas.
Esta línea de interpretación se refuerza con la idea de que en la mencionada fiesta los muchachos “decentes” y las “muchachas que no son menos que nadie” se exponen, confraternizan, ante los gritos de los turroneros que hablan mal el castellano. Entonces, a juicio del reportero, esta celebración permite que los diversos grupos étnico-raciales entren en contacto, se confundan, se mezclen. De tal manera, el espacio público es transgredido, todo se hace anarquía, confusión y griterío. Asimismo, el cuerpo mestizo es la prueba de una sexualidad no controlada, transgresora. Este rechazo a lo mestizo pone en evidencia el temor a la mezcla racial que las elites siempre han tenido, porque implica un borramiento de los límites sociales, de las distinciones sobre las cuales se ha construido la sociedad de privilegios. Como afirma Dolores Aponte-Ramos, lo mestizo: “Se instituye, entonces, por su doble código sanguíneo y facializado en sospechoso, perturbador de la frontera del color, capaz de desmantelar los supuestos biologicistas invocados para regular, reglamentar y validar la distribución de bienes siguiendo la línea del color” (2003: 81). Lo mestizo produce miedo, porque pone en riesgo los parámetros que han permitido diferenciar un grupo étnico-racial de otro, distinguirlo en el reparto de los bienes simbólicos y materiales. Por eso, cualquier expresión que lo provoque y lo promueva debe ser cuestionada y rechazada.
Para el reportero esta fiesta no podrá imponerse a la modernización que asoma ya en el paisaje de la ciudad. Esta idea no es solo suya, sino que pareciera ser compartida por sus colegas a los que se alude en la crónica, quienes comentan que la procesión evoca ya el “olor de siglos”, “el perfume del pasado”, “la amable tradición”, “la pompa magnifica de los días idos”, de la “Perricholi”, de los turrones 14. De ese modo, se percibe que este espacio, en el que los diferentes grupos étnico-raciales entran en relación, cesará, debido a que se trata de una práctica colonial, en la que el componente afrodescendiente está vigente: “unos negros cabezones vestidos de morado, unos cánticos, un cuadro al óleo, el olor de sahumerio y de jornada cívica y los turrones…”. Sin embargo, el cronista se equivoca.
Para la época en la que se escribe este texto, la procesión del Señor de los Milagros es todavía una manifestación propia de los afroperuanos. Como explica Susan Stokes (1987), en la década de 1920 algunas de estas prácticas culturales de los afrodescendientes comienzan a considerarse parte constitutiva de la nación peruana. Es así como el antiguo culto al Señor de los Milagros fue incorporado a las tradiciones nacionales15. Stokes identificó tres cambios fundamentales del culto en la década de 1920: en primer lugar, la composición racial del culto, que pasó de ser mayoritariamente afrodescendiente a ser parte de todos los sectores populares. Puede detectarse que el porcentaje de afroperuanos disminuyó y, en contraste, se produjo una mayor presencia de población mestiza y blanca. En segundo lugar, el “blanqueamiento” y el “refinamiento” por la irrupción de las clases altas y medias que, incluso, crearon su propia cofradía: es a partir de estas fechas que la palabra cofradía fue cayendo en desuso y es reemplazada por el de Hermandad. Recién en esta década se ordenó el uso de un local central para la Hermandad, la conformación de cuadrillas y locales propios, los turnos en la procesión y los fondos económicos. En tercer lugar, se observa la directa intervención del Estado y la Iglesia en la procesión, en especial a partir de la dictadura de Augusto B. Leguía.
“Reportaje al Señor de los Milagros” es un texto en el que se perfila una crítica a la tradición que representa la procesión. Si bien dicha crítica debe ser inferida en el transcurso del texto, la prueba de lo que se dice está en el inicio del dialogo entre la imagen de Señor de los Milagros y el periodista. Este último dice: “Pues bien, Señor: ¿no te molestan estos canticos chillones? Estas viejas que gritan. Tú, acostumbrado a la música celestial y a los coros de los serafines…” (2005: 165). El narrador identifica la procesión con el pasado, con la tradición, pero la censura porque se trata de una fiesta popular, cuyos protagonistas no son solo los mestizos, sino, en especial, los afrodescendientes16, los cuales parecieran imponer sus hábitos culturales y eso, ante los ojos del narrador periodista, no es tolerable.
