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Areté

versão impressa ISSN 1016-913X

arete vol.31 no.1 Lima  2019

http://dx.doi.org/10.18800/arete.201901.005 

ARTÍCULOS

 

Autoridad y legitimación: de vuelta al anarquismo*

Authority and Legitimacy: Coming Back to Anarchism

 

David Hernández-Zambrano

Universidad del Rosario / Tilburg University

 


RESUMEN

Este artículo propone reconsiderar, en el marco de la filosofía política, el enfoque tradicional del problema del deber moral de obedecer al Estado. Se postula la relevancia de atender las objeciones del anarquismo filosófico en contra de tal deber, partiendo de algunas críticas esbozadas por R.P. Wolff y J. A. Simmons; dos de los representantes más significativos de esta rama de la filosofía en tiempos contemporáneos. Siguiendo esta línea argumental, se afirma la inexistencia del deber moral de obedecer al Estado, abogando así por una posición crítica respecto de la autoridad, sin llegar a la conclusión del anarquismo político, según la cual existe la obligación de abolir o combatir la autoridad política. Así, se propone que la pregunta por la legitimidad del Estado solo puede abordarse casuísticamente, desde un análisis de ética aplicada sobre las diferentes imposiciones de la autoridad.

Palabras clave: autoridad; legitimidad; anarquismo filosófico; obediencia; ética.

 


ABSTRACT

This article proposes to reconsider, within the frame of Political Philosophy, the traditional approach to the problem of the moral duty to obey the State. The relevance of some objections coming from philosophical anarchism against this moral duty is stated, by taking some of the criticisms from R.P. Wolff and J.A. Simmons, two of the most important figures in this philosophical branch in recent times, as a departure point. Along these lines, the inexistence of that moral duty is defended and the article advocates for a critic stand towards authority without arriving at the conclusion of political anarchism, which claims that there is an obligation to abolish or fight political authority. We suggest that the question for the legitimacy of the State can only be approached by means of casuistry, from an applied ethics analysis of different impositions from authority.

Keywords: authority; legitimacy; philosophical anarchism; obedience; ethics.

 


1. Introducción

Este artículo tiene por objetivo reivindicar la crítica en contra del deber moral de obedecer a la autoridad política, planteada típicamente desde el anarquismo filosófico1. La propuesta general es reenfocar la perspectiva tradicional de la filosofía política atendiendo a las críticas anarquistas2 sobre el deber de obediencia a la autoridad, para dar cuenta de un marco normativo adecuado en la consideración de la legitimidad de la autoridad política.

Se propone que la consideración de las críticas anarquistas resulta fundamental en la discusión filosófica sobre la autoridad dado que en las discusiones contemporáneas sobre filosofía política suele asumirse la legitimidad general del Estado suponiendo cierto valor moral intrínseco de esa forma de organización política3. La pregunta por la obligación moral de obedecer a la autoridad suele resolverse poniendo la obediencia como el estándar moral para la acción, haciendo salvedad de los casos de grotesca injusticia (por ejemplo, en John Rawls4). Recuperar la posición anarquista permite una inversión de dicho supuesto (la presuposición sería la falta de vinculatoriedad moral de las órdenes de la autoridad política), permitiendo una perspectiva más activa de la sociedad civil y abriendo posibilidades alternativas para el planteamiento de teorías de, por ejemplo, justicia global5.

La relación de las personas con el Estado se ha mantenido como una interacción clave en la discusión sobre las obligaciones y deberes morales en filosofía política, aun con el relativo declive de la soberanía en tiempos de globalización. En general, el mundo se reparte entre Estados, y el reconocimiento que se tiene (a través de la nacionalidad, la residencia, etcétera) por parte de estos determina las posibilidades y restricciones respecto de las acciones, derechos, capacidades y obligaciones de las personas. En el plano doméstico, la relación que se establece con el Estado y sus instituciones genera no solo derechos y obligaciones, sino que define nuestro rol, dota de sentido específico nuestras obligaciones y deberes, y genera límites y umbrales espaciales y temporales desde el discurso normativo encarnado en la ley6.

Adicionalmente, la pretensión que tienen los Estados, a través de su sistema legal, de reglamentar la vida de las personas es mucho más amplia de lo que por lo general se dice explícitamente en las justificaciones en favor de la existencia y manutención del Estado. Se pretende que toda acción u omisión de las personas encuentre cabida en las reglamentaciones institucionales7. Incluso las acciones que no son objeto directo de la intervención estatal se clasifican y delimitan, se definen y se apropian, moldeando así las posibilidades de conducta percibidas por la ciudadanía. Ante este panorama, surgen cuestionamientos de cómo se vinculan estas relaciones jerárquicas con las demandas de derechos, libertad y autonomía, y sobre los problemas éticos que pueden generarse a partir de ellas.

Así, este artículo se ocupa de hacer un análisis de esas relaciones basándose, específicamente, en las nociones de autoridad, obediencia y legitimidad, con el fin de aclarar la discusión y poner en evidencia las fuertes limitaciones de los intentos de legitimación8 de la autoridad política. Para lograr este objetivo, el trabajo aclara el concepto de autoridad, indaga por la necesidad de justificación para el ejercicio de la autoridad, retoma las objeciones anarquistas de Robert Paul Wolff y de John Simmons, y propone límites al alcance de la justificación de la legitimidad de la autoridad política.

2. La autoridad política

Aunque la autoridad práctica no se limita a la autoridad política, dadas las condiciones en que se ha desarrollado la historia social, política y legal en el último siglo, el análisis del Estado está íntimamente relacionado con la pregunta por la autoridad9. Ya que el Estado encauza y modifica las acciones de los individuos, genera normas, asigna tareas, confiere permisos y poderes, da autorizaciones, etcétera, la pregunta por la autoridad del Estado, por sus límites y por sus condiciones de legitimación resulta ser notablemente importante. En un estudio normativo como el que acá se propone, más allá de la consideración de las instancias existentes de autoridad política, la pregunta por la legitimidad y, por ende, la posible fundamentación de la existencia y ejercicio de la autoridad, resulta un requisito ineludible para hacer una evaluación general del concepto de autoridad política. Se comenzará entonces con una descripción del concepto de autoridad y en particular de autoridad política.

Como el Estado necesita poder asegurar la aquiescencia de la ciudadanía a fin de conseguir la coordinación y regulación del orden social, acudiendo a la noción de autoridad podemos explicar el proceso mediante el que se consigue ese cometido. Así, antes que nada, habrá que distinguir la autoridad de dos nociones que pueden confundirse con ella: coerción y argumentación10.

Al pensar en la manera en que el Estado asegura que sus órdenes sean acatadas, normalmente se acude a la noción de coerción. Suele decirse, tal vez inspirados en la noción hobbesiana de la fuente de la autoridad estatal, que es a través de la sanción que el Estado logra el acatamiento de sus normas11.

Sin embargo, como menciona Martha Nussbaum12, la pura sanción tiene el problema de que no da campo a una comprensión útil, por parte del sujeto de quien se pretende determinado comportamiento, de por qué debería acomodarse a ciertas formas de conducta. La simple aplicación de la coerción no permite ni la comprensión de la norma ni su extrapolación a diferentes circunstancias, perdiendo así la posibilidad de la interiorización de la regla y de la conducta demandada. Consecuentemente, la obediencia basada solo en la coerción lleva a la inestabilidad de la obediencia, dado el desconocimiento del contenido y justificación de la orden.

Aparentemente, este problema podría solucionarse por medio de la argumentación. Sea por arreglo a fines o por arreglo a principios, a través de la persuasión racional podríamos convencer al individuo de adoptar ciertas conductas ofreciéndole buenas razones para que actúe en conformidad con ellas. No obstante, el funcionamiento social resulta imposible si debemos probar racionalmente, en todos los casos, por qué deben obedecerse las órdenes del Estado. Precisamente por eso Kant, en su Respuesta a la pregunta ¿qué es la ilustración?13, postula el uso privado de la razón, en el que se supone una unanimidad artificial entre los participantes de una institución que avale la acción coordinada sin necesidad de la defensa racional de las órdenes emitidas como herramienta indispensable para el funcionamiento coordinado de varios sujetos.

