SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.34 número2Marx y los fundamentos crítico-filosóficos de la esfera públicaLa estética de Kant y el problema del juicio estético en la música índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

  • No hay articulos citadosCitado por SciELO

Links relacionados

  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Areté

versión impresa ISSN 1016-913X

arete vol.34 no.2 Lima jul./dic. 2022  Epub 22-Dic-2022

http://dx.doi.org/10.18800/arete.202202.006 

Artículos

La alétheia de los gatos. Balthus, Rilke y el problema de lo “Abierto”

The alētheia of Cats. Balthus, Rilke and the Problem of the ‘Open’

María del Carmen Molina Barea1 
http://orcid.org/0000-0003-0533-0140

1Universidad de Córdoba - España, l52mobam@uco.es

Resumen:

Este artículo toma como punto de partida la colaboración artística entre Rainer Maria Rilke y Balthazar Klossowski -Balthus- que vio la luz en la publicación del libro titulado Mitsou. Historia de un gato, con ilustraciones del joven pintor y prólogo del poeta. Este caso de estudio sirve como hilo conductor de un análisis de mayor calado sobre el problema de lo “Abierto”, concepto de orden nouménico que Rilke acuña en su intercambio creativo con Balthus, y que fue motivo concreto de reflexión por parte de Martin Heidegger. El presente trabajo pretende abordar las implicaciones de afinidad y enfrentamiento entre Rilke y Heidegger, y profundizar en la figura del gato como imagen metafórica de la animalidad presente en el develamiento que acontece en el Da-sein. Para ello será necesario considerar aportaciones teóricas clave de Ortega y Gasset y Schopenhauer, así como posturas críticas de Giorgio Agamben y Jacques Derrida, específicamente relevantes en este debate, que se inclinan hacia una ontología animal de la alétheia.

Palabras clave: Rilke; Balthus; alétheia; lo Abierto; animales

Abstract:

This paper takes as a starting point the artistic collaboration between Rainer Maria Rilke and Balthazar Klossowski -Balthus-, which took the form of a book entitled Mitsou. Story of a Cat, illustrated by the young painter and foreworded by the poet. This case study serves as a guiding thread running through a deep analysis of the problem of the “Open”, a noumenic concept coined by Rilke in his creative exchange with Balthus. This concept was specifically discussed by Martin Heidegger. Thus, the present paper attempts to address the implications of affinity and confrontation between Rilke and Heidegger and to explore the metaphorical figure of the cat as the expression of certain animality within the unveiling that takes place in the Da-sein. For this purpose, it will also be necessary to explore theoretical key approaches taken from Ortega y Gasset and Schopenhauer, as well as critical positions particularly relevant in this field defended by Giorgio Agamben and Jacques Derrida, which tend towards an animalistic ontology of alētheia.

Keywords: Rilke; Balthus; alētheia; the Open; animals

1. Los gatos conocen lo “Abierto”

¿Ha vivido alguna vez el hombre en el tiempo de los gatos? Lo dudo” .

Mitsou. Historia de un gato fue publicado en 1921. El texto es fruto de la colaboración entre Rainer Maria Rilke y un joven Balthazar Klossowski, Balthus, de doce años. El poeta se había convertido en una figura muy próxima y querida para el pintor desde que comenzase una relación sentimental con la madre de este tras la separación del matrimonio Klossowski. El buen entendimiento del adolescente Balthus con su padre putativo marcó prontamente su predisposición al arte. Rilke detectó el potencial del joven y con entusiasmo se dedicó a despertar en él una exquisita inclinación estética. Así, Balthus halló en Rilke una referencia inspiradora, cuya “mirada de niño” y “refinada transparencia poética” tanto habrían de influir en su temprana vocación. El inicio de esta relación intra-artística se remonta a una serie de dibujos hechos por Balthus que narran una dramática experiencia extraída de su niñez (aunque a veces Balthus dijo también que eran ilustraciones para un cuento oriental). Los dibujos en cuestión relatan en cuarenta viñetas la historia de cómo Balthus encontró un gatito y lo acogió en su casa. Básicamente, los dibujos plantean escenas cotidianas de convivencia: el niño juega con el gato, lo atiende, lo cuida... Pero un día, aprovechando que todos estaban distraídos con la celebración de Navidad, el travieso felino desapareció. Ya se había escapado otras veces, pero Balthus siempre lo recuperaba. En esta ocasión no fue así. El último dibujo transmite la pena del niño, que llora desconsolado por el gato perdido. El conjunto de ilustraciones fascinó a Rilke, quien con vivo interés promovió su publicación como un librito que él mismo acompañó con un prefacio. De tal modo estas estampas fueron, según Balthus, su verdadero ingreso en la pintura de la mano de su padrino artístico.

El rol del gatito huido, las escenas cotidianas con el niño Balthus y el llanto final ante la irremediable pérdida sirven a Rilke en el referido prólogo para cuestionarse por la ausencia y la pertenencia y, sobre todo, por ese orden misterioso de la realidad en el que parecen vivir los gatos, cuyos avispados ojos vislumbran un plano más profundo que alcanzan allí donde la mirada humana es incapaz de llegar. Rilke caracteriza una sensación palpable de separación y abismal desligamiento entre gatos y personas, a pesar de la íntima convivencia doméstica. Sostiene que, al margen del cariño entre dueños y mascotas, existe un espacio liminal donde la vivencia conjunta se hace imposible, pues en último extremo persiste la impresión de que no compartimos completamente la misma esfera de existencia. Los gatos no abandonan del todo su aura de autonomía, lejanía y extrañamiento. Habitan un mundo que resulta exclusivamente gatuno al cual se retiran en el instante menos esperado sin justificación aparente. Por ejemplo, Rilke describe una situación de complicidad con nuestro gato doméstico, al que acariciamos tendido en nuestro regazo y que, de repente, en un brinco, salta de su cómodo asiento y sin miramientos se marcha a dar cuenta de su individualidad. La realidad en la que viven los gatos está vetada a los humanos y, aunque en ocasiones nos ceden el privilegio de admitirnos en su mundo, sabemos que es por breve tiempo. Así, dice el poeta que nos sentimos “retenidos delante de la frontera de aquel mundo que es solo gatuno y que exclusivamente los gatos pueden habitar, rodeados de circunstancias que ninguno de nosotros acertaría a adivinar” .

En consecuencia, se pregunta Rilke en el prólogo de la historia de Mitsou: “quién conoce a los gatos. Vosotros, por ejemplo, ¿podríais decir sin más que los conocéis? Admitiré que su existencia nunca fue para mí más que una arriesgada hipótesis” . Se antoja complicado, en efecto, afirmar que los conocemos plenamente, pues desde el fondo de sus pupilas cristalinas asoma un ángulo ciego, que se mantiene en la penumbra y rehúye manifestarse en su integridad. Los gatos nunca se entregan totalmente, se reservan la cara más íntima de su ser. Habitan, pues, una realidad que a los humanos no nos está permitida conocer de forma directa. Ellos, en cambio, pasan de un mundo a otro con facilidad pasmosa, saltando de aquel que comparten con nosotros al suyo propio. Los gatos están así a medio camino. Se perfilan como habitantes del tránsito, como nómadas que frecuentan el umbral. De manera parecida, se cuestiona Rilke en la Cuarta Elegía: “¿Quién puede mostrar a un niño tal cuál es? ¿Quién lo coloca en el firmamento y pone en su mano la medida de la distancia?” . También es complejo conocer el mundo de los niños. Es como si se ubicasen en otro régimen existencial, maravilloso y acotado, imposible de aprehender por la mirada adulta. Al igual que los gatos, los niños guardan el misterio de lo oculto. Así, la mirada del gato marca una ruptura con el orden cotidiano de lo real y emparenta con la mirada de los niños y, por extensión, con la de los artistas. Miradas que Rilke encuentra conjugadas en la sensibilidad de Balthus, razón de que lo elogie en Cartas a un joven pintor. Asimismo, en Cartas del vivir, que Rilke dirige a su futuro cuñado Helmut Westhoff -artista de la comunidad de Worspwede- cuando este rondaba los diez años, ensalza la idea de que los artistas deben permanecer como niños, pues poseen la capacidad de captar la belleza esencial del mundo.

Dicho esto, la comprensión de la realidad existencial que se erige frente a los ojos del niño se nos escapa, al igual que el inquieto Mitsou, que se fugaba continuamente como un juguete que Balthus se resistía a perder. De ahí que el pintor se refiriese a su historia con el gatito como “una pequeña epopeya de adopción y desaparición”. En sus palabras: “Mitsou era muy rebelde y se escapaba a las primeras de cambio. Pero su última huida fue definitiva: nunca volví a verle. De modo que pintar la historia de Mitsou era un modo de eternizar esa amistad, un modo de conservar un momento” . En esta disposición de Balthus se ha visto la huella de la teoría de Freud sobre el juego infantil fort-da, protagonizado por un niño que arroja su juguete, el cual recupera al instante tirando del cordel que lo ata. Un juego que así sublima la combinación Eros-Thánatos para resolver la angustia de la pérdida. A decir verdad, no sería extraño localizar aspectos de esta dinámica en el joven Balthus. Él mismo cuenta en sus memorias que al poco tiempo de la desaparición de Mitsou tomó prestado un Buda que Rilke le había regalado a su madre, con el propósito de dibujarlo, pero que después no quería devolver: “lo apretaba contra mí, decía mi madre Baladine, como si fuera un gato, por miedo a que me lo quitaran…” . No en vano algo edípico latía en ese triángulo relacional. Por una parte, Balthus siempre apreció a Rilke y hasta el final de su vida reconoció lo mucho que el poeta se había preocupado por su formación. A pesar de haber aceptado su guía y consejos, Balthus añoraba a su padre y a veces sentía hostilidad hacia Rilke y resentimiento hacia su madre . En todo caso, la figura del poeta es piedra angular en el desarrollo artístico de Balthus ya que fue él quien puso al pintor en la senda de lo Abierto: “cuando murió Rilke en el sanatorio de Val-Mont, en 1926, yo tenía 16 años... Muerto Rilke desaparecía una tutela, una protección. Yo sentía una admiración y una devoción filial demasiado grandes por mi padre, Erich Klossowski de Roda, como para que le reemplazara el compañero de mi madre, cuando ella se separó de su marido. Pero Rilke me abrió caminos nocturnos, me inculcó la afición a los pasajes estrechos por donde te deslizas para llegar a lo Abierto” .

