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Areté

versión impresa ISSN 1016-913X

arete vol.27 no.1 Lima  2015

 

DOCUMENTOS

 

La respuesta de la filosofía trascendental de Fichte a la pregunta por el destino del hombre1

 

Thomas Sören Hoffmann

Fernuniversität Hagen

 


Si el rango de un filósofo puede medirse por la forma en que logró provocar mediante su pensamiento, mediante las alternativas ante las que él se encontraba, a las generaciones que le sucedieron, entonces, también por este lado, sin duda Fichte, bajo cuyo signo nos reunimos aquí, ha de tenerse por uno de los grandes filósofos. En efecto, Fichte resulta provocador aún doscientos años después, y por la clase de comentarios que su nombre puede producir en los pasillos y en las aulas de conferencias de algunas instituciones académicas de nuestros días, puede inferirse que la provocación unida a su nombre no cuenta hoy precisamente entre las inofensivas. Fichte, a quien puede llamarse sin rodeos el más grande abogado de una subjetividad destinada a la libertad y a la autonomía que haya visto la historia de la filosofía, este Fichte, provoca ya con esta abogacía que está a favor de todas las estrategias actuales de sacramentalización del hombre, y, por consiguiente, de una conciencia que nunca se decidió a tomar en serio la propia autonomía, tomada también a título personal, al precio incluso de la particular contradicción que yace en que la conciencia, que se obstina en no ser un sí mismo y por ende tampoco una persona, tome algo personalmente. No obstante, nada de esto resulta al fin y al cabo asombroso, pues la provocación de Fichte se dirige al centro de una autoconciencia externa en un sentido teórico y práctico, que en un primer reflejo desvalido se convierte, precisamente, en el abogado de la subjetividad de un sujeto más bien dubitativo, contra el cual sería lo mínimo introducir medidas intelectuales policiales en el sentido de una disciplina lógica y también moral. Como es sabido, Fichte tuvo que soportar en vida esta fama de vigilante, así como diversos reproches que por lo general no brotaban de la más profunda comprensión de su filosofía. Por fortuna, en cuestión de burlas, Fichte era todo menos un desamparado, como lo muestra un conocido ejemplo que conduce directamente a nuestro tema. En la "Segunda edición mejorada" al Fundamento de la entera Doctrina de la Ciencia, Fichte menciona que incluso en su propio "círculo" había sido objeto de burlas a causa de una conocida observación de la primera edición, según la cual "la mayoría de los hombres serían más fácilmente inducidos a considerarse a sí mismos un pedazo de lava en la luna, que un yo". Para Fichte, por supuesto, esto no podía ser razón alguna para abandonar la observación crítica en la nueva edición –pues, según Fichte, "yo recuerdo que ella, lamentablemente, aún tiene validez"2–.

"Que ella lamentablemente aún tiene validez": este recuerdo de Fichte puede trasladarse sin dificultad a nuestro propio tiempo; un tiempo que en muchos aspectos es más semejante de lo que nos imaginamos al estado de cosas por el que Fichte, en persona, fuera despertado por Kant en el verano de 1790. Ejemplos de ello pueden recopilarse con facilidad, digamos que a través del estudio del magazín; no obstante, no queremos perdernos en ellos, por lo que me limito a unas breves ilustraciones.

La lava en la luna es, en primer lugar, una imagen de la petrificación, de la génesis olvidada, de la facticidad muerta. La imagen apunta a una autoconciencia que se concibe como producto, no como productor; ens mere passivum, no como ejecución y actus; como algo, no como yo, y que en esa medida yerra naturalmente de una manera fatal. Sabemos que las ofertas de reducirse a sí mismo teóricamente en el mencionado sentido le son suministradas libremente al hombre hoy en día de maneras diferentes, que se entiende no tanto por una metafísica de la sustancia, como la que Kant había combatido, sino más bien por el lado de suministradores de imágenes del mundo que han comprado en la genética o en la neurología, en la biología evolutiva o en la llamada ciencia cognitiva y exponen sus productos, por ejemplo, en los magazines. Más adelante veremos de manera más exacta dónde reside realmente el asombroso atractivo que estas ofertas tienen para un amplio público determinado, y lo que hace que los recursos de una forma diferente de autoconocimiento –aquella por medio de una autorreferencia reflexiva, que en sí no resulta inaccesible a ningún hombre–, se vean sepultados tan fácilmente a favor de autoobjetivaciones inducidas científicamente.

La lava en la luna es, en segundo lugar, una imagen de la inercia y –en relación con ello, porque la posibilita– de la determinación externa. Concentrémonos en un ejemplo de la esfera política: Fichte quiere abolir el irracionalismo del poder estatal absolutista por medio del Estado de la razón, precisamente porque el Estado de la razón, esto es, el Estado de derecho racional es, de hecho, el único Estado que puede unificar la aspiración de sus ciudadanos a una subjetividad originariamente libre, a una relación con el mundo verdaderamente autónoma, mediante las necesidades de una forma de organización colectiva dotada de poder coactivo. Dicho brevemente, así como el Estado de la razón vive precisamente del hecho de que sus ciudadanos se entiendan por medio de una libre autodeterminación, también por lo que respecta a la coexistencia estatal, el poder estatal autoritativo, fundado únicamente en la acumulación contingente de poder, vive, por el contrario, del hecho de que sus ciudadanos se comportan frente a él no ya como sujetos, sino como una masa pasiva, que divisa en sus relaciones heterónomas aquello que le resulta adecuado.