Adicionalmente, cuando pensamos en nuestras opciones de comportamiento, normalmente excluimos posibilidades que van en contravía de lo requerido por el Estado sin pensar en su justificación racional o en la sanción prevista para quien lo haga. Las razones para excluir esas posibilidades son múltiples, pero una de ellas es sencillamente que consideramos que se trata de una imposibilidad práctica sin más. Tal como propone Robert Gordon pensando en la autoridad de la ley: "Nunca se tiene más poder que cuando se han apropiado los símbolos de la autoridad de manera tan exitosa que las propias acciones no son vistas en lo absoluto como ejercicios de poder, sino simplemente como expresiones del sentido común pragmático e irrebatible"14.

Así, ni argumentación ni coerción bastan para agrupar y coordinar las acciones de los sujetos que conforman la sociedad. Ni siquiera la conjunción de argumentación y coerción son suficientes dado que resulta descriptivamente obtuso postular que las personas obedecen a la ley solo en virtud de tener en cuenta la disuasión de la coerción o un balance de razones15 que les permita avalar el contenido de las órdenes recibidas. Es ahí, entre lo que falta a la coerción y argumentación para asegurar la aquiescencia que lleva a la coordinación y la acción, donde encontramos la autoridad.

Inicialmente entenderemos por "autoridad" una forma especial de influencia o poder que es, en sí misma, una razón. Se trata de un acto de habla que al ser emitido se convierte en razón para la modificación de conductas o creencias. ¿Cuáles son, entonces, las características que permiten definir el concepto positivamente?

En términos generales, podemos decir que la característica primordial del ejercicio de la autoridad16 es que modifica la conducta de las personas a través de actos de habla. Diremos que un sujeto X tiene autoridad sobre un sujeto Y en caso de que Y actúe conforme a las órdenes de X por el hecho de que sea X, en particular, quien haya emitido la orden17.

Encontramos, entonces, una cuestión de interés para entender el problema: en la autoridad política, al igual que en la autoridad práctica en general, es la fuente de la orden y no su contenido, ni el individuo particular que la profiere, la que genera la influencia sobre los sujetos18 .

Así, para la realización de la relación de autoridad, es indispensable que haya signos que permitan, a las personas involucradas, el reconocimiento tanto del rol de autoridad como de las personas o instituciones investidas, a través del rol, con dicha autoridad. Se necesita la posibilidad de reconocer quién tiene el derecho o la autorización de la potestad de mandar. Como lo menciona R.B. Friedman, "…debe haber una forma pública de identificar a la persona cuyas proclamaciones han de tomarse como autoritativas… alguna forma pública de identificar la autoridad es un requerimiento lógico de la obediencia deferente donde sea que esta se halle en la sociedad"19. En este mismo sentido, H.L.A. Hart20 propone la necesidad de reglas de reconocimiento al interior de los sistemas legales. Dado que la obediencia a la autoridad se basa en la posición desde la que se emite la orden, y no en la evaluación del contenido de la misma, es fundamental tener un método para saber a quién obedecer. Sin la posibilidad de saber quién es la autoridad, la única salida que tenemos es basarnos en el propio juicio para la evaluación de las razones que justifican los requerimientos de cada orden particular, haciendo que la distinción entre autoridad y argumentación racional colapse.

3. La necesidad de justificación

Específicamente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando los acusados nazis adujeron el respeto a la ley, el apoyo a su comunidad y la fidelidad al Estado como defensa en contra de las acusaciones que se les formulaban, las reflexiones y análisis sobre la relación entre individuo y Estado, y las nociones de legitimidad y autoridad recobran importancia en la discusión filosófica. Una de las razones para el resurgimiento del debate es que si, a través de la formación de un Estado y de la elección democrática de un gobierno se puede dar paso a la realización de acciones abiertamente inmorales y se puede atentar no solo contra otros Estados, sino contra la libertad y bienestar de los ciudadanos de dicho Estado, resulta necesario reconsiderar la actitud que se debería tener de cara a los fundamentos propuestos para su legitimidad.

Cuando nos referimos a la autoridad, hablamos necesariamente de la pretensión de legitimidad. El poder de la autoridad como forma de control social se ejerce desde la pretensión del uso legítimo del poder. En consecuencia, resulta pertinente hacer una nueva distinción, a saber, entre autoridad de facto y de jure.

Para aclarar la diferencia entre autoridad de facto y autoridad de jure podemos acudir a una distinción hecha por Wolff respecto de dos posibilidades de aproximarnos al estudio de la autoridad, a saber, descriptiva o normativa. En el plano descriptivo nos referimos a personas o instituciones que reclaman tener autoridad y la ejercen; a esto lo llamamos autoridad de facto. Tal es el caso de personas o instituciones que de hecho generan obediencia o lealtad basadas en el reconocimiento de su autoridad. El punto acá es que la influencia del Estado sea efectiva y reconocida como autoritativa, independientemente de los méritos argumentativos y morales de la justificación de su legitimidad. En tanto que se cumplan las órdenes del Estado por ser este quien las emite, podemos señalar la existencia de autoridad de facto.

Por otra parte, con respecto a la autoridad de jure, nos encontramos con el sentido normativo de autoridad. Aquí lo importante no es la influencia, sino si quien la detenta puede probar la legitimidad de su derecho a mandar. En esta vertiente del concepto, la evaluación no recae sobre la efectividad de la autoridad y de su reconocimiento, sino sobre la evaluación de las razones que se ofrecen para respaldar su ejercicio. La evaluación de estas razones reviste tal importancia que da pie a toda una rama de la disciplina filosófica. Según Wolff, el estudio en filosofía política se dedica a proveer colecciones de parámetros en favor de la legitimidad de alguna forma de gobierno, para luego establecer que quienes se ciñen a esos parámetros serían autoridades de jure.

Normativamente, cuando se pretende verificar la existencia del derecho a mandar hay dos caminos: verificar que se cumplan los criterios internos de legitimidad o contrastar las características de la autoridad con criterios independientes (externos) de juzgamiento. La aproximación desde el interior del sistema normativo típicamente juzga si el sistema de autoridad se ajusta a sus propias reglas de funcionamiento –el sistema legal de un Estado–, haciendo una verificación de la concordancia entre la autoridad y las reglas de regulación imperantes en el sistema político. La anterior es la típica aproximación del positivismo legal. Por otra parte, en el intento de justificación desde principios o consideraciones externas al sistema normativo, la preocupación se centra en que la autoridad se acomode a criterios de evaluación morales y prudenciales, a criterios generales de racionalidad y razonabilidad que apliquen al juzgamiento de la autoridad y de sus reglas internas de justificación. Me ocupo acá de la justificación externa dado que la justificación interna deja de lado el estudio de la legitimidad moral que se adelanta en este escrito.

Al pensar en qué es aquello que se habría que justificar respecto de la autoridad, lo primero es la pretensión de una obligación de obediencia por parte de aquellos sujetos a la autoridad. Como lo propone Stanley Milgram, "… la obediencia es el mecanismo psicológico que vincula la acción individual con el propósito político. Es el pegamento disposicional que vincula a los hombres con sistemas de autoridad"21. No hay autoridad sin obediencia.

4. Autoridad y obediencia: el problema de la autonomía

Quien obedece actúa de manera independiente de su propio juicio sobre el caso particular. Autores como Philip Zimbardo22 y Wolff23 proponen que obedecer se basa en actuar por la voluntad de alguien más, eludiendo el propio juicio. De esta manera, la obediencia puede verse como una forma de abdicación del juicio. Esta aproximación al concepto abre campo para críticas morales a la obediencia, especialmente en la esfera política.

