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Areté

versão impressa ISSN 1016-913X

arete vol.30 no.1 Lima  2018

http://dx.doi.org/10.18800/arete.201801.009 

RESEÑAS

 

Gabriel Rockhill: Radical History and the Politics of Art, Nueva York: Columbia University Press, 2014, 288 pp.

 

Stephan Gruber Narváez

Pontificia Universidad Católica del Perú

 


Este libro de Gabriel Rockhill es una original e importante intervención en el debate sobre las determinaciones filosóficas de la relación entre arte y política. Su propuesta consiste en cambiar el marco teórico que se tiene al analizar la efectividad política de las obras de arte, señalando que el arte y la política no son conceptos y prácticas estáticas, sino históricamente y socialmente (re)constituidas. Esta estrategia, que él denomina historicismo radical, carga contra un esencialismo o historicismo selectivo, existente en posturas clásicas (Lukács, Marcuse y Sartre son sus ejemplos), que parten más bien de fijar una ontología del arte o la política, desde donde se puede empezar a categorizar y juzgar el arte verdaderamente político en relación con estas ontologías establecidas. Esta posición clásica, señalará Rockhill, no solo ha llevado a una normatividad binaria y restringida, que deja fuera de la consideración analítica importantes episodios de la historia del arte político reciente, sino que es filosóficamente inconsistente, ya que no es localizable ninguna característica tanto del arte o la política que pueda sostenerse trans-históricamente, sin estar profundamente sometida a las transformaciones propias de la historia.

El libro entonces busca mostrar la necesidad y utilidad de este nuevo programa teórico. Para esto propone la siguiente estructura. La primera parte donde expone los lineamientos metodológicos, esto se compone de la explicación filosófica (en el primer capítulo) de los conceptos apropiados para una comprensión de la relación entre el arte y la política desde un historicismo radical, y de una análisis crítico de otras teorías establecidas (la del compromiso de Sartre, el realismo de Lukács y el formalismo del último Marcuse) para señalar sus limitaciones en relación con este marco. Una segunda parte presenta una relectura de la comprensión de las vanguardias artísticas que rechaza una lectura conceptualista y pesimista presente en la influyente lectura de Peter Bürger (tercer capítulo), con el propósito de afirmar la pluralidad histórica de las vanguardias y sus variados efectos sociales (cuarto capítulo). La tercera parte se centra en analizar la obra de Jacques Rancière, como un exponente contemporáneo de los intentos de resolución la pregunta del arte y la política; en esta parte, mientras el capítulo quinto observa la manera en que Rancière propone un estilo de análisis cercano al historicismo radical, el sexto capítulo exhibirá las falencias y contradicciones de su propuesta. El capítulo séptimo, algo descolgado del resto, se expone el caso del expresionismo abstracto y las distintas formas en las que se puede hablar de su relación con la política durante la Guerra Fría, para demostrar cómo el marco teórico propuesto puede hacerse productivo de manera concreta. No hay necesariamente una línea que se sigue de capítulo a capítulo, lo que permite leerlos de manera independiente; sin embargo, hay un claro interés de producir una unidad, pues se repite, de manera algo concéntrica, en cada capítulo la problemática central. Ahora pasaré a reseñar en más detalle los capítulos.

El primer capítulo, titulado "For a Radical Historicist Analytic of Aesthetic and Political Practices", presenta el enfoque teórico y por eso es uno de los más relevantes. Desde la filosofía del lenguaje de Wittgenstein, Rockhill diagnostica una serie de problemas y propone marcos teóricos alternativos para superarlos. El principal de ellos es lo que él denomina la ilusión ontológica: la creencia ya comentada de que el arte y la política son prácticas estables, totalmente diferenciables y relativamente trans-históricas. Otro problema, relacionado con esto, es el complejo del talismán, un ingenioso neologismo que señala la manera en que la obra de arte pasa a ser una especie de talismán mágico que puede o no tener efectos políticos en el público, por el mero hecho de entrar en contacto con esta. Al caer en el complejo de talismán, se asume que es suficiente que el análisis de la obra sugiera que esta tiene un potencial político, sin profundizar en las maneras concretas en las que una obra de arte desempeña su vida social (producción, distribución y consumo). Tanto la ilusión ontológica como el complejo del talismán tienen como efecto una epokhé social (en palabras del autor, nuevamente), es decir, ponen entre paréntesis las complejidades sociales e institucionales que atraviesan a las obras de arte, y asumen de antemano que su análisis se puede resolver en un espacio neutro. Así, no toman en cuenta las relaciones económicas y sociales cambiantes en las que son insertos y que condicionan en gran medida los sentidos que pueden llegar a tener estas obras de arte. Esto es lo que lleva al problema de un binarismo normativo en muchos de los análisis de arte político: considerar que una obra tiene un significado inscrito (verdaderamente político o regresivo), sin considerar que puede tener varios significados (dependiendo del modo de circulación y exposición de la obra, y de sus interpretaciones) y que estos pueden variar en el tiempo.

