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Areté

versión impresa ISSN 1016-913X

arete vol.28 no.2 Lima  2016

 

RESEÑA

 

Hans Joas: The Sacredness of the Person: A New Genealogy of Human Rights, Washington, DC: Georgetown University Press, 2013, 217 pp.

 


Al terminar de leer The Sacredness of the Person resulta difícil estar en desacuerdo con Robert Bellah. El sociólogo estadounidense escribe: "He leído mucho sobre esta materia (derechos humanos), pero nada se compara con lo que Hans Joas ha logrado con este estupendo nuevo libro"1. En efecto, Joas, quien junto a Charles Taylor, José Casanova y David Martin debe con justicia ser considerado uno de los más importantes teóricos contemporáneos de la secularización, nos proporciona con este libro una contribución decisiva al problema del surgimiento, la consolidación y la sostenibilidad de la cultura de derechos humanos. Pues, a pesar de que su postura es compatible con algunas de las teorías de la justicia y de la cultura de derechos que gozan de gran prestigio en nuestro tiempo –como por ejemplo las de John Rawls o Jurgen Habermas–, la propuesta de Joas corrige lo que en ellas se muestra más claramente ausente, a saber, el rol de las narrativas de vida y de los valores personales y comunitarios. En ese sentido, sin rechazar los valores del liberalismo, Joas retoma también aquellos de la tradición comunitarista. Joas logra esto en un esfuerzo que, a mi juicio, magníficamente evita las que podríamos denominar las tres aporías con las que nos confronta la reflexión sobre los derechos humanos. Por un lado, el camino de un universalismo utópico que obsesionado con el valor formal de los imperativos morales termina careciendo de raíces. Por el otro, el camino de la nostalgia y la ansiedad moral que invita a pensar que no queda más que volver a un pasado que quizá es más real en nuestra imaginación que en la historia. Finalmente, la opción de la contingencia radical de toda moralidad que parece no dejar más opción que el crudo relativismo2.

Si mi valoración del libro de Joas es al menos parcialmente correcta, creo que nos encontramos frente a una contribución decisiva en el esfuerzo por superar estos tres caminos sin salida y proveer un nuevo camino de fundamentación para los derechos humanos. Acaso The Sacredness of the Person represente en más de un sentido aquello que Miguel Giusti ambicionaba en uno de sus más importantes textos, a saber, la idea de que, a pesar de los dilemas éticos con los que nos confronta la modernidad, es posible aún concebir la cultura de derechos humanos como teniendo alas y raíces; como siendo capaz de emerger por encima de la inmediatez de lo dado sin que ello suponga desgarrar aquello que nos conecta a ese suelo vital que es nuestra historia3. Las líneas que siguen se proponen dar sustento a esta evaluación inicial y persuadir al lector de que aquello dicho hasta aquí le hace justicia al texto.

I

El proyecto de Joas intenta "superar la brecha" (p. 2) entre las justificaciones filosóficas y las interpretaciones históricas de los derechos humanos. Su enfoque, entonces, no propone una "justificación puramente racional de los valores últimos" (p. 2), pero tampoco un simple recuento histórico: "el conocimiento histórico no puede ayudarnos a alcanzar una conclusión que pueda situarse por encima de las pretensiones de validez normativa" (p. 2). Luego, la apuesta del sociólogo de Chicago es por un enfoque de integración: en la historia de los derechos humanos "narrativa y justificación se encuentran interconectadas" (p. 2). Ahora, contra lo que algunos críticos podrían pensar, Joas mantiene que este movimiento hacia una genealogía de los derechos humanos "no debilita ni corroe de modo inevitable nuestro compromiso con estos valores" (p. 3). Lo que el autor propone, pace Nietzsche, es lo que él denomina una genealogía afirmativa. Para Joas, un estudio genealógico de la historia de los derechos humanos muestra que creemos en ellos como consecuencia de "un proceso de sacralización: un proceso en el cual a cada ser humano se le asume, cada vez más, y cada vez con mayores efectos motivacionales y sensibilizantes, como sagrado, y en el cual esta forma de comprender al ser humano se ha institucionalizado legalmente" (p. 5). Como el mismo autor señala, esta es la idea clave del libro (cf. p. 5).