En general, la crítica dirá que la obediencia es irracional e inmoral. Irracional por no basarse en el propio balance de razones e inmoral porque falta al deber de ejercer la autonomía moral. Respecto a la cuestión de la racionalidad, se podría decir que hay una incompatibilidad entre esta y la obediencia a la autoridad porque, suponiendo que la racionalidad requiere que los sujetos actúen siempre basados en los balances de razones propios y teniendo en cuenta que el reconocimiento de la autoridad supone la obediencia a sus mandatos incluso cuando pueda parecer irracional, los principios de racionalidad y de autoridad serían contradictorios24. Acá encontramos el problema de la autonomía moral: no podemos asegurar la legitimidad de un sistema político que se base en la heteronomía.

Se supone que los seres humanos somos responsables por nuestras acciones y que lo somos en la medida en que decidimos sobre ellas. Wolff25 dice que tenemos la obligación de asumir la responsabilidad por nuestros actos y que, además, tenemos la obligación moral de reflexionar y buscar la corrección de nuestra acción. Para Wolff, cualquier forma de heteronomía del ciudadano resulta en la relación práctica de autoridad política, en una muestra del ejercicio de un poder ilegítimo. De esa manera, en la medida en que reconozcamos una obligación y nos rijamos por ella sin que esta nos convenza, estamos actuando de forma tal que limitamos nuestra autonomía, nuestra libertad y, por lo tanto, estamos permitiendo una humillación26. Para el anarquismo de Wolff (o anarquismo a priori), estar bajo cualquier forma de autoridad es humillante.

No obstante, ante este problema, en la filosofía política contemporánea27 se han dado intentos de explicación en los que se propone que obviar el ejercicio del propio juicio no necesariamente implica una enajenación absoluta y, por ende, que la obediencia a la autoridad puede ser tanto racional como moralmente aceptable. Estas perspectivas pretenden mostrar dos cosas: que no resulta necesariamente irracional o inmoral la obediencia a la ley, y que aún en casos de obediencia puede haber responsabilidad o imputabilidad.

Un ejemplo de este enfoque es el que elabora Joseph Raz28, aludiendo a razones de primer y segundo orden. Raz propone que la irracionalidad asignada a la obediencia (al igual que la inmoralidad) se basa en una pobre apreciación de la razón práctica. El punto es que dicha perspectiva olvida que podemos llegar a la acción bien sea por consideraciones directamente relacionadas con la acción (razones de primer orden) o por consideraciones sobre las razones que tenemos para actuar (razones de segundo orden). Si consideramos solo las razones de primer orden como motivos para la acción, la crítica mencionada aplicaría: no habría ninguna intervención relevante del sujeto. No obstante, al considerar también las razones de segundo orden, es posible mostrar que la obediencia puede ser racional29.

La idea de Raz es circunscribir la autoridad como forma práctica de obrar a través de razones de segundo orden30 generando, a su vez, un límite en el alcance de dichas razones y, así, la posibilidad de enfrentar razones al reclamo de obediencia por parte de la autoridad. El argumento de Raz propone que las razones de segundo orden solo excluyen ciertas razones de primer orden (no todas) y que, por ende, puede haber casos en los que las razones de primer orden se ponderen contra las razones de segundo orden, renunciando a la obediencia en los casos en los que la autoridad entra en conflicto con el deber moral.

No obstante, esta propuesta tiene el problema de fijar un límite vago entre la obediencia y la reflexión sobre las órdenes. En otras palabras, la cuestión es que la autoridad tiene una jurisdicción o alcance limitado pero, en caso de que el sujeto renuncie a revisar o tener razones propias, resulta imposible saber si las órdenes emitidas se encuentran dentro de los límites de operación de la autoridad. La pretensión de una orden de una autoridad es que siempre sea obedecida dentro de los marcos legales incluso si no hay claridad, por parte del sujeto, sobre si la orden de la autoridad cabe dentro de esos marcos.

Acá entraría de nuevo la crítica de que si establecemos que, por ejemplo, la Constitución es legítima, todo lo que de ella emane supondrá el deber de obediencia. Sin embargo, Raz dirá que, aunque respetar la ley es una opción viable (en el sentido de que puede ser racional y moralmente aceptable), no hay una obligación, siquiera prima facie, de obedecerla. En consecuencia, incluso si pudiese asignarse algún valor moral al Estado, no habría un vínculo de obligación moral de obediencia con este.

5. ¿Qué derecho puede reclamar la autoridad?

Hasta este punto hemos mostrado que la pregunta por la autoridad práctica permite entender tanto la relevancia como el concepto básico de la autoridad política. A su vez, encontramos que la autoridad política es usualmente encarnada por el Estado moderno que es soberano, o clama serlo31, y que para justificarla necesita de un argumento que pruebe su legitimidad. Sin embargo, el derecho del Estado a mandar y a ejercer el poder no resulta ser un derecho que por definición tenga necesariamente una obligación correlativa por parte de terceros. Sabiendo que la coerción suele ser algo que en sentido moral resulta negativo, se precisa de una justificación para su ejercicio. El derecho que pretende el Estado no es un derecho de reclamación (claim-right) como el descrito por Joel Feinberg32, sino, como lo propone Robert Ladenson33 siguiendo el argumento de Feinberg, un derecho de justificación (justification-right)34.

Esto quiere decir que es un derecho que necesita de una justificación adecuada para ser reconocido. Es un derecho cuyo ejercicio, por las consecuencias que tiene en otros, necesita probar que sea útil o bueno. No obstante, para que pueda reconocerse el derecho a este por parte del Estado se puede recurrir a mostrar que, bajo los reglamentos específicos de un sistema legal, resulta ser una buena herramienta para la protección de los derechos humanos de la población (se muestra que es algo moralmente deseable o aceptable) y que facilitan la coordinación de la sociedad (se argumenta en favor de su utilidad). En caso de lograrse una justificación similar, la ciudadanía podría reconocer la autoridad del Estado y obedecer decididamente sus órdenes.

Sin embargo, puede haber Estados que cuenten con el reconocimiento y obediencia de la ciudadanía y que resulten, sin embargo, moralmente ilegítimos. Encontramos entonces que la autoridad política necesita mostrar una justificación para el ejercicio y monopolio del poder, pero aun así, una vez establecida la utilidad o bondad del Estado, volvemos al problema mencionado anteriormente. Independientemente de las apreciaciones propias del sujeto, el mandato de la autoridad de ser reconocida como legítima, genera la percepción del deber de obediencia basados en la fuente de la orden y no en el contenido mismo de lo ordenado.

Inicialmente se podría rechazar el postulado anarquista por medio de la alusión a casos como el de la aceptación de los preceptos médicos que nos ofrece un oncólogo. Parecería que cumplimos con las órdenes del médico en virtud de su autoridad, dada nuestra ignorancia respecto de las cuestiones sobre las que él, de alguna manera, legisla. Decir que hay humillación en un caso como ese parece contra-intuitivo o nos lleva a afirmar que cualquier aceptación o cumplimiento de los preceptos de un agente externo constituye una humillación y, consecuentemente, reconocer que para conservar la vida o para vivir en sociedad es necesaria la humillación. Sin embargo, la posición anarquista no es ingenua.

Dado que lo que se busca refutar desde el anarquismo es la legitimidad de la autoridad y no la necesidad de actuar conforme a preceptos que se originan fuera del individuo, el anarquista puede contra argumentar que, en el caso de la medicina, la aceptación y cumplimiento de las órdenes médicas no se basan tanto en el reconocimiento de la autoridad como en la perseverancia en el interés individual. En ese caso, obedecemos al médico no en virtud de que este sea, en efecto, un médico, sino porque vemos en esa aceptación la prolongación de nuestra libertad de intentar preservar la calidad de vida y la vida misma. Según la distinción entre autoridad teórica y autoridad práctica vemos que el reconocimiento de la prescripción médica se basa en que se supone que el médico, por experiencia, sabe lo que prescribe y se decide actuar conforme a lo que él dice por razones propias. El médico no necesita argumentar en favor de su prescripción, no tiene medios objetivos de sanción ni cambia directamente las razones para la acción del paciente. Solo hace que por la consideración de su autoridad se genere la creencia sobre ciertos requisitos para lograr un fin haciendo una consideración prudencial para actuar conforme a la prescripción.