Alonso Rabí (2016) sostiene que Valdelomar asume la tarea de construir, a través de la crónica periodística, los rasgos centrales de un espacio urbano como el limeño, que sufriría notables cambios económicos, sociales y culturales en las dos primeras décadas del siglo XX. Pero Valdelomar no se queda allí, sino que delinea quiénes deben ser los sujetos que formen parte de ese paisaje urbano y qué manifestaciones deberían producirse y permitirse, es decir, que con la escritura de sus crónicas pone en marcha un mecanismo de inclusiones y exclusiones de las identidades étnico-raciales presentes en ese momento histórico en la capital del Perú. Como se ha visto, este autor critica el pasado, la tradición, pero no solo por oponerse a la modernidad, sino porque está constituida fundamentalmente por expresiones de la cultura negra y mestiza. Para el cronista, dichas expresiones, como el vapor del incienso con los hilos eléctricos, impiden que se aprecie bien la modernidad, imposibilitan que se presente en toda su plenitud. En esta misma línea, lo negro y lo mestizo, no aportan en el proyecto de modernización que propone desarrollar el grupo dirigente, por eso hay que cuestionarlos, criticarlos, desplazarlos, junto a sus prácticas culturales, hacia los márgenes de la ciudad, acción que la élite ha venido desarrollando desde inicios de la república17. Como explica José Carlos Luciano Huapaya, el negro, desde ese tiempo fue confinado a residir en callejones, tugurios y barrios periféricos (2002: 35). Es allí de donde no debe salir, así como cualquier manifestación cultural suya que ponga en riesgo los privilegios de las clases dirigentes o se oponga a sus proyectos.
3. “ENSAYO SOBRE LA PSICOLOGÍA DEL GALLINAZO”
El segundo texto de Abraham Valdelomar en el que realiza una referencia al tema de lo afrodescendiente es “Ensayo sobre la psicología del gallinazo”, publicado en el diario La Prensa, el 12 de abril de 1917. Ese mismo año, este texto fue galardonado con el premio de la Asociación del Círculo de Periodistas. “Ensayo sobre la psicología del gallinazo” pareciera reivindicar al gallinazo, ave carroñera no suficientemente valorada por la sociedad limeña. Valdelomar afirma que: “El gallinazo es, a nuestro entender, el único animal que no ha sido ennoblecido por los hombres” (2015: 152). Mientras hay toda una serie de animales que son celebrados por los diferentes países a lo largo del tiempo, en el Perú se lo ha confinado al olvido. En el texto se dice:
Nosotros, de tener nobleza republicana - ¡oh paradoja! - pudimos formar escudos con las características de la época: el poncho, el sable, la botella de pisco y el gallinazo. Pero nos hemos limitado a consagrar por todo recuerdo a esa ave simbólica de la nacionalidad, una calle, la de Gallinacitos. ¡Una calle! Bien poco por cierto para el animal que durante los siglos nos ha barrido la ciudad. Porque el gallinazo ha sido en el Perú, y quizá en el mundo, el primer concepto social de la higiene pública (2005: 152-53).
Como se puede apreciar, todo hace indicar que se está ante un ejercicio laudatorio hacia esta ave local de Lima. Sin embargo, Valdelomar lo que hace es tomar como pretexto a dicho animal para hablar sobre los seres humanos, pero en especial sobre los afrodescendientes. El narrador expresa:
El gallinazo, esta característica, alada y negra de la Ciudad de los Reyes, es para las aves, lo que el negro los demás hombres. El gallinazo es negro, definitivamente negro, rotundamente negro. Es como una maldición de padre agustino dicha en una cámara oscura a las doce de la noche. Negro y brillante cual dibujo de tinta china, el gallinazo es la negación de la luz. Oscuro como la filosofía alemana, espíritu nietzscheano, es sobrio como un juramento de mayor de guardias. Es el ave simbólica. Una vieja leyenda de tajamar, hace nacer el primer gallinazo del vientre de una negra tamalera, a las doce y media de la noche. Y nada se parece más en efecto a un negro viejo, retinto, que un gallinazo (2015: 153).