Para sustentar esta tesis, Joas propone una lectura crítica de algunas de las narraciones históricas que han devenido dominantes en nuestra comprensión de la historia del surgimiento de los derechos humanos. Concretamente, Joas se concentra en tres: la Revolución Francesa, la Revolución Estadounidense y la identificación de los derechos humanos con el racionalismo occidental. En primer lugar, el autor ofrece evidencia convincente para señalar que la Revolución Francesa no fue nunca fundamentalmente anti-religiosa (cf. pp. 11-20). El quiebre del binomio trono-iglesia no supuso la disminución del fervor religioso, sino el ataque a cierta forma de religiosidad (cf. p. 13). De hecho, las celebraciones anuales de la Toma de la Bastilla, al menos inicialmente, se desarrollaron como celebraciones religiosas (cf. p. 12). En segundo lugar, Joas mantiene que la Revolución Estadounidense fue una mezcla compleja y fructífera de valores religiosos cristianos y de ideas provenientes de la Ilustración que condujeron a la primera codificación de los derechos humanos (cf. pp. 20-28), al menos una década antes de la Revolución Francesa (cf. p. 11).

Esta reconsideración de las dos revoluciones, más allá de valor que posee en sí misma, tiene un rol funcional en el argumento y nos conduce al tercer punto cardinal de este capítulo, a saber, la crítica a la idea weberiana según la cual los derechos humanos se derivan de la carismatización o sacralización de la razón (cf. p. 29). Para Weber, los derechos humanos no son más que una manifestación extrema de "fanatismo racionalista" (p. 28) que forma parte del proceso general de racionalización que ha conducido a la masificación del individualismo y del capitalismo (cf. pp. 30-31). Esto, vale aclarar, no supone que Weber esté en contra de los derechos humanos. Lo que sí implica, no obstante, es que los ve con cierto pesimismo dada su dependencia respecto de la trayectoria individualista de la razón moderna (cf. p. 31). Joas propone una interpretación distinta. Para nuestro autor, la compleja historia de las Revoluciones Estadounidense y Francesa demuestra que lo que realmente sucedió es que el ser humano fue carismatizado, o, en su lenguaje, sacralizado (cf. pp. 32-33). Esto significa que en lugar de concebir los derechos humanos como el resultado de una sacralización de la razón que desacraliza la religión (cristiana); para Joas tiene más sentido concebirlos como, al menos en parte, la consecuencia de "reinterpretaciones fructíferas y continuidades creativas de la tradición judeocristiana, nuevas experiencias fundacionales que sustentan el creer en valores individuales, y nuevas estructuras organizacionales en las religiones donde las características de la iglesia, la secta, y la espiritualidad individual están unidas entre sí" (p. 31). Como puede notarse, la genealogía afirmativa de Joas está dando rápidamente sus primeros frutos al replantear los términos del debate contándonos una historia alternativa de la génesis de los derechos humanos.

Ahora bien, en el segundo capítulo el enfoque genealógico de Joas le permite poner en tela de juicio lo que él denomina el "mito de la Ilustración". En un examen crítico del Dei delitti e delle pene de Cesare Beccaria, Joas muestra de manera convincente que el surgimiento de lo que hoy parece ser nuestra amplia sensibilidad moral contra la tortura (un ejemplo del desarrollo de nuestra sensibilidad respecto de los derechos humanos) no fue la consecuencia directa de los valores que la Ilustración trajo consigo; sino, más bien, el resultado de la compleja intersección de esos valores con una historia preexistente de valores donde la religión cristiana tuvo un rol muy importante. A esto habría que añadir que ni la Ilustración ni los valores judeocristianos estuvieron exentos de contradicciones internas relativas a la tortura, lo que simplemente muestra la complejidad de esta historia (cf. pp. 44-45).