No obstante, en casos de autoridad política, los límites entre una y otra rara vez son fáciles de distinguir y podríamos extrapolar el salvamento que hace Wolff de la autoridad práctica a muchos casos de ejercicio de la autoridad política, lo que restaría fuerza a su crítica. Además, Wolff, siguiendo a Kant, cree que las promesas generan obligación moral y, si atendemos a la propuesta de Raz de razones de primer y segundo orden, la promesa resulta ser una razón de segundo orden indistinguible de las razones de segundo orden que aplican en el entorno político, por lo que deberíamos desechar la crítica de Wolff35. Raz propone que, al igual que en el caso en el que prometemos cuestiones que luego no querremos cumplir pero que estamos racionalmente avocados a cumplir, resulta racional seguir una razón de segundo orden de obedecer a la ley para facilitar y agilizar nuestras acciones cotidianas.

Consecuentemente, si por diferentes razones llegamos a un acuerdo sobre la razonabilidad de la existencia de normas que nos rijan y las seguimos, más que por ser buenas, por el hecho de ser razonable tenerlas, parece que estamos haciendo una legitimación de la autoridad política36.

El problema estaría resuelto (y el anarquista habría sido refutado) de no ser porque se puede tomar esa aceptación de la autoridad estatal como un caso injustificado y probablemente inmoral de reconocimiento de la autoridad, afirmando la autoridad de facto y negando la existencia de la autoridad de jure. El argumento anarquista –tanto a priori como a posteriori– postula que podemos renunciar a nuestra autonomía y que no por eso estaríamos legitimando la autoridad a la que nos sometemos.

Partiendo de este punto podemos postular un paralelo (salvando las diferencias) entre el ideal anarquista y el rechazo de la ilustración contra todo prejuicio basado en la autoridad37. Siguiendo esta idea, solo podemos ser autónomos en la medida en que aceptemos de manera informada y libre las normas que se nos imponen. Esto, de nuevo, deslegitima la autoridad de las instituciones porque la justificación de la legitimidad de las normas que elaboran no recae sobre ellas, sino sobre la racionalidad individual. De esa manera, no hay una legitimación de la autoridad por ella misma sino de la autoridad de la norma. De hecho, no hay siquiera la validación de la autoridad de la norma en tanto que norma del Estado sino en tanto que norma acorde con principios morales que el individuo acepta. Se deslegitima, también, en los casos en que las instituciones buscan la aceptación de obligaciones que van en contra del resultado de la aplicación de la racionalidad individual o que van más allá de las posibilidades de comprensión del sujeto de esas obligaciones (casos que suelen ser frecuentes). Eso, sin embargo, plantea el problema de la imposibilidad que hay en la actualidad de que los ciudadanos puedan tomar posturas informadas acerca de todos los temas sobre los que legisla el Estado y, además, nos deja el problema de tener que legitimar todas las reglas a las que nos ceñimos por medio de la reflexión y el estudio. Ese problema parece solo poder resolverse a través de una sociedad en la que la población pueda dedicar el tiempo suficiente a la reflexión. Esta sería una sociedad muy difícil, por no decir imposible, de encontrar en la actualidad38.

6. Dificultades en el planteamiento del problema

La cuestión de la discordancia entre autoridad y autonomía puede ser el resultado de una aproximación desacertada al concepto de autonomía. En Harm to Self 39, Feinberg trata el enfrentamiento que hay entre una lectura racionalista objetiva y una lectura legislativa de la noción de autonomía de Kant40. Dice Feinberg que, de preferir la primera opción, como lo hace Rawls en la Teoría de la justicia (y como lo hace David Estlund en Autoridad democrática 41), habría principios morales objetivamente correctos a los que todo ciudadano estaría sujeto independientemente de sus elecciones y preferencias. Para Rawls42, como lo propone Feinberg, "estos son los principios fundamentales que serían escogidos por un grupo hipotético de personas racionales e imparciales en una posición de igualdad"43. Así, parece que podría eludirse la crítica anarquista basada en la necesidad del consentimiento efectivo de cada persona para que la autoridad del Estado resulte vinculante, dado que el grupo hipotético aseguraría la racionalidad de la elección de principios y, en el caso en que una persona particular no consintiese, se asumiría que su postura sería poco razonable o irracional y que, de ser racional, aceptaría los mismos principios adoptados por el grupo hipotético mencionado.

Por otra parte, si asumimos la autonomía kantiana desde la perspectiva de la auto-legislación (como se propone en la tercera formulación del imperativo categórico), en la que cada uno debe darse la ley a sí mismo aun cuando sea la misma para todos44, podríamos avalar la crítica de Wolff: "Como lo sostuvo Kant, la autonomía moral es una combinación de libertad y responsabilidad; es una sumisión a las leyes que uno ha hecho para sí mismo: el hombre autónomo, en tanto que sea autónomo, no está sujeto a la voluntad de otro"45.

En consecuencia, según los enfoques mencionados, se podría respaldar, desde diferentes lecturas de Kant, una teoría anarquista como la de Wolff o una procedimental democrática como la de Rawls. Así, llegaríamos a un impase al partir de la idea kantiana de autonomía dado que, según el énfasis que se haga, podríamos o bien encontrar que la autoridad es necesariamente ilegítima o que puede resultar moralmente justificada. Incluso si aceptamos esta segunda lectura de Kant tendríamos el problema de la existencia de una brecha entre la autonomía como concepto regulativo impersonal y las razones objetivas de las personas.

La propuesta de Feinberg para salir del impase es que lo central de la autonomía es la constante revisión y acomodamiento, por parte del sujeto, de sus creencias y valores: "…en tanto que la vida de la persona autónoma sea moldeada por creencias morales, estas no se derivan ni del conformismo ciego ni de la obediencia irreflexiva a la autoridad, sino de un proceso comprometido de reconstruir continuamente el sistema de valores que ha heredado"46. Así, Feinberg propone una alternativa a las perspectivas de Wolff y de Rawls de la autonomía, que nos ponen en aprietos al momento de hablar de autoridad política dado que, al menos en las propuestas kantianas vistas hasta ahora, se partiría de un concepto truncado de autonomía47. Más adelante afirma: "El ideal de una persona autónoma es el de un individuo auténtico cuya autodeterminación es tan completa como consistente con el requerimiento de que es, obviamente, miembro de una comunidad"48. Lo propuesto por Feinberg se enfoca en una perspectiva de la autonomía que permite dar cuenta de lo que las perspectivas kantianas de Rawls y Wolff parecen dejar de lado: que el comportamiento autónomo se muestra, en especial, cuando por conflictos entre deberes debemos ajustar y ponderar nuestras creencias y principios morales. Lo fundamental es que la persona autónoma construye continuamente su andamiaje moral mediante la constante revisión y reacomodación de las relaciones entre sus opiniones y principios; lo que lo lleva a tener opiniones morales tentativas respecto de diversos temas, que irá ajustando con la reflexión. Pensar, como en el caso de las interpretaciones kantianas recién mencionadas, que las convicciones morales se configuran a manera de código totalmente organizado lleva al problema de la limitación de la noción de autonomía que es denunciado por Feinberg.

De esta manera, la cuestión a resolver no es cómo conciliar la autonomía moral con la autoridad política en términos generales, sino cómo atender a los diferentes casos en que puede presentarse dicho conflicto49. Pensar en la legitimación última de la autoridad del Estado, desde una perspectiva moral, puede resultar un intento vano. Para el caso de la legitimación política, pedir el aseguramiento de la legitimidad de una forma de gobierno resulta excesivo: implicaría un intento fundacionalista de la legitimidad política, el cual, aunque teóricamente interesante, en la praxis resulta muy problemático.

7. El alcance de la justificación

Dado que el problema que acá se plantea se enmarca en la ética aplicada a la autoridad política, como lo propone Tom L. Beauchamp50, nos encontraremos con buenos argumentos que en el mejor de los casos, se acercan a la necesidad práctica. No obstante, considerando que se trata de principios morales –teorías generales–, difícilmente obtendremos una inferencia válida para lograr una legitimación del Estado en general. En este sentido, la afirmación de Wolff sobre la imposibilidad de hacer una legitimación última del Estado sería acertada y su propuesta de abandonar dicha empresa en favor de subsumir esa preocupación como un análisis casuístico desde la ética aplicada sería la opción adecuada51.