Lo “Abierto” constituye un concepto clave del vocabulario filosófico de Rilke, aunque a veces aparece referido en forma de sinónimo, como el “Crac”, el cual el poeta acuña precisamente en una serie de intercambios epistolares con Balthus. En estas cartas, Rilke le cuenta la novela de un escritor inglés que imagina que a medianoche se abre una hendidura entre el día que acaba y el que comienza, y que si una persona es capaz de deslizarse a través de esa ranura iría a parar a un reino en el cual, como dice el poeta, “se encuentran reunidas todas las cosas que hemos perdido. (Mitsou, por ejemplo, los muñecos rotos de los niños, etc., etc.)” . Rilke señala así el sendero a la región oculta hacia la que había huido Mitsou, cual juguete irreverente del fort-da. En concreto, esta metáfora del Crac surge con ocasión de felicitar al joven Balthus por su cumpleaños “invisible”, puesto que el pintor había nacido un 29 de febrero. Por tanto, con esta sugestiva historia, Rilke animaba a Balthus a penetrar por esa hendidura y entrever sus esplendores aprovechando su propio Crac, el paso al día de su aniversario bisiesto, esa huidiza fecha que dependiendo del año desaparecía y reaparecía, valga decir, como un gato. Esta idea caló profundamente en Balthus, quien desde entonces vinculó su dedicación al arte con esta misión que le había encomendado Rilke de encaminarse hacia “las tierras profundas donde se encuentra la luz”: “siempre he puesto mis retratos en situación de entrar en el “Crac”, como me pedía Rilke cuando yo tenía apenas quince años” .

Así, la pintura es el medio empleado por Balthus para acceder a lo que oculta el Crac, convencido de que pintar es una peregrinación hacia la maravilla, un camino que le acercaba a descubrir la verdad. En sus propias palabras: “tenía que ser capaz de obtener la condensación del ser, su misterio” . En esta arriesgada tarea se sume Balthus con el objetivo de llegar al ámbito del ser, de llegar allí donde Mitsou se había marchado. Al atravesar el Crac el artista podrá contemplar el mundo en el que la mirada humana no consigue entrar tan fácilmente. Este, y no otro, es el fin que Balthus declaró perseguir a lo largo de su vida, razón que le sirve para explicar precisamente su fascinación por los gatos: “por eso me gusta la gracia esquiva de los gatos y a menudo los he colocado en el centro de mis cuadros. Siempre he mantenido con ellos una relación muy particular, de predilección. En mi infancia mis amiguitos me llamaban ‘el niño de los gatos’. Se diría que mi vida se ha situado bajo su signo” .

En efecto, Balthus nació bajo el signo de los gatos. Su venida al mundo estuvo marcada por la hendidura del Crac, por la coincidencia con la desgarradura que hace crujir lo real y que solo la astuta mirada de los gatos conoce. Balthus nació al amparo de los ojos felinos con los que se sentía tan familiarizado. Balthus mira el mundo como un niño, o lo que es lo mismo, como un gato . Solo así conocerá lo Abierto que aguarda tras el Crac. Por lo tanto, no es casualidad que Balthus se llamase a sí mismo el “decimotercer rey de los gatos” ni tampoco que se autorretratara como El rey de los gatos. La historia viene de lejos: “una muchacha a la que conocí en la época de Artaud, que se llamaba, si la memoria no me falla, señorita Sheila, siempre me llamaba “el rey de los gatos”… Le hice un retrato: La princesa de los gatos” . Ahora bien, estos animales, con los que el pintor equipara su propia identidad, no solo protagonizan muchos de sus lienzos, sino que en buena medida articulan también el ámbito de su vida personal. Tanto es así que los gatos prácticamente dominaban la residencia de Balthus en Rossinière, donde hacían vida de rey e incluso devienen elemento central en ciertas amistades fundamentales de la vida de Balthus. Este es el caso del citado Antonin Artaud, a quien el pintor recordaba como su doble, dada la afinidad y gran parecido físico: “todavía oigo su risa ahogada mientras los gatos, en la cabecera de su cama, ronroneaban suavemente” .

En esta tesitura, Balthus afirma disfrutar de la continua intimidad con estos animales: “sí, los gatos me recuerdan todo mi trabajo, son como presencias discretas y silenciosas que no perturban mi existencia sino que al contrario, le hacen compañía” . A pesar de aquella frontera, ese inexplicable chorismós, que Rilke consideraba un rasgo propio de los gatos, en la pintura de Balthus surge un espacio único de convivencia efectiva entre humanos y felinos . El propio Rilke incitaba a Balthus, como se ha visto, a alcanzar tal espacio, sabiendo que el joven artista estaba capacitado para ello. Descreído, en cambio, de una posibilidad semejante, Martin Heidegger argumentará en contra de la convivencia existencial de humanos y animales, que estima esencialmente distintos. Afirma que los animales, sobre todo los domésticos, viven con nosotros, pero nosotros no vivimos con ellos, puesto que no hay ser equiparable al del animal. No hay co-existencia por el hecho de vivir en la misma casa. A diferencia de Rilke, que hacía recaer en el gato la causa de la ruptura (el gato era el que no existía con nosotros, a pesar de vivir bajo el mismo techo, porque veía más que el ser humano y se fugaba), Heidegger pone el acento en la diferencia ontológica entre humanos y animales, dotando a los primeros de una hechura superior que hace imposible equipararlos con los segundos. Así pues, en vez de buscar, como Rilke, una sutura equilibrada del Crac entre humanos y animales, Heidegger la escinde aún más y levanta un muro infranqueable entre ambos. En este panorama, la pintura de Balthus se presenta como un entorno de convivencia donde la esencia es, finalmente, compartida. Así es el hombre como el gato, y viceversa. Balthus se erige en el último de los gatos. Por ello, Rilke aconseja no desesperar ante la desaparición del gato, que en tanto que desaparecido, nunca lo está del todo, pues la pérdida siempre es recobrada de algún modo. El fort-da siempre vuelve. En sus palabras: “no hay que desesperar nunca si se ha perdido algo, una persona, una alegría o una dicha: todo vuelve de nuevo con mayor esplendidez. Lo que debe desprenderse, cae: lo que nos pertenece, permanece en nosotros, pues todo obedece a leyes que superan nuestra comprensión y con las que solo aparentemente estamos en desacuerdo” .

Esta es la única manera de conocer lo Abierto, de penetrar en el Crac y alcanzar la verdad que se escapa hábilmente de nuestras manos, como las del pequeño Balthus que se esforzaban por sujetar firmemente a Mitsou y retenerlo de su inminente huida. Ahora bien, como intuye con agudeza Rilke, para que Mitsou permanezca debe irse. Esta es, matizando el fort-da, la clave de la verdad de lo Abierto, que se descubre y al mismo tiempo se oculta o, mejor dicho, se descubre en tanto que se oculta. Tal cosa no debiera inducir a sorpresa, pues los gatos son muy escurridizos. Son como un juguete que extraviamos y encontramos a cada rato. Así explica Rilke: “encontrar algo es siempre divertido. Solo un momento antes no estaba aún allí. Pero encontrar un gato… Eso es inaudito. Porque el gato -y hasta aquí estamos todos de acuerdo- nunca entra de lleno en nuestra vida, como sí lo haría, por ejemplo, un juguete cualquiera; en el momento en que os creéis que os pertenece del todo, el gato se queda un poco fuera. Y así será siempre: La vida + un gato, lo cual -os lo aseguro- suma una cifra enorme” .

De tal forma, aunque para Heidegger la convivencia del ser resulte imposible, lo Abierto se asemeja bastante al desvelamiento-ocultamiento de la verdad como alétheia (αλήθεια). Si aceptamos esto, podría decirse que la pintura de Balthus abre un claro de bosque (Lichtung) muy singular, como la tela de Van Gogh que reveló para Heidegger el par de botas de labranza al salir a la luz en el desocultamiento de su ser. Tal es el modo en que obra la verdad: “cuando en la obra se produce una apertura de lo ente que permite atisbar lo que es y cómo es, es que está obrando en ella la verdad” . Este ponerse en obra la verdad de lo ente se traduce, en términos heideggerianos, en un desocultamiento que “levanta un mundo” y “trae aquí la tierra”, una vez la obra se retira dentro de esta y da pie a un combate entre mundo y tierra, una lucha entre el claro y el encubrimiento. Esta dualidad inherente al ser de la verdad supone un rasgo insoslayable en el que insiste repetidamente el filósofo: “la tierra no es simplemente lo cerrado, sino aquello que se abre como elemento que se cierra a sí mismo” . No debe perderse de vista que la tierra se alza a partir del mundo y que este se funda sobre la tierra . Se formula así una dualidad direccional que establece el modo de la apertura en tanto que cerramiento. Heidegger define de esta manera un maridaje que, lejos de resultar contradictorio, indica lo que significa el ser-obra: “levantar un mundo”, el cual resulta de la disputa recíproca entre mundo y tierra. Para hacer viable el desocultamiento de la verdad es necesario librar esta batalla y despejar el bosque para que surja el claro de la alétheia, a sabiendas de que el claro luce solo porque se oculta: “gracias a este claro lo ente está no oculto en una cierta y cambiante medida. Pero incluso oculto lo ente solo puede ser en el espacio que le brinda el claro” .