Del mismo modo, pero en la otra orilla, Joas ofrece una fuerte crítica de lo que él considera el enfoque nihilista con el cual Michel Foucault analiza las relaciones de poder. Sin caer en la trampa del progreso ilustrado, Joas cuestiona el enfoque de Foucault en Surveiller et punir identificando en la propuesta del autor francés al menos dos problemas significativos. En primer lugar, Foucault no ofrece un argumento convincente para creer que las reformas fundamentales del sistema de justicia penal en los siglos XVIII y XIX fueron guiadas por el deseo de ampliar los procesos disciplinarios. Para Joas, lo que la evidencia muestra es, más bien, un proceso de inclusión del otro que refleja la ampliación de la noción de derechos humanos (cf. p. 48). En segundo lugar, Joas sostiene que Foucault no ofrece alternativa alguna. El sociólogo alemán se pone del lado de Foucault respecto de su crítica de las limitaciones de la reforma del sistema penal, pero toma distancia respecto de las propias limitaciones del pensador francés: Foucault solo describe lo que él asume (sin suficiente sustento) como la expansión de un sistema de represión sin preocuparse por proponer una solución (cf. pp. 48-49). Pero el análisis de Foucault, que Joas juzga como errado, no tiene que tener la última palabra. Joas muestra que lo que realmente sucedió con la reforma del sistema penal es que el ser humano se convirtió en un objeto sagrado (cf. p. 49).

Siguiendo el trabajo de Émile Durkheim, Joas afirma que los derechos humanos y la dignidad humana se convirtieron en la "religión de la modernidad". Este es buen momento para indicar que tanto Durkheim como Joas consideran que lo sagrado no debe identificarse con lo religioso. Para ambos, lo sagrado supone una fuerza, una experiencia "tan intensa que constituye o transforma toda nuestra visión del mundo y la forma en que nos comprendemos a nosotros mismos" (p. 55). Luego, dada esta definición, ambos autores pueden considerar perfectamente acontecimientos no religiosos, objetos, ideas, etcétera, como algo sagrado. Por otra parte, esta definición es importante porque ofrece una crítica de propuestas éticas basadas en la empatía moral como el camino para fundamentar los derechos humanos. Para Joas, la empatía es siempre contingente, pues requiere de "motivación personal impulsada por valores substanciales" (p. 60). Desde la perspectiva del autor, esto es precisamente lo que la sacralización de la persona ofrece. Así, en el caso concreto de la reforma de la justicia penal, lo que se transforma es la valoración del ser humano: este pasa a concebirse como sagrado y tal concepción empieza a asumirse como dada, dejando de depender de si sentimos o no empatía por esta o aquella personas. Sin embargo, Joas es consciente de las muchas amenazas que el proceso de sacralización del ser humano experimenta hoy. Justamente por esta razón, el autor cree que es crucial proporcionar una genealogía afirmativa que revele las motivaciones reales a la base de las reformas en justicia penal, de modo que nosotros mantengamos nuestro compromiso con ellas a pesar de las múltiples fuerzas que pretenden minar su validez. Se trata de una recuperación de la memoria para así recuperar también su fuerza.