En este texto se realiza una analogía entre el gallinazo y el negro. Lo primero que resalta es el énfasis con el que se marca el color del gallinazo. Valdelomar dice que “el gallinazo es negro, definitivamente negro, rotundamente negro”. No se trata simplemente de referir el color del plumaje de estas aves, sino que el enunciador del texto juega a instaurar, mediante la repetición, la relación que hay entre el gallinazo y el afrodescendiente18. Por un lado, se remarca la infravaloración y subordinación que supone este color de piel. Por otro lado, la insistencia en reiterar el vocablo negro invita a pensar que la intención de esta repetición radica en el hecho de remarcar la naturaleza atávica del afrodescendiente; es decir, que el negro, al igual que el gallinazo, no puede dejar de ser lo que es, o, ser aquello que los estereotipos dicen que es: un individuo con una serie de rasgos negativos.
En esta línea de interpretación, tiene sentido cuando se dice en el texto que el negro es una maldición, la negación de la luz. Surge la oposición luz versus oscuridad, que puede leerse como una versión de las viejas dicotomías civilización versus barbarie, cultura versus naturaleza. El gallinazo, como el negro, se inscribe en la segunda instancia de la dicotomía. Asimismo, el símil “es como una maldición, la negación de la luz” pone en escena la identificación que desde occidente se hizo entre el negro y lo maligno. Frantz Fanon lo explica en los siguientes términos: “Cuando la civilización europea entró en contacto con el mundo negro, con esos pueblos de salvajes, todo el mundo estuvo de acuerdo: esos negros eran el principio del mal” ([1952] 2009: 162). En el texto de Valdelomar se reitera este tópico.
De otra parte, resulta significativo que el enunciador de la crónica sostenga que existe una leyenda que cuenta que el primer gallinazo nació de una mujer tamalera. De este modo, se propone que no hay una diferencia entre el animal y el hombre afrodescendiente. Ambos tienen un origen común, por lo tanto, tienen una misma filiación y las características de uno pueden ser extrapoladas al otro. Esta es una puesta en escena de la vieja ecuación negro igual animal; lo que se apuntala cuando el enunciador expresa “el primer gallinazo nació del vientre de una negra tamalera, a las doce y media de la noche”. Aquí ya no es un simple ejercicio de analogía, sino que se intenta crear una filiación entre el animal y el afrodescendiente, en otras palabras, los gallinazos no solo se parecen a los negros, sino que descienden de ellos. En este procedimiento de animalización se intenta sugerir que el negro no solo es diferente de la especie humana, sino que está asociado a otras especies. Como explica Mónica Cragnolini: “los animales son parte de esa otredad anulada como tal y, por lo tanto, como posibilidad de ser” (2016: 24). Así, se trata de un monstruo, cuya presencia instaura el espacio de lo no-humano como el ámbito propio donde se desenvuelve el negro (situación que se ve corroborada por su aspecto físico y su manera de alimentación, como se explicará líneas más adelante en este artículo)19. En el texto se sigue realizando esta comparación cuando se dice:
El gallinazo, a más del color, se parece al negro en el ronquido característico, en ese ¡tus -tus -tus! del negro viejo y asmático; en su rostro rugoso y agrietado; en sus pequeños ojos vivaces; en su modo de caminar matonesco; en su carácter díscolo; en que sólo se baña cuando lo hace, en el río y desnudo; en que odia todo lo blanco; en su afición por los camales, donde se refocila con la sangre coagulada y se nutre de tripas; en su tendencia de a caminar en pandilla; en su simpatía por el cargamontón; en su carencia absoluta de ideales estéticos; en que, por fin, como el negro osado y dominguero se aventura de vez en cuando hasta la calle de los mercaderes (2005: 153).