Aquí Rockhill desea ir más allá de simplemente señalar que una serie de enfoques clásicos son cerrados y que deberían ser más abiertos en un sentido general. Esa posición podría fácilmente caer en el problema del relativismo, que solo llevaría a la imposibilidad de ofrecer interpretaciones más significativas que otras. A Rockhill le preocupa contrarrestar esta tendencia, y por esto dedica bastante espacio a proponer una lógica alternativa tanto al esencialismo como al relativismo (pp.17 y ss). Por ejemplo, aunque rechace una idea trascendente del arte o de la política, esto no significa que estas prácticas pueden ser cualquier cosa, por el contrario, existen nociones de lo que es el arte inmanentes a nuestras prácticas sociales; estas pueden ser variadas e incluso contradictorias, pero son claramente finitas y localizables en un análisis. Precisamente el énfasis de Rockhill está en localizar e intervenir en el campo teórico práctico donde estas nociones compiten, se estabilizan y desestabilizan. Él mismo representa su propuesta como una intervención en el actual equilibrio conceptual del arte político.

Rockhill adapta este marco teórico de Ludwig Wittgenstein en su discusión sobre el escepticismo, específicamente la idea de "seguir una regla" (follow a rule), donde, a pesar de la existencia de un marco reducido de normas, es posible la creatividad conceptual. Aquí hay una afinidad con lo que Oliver Marchart ha categorizado como posfundacionalismo, una coordenada teórica que condiciona gran parte de la filosofía francesa y sus consecuencias desde principios de siglo veinte, y que parte de la idea que no hay un fundamento transcendente de lo social desde la cual se pueda derivar una normatividad, sino que las normatividades son contingentes a las propias luchas políticas y conceptuales desde donde se instauran1. En ese sentido, el posfundacionalismo no es un nihilismo relativista que postula la imposibilidad de todo fundamento, sino más bien el reconocimiento de una pluralidad de fundamentos en constante lucha por una hegemonía (nombres contemporáneos de esta línea que Marchart identifica son Ernesto Laclau, Chantall Mouffe, y Claude Lefort, entre otros).

Otra importante precisión con respecto a su marco teórico tiene que ver con su Lógica de la historia. Basándose en un libro previo publicado solo en francés, Rockhill asume la postura contemporánea que critica el analizar la historia desde el supuesto de una linealidad progresiva (o regresiva), y propone más bien que hay una convivencia de distintos tiempos2. Sin embargo, Rockhill no se queda en señalar una heterocronicidad, sino que propone una lógica específica para mapear esta heterogeneidad: observar que además de la verticalidad cronológica del tiempo, la historia se distribuye de manera geográfica y a lo largo de la estratificación social (p. 39)3. En ese sentido, las transformaciones históricas no son simples cambios tajantes de un momento a otro (modernismo/posmodernismo), sino cambios desigualmente distribuidos en los tres niveles (cronológico, geográfico y social).

Esta triple lógica de la historia, sumada a la comprensión de la producción conceptual (nociones trascendentales, inmanentes e intervencionistas) y de la vida social de las obras de arte (producción, circulación y consumo), permiten a Rockhill articular una analítica de las prácticas sociales estéticas y políticas, sin separarlas tajantemente, pero sin tampoco subsumirlas en un todo indeterminado (pp.44ss.). Los siguientes capítulos pondrán a prueba este marco teórico tanto para criticar otros acercamientos e intervenir debates estéticos, como para proponer nuevas líneas de estudio.