El siguiente paso en el argumento consiste en prestar atención a experiencias de violencia, particularmente en la medida en que ellas puedan provocar nuevas formas de sacralización. Con ese propósito, en el tercer capítulo, Joas utiliza el concepto de "trauma cultural" como la clave en su aproximación al problema de la violencia. Bajo la rúbrica de la "facticidad objetiva" del trauma (p. 80), Joas muestra cuidadosamente los riesgos en la articulación de experiencias traumáticas: verdaderas experiencias traumáticas pueden ser completamente ignoradas debido a que no fueron interpretadas como tales. Su ejemplo es el carácter unilateral del monumento en memoria de la guerra de Vietnam en Washington DC, que solo tiene en cuenta a los soldados estadounidenses caídos en batalla, pero nada dice sobre los tres millones que murieron en el lado vietnamita (cf. p. 82). Aquí Joas hila fino, distinguiendo entre la naturaleza objetiva del trauma y su condición de construcción cultural. Como bien indica el autor, algunas experiencias traumáticas apenas alcanzan expresión "dentro de los esquemas interpretativos disponibles" (p. 84). Esto se debe a la permanente tensión entre valores, instituciones y prácticas (p. 86): muchas veces el reconocimiento del trauma (o su ocultamiento) puede estar atado a posiciones nacionalistas, preferencias personales, oportunismo político, etcétera. En el Perú, casos como estos abundan, particularmente después de los años de violencia interna. Quizá su manifestación más cruda y desconcertante se hizo patente después de la publicación del Informe de la Verdad y Reconciliación en el 2003: miles de muertos y desaparecidos no habían sido tenidos en cuenta por los reportes oficiales del gobierno; el carácter atrozmente traumático de su ausencia no había sido reconocido por la historia oficial. Joas sin duda tiene razón y el caso peruano lo confirma. Muchas veces la facticidad del trauma no es asimilada en la historia que narramos sobre nosotros mismos, pero su fuerza bruta y sanguinaria sigue allí presente clamando por nuestra atención. La CVR lo hizo patente, pero aún hoy seguimos batallando entre valores, instituciones y prácticas en un difícil esfuerzo por integrarlo a nuestra memoria colectiva.

Ahora bien, esto no significa que transformaciones culturales no sean posibles. Para Joas, un ejemplo primordial de lo contrario es la abolición de la esclavitud. Desde su perspectiva, son tres los elementos más importantes en el surgimiento de este fenómeno. En primer lugar, "la intensificación de la motivación para poner en práctica una moral universalista que en principio ya existía" (p. 91). Esa moral tuvo como punto de origen la fe cristiana, pero tuvo que universalizar y radicalizar su aplicación: recordemos que esa misma fe había sido usada más de una vez para justificar la esclavitud. En segundo lugar, Joas mantiene que se desarrolló un cambio cognitivo que logró expandir el sentido de la responsabilidad moral (cf. p. 92). Mayor exposición al maltrato sufrido por los esclavos fue generando poco a poco un sentido más claro de la injusticia de su situación, algo que fue favorecido por las primeras fases de lo que hoy llamamos el proceso de globalización. Por último, Joas identifica lo que él llama la "organización transnacional práctica del universalismo moral" (p. 93). El movimiento abolicionista fue concebido en Gran Bretaña desde el inicio como uno cuya misión era la de ir más allá de las fronteras nacionales para lograr en la práctica un mundo sin esclavitud. Ahora bien, estos tres elementos son importantes porque muestran el papel crucial de las religiones y experiencias cargadas de intensidad en el surgimiento del accionar colectivo. La pura racionalidad, afirma Joas criticando a Habermas, es una fuerza motivacional insuficiente; ella tiene que ser complementada por experiencias y narrativas en las cuales creemos y con las cuales nos identificamos. Sin embargo, Joas termina este capítulo con notable cautela. Dado que los derechos humanos son "una forma de articular la historia de la violencia, debemos entonces ser conscientes de tal intento de articulación" (p. 94, cursivas del autor). Se sigue que debemos evitar la autosatisfacción cultural; la idea según la cual los derechos humanos son una posesión firmemente establecida o que lo serán inevitablemente en el futuro. Por el contrario, nuestro deber es mantener los ojos abiertos para siempre incorporar experiencias de sufrimiento que aún no han sido articuladas en la narrativa de nuestras historias locales, nacionales, globales, etcétera (cf. p. 94).

En el cuarto capítulo, Joas quiere evitar el enfoque a-histórico que Kant propone en su lectura de los derechos humanos, pero también lo que el autor considera la genealogía destructiva de la moral propuesta por Nietzsche. Con este fin, Joas propone prestar atención al trabajo de Ernst Troeltsch vía la reconstrucción del argumento principal de Der Historismus und seine Probleme en seis etapas. Dado que dicha reconstrucción se hace en función a cuánto esta ayuda a comprender la noción de genealogía afirmativa, me enfocaré en las partes de la misma que más directamente conectan con esa noción. Para Joas, Troeltsch representa un ejemplo de "historicismo existencial", esto es, una aproximación al devenir histórico que renuncia a cualquier teleología objetiva. A este respecto, Nietzsche es central para Troeltsch, pero este último le añade un correctivo "afirmativo": el gran logro de Nietzsche, a saber, la desestabilización de toda teleología objetiva, no depende de su ateísmo y puede perfectamente conservar su significado sin él (cf. p. 126). Notar esto, precisamente, es posible gracias a una aproximación genealógica cuya vocación es afirmar y no destruir valores. Así, Joas define la genealogía afirmativa como "una reconstrucción del pasado consciente de la contingencia" (p. 127).