Así, la cuestión de la legitimidad es aproximativa cuando se trata de una institución cuyo margen de ejercicio de la autoridad práctica es tan amplio. Necesariamente, como lo propondría Wolff, tendríamos que juzgar caso por caso las decisiones del Estado y dejar de lado la posibilidad de justificar una obligación moral de carácter general, de obedecer la ley.

La diferencia entre derechos de justificación y de reclamación52 permitiría, sin embargo, oponerse a la perspectiva anarquista de Wolff ya que la discusión sobre principios permite tener varios grados de cumplimiento, mientras que en el caso de las reglas no hay tal posibilidad: solo podemos cumplir o incumplir. Los derechos son principios (que constituyen mínimos) y no solo dependen, para tenerlos, de capacidades, sino que también son susceptibles a razones que los limiten o que haga razonable abdicarlos. Como lo menciona Ladenson, a través de una justificación prudencial puede resultar razonable, para los ciudadanos, otorgar el derecho del Estado a la interferencia con la libertad individual. Si logramos rechazar la fundamentación última podríamos, luego, conciliar la racionalidad con la obediencia a la autoridad a la vez que afirmamos la inexistencia de una obligación moral de obediencia.

Recordemos que, como lo propone Raz, "la autoridad solo puede asegurar la coordinación si los individuos involucrados defieren a su juicio [el de la autoridad] y no actúan basados en el balance de razones sino en las instrucciones de la autoridad"53. Esto, al parecer, nos vuelve a un punto similar al del comienzo de la discusión en el que debemos defender tanto la existencia de la institución como la autonomía de los ciudadanos involucrados, asegurando que los segundos no tienen obligación moral general de obediencia y que, a la vez, el primero tiene el derecho a comandar dada la necesidad de protección y coordinación de los sujetos involucrados.

En este punto hay que hacer una aclaración que resulta pertinente para enfocar la discusión: que resulte moralmente aceptable que la autoridad emita ciertas órdenes y que aquellos sujetos a dicha autoridad acaten la orden no implica que una orden, en cuanto orden, sea moralmente obligatoria. Esto puede explicarse desde las consideraciones planteadas por John Simmons en Moral Principles and Political Obligations54 y en "Justification and Legitimacy"55.

Como se ha dicho hasta ahora, las defensas de la obligación política tienen la pretensión de delimitar, explicar y justificar los ámbitos de tal obligación. Simmons, por su parte, pone en cuestión la base misma de estas defensas al preguntarse, en primera instancia, si puede existir tal obligación. Su cuestiona-miento se basa en que la típica pretensión respecto de las obligaciones políticas es que se trata de obligaciones morales, es decir, que una obligación política es un requerimiento moral de actuar de ciertas maneras en el ámbito político. Además, los requerimientos de la autoridad política hechos bajo la idea de obligaciones políticas implican tanto el seguimiento de la ley como la disposición adecuada respecto de la relación de autoridad por parte de los ciudadanos.

Sin embargo, el primer problema que se presenta, dice Simmons, es que uno puede tener una obligación y al mismo tiempo tener el deber moral de no llevarla a cabo. Podemos tener deberes y obligaciones basadas en nuestra participación en esquemas institucionales como el Estado, pero tales deberes y obligaciones, en tanto que se basan en la relación institucional y no en las acciones o actitudes requeridas, no pueden llegar a ser moralmente obligatorios.

Para sostener dicha posición, acude a la noción de deber posicional. Este tipo de deber es un requerimiento de cumplir cierto papel o llevar a cabo ciertas acciones en virtud de ser parte de un esquema institucional. Así, por ejemplo, se espera que un soldado afronte el peligro en la batalla, que un presidente cumpla con declarar una guerra solo bajo el permiso del senado, que un profesor atienda a las clases que se le han encargado y que un miembro del KKK lleve a cabo actividades criminales. Tanto el presidente como el miembro del KKK, señala Simmons, tienen deberes posicionales en el mismo sentido56 . La diferencia radica en que habrá deberes posicionales que concuerden con las exigencias morales (y, por lo tanto, hagan un requerimiento de una acción moralmente obligatoria), otros que sean moralmente aceptables y otros que resulten inmorales. Lo que se propone con estas anotaciones es que los deberes posicionales, entre los que se cuentan las llamadas obligaciones políticas, no nos dicen nada por sí mismos que nos permita establecer si son un requerimiento moral. Estos deberes solo nos dan reglas de juego cuyo acatamiento puede ser moralmente evaluado desde lo requerido por ellas o las acciones que nos llevan a estar bajo dichas reglas (acciones moralmente relevantes como la promesa o el consentimiento)57.

Las exigencias moralmente permitidas del Estado tendrían, por un lado, la restricción de no tratar a los ciudadanos como meros medios: ni siquiera bajo la justificación paternalista de procurarles un beneficio que ellos mismos no se procuran o que no desean. Por otro lado, las exigencias del Estado deben corresponderse con las libertades y recursos que este provee o garantiza a la ciudadanía. Ello puede explicarse de la siguiente manera: en determinadas circunstancias, dadas la situación y características institucionales, resulta muy difícil postular el carácter vinculante de las normas legales. Para la posibilidad de una exigencia moralmente permitida es necesario el establecimiento de ciertas condiciones mínimas.

Un sistema normativo que obliga a la ignominia, a la autodestrucción o a la pérdida sustantiva de la autonomía no puede ser un sistema vinculante. No es, desde la idea misma de la moral, un sistema aceptable. Esto se relaciona con lo propuesto por Herbert Marcuse en "Tolerancia represiva"58, cuando muestra que las estructuras políticas y sociales pueden hacer que resulte moralmente inaceptable la observancia de muchas regulaciones normativas propuestas por el Estado aun cuando prima facie parezcan reivindicar un principio moral. Algo que puede ayudar a aclarar este punto es que Marcuse a la vez niega el derecho constitucional a la insurrección y afirma su abstención de juzgar al oprimido que usa la violencia o que desobedece. En este punto, la diferenciación entre las exigencias legales y morales resulta esclarecedora: un Estado puede garantizar el castigo efectivo del incumplimiento de sus normas a la vez que resulta incapaz de justificar la obligación del individuo a obedecer. Así, en muchos casos podemos ser legalmente responsables y moralmente inimputables. De esta manera, y teniendo en cuenta los postulados de Wolff y Simmons, podemos decir que solo en tanto que haya una promesa válida de obediencia por parte del sujeto (como en los casos de juramento al ser nombrado como oficial de gobierno) o que la orden se corresponda con un deber moral (como asistir a una persona en estado de necesidad), podría afirmarse una obligación moral de conformidad con la ley.

La crítica anarquista funciona, pero parecería conducirnos, a final de cuentas, a una reivindicación del Estado de bienestar en términos prudenciales o morales. De hecho, podría parecer que tal como se desarrolla en este trabajo, el argumento anarquista conduciría a su propio desmonte: estaría postulando razones morales y de justicia en favor de la obligación de obedecer a la autoridad. Empero, en este punto hay que hacer dos aclaraciones. En primera instancia, a diferencia de las propuestas de defensa de la obligación de obedecer a la autoridad que se basan en experimentos mentales, escenarios hipotéticos y paradigmas normativos, el anarquista se basa en las relaciones y decisiones que de hecho se dan. Por esta razón, muchos anarquistas afirman que no hay ni ha habido Estados legítimos pero que cabe la posibilidad de que llegue a haberlos59. Así, postular condiciones bajo las que podrían justificarse órdenes particulares del Estado no implica que haya, en el mundo real, Estados que cuenten con la legitimidad general pretendida por los intentos de justificación. En segunda instancia, hay que tener en cuenta las posibles consecuencias de esta primera consideración. Si el cumplimiento de principios puede darse por grados, lo mismo debería suceder con la legitimidad.

