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Areté

versión impresa ISSN 1016-913X

arete vol.34 no.2 Lima jul./dic. 2022  Epub 22-Dic-2022

http://dx.doi.org/10.18800/arete.202202.002 

Artículos

El sentido de la vocación filosófica según Sócrates y Heidegger

The Meaning of the Philosophical Calling according to Socrates and Heidegger

Cristián De Bravo Delorme1 
http://orcid.org/0000-0002-6363-9165

1Universidad de Córdoba - España, debravo.cristian@gmail.com

Resumen:

Según el símil de la caverna y, de acuerdo a la experiencia de la liberación del prisionero descrita allí, la filosofía lleva a cabo una reconducción de la vida humana. Esta reconducción no está sujeta a la voluntad de quien la padece, por lo que no se la puede autoprocurar, sino que ocurre por la violenta acción de otro. Esta violencia destaca que la Filosofía nace de una relación entre uno que provoca su experiencia y otro que la experimenta, y, además, que esta experiencia conlleva una transformación de la existencia. A esta experiencia parece aproximarse la expuesta por Heidegger al momento de analizar la modificación existencial desde el uno mismo al sí mismo. Aquí también se destaca una relación y una determinada actitud que, al provocarse violentamente, sugiere la indisponibilidad de la experiencia filosófica. El presente artículo busca exponer el sentido de la vocación filosófica en Sócrates y Heidegger, y comprender en qué medida la trasformación que aquí se genera pone en marcha no sólo dos maneras distintas de filosofar, sino dos modos de ser que hasta cierto grado parecen conciliables, pero que, en último término, resultan incompatibles.

Palabras clave: Vocación; experiencia; dialéctica; conciencia

Abstract:

According to the allegory of the cave and the experience of the liberation of the prisoner described there, philosophy implies a redirection of human life. This redirection is not subject to the will of the person who experiments it; therefore, it cannot be self-procured, but rather occurs through the violent action of another. This violence highlights that philosophy arises from a relationship between one who provokes this experience and another who experiences it; and, in addition, that this experience entails a transformation of existence. This experience seems to come close to the one discussed by Heidegger in his analysis of the existential modification from the They-Self to the authentic Self. Additionally, a relationship and a certain attitude that suggest -insofar they are provoked violently- the unavailability of the philosophical experience come here to the foreground. The following paper attempts to outline the meaning of the philosophical calling according to Socrates and Heidegger, and to understand to what extent the transformation that is generated here sets in motion not only two different ways of philosophising, but also two ways of being that seem conciliable to some degree, though they turn out to be ultimately incompatible.

Keywords: calling; experience; dialectic; consciousness

I. Introducción

Según el símil de la caverna y, específicamente, de acuerdo a la experiencia de la liberación del prisionero descrita allí, la filosofía lleva a cabo una reconducción [periagōgḗ] de la vida humana1. La experiencia de esta reconducción no está sujeta a la voluntad de quien la padece, por lo que no se la puede auto-procurar, sino que ocurre por la violenta acción de otro. Esta violencia destaca dos rasgos importantes de la experiencia filosófica: (1) que la filosofía nace de una relación entre uno que provoca su experiencia y otro que la experimenta; (2) que esta experiencia conlleva una transformación de la existencia. Los diálogos platónicos y, sobre todo, los diálogos denominados “tempranos” o “aporéticos”, dan cuenta de estos dos rasgos descritos bajo la imagen del símil, aunque en la mayoría de los casos no ocurre tanto una transformación como una recaída en la vida anterior2. Con todo, la filosofía, de acuerdo a los diálogos, se experimenta gracias a la dialéctica, en cuyo proceso quien pregunta conduce a quien responde a una falta de salidas. La dialéctica socrática, si en muchos casos no transforma a quien padece la experiencia filosófica, al menos conmociona su existencia.

A esta experiencia parece aproximarse la expuesta por Heidegger al momento de analizar la modificación existentiva desde uno mismo a sí mismo. Aquí también se destaca una relación y una determinada actitud que, al provocarse violentamente, sugiere la indisponibilidad de esta experiencia fundamental. En la analítica existencial, Heidegger resalta que esta modificación puede ocurrir desde el momento en que uno mismo, contra su caída, es capaz de escuchar el llamado de la voz de la conciencia que provoca la angustia y llevarse ante sí mismo en el puro estar en el mundo desde el cual es, a su vez, posible empuñar el propio poder-ser. Se supone así una experiencia fundamental, suscitada por una acción vocativa que, en el caso de Sócrates, es dialéctico-aporética y, en el caso de Heidegger, se determina desde el silencio de la propia conciencia.

Ahora bien, de acuerdo a otro nivel de análisis, lo que sucede dentro del diálogo platónico y que expresamente puede identificarse como una experiencia suscitada por la filosofía tal como la ejerce Sócrates, no parece corresponder con aquella experiencia de la modificación hacia sí mismo que Heidegger describe fenomenológicamente. Es cierto que en los tratamientos anteriores a Ser y tiempo Heidegger señala el carácter filosófico de esta experiencia. Sin embargo, esto implica una comprensión de la filosofía en términos muy latos, de modo que, por un lado, sería una auto-interpretación originaria, es decir, una labor cuya tarea principal radicaría en interpretar la vida fáctica y, por otro, la condición misma que posibilitaría este conocimiento hermenéutico3. En Ser y tiempo, en cambio, Heidegger ya no se refiere a esta experiencia como filosófica, sino, más bien, como una experiencia existentiva, con lo que se daría a entender que el ejercicio de una analítica existencial supondría para el fenomenólogo, al menos presuntamente, haber llegado a sí mismo. Con todo, se vuelve necesario delimitar, primero, la relación entre la modalidad existentiva impropia y la propia y, segundo, la relación entre la actitud prefilosófica y la filosófica, actitudes que pueden o no coincidir en cada caso con aquellas modalidades existir4. Esto se debe tener presente a la hora de juzgar el rol de la filosofía en la experiencia fundamental, lo cual será determinante para comprender la diferencia entre el filosofar de Sócrates y el de Heidegger.

Lo que se propone entonces en el siguiente artículo es comprender en qué sentido para Sócrates5 y Heidegger se suscita la experiencia fundamental a partir de una vocación6 y en qué medida la trasformación que aquí se genera pone en marcha no solo dos maneras distintas de filosofar, sino dos modos de ser que hasta cierto grado parecen conciliables pero que, en último término, resultan incompatibles.