En este punto, Balthus parece seguir un proceso similar. La forma en la que el pintor entendía la elaboración de un cuadro era como asistir a un nacimiento, un advenimiento trascendental o revelación del mundo de las maravillas, que él se esforzaba en cuidar, dedicándole tiempo, atención y sacrificio. Tardaba meses en finalizar un cuadro y siempre lo sentía como inacabado. Un cuadro tras otro eran intentos de entrar en el ser de lo Abierto y se preguntaba: “¿Cómo llegamos a él? ¿Cómo revelamos ese instante, cómo lo mostramos con su espesor, con su jugo, con su fuerza opaca, por así decirlo?” . Balthus se sumía durante largas horas de intensa meditación ante el lienzo, en pos del “secreto y el vínculo de todas las cosas”. Su búsqueda era, en sus palabras, la revelación de la luz. Por eso se declaraba espiritual, creyente y religioso: “hago mucho hincapié en esta necesidad de la oración. Pintar como se reza. Por esa razón, accedo al silencio, a lo invisible del mundo” . Relata incluso un episodio cercano al éxtasis catatónico en el que le sobrevino una iluminación que le reafirmó en su misión de la pintura. Él mismo explica este compromiso vital: “basta con mirar, observar y entrar… Y entonces algo oscuro, lejano y profundo se revela… Esta disposición natural de asombro o de sorpresa, lista para rasgar las grandes cortinas, también la he aplicado a mi pintura: debe estar preparada para aceptar el encantamiento” . No sería desatinado entonces comparar esas grandes cortinas que Balthus quiere rasgar con el velo de la alétheia que se des-vela, como el velo de Maya que atraviesa el artista místico de Schopenhauer.

El artista ve más allá del velo. Lo hemos dicho antes: un artista es, a su manera, un gato. Por eso no es extraño que Artaud se refiriese a su amigo Balthus comentando que: “pinta como quien conoce el secreto del rayo” . Esto fue lo que intuyó Rilke: que Balthus conocía esa escisión cegadora que había quebrado la oscuridad de lo real. Este Crac era una ascesis, un tránsito, un “pasaje” -como le gustaba decir al pintor- por medio del cual el sujeto era conducido a lo Abierto. En este proceso, sacar a la luz lo oculto en forma de belleza era para Balthus la principal tarea. Un aspecto que encontramos también en la alétheia, pues dice Heidegger que uno de los modos de presentarse la verdad en tanto que desocultamiento, es netamente la belleza artística. En el caso de las pinturas de Balthus, la belleza toma forma en niñas de polémicas poses erotizadas que, precisamente, encarnan los cuerpos del tránsito. Se trata de figuras adolescentes a medio camino entre la inocencia infantil y la entrada en el amenazante terreno de lo desconocido, el misterio del despertar a la vida adulta. Estas niñas prefiguran el velo que oculta lo que está más allá. Se sitúan en el espacio intermedio que ocupan los gatos. Por eso Balthus las pintaba acompañadas casi siempre de estos animales. En definitiva, las niñas de sus cuadros son las habitantes del pasaje materializado en la niñez a punto de dejar de serlo. En sus memorias Balthus expresa repetidas veces que lo que él pretendía estaba lejos de intereses sexualizados, dado que intentaba acercarse a la intrigante infancia, imagen de lo verdadero y primigenio, que sin embargo muestra una “languidez de límites imprecisos”. Dichos límites, puerta de entrada a lo Abierto, es lo que pinta Balthus: “nunca he querido perder el hilo, al contrario, he procurado reforzarlo. De modo que nunca he salido de la infancia, ¿será por eso por lo que he pintado con tanto tesón flores y muchachas en flor?” .

Balthus define a las niñas de sus pinturas como ángeles, es decir, el ser asexuado por excelencia, cuya tarea es estar en tránsito divisando a la vez lo divino y lo humano, viajando entre el reino de los vivos y los muertos. Por eso decía el artista que lo que realmente le interesaba era esa “lenta transformación del estado de ángel al estado de niña, poder captar ese instante de lo que podría llamarse un pasaje” . Si bien estos lienzos distan mucho de ser todo lo inocentes y espirituales que Balthus se esfuerza en aclarar, lo cierto es que acogen el drama del eros infantil, la amenaza de lo telúrico y la incomprensión de la pérdida como si fueran un juego visual de fort-da entre Eros y Thánatos . De hecho, si para Balthus las niñas de sus cuadros eran ángeles que anunciaban lo no-desvelado, lo eran no solo por inocentes sino también por terribles. El ángel más atractivo -recuerda el pintor- fue Lucifer . Así también, desde la Primera Elegía, Rilke sentencia que “todo ángel es terrible” . Sea como fuere, Balthus siempre quiso pintar la belleza. Sus palabras son reveladoras: “solo he querido pintar lo que era hermoso, los gatos, los paisajes, la tierra, los frutos, las flores, y por supuesto a mis queridos ángeles, que son como reflejos idealizados, platónicos, de lo divino” . Al emprender esta labor, su pintura debía desprenderse del ego y evitar que la subjetividad del artista acaparase la revelación que tenía lugar en la obra . En esto también coincide con Heidegger, para quien “el artista queda reducido a algo indiferente frente a la obra, casi a un simple puente hacia el surgimiento de la obra que se destruye a sí mismo en la creación” . Así procede el artista que mira el mundo con los ojos de un gato. Así es como, en la terminología heideggeriana, se abre lo Abierto . Así asume Balthus su misión: “pintar así es intentar llegar a la profundidad del mundo… Ir hacia lo Abierto, acercarse a él, alcanzarlo a veces, captar su instante de suspensión, y volver al pasaje del tiempo” .

2. Modos de habitar lo “Abierto”

“Sin embargo, la pobreza de mundo del animal se transforma a veces, durante el curso, en una riqueza incomparable…” .

Lo dicho hasta ahora sobre la capacidad de los animales para ver lo Abierto venía ya anunciado en la Octava Elegía de Rilke: “Con todos sus ojos ve la criatura lo abierto. Solo nuestros ojos están como invertidos y rodeándola a ella por completo cual trampas en torno a su libre salida. Lo que hay afuera lo sabemos solo por el rostro del animal; porque ya al niño tierno lo hacemos darse vuelta y lo obligamos a mirar hacia atrás lo ya formado y no lo abierto, tan profundo en el rostro del animal” .

El poeta constata que los animales tienen ventaja para comprender lo Abierto. Sus ojos ven más afinado que los nuestros, los cuales se presentan obtusos y ofuscados, “invertidos”, a la hora de acceder al ser. Forzamos además la mirada de los niños, afín naturalmente a los animales, para que se tuerza, obligándoles a ver desde fuera de lo Abierto. Rilke expone en estos términos la relación entre lo Abierto, los animales (die Kreatur) y los humanos. Los primeros -las criaturas- ven lo Abierto y lo conocen, porque habitan en su interior, mientras que los segundos están fuera de ese espacio y no acceden a él porque lo ven de frente, en oposición a sí mismos (gegenüber). Rilke apunta que cuanto mayor es el grado de consciencia, mayor es también la exclusión respecto del mundo de lo Abierto. Por causa de su inconsciencia, el animal, como el niño, se encuentra en lo Abierto y conoce el mundo en el que se inserta en perfecta integración . Para Heidegger, en contraste, es la consciencia la que hace que los seres humanos sean los únicos capaces de conocer lo Abierto. Al ubicarse fuera, el ser humano mantiene una distancia de separación que le otorga cierta perspectiva del objeto de conocimiento y precisamente porque posee razón (lógos) y capacidad abstracta de conceptualización tiene la habilidad de conocer el mundo. Al resto de animales, que se hallan completamente identificados con su entorno, esto les resulta imposible.