Como puede notarse, el enunciador compara el ave con el afrodescendiente. Pero esta comparación no se define en términos positivos, sino en los de carácter negativo. El enunciador se focaliza en el rostro del afrodescendiente “rugoso y agrietado”, enfatiza en “sus pequeños ojos”. Una vez más está en marcha la máquina de facialización que sutura la identidad del afrodescendiente, que lo racializa y estigmatiza a partir de las partes de su rostro. Como añade Aponte-Ramos: “Al cuerpo negro se lo mira, se lo describe y se lo signa, su rostro se descualifica y cada elemento que se adscribe se constituye en sospechoso” (2003: 84). En el párrafo citado también se alude a la manera de caminar “matonesca” del gallinazo, lo que remite al estereotipo del negro violento y conflictivo. Asimismo, se hace referencia a que es un díscolo, es decir, alguien que tiene la tendencia a desobedecer y rebelarse en contra de las normas. De otro lado, se ubica al negro en la naturaleza y la barbarie, porque se baña desnudo, porque gusta de los camales y se alimenta con las vísceras de los animales sacrificados (los anticuchos son una manifestación de este particular gusto). Se trata de seres gregarios, que gustan del cargamontón (acosar entre varias personas). Un añadido más es que no tienen ideales estéticos, lo que implica que están incapacitados para desarrollar cualquier tipo de arte.
En “Ensayo sobre la psicología del gallinazo” el enunciador habla acerca de los gallinazos, pero, en realidad, se está refiriendo a los negros. Este símil constantemente se reafirma a lo largo del recorrido textual. Por ejemplo, en el texto de Valdelomar se relata la historia de unos gallinazos que fueron alertados por otro más joven acerca de una vaquilla fenecida a las orillas del río:
La manada de gallinazos llega ¡tus-tus-tus! Uno se dirige por instinto a los ojos porque recuerda el cuento del gallinazo que cayó en la trampa orgánica que le preparó la mula cuando se hizo la muerta. Prefieren los gallinazos en los cuadrúpedos yacentes, las tripas, las cuales buscan con el mismo interés y comen con la misma fruición que los negros el choncholí (2005: 154-55).
Fíjese en la última parte de la cita, en la que nuevamente se menciona la predilección de los gallinazos por las tripas, este interés ávido e intenso también caracteriza a los negros cuando comen el choncholí (la comida hecha a base del intestino delgado de la vaca)20. Siguiendo con el relato de los gallinazos que fueron alertados acerca de la vaquilla, el enunciador refiere:
Ambiciosos, incultos y sin sentido moral, olvidan pronto que tan grande banquete se lo deben al gallinazo joven que les dio la noticia. Riñen, se atumultan con el pueblo, en una jornada cívica hasta que se produce el escándalo, el fenómeno social. Tres viejos y fuertes gallinazos picotean a su guisa al joven gallinacito abnegado que los ha traído. Pero ¡oh justicia divina! Hay un juez para todo. El Destino manda y el Destino, la justicia del gallinazo, es el palomilla (2005: 155).
El narrador no se está refiriendo a los gallinazos. El hecho de endilgarles a estos personajes características como “ambiciosos”, “incultos” y “sin sentido moral” permite afirmar que se está hablando sobre seres humanos, en este caso, los afrodescendientes, los cuales pueden recibir dichos adjetivos del mismo modo que los gallinazos, porque, según la lógica que impone el texto, existe una supuesta proximidad entre ellos. Debe recordarse la mención que hizo este mismo enunciador, en el inicio del “Ensayo sobre la psicología del gallinazo”, acerca de la leyenda que contaba que el primer gallinazo nació del vientre de una negra tamalera. Asimismo, también es extensible a los negros la actitud traicionera y violenta que ejercen los gallinazos viejos sobre el más joven. Y se sigue diciendo en el relato:
Los otros, los compañeros, no han hecho sino ponerse a fojas, humanamente. Analizando la cuestión en el terreno positivista, los otros tienen razón. Cada Cristo que cargue con su cruz, dicen ellos. Así esperan que el palomilla se marche con su víctima y tornan a los postres. Ni un comentario, ni una lamentación sobre el amigo herido, preso y quizá muerto por la precocidad criminal del palomilla. Como todos son cómplices de tan filosófica cobardía, acuerdan callarse… ¡Oh la inteligencia de los gallinazos! Si el hombre no descendiera del mono, debería descender del gallinazo, señor Darwin (2005: 156).