II. Filosofía de la vida y vida de la filosofía

Para empezar, parece pertinente apuntar hacia un asunto que se ha venido debatiendo durante los últimos años y que tiene que ver con la cuestión de si la filosofía de Heidegger correspondería efectivamente a un cuidado de sí, como lo sugiere, por ejemplo, Jesús Adrián Escudero7. Parece juicioso afirmar que una respuesta adecuada depende del alcance que podamos darle a este sintagma, aunque, pese al tono existencial del filosofar de Heidegger, no parece probable que estemos frente a una filosofía práctica8. Resulta relevante por ahora destacar uno de los rasgos comunes que se podrían reconocer entre Sócrates y Heidegger (sobre todo en el tipo de ejercicio filosófico que Heidegger realiza durante los cursos universitarios entre 1919 y 1923), y que corresponde a una comprensión del filosofar como un ejercicio en el que la propia vida se encuentra comprometida. En este sentido, la filosofía no se restringe a ser una carrera universitaria o una mera afición, puesto que para ambos filósofos la filosofía resulta ser la más alta actividad que el hombre puede realizar y por la cual la propia vida adquiere su mayor auto-trasparencia. Podría decirse que, para ambos, la filosofía es una actividad radicalmente vital. Así lo declara Sócrates, cuyo urgente y constante cuestionamiento ejemplifica un filosofar anclado en los problemas esenciales de la vida. Esta fue también la profunda convicción de Heidegger, no solo como filósofo, sino también como docente. Según sus propias palabras en una carta a Karl Löwith, Heidegger consideraba que la filosofía debía nutrirse de la propia y concreta facticidad del yo soy y, por lo tanto, “a partir de aquello que me es accesible como experiencia viva de aquel lugar en el que vivo”. El filósofo continúa: “Esta facticidad, en tanto existencial, no es simplemente un ‘estar-ahí’ ciego; yace ya, desde luego, dentro de la existencia, pero eso quiere decir que lo vivo -el ‘tengo que’ del cual no se habla-. El existir riñe con esta facticidad-del-ser-así, con lo histórico, pero eso significa que yo vivo los compromisos internos de mi facticidad y eso de manera tan radical como la comprendo… La manera esencial de la articulación existencial de mi facticidad es la investigación científica tal como la llevo a cabo”9. A su vez, en lo que concierne a su propia actividad docente, Heidegger señala a Löwith: “lo que pretendo al enseñar en la Universidad es que la gente se atreva10, lo cual vuelve evidente que el fin de su docencia era precisamente provocar en los demás una experiencia radical. Este estilo existencial del filosofar de Heidegger se correspondía precisamente con la investigación que tempranamente había comenzado a realizar, a saber, poner al descubierto la estructura originaria de la existencia y, conforme a ello, señalar el modo como la existencia puede llegar a sí misma11. Así, la filosofía nace de la vida para llevarla a su auto-transparencia, aunque no mediante la objetivadora mirada de la reflexión ni por la elaboración de un conjunto de prescripciones acerca de cómo vivir bien. La filosofía es, de acuerdo a Heidegger, aquella actividad que la propia vida humana ejercita, pero no para exhortarnos a ejercer nuestras propias posibilidades mediante una radical cuestionabilidad, al modo socrático, sino para comprender el acceso comprensivo a los momentos de la vida fáctica a partir de los cuales se abre el mundo del sentido. Esta filosofía, contra la tendencia teorética según la cual la vida humana se consideraría objetivada12, exige simpatizar con la vida13 y, como una prolongación de ella, intenta esclarecer la vivencia del mundo mediante una repetición fenomenológica14. La filosofía, en este sentido, tiene, según Heidegger, la tarea de acompañar al vivir repitiendo hermenéuticamente sus propias motivaciones y tendencias, por lo que esta pretensión pre-teorética identificaría en cierto modo vida y filosofía. Esto resulta evidente cuando Heidegger señala en una ocasión que “en la hermenéutica se configura para el existir una posibilidad de llegar a entenderse y de ser ese entender”15. Esto manifiesta que el fruto del filosofar no es un conocimiento ajeno al vivir, sino precisamente el propio vivir que ha llegado a mantenerse fenomenológicamente despierto al ponerse en cuestión a sí mismo16.

Ahora bien, pese a que Heidegger tuvo plena conciencia de la necesidad de que la filosofía conquistara un método que se resistiera a toda reflexión objetivante y que respetara el propio modo de ser de lo investigado, no parece pertinente comprender este tipo de filosofar como una filosofía práctica, pero tampoco como un efectivo cuidado de sí mismo. En efecto, por considerar Heidegger que, tal como lo había señalado Aristóteles,17 la theōría es la más alta praxis18, esta hermenéutica se restringiría a ser , como el mismo Heidegger tempranamente señala, una protociencia de la vida y, por lo tanto, un saber cuyo carácter previo resulta, aunque originario, diferido en relación con el vivir ético19. Para decirlo en términos biográficos, que Heidegger haya podido abrir el ámbito originario del existir propio no implicaba la garantía de ejecutar prudentemente lo indicado formalmente por él mismo. En este sentido, Heidegger no pudo evitar, por ejemplo, durante su problemático período rectoral, enredarse al tratar los asuntos políticos, aparentemente porque, nota bene, la propiedad de su actitud filosófica tiranizaba su praxis efectiva, la cual solo podía cumplirse en la soledad de la problemática pura del cuestionamiento existenciario20. Esa situación parece haberlo cegado (paradójicamente) para actuar prudentemente en el mundo21. Por ello, insisto, para Heidegger la posibilidad más alta del Dasein radicaba expresamente en la “Existenz des wissenschaftlichen Menschen”22.

Según cabe ponderar, la propiedad de la existencia ética no está condicionada por el conocimiento temático de su propia estructura ontológica puesto que, en cada caso, el ámbito de la apropiación efectiva y ejecutada siempre será pre-ontológico, ámbito que precisamente la filosofía se encarga de repetir temáticamente mediante una rigurosa conceptualidad. La única condición para la apropiación existencial, de acuerdo a Heidegger, es escuchar correctamente el llamado de la voz de la propia conciencia. Aquí toda aclaración filosófica queda a la zaga. Esto es así porque “el llamado no es nunca planeado por nosotros mismos, ni preparado, ni realizado voluntariamente. ‘Ello’ llama, contra mis expectativas e incluso contra mi voluntad”23. Heidegger coincide con el relato de la liberación del prisionero de la caverna puesto que este es sacado violentamente de su habitual estado y contra su voluntad, por lo que cabe resaltar con énfasis el carácter violento de la filosofía en su rol exhortativo. Si bien la filosofía de Heidegger es una filosofía de la vida, en el sentido de que nace y se despliega desde el propio vivir, no se identifica con la praxis misma de la vida o, al menos, con la vida de la phrónēsis. El filosofar existencial en este sentido tiene un rol subsidiario a la praxis ética. Aunque el filosofar mismo sea un modo de vivir cuestionante y el vivir mismo se encuentre por entero comprometido en el filosofar, cuando se trata de actuar y decidir (cuando se trata de empuñar las propias posibilidades y, en suma, cuando se trata de la vida de la phrónēsis), la filosofía queda por detrás, acaso indicando formalmente o bien cuestionando lo que de facto la vida prudente se encarga de resolver. De ahí que, si cabe denominar a la vida resuelta una vida filosófica, solo se la podría así designar en el sentido de una recluida vida investigadora (como resultó ser en gran medida la vida de Heidegger) o de manera que se la pudiese identificar simplemente con “la callada resolución dispuesta a la angustia”,24 es decir, con un filosofar que se consumiese constantemente en la silenciosa ejecución de la acción abierta por su temple fundamental. La filosofía, como analítica existencial de la vida, no tiene más que un rol auxiliar relativo al cuidado ético de la existencia resuelta. Considerándola como culmen hermenéutico de la propia tendencia de la vida, mantendría su carácter diferido en la medida que no sería propiamente la filosofía la provocante de la acción sino, más bien, la voz de la conciencia.

En cambio, a mi juicio, solo el ejercicio que realiza Sócrates pone en evidencia la identidad entre vida y filosofía. En otros términos, solo Sócrates expresa el auténtico cuidado de sí, diferente tanto de la hermenéutica fenomenológica de la vida fáctica de Heidegger como de la tradicional filosofía práctica. No se trata, en contraste con el ejercicio de Heidegger, de re-vivir (hermenéuticamente) la vivencia que se vive a sí misma, sino de ejecutar (dialécticamente) el vivir. Sócrates ejecuta no solo una filosofía de la vida, es decir, un ejercicio que nace y se nutre del propio vivir, sino que, a su vez, su propia acción revela la auténtica vida filosófica. En efecto, el filosofar socrático es una reiteración (filosófica) del vivir, aunque no al modo de la “repetición” de Heidegger, sino en un sentido sincrónico, en la medida que la hermenéutica que ejecuta la filosofía socrática reproduce a otra escala y de manera crítica la hermenéutica propia de la vida cotidiana. Este estilo de filosofar resulta tener así un carácter previo, como el de Heidegger, puesto que no resuelve ni explica nada y, si propone, lo hace para destruir toda base tan pronto se manifieste como insuficiente25. La diferencia con la filosofía de Heidegger, sin embargo, es que la destrucción que se lleva a cabo en el diálogo se hace co-operativamente, lo que implica una confrontación con el otro y una exposición eto-lógica por la cual los interlocutores exihiben su carácter al hablar26. En este sentido, la interacción que ocurre espontáneamente al vivir con los otros se reproduce bajo la forma de la pregunta y la respuesta. Tal como en la vida corriente se exige al otro, por ejemplo, ser sincero, así una de las reglas socráticas es que siempre el interlocutor diga lo que cree, a pesar de que a veces ocurra lo contrario por vergüenza27, reproduciéndose así en el diálogo tanto los vicios como las virtudes de cada quien. Por ello, no se trata de repetir el vivir mediante una analítica que, si bien respetuosa con la vida, se realiza bajo indicaciones formales. Esto no significa, por cierto, que Sócrates realice una filosofía material a diferencia de la filosofía meramente formal de Heidegger. La indicación formal de Heidegger no es tal por estar vacía de contenido objetivo, sino porque su función consiste únicamente en indicar la realización de un comportamiento, de manera que alguien pueda comprender esta indicación mediante su efectiva ejecución, lo que aproximaría hasta cierto grado este filosofar a lo que pretende Sócrates con la pregunta por el es de una determinada virtud.

