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Areté

versão impressa ISSN 1016-913X

arete vol.27 no.2 Lima  2015

 

DOCUMENTOS

 

Humanitas presocrática, humanitas socrática*

 

Livio Rossetti

Università di Perugia, Italia

 


Introducción

En estas páginas me propongo hablar sobre el conflicto (si es que se puede usar ese término) que se ha delineado entre la humanitas presocrática y la humanitas de Sócrates. Lo haré tomando ejemplos de otro conflicto que ha sido tratado a profundidad en nuestro pasado común: aquel entre el catolicismo y la Modernidad. Parece, además, que este conflicto moderno tiene un precedente importante (y, en gran medida, insospechado): el que se delineó dos mil quinientos años atrás en Grecia, grosso modo, entre Homero y Sócrates. De esta manera, quiero intentar argumentar que este conflicto moderno tiene un precedente en Grecia antigua y, por ello, se encuentran similitudes que, cuando menos, son dignas de notar.

Antes de llevar la discusión a Sócrates, la llevaré a Homero, Aristófanes y a otros personajes de la Grecia clásica, mas no sin antes hacer una anotación preliminar. Como se intuye por estas primeras declaraciones, deseo tocar una cuestión de fondo con implicancias diversas: Modernidad, catolicismo, Sócrates y Homero. Sin embargo, cabe preguntarnos: ¿con qué espíritu?, ¿para llegar a dónde? y ¿con qué esperanzas de abarcar realidades tan complejas y tan diversas?

Mi objetivo es identificar algunas tendencias o esquemas mentales bastante asentados, que no solo han caracterizado, sino que, podría decirse, han marcado fuertemente parte importante de la historia de Occidente, e inclusive de nuestro presente. Un objetivo así de ambicioso es facilitado por la posibilidad de detenerme sobre la que he denominado provisoriamente humanitas presocrática: un modo de concebir la condición humana que sorprende sobre todo por el olvido en el que ha caído, y también por su proximidad a aspectos característicos de la mentalidad de nuestro tiempo, al menos en Italia y en gran parte de Europa. Deseo rescatar a esta humanitas tan "moderna" (la de tipo homérico) de un injustificado olvido y establecer una merecida comparación con el mundo moral, la antropología, la humanitas de Sócrates. Será necesario volver sobre estos argumentos más detalladamente y espero lograr hacerlo, pues son temas que –confieso– trato ahora de enfrentar por primera vez. Intentaré, entonces, delinear una estructura mental particular que, por su propia naturaleza, es susceptible de tener múltiples desarrollos y de requerir muchas otras especificaciones.

I

Para comenzar, propongo que abramos la Odisea al inicio del Libro XXIII. El poeta representa a la sirvienta anciana de Ulises-Odiseo, Euriclea, que corre hacia Penélope a decirle: "¿Sabes quién es el forastero? Es Odiseo, ¡tu marido! Ha regresado y acaba de exterminar a todos tus pretendientes. ¿Estás contenta?". Penélope responde solo esto: "[Mi] querida ama, los dioses te han dejado sin juicio… son ellos los que te han trastornado, pues antes eras sana de mente"1. Nosotros diríamos: "Los dioses deben haberte trastornado, pues antes eras sana de mente y, en consecuencia, no tienes culpa alguna". Penélope está recurriendo a la intervención divina para justificar el comportamiento anómalo, incomprensible, de un ser querido. El poeta, a su vez, asume que su audiencia no solo entiende, sino que puede identificarse con el sentir de Penélope. Ella no es tonta, no es fría, simplemente no puede creer una noticia así de inesperada.

Otro texto famoso es el de la historia de Polifemo. Cuando Polifemo pide ayuda diciendo "Nadie me ha enceguecido" (pues Ulises ha dicho llamarse Nadie), los otros ciclopes exclaman: "Entonces, si nadie te ha hecho daño y tú estás solo, es imposible rehuir la dolencia que manda el gran Zeus"2. Dicho de otro modo: "no será culpa tuya, será culpa de Zeus; es un hecho que has perdido la razón, pues de otro modo no dirías esas sandeces". De nuevo, como Polifemo no habla ya como una persona normal, el buen sentido hace pensar que los que lo lisiaron fueron los dioses, volviéndolo irracional. ¡El buen sentido!

Estos no son casos aislados, pues se suele recurrir a los dioses como causa no solo para explicar los eventos perjudiciales (por ejemplo, las devastadoras tempestades y las otras dificultades que Ulises encuentra al intentar volver a su isla), sino también para explicar los eventos positivos, como el éxito de Aquiles al intentar matar al gran Héctor. Aquiles es ilustre, pero Homero asegura que él no habría podido matar a un adversario tan excelso como Héctor si una diosa no hubiese intervenido.

Cuarto caso: al inicio de la Odisea, el poeta comienza hablando de las desventuras de Ulises y de una reunión de los dioses convocada por Zeus para tomar decisiones relacionadas a los efectos de la Guerra de Troya. Zeus trae a colación la historia de Egisto, quien fue asesinado a causa de una conducta suya, claramente injusta. Haciendo un breve resumen: el rey Agamenón, que partió a Troya, tarda en regresar a Micenas. Mientras tanto, Egisto corteja a su esposa Clitemnestra, se vuelve su amante y, como si fuera poco, organiza el asesinato de Agamenón. Después, sin embargo, Egisto es también asesinado para vengar a Agamenón y a Zeus llega la noticia de que, antes de morir, él ha osado culpar a los dioses de su muerte, y no a sí mismo, como la situación meritaba. De este modo, como me dijo David Konstan muchos años atrás, Egisto tendría el pretexto para reinterpretar su conducta como a lapse, rather than as fault.

