SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.22 número2Juicio político, juicio moral y poderBernardo Haour, S.J.: Introducción a Fenomenología de la percepción de Maurice Merleau-Ponty, Lima: Fondo Editorial Universidad Antonio Ruiz de Montoya, 2010, 281 pp. índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

  • No hay articulos citadosCitado por SciELO

Links relacionados

  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Areté

versión impresa ISSN 1016-913X

arete v.22 n.2 Lima  2010

 

RESEÑAS

 

Nancy Fraser: Escalas de Justicia, Barcelona: Herder, 2008, 294 pp.

 


Pocos pensadores actuales leen tan bien su época en conceptos como Nancy Fraser. Sus dos trabajos anteriores1 nos mostraban profundas reflexiones sobre las preocupaciones democráticas más importantes a fines del siglo XX. Podríamos decir que sus esfuerzos teóricos se centran en la producción de un aparato conceptual que permita analizar los conflictos sociales al interior de las democracias contemporáneas y esboce pistas para su solución.

Esta nueva obra da tres pasos adelante respecto de sus predecesoras. Primero, crece el manejo de casos o contenido empírico de análisis, es decir, ahora es más grande y actualizada la "muestra" de hechos sociales relevantes para el examen. Así, incluye nuevas realidades como los atentados del 11 de setiembre y la transición en EE.UU. de Bush a Obama. Sin embargo, si bien este primer paso adelante es una razón suficiente para leer el libro y las nuevas penetrantes interpretaciones que ofrece, es solo una consecuencia natural de actualizar una teoría normativa a un nuevo escenario. Mucho más osados y teóricamente atractivos –o al menos polémicos– son los otros dos pasos. El segundo: aunque ratifica buena parte de sus investigaciones previas, también se rectifica y autocorrige. Admite que cometió un error al considerar la justicia como bidimensional, tomando sobre todo dos variables: la posición económica y la valoración social. Reducir la justicia a la economía y la cultura conlleva el peligro de descuidar la autonomía de la dimensión política. Ahora piensa la justicia tridimensionalmente. El tercero: el escenario de la justicia ya no puede ser el interior de una democracia liberal contemporánea, debido a que las fronteras del Estado-nación han colapsado. Las conexiones internacionales de facto en la economía, la cultura y la política hacen que en la era de la globalización la justicia requiera niveles macros y micros bien articulados.

Revisemos estos dos últimos pasos siendo fieles al espíritu de la teoría crítica, más que a una autora que pretende y merece ser reconocida como heredera de tal escuela2. Desarrollaré un apartado para cada uno de ellos, que podríamos resumir como el qué y el quién de la justicia. Dejaremos un apartado tercero para otras sutilezas teóricas que se desprenden de preguntarse cómo ampliar las nociones tradicionales del qué y el quién.

1. Una respuesta tridimensional al qué de la justicia

Durante muchos años diversos grupos oprimidos –la clase proletaria, las mujeres, los homosexuales, minorías étnicas, entre otros– demandaban ante sus Estados y la opinión pública el reconocimiento de su situación como el primer asunto de la justicia social. Para unos la esencia de la justicia se reducía a la distribución económica: asegurada una repartición suficiente de la riqueza no había razón, por ejemplo, para que grupos que se sienten culturalmente postergados lo sigan siendo. Para otros, en cambio, lo importante era asegurar el debido respeto y, luego, la distribución económica justa sería una consecuencia. Todas estas demandas competían por definir la sustancia de la justicia, el qué. ¿Qué dimensión o factor es el más importante? ¿La estructura económica o la valoración de respeto y reconocimiento institucionalizado? ¿Cómo discriminar cuál de los reclamos sociales tiene prioridad? En palabras de Amartya Sen, lo que se discutía era la igualdad de qué3. Las respuestas tendían a parcializar el debate hacia lo económico o lo cultural. Veamos la solución que Fraser propone.