La diferencia entre lo que hace Heidegger y lo que hace Sócrates radica, en suma, en dos cosas. En primer lugar, la filosofía dialéctica de este último ejemplifica la ejecución de posibilidades de ser que sirven para evaluar sus distintos modos y para ponderarlos a la luz de la vida filosófica representada por Sócrates. En segundo lugar, el diálogo lleva a cabo un efectivo cuidado de sí mismo mediante el análisis crítico y la inmediata ejecución dialéctica de la filosofía como la mejor manera de vivir. En este sentido, se trata de poner en cuestión algo que ya desde el comienzo el interlocutor asume habitualmente y, mediante esta tematización, dejar que se vuelva visible esta falta de cuestionamiento y la consecuente confusión (la indiferencia entre algo bello y el ser-bello, por ejemplo). De este modo, aunque la intención del diálogo se declare en la solicitud de una definición proposicional del qué es de algo, lo que se pretende, más bien, es que el interlocutor intente ponerse a sí mismo en juego al buscar el ser de lo preguntado28. La filosofía socrática tendría entonces, de manera más precisa, un carácter onto-eto-lógico. Esto en el sentido de que, mediante la acción misma del diálogo con otro, quien responde a la pregunta socrática es capaz de ejecutar su ser durante la investigación y puede identificarse así con el ser buscado, con lo cual se trataría de realizar eso mismo que se busca mediante el esfuerzo por definirlo. La relevancia del diálogo no radica tanto en que Hipias, por ejemplo, pueda definir discursivamente qué es lo bello, sino en que, intentando definirlo, sea capaz de trascender el discurso al comportarse bellamente mediante su respuesta (pese a que, más bien, se comporte bajo la mera apariencia de lo bello). Asimismo, Sócrates busca que Laques y Nicias puedan responder valientemente al intentar definir qué es la valentía29, pese a que finalmente el diálogo acabe sin una resolución proposicional sobre ello. Por otra parte, aunque en otra ocasión ni Eutifrón ni Sócrates alcancen a definir qué sea la piedad, es el propio Sócrates quien cumple la ejecución de lo preguntado al comportarse piadosamente durante el diálogo. De ahí que pueda suceder aquella paradoja según la cual el mismo Sócrates, pese a no ser capaz de responder plenamente a las propias preguntas que plantea, pueda, sin embargo, ser responsable de su propio comportamiento tanto al dialogar como al tratar con los otros. Lo que vuelve vital al diálogo y lo hace una auténtica reiteración de la propia praxis del vivir es que obliga a cada interlocutor, mediante la constante contradicción o contrariedad de las razones y las ­insistentes retractaciones, a llegar a sí mismo en el diálogo. El diálogo socrático reproduce la hermenéutica de la propia vida al filosofar desde, sobre y para la vida, de modo que la dialéctica se manifiesta como una interpretación de la vida. Esto tal como pretendía Heidegger que fuese la filosofía, aunque no de modo diferido, sino que, en este caso, como una verdadera diahermenéutica que, mediante la confrontación con otro, posibilita a quien responde a transparentar su vida. En suma, lo lleva a cuidar de sí mismo30.

III. La vocación de la filosofía

Todo lo dicho anteriormente tiene ahora que reconsiderarse a partir de una comprensión del origen de la experiencia filosófica. Al principio ya se había advertido que, en cada caso, la filosofía no puede auto-procurarse y precisa de una experiencia fundamental provocada por otro. Esta experiencia fundamental revela que la filosofía surge, según el filosofar socrático, de una vocación por la cual la vida humana solo puede auto-transparentarse mediante la cooperación dialógica. Para Heidegger, es posible llegar a sí mismo al querer-tener-conciencia y, por lo tanto, al estar dispuesto a ser interpelado. Esto es importante porque el carácter de esta acción vocativa supone una aproximación, pero, a su vez, una distancia entre Sócrates y Heidegger.

Para clarificar esto, se tratará primero lo que Heidegger señala exclusivamente acerca de la analítica existencial.

III.1. La inhospitalaria llamada de la voz de la conciencia según Heidegger

Se ha hecho notar que, pese a que la filosofía de Heidegger habla a favor de un tipo de ejercicio que se podría enmarcar dentro de la tradición del cuidado de sí, no cabe afirmar que corresponda a una filosofía práctica. Se trata de una particular práctica filosófica que se encuentra lejos de toda seguridad y dogmatismo, lo cual resulta consonante con su propia intención docente. Así, por ejemplo, ante el malestar de sus alumnos que esperaban del curso sobre las cartas de San Pablo algún contenido doctrinal, Heidegger les advierte que él solo pretende “intensificar esta necesidad de la filosofía, consistente siempre en dar vueltas en cuestiones previas y mantenerla despierta hasta el punto de que se convierta efectivamente en una virtud”31. ¿No resuenan aquí las palabras de Sócrates acerca del insistente y constante auto-examen y diálogo sobre la virtud como el bien mismo del hombre? Sí y no. Sí, en el sentido de que para ambos la filosofía consiste en entregarse a la problematicidad de la vida humana. No, en la medida que para Heidegger esta entrega, por ser un ejercicio singular32, implica una ejecución hermenéutica (diferida con respecto al vivir ético33). Por el contrario, el ejercicio de Sócrates, al ser dialéctico y confrontarse efectivamente con los otros, pone en juego el éthos de la propia vida. Pese a esta diferencia, ambos pensadores coinciden en que la vida solo puede acceder a sí misma bajo la condición de padecer una determinada experiencia y que solo a partir de esta experiencia fundamental es posible empuñar las propias posibilidades.

Según Heidegger, el análisis de la existencia implica considerar el movimiento de derrumbe o caída en el que se encuentra pero, a su vez, reparar y examinar la posibilidad de una detención que conlleve un contramovimiento. En ciertos diálogos platónicos se pone en evidencia comportamientos que podríamos entender como inerciales, obstinados e incluso soberbios (todo lo cual señala una suerte de ceguera por la que cada cual vive entregado a sus propias convicciones y creencias). De modo semejante, Heidegger da cuenta de que este tipo de actitudes y conductas son las que configuran aquella manera cotidiana y regular de vivir, un vivir que se encuentra amodorrado y enmascarado. En suma, huyendo de sí mismo. ¿Cuál sería, entonces, el resorte que permitiría salir de golpe de este habitual ensombrecimiento, en donde cada uno parece seguir sus propias inclinaciones, aunque no sean estas más que las variaciones de una misma tendencia arruinante? A partir de una experiencia fundamental, excepcional e indisponible, dice Heidegger en sus tempranos cursos universitarios. De acuerdo a Ser y tiempo, tan pronto la angustia asalta a la existencia. En otro lugar, Heidegger señala que lo decisivo de la experiencia fundamental es que “yo me tenga…de tal manera que, al vivir esa experiencia, y de acuerdo con su sentido, yo pueda preguntar el sentido de mi ‘yo soy’”34. La ganancia de esta experiencia angustiante no es más que un saberse fáctico. Se trata de un saber existencial obtenido no mediante una introspección, sino por una instantánea sacudida de lucidez gracias a la cual el existente se sabe siendo.

Según Ser y tiempo, el planteamiento de la pregunta por el sentido del ser en general supone una previa aclaración del ser de aquel ente que puede plantear esta pregunta. Esta pregunta, sin embargo, no pareciera ser un asunto que concierna a todos, sino a unos pocos. No obstante, si cabe considerar la posibilidad misma de la pregunta y, por lo tanto, precisar el ser de quien es capaz de plantearla efectivamente, resulta no menos preciso contrastar este poder preguntar con el no poder hacerlo. El análisis no se restringirá a distinguir quién sea el que pueda plantear la pregunta (lo que supondría un punto de partida fenomenológicamente legítimo), sino quién es el que sabe de sí mismo. Solo quien sabe de sí mismo, es decir, solo para quien su propio ser resulta suficientemente transparente, puede resolverse en el mundo y, en un caso destacado, resolverse a plantear la pregunta por el sentido del ser en general. En Ser y tiempo, Heidegger asume lo conseguido en sus cursos universitarios, pero ahora el ideal fáctico que orienta su análisis ontológico de la existencia no es tanto la posibilidad óntica de la vida del hermeneuta fáctico o del proto-científico, como la propiedad del existente de cara a su propia finitud.