El misterio oculto del simple autoritarismo estatal es el concepto de sí mismo de los ciudadanos, precisamente según el modelo de la inercia, el modelo de la lava en la luna, que no conoce ninguna voluntad y que arbitrariamente procede como a ella le parece. ¡Pero que tampoco nadie diga aquí que esto no nos atañe gracias a un progreso histórico mundial en la conciencia de la libertad! Me refiero, por ejemplo, a la expresión clave de "postdemocracia", que no sin razón cursa en la nueva ciencia política y que se refiere, sobre todo, a los fenómenos –que se observan tanto en el plano nacional como en el plano internacional– que exhiben la creciente reducción de la participación ciudadana a meros actos simbólicos3. Los apologetas de la "postdemocracia" –y estos existen abundantemente, bien alimentados por las instituciones para las que trabajan–; estos apologetas, pues, argumentan abiertamente con intereses comunitarios, los cuales no pueden lograrse mediante un "government by the people", pero que, no obstante, podrían producirse aquí "outputorientiert", como se dice técnicamente, mediante un "government for the people"4: tal como si, por ejemplo, no fuera en modo alguno cosa de los ciudadanos determinar lo que quieren considerar como "bienestar común", peor aún, como si se defendiera sin tapujos aquel paternalismo, que ya Kant había llamado la forma de gobierno "más despótica de todas", porque consiste elementalmente en tratar a los ciudadanos como niños y no "como ciudadanos, es decir, según leyes de su propia autonomía"5. La lava en la luna no tiene aquí, por el contrario, objeciones.

Por último, y en tercer lugar, esta lava en la luna es una imagen de la ausencia de lenguaje, del enmudecimiento en el ruido que puede producir una roca que se desmorona en un alud de piedras. Fichte diagnostica asombrosamente la pérdida de lenguaje en medio del hablar, del enmudecer en medio de la producción de símbolos lingüísticos. Para ello basta recordar el diálogo sobre los "patriotas" en el que el adoctrinador de la ciencia, remitiendo al "lenguaje que se escribe por sí mismo"6, anticipa posiciones posmodernas o también de carácter tecnológico-informáticas referidas al nuevo mundo bello de los procesos semióticos infinitos independientes del sujeto. En efecto, en nuestro mundo disuelto simbólicamente podría tener lugar un enmudecimiento histórico-mundial de la individualidad pensante o de la razón individualizada, la que desaparece sin rastro alguno en los bastidores del ruido de signos producidos públicamente. Y no es necesario ser un crítico de la cultura circunspecto para sospechar que los modernos medios de masas tienen, quizá, como su fin último quitarle la palabra a la razón, no solo aquí y allá, sino de manera completamente sistemática y en todo respecto. Como he mencionado, se podrían encontrar en Fichte indicaciones de este tipo, pero, como ya dijimos también, no queremos perdernos en ejemplos, sino llegar a hablar sobre aquello en que había fijado la atención Fichte en su tiempo y que hoy en día no ha perdido actualidad, a saber, la imagen cosificada de sí mismo, a la que también pertenecen inseparablemente la decisión a favor de la inercia y la pérdida de lenguaje.

Cuando Fichte considera dicho escenario, concibe el programa de la filosofía en la fórmula aparentemente escueta de: "incitar tal época a la decisión", intentar alternarla con el "pensar" y, por cierto, "en su propia persona"7, evoca en nuestros días la antigua experiencia filosófica de que el pensar "en la propia persona" puede abrir las prisiones de la autocomprensión, que sin el pensar ni siquiera serían conocidas como prisiones.

En lo que sigue, quisiera intentar indicar, en la trayectoria de Fichte, aquellas salidas de la prisión del naturalismo que muchos consideran asegurada contra toda evasión. La alternativa a una estancia permanente en dicha prisión se encuentra por supuesto en una filosofía que, según Fichte, no es nada distinto al "análisis del concepto de la libertad". Quiero proceder de manera que actualicemos más exactamente la lógica interna de la imagen naturalista del mundo, para contraponerla entonces a la alternativa trascendental. Con vistas a ello abordaré tanto el lado teórico como el lado práctico de la cuestión y daré brevemente al menos una indicación de cómo se puede comprender con Fichte finalmente la "naturaleza" en un sentido no naturalista, esto es, de una manera filosófico-racional como la esfera de la libertad vivida. En una naturaleza así comprendida se halla superada ya toda lava en la luna. En lugar de ello, aparece la libertad que se manifiesta, en la que el sujeto está de hecho consigo mismo y que no puede ser negada como manifestación. Comencemos entonces ya mismo con el aspecto teórico del asunto.