Luego, en lugar de negar nuestro compromiso con nuestros valores o de darnos a nosotros mismos la soberanía para evaluarlos, Joas propone apelar a los procesos de formación de ideales, a la génesis de los valores, para abrir nuestras mentes a la exhortación que proviene de experiencias históricamente encarnadas y cargadas de significado (cf. p. 127). Una genealogía afirmativa, entonces, proporciona los recursos para recuperar la universalidad de los valores, pero en el contexto de su contingencia histórica (cf. p. 128). Llamemos a esta posición universalismo histórico. Toca añadir que Joas quiere que este universalismo histórico sea realista, lo que para él significa que sea genuinamente histórico. Aquí Joas se muestra crítico de las filosofías de la historia de Hegel y Marx (en lo que comparten y en lo que las distingue) para mostrar cómo Troeltsch se enfoca en los procesos históricos en sí mismos y no los pone al servicio de un sistema teórico pre-establecido (cf. p. 133).

Debo confesar que me cuesta un poco juzgar el rol del quinto capítulo. Por un lado, esta sección del texto tiene gran valor en sí misma por los aportes críticos que hace al estudio de ciertos autores y problemas. Por ejemplo, cabe destacar la cuidadosa defensa del concepto de yo en la obra de William James en tanto más rico y complejo que el que mantuvieron John Dewey y George Herbert Mead (cf. pp. 140-158). Igualmente valiosa, además de interesante y convincente, es la crítica de algunas teorías del don, fundamentalmente las de Jacques Derrida y Jean-Luc Marion, por su falta de sustento empírico (cf. pp. 158-162). Por otro lado, sin embargo, me resulta difícil ver la relevancia del capítulo en relación al resto del argumento del libro. Mi impresión es que este capítulo bien podría funcionar como un apéndice cuya lectura no resulta determinante para que el argumento se sostenga. Dicho esto, no obstante, el análisis de Action Theory and the Human Condition, pieza fundamental de la obra de Talcott Parsons (cf. pp. 162-171), proporciona elementos de juicio adicionales. Al estudiar algunos de los cambios introducidos por la Reforma Protestante, Parsons toma distancia de la teoría de weberiana del desencanto con el objetivo de defender precisamente lo contrario, a saber, que aquello que Weber juzgó como secularización en realidad no fue otra cosa que la "cristianización del mundo" (p. 166). Este argumento es importante porque sirve al propósito de criticar la excesivamente simplista "historia de sustracción" planteada por Weber y a su vez porque proporciona evidencia empírica adicional para la tesis de la sacralización de la persona4. Solo al final del capítulo, Joas retorna a los conceptos del yo-alma y del don para analizar su presencia en las declaraciones de derechos humanos (p. 170). Su punto es claro y correcto: los autores de estos documentos creyeron en la necesidad de fundamentar los derechos humanos en un bien más grande y más estable que las meras convenciones humanas (léase, Dios). No me parece, sin embargo, que la discusión de Joas en torno al yo y el don realmente esclarezca o profundice este punto.