Si reconocemos que no solo la posibilidad de preguntar por el ser en general resulta ajena a la vida cotidiana, sino que, además, uno soslaya toda pregunta por sí mismo, entonces resulta del todo necesario comprender a qué responde este soslayo y cómo es posible detenerse para que la pregunta por sí misma no pase de lado. La analítica existencial desarrollada en Ser y tiempo tiene entonces como objetivo poner de relieve los rasgos ontológicos de este estado de soslayo o de caída y comprender la posibilidad de parar este derrumbe, lo que conllevará distinguir la existencia propia de la impropia. No es pertinente aquí reproducir todos estos rasgos. Para los efectos de este artículo, resulta importante considerar la posibilidad misma de una modificación existentiva, que necesariamente condiciona la resolución de la existencia en tanto tal. Se podría decir que la resolución de la existencia permite la vida filosófica, aunque la vida llegue a realizar posibilidades ónticas diferentes a las del hermeneuta fáctico o proto-científico. Una vida filosófica, en este sentido, sería una vida que, en suma, sabe de sí misma.

Ahora bien, ¿qué es lo que puede suscitar esta experiencia para que gracias a ella uno sea capaz de llegar a sí mismo? Heidegger señala que “la angustia puede surgir en las situaciones más anodinas”35, por lo que no resultaría indispensable que uno tuviese que encontrarse ante situaciones extremas o que, en suma, uno pudiese experimentar situaciones límite (en términos de Jaspers) para que, en principio, haya un resquicio por el cual la experiencia fundamental pueda irrumpir. Acaso un gesto, una palabra, una señal bastaría para que la angustia le asaltara a uno y el sí mismo pudiese asomarse. Sin embargo, esto no parece del todo probable pues, si bien puede haber muchas situaciones por las que uno podría angustiarse, esto de ningún modo garantiza que uno pueda tenerse en tal experiencia.

No basta solo con que uno pueda sentir angustia, sino que es necesario que al sentir angustia uno se encuentre dispuesto a aguzar el oído, lo que implica precisamente que uno tenga que desoírse. Desoírse a uno mismo significa que uno sea capaz de acallar todo monólogo y habladuría, de manera que quiera ser alcanzado por algo que vocea sin voz. Análoga a la experiencia cantada por Góngora y según la cual “muda la admiración, habla callando”, al angustiarse el existente ha de ser capaz desde la lejanía de escucharse a sí mismo hacia la lejanía. Esto resulta muy relevante, puesto que aquí Heidegger enfatiza que la experiencia fundamental y, por lo tanto, la modificación existentiva, radica en una relación por la cual quien escucha y quien llama son el mismo, pero diferentes. “La conciencia”, señala Heidegger, “llama al sí mismo del existente a salir de su pérdida en el uno”36. La conciencia que llama, Heidegger advierte, no puede confundirse con la vulgar concepción de la conciencia como un tribunal pues su evidencia se encuentra antes de toda mala y buena conciencia. Pero eso no significa que la conciencia sea otro yo, sino que la conciencia no es más que un modo del discurso que da a entender algo y que de manera inequívoca se remite a un único destinatario. Sin embargo, en esta relación de remitente-destinatario no ocurre una suerte de diálogo con uno mismo, pero tampoco un monólogo sobre sí mismo. La conciencia se remite al destinatario, en tanto que pone en evidencia de manera irrestricta e inexorable que él mismo es y nada más. La conciencia, en la angustiante inhospitalidad de sí mismo, habla callando. De este modo, si uno se encontraba en casa al estar entregado a las posibilidades que el mundo le proporcionaba, ahora el existente, emplazado por la callada voz de la conciencia, a la intemperie y desterrado de toda familiaridad, no puede no ser. He aquí que Heidegger no solo apunta a la condición de posibilidad de la modificación existentiva -es decir, que en la angustiante inhospitalidad por la impotencia de no existir la existencia se llama a sí misma-, sino que apunta a que, en la intemperie de su ser, la existencia se lleva a su fundamental (aunque cotidianamente encubierto) modo de estar que solo ahora la conciencia le da a entender.

La callada voz de la conciencia remite al existente a resolverse hacia adelante en dirección a su poder-ser. La llamada remite a ser el fundamento negativo de la propia nihilidad, a asumir la culpabilidad constitutiva de ser (en la medida que el existente no se ha puesto en su facticidad y en tanto tiene que desistir de posibilidades por mor de la elección de otras). Como afirma Heidegger, “escuchar correctamente la llamada equivale entonces a un comprenderse a sí mismo en su poder-ser más propio, es decir, equivale a proyectarse en el más propio y auténtico poder-llegar-a-ser-culpable”37. La comprensión de la conciencia, por lo tanto, implica escucharla de tal manera que el existente sea “obediente a su más propia posibilidad de existencia”38. La más propia posibilidad de la existencia es la posibilidad que condiciona toda posibilidad, esto es, la posibilidad de morir. Vuelto a su propia muerte, entregándose a la potencia dominante de su propia finitud, el existente puede resolverse. La resolución abre la situación para que el existente empuñe su poder-ser, cuya concreción singular solo se vuelve visible en el acto resolutorio mismo.

Podemos apreciar que la vida propia o, más precisamente, la vida que se ha vuelto transparente y se encuentra despierta, ha llegado a sí misma al escuchar su vocación, la cual no cabe rastrearla en el interior del alma o en las cosas mundanas. La voz de la conciencia proviene de la angustiosa inhospitalidad de ser y nada más, que callada obliga a “entrar en el actuar fáctico”39 y a “entrar en la situación”40. De este modo, se afirma la auto-suficiencia de la existencia, no solo para llegar a sí misma sino, además, para resolverse cada vez en la abierta facticidad de las circunstancias.

Ahora bien, libre para su mundo, el existente resuelto puede dejar ser a los otros en su poder-ser más propio, de manera que pueda convertirse en conciencia de los otros41. Esto resulta muy importante puesto que Heidegger señala que la conciencia del existente resuelto puede cumplir la función de la conciencia dormida del otro, de modo que pueda ejercer la tarea de despertarlo de su irresolución42. Esto es tal como Sócrates efectivamente lo hacía ejerciendo su función exhortadora. Sin embargo, la experiencia fundamental por la que es posible una reconducción de la existencia no surge, según los diálogos platónicos, de la callada voz de la conciencia. Veamos ahora en qué sentido funciona la vocación filosófica según Sócrates.

III.2. La aporética instigación de Sócrates

De acuerdo a Heidegger, en el existente mismo se da una llamada que no es voluntaria y cuya callada exhortación le dispone a obedecerla para que empuñe sus propias posibilidades en contra de las posibilidades que uno le proporciona. En este sentido, todo lo que uno diga en relación con esta exhortación no solo resulta insuficiente, sino que puede desencaminar la auto-comprensión del existente. El existente por sí mismo, desde la inhospitalaria angustia, llama a uno mismo hacia sí mismo. En los diálogos platónicos la llamada tampoco es voluntaria, aunque no surge del propio interlocutor. Más bien, el interlocutor es interpelado por otro hablante, en este caso, Sócrates. La llamada es una vocación dialéctica.

Sócrates, en este sentido, sería análogo al existente propio, es decir, quien ha llegado a sí mismo. Sin embargo, a pesar de ser él mismo, Sócrates no se conoce a sí mismo43. Sócrates sabe que no sabe y es en esta ignorancia fundamental donde radica su existencia. Por lo tanto, él no se encuentra angustiado por la nada del mundo, sino que se encuentra asombrado de que los entes sean como son44. Este es el caso aunque, en el fondo, esto no sea más que la pura impotencia de la cual Sócrates da testimonio en el Teeteto para ejercer como partero45 y cuya negatividad no es ninguna insuficiencia, sino precisamente el necesario retraimiento que es más poderoso que cualquier voluntad46.