 

I

Los naturalismos de todo tipo justifican su posición no de otra manera a como lo hacen sus competidores filosóficos, a saber, remitiendo a su "racionalidad". En la perspectiva naturalista parece ser "racional" examinar al hombre, en primer lugar, como objeto de la naturaleza y, en segundo lugar, considerarlo de un modo igual que al resto de los fenómenos naturales. Parece "racional" no conferirle al hombre ni una dimensión metafísica ni una dimensión trascendental y, con arreglo a ello, no tomar su subjetividad como un punto de vista con un significado especial, sino a lo sumo como una desviación mensurable de la regla. En este contexto, la cuestión filosófica retrospectiva solo puede ser la de qué tipo de racionalidad debe tratarse al respecto. Ciertamente, la representación de que la racionalidad tiene distintos "tipos" no resulta igualmente evidente para todo concepto de racionalidad. Sin embargo, para aclarar de qué se trata aquí se puede recordar la distinción de la que no en última instancia echa mano Kant, entre entendimiento y razón, así como la distinción, también kantiana, entre racionalidad teórica y racionalidad práctica. Se trata de recordar que una invocación inmediata a la "racionalidad" no dice aún nada sobre la extensión y la profundidad mediadora de la invocada unidad concreta en la multiplicidad. Puesto que las ciencias particulares poseen hoy en día un fuerte prejuicio racionalista, podemos aclararnos los límites de este prejuicio en una breve consideración histórica retrospectiva en torno a la historia del determinismo moderno; una retrospectiva de aquella forma de pensamiento a la que Fichte mismo se acogió hasta que surgió ante él "un nuevo mundo", según propios testimonios, a través del estudio de las críticas kantianas y se abrió ante él la racionalidad del punto de vista de la libertad, muy superior a todas las anteriores.

El determinismo moderno tiene que ver inmediatamente con la disolución de la física aristotélica gracias a una imagen de la naturaleza concebida de una manera diferente a comienzos de la época moderna. En el aristotelismo, no es pensable un determinismo natural propiamente dicho, porque aquí no existe un sentido determinado de "la naturaleza" como concepto de unidad, como singulare tantum –de modo que no tenemos que retrotraernos a la doctrina aristotélica de la libertad de la voluntad o elección de preferencia para comprender la imposibilidad de una imagen determinista de la naturaleza en el aristotelismo. El aristotelismo conoce "naturalezas", seres diversos que, como las especies de los seres vivos, aparecen con su propia ley de vida, su "entelequia". Además, conoce determinadas perspectivas universales o aspectos categoriales, entre los cuales hay que considerar la "substancia sensible", tales como el movimiento (κíνησιν). Lo que él, por el contrario, no conoce, es la idea de una totalidad omniabarcante, una conexión total sujeta a leyes de todos los fenómenos que en esa medida constituirían o un continuum ininterrumpido de todas las determinaciones de la naturaleza: o bien serían representables de una manera por principio separada. De hecho, el cambio que condujo a este concepto de una naturaleza unitaria en el sentido de una naturaleza en sí continua, se alimentó de muchas fuentes, de las cuales el neoestoicismo, con el cual tropezamos en el pensamiento europeo del siglo XV y sobre todo del XVI, no es seguramente la menos influyente. En todo caso, ahora se anuncia el ocaso del "pluriversum" aristotélico y el surgimiento de un nuevo mundo unitario, si bien al mismo tiempo humanistas como Lorenzo Valla, neoplatónicos como Georgios Gemistos Plethon, o también aristotélicos como Petro Pomponazzi, abogaban por un mundo de determinación continua, sin milagros y sin libertad, es decir, un mundo sin las causas clásico-aristotélicas de la espontaneidad y la contingencia. En este mundo son representables ahora todos los fenómenos naturales concretos como funciones –una representación que desde el leibniziano lex continui, pasando por Laplace hasta los físicos formales del mundo o mejor dicho metafísicos del siglo XX, ha permanecido actual y ha seguido siendo ampliada. No obstante, los intentos tempranos por pensar una continuidad de los fenómenos naturales fracasan esencialmente por el hecho de que a todas luces es difícil reducir convincentemente la multiplicidad diversa de los fenómenos naturales a un fundamento unitario; los antiguos intentos se apoyaban aquí sobre todo en la astrología, y solo se puede entender propiamente el enorme y sorprendente papel que jugó el pensamiento astrológico en amplias esferas de la seria filosofía renacentista8, si se comprende que se precisaba con urgencia de un garante para la conexión de la naturaleza, para la continuidad de los fenómenos, y que esta se encontraba en las sendas previsibles de las estrellas.