Una interpretación democrática del principio moral de igual valor de las personas se halla en la base de la teoría de Fraser: el principio de la paridad participativa. Así, "superar la injusticia significa desmantelar los obstáculos institucionalizados que impiden a algunos participar a la par con otros, como socios con pleno derecho a la interacción social" (p. 39). Esto es, una injusticia se produce cuando se institucionalizan situaciones que inhabilitan la participación equitativa de unos en la vida social. Esto se puede apreciar claramente desde las dos problemáticas claves del siglo pasado: mala distribución –maldistribution– y reconocimiento erróneo o menosprecio –misrecognition–. La falta de ingresos suficientes, la situación de subempleo o desempleo y la explotación son injusticias económicas del primer tipo; la burla y la tipificación, el acoso y el rechazo por factores como el color de la piel y la vivencia sexual son, entre otras, injusticas culturales del segundo tipo. Ambas incapacitan a unos para que se relacionen en términos de igualdad con sus conciudadanos. Las consecuencias de ambas van más allá de la economía y la cultura; distorsionan la esfera política, pues quien es pobre o mal valorado socialmente difícilmente puede realizar plenamente sus derechos políticos y decidir conjuntamente el destino de su sociedad. Hasta aquí la teoría de Fraser según sus primeros escritos4.

Para ir más allá de la anterior visión bidimensional de la justicia, tengamos en cuenta que lo político "remite a la naturaleza de la jurisdicción del estado y a las reglas de decisión con que se estructura la confrontación. Lo político suministra el escenario donde se desarrollan las luchas por redistribución y reconocimiento". Por tanto, "no solo dice quién puede reivindicar redistribución y reconocimiento sino también cómo han de plantearse y arbitrarse esas reivindicaciones" (pp. 41-42). Cuando los ciudadanos no acceden a este escenario en igualdad de condiciones, se produce la propia injusticia política o representación fallida –misrepresentation– en dos niveles. En esta sección nos ocuparemos solo del primero, dejando el segundo para la siguiente. En el primer nivel, las reglas o procesos niegan a unos la participación plena produciéndose la representación fallida ordinaria. Esta injusticia se da dentro del marco del Estado de Derecho: algunos ciudadanos lo son solo formalmente o, en el peor de los casos, se les considera legalmente como pseudociudadanos. Algunas preguntas relevantes son las siguientes: ¿Los sistemas con voto mayoritario o distrito electoral único realmente incorporan a las minorías? ¿Los sistemas electorales realmente conceden valor a los géneros, razas y a otras diferencias significativas? Al preguntarse cómo garantizar la participación política de los grupos oprimidos, Fraser resarce un vacío que sendos críticos encontraron en sus escritos y cuya solución ella solo había dejado insinuada como posibilidad anteriormente.

2. El nuevo escenario de la justicia descubre al quién

Dice Fraser que se persuadió de rescatar la autonomía de la dimensión política después de analizar las consecuencias del quién de la justicia. Veamos. Las teorías de la justicia social, subraya ella, partían de dos dogmas. El primero y más conocido dogma señala que el marco para la justicia es el Estado-nación y, por tanto, los sujetos con derecho a reivindicaciones son los ciudadanos ante sus gobiernos. Este marco es calificado como westfaliano-keynesiano, porque hereda la tradición de Westfalia –que describe un escenario internacional de unidades políticas autónomas y soberanas– y keynesiana –que en el siglo XX todavía presuponía que los Estados podían planificar su macroeconomía sin atender en demasía a factores fuera de sus fronteras–. Asumido tal escenario, solo los conciudadanos tenían derecho a presentar reclamos justos ante sus Estados.