Sócrates le confiesa a Hipias: “errando me encuentro cada vez en aporía”47. Ahora bien, Sócrates no se aísla atravesado por su estupefacción sino que, como en otra ocasión le advierte a Menón, “encontrándome totalmente en aporía, también en aporía pongo a los demás”48. ¿De qué tipo de aporía se trata? No se trata, como se ha sugerido muchas veces, de una mera perplejidad que incapacita a Sócrates para definir qué es tal virtud. Sócrates se encuentra consciente de esta debilidad lógica pero eso no es un obstáculo para su insistente búsqueda del sentido del es. Sócrates sabe que, en relación con las más acuciantes cuestiones de la vida humana, lo justo, lo bueno, lo bello y todo lo concerniente a la virtud, no es capaz de determinar con exactitud el respectivo ser, ni comunicarlo proposicionalmente, ni muchos menos enseñarlo. Esto es lo que Sócrates reprocha a sus sabios contemporáneos al presentarse como maestros de la virtud. No obstante, Sócrates, en cada diálogo y en cada encuentro, no vacila en comportarse virtuosamente ni duda en ser quien es. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo es que Sócrates, consciente de no poder definir el qué es de la virtud y de no conocerse a sí mismo, sin embargo, sea él mismo sin vacilación ni duda? Sócrates se sustrae a sí mismo, aunque sea siempre y constantemente él mismo. Tal vez en esta paradoja pueda reconocerse el origen de sus frecuentes ironías, a saber, que él se sustrae a sí mismo y de tal modo que provoca perplejidad y suma extrañeza. Así Sócrates se lo manifiesta a Teeteto, cuando afirma que los demás, al desconocer que él ejerce el oficio de partero, lo llaman atopṓtatós49. Las traducciones tradicionales vierten este superlativo como “absurdo” o “extravagante”, pero anulan lo importante. En efecto, Sócrates solo puede parecer absurdo o extravagante a los demás, porque él carece de tópos. Es alguien que, aunque habite en la pólis y cumpla con sus deberes cívicos, se presenta como alguien que no pertenece allí, como el más impertinente y desajustado. Su falta de lugar y pertinencia, su atopía, corresponde tanto a su incapacidad de definir qué es la virtud como a no conocerse a sí mismo. Pero, ¿no será que Sócrates se presenta a los otros así porque precisamente ejemplifica de manera radical el ser mismo del hombre? En la Apología Sócrates afirma: “Es probable, atenienses, que el dios sea en realidad sabio, y que, en este oráculo, diga que la sabiduría del hombre es digna de poco o nada. Y parece que éste habla de Sócrates, se sirve de mi nombre poniéndome como ejemplo [parádeigma], como si dijera ‘Es el más sabio el que, de entre vosotros, hombres, conoce, como Sócrates, que en verdad es digno de nada con respecto a la sabiduría’”50.

Los conciudadanos de Sócrates, aunque creen conocer el es de las cosas humanas, se auto-engañan sobre ello. Además, al pretender conocerse a sí mismos, se ocultan su ignorancia radical: el hecho de no saber de sí mismos. El auto-conocimiento de sus conciudadanos sería, para Sócrates, meramente un auto-enmascaramiento porque, tal como las máscaras usadas en los ritos de Dionisos, no hay nada tras la máscara. Ese pretendido auto-conocimiento se alimenta de las sombras de la caverna y, por lo tanto, vive de la dóxa. Por ello, la experiencia fundamental que Sócrates provoca en los demás mediante su vocación es un violento giro en dirección a la luz de las ideas que, sin embargo, constantemente se retiran de la mirada inquisidora. No obstante, el giro provocado por Sócrates no es más que el primer paso dialéctico que constituye la propia virtud humana. En este sentido, Sócrates exhorta a los demás a poner en cuestión sus opiniones y creencias para llevarlos a sí mismos. Sin embargo, este sí mismo únicamente se puede procurar al dejarse llevar por el lógos del diálogo, de manera que solo mediante el desasimiento de la propia voluntad es posible la auto-transparencia. Paradójicamente, lo que pretende Sócrates al instigar a sus conciudadanos, como si fuese un moscardón, es mostrarles su impotencia fundamental.

En la Apología, Sócrates se presenta de una manera que resulta desconcertante. Se refiere a sí mismo como un enviado del dios de Delfos, quien lo ha puesto en la pólis para despertar a sus conciudadanos51 para interrogarlos, examinarlos y refutarlos. Esto de manera que, si le parece que alguien no ha adquirido la virtud, pero afirma que sí, lo avergonzará, pues “tiene en menos lo digno de más y tiene en mucho lo que es digno de poco”52. Esta constante referencia a la nihilidad humana se encuentra orientada por la sabiduría divina (algo, por cierto, inalcanzable por el hombre). Esta sabiduría divina, sin embargo, no opera como un ideal del conocimiento humano sino, más bien, como su límite insuperable. De ahí que la tarea de Sócrates no consista en que los otros se den cuenta de su propio poder-ser, sino en ponerlos de golpe ante la impotencia del auto-conocimiento. La paradoja es que solo gracias a esta impotencia es posible el cuidado de sí mismo, tal como Sócrates lo ejercita. La impotencia propia de Sócrates, sin embargo, consiste en que él mismo, como ejemplo puesto por el dios, no puede llegar a ser más que un partero, cuya virtud consiste en enseñar a escuchar al logos. Esto significa que lo que Sócrates ejemplifica es un modo de ser en contra de la tendencia de la dóxa que, según el símil de la caverna, obliga a los hombres a perderse en las sombras.

Si bien el símil representa un tránsito que se cumple con la visión del Bien, no debemos olvidar que este tránsito lo realiza quien tiene la tarea de gobernar la bella ciudad como un proyecto contextualizado por la insistencia de Glaucón y Adimanto para defender la vida del hombre justo frente a la extrema injusticia53. El símil, por lo tanto, debe representar ese objetivo extremo. De ahí que el tránsito lo lleve a cabo, en último término, el eventual rey-filósofo, pero no Sócrates, el filósofo de Atenas. Sócrates solo representa a quien, en primer lugar, saca de manera violenta a quien presumiblemente llegará a avistar el Bien. Sócrates permanece en la caverna con los demás, aunque no forme parte de los prisioneros, ni de quienes proyectan las sombras. Sócrates, por lo tanto, es la voz que se encuentra detrás de los prisioneros, como si fuera la conciencia de ellos.

Tal como los prisioneros de la caverna, los interlocutores de Sócrates se comprenden a sí mismos al identificarse con las sombras. Hipias es sofista, es decir, se conoce a sí mismo como tal. Eutifrón es adivino, Laques es un estratega, etcétera. Ellos se conocen a sí mismos mediante lo que hacen. Mediante lo que hacen, a su vez, conocen qué es la valentía, qué es la piedad, qué es la belleza. Hablan de las cosas mediante las sombras y mediante las sombras se conocen a sí mismos. La instigación de Sócrates está motivada por el desenmascaramiento de este supuesto saber y auto-conocimiento que tienen sus conciudadanos. No para que puedan efectivamente poseer un conocimiento de sí y de las cosas, sino para ejercer el auténtico conocimiento humano (un conocimiento que, paradójicamente, se alimenta de su impotencia). Esto significa que, en vez de pretender dominar la palabra para persuadir a los demás y beneficiarse, tal como los oradores y sofistas lo hacen, la impotencia fundamental del hombre radica en dejarse conducir por el lógos y suprimir toda opinión y creencia envuelta por las sombras54. De ahí que el poder de Sócrates para dejar a los otros descubrir lo que ya saben radique en su propia impotencia de auto-conocerse, en su auto-retraimiento por el cual deja ser a los otros y a sí mismo mediante el insistente cuestionamiento que solo el lógos puede dirigir.

La confusión, el desconcierto y la perplejidad en la que muchos de los interlocutores caen en los diálogos es la condición de posibilidad para que se revele la atopía propia de la vida humana encarnada ejemplarmente por Sócrates. De esta manera abre la situación para reconocer que el único conocimiento posible del hombre radica en desposeerse y dejarse conducir por el lógos. Sócrates, al sustraerse a sí mismo, deja que el v hable a través (diá). Como señala él mismo, no hay otro bien mayor que el diálogo sobre la virtud. El empoderamiento voluntarioso según el cual cada uno quiere decir lo que le parece no es más que el sometimiento a las sombras de la caverna. La impotencia a la que Sócrates conduce es a la de escuchar el lógos, a dejarse llevar por los argumentos que, durante las idas y venidas, conducen a trascender la dóxa y, en suma, al reconocimiento de sí mismo en su desasimiento. Es este desasimiento, por lo tanto, el propio cuidado de sí mismo.

IV. Ponderación final

Como se ha podido ver, para ambos filósofos la vocación cumple una función fundamental, a saber, suscitar un contramovimiento en la vida humana, desde una condición de auto-engaño o ensombrecimiento, a una situación por la que es posible su auto-transparencia. En el caso de Heidegger, este contramovimiento es provocado por la angustiante voz de la conciencia que llama al existente en su caída a restituirse a sí mismo a partir del factum de ser vuelto a su propia muerte. El existente, interpelado y singularizado por la angustia, es capaz de empuñar su propio ser y resolverse bajo la potencia dominante de su propia finitud. De acuerdo a los diálogos platónicos, Sócrates es quien llama al otro a salir de su estado ensombrecido y, conduciéndolo a la aporía, lo instiga a suprimir sus opiniones para dejarse conducir por el lógos mediante el ejercicio de la dialéctica como el mayor bien del hombre.

