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Areté

versión impresa ISSN 1016-913X

arete v.25 n.1 Lima  2013

 

ARTÍCULOS

 

Nuestras tiranías. Tocqueville acerca del despotismo democrático

Our Tyrannies. Tocqueville on Democratic Despotism

 

Juan Antonio González de Requena

Universidad Austral de Chile

 


Resumen

Aunque el léxico de la "tiranía" y el "despotismo" está sujeto a cambios históricos de significado, seguimos utilizando esos términos para referirnos a algunos tipos de regímenes políticos ilegítimos, injustos o indecentes. También lo hace Tocqueville, cuando describe las nuevas vías del despotismo que surgen en la revolución democrática moderna. En este artículo, exploramos los usos de la "tiranía" y el "despotismo" en el pensamiento de Tocqueville, y también intentamos descubrir los modelos concretos o los prototipos sociales que pudieron inspirar la prognosis de Tocqueville concerniente a un despotismo democrático tutelar.

Palabras clave: tiranía; mayoría; democracia; despotismo tutelar.

 


Abstract

"Our Tyrannies. Tocqueville on Democratic Despotism". Although the lexicon of "tyranny" and "despotism" is subject to historical changes in meaning, we still keep on using those terms to refer to some types of illegitimate, unjust or indecent political regimes. So does Tocqueville, when he describes the new ways of despotism emerging from modern democratic revolution. In this article, we explore the uses of "tyranny" and "despotism" in Tocqueville's thought, and we also try to discover the concrete models or social prototypes which could inspire Tocqueville's prognosis concerning a tutelary democratic despotism.

Key words: tyranny; majority; democracy; tutelary despotismo.

 


Las tiranías clásicas

Existen categorías fundamentales de nuestro léxico político que -a pesar de sus transformaciones histórico-semánticas- siguen marcando nuestra concepción de la cosa pública. En el caso de los términos "tiranía" o "despotismo", aún continuamos evocando sus connotaciones, para denotar la omnipotencia ilegítima de algunas configuraciones del poder contemporáneo cuyo reverso no es otro que la máxima alienación política. De ese modo, la significación de los términos "tiranía" y "despotismo" se ha desplazado desde un horizonte de sentido en que estos significantes realzaban las figuras de la soberanía plena, del señorío absoluto o del amo omnipotente, hasta un uso discursivo ético-político peyorativo, el cual remarca la anomia e inmoralidad, la injusticia e ilegitimidad, que caracterizarían a las distintas formas de gobierno tiránico o despótico. Al fin y al cabo, sabemos por Carl Schmitt que nuestros conceptos práctico-políticos son pluralistas y polivalentes, pues su sentido es relativo a (o se enmarca en) aquella esfera espiritual, horizonte de sentido o ámbito de actividad, que suministra el centro de gravedad de la existencia histórica. Se entienden solo a partir de la existencia política concreta1. Por lo demás, -según Schmitt- los términos fundamentales de nuestros léxicos histórico-políticos tienen siempre un sentido polémico y se formulan con vistas a antagonismos concretos, de manera que pierden su significado y se trasforman en abstracciones indeterminadas, cuando no se inscriben en alguna situación concreta de asociación con un nosotros y disociación de otros2. En suma, términos como "tiranía" o "despotismo" solo cobrarían sentido en virtud del uso polémico de la enunciación y de la distinción decisiva de aquello o aquellos a los que se trata de refutar y combatir circunstancialmente.

Desde esa perspectiva, cabe pensar que ya el pensamiento filosófico de la Antigüedad (tal y como se encuentra sistematizado en las reflexiones de 62 Platón y Aristóteles) registra un desplazamiento de sentido en el uso del término "tiranía". No en vano, su significado se enmarca en un horizonte metafísico, moral y político, en el cual la tiranía aparece como un régimen carente de razón y de verdad, incapaz de lograr el auto-perfeccionamiento de la naturaleza humana, e inepto a la hora de garantizar el florecimiento de una vida buena en el seno de una comunidad orgánicamente autosubsistente y justa. En efecto, bajo la forma de fundamentación metafísico-moral y onto-teológica de la vida buena en común, el pensamiento filosófico-político de la Antigüedad ha podido marcar la diferencia con las experiencias de desintegración de la polis democrática (la erosión de las fuentes tradicionales de autoridad, la nivelación de las condiciones y el relativismo de las opiniones). En ese contexto histórico-político, la tiranía se presenta como el más lamentable resultado de la decadencia democrática.

Por otra parte, en virtud de la movilidad de los horizontes histórico-semánticos, se entiende la reluctancia de la teoría política actual a la hora de caracterizar como "tiranías" a ciertas formas contemporáneas de gobierno omnipotente y total -tan ilegítimas como condenables por sus crímenes contra la condición humana-, que han marcado trágicamente nuestra historia reciente. En vez de servirnos de la semántica histórica de la "tiranía", nuestros intelectuales han preferido hablar de "totalitarismo", para remarcar las diferencias específicas de la situación histórico-política (el universo de la técnica y de la movilización total) en que se enmarcan determinadas formas contemporáneas de gobierno indecente. En ese sentido, el léxico de "totalitarismo" enfatiza algunos aspectos distintivos de ciertos regímenes del Siglo XX: la movilización de masas atomizadas; la fascinación de las élites por el radicalismo y el activismo de las masas; la propaganda mistificadora y el adoctrinamiento ideológico intensivo bajo sistemas omnicomprensivos; la duplicación y cerco de las instituciones del Estado a través de una jerarquía de organizaciones paraestatales y paramilitares (desde el jefe conductor, pasando por el partido, hasta la omnipresente policía secreta); así como el terror organizado, la dominación absoluta y la aniquilación moral y física de la singularidad humana3. Y es que, a diferencia del tirano clásico, que gobernaba autárquica y unipersonalmente al servicio de su propio interés, los regímenes totalitarios del siglo XX se han revestido de justificaciones ideológicas y de formas de racionalización, que los hacían aparecer como gobiernos al servicio del pueblo, del bien común o de la humanidad4. Además, los regímenes indecentes contemporáneos, aun cuando hayan propiciado cierto culto a la personalidad, han eludido la personificación de la omnipotencia avasalladora y del exterminio masivo. No solo se han encarnado como partidos colectivos y movimientos sociales organizados, sino que han racionalizado y burocratizado formas de violencia tan desmedidas como anónimas y banalizadas. Además, las "tiranías" contemporáneas han erigido toda una industria propagandística y sistemas de formación ideológica, que llevan a los individuos a identificarse colectivamente y reconocerse como los auténticos sujetos del nuevo orden, impulsado por la dinámica irresistible de la historia; como si se tratase de ir más allá de la sujeción al régimen y se persiguiera la regeneración y modificación integral de los seres humanos.