Si aplicamos este hecho a la problemática anterior del qué, podremos apreciar fácilmente por qué es necesario también revisar quién es el sujeto a considerar. Primero, es obvio a inicios del siglo XXI que el marco westfaliano-keynesiano se ha desbordado. Desde el punto de vista político, económico, cultural y, más recientemente, ambiental, el escenario es global: "enfrentados al calentamiento global, la expansión del sida, terrorismo internacional, y el unilateralismo de la superpotencia, las oportunidades de vida dependen de procesos que suceden dentro de las fronteras, pero a la vez las traspasan" (p. 34). Tomemos el aspecto económico puesto de relieve por la reciente gran crisis. Si un grupo marginado de la riqueza –como campesinos u obreros– presenta reclamaciones de justicia a su Estado y este accede a tal demanda, el complejo e incontrolable escenario exterior puede afectar ese pacto interno entre ciudadanos y gobierno. La decisión económica última está fuera de las fronteras. ¿Cómo pueden establecer, por ejemplo, reclamaciones de justicia campesinos africanos ante una transnacional que monopoliza semillas o ante un país desarrollado que subsidia a sus agricultores? ¿Ante quién y con qué marco legal se pueden atender estas demandas? Ser ciudadano respaldado por el propio Estado no garantiza que se recibirá un trato justo, pues uno queda expuesto a las arbitrariedades que sucedan fuera de sus fronteras. Este primer problema eminentemente político es el desenmarque –misframing–. Además, aparece también más crudamente un segundo problema que era mucho más familiar en la historia de los conflictos sociales. Si el vínculo político por excelencia es la conciudadanía, muchas injusticias quedan intocables cuando hay otros que no son considerados ciudadanos plenamente o en ningún sentido. El quién de la justicia debe ampliarse. Cuando en una sociedad hay sujetos cuyo estatuto político no es plenamente reconocido, sus reclamaciones económicas y culturales ni siquiera son advertidas, pues los que "sí son ciudadanos" se concentran en sus propios problemas. Por eso explicamos que algunos grupos que se sentían discriminados por el color de la piel, el género o su pertenencia étnica priorizaron medidas como las cuotas parlamentarias y otros mecanismos para pasar de una representación fallida –misrepresentation– a una más plena. De otro lado, cuando las fronteras políticas ya no son los Estados, se descubre que existen otros sujetos humanos que ni siquiera son ciudadanos de segunda, esto es, no gozan de ninguna ciudadanía en absoluto. Por ello los refugiados, los desplazados y los migrantes ilegales no encuentran acogida en un sistema diseñado para Estados que imparten justicia solo a sus ciudadanos. Si bien los negros o las mujeres u otros grupos podían demandar que se les consideraba pseudociudadanos o víctimas de una representación fallida tradicional u ordinaria, los migrantes son percibidos como apátridas de una categoría inferior o víctimas de una representación fallida absoluta.

Los problemas de la representación fallida absoluta y el desenmarque se convierten en las injusticias típicas de la era de la globalización. Nos obligan a ir más allá del ciudadano perteneciente a la nación x y nos dejan ad portas del sueño de la Ilustración: cada persona como fin en sí mismo. Sin embargo, sería ingenuo cantar rápidamente victoria. Aunque en esta era se expande –no sin tropiezos, dificultades e incluso retrocesos– la cultura de los Derechos Humanos y el principio subyacente de universal valor de cada persona, este principio moral es insuficiente, pues no nos dice cómo establecer los nuevos marcos políticos. Es decir, podemos acordar que el nuevo sujeto es la humanidad y/o cada individuo particular pero este quién es abstracto. No podemos derivar inmediatamente de él las instituciones políticas con sus fines, reglas y responsables claros.

3. Justicia anormal: la permanente pregunta del cómo

¿Cómo podemos establecer un marco apropiado que nos diga quiénes son los sujetos humanos que debemos considerar como unidades políticas dignas de establecer reivindicaciones con sentido? Dice Fraser que existen tres grupos que intentan resolver el problema, partiendo de distintas respuestas a la pregunta "¿cuál es la estructura básica que influye sobre la vida de las personas?" (pp. 73-77)5 . Para unos, los nacionalistas liberales como Rawls, todavía las principales demandas de justicia deben darse dentro de los marcos de Estados o pueblos bastante autónomos, porque es sobre todo la estructura básica de una sociedad la que determina las justas expectativas. En el lado opuesto, los cosmopolitas consideran que debemos implementar instituciones planetarias, porque la estructura básica es ahora global. En el medio, sitúa a los internacionalistas, quienes consideran que ambas estructuras, local y global, son determinantes. Fraser critica a los tres grupos, pues dice que los filósofos de las tres corrientes disputan quién tiene la mejor lectura de la realidad acudiendo a las ciencias sociales. Todos ellos estarían asumiendo acríticamente que la mejor delineación de las instituciones sociales nos provee el marco de la justicia. Casi no tematizan la relación entre hecho y valor, esto es, que leemos las descripciones sociales –polémicas en sí mismas– desde premisas valorativas. Por ejemplo, todos ellos tendrían entre sus presupuestos implícitos al menos dos proposiciones normativas: 1) el igual valor de todos los seres humanos y 2) que pueden demandar justicia quienes son afectados por una estructura social. Sin embargo, dan por descontada la discusión de estos aspectos.