En este contexto, Giorgio Agamben, en su obra titulada Lo abierto, argumenta que lo Abierto de Rilke no tiene entonces nada que ver con la alétheia y que así, de hecho, lo consideraba el propio Heidegger, para quien la teoría de Rilke no desarrolla la idea de lo Abierto en el sentido de lo develado. Si para el poeta, como se ha visto, el conocimiento del ser lo desvelan los animales, Heidegger no puede tolerar que lo Abierto se equipare a la alétheia, la cual solo desvelan los humanos. En otras palabras, el filósofo no puede asumir la primacía que Rilke concede a los animales en detrimento del ser humano. Como indica Agamben: “es precisamente esta inversión de la relación jerárquica entre el hombre y el animal lo que Heidegger pone en cuestión” . A continuación, será relevante indagar en este aspecto, por constituir un elemento crucial a nivel argumentativo, puesto que a pesar de la buena sintonía entre el poeta y el filósofo , este último no evita entrar expresamente en debate con la teoría de Rilke. Para este, los animales forman parte del mundo (Abierto), están integrados en él gracias a su inconsciencia. Los ojos animales ven desde dentro. Sin embargo, el ser humano, por estar dotado de consciencia, queda excluido y ve el mundo desde fuera. Siguiendo esta postura de Rilke, la distancia que media entre humano y mundo es salvada por la representación, en tanto que expresión de la consciencia que produce conceptos abstractos. Tal cosa es, en última instancia, lo que Heidegger, en virtud de su crítica de la metafísica, no logra admitir. El filósofo denuncia la exclusión del ser humano del mundo, al considerar que no solo forma parte de él, sino que es el único que lo comprende. Esa comprensión, aunque consciente, no debe entenderse como representación, sino oportunamente como Da-sein, como analítica de la vida fáctica, o co-existencia en el ser-ahí. Así pues, en la medida en que Heidegger caracteriza la alétheia como evento del Da-sein no acepta que lo Abierto rilkeano sea un acontecimiento de ese tipo .

Ahora bien, como se expondrá después, lo que se pretende en este trabajo es proponer justamente que existe la posibilidad de aunar ambas posturas replanteando la propia concepción de Da-sein al hacer hincapié en la animalidad de su humanidad y concebir algo parecido a una “alétheia de los animales”. Por el momento urge profundizar en la problemática de base: Heidegger vuelve una y otra vez sobre el concepto de lo Abierto formulado por Rilke en la Octava elegía -un concepto en el que encuentra interesantes reverberaciones de su propia obra-, pero lo hace en último extremo con la intención de reformarlo. De ese modo, Heidegger critica a Rilke el que emplace al ser humano fuera del mundo y lo aboque, por tanto, a la metafísica de la representación: “planta y animal están incluidos dentro de lo abierto. Están ‘en el mundo’. El ‘en’ significa que están inscritos, de modo no iluminado, dentro de la corriente de atracción de la pura percepción. La relación con lo abierto es -si todavía podemos hablar aquí de una relación ‘con’- una inconsciente imbricación, puramente ansiosa y atrayente, en la totalidad de lo ente. Con la intensificación de la conciencia, cuya esencia es para la metafísica moderna la representación, también aumenta el estado y la forma de estar enfrentados de los objetos. Cuanto mayor es la conciencia, tanto más excluido del mundo se ve el ser consciente… El pensamiento de lo abierto en el sentido de la esencial y más originaria claridad del ser, se encuentra completamente al margen de la poesía de Rilke, que permanece cubierta por la sombra de una metafísica nietzscheana algo dulcificada” .

Desde la perspectiva de Heidegger, el ser humano es el único que, participando del mundo, posee elementos conscientes que le permiten el desvelamiento, sin que por ello sea representación, es decir, sin caer en la metafísica de quien no participa del mundo. Afirma además que los animales son incapaces de comprensión porque son inconscientes, carecen de lógos y, por extensión, de lenguaje. En consecuencia, si para Rilke la inconsciencia del animal era el factor que le permitía conocer lo Abierto, para Heidegger el animal tiene relación con el ente, pero no en cuanto tal. Según esto, los animales no pueden aprehender algo como algo, no captan el en-sí de ese algo. Los animales están en el mundo, pero no conocen su esencia por la falta de conceptos, cualidad racional propiamente humana . Como se apuntará en adelante, Derrida critica esta tesis de que “la estructura del ‘en cuanto’, negada al animal, está por consiguiente reservada al hombre” . En cambio, la explicación heideggeriana pone el acento en el elemento humano de la ecuación. El motivo es la mencionada carencia de lenguaje: “el animal está excluido del ámbito esencial del conflicto entre develamiento y velamiento, y el signo de tal exclusión es el hecho de que ningún animal y ninguna planta tienen palabra” . Es más, los animales se hallan mimetizados con su entorno, absorbidos en sus instintos prácticos de supervivencia. Así, dependientes y determinados por este hábitat, no pueden salir de dicho círculo, y tal encierro se manifiesta en la falta de lenguaje. En palabras de Heidegger: “si a las plantas y a los animales les falta el lenguaje es porque están siempre atados a su entorno, porque nunca se hallan libremente dispuestos en el claro del ser, el único que es ‘mundo’” .

El ser humano es el único que, como habitante del lenguaje, tiene la cualidad de existir en el claro del ser. Los animales, por el contrario, están fusionados en su ambiente y, por ende, argumenta Heidegger, son pobres de mundo mientras que el ser humano crea mundo. Heidegger formula así una triple tesis: la piedra es sin mundo (weltlos), el animal es pobre de mundo (weltarm), pero el hombre es formador de mundo (weltbildend). Este conocido planteamiento, que el filósofo recoge en Los conceptos fundamentales de la metafísica, le valida para justificar la estructura fundamental del Da-sein en tanto que ser-en-el-mundo y, por tanto, para establecer la diferencia entre el animal (das Tier) y el ser humano (der Mensch). Como resultado de esta teoría, establece Heidegger que el animal está embargado (benommen) en su mundo, en su conducta (Benehmen), no puede salir de este embargo. Dicho de otro modo, los animales están atrapados, abrumados, en su entorno. Su modo de ser es el aturdimiento (Benommenheit), de donde se extrae que el animal no se encuentra en la revelabilidad del ente, motivo por el cual Heidegger lo define como pobre de mundo. De modo similar, Ortega y Gasset en el trabajo Ensimismamiento y alteración, publicado como introducción de Meditación de la técnica, puntualiza que la diferencia entre animal y humano radica en la capacidad de este de ensimismarse, de retirarse del mundo. De acuerdo con Ortega, el animal vive entregado al mundo en continua alerta de estímulos, sin poder apartarse de ese ambiente, pues está alterado, atento a lo otro (vive en el alter). De esto se infiere que, si el animal no puede retirarse de sus actos naturales, el humano sí puede salir de su circunstancia coyuntural y meterse en sí mismo, recogerse en su propia mismidad y atender a las cosas que son consigo. Por tanto, dice Ortega, a diferencia del animal, el ser humano puede ensimismarse, o lo que es lo mismo, ocuparse en pensar.

Volviendo a Heidegger, el aturdimiento que caracteriza al animal lo pondría esencialmente fuera de la posibilidad de que el ente esté, para él, abierto o cerrado, de suerte que el animal estaría por completo al margen del develamiento. No obstante, si en el aturdimiento el ente no está abierto, lo cierto es que tampoco está cerrado. En esa medida cabría matizar la postura heideggeriana y hablar de determinado grado de apertura no abierta. Es decir, dado que el ente no se muestra como cerrado al animal ni tampoco como abierto, habremos de suponer que se presenta como un abierto no-abierto, lo que permitiría habilitar una dinámica específica de la alétheia en su relación con los animales. En cualquier caso, Heidegger procura abortar esta posibilidad al introducir la distinción entre lo abierto y lo accesible. Básicamente, admite el filósofo que el animal puede entrar en el ser (en sus palabras, lo Abierto permite entrar), pero apostilla que esto no implica comprenderlo. Que el animal entre en lo Abierto no quiere decir que pueda conocerlo, esto es, acceder a su conocimiento. Entrar -subraya Heidegger- no es lo mismo que comprender. Según esta idea, el animal asiste a una apertura inaccesible, opaca, no des-velada, que le diferencia del Da-sein humano. Dicho de otro modo: “el ente, para el animal, está abierto pero no accesible; está abierto en una inaccesibilidad y en una opacidad, es decir, en cierto modo, en una no-relación. Esta apertura sin develamiento define la pobreza de mundo del animal respecto de la formación de mundo que caracteriza al humano” .

Heidegger reconoce que el animal posee en su esencia un “estar abierto”, aunque propio del aturdimiento, por el cual se torna pobre de mundo. Sin embargo, ser pobre de mundo no es lo mismo que no tener mundo (como le ocurre a la piedra, que está privada de mundo). Existe todavía la opción de ampliar el alcance de la apertura no abierta y reconvertir el matiz que agrega Heidegger. Por el hecho de no acceder al desvelamiento, el animal se mantiene precisamente en un constante abierto a lo Abierto y, por ser pobre de mundo, evidencia una especial tenencia de mundo. El motivo es que, como se deduce, no carece de este. En la medida en que es pobre de mundo, el animal posee algo de mundo. Así pues, el animal no se limita a entrar en lo Abierto, sino que también accede a él. Por así decir, lo comprende parcialmente, se produce cierto desocultamiento. Se impone aquí, por tanto, una necesaria reflexión acerca de la cuestión misma de lo abierto/cerrado. De hecho, el desacuerdo de Heidegger al respecto de la capacidad comprehensiva de los animales que propone Rilke lleva al filósofo a declarar que lo Abierto tal como se expone en la obra del poeta es en realidad lo cerrado: “‘Abierto’ significa en el lenguaje de Rilke eso que no cierra o impide el paso. No cierra porque no pone límites. No limita, porque dentro de sí está libre de todo límite. Lo abierto es la gran totalidad de todo lo ilimitado… A lo que Rilke se refiere con esa palabra no es a algo que se determine en absoluto por medio de la apertura en el sentido del desocultamiento de lo ente, que permite que lo ente se haga presente como tal. Si intentáramos interpretar eso abierto a lo que alude Rilke en el sentido del desocultamiento y de lo que se desoculta, habría que decir que lo que Rilke experimenta como abierto es precisamente lo cerrado, lo no iluminado, lo que sigue su camino hacia lo ilimitado de tal modo que no puede toparse ni con algo inusual ni con nada en absoluto” .