No obstante, a pesar de los desplazamientos en la historia semántica del término, las interpretaciones clásicas de la "tiranía" (y, sobre todo, las reflexiones de Platón y Aristóteles sobre los regímenes tiránicos) parecen trascender su propio contexto de referencia. Aun son reveladoras a la hora de poner de manifiesto lo indecente e ilegítimo de algunos regímenes políticos actuales, así como nos dan que pensar acerca del curso de nuestros asuntos políticos en la Edad Contemporánea. En el caso de Platón, si encontramos significativa, actualmente, su caracterización de la tiranía, se debe a que se sustenta en cierta comprensión del trasfondo de la condición humana, cuyos móviles y motivos desbordan el escenario circunstancial de la decadencia de la democracia ateniense. La actualidad del pensamiento político de Platón en torno a la tiranía radica en que no nos entrega un esbozo esquemático del imperfecto régimen de gobierno tiránico, sino que nos proporciona una descripción -en clave de cierta antropología filosófica- de un tipo esencial de realización de la condición humana, de una forma de vida y de un ethos social5. Además, la caracterización platónica del régimen político de la tiranía y del carácter social tiránico nos sigue interpelando, porque establece un inquietante nexo genealógico entre la democracia y la tiranía.

En efecto, aunque ya la democracia constituye un régimen imperfecto, alejado del ordenamiento justo y de la armonía orgánica que rigen en un estado ideal, la tiranía sería -según Platón- una forma de gobierno más imperfecta y corrupta aun, pues surge de los excesos y la decadencia de la sociedad democrática. Al describir el régimen democrático, Platón insiste en que la exacerbación y desorden de los deseos es el principal factor desencadenante de la decadencia del ordenamiento racional de la polis (un factor responsable también de la irrupción de regímenes timocráticos u oligárquicos, agitados por el afán de gloria y el anhelo de riquezas, por la ambición y la avaricia). En concreto, el régimen democrático se asocia a cierta condición social marcada por la pasión desmedida por la libertad, la cual -llevada a los extremos de la arbitrariedad absoluta y de la plena vanidad del opinar individual- hace que se desdibujen todas las pretensiones de autoridad y de validez. En semejante sociedad democrática no se reconocen obligaciones, y el capricho de hacer lo que uno quiera se erige en ley universal. De esa manera, se produce una nivelación de todos los pareceres y una igualación de todas las condiciones. Según Platón, un régimen político tan libre y diverso -como tolerante y relativista- puede parecer atractivo; pero en realidad encubre una marcada incapacidad moral para jerarquizar nuestras necesidades, reconocer virtudes y cultivar hábitos de excelencia compartidos6. Precisamente, esta ausencia de conducción racional y esta desmesura de los deseos arbitrarios son lo que genera las condiciones idóneas para la irrupción de un régimen político (y un ethos social) aun más imperfecto: la tiranía.

Surgida de una pasión desmedida por la libertad, la tiranía es -según Platón- el resultado del exceso del principio democrático; constituye un engendro de la corrupción democrática, que transforma la libertad absoluta en plena servidumbre7. El proceso de tránsito de la democracia a la tiranía responde a un círculo vicioso de acciones y reacciones: así como los demagogos agitan al pueblo contra las clases pudientes, estas se defienden y reclaman contra las pretensiones desmedidas del pueblo. A su vez, y en respuesta ante lo que se interpreta como conspiraciones de los ricos (replegados oligárquicamente en la defensa de su posición), sale del pueblo algún dudoso líder que encabeza la rebelión popular, investido como defensor del pueblo. El resto es previsible: el tirano, aclamado como defensor del pueblo (aunque realmente encarna la desmesura de los deseos democráticos), se rodea de una fuerza protectora y comienza a gustar de un poder cada vez más ilimitado y opresivo8. Aunque inicialmente el tirano muestre una apariencia amable, para congraciarse con ese pueblo que lo aclama (y al que dice defender), poco a poco va exhibiendo su auténtico rostro: el malsano deleite en el ejercicio de una opresión desenfrenada, sin otro interés que la satisfacción de sus deseos más crueles e insaciables. En fin, la tiranía constituye -para Platón- la más desdichada e imperfecta de las condiciones sociales y políticas, pues solo logra perdurar a través de la violencia (ya sea aplicada en la eliminación de los conciudadanos decentes y pensantes, o bien sea ejercida provocando conflictos que reproducen en el pueblo la necesidad de un conductor). En todo caso, el tirano, que solo puede sostenerse mediante el fraude, la extorsión y la usurpación, está en realidad tiranizado por su propia intemperancia; vive sumido en un aislamiento impúdico, sin más compañía que otros depravados de los que desconfía, y, además, lo atormenta un temor delirante a verse privado de su pérfida condición9.