Por último, Joas dedica un breve capítulo conclusivo al problema de la generalización de los valores, siguiendo nuevamente algunas de las contribuciones de la obra de Parsons. El punto central del argumento proviene de System of Modern Societies. Allí Parsons mantiene que: "Cuanto más diferenciado el sistema [social], mayor será el nivel de generalidad en la que el patrón de valor debe ‘asentarse’ si es que se desea que legitime los valores más específicos de todas las partes diferenciadas del sistema social" (p. 179). El problema de Parsons, empero, es su dependencia del marco teórico funcionalista. Joas ofrece un correctivo a dicho marco de referencia, que también opera como una crítica de los modelos de Rawls y Habermas. La generalización de los valores no ha de identificarse con la intelectualización de las tradiciones y sus valores: "Despojados de su dimensión afectiva, serían bastante estériles. Pero a través de este proceso de generalización de valores, las personas que se sienten vinculadas a una tradición encuentran nuevas formas de articularla al interactuar con los cambios sociales o con los representantes de otras tradiciones" (p. 181). Joas señala que esto es exactamente lo que sucedió en la formulación de la Declaración de los Derechos Humanos de 1948, ofreciendo un análisis detallado del proceso a través del cual personas de muy distintas tradiciones religiosas y culturas fueron capaces de dar forma a una declaración universal. No obstante, en tanto defensor del universalismo histórico, Joas es consciente de la fragilidad de los valores que la declaración vindica. Por lo tanto, nuestro autor propone tres condiciones para que no se conviertan en letra muerta. En primer lugar, en relación a nuestras prácticas, Joas sostiene que "tiene que haber una mayor sensibilidad respecto de las experiencias de injusticia y violencia y respecto de su articulación" (p. 190). En segundo lugar, en términos de valores, Joas sostiene que los argumentos y las narrativas de vida deben ir juntos. Por último, en relación a la dimensión institucional, Joas afirma que "necesitamos procesos tanto nacionales como globales de codificación para que personas de muy diferentes culturas pueden invocar los mismos derechos" (p. 190).

II

Algunas reflexiones de cierre son pertinentes hacia el final de esta reseña. He señalado ya que The Sacredness of the Person es una contribución decisiva en el estudio del surgimiento y desarrollo de los derechos humanos y lo sigo manteniendo. Dicho esto, conviene resaltar algunas limitaciones de la aproximación de Joas que si se pasan por alto podrían minar la posibilidad de un diálogo fructífero con interlocutores críticos. Una primera cuestión es la relevancia que Joas le da a la religión cristiana en el proceso de la génesis de los valores a la base de los derechos humanos. Joas es cuidadoso y jamás indica que existe una relación necesaria. De hecho, critica a quienes así lo asumen señalando que muchas veces la religión cristiana se usó como impulso crítico en contra de los derechos humanos. A pesar de estos importantes matices, Joas sí es claro en su deseo de tomar distancia de las historias de sustracción y de enfatizar que el cristianismo sí tuvo un rol importante en la configuración de los derechos humanos. Dicho énfasis, sin embargo, deja de lado el rol de otras religiones (cf. pp. 9-10). En más de un sentido, la decisión se encuentra justificada. Todo sugiere que las primeras codificaciones de derechos humanos se dieron en el siglo XVIII con las Revoluciones Estadounidense y Francesa, y en ambas el rol del cristianismo es patente; no así el de otras religiones. No obstante, esto no quiere decir que una limitación justificada no sea una limitación al fin y al cabo. Un estudio más comprehensivo tendría que examinar con más cuidado ejemplos paralelos en la misma época o incluso antes del siglo XVIII para comprobar con más rigor si no existen antecedentes de codificación de derechos, con similar fuerza a los que estudia Joas, en otras regiones del mundo. La otra cara de la moneda supone examinar si esas otras formas de codificación estuvieron o no influenciadas por otras religiones. Martha Nussbaum, por ejemplo, siguiendo a Amartya Sen y defendiéndose de sus propios críticos, ha señalado que el concepto de dignidad humana (directamente relacionado con el de derechos humanos) puede hallarse en las tradiciones india y china con prioridad al siglo XVIII5. Esto no quiere decir que los derechos humanos se encontrasen codificados en el modo que Joas requiere para su argumento, pero si el punto es proponer una genealogía afirmativa, sugerencias como las de Nussbaum y Sen son del todo pertinentes y deben ser exploradas.