No obstante, hablar de gradaciones en la obligación resulta contra-intuitivo: por ejemplo, resulta extraño decir que las personas están "parcialmente obligadas" a obedecer una orden. Consecuentemente, debería poderse establecer si hay o no hay obligación. Por ello, lo que acá se postula es que bajo ciertas condiciones tenemos el deber moral de llevar a cabo ciertas acciones a causa del valor moral de las mismas. Sin embargo, esto no implica la obligación moral de obediencia. Decir que por haber acciones obligatorias que se corresponden con órdenes, todas (o la mayoría de) las acciones requeridas por la autoridad lo son, resulta inapropiado60.

De cualquier manera, se podría insistir en que, al menos en sociedades que no sean abiertamente inmorales, podemos avalar la autoridad política y sus acciones –incluso la coerción– bajo la apelación a la defensa y servicio de la ciudadanía. No obstante, como lo menciona Marcuse, estas loables defensas pueden llevar a la prolongación de la opresión que pretende ser legítima61. La legitimación moral general del Estado sigue siendo problemática. Habría que analizar cada acción en términos de la ampliación y respeto de libertades individuales de forma tal que se analice que cada acción en particular sea moralmente aceptable u obligatoria.

De hecho, siguiendo una perspectiva sobre los derechos como la de Jeremy Waldron62, la agencia moral implica el derecho a la decisión, por lo que, en principio, habría un derecho moral a elegir la acción ilegal. Por ende, existiría un derecho a quebrantar la ley sin que haya, al menos directamente, un deber moral que quebrantemos mediante el ejercicio de ese derecho. Esto sirve para mostrar que el valor moral de una orden, en tanto que orden, siempre resulta ser nulo; y que solo podemos hacer un análisis moral casuístico sobre la legitimidad moral de la obediencia a la autoridad.

En este punto vale la pena hacer una aclaración importante: se ha hablado de posibilidades para la conciliación de las órdenes del Estado con las posibles exigencias morales que puedan postularse. Hay que resaltar que, en ese intento de conciliación, solo hemos llegado a decir que las órdenes del Estado pueden ser moralmente aceptables. Recordando la distinción que hace Simmons entre deberes posicionales y morales, se puede señalar que bajo ninguna circunstancia podremos encontrar deber moral de cumplir lo exigido por una orden en virtud de haber sido ordenado.

La relación de los individuos con el Estado es, entonces, esencialmente prudencial, mientras que nuestros deberes resultarían ser de talante moral. Ahora bien, no podemos suponer la vinculatoriedad moral de la obediencia al Estado desde principios generales objetivos. Cada caso merecerá un ejercicio de apreciación de ética aplicada en el que se debe medir la imputabilidad, culpabilidad o valor moral de la acción del sujeto según las circunstancias, a la vez que el castigo y la intervención del Estado siempre estará sujeto al mismo análisis en la medida en que las acciones que emprenda vulneren intereses relevantes de los sujetos involucrados63.

Conclusión

La evolución de los Estados modernos nos lleva a repensar la noción tradicional de soberanía limitando los alcances de su justificación. En esa medida, se propone acá un minimalismo coercitivo del Estado así como garantías en términos de derechos y capacidades. Esto no debe confundirse con la idea de una sociedad de mercado64 o con la idea neoliberal de la defensa de la libertad personal. Lo discutido en este artículo se restringe a la relación entre autoridad y obligación moral sin comprometerse con una particular teoría de la justicia. La afección de intereses (por ejemplo, patrimoniales), mientras no constituya una vulneración de los intereses fundamentales y sirva al interés de los menos favorecidos, podría ser moralmente permisible. No obstante, ser moralmente permisible y ser un deber moral siguen siendo dos cuestiones diferentes

Si bien las tesis anarquistas se encuentran con problemas especialmente relacionados con la viabilidad de una vida social sin instituciones políticas en el contexto contemporáneo, el punto en el que se quiere enfatizar es que estas tesis proponen un punto de reflexión importante: debemos tener en cuenta la inexistencia de una obligación moral general de obedecer a la autoridad. Aun cuando haya, de facto, sistemas políticos que resulten funcionales y en general justos, su manutención, mejoramiento y control dependen de la tenencia de la actitud escéptica, sugerida por el anarquismo filosófico, respecto del actuar estatal.

Además de haber problemas en la justificación de la autoridad, hay una importante brecha entre las justificaciones teóricas y la implementación práctica de la autoridad. Esto apunta a que los alcances prácticos del ejercicio de la autoridad política por parte del Estado amenazan con la postulación y el aseguramiento de reglas y obligaciones que exceden tanto la posibilidad formal de justificación como los requerimientos de la justicia en la práctica.

Consecuentemente, se propone la necesidad constante de cuestionar los deberes y derechos que admitimos y reconocemos en el Estado de forma tal que, aun cuando pueda no haber un solo estado plenamente legítimo (cuestión que, junto a los anarquistas, considero cierta), sí puedan promoverse Estados más decentes a partir del involucramiento civil en política a través de la duda sobre la autoridad de la ley. En otras palabras, la idea general del presente artículo ha sido analizar los problemas y peligros que representa la asunción de las teorías de legitimación del Estado a fin de reivindicar cuestionamientos anarquistas que en muchas ocasiones son obviados o rápidamente descartados en estas discusiones.

 

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* Todas las traducciones de las citas tomadas de libros en inglés han sido realizadas por el autor del presente trabajo.

1 Me refiero acá al anarquismo filosófico que se caracteriza por propender por la necesaria ilegitimidad moral del Estado y, consecuentemente, por la eliminación de presunciones morales en favor de la obediencia o conformidad con las órdenes del Estado (sea este propio o ajeno). Omito acá el anarquismo político (y por ende la presuposición de la obligación de resistir o enfrentar a la autoridad política) y me enfoco en el anarquismo filosófico como herramienta crítica dentro de la filosofía política que afirma, o bien la ilegitimidad de los Estados actuales pero dejando abierta la posibilidad de existencia de un estado legítimo (anarquismo a posteriori) o la necesaria ilegitimidad del Estado (anarquismo a priori). Para una descripción más completa del anarquismo filosófico, ver el sexto capítulo de Justification and Legitimacy (Simmons, J., Justification and Legitimacy, Nueva York: Cambridge University Press, 2001).

2 En este texto me enfoco en R.P. Wolff y J. Simmons, siendo las cabezas más visibles del anarquismo filosófico contemporáneo (el primero es un representante del anarquismo a priori y el segundo del anarquismo a posteriori). De igual manera, escojo estos dos autores dado que permiten analizar las bases conceptuales fundamentales de este artículo: la autoridad y el alcance de la justificación de la autoridad.

3 Comunitaristas como David Miller (cf. Miller, D., "National Responsibility and International Justice", en: Critical Review of International Social and Political Philosophy, v. XI, 4 (2008), pp. 383-399) ponen gran énfasis en el valor moral de la comunidad política, pero hay también otras perspectivas que resaltan, si bien no un compromiso moral intrínseco, sí la necesidad moral del Estado.

4 Rawls, J., Teoría de la justicia, México: FCE, 2006 [1971].

5 No desarrollo este último tema en este texto pero vale la pena resaltar que las teorías de justicia global podrían nutrirse del anarquismo filosófico en tanto que fundamenta la permisividad de la acción estatal en, por ejemplo, principios como los derechos humanos, cuya justificación siempre resulta más cercana a la justificación de la libertad individual que a la presuposición del valor moral de las instituciones políticas.

6 Cf. Raz, J., Authority of Law, Nueva York: Oxford University Press, 2009, p. 115ss.

7 Cf. Raz, J., Practical Reason and Norms, Oxford: Oxford University Press, 1990, pp. 150ss.

8 A grandes rasgos, se asume la legitimidad como el derecho moral a mandar y ser obedecido (partiendo desde Weber, M., Economía y Sociedad, Madrid: Fondo de Cultura Económica, 2002, p. 170). Esta es la definición más usada en filosofía política.