Por lo que respecta al tratamiento de la tiranía en Aristóteles, no llama tanto la atención la tipificación formal del régimen tiránico (como un gobierno unipersonal ejercido despóticamente, al servicio del interés propio del tirano), cuanto sorprenden -por su lamentable actualidad y eficacia- los procedimientos para la perduración de la tiranía, que el Estagirita describe acuciosamente. Ciertamente, Aristóteles considera a la tiranía como un régimen "desviado", en la medida en que no corresponde a la condición esencial de la comunidad política; esto es, constituir una comunidad autosuficiente de hombres libres que comparten cierto sentido del bien y de la justicia. En ese sentido, la tiranía no es un régimen recto, pues ni tiene como meta el bien común o el florecimiento de una vida buena en común, ni responde a la justicia plena, ni tampoco preserva la comunidad de los hombres libres. Se trata, más bien, de una forma defectuosa de gobierno unipersonal, que ejerce un poder despótico, al margen de la justicia, y sirve únicamente al interés del gobernante. Aristóteles señala que podríamos caracterizar a la tiranía como una desviación de la monarquía; esto es, como una monarquía que gobierna despóticamente en interés exclusivo del monarca (de modo análogo a como la oligarquía constituye una forma desviada de la aristocracia -al velar únicamente por el interés de los ricos- o a como la democracia es una desviación de la república -al atender solo al interés del pueblo excluido-)10. Las diferencias con la monarquía son patentes: si el rey procura velar por la justicia y el bien común, el tirano solo persigue su provecho personal y el placer propio; si el monarca ambiciona el honor y la gloria, el tirano se obsesiona con la riqueza; si el rey tiene una guardia de conciudadanos, el tirano se rodea de mercenarios. Además, la tiranía (que ya es una desviación de la monarquía) no solo presenta los defectos de la democracia, al suprimir a los ciudadanos sobresalientes y atacar a los notables, sino que aúna las imperfecciones de la oligarquía; es decir, el anhelo de riqueza, la desconfianza del pueblo y la dispersión de las muchedumbres11.

Estando tan marcada por sus imperfecciones como amenazada por la discordia y por el desprecio que genera, la tiranía parece destinada a sucumbir prontamente; sin embargo, Aristóteles considera que existen algunos recursos por medio de los cuales las tiranías se conservan12. Entre estos procedimientos (algunos muy actuales en ciertos regímenes contemporáneos indecentes), se encuentran algunos netamente limitativos: la eliminación de los ciudadanos destacados, de los notables, así como de toda nobleza de espíritu, del orgullo propio y de la confianza; la supresión de toda forma de asociación y de la vida en común, así como la liquidación de la educación y de los círculos formativos. Otros medios para lograr que la tiranía perdure tienen un aspecto más productivo: procurar el desconocimiento mutuo, la desconfianza y la discordia entre los ciudadanos; fomentar la visibilidad y transparencia total de lo social (incluyendo el recurso al espionaje), de manera que nada pase inadvertido y todos estén individualizados; rodearse de extranjeros, en vez de ciudadanos que podrían rivalizar con el tirano; mantener empobrecidos a los ciudadanos, imponerles tributos y ocuparlos en obras colosales, para privarlos así de oportunidades de rebelarse; sobre todo, la provocación de guerras, de manera que los súbditos estén ocupados y necesitados de un conductor. Algunos de los procedimientos de conservación de la tiranía son democráticos: propiciar la autoridad de la mujer en el hogar para que delate a su pareja, licenciar a los esclavos para contener a los ciudadanos libres o adular vergonzosamente al pueblo. En suma, los procedimientos que Aristóteles menciona tienden a tres propósitos: primero, lograr que los súbditos piensen poco y no cuestionen la tiranía; segundo, generalizar la desconfianza recíproca y reprimir la autoconfianza; por último, privar de fuerza a la ciudadanía e imposibilitar la acción (que eventualmente podría volverse contra la tiranía). Por otra parte, Aristóteles sostiene que uno de los medios más eficientes para lograr que la tiranía perdure consiste en hacerla parecer benevolente y preocupada por los asuntos comunes: el tirano debe aparecer ante sus súbditos como un tutor ejemplar, un administrador moderado y un amigo conciliador tanto de los notables como de la masa13.

Desde el legado del pensamiento clásico -como ha señalado Roger Boesche-, en la filosofía política occidental se ha ido estableciendo cierto consenso acerca de cuáles son los rasgos primordiales de un régimen tiránico. Una de las características que tradicionalmente se le ha atribuido a las tiranías consiste precisamente en la presencia de un tirano; se ha enfatizado, por tanto, el hecho de que se dé un gobierno despótico unipersonal al exclusivo servicio de los intereses del gobernante (aunque en el curso del pensamiento político moderno se comenzarían a considerar las constelaciones de intereses de clase, así como las facciones y fuerzas sociales que sostienen al gobernante despótico). Las descripciones de los regímenes tiránicos también insisten en que el despotismo procura el aislamiento de los sujetos y su repliegue en la privacidad. Este confinamiento en la vida privada va asociado a la supresión de toda forma de reunión en común y la eliminación de la esfera pública (básicamente, a través de la violencia y el amedrentamiento), de modo que se imposibilita la deliberación compartida y la acción colectiva. Otro rasgo recurrente en las descripciones de las tiranías es la tendencia a concentrar y acrecentar los medios de violencia; no en vano la violencia resulta crucial para la intimidación y eliminación de los disidentes, pero, además, la violencia organizada y monopolizada permite provocar conflictos que sostienen el rol del tirano. Por otra parte, en las descripciones tradicionales de los regímenes tiránicos se ha enfatizado la importancia de salvar las apariencias; la tiranía simula constituir un gobierno del pueblo, exhibe una pátina de legalidad y aparenta ser republicana en sus formas. Particularmente en la modernidad, las caracterizaciones del despotismo han puesto de manifiesto los riesgos de una centralización gubernamental desmedida, que suprima el equilibrio de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, así como elimine las asociaciones intermedias, dejando al individuo aislado e impotente frente a una todopoderosa maquinaria administrativa. La filosofía política también ha puesto de relieve el modo en que los regímenes tiránicos introducen ciertas formas de distorsión del lenguaje, de control del discurso y de clausura del universo discursivo. En ese sentido, las tiranías tradicionales no solo han reducido la comunicación a un simple ejercicio de aclamación aduladora, sino que han limitado los usos del discurso para producir consensos forzados, así como han empobrecido el léxico y falsificado las significaciones, de manera que se trunca toda deliberación compartida y discusión franca14. Como tendremos ocasión de apreciar, algunos de estos rasgos resultan cruciales en las descripciones del despotismo democrático que se encuentran en el pensamiento político de Tocqueville.