El objetivo del capítulo dos, titulado "Realism, Formalism, Commitment. Three Historic Positions on Art and Politics" es mostrar cómo las posiciones paradigmáticas del debate de arte y política caen en los impasses que Rockhill diagnosticó en el primer capítulo. Por tanto, el capítulo se compone de una lectura detallada de ciertas obras de Georg Lukács, Herbert Marcuse y Jean-Paul Sartre. Al elegir a estos autores, Rockhill mapea lo que considera las tres posiciones más relevantes: el realismo (el arte debe dar cuenta de la verdad de lo social), el formalismo (lo político del arte está en la forma de un arte autónomo), y el compromiso (la política del arte está en el compromiso del escritor por una causa). Al seguir estos esquemas, se observa cómo la ilusión ontológica se manifiesta tanto en el realismo como en el formalismo, siendo más pronunciado el caso de Marcuse, que señala que desde Grecia el arte, en cuanto forma, siempre ha sido lo que se opone a lo social. Asimismo, el realismo y el arte comprometido generan una normatividad binaria, castigando formas estéticas por desviarse de la línea ‘correcta’, debido a un concepto monolítico de efectividad política.

La segunda parte del libro, compuesta de los capítulos tres ("The Theoretical Destiny of the Avant-Garde) y cuatro ("Toward a Reconsideration of Avant-Garde Practices"), está dedicada a la discusión sobre las vanguardias. Se enfoca en las vanguardias y sus consecuencias como el ámbito en el que se decidieron la mayoría de conceptos y lugares comunes con respecto a la relación del arte con la política. La intención de Rockhill aquí es mostrar cómo una visión hegemónica sobre las vanguardias históricas, que enfatiza en su inevitable fracaso, nace precisamente de los errores teóricos que se diagnosticaron en los primeros capítulos. Más bien, estrenar los nuevos prismas de la "historia radical" sería más adecuado para ver la forma desigual y productiva en que las vanguardias han "triunfado" y aún son relevantes como condición para pensar el arte político. Su intervención se divide en dos capítulos, en el primero diagnostica analíticamente los problemas de ciertas concepciones dominantes de la vanguardia, especialmente la teoría de Peter Bürger; en el segundo observa cómo la imagen de las vanguardias se amplía cuando se parte de postura teórica del historicismo radical que no reduce el sentido y efecto de las vanguardias a una forma simplista como la de Bürger.

Rockhill apoya su crítica tanto en una recuperación de la mirada historicista de Renato Pogglioli a las vanguardias como en la tradición de crítica artística contemporánea que argumentó en defensa de las neo-vanguardias frente al pesimismo de Burger4. Asimismo, reciente bibliografía en las respectivas vanguardias apoya, al menos, el espíritu de la crítica de Rockhill con respecto a la pluralidad contradictoria de las vanguardias5. El objetivo central de Rockhill está en deconstruir las oposiciones fuertes que Burger y sus seguidores plantean a través de su perspectiva historicista radical. Por ejemplo, Rockhill recoge un argumento trabajado en Rancière y que se retrotrae a la obra de Schiller, que observa como el supuesto arte autónomo o estético decimonónico está también atravesado por lo social y lo político (p. 112)6. Esto nos lleva a plantearnos que la oposición entre arte autónomo e institucionalidad, que basa el paso del modernismo a la vanguardia para Burger, no es una excluyente, sino conformada por dos polos en un continuo donde las prácticas artísticas han tomado una tonalidad de grises. Asimismo, Rockhill se ocupa en mostrar que las consecuencias de las vanguardias no son un fracaso, sino que podemos ver sus huellas en la arquitectura, el diseño y el cine contemporáneos, ámbitos que no son tomados en cuenta por Burger (p. 129).

La tercera parte del libro es un detallado análisis a la propuesta de relación entre arte y política de Jacques Rancière. Rockhill aborda al autor debido a la centralidad que la propuesta de Rancière ocupa en la actualidad, como también por la cercanía de su propia propuesta con la del filósofo francés. El autor estructura su comentario a Rancière en dos capítulos: en el primero ("The Silent Revolution. Rancière’s Rethinking of Aesthetics and Politics") reseña la metodología que usa Rancière para aproximarse al arte, ya no como una categoría cerrada (el arte), sino como una institución problemática (los regímenes de identificación del arte); en el segundo ("Productive Contradictions. From Rancière’s Politics of Aesthetics to the Social Politicity of Arts") se aboca a clarificar los a veces opacos esquemas de Rancière respecto a la relación entre el arte y política en la actualidad, y es aquí donde Rockhill plantea profundas críticas al autor francés.