Ahora bien, sea como fuere, la irrupción de los primeros estadios de la especulación sobre la continuidad con vistas a una consecuente ciencia unitaria de la naturaleza tuvo éxito en el momento en que, con el aislamiento de espacio y tiempo, se consiguió nombrar dos medios en los que la naturaleza aparece constantemente, e incluso a través de ellos se torna por completo cuantificable. El espacio y el tiempo, presentes en Aristóteles solo en la forma de la determinación accidental de una substancia según su "dónde" y "cuándo", se convierten, solo en el curso del siglo XVI, primero en conceptos unitarios abarcadores de la multiplicidad y, segundo, a partir de ahí, en un par inseparable, siendo Galileo posteriormente el primero que puede demostrar ad oculus lo que significa representar la realidad natural a partir de las relaciones espacio-temporales, representarla de tal manera que la determinación natural concreta aparezca como función de estas relaciones y pueda ser calculable a partir de ellas en la forma de la regularidad matemática. Kant acogió precisamente este concepto de espacio y tiempo como el medio universal de toda determinación natural en la estética trascendental y en el esquematismo, y en esa medida aprobó trascendental-filosóficamente el nuevo motivo científico unitario de la continuidad fenoménica mediante la cuantificación espacio-temporal de todos los fenómenos. Con todo, forma parte de la concepción crítica de Kant el insistir en la continuidad de los fenómenos, de los cuales la ciencia natural está autorizada a partir, por motivo del carácter mediador de las formas de la intuición espacio y tiempo en la constitución de toda la determinación natural, y en no permitir una interpretación sobre una unidad existente en sí o absoluta en el sentido de un orden de las cosas en sí o del mundo. La unidad que nos es dada como determinada no es otra cosa que una exposición concreta de la unidad del entendimiento en los medios de espacio y tiempo, y la unidad misma del entendimiento no es otra cosa que el autodespliegue del espacio de la conciencia dentro de los cauces en los que dicho espacio puede conservarse lógicamente a sí mismo respecto al espacio de la intuición. Según Kant, los objetos no son otra cosa que las mediaciones concretas del espacio de la conciencia construido lógicamente con el espacio de la intuición. Los objetos no son simplemente tomados "receptivamente" de la percepción, ellos son más bien resultantes de una dinámica del hacer de la experiencia, que se deben siempre a la elasticidad lógica del sujeto. Kant enlaza de esta manera, por un lado, con el axioma fundamental del naturalismo moderno –el axioma de la continuidad fundamental de los fenómenos de toda determinación mediada en el espacio y tiempo– por otro. Sin embargo, hace al mismo tiempo la salvedad de que los objetos que ponemos en el interior del espacio de los fenómenos son de nuevo funciones de nuestra propia espontaneidad, es decir, postulados de la experiencia que se realiza a lo largo de los cauces de su autoconservación lógica. Kant aclara, así, el horizonte determinista del pensamiento científico-racional, pero no sucumbe filosóficamente a él. Esto, por supuesto, tiene importancia para la teoría del "yo objetivo", para el yo como cuerpo y fenómeno. La filosofía trascendental no desmiente que el yo sea en determinado sentido también fenómeno y de que pueda ser determinado objetivamente en dicho respecto: no desmiente que en esa medida pueda ser puesto como objeto entre los objetos, como función concreta de la experiencia en su realización, es decir, en su función de comparar el espacio de la conciencia y el espacio de la experiencia9. Lo que Kant, sin embargo, niega es la afirmación según la cual la subjetividad sea sencillamente idéntica con su objetivación y, en segundo lugar, que la objetivación misma sea simplemente una inmediatez dada, una facticidad y no un producto de nuestro pensar. La objeción critica de Kant afirma entonces que el yo representante y representado, inmediatamente reflexivo e inmediatamente objetivo, podrían ser puestos como idénticos solo al precio de una metafísica de la unidad absoluta, es decir, de una intelección objetiva en la unidad de la razón que, según Kant, nos está vedada. Resulta completamente claro que ninguna ciencia particular está en condiciones de pagar este precio –aún cuando tengamos que repetir a este respecto que el atractivo de la lava en la luna, es decir, de todos los modelos naturalistas; descansa siempre en un impulso unificador cognitivo y lógico-científico en principio justificado. Obviamente, el impulso conductor científico unitario o el temor al dualismo real o imaginario inducen a la ciencia particular a una ceguera respecto de estos costos, que de alguna manera ya se consideran saldados. Pero puesto que ellos no se pueden saldar, la racionalidad del naturalismo fracasa en el desplazamiento de fases, bien conocido por la filosofía trascendental, que se abre siempre entre lo inmediato del fenómeno y la realización de su génesis. Precisamente porque el fenómeno como tal no puede ser inmediatamente "racional" o continuo, sino que solo puede serlo en relación con su génesis, el naturalismo culmina aquí en el callejón sin salida de una unidad impuesta a la representación, pero que para ella como representación es esencialmente irrecuperable, precisamente porque no es representable sino posibilitadora del representar mismo.