La tiranía de la mayoría y el despotismo democrático

Podríamos considerar -con Pierre Manent- a Tocqueville como un heredero de la filosofía política clásica, quien sigue interrogándose sobre las opciones de los regímenes políticos en tanto que estados sociales y tipos humanos. Concretamente, Tocqueville nos enfrenta a cierto dilema filosófico-político entre aristocracia y democracia, pero también a la disyuntiva entre dos figuras humanas y dos configuraciones del ethos compartido, a saber: la justicia del derecho igualitario y, por otra parte, la magnanimidad de la libertad y la independencia espiritual15. Así, pues, si enmarcamos su pensamiento en la tradición de la filosofía política, no será extraño encontrar en Tocqueville el vocabulario clásico de los tipos de gobiernos, ni nos sorprenderá hallar referencias a uno de los regímenes menos apreciados y, sin embargo, más sutilmente caracterizado como comunidad política injusta y sumamente imperfecta, es decir, la tiranía. Tocqueville comparte las aprehensiones clásicas hacia un régimen que impugna la comunidad de los hombres libres, y, aunque se muestra reservado con respecto a si los términos "tiranía" o "despotismo" son adecuados para nombrar las formas de opresión implícitas en la revolución democrática moderna16, no por ello deja de señalar los riesgos de una tiranía de la mayoría o de un despotismo blando, tal vez más temibles que las tiranías despóticas de la Antigüedad. Al fin y al cabo, la revolución democrática moderna ha de optar entre desarrollar instituciones y hábitos de libertad o, en caso contrario, desplegar la tiranía bajo una igualdad irrestricta; se trata de establecer el "imperio pacífico de la mayoría" o de ceder al "poder ilimitado de uno solo"17.

Bajo la denominación de "tiranía de la mayoría", Tocqueville conjura por primera vez el fantasma del despotismo democrático, en el contexto de la discusión de las ventajas de la democracia americana. En ese sentido, habría que entender los riesgos del despotismo democrático a partir de la denegación de las principales fortalezas y fuentes de autoridad de la sociedad democrática; no se trata de una admonición externa ni de un peligro consumado, sino que estamos ante un dilema que suscita la adhesión irrestricta a las propias premisas de la igualdad democrática18. La primera ventaja de la democracia consiste -según Tocqueville- en la creación de un nuevo espíritu público y de un ethos cívico ligado al ejercicio de derechos políticos. En segundo lugar, Tocqueville elogia en la democracia una concepción del derecho que permite aunar racionalmente el interés personal bien entendido y el respeto a los derechos ajenos; pero, también, saluda el respeto a la ley en la sociedad democrática, en la medida en que se considera que el poder de la legislación deriva de un ejercicio de autolegislación y, por ende, de nuestro compromiso voluntario con un contrato del que somos parte. Por último, una de las más sorprendentes ventajas de la democracia radica en la incesante actividad política que genera, la cual se refleja y permea en todos los ámbitos de la vida cotidiana, incesantemente agitada por la búsqueda del bienestar y la prosperidad19. Pues bien, el primer riesgo de un despotismo eminentemente democrático se deriva de la misma premisa de la soberanía popular, y consiste en la omnipotencia que la mayoría ejerce en el gobierno. No en vano, el gobierno democrático se sostiene en el imperio moral de la mayoría y, por tanto, en la asunción de que todos los ciudadanos son iguales, de modo que la reunión de todos tiene más sabiduría que uno solo, y la mayoría termina creyéndose infalible. El problema radica en que, de no tener freno, semejante poder de la mayoría podría hacerse irresistible, aplastando las voces minoritarias; eso es lo que ocurre cuando la opinión pública se conforma con los dictados de la mayoría, cuando tanto el poder legislativo como el ejecutivo representan, complacen y obedecen a una mayoría impetuosa (con una consiguiente inestabilidad legislativa y administrativa). De ese modo, la omnipotencia de la mayoría favorece el despotismo del legislador, al controlar plenamente a los gobernantes y ser dueña de hacer la ley y de velar por su ejecución. En ese sentido, Tocqueville considera que la soberanía popular ha de encontrar su límite en una justicia humana cuya razón es más universal; y es que la omnipotencia y la fuerza irresistible de la mayoría encierran el germen de la tiranía20. De ahí la importancia de establecer garantías contra la misma omnipotencia de la mayoría que constituye una fuente de autoridad democrática.

Sin duda, la forma más insidiosa de tiranía de la mayoría en una sociedad democrática se ejerce -según Tocqueville- sobre el pensamiento. La omnipotencia de la mayoría, su fuerza material y moral, se traduce en una capacidad de censura intelectual y de cerco al pensamiento nunca antes conocida: cuando la mayoría se pronuncia de modo irrevocable, se genera cierto consenso forzoso, ante el cual no queda sino doblegarse y callar, si no se quiere ser excluido e ignorado. En ese sentido, la tiranía de la mayoría introduce un despotismo inmaterial, que no actúa sobre los cuerpos (con violencia, cadenas y verdugos) para sojuzgar el alma, sino que somete directamente el intelecto y la voluntad. Como Tocqueville pudo apreciar en la democracia americana, la sociedad democrática generaliza un espíritu cortesano de adulación a la mayoría, de fingimiento de que se aprueba la opinión mayoritaria, prostituyendo así la opinión propia21. De esa manera, el despotismo inmaterial de la mayoría podría lograr desactivar el potencial crítico y la eficacia política de la participación en el espacio público; se malograría así ese activismo público-político que constituye una de las premisas ventajosas de la democracia.