Para ella, el defecto de las teorías anteriores es que pretenden normalizar la forma de pensar la justicia. Fraser propone como alternativa lo que ella llama un modelo de justicia anormal, esto es, que debe ser dinámico y autoconciente para evitar convertirse en paradigma incuestionable. Efectivamente podemos ensayar respuestas a las preguntas por el qué y el quién de la justicia, pero nunca deberíamos pretender que una respuesta se vuelva canónica. Sería un error normalizar la justicia, pues nunca sabremos a dónde nos llevarán las contingencias de la historia. Lo que se extraña en las teorías de la justicia de cosmopolitas, nacionalistas y transnacionalistas es mayor autoconciencia sobre el cómo se establece el marco de la justicia.

Luego, dice ella que, dadas las condiciones del mundo actual, la mejor manera de hallar el marco de la justicia es el principio de todos los sujetos –all-subjected principle–: "todos aquellos que están sujetos a una estructura de gobernación determinada están en posición moral de ser sujetos de justicia en relación con dicha estructura" (p. 126). Una de las ventajas de este principio es que no presupone vínculos formales de pertenencia, al contrario, estos se pueden instalar precisamente gracias al principio. Tampoco apela a la posesión común de una personalidad abstracta ni al puro hecho de la interdependencia causal. Además, no sustituye el marco westfalino por un único marco global, sino que permite marcos en diferentes niveles. "En el mundo actual todos estamos sujetos a una pluralidad de diferentes estructuras de gobernación, locales, nacionales, regionales o globales. Lo que urge, por tanto, es delimitar distintos marcos según se trate de distintos problemas" (p. 129).

Desde mi punto de vista, el principio parece oportuno, además, semánticamente en español por jugar con una doble significación de la palabra "sujeto": por un lado, persona capaz de poseer y reclamar derechos y, por otro, persona sujeta o bajo la sujeción de algunas estructuras. Así, no restamos a las personas su condición de agentes, ni desconocemos la implicancia de los factores externos en nuestros planes de vida. Las estructuras de gobernación a las que estamos sujetos pueden abarcar diversas geografías –locales, regionales, nacionales, globales– y diversas áreas –economía, cultura, ambiente–. La flexibilidad de niveles geográficos deja espacio suficiente para las demandas de autonomía de gobernación internas –distritos, provincias, departamentos– y a la vez deja espacio para atender organismos transnacionales. Por su parte, la consideración de diversas áreas de gobernación implica que podamos exigir niveles de participación en la estructuración y toma de decisiones de organismos como la OMC, la OIT, el FMI, el Tribunal Penal Internacional, u otros.

Pese a que encuentro muy sugestiva la propuesta de Fraser, todavía es necesario que se profundice más a fin de resolver algunas inconsistencias. Señalo solo dos. Primero, ¿cómo determinar cuáles áreas o estructuras de gobernación –locales, nacionales o globales– son pertinentes para exigir reclamaciones justificadas? Por ejemplo, la opinión pública puede estar más centrada en las decisiones de instituciones como la FIFA –o la Federación Peruana de Fútbol– y ejercer presión sobre ellas antes que en las de la OMC –o la Cámara Peruana de Comercio–. Sin embargo, pese a la atención y al fuerte interés subjetivo que el fútbol demanda en las sociedades contemporáneas, el comercio sigue determinando en mayor parte las expectativas de vida a nivel mundial. Entonces, no todas las áreas de las que somos sujetos e incluso nos interesan son igual de elementales. ¿Cómo discriminar entre ellas sin caer en subjetivismos exagerados? A la vez, una constante tentación en la ciencia y la práctica política es que el teórico o el dictador asumen fácilmente saber mejor que el ciudadano de a pie lo que realmente importa. Entonces, ¿cómo discriminar áreas relevantes de gobernación sin eliminar las preferencias de los sujetos reales?