Rockhill explicita lo que implica la propuesta de Rancière de hablar de regímenes de identificación del arte. Estos regímenes son la piedra angular de la propuesta de Rancière; implican la superación de la fijación con "el arte" como algo estático y la creación de una teoría donde lo que importa es preguntarse qué es lo que identificamos, en cierto momento, como arte. Así, por ejemplo, frente a la estatua de Juno Ludovisi (el ejemplo favorito de Rancière), podemos inclinarnos y alabarla (régimen ético), valorar la precisión con que representa la belleza de la femineidad (régimen representativo), o preguntarnos de manera abierta sobre el sentido que tiene esa magnitud marmórea en un museo contemporáneo (régimen estético). En ese sentido, el objeto artístico puede ser muchas cosas, y eso dependerá del entramado institucional que sostenga a la obra7.

Pero más que por hacer una teoría del arte, Rancière es célebre por su conceptualización de su vínculo con la política. Al respecto, Rockhill hace una valiosa contribución al buscar aclarar analíticamente el argumento de Rancière, que por contener varias definiciones tanto de arte como de política y maniobrar retóricamente a través de estos, puede fascinar pero no aclara exactamente qué es lo que está relacionando (pp.163 y ss.). Rockhill observa que el centro del argumento de Rancière está en plantear tanto una relación como una no-relación entre el arte (del régimen estético) y la política. La relación está en que ambas prácticas intervienen en el reparto de lo sensible, concepto que da cuenta de lo que podemos ver, hacer y ser en el mundo (lo que varía históricamente); por otro lado, la no-relación se encuentra en que una característica del arte del régimen estético –que vendría a ser el dominante contemporáneamente– es su indeterminación respecto a lo que le es propio, que bloquearía algo así como su utilización política. Esto se reforzaría con la constante referencia de Rancière a la necesidad de la autonomía que la obra encuentra en su exhibición en un museo, que hace que la cancelación de ese marco elimine la obra misma. Sin embargo, el punto del autor francés no es privilegiar ninguna de estas posibilidades, sino precisamente su contradictoria simultaneidad, ubicando la politicidad del arte en lo que se produce en estos movimientos.

Ante ello Rockhill señala que, pese a los beneficios del marco de análisis que Rancière ofrece, este es problemático en varios aspectos. En primer lugar, este esquema de relación y no-relación no es satisfactorio porque se agota en una tautología general y al tratar especificar prácticas estéticas y políticas, solo se puede señalar la distancia entre estas (p. 169). Asimismo, el argumento para mantener la distancia entre lo estético y lo político no convence a Rockhill ya que parece recurrir a cierta propiedad de lo estético, su institución y autonomía, cosa que entra en contradicción con su supuesta indeterminación estética (o lo impropio de arte) (p. 171). Rockhill además muestra que Rancière, a pesar de sus deconstrucciones, cae en un binarismo normativo, esta vez no entre un arte auténtico o inauténtico, sino que ante la pregunta sobre los efectos políticos del arte, él solo puede considerar dos salidas: o el arte tiene un efecto causal (cosa imposible en tiempos de arte estético, que es indeterminado) o solo queda una relación indecidible (p. 172). Esto se debe, para Rockhill, a que la comprensión de lo que hace el arte para Rancière sigue siendo limitada, ya no tanto en el talismán de la obra de arte, pero sí en la reificación de la institución del museo. Sumado a esto el autor distingue un cripto-esencialismo en Rancière, dado que hay un injustificado privilegio de la indeterminación como la salida normativamente superior (p. 176)8.

El capítulo siete, titulado "The Politicity of Apolitical Art", es un estudio de caso para su nuevo enfoque teórico, centrado en el derrotero del expresionismo abstracto en relación con el contexto de la Guerra Fría y, más precisamente, las políticas culturales del gobierno estadounidense a través de la CIA. Rockhill reseña bibliografía clásica y reciente sobre el famoso tema de la instrumentalización de los expresionistas abstractos por parte de la CIA, que buscaba propagar la idea que Occidente era tolerante y libre en términos estéticos. Este caso le permite hacer ver cómo el terreno del arte y la política es una escala de grises, donde distintas determinaciones y formas de agencia convergen. Por tanto, ni se trata de que la política de la CIA determinó la creatividad de los artistas, ni de que la forma estética está más allá del bien y el mal, sino que hubieron distintas formas en las que estas prácticas se relacionaron y tuvieron efectos.