Entonces, ¿qué opina de esto Zeus? Para nuestra sorpresa, él dice: "Los mortales acusan fácilmente a los dioses, culpándonos de todos sus males, cuando en realidad, la causa de sus desgracias son ellos mismos por su osadía"3. Los versos que acabo de mencionar son versos extraordinarios, pues, en ellos, Zeus da a entender que es usual que los hombres acusen a los dioses de mala fe. Vemos, pues, que no son los hombres los que ven a los dioses, temen que los juzguen, los premien o los condenen, sino todo lo contrario. En este caso, los hombres se permiten acusar a los dioses, incluso a modo de excusa, y el jefe de los dioses en persona, Zeus, habla sobre esta acusación y la rechaza, pues, como dice, es hecha de mala fe, conociendo la propia falta. Que posteriormente él se refiera a Egisto como alguien que ha reinterpretado los hechos escondiendo sus propias responsabilidades detrás de una serie de concausas, es finalmente secundario. Lo que hace Egisto es visto como una conducta representativa de aquello que suele ocurrir.

Por otro lado, Agamenón recuerda que Zeus fue engañado del mismo modo por Hera4. Homero conoce también el razonamiento complementario: "no puedes jactarte de aquello que es mérito de la divinidad"5 (es lo que Patroclo, agonizando, le dice a su asesino, Héctor). Así, uno fácilmente podría continuar con esta serie de ejemplos.

Comenzamos a entender que no se trata de casos aislados; estos nos hablan de una idea de la condición humana y de una forma mentis ya establecida, tomando en consideración que los poemas homéricos fueron pensados para dar voz a los modos espontáneos en los que la gente suele razonar.

¿Cuál es, entonces, el sentido de estas referencias? La idea es que se piensa en una intervención divina no para explicar aquello que tiene otra explicación completamente intuitiva, sino para explicar aquello que no sabemos explicar. Si no sabemos explicar algo, no es que estemos cayendo en pura deambulación. Es lógico pensar en la intervención de los dioses cuando las circunstancias son o parecen ser excepcionales, o cuando su intervención constituye la única explicación inmediatamente disponible. Del mismo modo, cada vez que sucede un milagro, suponiendo que este sea beneficioso, los católicos vocean sin problemas (o lo han hecho por siglos) la intervención milagrosa de la Virgen o de otros santos. Sin embargo, cuando se presenta un evento sobrenatural negativo, entre los católicos se imagina (o al menos se ha imaginado por siglos) la intervención del demonio, inclusive al punto de llegar a hablar de personas endemoniadas.

La diferencia es sutil y, veremos, está vinculada a Sócrates. La intervención divina puede ser presentada como una forma de fatalismo: nosotros no somos libres, nuestro destino ya está trazado; o inclusive como una forma de pesadilla, entendiendo por esto que los seres humanos somos víctimas de fuerzas superiores y enemigas, frente a las cuales nos sentimos indefensos. No obstante, la intervención divina también puede ser presentada como una ayuda celestial, como una gracia, como una manifestación de la providencia; y las posibilidades no terminan aquí. Homero, y los griegos después de él, adoptaron un cuarto camino, una inclinación a jugar la carta de las circunstancias atenuantes; es decir, a explicarse las acciones repentinas, insensatas o irresponsables como fruto de un enceguecimiento momentáneo (por ejemplo, un momento de ira) que ha sido inducido por los dioses. Me atrevo a agregar que, entre los griegos, tomó forma y se enraizó el siguiente esquema de razonamiento: si mi insensatez es causada por los dioses, como no podemos llevar a los dioses a juicio, al menos no deberían ensañarse conmigo. Apelar a la intervención divina se traduce en la petición de atenuar la pena propia, de considerarse culpable solo en parte, o inclusive de tener compasión de uno mismo, ya que desgraciadamente uno ha sido inducido (por los dioses) a perder la cabeza.

Lo que sorprende es la claridad con la que Homero nos muestra este tipo de razonamientos y la posibilidad de ser demasiado indulgentes con nosotros mismos recurriendo a aquellos, incluso de mala fe y para dar pretextos. El Homero de los poemas homéricos claramente se da cuenta de esto, por lo que hace decir a Zeus: "¡A veces los hombres se aprovechan!", señal de que la idea ya estaba enraizada en la conciencia colectiva y ya se pensaba sobre esta.

Esto sucede en Homero. ¿Pero después? Comenzaré con una alusión a Eurípides y a Gorgias. La historia de Medea es universalmente conocida (Medea de Eurípides, año 431 a.C.). La leyenda dice que Medea, al borde del colapso psicológico, termina por asesinar a sus propios hijos. ¿Qué cosa declara la Medea de Eurípides? Νικόμαι κακοῖς, "El mal me vence"; "Entiendo que lo que pretendo hacer está mal, pero el θυμός es más fuerte que mis βουλεύματα"6). Entonces, es así como Medea actúa bajo la fuerza del thumos, ante el cual no sabe resistir. No puede resistir ante el impulso de estas emociones tan fuertes, y es muy posible que, ante la violencia de sus emociones, el razonamiento, los consejos y la voz del buen sentido sucumban miserablemente. Pero Medea no designa al responsable de sus males: no sabría decir cómo se llama. A diferencia de los héroes homéricos, no se imagina su causa como algo externo a ella; pero sí piensa algo distinto, algo que de ninguna manera se identifica con ella misma.

Gorgias va en la misma dirección. Su Elogio a Helena está dedicado a demostrar que sería injusto responsabilizar a Helena por la guerra de Troya, pues ella fue forzada, engañada, irresistiblemente atraída o quizás simplemente persuadida, y entiende que también la persuasión se transforma, a veces, en una suerte de droga o veneno que hace que las personas, de algún modo, no sean responsables de su actuar.