Para Heidegger, lo Abierto de Rilke, siendo ilimitado, viene a ser lo cerrado porque tal Abierto no permite la alétheia. Cierra, en efecto, esa posibilidad en tanto que no admite Da-sein, dado que el ser humano está excluido. No permitiría la concreción en el ser-ahí de la co-existencia con el ente. Siendo, pues, sin límites, lo Abierto rilkeano estaría, en opinión de Heidegger, cerrado al develamiento: lo Abierto de los animales está vetado a los humanos. Ahora bien, el hecho de reivindicar la presencia del ser humano en este contexto, como hace el filósofo, no contradice, por otra parte, la conveniencia de introducir una alétheia de los animales. Gracias a Balthus ya sabemos que los gatos adquieren un parcial conocimiento del ser en la apertura no-abierta y que por tanto acceden en cierta manera a lo Abierto. Si nos fijamos, esta doble dinámica coincide con la naturaleza primordial del Da-sein, lo que igualaría el desocultamiento en animales y humanos, tomando conciencia de que los seres humanos no son otra cosa sino animales en primer término. No obstante, para Heidegger lo Abierto es abierto -en tanto que develable- solo para los seres humanos, y no-accesible para los animales. Es potencialmente abierto, pero imposible de des-velar. Ahora bien, aun asumiendo incluso este binomio, los animales persisten en la actitud de la apertura, dispuestos al evento. De modo que, si Heidegger les niega el develamiento, es interesante sugerir lo contrario, en suma, que los animales, al igual que los seres humanos, toman parte en el proceso del desocultamiento. Más específicamente, cabe afirmar que los animales se constituyen en el ámbito mismo del Da-sein, en la región intermedia entre lo oculto y lo revelado. Son, por así decir, el claro de bosque. Son nómadas interterritoriales que habitan el pasaje, el umbral, el Crac. Y así, la alétheia tiene lugar en la mirada curiosa del gato que alza el velo de la verdad. Estando insertos en el mundo, es especialmente en los animales donde acontece el develamiento. Los animales encarnan el ser-ahí. En ellos se unen lo abierto y lo cerrado, lo de dentro y lo de fuera, en el ser fáctico que hace que la alétheia sea alétheia, pues solamente cuando el gato se escapa hay develamiento, es decir, solo cuando el animal entra y accede a lo Abierto no accediendo nunca del todo.

Conforme a esta idea, el animal opera el gesto de mostrar lo que únicamente se muestra ocultándose. En ese espacio intermedio, zona fronteriza de la batalla entre tierra y mundo, es donde vive Mitsou. De ahí que no sea sencillo encontrar al gato perdido, habida cuenta de que la apertura es a la vez clausura y cierre, como le gustaba repetir a Heidegger. En este sentido, la alétheia, cual Jano bifronte, acoge dos acciones en una . Por eso, bien mirado, el comportamiento de los animales en el advenimiento del ser encaja con la forma de efectuarse el develamiento. Llegados a este punto, no se trata simplemente de que los animales habiten la región de lo Abierto, como dijera Rilke, sino que habitan el velo que separa, y a la vez une, los límites de lo Abierto, los límites de lo ilimitado. Al decir esto conjugamos finalmente a Rilke y a Heidegger. El en-sí de lo Abierto es el velo mismo y no solo el reino que se abre tras él, pues ese espacio existirá al ser des-velado. Lo Abierto es (en) su develarse. Por lo tanto, valga decir que los animales poseen un especial “permiso de entrada” -en la expresión heideggeriana- en lo Abierto, según la peculiar naturaleza del develamiento que se oculta tan pronto se desoculta: “el salir de lo oculto ama el ocultarse” . Esto configura un doble gesto de ida y vuelta que Heidegger denomina despejamiento, un “despejar desocultante-ocultante”. Por eso reitera que despejar no es un mero iluminar o arrojar luz. Balthus lo comprobó en su propia pintura, la cual, rastreando la iluminación, caía en lo terrible, allí donde mora el artista-gato. No en vano, su razón de ser era justo esa: estar en medio. El gato muestra y a la vez oculta (misterio del velo de la mirada felina). Solo así acontece el ser de lo Abierto.

De tal forma, este planteamiento lleva los preceptos heideggerianos a sus máximas consecuencias, teniendo presente en todo momento que “el claro en el que se encuentra lo ente es, en sí mismo y al mismo tiempo, encubrimiento” . En consecuencia, el gato persevera en la apertura no abierta, o sea, se entrena en escapar y volver, en estar no estando, y adopta, por tanto, un régimen de ser según el cual no coexiste aunque viva al calor de un hogar. El desocultamiento que experimenta el gato en su Da-sein convoca una verdad jamás clausurada. De ahí que tenga sentido pensar ese acceso que no termina de abrirse y que permite al animal una aprehensión parcial del ser. Esto se justifica en la medida en que tiene mundo (el animal no es sin mundo), circunstancia que permite suponer que, efectivamente, el animal conoce algo de lo Abierto. De hecho, el animal encarna a la perfección, tanto o más que el ser humano, la única forma que hay de conocer lo Abierto: la que acontece en el ser-ahí. Además, habitando ese intermedio, esa tierra de nadie, los animales se arriesgan. En un texto titulado ¿Y para qué poetas?, en el que Heidegger reflexiona sobre Rilke y lo Abierto, habla sobre el riesgo y comenta que cuanto más se arriesga ontológicamente, más se penetra en lo Abierto. Arguye que los humanos conocen la verdad porque ponen su yo en riesgo en el desocultamiento, mientras que los animales no, pues viven acomodados en su hábitat instintivo del que nunca salen. Sin embargo, no hay nada más arriesgado que la fuga de Mitsou. Lanzarse al Crac, a habitar esa zona limítrofe implica exponerse a lo desconocido. Esta tesitura es el acceder mismo. Sirva esto para concluir que el animal es pobre de mundo, pero a la vez rico, puesto que gracias a su pobreza se predispone a abrir el mundo. Esta coherente contradicción explica la riqueza de la pobreza: ser pobre de mundo no consiste en tener un mundo “sin tenerlo”, como diría Heidegger, sino en tener mundos en potencia. La potencialidad es ya una forma de tenencia. La pobreza es una forma de abrir mundo(s).

3. Cézanne o la transparencia de los perros

“Como el seguro animal, así veía, Cézanne, Todo” .

En este debate sobre la forma de conocer lo Abierto, el problema de la representación constituye una piedra de toque para el pensamiento heideggeriano, que aborda la representación con objeto de desmontarla críticamente. Sin embargo, también supone un aspecto insalvable en la teoría de Rilke, que hallaba en la representación una extensión de la consciencia humana. Esta problemática abarca asimismo la obra filosófica de otros autores, si bien resultan particularmente interesantes a efectos de este trabajo las aportaciones que al respecto introduce Schopenhauer, pues él también diferencia entre los humanos y sus “hermanos irracionales”, los animales. Coincide Schopenhauer con Heidegger al afirmar que los seres humanos están libres del embargo en el que sí se encuentran los animales, debido a que estos no tienen conceptos, razón ni lenguaje . Sin embargo, estas cualidades que definen al ser humano no permiten, según Schopenhauer, que el individuo pueda acceder a la comprensión de lo Abierto, esto es, que sea capaz de trascender el fenómeno para llegar al noúmeno, o voluntad, rasgando así el velo de Maya. Los seres humanos conocemos mayormente a través de la representación o, mejor dicho, en la propia representación. Nuestra forma de conocer el mundo, explica Schopenhauer, consiste en captar el ser de las cosas en tanto que representación, es decir, tal como se presentan. El mundo es como se aparece al sujeto: “todo cuanto pertenece y puede pertenecer al mundo está inevitablemente implicado con este hallarse condicionado por el sujeto y solo existe para el sujeto. El mundo es representación” . A la manera de Berkeley, el principio ontológico de Schopenhauer se enuncia diciendo que “no hay objeto sin sujeto”.

Para el ser humano, el mundo no es sino representación. Sin embargo, a Schopenhauer no le interesa quedarse en este estrato, sino ir más allá. Sigue buscando, no la esencia que se produce en el plano fenoménico por vía de la representación, sino el en-sí, el acceso directo a la voluntad. Por una parte, parece que Schopenhauer reivindicase las capacidades racionales como las únicas que permiten al sujeto salir de la representación y conocer el en-sí: “este uso de la reflexión es lo único que nos permite dejar de seguir estando apegados al fenómeno y nos transporta hacia la cosa en sí” . Encajaría este argumento con el postulado orteguiano según el cual el ser humano es capaz de retirarse del mundo y ensimismarse en su pensamiento, que después proyecta comprehensivamente sobre el mundo. Sin embargo, por otra parte, Schopenhauer hace de la representación la expresión del velo de Maya, que nos engaña con la ilusión de la verdad. Sin entrar ahora a sopesar que el mundo que se presenta al sujeto es, en todo caso, verdadero (en tanto que objeto para su sujeto), lo cierto es que no comporta voluntad sino representación. Schopenhauer aspira a la primera, como Rilke aspiraba a lo Abierto. Por eso, Schopenhauer avanza un paso más allá de la representación y la convierte en intuición. Esto es lo que hacía un gato, habitante del intersticio, al rasgar la apariencia representativa del velo para ver intuitivamente lo que es traído a la luz. De ahí que podamos posicionar a Schopenhauer a medio camino entre Rilke y Heidegger, dado que para él el ser humano se encuentra articulado por la representación, pero es capaz puntualmente de acceder a la voluntad. Así, en último término, Schopenhauer rechaza la representación: “aquí ya vemos que nunca se llegará a la esencia de las cosas desde fuera; como quiera que se haga jamás se obtendrán sino imágenes y nombres. Así uno se asemeja a quien circunda un castillo buscando en vano una entrada y se hiciera por de pronto una idea general sobre las fachadas” .