Sin embargo, más allá de lo considerado hasta aquí habría un impulso más profundo del naturalismo inserto en la unidad de la razón, cuyo atractivo descansaría no solo en el impulso lógico-racional hacia la ciencia unitaria, sino enteramente en el impulso del conocimiento de la totalidad, y esto significa también del autoconocimiento y autocercioramiento. Aquí, en efecto, nos las hemos con un "naturalismo de segundo grado" que no solamente explica el sujeto en relación con el objeto, sino que se encuentra en el camino hacia una racionalidad objetiva y en este sentido también hacia una objetividad de la subjetividad. O dicho de otra manera, no se trata ahora de que el sujeto se encuentre, en el sentido del naturalismo de primer grado, en una continuidad simple con lo generalmente representable o lo natural. El sujeto quiere ahora, más bien, encontrarse a sí mismo en el ser y, concretamente, en un ser puesto "reflexivamente", y quiere así abandonar la posición excéntrica al mundo que tenía todavía según la parte teórica de la filosofía trascendental kantiana. Sin lugar a dudas, una de las ideas más profundas de la Fenomenología del Espíritu es aquella en la que Hegel, en el capítulo sobre la "razón observadora", erige en impulso propio del empirismo a la razón que se busca a sí misma, es decir, a su pretensión de verse realizada concretamente en el mundo real. De hecho, no existen razones empíricas para un punto de vista empirista; la empeiría como tal no es en absoluto un punto de vista científico, sino que se pierde en el colorido caos de las representaciones. Por el contario, hay razones racionales que hablan a favor del empirismo –en primer lugar, la exigencia de la razón, y no solo del entendimiento, de ponerse a sí misma a prueba en la experiencia. El programa del cual se trata aquí es, por tanto, en última instancia, el de una penetración reflexiva de lo inmediato, para expresarlo con el ejemplo de Hegel: la penetración de este cráneo, tal como Hamlet lo tiene a la mano, con el pensamiento del yo, el pensamiento de la subjetividad10. Para Hegel es tan claro como para Fichte, que el impulso correspondiente de este, si así se quiere, naturalismo superior conduce únicamente a antinomias. En Fichte, la recepción del problema de una mediación de la idealidad o del concepto con el ser o con la vida se observa solo en su filosofía tardía. La lucha del idealismo y el realismo, tal como la encontramos al nivel de la Doctrina de la Ciencia de 1804, concierne no solo a la confrontación de la filosofía trascendental con el representar plano, dogmático, esto es, no solo con el que hemos denominado realismo de primer grado. Se trata más bien de pensar conjuntamente, en el sentido de una doctrina de los principios entendida trascendental y filosóficamente, la infinitud del concepto como lo mediador inmediato, como lo uno a través de lo otro (Durcheinander), con lo otro de este concepto, el ser fundamental, cerrado en sí mismo y viviente. El que esto solo sea posible en el marco de una filosofía de lo Absoluto es para Fichte tan claro como la necesidad de aprehender nuevamente el concepto de la vida filosóficamente según principios, de elevarlo por encima de la empeiría y, dicho brevemente, de conocerlo como el medio universal de una presencia inmediata de la razón. En este sentido leemos en la Doctrina de la Ciencia de 1804: "Vivimos precisamente en los actos de vida; somos, por tanto, el mismo ser Uno indivisible, en sí, por sí, a través de sí, que sencillamente no puede abrirse hacia la dualidad"11. La vida trascendental o absoluta ha llegado a ser idéntica aquí con el "ser" de la subjetividad como realización inmediata, si bien no con su forma específica, la forma del concepto. Yo defendería la tesis (y lo he hecho ya en otro lugar12) de que Fichte en un determinado aspecto de su idea de la naturaleza procede de una manera análoga y piensa la naturaleza en esta medida, no como el mundo de las representaciones del entendimiento que no penetra en su génesis, sino como, por así decirlo, aquel fluido trascendental en el que puede ser pensada una vida de la razón como realiter mediada con el ser. Volveremos sobre este punto más adelante. Permítanme en este lugar hablar de la dimensión práctica de la cuestión, es decir, de la lava en la luna, en la medida en que es una imagen de la inercia, de la decisión a favor de la heteronomía. Esta dimensión no debe su especial importancia al hecho de que en ella, en el caso del autoaccidentalizarse del hombre, no solo pensado sino también vivido, se pueda llegar, incluso se tenga que llegar, a una obstrucción particularmente efectiva de la conciencia de la libertad. Empecemos también aquí con Kant, cuya filosofía práctica es la única gran referencia al hecho de que conocemos un tipo de necesidad en el signo de la conciencia de la libertad, que rompe sin más la necesidad hipotética representable solo teoréticamente, es decir, la lógica de la cadena causal y en consonancia con ello, el sentido del "obrar" es ahora esencialmente distinto al de la realización orientada causal-mecánicamente. De hecho, el relativo atractivo del concepto naturalista de la praxis humana –he mencionado que un tal concepto se halla presupuesto en todos los apologetas de las realidades políticas heterónomas (y ahora agrego que tal concepto es predominante también naturalmente en las ciencias particulares que se ocupan con el obrar humano, principalmente, en la psicología empírica, en la sociología y no menos en una de las ciencias claves de nuestro tiempo, en la economía)–. En efecto, tal aceptación y la atracción del concepto naturalista de praxis descansa en que este concepto entiende el obrar humano de manera enteramente análoga a las conexiones causales naturales, de modo que entiende "instrumentalmente" las "acciones" en sentido estricto como intentos de realizaciones, como "intervenciones" y así siempre en cada caso. Así, por ejemplo, el economista entiende por "acción" algo así como la partic ipación en un juego de estrategias colectivo y el psicólogo la equiparará con aquellos trucos de los que precisa para poder despertar estratégicamente las expectativas de sus jugadores y poder también confundirlos. Por el contrario, en Kant y, por supuesto, también en Fichte, se han puesto al descubierto dimensiones del obrar que jamás se siguen de una necesidad hipotética, sino siempre de una necesidad absoluta. El obrar moralmente calificado sigue siempre a la necesidad absoluta, no a la necesidad relativa-cosificada; en consecuencia, tal obrar no quiere decir causar esto o aquello. Aquí se trata de algo esencial –nada menos que de la exposición originaria de la esencia de la libertad como tal, que se muestra en las acciones morales (y, en sentido estricto, no hay otras diferentes a las morales) como se muestra comenzando consigo mismo. "Acciones" en el sentido estricto de autonomía o independencia son, como puede decirse también, concreciones de la dignidad del hombre, la cual no puede reflejarse precisamente en las tramas mecanicistas sea del utilitarismo, sea también del consecuencialismo. En la acción autónoma, éticamente calificada, y nunca en la acción y reacción mecánicas, se materializa, por así decirlo, la libertad en general, que en el obrar auténtico deviene fenómeno, sin sucumbir, sin embargo, a la lógica del aparecer, al mecanismo de la secuencia objetiva de los fenómenos. Recordemos que Fichte en el Derecho Natural esclareció la diferencia específica del aparecer de la libertad en las acciones y las acciones causal-mecanicistas por lo que respecta al habla lingüística, la cual se entiende primeramente como exposición de la libertad, solo si es consciente como negación determinada de una relación causal posible como, por ejemplo, de una acción violenta: el habla contiene la renuncia al obrar causal y, en esa medida, contiene el reconocimiento del interpelado como un ser libre, no como un ser natural; ella es ciertamente un hecho natural y en esa medida fenómeno, sin embargo, fenómeno que irradia inmediatamente en el fondo de la naturaleza determinada. Lo que ello, por el contrario, significa cuando el naturalismo de la acción echa mano no solo puntualmente sino sistemáticamente de las formas de exposición de la libertad, es decir, por ejemplo, del derecho, se puede leer en reformadores diletantes del derecho como acaso Wolf Singer, que conocen el derecho penal solo en el sentido de un mecanismo de seguridad, y nunca como un medio de confrontación con la responsabilidad, es decir, con la naturaleza libre del hombre13. Por otra parte, cuando se reprocha a Kant o Fichte el rigorismo o el "alejamiento del mundo", con ello se pasa por alto, generalmente, que la filosofía trascendental en su concepto de la praxis humana pretende hacer visible un orden de las cosas, diferente, libre, pero no satisfacer la necesidad de sabiduría en el trato cosificado con las cosas. En los mencionados reproches se esconde por lo general otra cosa que un preconcepto causal-mecánico del obrar –es decir, un preconcepto conforme al criterio de la lava en la luna. Fichte, como ya se mencionó, vio la causa última para un rechazo de la autodeterminación, en la inercia14 –en aquella autointerpretación del sujeto como mera masa en la que el sujeto se deshace de su subjetividad al determinarse cosificadamente y dejarse determinar desde afuera–. En la inercia, la viviente inquietud que uno es elementalmente como ser de la libertad se extingue en el interior de una existencia muerta. De hecho, allí inercia solo puede significar lo que soporta sin queja alguna, en una y la misma instancia, la estridente autocontradicción de libertad y coseidad, inquietud y ser muerto, autodeterminación y obrar mecánico. Fichte no era el hombre para eso, y recordemos ahora, al menos brevemente, lo que fueron sus razones últimas para ello.