Como anotación respecto a este punto, me gustaría mencionar que la oratoria de los tiempos de Platón y Aristóteles demuestra que en el tribunal se recurría frecuentemente a este mismo tipo de argumentos –que bien pueden ser meras excusas o pretextos– para mostrar al acusado bajo una luz favorable, inclusive sugiriendo que el homicida, por el hecho de arriesgar la muerte, se encuentra frente a una terrible desgracia, por lo que los jueces no lo deberían aborrecer (ni deberían actuar cruelmente), sino compadecer (y ser indulgentes), ya que su momentánea ceguera ha sido claramente influida por los dioses.

La fuerza de este tipo de razonamientos está confirmada por el hecho de que, aun en el tribunal, era normal que las víctimas y los parientes de las víctimas insistieran sobre el tema de la violencia, pues, a pesar de los múltiples atenuantes –sea que se trate de las concausas de origen divino, de las concausas de origen humano o de las circunstancias de fuerza mayor–, de cualquier modo, el daño ya estaba hecho y, con atenuantes o sin ellos, los perjudicados reclamaban pena y compensación (y usualmente no solo una compensación moral). Con un contexto tal, ¿cómo podrían reclamar una condena más severa? Hablando de su ira, reclamando medidas adecuadas para aplacar su ira. Se trata de una costumbre bien conocida y, desde mi punto de vista, constituye una excelente confirmación de cuán enraizada estaba la cultura de las circunstancias atenuantes.

De todo eso se habla muy raramente (pero, lo hizo Dover en 19747) y, creo yo, sin razón, porque se trata de algo muy significativo desde el punto de vista de cómo se acostumbra comprender y evaluar la conducta humana en nuestro tiempo. Pronto me detendré brevemente sobre este último punto.

En cuanto a los oradores áticos, esos fueron acostumbrados a mencionar también una ley, que probablemente se remonta a Solón, según la cual un ciudadano ateniense puede disponer libremente del proprio patrimonio "a menos que haya perdido la razón (ἂν μὴ μανίων), sea demasiado viejo, haya hecho su testamento bajo el efecto de una droga o de una enfermedad, o sea codiciado por una mujer, obligado o aprisionado"8. La existencia de una ley como esta es un indicio más para pensar que estamos ante la presencia de una tradición bastante consolidada de circunstancias atenuantes (es decir, de los vicios de la voluntad, con la posibilidad de recurrir inclusive a pretextos, exactamente como ya nota el Zeus homérico), sumada a una forma mentis bien establecida y firme.

Si después notamos la sustancial ausencia, en aquel mundo, de un sentido de culpa desarrollado o de la necesidad de arrepentirse, de reconciliarse con las víctimas, de compensarlas voluntariamente et sim., la idea de que Homero haya delineado una forma mentis muy enraizada, encuentra aun más validaciones.

II

Ahora sugiero hacer un salto a nuestro tiempo para tomar algunos aspectos relevantes de estos modos de comprender la realidad que, estando ya consolidados, son causa de algunas de nuestras reacciones semiautomáticas. Por razones de brevedad, me limitaré a recordar que, hace poco más de dos siglos se gestó el Romanticismo, una cultura y tradición orientadas a reconocer la importancia de los sentimientos, de las emociones, del punto de vista subjetivo. A la larga, esta forma mentis produjo efectos múltiples e inesperados. Primero, quizás las inocuas lágrimas de Jacopo Ortis; después, el romance burgués y la exaltación del amor en contraste con la familia (la oposición entre sentimiento y obligaciones sociales); luego, la desaprobación de cualquier forma de rectitud (con la fidelidad conyugal a menudo reducida a la mera hipocresía) y la idea de que la atracción amorosa no se puede resistir, aunque implique el fin de un matrimonio. Α esto se han añadido otros cambios y en distintos niveles: a) en el plano de las relaciones amorosas, podemos mencionar el fin de los matrimonios arreglados por las familias y el aumento progresivo de los divorcios y los cambios en su valoración social, y la promoción de la unión civil y el llamado gay pride; b) en el plano de las disputas judiciales, un creciente enfoque en los atenuantes que reducen la responsabilidad y la culpabilidad del criminal, enfoque contrapesado por la cada vez más clara distinción entre responsabilidad penal y responsabilidad civil; c) en el plano ético, una fuerte caída del sentimiento de culpa (y en consecuencia, de la idea de pecado), que da lugar a la capacidad de no avergonzarse, a una indulgencia hacia uno mismo que contrasta en modo espectacular con el suicidio causado por vergüenza que aún es tan frecuente en Japón; d) en el plano religioso, la afirmación de una idea de Dios que es cada vez menos amenazadora, cada vez más amigable y, en consecuencia, cada vez más orientada a la aceptación de uno mismo, en lugar de multiplicar las reglas, prohibiciones, condenas y eventuales absoluciones o reducciones de pena (incluidas indulgencias) que vienen proclamadas en nombre de Dios; e) en el plano filosófico, el énfasis sobre la ineludible mediación subjetiva y sus límites respecto de aquello que puede parecer verdadero, acertado y universal; f) en el plano educativo, el llamado descubrimiento de la infancia y, poco a poco, de sus prerrogativas, la progresiva desaparición de la maestra-carabinera en favor de una maestra "buena", que presenta las cosas de modo tal que el niño no solo entienda, sino que se interese, que le guste el aprendizaje y se entusiasme, volviéndose una ocupación apreciada, algo que el niño interioriza muy bien durante sus horas de colegio, y además va al colegio con gusto; g) en el plano de las relaciones entre padres e hijos, el fin del autoritarismo, de los golpes, de los castigos domésticos en favor no solo del afecto y de la comprensión, sino también de la indulgencia y de los excesos en el querer defender y proteger a los propios hijos a toda costa, inclusive cayendo en injusticias. Claramente me refiero a los comportamientos colectivos del país que conozco mejor: Italia contemporánea. Para quienes se han formado en otros países, especialmente fuera de Europa, es muy fácil tener una percepción distinta de los comportamientos colectivos.