Se ha observado con justa razón cómo -entre los dos volúmenes de La democracia en América-Tocqueville introdujo una diferencia de énfasis en las descripciones del despotismo que amenaza internamente a la sociedad democrática: si, en el primer volumen (publicado en 1835), los riesgos del despotismo democrático se asociaban a la tiranía de la mayoría, el segundo volumen (de 1840) se centra en la posibilidad de que irrumpa un despotismo blando y tutelar, basado en una concentración tal del poder que resulta posible la administración exhaustiva de todos los asuntos de la vida, con el beneplácito conformista de todos. Si en 1835 Tocqueville temía un abuso desmedido de la soberanía popular y se enfocaba en el carácter omnipotente, absoluto e irresistible de la voluntad de la mayoría, en 1840 expresa su preocupación por la atomización, retraimiento y complacencia de la masa, despojada de su iniciativa política e intelectual. Así pues, con el paso del tiempo, Tocqueville ya no conjura el fantasma de una mayoría vigorosa e impetuosa, sino que parece más preocupado por la impotencia y alienación políticas de una masa feble, sujeta a una democracia paternalista y únicamente sumida en la búsqueda de pequeños placeres materiales y de un frívolo bienestar. Análogamente, Tocqueville desplazará progresivamente su atención del pionero americano, ese individuo inquieto, emprendedor y deliberante, con orgullo propio y pasiones encendidas, que se afirmaba en la agitación general de una muchedumbre ruidosa y participativa. En el segundo volumen de La democracia en América, se concentrará en los efectos del "individualismo"; esto es, describirá el repliegue de los individuos en su vida privada, el aislamiento impotente y la desintegración de la vida pública, así como la desaparición de las grandes pasiones e iniciativas políticas. En fin, si en 1835 Tocqueville planteaba un dilema entre la libertad democrática y la férrea tiranía opresiva, en 1840 el despotismo se presenta como una impersonal y desapasionada tutela burocrática, que complace las pequeñas necesidades de una masa indiferente y garantiza benévolamente su frívolo bienestar22.

Así como en el primer volumen de La democracia en América los riesgos de una tiranía de la mayoría se enmarcaban en el reconocimiento de ciertas ventajas de la soberanía popular que rige en democracia, la anticipación de un despotismo blando -en el segundo volumen- tiene como antecedente una descripción de las tendencias a la concentración del poder soberano y a la centralización administrativa, que son propias de la democracia. Ya en el primer volumen de La democracia en América, Tocqueville hizo referencia a los riesgos de que la centralización gubernamental (la unificación del poder político que decide los asuntos generales y los intereses estatales) se confundiera con la centralización administrativa (la concentración de la dirección de los asuntos particulares y de las empresas locales)23. Al sobreponerse la centralización administrativa y la gubernamental, se consolida una fuerza inmensa e impersonal, que encuadra incluso los hábitos cotidianos y sujeta plenamente a los individuos, al aislarlos en una masa indiferente. Por eso, Tocqueville considera que un estado vigoroso no puede prosperar sin la capacidad de decisión soberana que le suministra la centralización gubernamental; sin embargo, una centralización administrativa desmedida tiende a irritar a los pueblos y erosiona el espíritu cívico (aunque sea útil para movilizar recursos y fuerzas al servicio de alguna empresa puntual). Y es que un poder altamente centralizado nunca es lo suficientemente omnisciente como para planificar todos los detalles de la vida cotidiana y todos los asuntos de una comunidad política. En ese sentido, la centralización administrativa solo es capaz de multiplicar las regulaciones, organizar la gestión del orden público y de la seguridad social, así como mantener el statu quo en una cierta inercia administrativa.

Pero -para Tocqueville- de nada sirve que un poder tutelar asegure un frívolo bienestar individual y regule todos los detalles de la existencia cotidiana, si el precio a pagar es la pérdida del espíritu cívico y de la iniciativa responsable de los ciudadanos, de manera que finalmente solo exista una masa de súbditos tan iguales como políticamente impotentes24.

La concentración del poder también resulta caracterizada en el segundo volumen de La democracia en América; en este caso, se trata de una tendencia arraigada en el propio ethos democrático y en el clima intelectual de las sociedades igualitarias, que inducen el gusto por las ideas simples y generales, así como por las reglas uniformes. De ese modo, en las sociedades democráticas se impone la representación de que el todo de la sociedad y su poder único son más importantes que los derechos del individuo y las asociaciones intermedias. Según Tocqueville, las opiniones democráticas favorecen las imágenes de unidad, ubicuidad y uniformidad del poder social; pero, además, los sentimientos de una sociedad igualitaria, es decir, el temor al desorden y el amor al bienestar, impulsan a los individuos a incrementar progresivamente el gobierno central. De ahí que el Estado termine concibiéndose como un poder único, central y uniforme, el cual sería capaz de regular el orden social y de velar providencialmente por las pequeñas necesidades de los individuos, aislados y replegados en su privacidad25. Para Tocqueville, los indicios de la centralización administrativa y de la desaparición de los poderes intermedios son múltiples: la caridad y la asistencia social dependen cada vez más del Estado; la educación se torna uniforme, a medida que el Estado asume su dirección; la religión es cada vez más dependiente de un Estado que convierte al clero en funcionario; el Estado se transforma en el principal financista y en el mayor industrial. En ese sentido, la administración pública asume un control cada vez más exhaustivo e ilimitado de la vida social, concentra cada vez más poderes gubernamentales e incluso restringe la jurisdicción del poder judicial. En fin, el Estado no cesa de atribuirse prerrogativas; se hace más extenso y centralizado, emprendedor y providencial, en tanto que los ciudadanos van perdiendo libertades públicas e iniciativa política26.