¿Cuáles son las implicaciones de estos dos modos de comprender la vocación filosófica? Ya se había señalado al principio, pero solo ahora parece adquirir mayor claridad. La filosofía para Heidegger, al menos la que se trasluce en Ser y tiempo, es una suerte de pre-cuidado que señala la estructura ontológica de la existencia y su posibilidad de auto-transparencia, pero no ejecuta esta misma, pues la ejecución comprensiva de sí mismo la lleva a cabo el propio existente al experimentar la angustiosa vocación de la conciencia y, en suma, al resolverse, al margen de que en cada caso se sepa o no sobre esta estructura ontológica. Cada existente es autosuficiente al apropiarse y todo diálogo o discurso externo a su propia experiencia resulta intrusivo, por lo que el propio existente solo puede confiar en la callada exhortación de su conciencia. Es cierto que Heidegger enfatiza con razón que la existencia no se substrae a la realidad, sino que descubre por vez primera lo fácticamente posible en el uno. Esto, sin embargo, no contradice la autosuficiente apropiación de todo poder-ser.

En contraste con esta autosuficiencia por la que el existente puede desconectarse del uno para volver a sí mismo y proyectarse a sí mismo, el diálogo platónico enseña que la desconexión con la dóxa no conlleva un estado de excepción, sino una conexión con otro círculo, en el que ya no dominan las sombras, sino la synousía del diálogo. El compromiso dialógico no implica desconocer la intransferible responsabilidad de regresar a sí mismo, pues responder a la vocación socrática radica únicamente en el interlocutor. Sin embargo, este de ningún modo es autosuficiente para progresar por sí mismo, sino que precisa del otro. En la medida que la apropiación de sí mismo se ejecuta mediante la dialéctica del diálogo, los interlocutores se encuentran sometidos al poder mismo del lógos que les obliga a exhibirse a sí mismos. No hay en este sentido una diferencia entre filosofía y vida pues la vida misma se ejecuta filosóficamente al dialogar, ni tampoco hay autosuficiencia, sino que tal como uno no puede cuidarse a sí mismo sin el otro, así resulta necesario el otro para aprender por sí mismo.

Para Heidegger, la apropiación de la existencia conlleva empuñar el propio poder-ser a partir de la auto-suficiente escucha de la propia conciencia. Esta idea de la autoafirmación de la existencia, contra la intención de Heidegger, ha derivado en una reafirmación de la subjetividad humana y, en último término, en la incondicionalidad de la voluntad de poder para la cual todo debe someterse al propio derecho. Para Sócrates, en cambio, la auto-transparencia mediante el diálogo conlleva el reconocimiento de la impotencia fundamental de la vida humana, que obliga a desposeerse para dejarse llevar por el lógos. Es cierto que, tras su denominado giro, el pensamiento de Heidegger desembocó en la profunda experiencia del desasimiento, por lo que se podría hablar en este sentido de una aproximación entre el temple socrático y su propia manera de pensar. Lo importante, sin embargo, es que Heidegger nunca desistió de considerar el filosofar de manera individualista y anti-dialéctica, lo cual conllevó una idea de la filosofía que permaneció bajo la estela nietzscheana del filósofo solitario. De ahí que su filosofar se haya vuelto cada vez más oracular.

El filosofar dialéctico de Sócrates, que implica una experiencia por la que los interlocutores se auxilian mutuamente en la búsqueda de la virtud a través de la obediencia al lógos, exhorta a una auto-sustracción que anula todo voluntarismo. De ahí que este tipo de filosofar no sea democrático, sino, más bien, logocrático, pues no se trata de exaltar las opiniones individuales, sino de destruirlas. La vocación dialéctica socrática se presenta lejos de toda vocación interna, de toda conciencia individual y de toda voluntad de poder. En este sentido, contrasta con la actual supremacía de la opinión y la dulcificada pretensión del diálogo que busca acuerdos, pues para Sócrates todo acuerdo filosófico implica someterse a la obediencia al lógos, lo que conlleva la confrontación, el duro enfrentamiento de las partes y no pocas veces el castigo de la refutación.

Agradecimientos

Este trabajo se ha realizado dentro del proyecto I+D “Dinámicas del cuidado y lo inquietante. Figuras de lo inquietante en el debate fenomenológico contemporáneo y las posibilidades de una orientación filosófica. Configuración teórica y metodológica” (FFI12017/83770-P), financiado por el Ministerio de Innovación, Ciencias y Universidades del Reino de España

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1Platón, República, 518d. Las traducciones de los diálogos platónicos (en algunos casos con alguna modificación) corresponden a Platón, Diálogos I, Madrid: Gredos, 2011. Para el texto griego cotejo la versión de Burnet, J., Platonis Opera, Oxford: Typographeo Clarendoniano, 5 vv., 1900-1907.

2Parece necesario señalar que, si bien los Diálogos son la manera como Platón lleva a cabo su filosofía -lo que significa que en la elaboración de los mismos se encuentra implicada una teleología muy refinada, llena de simbolismos y artificios retóricos-, él intenta una reproducción del ejercicio vivo de Sócrates y una imitación literaria de la ejecución misma del filosofar.

3Cf. Heidegger, M., Ontología. Hermenéutica de la facticidad, Madrid: Alianza Editorial, 2000, p. 37.

4En efecto, es necesario reconocer que el fenomenólogo hermeneuta pueda vivir conforme a los dictados del uno y que, además, quien viva propiamente no precise de ninguna analítica existencial. Cf. Vigo, A., Arqueología y aleteología y otros estudios heideggerianos, Buenos Aires: Biblos, 2008, pp. 281-282.

5Mediante la referencia al filosofar de Sócrates se hace mención al modo como Platón lleva a cabo su filosofía mediante un personaje que ciertamente se reconoce como histórico pero que, pese a los intentos de distinguirlo de Platón, ya no parece posible separarlo. Sin embargo, esto no implica necesariamente que Sócrates sea el portavoz de Platón debido a que, aparte de Sócrates, hay otros personajes que resultan protagonistas en otros diálogos. Para mayor abundamiento acerca del anonimato de Platón, cf. Press, G. (ed.), Who Speaks for Plato? Studies in Platonic Anonymity, Lanham: Rowman and Littlefield, 2000.

6En el presente artículo se entiende por “vocación” la exhortación provocada por otro, ya sea por Sócrates en tanto instigador dialéctico o por la conciencia de sí mismo que opera como distinta al interpelado.

7Adrián Escudero, J., “Ser y tiempo y la tradición del cuidado de sí”, en: Convivium, 26 (2013), pp. 93-108. La interpretación de la filosofía de Heidegger como un cuidado de sí no resultaría, en principio, injustificada, no solo debido a que el cuidado se determina en Ser y tiempo como el ser mismo de la existencia, sino porque cierta psiquiatría ha sacado provecho de los análisis contenidos en esta obra para su práctica terapéutica. El asunto, sin embargo, no es el rol del cuidado dentro de la comprensión de la existencia en Heidegger, sino si su ejercicio filosófico puede comprenderse como un cuidado de sí.

8Con “filosofía práctica” me refiero a un ejercicio que tiene dos rasgos característicos, a saber, el esclarecimiento de los conceptos éticos y la elaboración de una orientación respecto al obrar. Según esta comprensión, la filosofía práctica tendría un fin preponderantemente normativo. Respecto al problema de la interpretación del ejercicio de Heidegger como filosofía práctica, cf. Rossi, L.A., “Ser y tiempo y la filosofía práctica: la paradoja de un ‘antiindividualismo singularizador’”, en: Araucaria, v. III, 6 (2001), pp. 35-59; Villarroel, R., “Heidegger y la filosofía práctica. Ser y tiempo como un palimpsesto”, en: Revista de Filosofía, v. LXII (2006), pp. 81-99.

9Xolocotzi, J., Una crónica de Ser y tiempo de Martin Heidegger. México D.F.: Itaca, 2011, pp. 70-71.

10Ibid., p. 72.

11Cabe precisar que la tarea del esclarecimiento ontológico de la existencia se encuentra impulsado por la cuestión del ser, puesto que “la pregunta por el ser es el aguijón de toda investigación científica” (Heidegger, M., Ser y tiempo, Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 2017, p. 79).