Estamos viendo una de las muchas maneras en las cuales la autoindulgencia ha permeado en la conducta, tanto en su modo de entenderla, como de representarla. Esto que, en ciertas ocasiones, es un recurso de peso, no tiene problemas en transformarse en lo contrario y acreditar modelos bastante discutibles. Por lo pronto, notamos sin dificultad la conexión entre estos comportamientos típicos de nuestro tiempo y el recurrir a concausas y atenuantes, reconociendo su importancia (y, a veces, hasta exagerándola). Encontramos este mismo comportamiento ya delineado, con casi tres mil años de anticipación, en los poemas homéricos. Aun en la dureza de la vida cotidiana de ese entonces, los poemas homéricos supieron agrupar algunas ideas importantes: la idea de que hay que andar con cuidado al hablar de culpa y responsabilidad, la idea de que los condicionamientos son una realidad y que se deben tomar en cuenta, y las formas de aceptación de sí mismo (autoindulgencia) que –constatamos con sorpresa– son muy próximas a aquellas que tienen la mayoría de personas de nuestro tiempo.

III

Ahora quiero intentar argumentar que el primero en contradecir este esquema, que es tanto antiguo (presocrático) como moderno, fue Sócrates. Me parece que un largo ciclo, iniciado con Sócrates, se está cerrando después de varios miles de años, luego de que toda una cultura centrada en el deber, el pecado, la vergüenza, la culpa, el perdón y el autocontrol se imponga a gran escala, al menos en Europa, principalmente gracias al catolicismo. Recuerdo, para empezar, el optimismo de la voluntad del que hablaba Kierkegaard. Este tuvo manera de afirmar –como se sabe– que, mientras el "estadio estético" es interpretable como una forma de desesperación y el "estadio religioso" como expresión de una concepción trágica de la existencia, el "estadio ético" (emblemáticamente asociado a la figura de Sócrates), es portador de un exceso de optimismo, como si, para lograr vivir bien, se requiriese únicamente un poco de buena voluntad. Sócrates –así razonaba Kierkegaard– no conoce la idea de pecado y esto lo hace demasiado optimista y prácticamente superficial.

A su vez, Nietzsche vuelve a Sócrates un campeón de lo apolíneo en contraposición a lo dionisíaco, de la racionalidad en contraposición a la espontaneidad y del raciocinio y del auto-control en contraposición a las pulsiones emocionales sin filtro. Racionalizar, filtrar, someter a reglas y a controles es un comportamiento condenable, decía Nietzsche, porque sofoca a la libertad, la genuinidad, la voluntad de poder (es más, en última instancia, esta tendencia es expresión de la condena de los débiles a los fuertes).

Lo que nos interesa aquí es que Sócrates es considerado, por ambos, como responsable de un cambio de gran alcance, que afecta no solo a los ideales de vida, sino también a la estructuración de las dinámicas subjetivas, a la fijación de valores y de modelos de comportamiento. Habría sido Sócrates el que inculcó, con gran eficacia, la idea de que no está bien permitirse cualquier libertad, de que es necesario saberse controlar y de que es posible lograr hacerlo. Estas ideas supieron hacerse de sólidas raíces, produciendo efectos de largo alcance, efectos que Nietzsche califica como terriblemente negativos –según él, esta idea de Sócrates fue amplificada por el cristianismo con su insistencia sobre el pecado, del cual los hombres deben sentirse responsables al punto de deber pedir perdón a cada paso–.

Los estudios realizados en el siglo XX sobre Sócrates han perdido de vista sustancialmente todo esto, pero es fácil recordar que Sócrates no dice jamás algo como "he perdido la cabeza, discúlpenme" (en cuyo caso compartiría la cultura de los atenuantes). Al contrario: él arriesga la muerte por no seguir la orden impartida por los treinta tiranos de asesinar a Leonte de Salamina y, lejos de justificarse apelando a circunstancias atenuantes, asume la totalidad de la responsabilidad por su conducta. Análogamente, durante el juicio, no suplica ni se justifica para lograr la absolución o para obtener una pena leve, sino que asume el riesgo que la situación parece implicar. Es pertinente aquí la historia del discurso de defensa preparado para él por un logógrafo de éxito, el orador Lisias; un discurso que adjudicaba toda la responsabilidad a Anito, cuyas decisiones son el origen del terrible final que tuvo su hijo, pues Anito le prohibió a su hijo seguir a Sócrates. Después de la lectura del discurso, Sócrates habría dicho, en resumen: "bien hecho, pero no aplica"; así, especifica: "es como un par de zapatos de mujer muy costosos, que son muy bellos, pero que no me quedan bien a mí"9.