Para el filósofo, serán los artistas y los niños quienes encuentren la entrada a la fortaleza amurallada del ser, puesto que para ellos el saber adopta forma intuitiva, lo cual no suele ocurrir con frecuencia en otras personas. Ya dijo Rilke en su Octava Elegía que los ojos humanos eran torpes -estaban “invertidos”- para ver el ser, y entonces rodeaban los entes como una apariencia tramposa, al igual que el castillo aludido por Schopenhauer, siendo incapaces de trascenderla y penetrar en sus entresijos. En cambio, los artistas y los niños ven más allá de la barrera de la representación. Son como Mitsou, quien sabía perfectamente en qué parte de la muralla estaba la grieta por la que pasar a otro mundo. No por casualidad Schopenhauer localiza a los animales en el terreno de lo Abierto y, también como Rilke, hace de la representación el muro que separa a los humanos del mundo. Dada esta armonía en la continuidad existencial de los animales y el mundo, Schopenhauer considera que los animales son, por así decir, transparentes, translúcidos, al comunicar a través de ellos la verdad del ente. En este sentido se alejan del arcano misterio que Rilke identificó en la intrigante mirada de los gatos. Para el filósofo los animales son pura evidencia: no están opacados por la actividad racional de la representación. En este punto, el sagaz gato deja paso a la inocencia de los perros: “entre el animal y el mundo externo no hay nada, pero entre nosotros y ese mundo están siempre nuestros pensamientos sobre él y a menudo nos lo hacen inaccesible o viceversa. Solo entre los niños y los hombres muy incultos este antemural es tan tenue que, para saber lo que les pasa, solo se necesita ver lo que les pasa. Por eso los animales tampoco son capaces de albergar propósitos o disimulos; son incapaces de asechanza alguna. En este sentido el perro es al hombre como un vaso de cristal a uno de metal y eso nos hace apreciarlo tanto: pues nos procura un enorme deleite ver reflejadas en él a cada momento todas esas inclinaciones y afectos nuestros que nosotros ocultamos tan a menudo. En general los animales juegan siempre por decirlo así con las cartas boca arriba: por eso nos complace sobremanera su mutuo trajinar, tanto si pertenecen a la misma especie como si son de especies distintas. Cierto sello de inocencia caracteriza su conducta, en oposición al comportamiento humano, que se ve alejado de la inocencia de la naturaleza por la entrada en escena de la razón y con ella de la reflexión” .

Si gatos veían el noúmeno, los perros nos ven a nosotros. Precisamente Rilke se sintió siempre muy unido a estos animales, con los que se identificaba en primera persona. Admiraba de ellos su cercanía fiel, entre confiada y devota, pues los perros sí nos admiten en su mundo y se involucran con el de los seres humanos. Nos miran y en su mirada nos humanizan, como hacía Bobby, el perro sobre el que escribió Lévinas en Nombre de un perro o el derecho natural, el cual concedía humanidad a los considerados no-humanos en un campo de concentración. Era la mirada del perro la que los reconocía como seres humanos. Incluso así, a Bobby le faltaba el lógos para poder universalizar su apreciación (lamentaba Lévinas). Ahora bien, ¿quién dijo que fuese necesario? Los perros ven la humanidad en cada ser-ahí con el humano potencial. Dicho esto, la actitud de los gatos difiere sustancialmente. Su mirada se dirige hacia lo Abierto y poco le interesa volver sus ojos hacia los humanos. Ya sabemos que se cansan pronto del mundo humano y se escapan. No ocurre igual con los perros, que se desviven por hacer de nuestro mundo el suyo: “pero, ¿y los gatos?, ¿cómo se comportan? Los gatos son en una palabra gatos y su mundo es un mundo de gatos de cabo a rabo” . Así, perros y gatos ilustran las dos caras de un mismo fenómeno, dos facetas del acontecer del desocultamiento. Se entiende entonces que las experiencias vitales de Rilke con los perros sean tan importantes como las que comparte con los gatos. Por ejemplo, en carta a la princesa Marie von Thurn und Taxis, Rilke relata su visita a Córdoba describiendo el furor islámico que le invadió en la ciudad, la referencia latente a Mahoma, y también una reveladora anécdota con una perrita callejera: “pero a santo de qué, puesto que mi herencia y destino es, por decirlo así, al margen de lo humano, proyectarme hacia lo más extremo, hacia los límites de la tierra, como me sucedió no hace mucho en Córdoba: una perrita vulgar, en avanzado estado de preñez, se me acercó; realmente no era ningún ejemplar glorioso y, sin duda, llevaba en su vientre unos cachorros fortuitos que no merecía la pena conservar; pero, estábamos solos y, aunque le costaba mucho moverse, vino a mi lado y alzó los ojos agrandados por tanta preocupación e intimidad, anhelando una mirada mía. En la suya se reflejaba toda esa verdad que va más allá de lo particular, para dirigirse, no sé dónde, hacia el porvenir o a lo incomprensible. La situación se solventó recibiendo ella un azucarillo de mi café. Era solo un detalle -oh, totalmente accesorio-, pero la verdad es que celebramos la misa juntos. La acción no fue de suyo otra cosa que un gesto de entregar y recibir, pero su significado y gravedad y toda nuestra absoluta compenetración fueron ilimitadas” .

Rilke puntualiza que la perrita no se acercó a él con el propósito de conseguir el azucarillo -tal dato, recalca, es meramente anecdótico; tuvo lugar como pudo no haber ocurrido-, sino que la conexión con el animal se encaminaba hacia algo mayor y verdadero que se presentía saliendo a la superficie de sus grandes ojos que iban en busca de los del poeta. En resumen, como se refiere en la misiva, el encuentro fue una convivencia íntima y trascendente. Asimismo, en una carta escrita a Magda von Hattingberg, expresa Rilke: “¿Sabes? Estoy sobre la pista de cosas singulares. Me encanta penetrar con los ojos en el fondo de las cosas. ¿Puedes calibrar conmigo la maravilla de ‘comprender’ así a un perro que pasa (y no quiero decir con ello ‘mirar a través de’, simple gimnasia humana tras la cual uno se vuelve a encontrar al otro lado del perro, fuera de él, habiéndolo utilizado como una simple ventana sobre lo que hay de humano detrás de él… no, no es eso) sino penetrar en el mismísimo centro del perro, en ese centro que lo ha hecho tal, en ese lugar de su interior en donde Dios habría podido sentarse, una vez terminado el perro, para descubrir sus primeras perplejidades, sus primeros hallazgos, asegurarse de que lo ha logrado, de que no le falta nada, de que no se podría haber hecho mejor…” .

He aquí que la transparencia de los perros no es tan simple como pudiera parecer. No es una cuestión de traspasar, como dice Rilke, sino de penetrar hasta el centro mismo de la esencia y, desde ahí, cultivar el acceso a lo Abierto. La mirada de los perros, aunque con un matiz distinto, es tan misteriosa como la de los gatos. Sin ir más lejos, Rilke podría haber descubierto durante su estancia en Córdoba que los gatos son los animales favoritos de Mahoma. Cuenta la leyenda que este apreciaba tanto a su gata Muezza que cuando en una ocasión se quedó dormida sobre la túnica de su amo, para no interrumpir el sueño de la gatita, el Profeta prefirió cortar sus vestiduras. La estima que sentía por los gatos era tal que incluso los dejaba entrar en el Paraíso. Animales de umbral, los gatos tienen un permiso de entrada que les confiere acceso privilegiado a lo Abierto. Gracias a este salvoconducto pueden transitar libremente por el limbo de lo real. Al igual que los ángeles de Balthus, los gatos se mueven entre un mundo y otro, pivotan en el cruce desde el cual contemplan lo oculto. Es más, el hecho de no tener lenguaje en nada les importuna dicha labor. Si los animales son capaces de acceder a lo Abierto, es porque se arriesgan y esfuerzan, y no porque tuviesen lenguaje. De hecho, se cree que el origen del concepto de lo “Abierto” procede del caballo que Rilke vio galopar junto al tren en el que viajaba por Rusia con Lou Andreas-Salomé. El empeño del animal se grabó en el recuerdo del poeta como la imagen del esfuerzo por alcanzar lo Abierto. Por eso, pensar que los animales son incapaces de conocer lo Abierto por ausencia de lógos supone un craso error. Los animales poseen el talante necesario para estar siempre abiertos a lo Abierto y, sobre todo, tienen su propia racionalidad para hacerlo posible.