Aunada a esta imagen del gallinazo como un ser traicionero y violento, se esgrimen dos características más: insolidaridad e indiferencia. Estos gallinazos que, como se ha visto, representan a los negros, poco o nada les importa la suerte el compañero caído en desgracia. Son seres que viven sus vidas sin importarles las del resto, aun así hayan recibido algún tipo de ayuda de estos. En el texto se dice:
No falta, sin embargo un gallinazo sinvergüenza que escriba un artí… digo que pronuncie unas frases de dolor hipócrita y cocodrilesco. Pero llegan las horas del día, hora de la matanza en el camal. Y cada uno se marcha por su cuenta. Nuestros dos gallinazos, los de añoso sauce, han compartido por los demás esta serie de pequeñas grandes infamias, y también van al Camal. Los gallinazos se mezclan a los matarifes, hurgan en la sangre coagulada y se diría que hasta adulan a los matanceros. Se posan sobre los cuerpos heridos, cálidos y aún palpitantes, de las reses; les pican los ojos que aún tienen vida y se recrean en atormentar a los agonizantes corderos mansos. Pican las vivas pupilas de las vacas, hostilizan a los animales heridos por los camaleros, hurgan con el pico agudo las carnes ensangrentadas y luego vuelven la cara hacia los matarifes como esperando su aprobación. No les asusta el gritar de los cerdos, porque saben que es gritar de dolor. Llega la una del día y los gallinazos que, como negros ignorantes y ociosos, son fanáticos, se van a las torres de las iglesias. Allí mientras el mundo gira, ellos extienden el ala, equilibrándose sobre una pata. Se cazan con placer sibarita al misero chuchuy o el piojo blanco y luego duermen una siesta prudente sobre la torre o un brazo de la cruz blanca ya por sus álcalis (2005: 156).
Valdelomar refiere que a pesar de la actitud de insolidaridad e indiferencia que supuestamente caracteriza a los gallinazos, no falta uno que sea sinvergüenza y escriba, pronuncie un discurso hipócrita. Así, se asegura que el lector no deje de establecer la conexión entre los gallinazos y los negros. Cuando alude al gallinazo que escribe se está refiriendo a alguien que puede realizar esta acción, es decir una persona, no un ave.
De otra parte, en el fragmento citado se hace referencia a la manera de alimentarse de los gallinazos con las vísceras de las reses (gusto compartido con los afrodescendientes, como ya se apuntó). Sin embargo, más que prestarle atención a lo que comen, se enfatiza en la manera cómo lo hacen. Pican los ojos de las reses aún vivas, atormentan a los corderos agonizantes, hostilizan a los animales heridos. No solo hay un hábito en alimentarse, sino en procurar sufrimiento a estos seres. Hay una especie de gusto y satisfacción en llevar a cabo dichas acciones. Si se sigue el ejercicio de comparación entre los negros y los gallinazos, entonces se puede extrapolar estas conductas del gallinazo al negro. De tal modo, el afrodescendiente, además de alimentarse de ese tipo de carne (lo que lo emparenta con lo animal, con lo salvaje), también encuentra cierto placer en ocasionar dolor a otros individuos. Se está nuevamente ante la idea de que lo negro encarna el mal, lo que sería consustancial al grupo étnico-racial afrodescendiente. En la parte final del fragmento se hace otra vez una referencia a la identificación de los gallinazos con los negros. Cuando los primeros terminan de alimentarse “como negros ignorantes y ociosos, son fanáticos, se van a las torres de las iglesias”. Valdelomar plasma así tres de los estereotipos que Occidente asume sobre los afrodescendientes: ignorancia, ociosidad y fanatismo. Por eso van a las iglesias, pero no para orar, sino para descansar o, como indica el texto, a pasar el tiempo.
Milagros Carazas analiza de manera breve “Ensayo sobre la psicología del gallinazo” y afirma que “Valdelomar intenta ennoblecer la imagen del ave pero es una tarea imposible, de ahí que prefiera el humor y el escarnio a cuestas del sujeto negro” (2011: 35). El objetivo de este enunciador no es “ennoblecer al ave”, sino que el autor de este texto emplea como pretexto al gallinazo para zaherir al negro, para recordar la relación que se establece entre el mencionado animal y el afrodescendiente. De ese modo, Valdelomar probaría que tal personaje es parte de la naturaleza, lo salvaje y lo bárbaro. Hay en esta consideración un eco del pensamiento de Hegel, quien decía en 1837 que “El hombre negro representa al hombre natural en toda su barbarie y violencia […] Todo esto está de más en el hombre inmediato, en cuyo carácter nada se encuentra que suene a humano” ([1928] 2005: 283). Valdelomar pareciera replicar este pensamiento. Por dicha razón, es probable que Nicomedes Santa Cruz, uno de los representantes más autorizados de la cultura afroperuana, dijera respecto a “Ensayo sobre la psicología del gallinazo” que se está ante “un antinegrismo que envidiaría el más miserable sectario del «Ku-Klux Klan»” (2004: 187). Esta crónica debe ser entendida dentro del conjunto de textos que Valdelomar escribe para probar que no se puede contar con el negro en cualquier proyecto de modernización que se lleve a cabo, porque se trata de un personaje que se encuentra más cerca de la barbarie que de la civilización.