También es relevante el tema de la conducta sobria y frugal. Sabemos que Sócrates sabía soportar el calor, el frío y el sueño como pocos; sabemos que vivía sobriamente; sabemos que, al menos según Jenofonte10, dijo alguien alguna vez: "¿Cómo podría corromper a los jóvenes, si los educo en la καρτερίᾳ (la perseverancia) y la εὐτέλεια (la frugalidad)?". Tenemos noticia de la rigurosidad de Antístenes y de las sospechas sobre Aristipo justamente porque este último se permitía lujos y mujeres, exhibiendo tanto su libertad respecto al dinero como respecto a las mujeres. Del mismo Aristipo se recuerda, entre otras cosas, que una vez, mientras navegaba, temeroso de ser asaltado y asesinado por el oro que traía consigo, se presentó en la cubierta con todo su oro y, haciendo un gesto teatral, lo tiró todo al mar, ya que, habría dicho, no sabía qué hacer con un bien por el cual podría arriesgar la vida. También es interesante mencionar una anécdota en la que Sócrates encuentra a Aristipo vestido con un ropaje muy costoso y, cuando este se va a sentar, Sócrates escupe sobre su asiento, donde este se sienta igualmente, sin pestañear, ¡un modo muy socrático de decidir qué hacer! También, en lo relativo al eros, sabemos que Sócrates trascurrió una noche con Alcibíades sin ceder ante sus halagos; y asimismo sabiendo de su debilidad por Critobulo, le ordenó no desvirgarlo ni por accidente11. Aquí ya se delinea un estilo de vida bastante bien definido, y este estilo suyo no está inspirado por la indulgencia hacia uno mismo, o por la autojustificación obtenida en nombre de las concausas o circunstancias atenuantes. Al contrario, sugiere la idea de una imagen alturada de uno mismo que es construida y preservada, de un querer actuar como se debe y como es justo hacerlo, aun si una decisión de ese tipo puede traer consecuencias bastante desagradables. Es verdad que la autoindulgencia no es una virtud socrática; después de todo, el Sócrates que hace muy poco para ser absuelto y, una vez condenado, rehúsa escapar de la cárcel, es un Sócrates de este tipo y, en consecuencia, estos aspectos de su obra no son menos representativos que sus supuestas doctrinas (la unidad de la virtud, el "nadie yerra voluntariamente" y similares).

Sin embargo, hay que mencionar que está también el Sócrates que introduce el tema de la vergüenza no frente a los otros, sino frente a uno mismo, como en los casos paradigmáticos de Alcibíades12 y de Eutidemo13. Al respecto, me limitaré a recordar una frase de la Apología platónica: "no te avergüences de ocuparte de las riquezas…" (este es el lógos protreptikós), una frase del Laques: "Sócrates nos somete a una especie de tortura, pero no es malo reconocer inmediatamente que hemos hecho o que estamos haciendo algo deshonesto", y una frase del Simposio, "solo frente a él me avergüenzo" (y soy inducido a reconocer que el modo en el que estoy viviendo está muy mal)14.

El tipo de vergüenza15 que hace su aparición no solo está bastante alejado del modelo homérico y de toda la cultura griega anterior (por lo cual no podría haber mejor prueba de la paternidad socrática de estas ideas), sino que resulta una especie de episodio aislado, o al menos así parece si es que consideramos solo la vergüenza. En efecto, el tema no es retomado con particular determinación por Platón ni por otros socráticos, ni aparece nuevamente en los libros de ética de Aristóteles.

Curiosamente, este esquema reapareció más de un siglo después y del modo más inesperado: con el poeta Menandro, quien fue casi contemporáneo a Epicuro y, como autor de comedias, tuvo gran suceso, no solo durante su vida, sino también posteriormente en Roma (sus comedias inclusive fueron traducidas y adaptadas por Plauto y Terencio y dieron lugar a las comedias llamadas palliatae; esto es, comedias "a la griega"). ¿Qué cosa resalta de las comedias de Menandro? Se constata que sus personajes inician con conductas inadmisibles, pero con el tiempo llegan, sin falta, a comprender que han errado, tanto que posteriormente se esfuerzan por reconciliarse con las personas afectadas por sus conductas.

Menandro nos presenta personajes que se avergüenzan de sus malos actos (como Cnemón), o inclusive, personas generosas (como Habrótono), que no piensan en dar excusas para justificar su conducta –el título de una comedia de Terencio es pertinente: Heautontimoroumenos, "Aquel que se castigó a sí mismo"–. Sus personajes no llegan al punto de decir "tenía el deber de", "habría debido" o "me avergüenzo" y "me arrepiento", pero las historias narradas por él van usualmente en esta dirección.

Se trata de una innovación simplemente grandiosa. Las comedias de Menandro no solo presentan personas que encuentran un modo de comprenderse, de decir abiertamente cómo están las cosas y de reconciliarse, sino que son personas que, habiendo comprendido que han hecho sufrir a un ser querido, toman la iniciativa y se disponen a enmendar la situación, sin que esto sea exigido o sin ser criticados abiertamente por alguien más. No por esto Menandro se transforma en un predicador o llega a proponer esquemas teóricos. Por el contrario, él se limita a representar personas que deciden tomar un primer paso hacia quien ha sufrido una injusticia o un daño; y esto no es poco.

Ahora, cabe notar que entre el mundo moral de Sócrates y el mundo moral de Menandro hay diferencias considerables, y no podría ser de otro modo. Sin embargo, es impresionante notar que, después de la repetida invitación socrática a avergonzarse y empeñarse en vivir más rectamente, aparece ahora por primera vez la representación de personas que, por iniciativa propia, llegan a hacer algo bastante parecido. ¿Cómo no reconocer en aquello un fruto tardío o, mejor aún, el rastro de la afirmación de una cultura ética completamente disonante respecto a aquella que Sócrates ha buscado desarticular? Menandro ha notado algunas instancias éticas que, en la sociedad griega, hicieron su primera aparición con Sócrates y con la imagen pública del filósofo, así como sus alumnos la supieron representar y dar a conocer. Esto significa, creo yo, que ciertas ideas de Sócrates lograron realmente abrir una brecha importante en la opinión pública. Se puede reconocer en Menandro un testimonio de una evolución de la conciencia colectiva16 que nos reconduce necesariamente a Sócrates, por la simple razón de que no se ve ningún otro posible modelo disfrutado por el dramaturgo.