Un segundo punto merece mención, a saber, el tipo de material del cual depende Joas para el desarrollo de su genealogía afirmativa. En una discusión reciente, una colega señaló con propiedad que en la narrativa de Joas la experiencia de lo ordinario parece ausente. Casi toda su reconstrucción genealógica depende de estudios críticos y de análisis de documentos, pero las voces de gente ordinaria, ¡tan importantes en las narrativas de vida!, no aparecen. Esto se puede explicar de muchas maneras, siendo una de ellas la dificultad para acceder a materiales como diarios, crónicas y demás documentos contemporáneos a las dos revoluciones que Joas examina. Más aun, si el acceso fuera sencillo tendríamos de todos modos el problema de quiénes son aquellos representados en esas voces. Las masas no tenían acceso a la lectura y la escritura, así que en el mejor de los casos tendríamos acceso a testimonios mediados. No obstante, esto constituye una limitación que de ser superada podría echar nuevas luces sobre cómo fueron experimentadas las diferentes formas de violencia que poco a poco fueron llevando a la consolidación de la cultura de derechos humanos. Esta ausencia de lo ordinario es bastante menos excusable en el caso de la Segunda Guerra Mundial, dado que el material de primera mano es abundante.

Planteadas estas consideraciones críticas, sin embargo, no me parece que ellas afecten en lo substancial el argumento de Joas. Lo que ellas sí hacen notar, empero, son puntos en los cuales toca detenerse si el afán es ofrecer una perspectiva genealógica que sea comprehensiva. En efecto, hay muchas cosas que se podrían agregar y partes del argumento que podrían precisarse y ampliarse, pero resulta difícil ver cómo otros estudiosos de los derechos humanos podrían proseguir en su trabajo sin tomar en cuenta los aportes de The Sacredness of the Person. A mi juicio, la combinación del pragmatismo clásico y del historicismo alemán con su propia fina capacidad para establecer cuidadosas cadenas de inferencia y para proveer una narrativa que es a la vez persuasiva como comprometida, le ha permitido a Joas ofrecer una importante contribución al debate sobre los derechos humanos. Hasta donde llega mi conocimiento de la materia, solo existe otro modelo que aspira a lograr algo similar aunque por vías distintas, a saber, la combinación de cuidadoso argumento filosófico y de narrativa para fundamentar los derechos humanos. Dicho modelo lo representa Martha Nussbaum en su versión revisada de la tradición del liberalismo político de Rawls. La forma más acabada de dicha propuesta es Political Emotions6. La mesa se encuentra servida para un diálogo fructífero a partir del cual tanto la teoría como la práctica de los derechos humanos no pueden sino beneficiarse en gran medida.

 

Raúl E. Zegarra Medina

Universidad de Chicago

 


1 Bellah, R., The Sacredness of the Person, contratapa. Todas las traducciones son del autor.

2 De hecho, Joas concibe el proyecto de este libro (cf. p. ix) como una versión aplicada del marco teórico desarrollado en Joas, H., The Genesis of Values, Chicago: The University of Chicago Press, 2000. Vale la pena notar, entonces, que Joas explícitamente describe su proyecto en este libro más temprano (cf. p. 12) como una forma de resolver los problemas del debate entre liberales y comunitaristas.

3 Giusti, M., Alas y raíces. Ensayos sobre ética y modernidad, Lima: Fondo Editorial PUCP, 1999.

4 Sobre las "historias de sustracción", puede verse Taylor, C., A Secular Age, Londres/Cambridge Mass.: Belknap Press, 2007, pp. 22, 26-29, etcétera. Todo el libro, sin embargo, es un esfuerzo crítico que pretende demostrar que las historias de sustracción, a saber, narrativas del proceso de modernización y secularización donde las religiones son dejadas de lado en la medida en que los seres humanos ganan más libertad y conocimiento, no se sostienen.

5 Véase Nussbaum, M., Creating Capabilities: The Human Development Approach, Cambridge/ Londres: Harvard University Press, 2011, p. 103.

6 Cf. Nussbaum, M., Political Emotions: Why Love Matters for Justice, Cambridge/Londres: The Belknap Press, 2013.

 

Recibido: 08/03/2016
Aceptado: 01/07/2016