4. CONSIDERACIONES FINALES
Marcel Velázquez (2005) explica que en la colonia el esclavo era considerado un ser racional incompleto, incapaz de gobernarse por sí mismo, instalado en los dominios de la naturaleza sin la capacidad de acceder al plano de la cultura. En el negro “prevalecen su cuerpo y sus deseos sensoriales sobre su alma y su razón” (Velázquez 2005: 64). Estas ideas perduran a inicios del siglo XX y son refrendadas por el proyecto de modernización que la élite blanca y aristocrática emprendió. Un “proyecto de modernidad epidérmica” (Elmore 1993: 17) que se sustentó en la exclusión de las mayorías. Así, el color de la piel se presentó como un indicador de si las personas podían o no ser aptas para alcanzar la modernidad, o contribuir para el desarrollo de esta. El tener una piel oscura hizo que los individuos fueran considerados como sospechosos, o faltos de lo necesario, para convertirse en parte de dicho proyecto. En el caso de Valdelomar, lo curioso es que, a pesar de haberse enfrentado frontalmente a esta élite, en algunos de sus textos, como los que se han analizado en el presente artículo, se manifiesta una coincidencia de pareceres con este grupo de poder. Valdelomar, como la élite blanca y aristocrática, descalifica al individuo negro (y al mestizo, por añadidura) como un sujeto moderno, o que pueda propiciar cualquier tipo de modernidad. De esta manera, “Reportaje al Señor de los Milagros” y “Sobre la psicología del gallinazo” ponen en evidencia que, en sociedades como la peruana, a la pigmentocracia se le adosan condiciones de solvencia moral y de aptitud intelectual. La consecuencia de tal actitud es que el color de la piel instaura una distinción que determina que los individuos blancos sean considerados como sujetos, mientras los negros son percibidos como objetos.
M’Bare N’Gom afirma que al periferizar al negro y al convertirlo en objeto, Valdelomar no solo rechaza, sino que se despoja también de sus raíces africanas (2004: 104). Del mismo modo, suprime e invisibiliza al negro y a su descendencia del discurso de la identidad nacional. Si bien no se puede culpar a Valdelomar por intentar borrar de su vida la filiación afrodescendiente, en una época en la que la pertenencia a dicha matriz étnico-racial era reprochable y rechazable (debe recordarse el caso paradigmático de Ricardo Palma), lo que puede criticarse es la posición que se desprende de sus escritos, en los que representa a los afrodescendientes como seres liminares, ahistóricos e incivilizados. La mirada de Valdelomar sobre el negro no difiere en mucho de aquella otra que ejerció la oligarquía sobre este grupo étnico-racial: es una mirada racializada, jerarquizadora, racista. En “Reportaje al Señor de los Milagros” y “Sobre la psicología del gallinazo” se racializa la identidad del afrodescendiente. Se trata de textos racistas, porque activan el racismo. Y es que, a veces, “la literatura peruana ha servido de vehículo para el racismo de los sectores hegemónicos” (Higgins 2003: 159)21, postura que no solo puede reconocerse en los escritores pertenecientes a dichos sectores, sino también en algunos que son considerados progresistas, como el propio Valdelomar. Debe recordarse que el racismo no acaba en discursos ni en prácticas institucionales, requiere la fabricación de sujetos sometidos. Para que el racismo funcione, como indican Blandón Mena y Arco Rivas, se necesita fijar tales discursos en torno a la “invención mistificada y bizarra de cuerpos, geografías e historias específicas” (2015: 61). Lo que hace Valdelomar es contribuir, desde sus escritos, con esta invención del cuerpo del otro afrodescendiente y del mestizo, suturar sus identidades como seres instalados en el pasado, la tradición, lo salvaje y lo bárbaro.