Considerando estas cuestiones, podemos intuir que, con Sócrates, los griegos respiraron un aire fuertemente innovador. Él desarrolló e intentó introducir en su medio un modo de razonar completamente distinto respecto de aquel predominante, un modo de razonar que no daba cabida a las excusas o a los pretextos, sino a la vergüenza y al aprecio por una conducta responsable, algo que asemeja al deber, a pesar de los inconvenientes bastante graves que pudiese causar. Mientras que para la cultura predominante en la sociedad en la que vivió era normal rechazar la responsabilidad por las propias acciones alegando a los condicionamientos más diversos, incluso a aquellos de origen divino, Sócrates no usaba jamás esta carta, pues buscaba transmitir una exigencia diametralmente opuesta: la exigencia de ser coherente (y, en consecuencia, de ser responsable), la exigencia de cuidarse, la disposición a sentir vergüenza por las conductas irresponsables y, a veces, la exigencia de dominarse. Podemos ver que, a partir de esto, se delinean dos modelos: por un lado, quien está listo para apelar a circunstancias atenuantes se considera poco responsable de aquello que está haciendo y tiende a no preocuparse mucho por las eventuales estupideces que se deja hacer; por otro lado, tenemos a Sócrates que no es solo capaz de una conducta responsable, sino que es capaz de incitar en los demás el deseo de vivir mejor, y que es representado como un intelectual acostumbrado a pensar que las acciones y las emociones se pueden controlar bastante bien si uno está determinado a hacerlo.

Vale la pena mencionar en relación a esto al Zópiro de Fedón, un diálogo, en mi opinión, injustamente olvidado. Fedón, el socrático originario de las Elidas, es un personaje literalmente sofocado por el suceso milenario de un diálogo platónico que ha sido, y sigue siendo, tradicionalmente asociado a su nombre, pero gracias al cual sabemos cosas significativas de él.

La historia es esta: los socráticos encuentran a un forastero, Zópiro, quien se jacta de conocer la naturaleza de las personas a partir de los rasgos de sus rostros. Quizás porque no confían de sus capacidades y desean ponerlo a prueba, le presentan un retrato de Sócrates, pidiéndole describir su tipo. Zópiro acepta la prueba y declara que aquel es el retrato de un hombre bastante estúpido, pero además libidinoso y tal vez pederasta. La indignación de los socráticos es del todo previsible, pero Zópiro insiste y, buscando aclarar su posición, pide conocer a Sócrates en persona. Los socráticos están de acuerdo y lo llevan donde su maestro. Zópiro apenas ve al filósofo, confirma sin vacilar su diagnóstico: Sócrates es exactamente el tipo de persona que él había descrito. Con esto crece la cólera de los discípulos, pero Sócrates interviene. Este toma la palabra y declara: παύσασθε ἑταίροι· εἰμί γαρ, ἑπέχω δέ, id est17 quiescite, o sodales: etenim sum, sed contineo, "cálmense, compañeros, porque efectivamente soy el tipo de hombre que este ha adivinado en mí, pero me controlo" (es más, "me controlo tan efectivamente, que ustedes, a pesar de que me conocen hace tanto tiempo, no se han dado cuenta de nada").

Así, Sócrates, comenta Alejandro de Afrodisias18, no desmintió a Zópiro, sino que sostuvo que, en cuanto a disposiciones naturales, él era exactamente como Zópiro había descrito, solo que, gracias a la ἄσκησις derivada de la filosofía, se había vuelto mejor que su propia naturaleza, "se había controlado". Decir que Sócrates se controla, y además con gran eficacia, implica que en su opinión controlarse no solo es posible, sino obligatorio. Es verdad que es necesario quererse controlar, pero si uno lo desea, lo puede lograr.

Se hace cada vez más evidente el abismo que hay entre el buscar excusas (o atenuantes) y el controlarse, porque en el primer caso el sujeto no asume la responsabilidad de las propias acciones, sino que trae a colación las con-causas más variadas, incluso recurriendo a la intervención divina; en cambio, el deseo de controlarse presupone que uno se sienta responsable y capaz de asumir la responsabilidad o la dirección efectiva de las propias acciones. Vale la pena mencionar que el Sócrates que, en el Zópiro, confiesa sus debilidades, no recurre a excusas del tipo "así soy", "así me comporto", "no es mi culpa si me comporto así", sino más bien toma estas debilidades como un punto de partida, una realidad inquietante a partir de la cual él parece haber llegado a elaborar una imagen distinta de sí , diciéndose a sí mismo: "no me gusta seguir o animar mis tendencias naturales y espontáneas, quiero ser distinto, me parece más bello adoptar este estilo de vida y tengo todas las intenciones de lograr ser como quiero ser". Mas no solo esto: siguiendo con la representación hecha por Fedón, Sócrates se vuelve Sócrates, en el sentido en el que logra ser como quiere ser, ejercitando un firme control sobre sus pulsiones. El verbo griego epechō transmite esa idea del tener, retener, contener; idea expresada más frecuentemente por la noción de enkrateia en oposición a la akrasia, la capacidad de gobernarse a uno mismo, contrapuesta a la incapacidad verdadera o supuesta que representa la posibilidad misma de introducir circunstancias atenuantes.

Recalco: Sócrates se vuelve Sócrates, en el sentido en el que logra ser como quiere ser. Si hay alguien que no quiere saber de circunstancias atenuantes, este sería Sócrates, quien ha sabido prescindir de ellas en una sociedad que ciertamente conocía el coraje y la fuerza de ánimo, pero en la guerra, o frente a la muerte de un hijo; mientras que frente a la lisonja del eros o a la fuerza disruptiva de la cólera, optaba por apelar a factores desresponsabilizantes, inclusive en formas bastante convencionales, y adoptar una actitud marcada por la autoindulgencia.