 

II

Ya he dicho que el punto de vista de la libertad, al igual que el del naturalismo, no se justifica de otra manera que a partir de su racionalidad. La racionalidad, sin embargo, de la que aquí se trata es la de la unidad de la razón consciente de sí misma, y no simplemente de una unidad del entendimiento o de la buscada unidad de la razón en las ciencias al precio de las antinomias. En este sentido, Fichte pregunta siempre, sin haber olvidado la lección kantiana en cuestiones de crítica, esto es, y este punto es completamente decisivo– sin recaer en una metafísica de la representación, por el fundamento que se encuentra detrás de la unidad que aparece. Doctrina de la ciencia y filosofía de la libertad, en sentido fichteano, son concebidas en todos los estadios del desarrollo del sistema como evocaciones de la unidad de la razón, que no se pierden en el continuum de la multiplicidad de los fenómenos, pero que tampoco invoca un segundo mundo susceptible de representación. La clave general para comprender la posición de Fichte radica aquí en el hecho de que Fichte presenta la unidad de la razón, que funda la unidad del fenómeno, en tanto que se sigue de la realidad de la idea de la razón como algo siempre ya presente inmediatamente y contorneado. Lo que se mienta con ello puede explicarse una vez más en conexión con Kant: en la Critica del Juicio, Kant dice que hay al menos una idea de la razón, que al mismo tiempo se encuentra "entre los hechos", a saber la "idea de la libertad"15; el pensamiento de la libertad, sin cuya realización no es posible la autoconciencia humana (incluso tampoco la del determinista), y que, sin embargo, no puede ser alcanzado simplemente de manera conceptual por el entendimiento, ni, sobre todo, más allá del continuo de los fenómenos; une en ese sentido el mundo inteligible y el sensible, es decir, en él está superada ya en sí la diferencia de homo noumenon y homo phaenomenon. Este principio está estrechamente relacionado con la férrea regla de la doctrina trascendental del conocimiento, según la cual un saber del fenómeno o del objeto solo puede ser posible sobre la base de un saber de sí originariamente reflexivo, es decir, de un saber de sí ya libre. Sobre el fundamento de esta regla, la filosofía trascendental no se ocupa realmente en serio de aquellas teorías de la lava en la luna, que, por ejemplo, creen tener que aclarar que, hasta el momento, no se ha podido hallar la libertad en el reino de los fenómenos; ella se ocupa más bien con una teoría del obrar autónomo, en la que se trata de la construcción de la idea de la libertad en el reino del fenómeno como lo debido conforme a la razón. No obstante, Fichte dejó un poco de lado la caracterización kantiana de la idea de la libertad, con lo cual fue más allá de Kant. Fichte conoce la estrecha conexión de libertad y conocimiento; sabe, por tanto, que aquí no se puede tener la una sin la otra.