9 Cf., Raz, J. Authority of Law; Wolff, R.P., In Defense of Anarchism, Los Ángeles: University of California Press, 1998; Friedman, R., "On the Concept of Authority in Political Philosophy", en: Raz, J. (ed.), Authority, Nueva York: New York University Press, 1990, pp. 56-91; Estlund, D., La autoridad democrática, Barcelona: Siglo XXI Ediciones, 2011; y McMahon, C., Authority and Democracy, Nueva Jersey: Princeton University Press, 1997.

10 Esta distinción es la base para la indagación de las investigaciones sobre el concepto de autoridad (cf. Arendt, H., Between Past and Future, Nueva York: The Viking Press, 1961, Capítulo 3; Friedman, R., "On the Concept of Authority in Political Philosophy"; Raz, J., Authority of Law,; y Wolff, R.P., In Defense of Anarchism).

11 De cualquier manera, cuando Hobbes postula el estado natural en El Leviatán está proponiendo una base teórica para mostrar que permanecer en el Estado resulta razonable dado que, de lo contrario, "…la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve" (Hobbes, T., Leviatán, México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2005, p. 103). La fuente de conformidad de la conducta no es, entonces, la pura coerción. Resulta importante, por lo menos en el caso de la teoría de Hobbes, que haya la posibilidad de mostrar que resulta razonable permanecer dentro de un esquema social organizado.

12 Cf. Nussbaum, M., Hiding from Humanity, Nueva Jersey: Princeton University Press, 2004, especialmente el capítulo uno. Aunque Nussbaum se enfoca en el problema de las emociones, el punto que quiero enfatizar es que la pura motivación del castigo hace imposible una identificación clara de lo requerido por la orden y de cómo interpretarla y extrapolarla a otros escenarios.

13 Cf. Kant, I., Filosofía de la historia - Qué es la ilustración, La Plata: Terramar Ediciones, 2003.

14 Gordon, R.W., "Critical Legal Histories", en: Feinberg, J. y otros (eds.), Phiosophy of Law, Boston: Wadsworth Cengage Learning, 2014, p. 207.

15 Cuando hablamos de balance de razones nos referimos al proceso de ponderación de razones para la acción asociado con la deliberación. "Balance de razones" es usado por Joseph Raz para, entre otras cosas, explicar la diferencia entre orden y consejo o amenaza. Mientras que la primera pretende excluir el balance de razones de las motivaciones para la acción y convertirse en razón, en sí misma, para la acción, tanto el consejo como la amenaza buscan influir en el balance a fin de inclinar al sujeto en favor de ciertas razones del balance o crear nuevas razones para inclinar la decisión en otro sentido.

16 Para entender el papel de la autoridad en relación con la coordinación de las acciones a nivel social, conviene discutir brevemente la distinción entre dos tipos de autoridad: la práctica y la teórica. Sabiendo que la autoridad es un tipo de influencia, la distinción se basa en que la autoridad práctica tiene influencia sobre la conducta de las personas, mientras que la autoridad teórica la tiene sobre sus creencias. La primera refiere a la determinación de las acciones y decisiones de los sujetos basándose en la obediencia, mientras que la segunda apunta, específicamente, a la injerencia sobre las creencias de los sujetos, basándose en el supuesto de que quien detenta la autoridad tiene el conocimiento y experiencia suficientes como para no poner en duda la veracidad de sus aserciones. Si bien es cierto que los dos tipos de autoridad mencionados no son necesariamente excluyentes, la distinción permite mayor claridad en el acercamiento al problema. De cualquier manera, en el presente escrito me enfoco casi exclusivamente en la autoridad en su sentido práctico.

17 La idea es tomada de la definición de autoridad que ofrece Raz en Raz, J., Authority of Law, pp. 11-13.

18 En muchos casos, como lo menciona Weber, la persona revestida de autoridad resulta ser importante porque basa su autoridad en el carisma o en méritos personales (Weber, M., Economía y Sociedad, pp. 170-241). No obstante, me centraré por ahora en sistemas que, como el democrático, giran en torno a un sistema legal y no en torno a personas particulares. La razón para hacerlo es que en estos casos es donde parece haber más fiabilidad en la justificación de la autoridad y, por ende, resultan un mejor punto de partida para evaluar el concepto. Además, dado que la autoridad política abarca a diversos funcionarios de un gobierno, habrá siempre una mayoría que detente autoridad basada en su posición y en la autorización que recae sobre esa posición, y no sobre su identidad personal.

19 Friedman, R., "On the Concept of Authority in Political Philosophy", p. 69.

20 Hart, H.L., The Concept of Law, Oxford: Clarendon Press, 1961, pp. 100-110.

21 Milgram, S., Obedience to Authority, Nueva York: Harper Perennial Modern Classics, 2009, p. 1.

22 Cf. Zimbardo, P., El efecto lucifer, Barcelona: Paidós, 2008. Se incluye a este autor, quien trabaja en psicología social, para enfatizar que la definición de obediencia ofrecida no es simplemente un supuesto teórico del anarquismo filosófico.

23 Cf. Wolff, R.P., In Defense of Anarchism.

24 Cf. ibid, pp. 3-19.

25 Cf. ibid, p. 12.

26 Tomo la expresión "humillación" de Margalit, A., La sociedad decente, Barcelona: Paidós, 1997, para referir a la condición de ser tratado como menos valioso de lo que se es o de ver afectados los propios intereses de forma injusta. Margalit rechaza el anarquismo, pero, dado que no entra en detalles sobre las perspectivas acá mencionadas, omitiré los comentarios al respecto. Lo que quiero retomar de Margalit es que la humillación se da cuando se desprecia la dignidad humana y, en este caso específico, se asume que el pleno ejercicio de la autonomía es condición necesaria para tal dignidad.

27 Por ejemplo: Rawls, J., Teoría de la justicia; Raz, J., Authority of Law; y Estlund, D., La autoridad democrática.

28 Raz, J., Authority of Law, pp. 22-23.

29 Cf. ibid., pp. 25-27.

30 Cf. ibid.; Raz, J., Practical Reason and Norms.

31 Entiendo acá soberanía en un sentido amplio: como autoridad suprema sobre un territorio y población determinados. Dejo de lado los debates acerca de la posibilidad de autoridad absoluta o exclusiva (recurrentes especialmente en filosofía del derecho), fundamentalmente porque no resultan necesarios para la discusión presente.

32 Cf. Feinberg, J., "The Nature and Value of Rights", en: The Journal of Value Inquiry, v. IV (1970), pp. 243-257.

33 Cf., Ladenson, R., "Two Kinds of Rights", en: The Journal of Value Inquiry, v. XIII, 3 (1979), pp. 161-172 y "In a Defense of a Hobbesian Conception of Law", en: Raz, J. (ed.), Authority, Nueva York: New York University Press, 1990, pp. 32-55.

34 La diferencia entre "claim-rights" y "justification-rights" es, para los propósitos del presente texto, que los primeros implican necesariamente deberes correlativos por parte de terceros, mientras que los segundos se limitan a justificar una acción que resultaría, prima facie, inmoral. En palabras de Ladenson, las personas "invocan derechos de justificación [justification-rights] como respuesta a la demanda de justificación de su comportamiento y no para imponer demandas a otros, como lo harían al invocar derechos de reclamación [claim-rights]" (Ladenson, R., "In a Defense of a Hobbesian Conception of Law", p. 36).

35 Cf., Raz, J., Authority of Law, pp. 25-27.

36 En los intentos de justificación de la autoridad encontramos por lo menos tres vertientes que pretenden explicar cómo la autoridad facilita la cohesión social. La primera es una vertiente comunitarista en la que el conglomerado de la comunidad tiene ideas autoritativas sobre el sentido de la vida y la teleología de las acciones por medio de lo cual la autoridad –en este caso, el Estado– facilita la cohesión y el mutuo reconocimiento reflejado en que las órdenes respaldan las creencias compartidas de la comunidad. Por otro lado, hay un enfoque en la regulación autoritativa de la conducta por parte del Estado. Se propone que el Estado facilita no la realización de ideales compartidos, sino la posibilidad de convivencia de individuos con ideales radicalmente diferentes. Individuos diferentes se suman a las reglas estatales independientemente de su acuerdo puntual con dichas reglas porque el hecho de seguir un sistema unificado de reglas permite perseguir sus propios fines. El Estado aparece, entonces, como solución a la pérdida o inexistencia de creencias compartidas. La tercera justificación se basa en el juego limpio. En pocas palabras, esta justificación muestra la autoridad como una forma de coordinar y hacer cooperar a las personas de una comunidad y, así, su razón principal en la defensa de la autoridad es que permite generar marcos de coordinación en los cuales cada sujeto ha de poner su justo aporte para las empresas de la comunidad. El punto central de la tesis del juego limpio es que, en un marco social, la aceptación de los beneficios generados por esquemas cooperativos es suficiente para generar obligaciones políticas. Así, en virtud de la reciprocidad del juego limpio, aquel que acepte los beneficios generados por los esquemas cooperativos del Estado estará obligado a cumplir con las leyes cuyo cumplimiento, por parte de los demás, le ha beneficiado.