IV

Hasta aquí, estamos hablando de un modo de ver las cosas pero no de doctrinas; de actitudes, no de aprendizajes estructurados y argumentados. La construcción teórica y la fijación en doctrinas (por ejemplo, las teorías sobre la akrasia) son ajenas a Sócrates, pues vinieron después por obra de otros intelectuales. Por ejemplo, los filósofos estoicos y, posteriormente, Cicerón, intentaron elaborar la noción de deberes (los officia, las conductas que se asume que cada persona razonable tiene). Sin embargo, Cicerón modela y remodela la idea de una multiplicidad de deberes, y así habla de tendencias espontáneas19, de cuatro virtudes canónicas20, de los tipos distintos de persona21, de los grados de deber (primero, los dioses inmortales; después, la patria; a continuación, los padres; y luego, los demás en grados distintos22), de tipos distintos de injusticia, del equilibrio entre deberes privados y públicos23, de la relación entre honestum y utile (passim), etcétera, pero sin acercarse a la idea de un decálogo. El decálogo llegó varios siglos después y principalmente fueron los cristianos los que se encargaron de desarrollar, organizar, precisar y rigidizar el panorama de los deberes. De los officia de Cicerón se pasó, muy lentamente, a hablar de deberes, prohibiciones, pecados, decálogos, normas, sanciones, conductas racionales e irracionales, etcétera. Con esto, la ética tomó una impostación normativa, prescriptiva, y quien ha escrito obras sobre ética se ha sentido una especie de legislador apto para precisar cómo se debería actuar si fuésemos seres razonables; es decir, apto para decidir qué cosa es o debe ser prohibido, castigado, tolerado, perdonado, prescrito o recomendado al hombre universalmente, o a los hombres y a las mujeres, a los padres y a los hijos, a las mujeres y los maridos, a los médicos y a los curas, etcétera, siempre con el propósito de dar vida a reglas que se espera sean universales.

Este planteamiento, si bien por un lado solo tiene pálidas similitudes con Sócrates, por el otro ha obtenido el efecto opuesto, de fusionar y alimentar una fuerza contraria, una reacción de rechazo y la búsqueda de una alternativa causada por el exceso de determinación de las normas propuestas. Podemos caracterizar esquemáticamente la reacción de rechazo como petición de deregulation. Esta reacción ha tenido una fase de incubación, desde Dante, Petrarca y Bocaccio, pasando por Lorenzo el Magnífico y su círculo de artistas, después por los libertinos franceses y los ilustrados, y posteriormente tomó nuevas bases en el Romanticismo. De aquí derivó la ética moderna que los católicos han luchado por contraatacar, sin darse cuenta de que, haciendo esto, solo lograban dar nuevas fuerzas a la petición de deregulation.

Ahora constatamos, con cierto asombro, que la ética moderna tiene significativos (y, en cierto modo, insospechados) puntos de contacto con el modelo griego pre-filosófico; es decir, el modelo de los poemas homéricos y de Aristófanes. En consecuencia, se puede ver que el ciclo milenario iniciado con Sócrates se está cerrando, luego de un largo paréntesis. Repito, sin embargo, que no podemos confundir a Sócrates con los moralistas que se esforzaron en prescribir mandatos. Es más, Sócrates no se muestra nunca dando recomendaciones del tipo "sé justo", "no mates" o alguna cosa parecida. Él parece ocupado en defender un frente bastante distinto (y difícil de definir), su conducta y la de aquellos cercanos a él: una conducta que busca liberar en sus interlocutores energías que ellos ni siquiera sabían que tenían, una propensión a cuidarse a sí mismo y actuar de manera responsable, a tomar el control de la situación y mantenerla bajo control, a desarrollar la autoestima y, si lo amerita, a tener vergüenza por las conductas irresponsables, sin ninguna propensión a practicar la autoindulgencia, ni a invocar concausas u otras circunstancias atenuantes.

Se trata de una propensión que se ve en la conducta, no más que esto; es decir, sin dar lugar ni siquiera a un esbozo de esquema teórico. Todo el resto responde a la exigencia de encontrar las palabras para decir qué ha sido capaz de hacer Sócrates, y no es fácil hablar de esto sin mencionar esquemas teóricos, prescripciones abstractas, et sim. El paso de la conducta (el estilo de vida de Sócrates, las cosas que apoyaba) a sus supuestos criterios de conducta y a las motivaciones que podían estar detrás de estos –un proceso de abstracción y universalización– ha sido objeto de un ejercicio colectivo de larga data. No obstante, Sócrates nunca habló siquiera de culpa, de responsabilidad o de libertad; quizás ni siquiera de alma inmortal netamente distinta del cuerpo. Estas y otras nociones han tomado forma solo posteriormente, mientras que su misión personal correspondía a una posibilidad concreta, efectiva, contingente de vivir mejor y se ha traducido en una serie de iniciativas que invitaban a vivir de un modo distinto (cambiar de vida, metanoia).

Hemos visto, aunque en modo resumido, que la elaboración conceptual que partió de esto ha tomado con creciente determinación un camino bastante distinto: no solo con el intento de conceptualizar, sino con el de fijar de reglas de conducta. Este cuadro normativo, aunque tomando inspiración de esta suerte de "yo debo" que Sócrates logró elaborar, ha terminado por expresar algo bastante distinto de lo que Sócrates buscaba: un sistema de reglas, la presunción de tener la capacidad de fijarlas y poder considerarlas universales (¡vaya presunción!), la dificultad y la reticencia a representar el mecanismo de la transgresión de las reglas, justamente porque el moralista tiende a considerarse una suerte de posesor de las reglas de buena conducta y, en consecuencia, a asumir actitudes que, a fin de cuentas, son autoritarias; cementerio de buenas intenciones del cual ha nacido la poderosa reacción de rechazo mencionada anteriormente (en II).

La distancia entre el socratismo y la ética normativa que pretende dictar normas universales es, podemos decir, bastante grande. Probablemente no se requería nada menos que la profunda crisis que atraviesa la ética normativa desde hace decenas de años para redescubrir la vitalidad del socratismo y tomar su fuerza como antídoto ante el dejarse ir, ante el vivir el día a día volando bajo, sin intensidad de vida, sin alzar la mirada para intentar aprovechar al máximo nuestra libertad.