Para nuestros fines me limito a un único punto: si el conocimiento real no es posible sin el concepto universal, entonces, con el conocimiento, es también real la libertad –pues es precisamente el concepto universal el que hace que A sea representable con su alternativa no-A; a la conciencia de la libertad pertenece constitutivamente, sin embargo, la clara conciencia de la alternativa, de la otra posibilidad, tal como nunca se le aparece al animal. A la inversa, yace en la libertad, como la capacidad del distanciamiento radical de la objetualidad, en virtud de la autorreferencia, la primera posibilidad de un conocimiento de la objetualidad, la cual solo puede ser pensada a partir de este completo distanciamiento según criterios de universalidad y necesidad. Pero, sea como sea, de lo que aquí se trata es de que Fichte descubre en la idea del conocer o del saber una idea, es decir, una instancia de la unidad de la razón que, al igual que la idea de la libertad, ha de concebirse como idea y al mismo tiempo como realidad inmediata. De hecho, difícilmente podrá entenderse el programa fichteano de una "doctrina de la ciencia" si no se ha entendido previamente que aquí no se trata del proyecto de un saber ideal y futuro, sino de la realidad del saber siempre actual aquí y ahora. La doctrina de la ciencia aspira, en todo caso y en primer lugar, no al saber que podemos obtener, tampoco al saber que hemos obtenido ya de esta o aquella manera, sino que ella tematiza el saber que nosotros ya somos. Esto podría expresarse, quizá más claramente, recordando que, ciertamente, ninguno de nosotros es científico de nacimiento, pero igualmente ninguno puede experimentar a partir de instancias externas lo que signifique "saber" –tampoco el científico, pues también la "ciencia" como una empresa humana produce un mundo entendido, presupone los hechos de un saber existente previamente en una forma real, una realización primordial del saber–. Lo que ninguna ciencia, tampoco ninguna ciencia cognitiva sea del tipo que sea, puede explicarnos y demostrarnos es la realidad del saber mismo, el acto de entender como tal, la evidencia interna o "luz" como tal, de la cual solemos decir que se ha "hecho" en nosotros en una u otra cuestión, pero cuya existencia fáctica no es otra cosa más que nosotros mismos. O, dicho de otra manera: toda ciencia se sigue ya del hecho de que nosotros somos saber existente, se sigue del hecho de que el saber es y de que una forma de concreción accesible a nosotros de este saber que se realiza a sí mismo es nuestra propia existencia: nuestra existencia como fenómeno transparente a nosotros mismos, sobre todo nuestra existencia como foco lógico del mundo fenoménico mismo, como la "originariedad" del mundo fenoménico objetivamente determinado –al que no le corresponder ser realmente lava en la luna. Con estas reflexiones hemos llegado efectivamente a la doctrina de la ciencia como una ciencia de la unidad de la razón que se testimonia siempre a sí misma. Dado que esta unidad de la razón posee realidad y vida inmediata tanto en el saber existente como en la libertad existente que somos nosotros conjuntamente, no hay desde la perspectiva de Fichte un fundamento sistemático sólido para lo que hace un momento llamé el accidentalizarse de sí del hombre. Antes bien, el diagnóstico de que precisamente el hombre, con quien se "instaló el ojo" al mundo, se declara gustosamente como lava ciega, permanece como un misterio duradero a pesar de los motivos aducidos aquí al respecto.

Para concluir quisiera volver brevemente a aquella referencia ya anunciada sobre el concepto fichteano de naturaleza más que objetivista. Fichte entendió la naturaleza, en los numerosos pasajes en los que su filosofía temprana se ocupa de la "naturaleza", enteramente en el sentido kantiano de la suma de todos los fenómenos externos y mostró, conforme a ello, la procedencia o la relativa nulidad de estos fenómenos. En este sentido leemos en el Fichte tardío frases como las siguientes: "mundo objetivo, naturaleza –negado completa, entera, puramente"16. Una frase que, al igual que sus diversos predecesores, debería leerse menos en el sentido de un testimonio de su animadversión frente a la naturaleza que como un claro rechazo precisamente del naturalismo. Pero, justamente después, se produjo en Fichte otro concepto de naturaleza que, en principio, tiene esencialmente raíces prácticas y que se inicia con el problema de la individuación de la libertad, con la libertad corporal, tal como Fichte la explicita en los escritos prácticos de los años noventa17. En esta perspectiva la naturaleza no es pensada simplemente como la suma de las representaciones del entendimiento, ni como el referente imaginario de las ciencias del entendimiento. Más bien, ella es considerada estrictamente como el medium del aparecer de la razón y está subordinada esencialmente a esta.