12Sobre la crítica de Heidegger a la actitud teorética, cf. Heidegger, M., Zur Bestimmung der Philosophie, GA LVI/LVII. Fráncfort del Meno: Vittorio Klostermann, 1987, p. 84ss.

13Ibid., p. 109.

14Respecto al método de Heidegger en contraste con el de Husserl, cf. Rodríguez, R., “Reflexión y evidencia. Aspectos de la transformación hermenéutica de la fenomenología en la obra de Heidegger”, en: Anales del Seminario de la Historia de la Filosofía, v. XIII (1996), pp. 57-74.

15Heidegger, M., Ontología. Hermenéutica de la facticidad, p. 33.

16Esto debe comprenderse correctamente pues la labor de la fenomenología hermenéutica no tiene como objetivo, como señala Ramón Rodríguez, “llamarnos a los sujetos reales a la tarea inevitable de asumir la propia vida, llevándola a cabo en la concreta situación en la que nos ha tocado existir. Esta apelación, por mucho que pueda derivarse del tenor general de la hermenéutica de la facticidad (o de la analítica existencial posterior), no es lo que la hace surgir como filosofía. La tarea de hacerse cargo de la propia vida es algo que va de soi, que es absolutamente anterior a todo planteamiento filosófico y que no surge de las incitaciones de la filosofía: la vida de cada cual no necesita de filosofías ni fenomenologías para su realización concreta. El problema filosófico no es la vida fáctica que cada uno ejerce, sino la fenomenología de la vida fáctica, es decir, la labor reflexiva que muestra el carácter principal de la vida fáctica y que comprende el arduo problema metódico de sacarlo a la luz” (Rodríguez, R., “La indicación formal y su uso en Ser y tiempo”, en: De Lara, F. (ed.), Entre fenomenología y hermenéutica. Franco Volpi in memoriam, Madrid: Plaza y Valdés, 2011, p. 73).

17Cf., Aristóteles, Ética Nicomáquea, 1177a10ss.

18Esto equivale a decir que Heidegger afirma la preponderancia de la sophía por sobre la phrónēsis, lo cual no implica, sin embargo, desestimar su constante crítica a la hegemonía teórica de la filosofía de su tiempo ni negar la importancia que Heidegger le concede a la phrónēsis. Como señala acertadamente Walter Brogan, el énfasis que Heidegger pone en la phrónēsis tiene solo un carácter “preparatorio” debido a que a él no le interesa tanto destacar los rasgos phronéticos de la existencia humana, sino ontologizar la phrónēsis y anular todo contenido ético con el fin de plantear la pregunta por el ser en general (Brogan, W., “A Response to Robert Bernasconi’s ‘Heidegger’s Destruction of Phronesis’”, en: Southern Journal of Philosophy, v. XXVIII (1989), p. 152). Considérese, por ejemplo, la lectura e interpretación que Heidegger realiza de la Ética a Nicómaco en sus cursos universitarios Grundbegriffe der aristotelischen Philosophie y Sophistes. A su vez, consúltese el comentario de Francisco J. González al respecto, en González, F. J., Plato and Heidegger. A Question of Dialogue, Pensilvania: The Pennsylvania University Press, 2009, pp. 128-156 y en González, F. J., “On the Way to Sophia: Heidegger on Plato’s Dialectic, Ethics, and Sophist”, en: Research in Phenomenology, v. XXVII (1997), p. 35ss.

19Este carácter diferido de la hermenéutica de la facticidad no significa, sin embargo, que aquí se comprenda este ejercicio como una mera reconstrucción fenomenológica de lo vivido, como si Heidegger remozara una cierta actitud teorética que él mismo había criticado. Que la hermenéutica se retrase significa, fundamentalmente, que Heidegger, a pesar de que intente reducir al mínimo la diferencia entre la descripción y lo vivido, solo puede hacerlo mediante una repetición indicativa para sí mismo o para otro (ya sea por vía de la docencia o por vía del tratado, la conferencia o el ensayo monológico). De ahí que la diferencia fundamental con Sócrates resida en la insuficiente comprensión de Heidegger del rendimiento dialéctico del filosofar y, por ende, de la posibilidad de reiterar el vivir mediante la confrontación ética con otro, de manera que la filosofía no re-viva el vivir, sino que co-ejecute el vivir filosóficamente.

20Posteriormente Heidegger, de manera un tanto oracular, afirmará: “El pensar trabaja en la construcción de la casa del ser que, como conjunción del ser, conjuga destinalmente la esencia del hombre en su morar en la verdad del ser” (Heidegger, M., “Carta sobre el Humanismo”, en: Hitos, Madrid: Alianza Editorial, 2000, p. 292).

21No se trata aquí de valorar la calidad moral de Heidegger sino, más bien, de señalar que la claridad fenomenológica respecto a la vida fáctica de ningún modo conlleva la claridad en la ejecución de la vida, lo que en términos tradicionales podría entenderse como la brecha entre teoría y praxis. Quienes reprocharon moralmente a Heidegger, evidentemente le exigieron que pidiese perdón. Pero dicho en términos estrictamente prudenciales, la comprensión de su ceguera se encuentra acaso en la razón que Heidegger, en una carta de 1950, le confiesa a Jaspers por no haberlo visitado desde 1933. No fue porque en su casa viviese una mujer judía, sino “sencillamente porque me avergonzaba” (Biemel, W. y H. Saner (eds.), Martin Heidegger/Karl Jaspers. Correspondencia (1929-1963), Madrid: Síntesis, 2003, p. 158). Jaspers, con agudeza, le responde: “Me perdonará si le digo que algunas veces pensaba que usted parecía comportarse frente al fenómeno nacionalsocialista como un niño que sueña, que no sabe lo que hace, que se deja empujar y se aventura, como alguien ciego y sin memoria, en un emprendimiento que le parece otra cosa de lo que en realidad es, y poco después está perplejo ante un montón de escombros” (ibid., pp. 159-160). Heidegger, en la subsiguiente carta, reconoce la descripción que Jaspers hace de él, aunque, curiosamente, insiste en que, pese a todo lo ocurrido, “se esconde un advenimiento” (ibid., p. 163).

22Por supuesto, no se pretende afirmar que Heidegger despreciara el mundo como si fuese un valle de lágrimas y que, a diferencia de él, Sócrates haya sido un filósofo mundano. Sócrates juzga a la vida filosófica como la más propia manera de vivir y, en ese sentido, pudo tomar distancia de sus conciudadanos al considerar que ellos solo se encontraban movidos por sus negocios públicos, en vez de cuidar de sí mismos. Asimismo, Heidegger se despreocupó de las cosas mundanas para concentrarse en su vida investigadora. Cf. Heidegger, M., ¡Alma mía! Cartas a su mujer Elfride (1915-1970), Buenos Aires: Manantial, 2008, p. 139. No obstante, así como para Heidegger el mundo era constitutivo al existir y, por ello, digno de considerarse filosóficamente, para Sócrates la pólis misma era concomitante al propio cuidado (Platón, Apología, 36c). La diferencia, sin embargo, es que Sócrates filosofaba en medio de las cosas mundanas, mientras que para Heidegger la filosofía solo era posible, en palabras de Nietzsche, “a seis mil pies sobre el nivel del mar y mucho más alto aún sobre todas las cosas humanas” (Correspondencia. Friedrich Nietzsche, v. IV, enero 1880-diciembre 1884, Madrid: Trotta, 2012, p. 410).

23Resulta notable que, tempranamente, Heidegger haya comprendido esta vocación vivenciada religiosamente. Así confiesa en una carta: “Creo que tengo la vocación interna de la filosofía y, a través de mi investigación y mi enseñanza, hacer lo que está en mi poder por el bien de la vocación eterna en el hombre interior, y así justificar mi existencia y trabajar en última instancia ante Dios” (Casper, B., “Martin Heidegger und die theologische Fakultät Freiburg 1909-1923”, en: Bäumer, R. y otros (eds.), Kirche am Oberrhein: Beiträge zur Geschichte der Bistümer Konstanz und Freiburg, Friburgo: Herder, 1980, p. 541).

24Heidegger, M., Ser y tiempo, p. 342.

25Si bien hay algunos diálogos en los que se podrían encontrar rasgos propositivos, como Gorgias o Filebo, e incluso dogmáticos, como la República o Fedón, una lectura atenta debería moderar tal impresión, debido a que cada diálogo debe interpretarse de acuerdo a su contexto y situación. En este sentido, cabe advertir que estos rasgos propositivos se deben comprender dentro del marco de ciertas estrategias retóricas, ya sea con fines terapéuticos, admonitorios o irónicos. Más adelante se precisará que, si Sócrates, en último término, propone, no lo hace según su opinión, sino de acuerdo al lógos.