En ese contexto de descripción de la creciente centralización administrativa y concentración del poder social, Tocqueville expresa su temor ante un tipo de sometimiento eminentemente igualitario, y expone su prognosis de las características que tendría semejante despotismo democrático27. A diferencia de las tiranías clásicas (cuyo poder unipersonal, descomunal, opresivo y violento, era restringido y no podía ocuparse de todos los detalles de la vida social o de los hábitos cotidianos), el despotismo igualitario será más extenso, uniforme y benevolente. Según Tocqueville, el despotismo democrático responderá al ethos moderado, laborioso, desapasionado y mediocre de las sociedades igualitarias, de modo que, en vez de tiranos, verá surgir un poder paternalista y tutelar. El despotismo democrático llevará hasta sus últimas consecuencias uno de los procedimientos de las tiranías clásicas: la erosión del espacio público y el aislamiento de los ciudadanos en su privacidad. Pero no necesitará recurrir a la fuerza para dispersarlos, ya que son los individuos los que se recluirán en el círculo de una intimidad intrascendente y en el disfrute de un bienestar frívolo. En la tutela paternalista que ejerce sobre los individuos, el despotismo democrático se muestra de lo más minucioso, regular y previsor, a la hora de velar por la felicidad de todos, de garantizar su seguridad y proveer sus necesidades; sobre todo, se preocupa de que los individuos gocen y no piensen sino en gozar. Semejante poder tutelar y paternalista no solo modela a los individuos y doblega sus voluntades, sino que además -señala Tocqueville- extiende a través de toda la sociedad una compleja red de regulaciones minuciosas y reglas uniformes. Más que obligar y oprimir, el despotismo democrático anula la iniciativa y reduce a la sociedad "a un rebaño de animales tímidos e industriosos cuyo pastor es el gobierno"28. En todo caso, el despotismo democrático aúna la sujeción reglamentada y benigna -bajo un poder tutelar cada vez más centralizado- con la soberanía popular; como si la elección periódica de los tutores compensara la pérdida de libertad. De ese modo, la conjunción de centralización administrativa y concentración de poder soberano genera la más extraña paradoja de la soberanía popular: se trata a los ciudadanos como incapaces de dirigir sus asuntos cotidianos, pero se les atribuye la inmensa responsabilidad de decidir quién gobierna. En suma, bajo el despotismo democrático, los ciudadanos se transforman paradójicamente en "juguetes del soberano y sus señores, más que reyes y menos que hombres"29. Y, así como la ciudadanía -el soberano legítimo- se encuentra privada de las capacidades que le permitirían dirigir su gobierno, el poder social del Estado exhibe una paradoja análoga bajo el despotismo democrático: "de derecho, un agente subordinado; de hecho, un amo"30.

Si consideramos el despliegue completo de sus meditaciones sobre el curso de la revolución democrática moderna, Tocqueville parece introducir diferentes usos del léxico de la tiranía y del despotismo, aunque con frecuencia se refiera indistintamente a la "tiranía" o al "despotismo" para designar los riesgos que corre la libertad política. Un primer tipo de opresión que amenaza a la libertad política se identifica con el despotismo legislativo. Surge del imperio absoluto de la mayoría en democracia, cuando los representantes políticos directamente nombrados por el pueblo han de someterse a las pasiones inmediatas de sus representados, de modo que un impetuoso poder legislativo, agitado por las presiones de la opinión pública, termina dirigiendo todo el gobierno y amenaza la independencia del poder ejecutivo y del poder judicial31. Otra amenaza a la libertad proviene precisamente de la tiranía de la mayoría sobre la opinión pública, esa forma inmaterial de despotismo en que la omnipotencia moral de la mayoría pone en entredicho la independencia intelectual y la libre expresión del pensamiento32. También encontramos en Tocqueville una referencia a cierto tipo de gobierno despótico cercano a las tiranías de la Antigüedad; se trata de la opción que queda si no se impulsa el desarrollo de instituciones libres en el curso de la revolución democrática moderna, y consiste en el poder ilimitado que uno solo ejerce sobre todos o en una opresión tiránica sobre todos por igual33. Por otra parte, Tocqueville consigna una forma de despotismo democrático o administrativo, que se caracteriza por ejercer un gobierno blando, tan centralizado y extenso, como tutelar y benevolente34. Finalmente, en Tocqueville aparecen referencias a un despotismo imperial o dictadura militar, que podríamos asimilar al bonapartismo. Se trata de un tipo de liderazgo post-revolucionario que, en nombre del pueblo, instaura un gobierno usurpador, con un marcado trasfondo militar y con vocación expansionista, básicamente sostenido con la fuerza de las armas35.

Ahora bien, cabe considerar que el bosquejo de un posible despotismo democrático -tan igualitario y extenso, cuanto tutelar y benevolente- constituye la prognosis más influyente de Tocqueville acerca de los designios y riesgos de la revolución democrática moderna. Al fin y al cabo, la omnipotencia de la mayoría sobre las instituciones democráticas, así como su influjo inmaterial sobre la opinión pública, resultan solidarios del tipo de concentración del poder que es inducido por las opiniones y sentimientos democráticos. Tanto en la tiranía de la mayoría como en el despotismo democrático se impone el gusto por la igualdad irrestricta, la uniformidad regular y la unicidad del poder social, a expensas de la independencia espiritual, de los derechos individuales y de las libertades políticas. En ambos casos, la fascinación por el orden geométrico, por la nivelación sistemática y la equivalencia abstracta, tiene como correlato la más férrea imposición del principio de identidad lógica, al servicio tanto de la totalización y la autoclausura del todo social, cuanto de la individualización normalizadora y de la dispersión atomizadora de individuos autorreferentes, en desmedro de la fluidez de los vínculos interpersonales y las pasiones compartidas36.