Ya aludimos más arriba al concepto trascendental de la vida, que juega un papel significativo para la comprensión alternativa de la naturaleza en Fichte; sin embargo, no podemos considerar estas conexiones aquí en detalle. Cito, más bien, un pasaje de Tatsachen des Bewusstseins [Hechos de la conciencia]: "La naturaleza se halla… superada en sí misma, y es vida y actividad solo a partir de su vida espiritual extraña a ella, que vive en lugar de ella… Y de esta manera la naturaleza ha llegado a ser completamente simple esfera efectual de lo sobrenatural, porque en sí y para sí misma está desprovista de toda fuerza… "18. La naturaleza es ahora la "translucidez" de la razón, ella es la materia de la plasticidad de nuestras imágenes racionales, no más un irracional esencial frente al cual la razón tuviera que ponerse solo en una relación irracional. O dicho de nuevo de otra manera: ella es el lugar de una razón viviente e inmediata de manera viviente, no lo otro muerto de nuestra actividad racional. Con ello la lava en la luna ha cesado definitivamente. El intento de emprender en su nombre un retorno a una inmediatez irracional fracasa a más tardar en cuanto la razón se conoce como el principio motor y viviente, como la génesis de toda inmediatez. La razón representa siempre la inquietud sanadora, que trae necesariamente consigo todo aliento de libertad y conocimiento, aun tras los muros del naturalismo. Yo pienso que esto es todavía de actualidad.

 


1 Conferencia dictada por el profesor Thomas Hoffmann en el campus de la Pontificia Universidad Católica del Perú el 31 de octubre de 2014.

2 Fichte, J. G., Grundlage der gesamten Wissenschaftslehre (1794/1795), GA I-2, p. 326.

3 Cf. Crouch, C., Postdemokratie, Frankfurt d.M.: Suhrkamp, 2008. 4 Baste como ejemplo disuasivo: Scharpf, F., Regieren in Europa: effektiv und demokratisch?, Frankfurt d.M.: Campus, 1999. Las tesis de Scharpf recuerdan involuntariamente a lo que ya anticipara Nietzsche, a saber, que Europa sabrá pronto lo inapropiado de la "publicidad" y del "parlamentarismo" en el manejo de sus tareas (Nachlaß Juni-Juli 1885, KGW VIII 3, S. 310).

5 Kant, I., Metaphysik der Sitten. Rechtslehre, AA VI, 317.

6 Fichte, J. G., Der Patriotismus und sein Gegenteil. Patriotische Dialogen vom Jahre 1807, GA II-9, p. 408.

7 Fichte, J. G., Die Wissenschaftslehre (1804-II), GA II-8, 3.

8 Esto se aplica, por ejemplo, a un pensador tan sobrio como Pomponazzi, que de manera explícita en su tratado De naturalium effectuum causis sive de incantationibus rompe una lanza a favor de la astrología, mientras que un platónico como Pico della Mirandola arremetía contra ella.

9 Acerca del concepto de Kant del "doble yo en la conciencia de mí mismo", cf. Kant, I., Preisschrift über die Fortschritte der Metaphysik, AA XX, 268; y también Heintel, E., "Das ‘Faktum’ des ‘zweifachen Ich’ bei Kant", en: Gesammelte Abhandlungen, v. VIII, Stuttgart: Bad Cannstatt, 2000, p. 159.

10 El "naturalismo de la razón" no conduce como en el del entendimiento a una ciencia de la unidad, sino a una contradicción inmediata, a saber, el tener que considerar el yo como objeto, la actividad como objeto.

11 Fichte, J. G., WL-1804-II, GA II-8, 231.

12 Cf. Hoffmann, T.S, "‘ ...eine besondere Weise, sich selbst zu erblicken’: Zum systematischen Status der Natur nach Fichte", en: FichteStudien, 24 (2003), pp. 1-17.

13 Véase a este respecto el ensayo de Singer, W., "Verschaltungen legen uns fest: Wir sollten aufhören, von Freiheit zu sprechen", en: Geyer, C., Hirnforschung und Willensfreiheit. Zur Deutung der neuesten Experimente, Frankfurt d.M.: Suhrkamp, 2004, pp. 30-66; igualmente Roth, G., Aus der Sicht des Gehirns, Frankfurt d.M.: Suhrkamp, 2003, p. 180ss.

14 Cf. Fichte, J. G., SL, § 16, GA I-5, 185.

15 Kant, I., Kritik der Urteilskraft, AA V, 468.

16 Fichte, J. G., Das System der Sittenlehre (1812), GA II-13, 329.

17 Cf. Hoffmann, T. S., "Philosophische Physiologie. Eine Systematik des Begriffs der Natur im Spiegel der Geschichte der Philosophie", en: Gottschlich, M. y M. Wladika (eds.), Dialekti sche Logik: Hegels Wissenschaft der Logik und ihre realphilosophischen Wirklichkeitsweisen, Stuttgart-Bad Cannstatt: Königshausen & Neumann, 2003, pp. 488-509.

18 Fichte, J. G., Die Thatsachen des Bewußtseins, GA II-15, 94ss.

 

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