Según Schopenhauer, los animales se caracterizan por un intelecto irracional definido por el entendimiento, pero no por la razón. Argumenta que los animales desarrollan conocimiento intuitivo en lugar de conocimiento abstracto, que sería lo propio de los humanos, quienes se hallan capacitados para elaborar conceptos y representaciones. Sin embargo, también señala el filósofo que en algunos humanos prevalece el lado instintivo compartido con los animales y esto se manifiesta en forma de don artístico. Además, es gracias a dicho rasgo irracional que los animales acceden a conocer lo Abierto, porque como expone el propio Schopenhauer, la auténtica sabiduría se basa en la intuición, de suerte que la voluntad se encuentra fuera del ámbito de la razón . El filósofo especifica que hay dos tipos de representaciones: las intuitivas y las abstractas. Las últimas son los conceptos y atañen al ser humano, mientras que las otras “abarca[n] todo el mundo visible o la experiencia completa, junto a sus condiciones de posibilidad” . Es la intuición la que de esta forma conecta por un lado con el pensar, y por otro mantiene relación directa con el noúmeno. Tal como lo muestra Schopenhauer: “El pensar tiene una relación próxima solo con el intuir, pero el intuir tiene una relación con el ser en sí de lo intuido y esto último es el gran problema que aquí nos ocupa” . En consecuencia, se puede afirmar que los animales están en medio, como el artista, como el niño. Por intuitivos que sean, los artistas y los niños tienen lenguaje, y dicha circunstancia legitimaba a Heidegger para cancelar el acceso de los animales a lo Abierto. Es lo mismo que hizo Descartes esgrimiendo un argumento parecido. Embebido de racionalidad, estableció una diferencia insalvable entre humanos y animales basada precisamente en la tenencia de lenguaje. Para Descartes, todo humano, por embrutecido que sea, es capaz de armar un discurso para expresar sus pensamientos. En este panorama, Derrida critica la tradición del “yo pienso” que atribuye esta cualidad a los humanos, negándosela a los animales. En su lugar, aboga por concebir una nueva acepción de lógos y lenguaje que resulte apropiada para los animales y haga en ellos justicia a tales capacidades: “no se trataría de ‘restituir la palabra’ a los animales sino quizá de acceder a un pensamiento, por quimérico o fabuloso que sea, que piense de otro modo la ausencia del nombre o de la palabra; y de otra manera que como una privación” .

No se trata de implantar artilugios silogísticos con objeto de forzar la palabra en los animales, sino más bien reconocer que ellos mismos tienen su forma de hablar, su propio lenguaje, y que este no es obligatoriamente irracional. La clave es abandonar la idea de lenguaje animal como carencia de palabra. Una postura similar adoptó Montaigne en clara oposición al pensamiento cartesiano. De hecho, en sus Ensayos facilita abundantes ejemplos de raciocinio en animales, critica también la vanidad humana de creer nuestras acciones logros de la razón, y reivindica la existencia de lenguajes propiamente animales. Para Montaigne, los animales también tienen la cualidad del habla: “… ¿pues, qué es sino hablar esa facultad que en ellos hallamos de quejarse, alegrarse, pedir recíproca ayuda, invitarse al amor, como hacen mediante el uso de la voz? ¿Cómo no iban a hablar entre ellos si a nosotros nos hablan y nosotros a ellos? ¿De cuántas maneras hablamos a nuestros perros? Y nos responden” .

En efecto, los seres humanos hablamos con los perros y ellos nos hablan. Son el mejor interlocutor, el espejo que nos devuelve el reflejo de nuestra humanidad y nos guía hacia lo Abierto. En este contexto, un habitante que, como perro fiel, guarda la entrada del Crac, es Cézanne. Para Rilke y Balthus, la mirada de este pintor era una puerta sin cerrar por la que se cuela lo Abierto. Cézanne veía la verdad de una forma directa e incomparable. Esta convicción se impuso a Rilke cuando en 1907 visitó varias veces el Salon d’Automne, que acogía una exposición conmemorativa del pintor fallecido un año antes. Rilke transmitió su entusiasmo por el artista en una serie de cartas a su esposa Clara, en las que, entre otras obras, describe un autorretrato de Cézanne: “y cuán grande e incorruptible era la objetividad de su mirada lo confirma conmovedoramente la circunstancia de que se ha representado él mismo sin intentar lo más mínimo explicar su expresión o presumir de algo, sino con humilde objetividad, con la fe y la imparcial curiosidad de un perro que se ve en el espejo y piensa: mira, otro perro” .

Así es como Rilke veía a Cézanne: como un perro de mirada curiosa y fiel que se reconoce en la imagen que de sí recibe al verse reflejado en el mundo. Félix de Azúa en su ensayo Cézanne: poner en el lugar del perro comenta sobre este mismo autorretrato: “el perro aparece aquí ya como el animal que, sin esfuerzo y de modo espontáneo, ve las cosas sin deformaciones psicológicas o biográficas. Simplemente, ve lo que hay. La actitud del artista respecto de su trabajo ha de ser como la de un perro” . Así pues, los perros también ven el en-sí. Como dice Rilke, lo hacen con una humilde objetividad, con fe, a la espera de que se revele la verdad. El desocultamiento de los perros es un acto de fidelidad, de permanencia y no de fuga. Los gatos acceden a lo Abierto porque se escapan. Los perros, en cambio, porque persisten. Se mantienen en la co-existencia y coexisten con el ente que es el ser humano. A diferencia de los gatos, los perros sí conviven con nosotros. Los perros no se marchan de casa. Si desaparecen es porque desgraciadamente se han extraviado. Su curiosidad es distinta a la de sus parientes felinos. Dicho esto, Cézanne mira lo Abierto como un perro; Balthus, como un gato. No obstante, tiene sentido que Balthus equiparase su forma de trabajar, su forma de mirar, con la de Cézanne, pues su enorme influencia estuvo presente en su pintura desde joven, sobre todo en la manera de percibir el paisaje y las montañas como lugar del develamiento.

Es conocido que Cézanne sentía especial devoción por la montaña Sainte-Victoire que pintó compulsivamente en sus últimos años y que a veces se ha interpretado desde el paralelismo de Petrarca con el monte Ventoux. En su ascenso a la cima, el autor del Cancionero, coronó la escalada con la lectura de un pasaje de las Confesiones de San Agustín, lo que se ha visto como una subida espiritual al monte Carmelo. Una vez en lo alto, Petrarca experimentó el éxtasis de la visio divina que le permitió contemplar comprehensivamente la verdad. Esta experiencia cegadora le sucedió también a Rilke al ascender la montaña Sainte-Victoire en un intento de emular a su adorado Cézanne . No es coincidencia que Heidegger admirase también al pintor. Le intrigaban en particular los cuadros de la montaña Sainte-Victoire, que el filósofo asimismo visitó . Heidegger presentía una cierta identificación entre su propio camino vital y el de Cézanne, magnetizado por la verdad oculta de la montaña sagrada: “el sendero, el camino de Cézanne. Cuanto más avanzaba su edad, tanto más percibía Heidegger que ese camino era el suyo, como si él tuviera que recorrer el mismo camino” . También Balthus amaba las montañas y el misticismo con el que revelan lo oculto. Este ascender literal, pictórico y metafórico es el esfuerzo rilkeano de acceder a lo Abierto. La similaridad con Balthus se antoja reveladora: “Y, ¿sabe usted?, soy un lector apasionado de San Agustín. En Las Confesiones encontré una frase que adoro, que creo le va muy bien al arte moderno. ‘La búsqueda es más elocuente que el hallazgo’” .

Cuando Balthus vivía en el castillo de Montecalvello, en la comarca de Viterbo, acostumbraba a contemplar los senderos de abetos negros en las laderas de la montaña que divisaba desde los ventanales de su estudio. Tener ante sí este paisaje diario le infundía la urgencia de la revelación. “vivir enfrente de los Alpes me ha enseñado esa necesidad. A estar en disposición de esperar esa revelación. Con la esperanza de que se produzca” . Balthus es en esto como los animales, siempre abierto a lo Abierto; curioso como el gato, perseverante y fiel como el perro. Y es que las montañas están especialmente relacionadas con la historia de Mitsou. Rilke, siempre atento a la formación del joven Balthus, le dio en una ocasión un libro de estampas chinas de la época Song, gracias al cual el pintor supo “captar intuitivamente” la unidad verdadera de todo lo existente, que todo se parecía y estaba conectado: Oriente y Occidente, los Alpes y las estilizadas y abruptas montañas de la antigua China. Según cuenta Balthus: “en la serenidad digna de los grandes paisajes chinos también adivinaba el momento del famoso ‘Crac’ del que hablaba Rilke” . En esta vivencia laten los dibujos de Mitsou, el tránsito, el pasaje: “no más diferencia entre sus paisajes y el que veo desde mis ventanas, la misma neblina que cae algunos atardeceres, el mismo impulso hacia el cielo, la misma eternidad. Pero esta preferencia se remonta a la infancia, cuando ilustré un cuento de un escritor japonés. Rilke, con quien viví mucho tiempo, se sorprendió, pero vio en esta elección un presagio venturoso, una predilección por cierta mirada, una manera singular de ver. Solo hay pintura en esa travesía, en esos pasos entre las civilizaciones, en esa búsqueda metafísica. Si no es así, no hay pintura” .

Balthus solía destacar las numerosas ventanas que a través de sus grandes cristales dejaban entrar en su taller la visión de las montañas de fuera. Para el artista, las ventanas eran un elemento importante, y le encantaba la idea de que su castillo estuviese repleto de ellas. De hecho, eran tantísimas que ni él mismo sabía el número exacto. ¿Son acaso las ventanas el velo de la alétheia? ¿El acceso al Crac? En el paso limítrofe de un mundo a otro, las ventanas permiten a lo de dentro conocer lo de fuera, y viceversa. Las ventanas eran además muy significativas para Rilke. Justamente en una excursión a la montaña con la madre de Balthus, ambos acordaron publicar un libro sobre el tema, con poemas de Rilke e ilustraciones de ella. Seguramente todo esto ayuda a explicar la atención de Balthus por las ventanas en su acercamiento al Crac: “he pintado muchas ventanas, en prueba del asombro ante el mundo que experimento cuando miro los paisajes que tengo ante mí… mis muchachas delante de las ventanas, mis frutos en los alféizares de las ventanas, las montañas que acompasan el paisaje, suscitan lo ilimitado del mundo, lo Abierto de Rilke, lo Abierto al universo” .