Ante la prognosis de un despotismo democrático blando y tutelar, se suscita inevitablemente la inquietud por cuál haya podido ser el referente concreto en que Tocqueville vislumbró la tendencia a la alienación política consumada. Roger Boesche ha señalado que el paradigma subyacente al tipo de despotismo democrático bosquejado por Tocqueville se obtuvo a través de la observación del sistema penitenciario de los Estados Unidos. La descripción de las prisiones norteamericanas y de sus métodos de reforma de los presos parece haber centrado la atención de Tocqueville en el rol esencial del absoluto aislamiento de los prisioneros, cuando se trata de lograr un control exhaustivo. El aislamiento total del preso no solo induciría la reflexión, el remordimiento y una cierta esperanza religiosa, sino que además lo involucraría en el trabajo productivo y lo haría más propenso a escuchar la voz tutelar del pastor o del cuidador. De ese modo, se esboza cierto paralelismo entre el despotismo democrático y el funcionamiento de la prisión, en la medida en que ambos introducen el absoluto aislamiento de los individuos y llevan a cabo una opresiva privatización de la vida. Pero además de proporcionar un microcosmos o paradigma de una sociedad atomizada, la prisión también concreta una forma de igualdad irrestricta en lo que concierne a espacios y tiempos, rutinas y hábitats, autopresentación y mantenimiento del cuerpo; se trata de una sociedad igualitaria modélica en la cual se desdibujan todos los privilegios y jerarquías. En ese sentido, como sostiene Boesche, el sentimiento de impotencia derivado del aislamiento y del trato indiferente, en virtud de los cuales la prisión opera como un mecanismo cooperativo, constituye también la principal fuente de poder del despotismo democrático que Tocqueville retrata. Por otra parte, la prisión consigue modificar los hábitos intelectuales y sentimientos, de tal manera que también en ese aspecto se asemeja al despotismo blando; y es que este -a diferencia de las tiranías antiguas- no opera mediante la coerción externa sobre el cuerpo, sino que controla inmaterialmente el pensamiento y los sentimientos de los individuos. Además, la prisión inculca la misma ética del trabajo, la misma inmersión en la ocupación productiva y el mismo disfrute del consumo privado, que subyacen al individualismo posesivo capitalista, a la privatización de la existencia y a la alienación del espacio público propiciada por el despotismo blando. En suma, según Boesche, tanto el prisionero como el súbdito del despotismo democrático soportan una vida de aislamiento e incomunicación, de autoabsorción en pequeñas ocupaciones rutinarias y placeres frívolos; ambos se someten a fuerzas extrañas e incomprensibles que les impiden hacerse cargo de su propia iniciativa y del control de su libertad pública37. Desde esa perspectiva, cabe pensar que el inmenso poder de policía social que Tocqueville veía extenderse reticularmente por toda la sociedad -al servicio de la regulación exhaustiva de los detalles de la vida cotidiana y de la administración tutelar de la felicidad de los individuos- coincidiría finalmente con cierta sociedad carcelaria: aquel sistema de control incruento que aísla a los individuos procura su visibilidad e individualización, así como lleva a cabo su encuadramiento disciplinario y normalización38.

Sin duda, la interpretación de Boesche, según la cual la prisión constituye el prototipo del despotismo democrático, resulta sumamente sugerente al destacar con perspicacia una de las principales modalidades de ejercicio del control en la modernidad. Ahora bien, Tocqueville parece haber tenido presente otro paradigma de despotismo democrático y, de hecho, lo explicita al dar cuenta del ethos de la sociedad democrática: la industria capitalista. En efecto, la sociedad igualitaria se caracteriza tanto por rehabilitar la actividad lucrativa, generalizando la ocupación remunerada y el trabajo asalariado, cuanto por difundir el deseo de bienestar material39. Precisamente, el deseo de bienestar material hace que los individuos traten de aumentar constantemente los medios para satisfacer los goces materiales, de manera que los individuos se ven empujados a la actividad lucrativa de los negocios y la industria; no en vano, el comercio ofrece los medios más rápidos y eficientes para lucrar. Según Tocqueville, existe cierta atracción fatal entre la sociedad igualitaria y la industria capitalista: la actividad comercial conquista el imaginario social y desata las pasiones más enérgicas, a pesar de que el propio frenesí del progreso industrial desencadena crisis industriales tan catastróficas como impredecibles, a causa de las múltiples relaciones de dependencia e influencia que crea una actividad comercial generalizada40. Pero la industria capitalista no solo induce ese deseo de bienestar material, que aísla a los individuos de la esfera pública y los sume en la búsqueda de renovados goces; además tiende a la creciente concentración de recursos y del capital. Este aumento constante de escala de la producción industrial requiere de regulaciones cada vez más complejas y demanda colosales obras públicas; de ese modo -para Tocqueville- el Estado refuerza su poder administrativo y moviliza cada vez más recursos, al tiempo que se convierte en el mayor industrial41. En ese sentido, la industria capitalista encierra en su seno el germen de un nuevo despotismo; sobre todo, porque hace posible formas de sujeción y de dependencia, en que las interacciones se multiplican, pero los vínculos interpersonales y las asociaciones se desvanecen. En el trabajo fabril, Tocqueville reconoce explícitamente algunas de las modalidades de enajenación de la vida pública que Boesche asociaba a la prisión: el encuadramiento de la actividad humana en hábitos regulares, la limitación de las capacidades intelectuales y el extrañamiento en un oficio fijo; y, por si fuera poco, la división del trabajo hace al individuo cada vez más débil, limitado y dependiente42. Por lo demás, Tocqueville cree reconocer en la nueva ciencia de la industria capitalista -la economía política de su tiempo- el esbozo de la idea de despotismo democrático: bajo el credo del libre cambio, se da la consagración de una igualdad y uniformidad irrestrictas; pero, además, se idealiza una sociedad plenamente administrada, compuesta por una masa confusa de individuos, así como sujeta a un gobierno omnisciente, que pretende remodelar tutelarmente a la humanidad mediante la educación dirigida por el Estado43.

Si la industria era el paradigma de despotismo democrático que Tocqueville tenía en mente, entonces la regulación tutelar de todos los asuntos de la vida, así como el repliegue individualista en el bienestar privado, se situarían en un escenario que no coincide exactamente con la extensión de una sociedad carcelaria. El despotismo democrático que Tocqueville pronosticó estaría más cerca de alguna forma de capitalismo burocrático: se trataría de la adaptación de las formas de vida, trabajo y conciencia, a una racionalización exhaustiva (basada en el cálculo, la regulación uniforme y la mecanización), así como a una descomposición, especialización, atomización y aislamiento de los elementos sociales. Semejante capitalismo burocrático consumaría las formas más impersonales de dependencia y cosificación, bajo la forma de la intercambiabilidad general, de la íntegra regulación formal y de la igualdad abstracta44. El fantasma del despotismo democrático podría asociarse, en mayor medida aun, a cierto "capitalismo organizado": una sociedad de la abundancia, que produce y consume en gran escala bienes y servicios, de manera que los individuos -tan integrados como satisfechos- disfrutan de una vida confortable y un trabajo ligero; una sociedad, además, aparentemente pluralista en lo tocante a las diferentes creencias, pero que ejerce cierta tolerancia represiva, al asimilar y neutralizar todo cuanto se le opone; una sociedad, en fin, en la cual todas las facetas de la existencia material e intelectual, públicas y privadas, son funcionales a las exigencias y utilidad sociales, de modo que las necesidades, expresiones y aspiraciones individuales son modeladas y dirigidas unidimensionalmente45.