Segundo problema: ¿Qué sucede con las áreas donde no hay una estructura de gobernación y que descubrimos como fundamentales para la coexistencia? Por ejemplo, pensemos, desde una perspectiva ambiental, en cómo estaban constituidas las relaciones internacionales sobre la producción de clorofluorocarbonos –que desgastan la capa de ozono– y de anhídrido carbónico –que produce el efecto invernadero– antes de los Protocolos de Montreal y Kyoto. Si en los setenta, antes de tales protocolos, se hubiese aplicado el principio de todos los sujetos, como sugiere Fraser, haciendo énfasis en las estructuras de gobernación, la situación no hubiera cambiado, pues no existían tales estructuras. De hecho, se tuvieron que crear. El principio de Fraser es especialmente pertinente cuando ya existe algo semejante, aunque incipiente, a tales órdenes institucionales; pero no nos ayuda a instaurarlos desde el principio. Para atender el problema del ejemplo citado es mejor una variante del principio "todos los afectados". Así, diríamos: puesto que todos los seres humanos y/o países reciben los efectos negativos de tal situación, es necesario y justo crear estructuras de gobernación para eliminar las causas del problema y mitigar los daños. Actualmente o en el futuro puede haber áreas no normadas pero que deberían o deberán serlo. De hecho la historia de la política internacional de las últimas décadas está signada por proliferación de nuevos tratados y convenios –exitosos o no– en áreas como el abuso sexual de menores o su reclutamiento militar, la investigación nuclear y otros. Estos nuevos órdenes fueron posibles no desde un principio como el de Fraser. Y en el futuro, ¿qué decir de áreas como la investigación genética o el uso de Internet? ¿U otras ni siquiera sospechadas ahora? Si algún día descubrimos que esas áreas son demasiado fundamentales, el principio de Fraser no será de mucha utilidad.

4. Palabras finales

Mis críticas finales no poseen otro fin que animar la lectura y el debate que tan provocativa obra merece. Ahora bien, me he ocupado del marco teórico general que ofrece el libro. Sin embargo, no he podido reseñar o siquiera mencionar las acertadas reflexiones en torno a la necesidad de repensar la esfera pública y el feminismo, y de releer a Arendt y Foucault desde el contexto de la globalización. Solo auguro al lector, gracias a Escalas, una apasionante confrontación con la forma como solíamos entender la justicia hasta hace poco tiempo atrás: el pasado milenio.

 

Franklin Ibáñez
Pontificia Universidad Católica del Perú

 


  1. Creo que los más importantes en línea con esta nueva obra son Iustitia Interrupta (1997) y Redistribución o reconocimiento (2003) este último coeditado con Axel Honneth–. Existen ediciones en español: Iustitia Interrupta: Reflexiones críticas desde la posición "postsocialista", Santa Fe de Bogotá: Universidad de los Andes/Siglo del Hombre Editores, 1997; ¿Redistribución o reconocimiento? Un debate político-filosófico, Madrid: Morata, 2006.

  2. Para el lector no familiarizado, anotemos que Nancy Fraser –como Axel Honneth y otros– pretende reavivar los fuegos de la teoría crítica social asociada sobre todo a la Escuela de Frankfurt.

  3. En sus diversos escritos, Amartya Sen afirma que ser igualitaristas en un ámbito –en un qué– nos obligaría a no serlo en otro(s).

  4. He obviado detalles importantes. Espero que lo dicho baste para entender por qué llama bidimensional a su propuesta de la justicia y cómo se conecta con el criterio normativo de base, la paridad participativa.

  5. Discrepo con la siguiente clasificación de autores que muestra Fraser. Pero no puedo entrar a revisar la propuesta de cada uno para explicar mi desacuerdo.