El capítulo octavo ("Rethinking the Politics of Aesthetic Practices. Advancing the Critique of the Ontological Illusion and the Talisman Complex") es un resumen de los puntos teóricos expuestos y frasea su contribución como el paso de pensar una "política del arte", presente tanto en los teóricos de los treinta como en Rancière, hacia el análisis de la politicidad social de las prácticas artísticas. Específicamente, esta propuesta se centra en el análisis de la producción, la circulación y el consumo de las obras, así como de la institucionalidad más amplia, pues se en estas dimensiones donde se tiene que observar sus variables efectos. En los demás aspectos, el capítulo es bastante similar al primer capítulo, así como a la sucesiva conclusión.

Hecha esta reseña, podemos apreciar que, en general, el libro propone y explica claramente un marco teórico novedoso para lidiar con los intrincados debates de arte y política. Introduce una dimensión sociológica y pragmatista que navega entre los polos de la mirada determinista (el arte está determinado por la sociedad y la economía) y la mirada estética (el arte es autónomo a la sociedad y economía), sin refugiarse tampoco en una salida indeterminista (la relación entre el arte y sus determinaciones es indeterminada) que puede triunfar filosóficamente, pero fracasa en términos políticos y operativos. Sin embargo, el libro tiene algunos problemas, en gran parte de orden editorial. El principal es el general desequilibrio y desconexión que tiene el libro como conjunto. Desequilibrio en el nivel de los capítulos individuales, siendo unos básicamente reseñas de un conjunto de textos, mientras que otros llegan a ser intervenciones analíticas y sistemáticas. Desconexión en el sentido de que argumentos que podrían entrar en relación no lo hacen (por ejemplo, sería posible conectar su discusión de la vanguardia o de las enfoques clásicos con la discusión con Rancière), de modo que se desaprovecha la posibilidad de construir una unidad más fluida entre proposiciones generales y argumentos, así como una revisión orgánica entre los autores revisados. Aunque se hace explícito el interés del autor en dar otro tipo de coherencia al texto que la de una sucesión de capítulos, esta no termina de justificarse, y más bien la constante reiteración de sus puntos principales en cada capítulo es perjudicial para la fluidez de la lectura.

Sin embargo, estas críticas claramente no hacen mella a los importantes logros del libro, que además sirve como una primera piedra para un ambicioso proyecto de ampliar los análisis de la efectividad política de las prácticas estéticas e intervenir, asimismo, en su producción.

 

BIBLIOGRAFÍA

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1 Cf. Marchart, O., El pensamiento político posfundacional: la diferencia política en Nancy, Lefort, Badiou y Laclau. México D.F.: FCE, 2009.

2 Cf. Logique de la Histoire: pour une analytique des pratiques philosophiques. París: Editorial Hermain, 2010.

3 Con respecto a la discusión de la "heterocronicidad" confrontar con Moxey, K.,Visual Time. Image in History, Durham: Duke University Press, 2013.

4 Cf. Buchloh, B., Bois, T., Krauss, R., y H. Foster, Art since 1900: Modernism, Antimodernism and Postmodernism, Nueva York: Thames and Hudson, 2011.

5 Ver en relación con el constructivismo ruso, por ejemplo, los trabajos de Groys, B., Total Art of Stalinism, Londres: Verso; Lodder, C., Russian Constructivism, Ann Arbor: Yale University, 1985; y Kaier, C., Imagine No Possesions, Cambridge: MIT Press, 2008.

6 El argumento de Rancière tiene su desarrollo más amplio a lo largo del libro Aisthesis. Escenas del régimen estético, Buenos Aires: Bordes Manantial, 2013.

7 Aunque su teoría del arte y la estética de Rancière se encuentra diseminada y reiterada un muchos textos, la fuente más útil para entender sus mecanismos teóricos se encuentra en el capítulo "La política de la estética" del libro El malestar de la estética (Buenos Aires: Clave Intelectual, 2011).

8 Existe una creciente literatura crítica con la propuesta de Rancière en la línea de Rockhill, que no menciona en su ensayo. Por ejemplo, Alberto Toscano ha trabajado la difícil relación entre Ranciére y la ontología social en "Antisociology and its Discontents", en: Bowman, P. (ed.), Reading Rancière. Londres: Continuum Press. Asimismo, Suhail Malik plantea una crítica general a la centralidad de la indeterminación en el arte contemporáneo en sus charlas tituladas "On the Necessity of and Exit from Contemporary Art" del año 2013 pronta a salir en formato de libro.

 

Recibido: 11/03/2017
Aceptado: 07/01/2018

 

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