En todo caso, ya sea que Tocqueville haya pronosticado la extensión del poder de policía social en una sociedad carcelaria, o haya entrevisto las formas de dependencia impersonal que genera la industria capitalista, bajo la figura de un capitalismo burocrático y organizado, su prognosis nos sigue inquietando. Sea cual sea el auténtico rostro -amable y paternalista- del despotismo democrático que Tocqueville pronosticó, su prognosis permanece tan abierta como la propia incertidumbre que la revolución democrática instaura como forma de vida, y nos sigue invitando a vislumbrar las nuevas formas y figuras de tiranías o despotismos (que, tal vez, ni siquiera pueden ser nombrados como tales, o resultan innombrables). Asumamos, pues, el desafío que la incertidumbre democrática suscita y permanezcamos atentos a los rostros innombrables del despotismo democrático, con el mismo espíritu que Tocqueville nos propone, es decir, con "ese saludable temor que produce vigilancia y lucha, y no esa especie de terror blando y pasivo que abate los corazones y los debilita"46.

 


1 Cf. Schmitt, C., El concepto de lo político, Madrid: Alianza Editorial, 2002, pp. 112-113.

2 Cf. ibid., pp. 60-61.

3 Cf. Arendt, H., Los orígenes del totalitarismo, Madrid: Taurus, 1974, capítulos X-XIII. 4 Cf. Zuckert, C., "Why Talk about Tyranny Today?", en: Koivukoski, T., y D. Tabachnick (eds.), Confronting Tyranny. Ancient Lessons for Global Politics, Maryland: Rowman & Littlefield, 2005, pp.1-7.

5 Cf. Koyré, A., Introducción a la lectura de Platón, Madrid: Alianza Editorial, 1966, pp. 151, 175.

6 Cf. Platón, República, 555b-563e.

7 Cf. ibid., 564a.

8 Cf. ibid., 565a-569c.

9 Cf. ibid., 571a-580a.

10 Cf. Aristóteles, Política,1279a-1279b.

11 Cf. ibid., 1310b.

12 Cf. ibid., 1313a-1314a.

13 Cf. ibid., 1314b.

14 Cf. Boesche, R., "An Omission from Ancient and Early Modern Theories of Tyranny: Genocidal Tyrannies", en: Koivukoski, T. y D. Tabachnick (eds.) Confronting Tyranny, pp. 33-40.

15 Cf. Manent, P., "Tocqueville, filósofo político", en: Nolla, E. (ed.), Alexis de Tocqueville. Libertad, igualdad, despotismo, Madrid: Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales, 2007, pp. 269-288.

16 Cf. Tocqueville, A. de, La democracia en América 2, Madrid: Alianza Editorial, 2006, p. 404.

17 Tocqueville, A. de, La democracia en América 1, Madrid: Alianza Editorial, 2006, p. 453.

18 Cf. Maletz, D. J., "Tocqueville's Tyranny of the Majority Reconsidered", en: The Journal of Politics, 64, 3 (2002), pp. 741-763.

19 Cf. Tocqueville, A. de, La democracia en América 1, pp. 341-356.

20 Cf. ibid., pp. 357-366.

21 Cf. ibid., pp. 368-374.

22 Cf. Drescher, S., "Tocqueville's Two Democracies", en: Journal of the History of Ideas, 25, 2 (1964), pp. 201-216.

23 Tocqueville, A. de, La democracia en América 1, pp. 138-139.

24 Cf. ibid., pp. 140-153.

25 Cf. Tocqueville, A. de, La democracia en América 2, pp. 371-379.

26 Cf. ibid., pp. 387-401.

27 Cf. ibid., pp. 402-408.

28 Ibid., p. 405.

29 Ibid., p. 408.

30 Tocqueville, A. de, El Antiguo Régimen y la Revolución, Madrid: Alianza Editorial, 2004, pp. 196-197.

31 Tocqueville, A. de, La democracia en América 1, pp. 360-362.

32 Cf. ibid., pp. 368-374.

33 Cf. ibid., pp. 451-452.

34 Tocqueville, A. de, La democracia en América 2, pp. 402-408.

35 Cf. Richter, M., "Tocqueville on Threats to Liberty in Democracies", en: Welch, C. B. (comp.), The Cambridge Companion to Tocqueville, Nueva York: Cambridge University Press, 2006, pp. 245-275.

36 Cf. Nolla, E., "Teoría y práctica de la libertad en Tocqueville", en: Nolla, E. (ed.), Alexis de Tocqueville. Libertad, igualdad, despotismo, Madrid: Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales, 2007, pp. 179-200.

37 Cf. Boesche, R., "The Prison: Tocqueville's Model for Despotism", en: The Western Political Quarterly, 33, 4 (1980), pp. 550-563.

38 Cf. Foucault, M., Vigilar y castigar, Madrid: Siglo XXI, 1986.

39 Cf. Tocqueville, A. de, La democracia en América 2, pp. 194-195.

40 Cf. ibid., pp. 197-201.

41 Cf. ibid., pp. 391-398.

42 Cf. ibid., pp. 202-206.

43 Cf. Tocqueville, A. de, El Antiguo Régimen y la Revolución, pp. 191-198.

44 Cf. Lukács, G., Historia y consciencia de clase II, Barcelona: Orbis, 1985, pp. 8-31.

45 Cf. Marcuse, H., "Las perspectivas del socialismo en las sociedades industriales avanzadas", en: Marcuse, H. y otros, Marcuse ante sus críticos, México, D.F.: Grijalbo, 1970, pp. 49-50.

46 Tocqueville, A. de, La democracia en América 2, p. 419.