V

Es pertinente traer a colación el dúctil canal de comunicación que permitía a Sócrates llegar a tocar hasta las cuerdas más finas y de liberar profundas energías positivas en los demás: el diálogo socrático. Es precisamente la práctica del diálogo la que funda la ética, pero la funda por el hecho de liberar energías suscitando una intencionalidad positiva, no por el hecho de fijar normas, prohibiciones ni deberes. Para muchos, incluido yo mismo, ha sido difícil llegar a la comprensión de esto, porque una fuerte tradición ha acreditado la ecuación "ética=sistema de prescripciones" con una validez universal. Una ecuación parecida ha aprisionado la imagen de Sócrates y ha vuelto imposible entender la esencia del personaje precisamente porque Sócrates amó jugar con la carta de la libertad. Para mencionar algunos ejemplos: aquel adinerado Aristipo, que se sienta en el lugar donde Sócrates acaba de escupir intencionalmente, ejercita la libertad de no dejarse condicionar por el traje que lleva puesto, pero procura no decir algo como "aprende, si se trata de sentarte al lado de Sócrates, puedes también sentarte allí donde él acaba de escupir"; el Sócrates que se rehúsa a asesinar a Leonte de Salamina ejercita la libertad de decidir él mismo si mata o no, pero no manifiesta ningún interés en formular un mandamiento universal que ordene el no matar; el Sócrates que se empeña en una conversación bastante insidiosa con Alcibíades se limita a esperar que esta sea capaz de impulsar un cambio en su vida (y en su conducta), pero no le dice "tú has pecado"; y esta serie de ejemplos podría continuar.

Comenzamos, entonces, a entender que Sócrates ha llegado después de la embriaguez de la deregulation de tipo homérico y que se dedicó a proponer un modelo de existencia alturada, contrapuesto a la perspectiva de una conducta irresponsable y oportunista. Concluiré afirmando que el mensaje socrático es de increíble actualidad y bastante simple; sin embargo, ¿la sustancia de las cosas no es, quizás, justamente esa?

 

Traducción del italiano de Vera Salazar.

 


* En estas páginas se exponen algunas conclusiones de las que presenté en el Congreso "Formare e tras-formare l’uomo. Paideia, humanitas, Bildung", promovido por la Pontificia Università Lateranense, Roma, en abril del 2015. Agradezco encarecidamente al decano Prof. E. Vimercati y a aquellos, entre los presentes, que han contribuido a las reflexiones en torno a estos temas.

1 Od. XXIII, versos 11 y 14.

2 Od. IX, 410-11.

3 Od. I, 32-34.

4 Cf. Od. II. XIX, 86-99 y 137.

5 Cf. Od. II. XVI, 844-48.

6 Medea, vv. 1077-80.

7 Dover, K.J., Greek Popular Morality in the Times of Plato and Aristotle, Oxford: Blackwell, 1974, pp.74-160, (especialmente la sección tercera).

8 Cf. Textos 426-435, en: Martina, A., Solon: Testimonia Veterum Collegit, Roma: Edizioni dell’Ateneo, 1968.

9 Sobre este tema, cf. Rossetti, L. "Alla ricerca dei logoi Sokratikoi perduti (II)" en: Rivista di Studi Classici, 23 (1975), pp. 87-99.

10 Cf. Apol. 25.

11 Cf. Xen. Symp. 4.28.

12 Cf. Platón, Simposio y Esquines, Alcibíades.

13 Cf. Xen. Mem. IV 2. Sobre este diálogo, cf. Rossetti, L., "L’Eutidemo di Senofonte: Memorabili IV 2", en: Il Socrate dei dialoghi, Mazzara, G. (ed.), Bari: Levante Editori, 2007, pp. 63-103.

14 Cf. Apol. 29d; resumen de Lach., 187ab y resumen de Symp., 216b.

15 Sobre este tema hay un aporte significativo en De Luise F., "Alcibiade e il morso di Socrate: un caso de conscienza", en: Thaumàzein, v. 1 (2013), pp. 187-205.

16 Sobre este tema encontramos un aporte significativo en: De Luise, F. "Seza rabbia: la virtù stoica contro il sentimento tragico della vita", en: La Societá degli individui, v. XVII, 3, 51 (2014), pp. 7-19.

17 Así traduce Giovanni Cassiano en Conlationes XIII 5.3, fr. 11, Rossetti, L. Las fuentes antiguas sobre el Zópiro de Fedón se encuentran en Rossetti, L., "Ricerche sui ‘dialoghi socratici’ di Fedone e di Euclide", en: Hermes, 108 (1980), pp. 183-198; no obstante, lamentablemente, muchos textos relevantes no han sido recogidos en SSR (Socratis et Socraticorum Reliquiae) collegit Giannantoni, G., Napoli: Bibliopolis, 1990. Para un estudio reciente sobre el tema, cf. Rossetti, L., "Phaedo’s Zopyrus (and Socrates’ Confidences)", en: From the Socratics to the Socratic Schools, Zilioli, U. (ed.), Nueva York y Londres: Routledge, 2015, pp. 82-98.

18 En el De fato (fr. 10 R., omitido en SSR): οὐδὲνεἶπεν ὁ Σωκράτηςἐψεῦσθαι τὸνΖώπυρον· ἦνγὰρ ἄντοιοῦτος, ὅσονἐπὶ τῇφύσει, εἰμὴδιὰτὴν ἐκφιλοσοφίας ἄσκησινἀμείνωντῆς φύσεωςἐγένετο (referencias en la nota anterior).

19 Cf. Cic. De off. I, 12.

20 Cf. Ibíd. I, 15.

21 Cf. Ibíd. I, 107 y 115.

22 Cf. Ibíd. I, 160.

23 Cf. Ibíd. I, 29.

 

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