26Resulta notable, en este sentido, que Heidegger, recluido en la soledad de su cabaña, pudiese encontrar en la naturaleza precisamente esa enseñanza que solo a Sócrates podía proporcionársela sus conciudadanos. En una carta de agosto de 1932, Heidegger le escribe a Rudolf Bultmann lo siguiente: “pero aquí arriba hay soledad real, auténtico aire y suelo para mi trabajo; como si las cosas y las preguntas yacieran ocultas entre los bosques, los valles y las amplias praderas, todo salta ante mí tan pronto estoy aquí arriba. Los pensamientos se enlazan simplemente de manera nueva con instantes anteriores de reflexión y de trabajo; hay aquí un temple de ánimo unitario que me da una gran seguridad” (Gromann, A. y C. Landmesser (eds.), Rudolf Bultmann/Martin Heidegger. Briefwechsel 1925-1975, Tubinga: Vittorio Klostermann, 2009, pp. 179-180. La traducción es mía). Cf. Heidegger, M., “Schöpferische Landschaft: Warum bleiben wir in der Provinz?”, en: Aus der Erfahrung des Denkens, GA XIII, Fráncfort del Meno: Vittorio Klostermann, 1983, pp. 9-13. En cambio, Sócrates le dice a Fedro, quien lo había arrastrado fuera de los muros de la ciudad mediante una añagaza filológica: “No me lo tomes a mal, buen amigo. Me gusta aprender. Y el caso es que los campos y los árboles no quieren enseñarme nada; pero sí, en cambio, los hombres de la ciudad” (Platón, Fedro, 230d).

27Cabe señalar, sin embargo, que esta sinceridad (parrhēsía) solo resulta vinculante hasta cierto grado, no solo porque pueda redundar en descaro y desvergüenza (como en el caso de Calicles en el Gorgias), sino porque Sócrates apunta, en último término, a que el interlocutor sea capaz de dejar hablar al lógos mismo que conduce el diálogo. Sobre esto, véase más adelante.

28La tematización dialógica obliga a suprimir toda distancia con el asunto, en la medida que quien responde está entregado a la situación de definir el es de lo que se pregunta a partir de su inmediato parecer. Pero a su vez toma distancia de ello, en tanto es necesario atender precisamente las distorsiones que cabe advertir tras dar este parecer.

29Cabe precisar en este punto que otros diálogos platónicos no están propiamente enfocados en este sentido, como por ejemplo Filebo, Timeo, Sofista y otros diálogos de corte más ontológico, dado que el sentido de cada diálogo debe comprenderse en relación con el tipo de interlocutor con quien Sócrates habla. De ahí que el interés y el alcance de cada diálogo dependa del contexto, la situación y de quienes participan. En este sentido, el presente artículo toma en consideración exclusivamente los denominados diálogos aporéticos, puesto que es en las situaciones que allí se describen donde se trasluce con mayor énfasis la experiencia filosófica.

30Heidegger utiliza el término diahermenéutica precisamente para destacar el rol crítico de la dialéctica en su proyecto filosófico. Cf. Heidegger, M., Grundprobleme der Phänomenologie, GA LVIII, Fráncfort del Meno: Vittorio Klostermann, 1993, pp. 262-263). Sin embargo, Heidegger finalmente desechará esta denominación por la incompatibilidad que él encuentra entre hermenéutica y dialéctica. Por otro lado, no se debe confundir el valor de la dialéctica para Sócrates con una suerte de reivindicación democrática del diálogo socrático. En efecto, si bien durante el diálogo se expresan libremente las opiniones de los interlocutores (lo cual supone un régimen democrático que permita el ejercicio filosófico), no por ello todas tienen el mismo rango, sentido y alcance.

31Heidegger, M., Phänomenologie des Religiösen Lebens, GA LX, Fráncfort del Meno: Vittorio Klostermann, 1995, pp. 4-5.

32Que la filosofía sea para Heidegger un ejercicio singular no implica, por otro lado, que él haya incurrido en aquello que precisamente fue siempre el blanco de su crítica, a saber, la hegemonía de la concepción subjetivista de la existencia. La singularización a la que conduce la experiencia filosófica y su realización no niegan de ningún modo la relación con el otro. Según Gustavo Cataldo, la actitud relativa a la muerte de cada existente precisamente propiciaría dejar libre al otro y, por lo tanto, comprenderlo en su propio ser (Cataldo, G., “Muerte y alteridad existencial en Martin Heidegger”, en: Eikasia, 80 (2018), pp. 199-217).

33De ahí que la hermenéutica que ejercita Heidegger tampoco se aproxime al tipo de ascesis estoica o epicúrea, la cual funciona con base en ciertas reglas y principios normativos amparados, además, en el consejo terapéutico de un amigo o maestro.

34Heidegger, M., “Anotaciones a la Psicología de las visiones de mundo de Karl Jaspers”, en: Hitos, Madrid: Alianza Editorial, 2000, p. 36.

35Heidegger, M., Ser y tiempo, p. 213.

36Ibid., p. 296. Traducción modificada ligeramente.

37Ibid., p. 308.

38Ibid., p. 308.

39Ibid., p. 314.

40Ibid., p. 320.

41Ibid., p. 318.

42Así cabe entender aquella anécdota que Heidegger relata y según la cual, ante su indecisión relativa a la propuesta de la Universidad de Berlín, la callada mirada de un amigo pudo conducirlo a determinarse. Cf. Heidegger, M., Aus der Erfahrung des Denkens, GA XIII, Fráncfort del Meno: Vittorio Klostermann,1983, pp. 12-13.

43Platón, Fedro, 229e. Esto significaría, en términos de Heidegger, que Sócrates precisamente se comprendería a sí mismo al ejecutar su propio ser y no al intentar conocerse teóricamente. Pero este frustrado auto-conocimiento de Sócrates no provendría de su incapacidad de definir proposicionalmente qué sea él mismo. Más bien, pese a que es y, por cierto, es de manera virtuosa, Sócrates no es accesible para sí mismo en la medida que, según sus palabras, al pensar en sí mismo vacila entre ser “una fiera más enrevesada y más hinchada que Tifón, o bien una criatura suave y sencilla que, conforme su naturaleza, participa de divino y límpido destino” (ibid., 230a). El sentido de estas palabras, sin embargo, no corresponde analizarlo aquí.

44Este asombro filosófico no radica tanto en que lo ente sea, sino en que lo es atravesado por la aporía. Cf. Platón, Teeteto, 155c y 162c-d.

45Platón, Teeteto, 149a y ss.

46Cf. Ewegen, S.M., The Way of the Platonic Socrates, Bloomington: Indiana University Press, 2020.

47Platón, Hipias mayor, 304c.

48Platón, Menón, 80c. Traducción modificada.

49Platón, Teeteto, 149a

50Platón, Apología, 23a-b.

51Ibid., 30e.

52Ibid., 29e-30a.

53Platón, República, 358e-368c.

54Son notables los casos cuando Sócrates pone de relieve esta necesidad de la escucha y esta atención al lógos. Así, por ejemplo, al emprender la tarea de saber si es o no justo salir de prisión de modo furtivo y sin el consentimiento de los atenienses, Sócrates le señala a Critón que es el propio lógos el que debe tomar y exigir el camino de tal análisis (Platón, Critón, 48c7). Asimismo, Sócrates le indica a Fedro que, en contraste con los técnicos sobre discursos, es necesario atender a lo que el lógos dice (Platón, Fedro, 274a4). Finalmente, en la República, Sócrates le advierte a Glaucón y a Adimanto que “si hemos de ser felices, tenemos que seguir a donde nos lleven las huellas de los argumentos” (Platón, República, 365d2). Todas estas indicaciones remiten así a la capacidad de ser obediente a lo que, por sí mismo, se muestra a través del dar y recibir del lógos. Para mayor abundamiento sobre esto, cf. Carey, J., “Socrates’ Exhortation to Follow the logos”, en: Diduch, P. y M. Harding (eds.), Socrates in the Cave. On the Philosopher’s Motive in Plato, Cham: Palgrave Macmillan, 2019, pp. 107-139.

Recibido: 27 de Septiembre de 2021; Aprobado: 19 de Julio de 2022

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