37 Esta descripción de la perspectiva ilustrada se puede encontrar en: Gadamer, H.-G., Verdad y Método, Salamanca: Sígueme, 2003, pp. 331-377.

38 La deslegitimación de la autoridad, en tanto que se basa en la imposibilidad conceptual o práctica de legitimación (como en la oposición autonomía-autoridad planteada por Wolff) se constituye como una posición del anarquismo a priori, mientras que, en caso de tratarse de fallas que puedan solucionarse mediante mejoramientos argumentativos e institucionales, corresponderá a una posición del anarquismo a posteriori.

39 Cf. Feinberg, J., Harm to self, Nueva York: Oxford University Press, 1986, pp. 27-51.

40 El problema de la autonomía como confrontada con la autoridad, si bien tiene muchos enfoques, usualmente es discutido de cara a la concepción kantiana de la autonomía.

41 "Podríamos decir que usted está bajo mi autoridad porque sería moralmente incorrecto rehusarse a consentir, y esto es lo que denominamos consentimiento normativo. El consentimiento normativo es meramente hipotético: usted habría consentido si hubiese actuado correctamente cuando se le dio la oportunidad de consentir. Esto significa que tiene el deber de hacer lo que le pide. No significa que yo pueda ejercer coacción sobre usted; solo significa que está moralmente obligado a ayudarme, bajo mi autoridad incluso aunque no haya consentido esa autoridad" (Estlund, D., La autoridad democrática, p. 35). Estlund supone que el consentimiento normativo (que se basa en la objetividad racional de los principios morales) es la base de la autoridad estatal.

42 Cf., Rawls, J., Teoría de la justicia, pp. 464-470.

43 Feinberg, J., Harm to self, p. 36.

44 Feinberg (cf. ibid.) dice que la perspectiva de Wolff se basa simplemente en la independencia de la voluntad sin hacer caso a la perspectiva racionalista a la que acude Rawls. No obstante, aun sabiendo que las perspectivas de los dos autores son conflictivas, y aunque Wolff se centra en la autonomía como responsabilidad, creo que no resulta demasiado problemático para él que pueda haber objetividad moral. De hecho, dice que así se renuncie a la reflexión sobre las propias máximas de acción, la responsabilidad se mantiene. Por ello, la crítica de Wolff tiene que ver con la suposición de la necesidad de consentimiento explícito para que pueda haber vinculatoriedad y, más específicamente, del consentimiento moral de la acción requerida por quien la ordena.

45 Wolff, R.P., In Defense of Anarchism, p. 14.

46 Feinberg, J., Harm to self, p. 37.

47 Ibid, pp. 35-39.

48 Ibid, p. 47. La mención de la comunidad en la cita de Feinberg nos permite señalar la relevancia moral del respeto y la protección mutua de la autonomía tanto para los intentos de justificación de la autoridad como para las críticas anarquistas. Independientemente de que se defienda una posición liberal clásica o una posición comunitarista en la que el individuo se constituye como parte de un grupo social más amplio, la discusión sobre la legitimidad de la autoridad está necesariamente determinada por la consideración que se tiene por el individuo y su agencia racional y moral. Un buen análisis sobre la continuidad e interdependencia entre liberalismo y comunitarismo puede encontrarse en Walzer, M., "The Communitarian Critique of Liberalism", en: Political Theory, v. XVIII, 1 (1990), pp. 6-23.

49 No todos los casos de relación de autoridad resultan moralmente relevantes para esta discusión: en muchos, tanto la orden como su acatamiento son mejor entendidos en términos pura mente instrumentales y su contenido moral no se vincula directamente con dicha relación (por ejemplo, el sentido del tráfico vehicular).

50 Beauchamp, T.L., "The Nature of Applied Ethics", en: Frey, R. y C.H. Wellman (eds.), A Companion to Applied Ethics, Oxford: Blackwell Publishing, 2003, pp. 1-16.

51 Wolff, R.P., In Defense of Anarchism, p. 11.

52 Ladenson, R., "In a Defense of a Hobbesian Conception of Law", pp. 32-55.

53 Raz, J., Practical Reason and Norms, p. 64.

54 Cf. Simmons, J., Moral Principles and Political Obligations, Capítulos 1 y 2.

55 Cf. Simmons, J., "Justification and Legitimacy", en: Ethics, v. CIX, 4 (1999), pp. 739-771.

56 Simmons, J., Moral Principles and Political Obligations, p. 21.

57 Para ver en detalle esta discusión, cf. ibid, Capítulo 1.

58 Marcuse, H., "Tolerancia represiva", en: Wolff, R.P. y otros (eds.), Crítica de la tolerancia pura, Madrid: Editorial Nacional, 1977.

59 Esta perspectiva es el llamado anarquismo a posteriori expuesto por Simmons (Simmons, J., Justification and Legitimacy, pp. 102-121). Esta forma de anarquismo se distingue del anarquismo a priori, como el de Wolff, porque este último propone que las características esenciales del Estado hacen que no haya nada que pueda a la vez caracterizarse como Estado y contar con legitimidad moral.

60 Esta crítica aplica a las teorías del juego limpio. En general, es posible postular que, aunque la pretensión es la de fundar todas las obligaciones legales en el deber de juego limpio –siempre y cuando se trate de un esquema justo de cooperación en el que cada cual reciba lo que por justicia le corresponde–, la obligación que puede postularse es limitada. Por una parte, en la medida en que haya parte de la comunidad que no reciba su justa parte (lo que, aunque puede resultar difícil de medir, parece pasar en todos los Estados conocidos), la obligación se desvanece. Por otra parte, a diferencia de teorías como las del consentimiento, es posible para el sujeto adquirir vínculos morales sin tener conciencia de ello. Consecuentemente, la identificación de las obligaciones basadas en el juego limpio resulta difícil y, más aun, dado que las órdenes de un Estado exceden los posibles requerimientos morales de tal principio de justicia. En otras palabras, hay muchas órdenes legales que no se relacionan directamente con los beneficios basados en la reciprocidad de la comunidad.

61 Un buen ejemplo son las llamadas democracias de baja intensidad. Cf., Gills, B., y J. Rocamora, "Low Intensity Democracy", en: Third World Quarterly, v. XIII, 3 (1992), pp. 501-523. Estas democracias, como la colombiana, son democracias formalmente legítimas (según estándares como los de Estlund) que en la práctica resultan ser formas de opresión, pérdida de la soberanía y abandono de la ciudadanía.

62 Waldron, J., "A Right to do Wrong", en: Ethics, v. XCII, 1 (1981), pp. 21-39.

63 Así, por ejemplo, se puede avalar la aplicación de un castigo a un asesino a la vez que se pueden poner en cuestión leyes que, privilegiando las importaciones, vulneren la economía nacional.

64 Sigo la precisión que hace Sandel (cf. Sandel, M., Lo que el dinero no puede comprar, Madrid: Debate, 2013) entre economía de mercado y sociedad de mercado, donde la segunda se trata de una sociedad que, como las occidentales contemporáneas, hacen de la racionalidad de mercado el único y omniabarcante estándar para valorar todos los aspectos de la vida práctica.

 

Recibido: 16/12/2016

Aceptado: 28/08/2018

 

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