La obsesión de Rilke por las ventanas se ha puesto en relación con el alcance de la verdad y la huella de la pérdida que el poeta aborda en el prólogo de Mitsou . Precisamente la naturaleza es para Rilke algo así como un gato ya que puede darse que, aunque pasemos toda la vida junto a la naturaleza, no lleguemos a conocerla nunca. Como dice Rilke, no importa que el ser humano trabaje la tierra, la moldee, saboree sus frutos, pase horas, siglos, ocupando la naturaleza y oteando su paisaje, pues sigue habiendo un velo de separación. No importa que la naturaleza haya sido el trasfondo de vivencias y experiencias, que sus aromas y sonidos hayan formado parte de momentos especiales del mundo de los humanos, porque al final tomamos conciencia de que era tan solo una compañía fugaz que en poco o nada nos concedía atención. Ocurre como en la convivencia hogareña con un gato que, a pesar de su cercanía, salvaguarda la distancia que nos recuerda su proverbial carácter asilvestrado, como la naturaleza misma. Así, cuanto el poeta describe la relación con la naturaleza parece estar describiendo la vida doméstica con este animal: “nada sabe de nosotros. Por mucho que hayan alcanzado los seres humanos, ninguno fue tan grande como para que ella [la naturaleza] se hubiese sumado a su alegría. A veces acompañó horas grandes e imperecederas de la historia con su música rugiente y formidable, o pareció quedarse quieta y sin viento por una decisión, reteniendo el aliento, o rodear un instante de gozo social inofensivo con flores aleteantes, mariposas oscilantes y vientos saltarines, mas solo para apartarse al momento siguiente y dejar plantado a aquel con el que parecía estarlo compartiendo todo” .

Los gatos comparten con la naturaleza este rehuir la humanidad hacia un mundo que es de sí mismos y para sí mismos. Una habilidad que bien podría desconcertar la idea de Heidegger sobre la capacidad exclusiva de los humanos para salir del embargo. Los artistas deben también conservarse libres, dice Rilke, como niños que de adultos desean volver a su unión con la naturaleza. Solo ellos serán capaces de retirarse a ese paraíso original. Como sabemos, los niños y los animales tienen carta blanca para penetrar en ese jardín edénico ya perdido para el resto. Los seres humanos de convivencia pragmática, que interactúan con la naturaleza simplemente para usarla en propio beneficio, no hallarán su entrada. Haciendo gala de esta fidelidad, los artistas se afanan en custodiar lo Abierto y vehicular su develamiento. Como decía Rilke, los artistas mantienen “ambos platos de la balanza en equilibrio”. Quizá por esa razón Cézanne pintó más de sesenta veces la montaña Sainte-Victoire. Un Da-sein tras otro, desvelando facetas del en-sí en cada ser-ahí. Al modo de Balthus, cada lienzo debe entenderse como un intento nunca cerrado de levantar un mundo. Cada cuadro de esa montaña pintada por Cézanne era un evento único: “como escribió Rosenblum, cada caso era distinto y definitivo… Como si un perro viera el mismo objeto sesenta veces. Fuera del tiempo, fuera de las vicisitudes de la existencia, cada mirada, cada visión en un instante perpetuo” . Cézanne contempla lo Abierto como un perro fiel.

4. Los ojos de Mitsou

“¿Pero ese gato no puede también ser, desde el fondo de sus ojos, mi primer espejo?” .

Llegados a este punto, se hace evidente que los animales no están sencillamente aturdidos, como diría Heidegger. Del aturdimiento pasan al aburrimiento, que constituye, según este pensador, el temple de ánimo necesario para el arranque de la filosofía. En la segunda parte de Los conceptos fundamentales de la metafísica, Heidegger desarrolla la idea de que la predisposición filosófica fundamental es el aburrimiento. Dicho esto, ¿podremos encontrar ese rasgo en los animales? De ser así poco importaría que careciesen de un lógos racional comparable al de los humanos, o que pudiesen hablar con nuestro lenguaje, si a la postre pueden, en efecto aburrirse, o sea, si poseen la aptitud del aburrimiento filosófico. En busca de una respuesta para este interrogante, volvamos un momento a la historia del gatito huido que dibujó Balthus: el felino se aburría de tanta tranquilidad cuando todos en la casa descansaban: “y Mitsou, al que le aburre un sueño en exceso prolongado, en lugar de despertarse, va y se escapa. Vaya disgusto” . El aburrimiento, siendo una actitud fundamental para el acontecimiento del Da-sein, deviene el temple acorde a la pobreza de mundo que abre el mundo, lo cual, como subraya Agamben, es algo muy humano: “el Dasein es simplemente un animal que ha aprendido a aburrirse, se ha despertado del propio aturdimiento y al propio aturdimiento. Este despertarse del viviente a su propio ser aturdido, este abrirse, angustioso y decidido, a un no abierto, es lo humano” . De modo que el gato aburrido es más humano de lo que parecía. El aburrimiento implica la parálisis de lo utilitario, congela la acción y habilita un marco temporal dilatado y suspendido, en el que la vacuidad del yo sale al primer plano, disponiéndose para la apertura de lo Abierto . Este aburrimiento es el que conduce a Mitsou a escaparse para atravesar el Crac y perderse en lo Abierto. Le pasa igual que al gato de la novela homónima de Natsume Soseki que, cansado de posar mientras lo dibuja su dueño, se escapa a su propio mundo felino: “yo ya había dormido bastante, y tenía unas ganas tremendas de bostezar y de desperezarme; pero como veía al maestro entregado con tanta seriedad a su trabajo, no tuve el valor de moverme. Así que me sumergí en el aburrimiento con gran resignación… Los músculos del cuello se me habían dormido y sentía un aguijoneo de lo más desagradable recorriéndome todo el cuerpo. Cuando el hormigueo alcanzó un punto que podría calificar de insoportable, me vi obligado a reclamar mi libertad. Estiré las patas delanteras todo lo que pude, desentumecí el cuello y bostecé abriendo todo lo que pude mi enorme boca. Una vez realizado el ritual completo de desperezamiento, no había ya ningún motivo para seguir allí quieto sin hacer nada. El dibujo del maestro constituía un intento nulo en cualquier caso, así que ahora yo también podía dedicarme a mis propios asuntos en algún rincón del jardín. Movido por estos pensamientos, así como por mi instinto, comencé a alejarme de la galería” .

Reclama este gato sin nombre no solo su libertad de movimiento, sino una racionalidad propia (“movido por estos pensamientos”) en conjunción con sus instintos, que le llevan a escapar del mundo patente de los humanos. Sigue así los pasos de Mitsou, como también el gato de Émile Zola, que escapa por puro aburrimiento a través de una ventana, elemento nuevamente significante en el escenario del desocultamiento (circunstancia que habría agradado a Balthus y a Rilke): “y, sin embargo, ¡cuánto tenía que agradecer a la Providencia que me hubiera acomodado en casa de su tía! La buena mujer me adoraba. En el fondo de un armario yo tenía un verdadero dormitorio, con tres colchas y un cojín de pluma. La comida no le iba a la zaga. Nada de pan ni sopa; solo carne, carne roja de la buena. Pues bien, en medio de aquellos placeres yo no tenía más que un deseo, un sueño: deslizarme por la ventana entreabierta y escapar por los tejados. Las caricias me parecían insulsas, la blandura de mi cama me producía náuseas, y estaba tan orondo que me asqueaba a mí mismo. Y me aburría el día entero de ser tan feliz. Debo decirle que, alargando el cuello, había visto desde la ventana el tejado de enfrente. Cuatro gatos se peleaban allí aquel día, con la piel erizada y la cola en alto, rodando sobre la azulada pizarra, calentándose al sol y lanzando juramentos de alegría. Nunca había contemplado un espectáculo tan extraordinario. Entonces me convencí de que la verdadera felicidad se hallaba en aquel tejado, detrás de la ventana que cerraban con tanto cuidado… Concebí el proyecto de huir. En la vida debía haber algo más que carne roja. Algo ideal, desconocido. Y un día que olvidaron cerrar la ventana de la cocina, salté a un tejadillo que había debajo” .

No obstante, la particularidad del gato de Zola es que, a diferencia de Mitsou, tras su escapada regresa finalmente al hogar. Este gato, por lo tanto, satisface el fort-da frustrado que hizo llorar al niño Balthus. En cualquier caso, recordemos que Rilke prevenía contra la desesperación, ya que, según decía el poeta, un gato siempre vuelve, de una forma u otra. Desde este punto de vista, el fort-da deviene el Eterno Retorno de lo diferente, en la expresión de Gilles Deleuze. Un ejemplo de esto lo hallamos en el gato de Madadayo, la última película rodada por Akira Kurosawa, considerada su testamento biográfico y cinematográfico. En el filme se muestra el drama que viven el protagonista y su esposa tras la fuga de su añorado gato y los denodados esfuerzos que intentan sin éxito para encontrarlo, lo mismo que la historia ilustrada del pequeño Balthus. El gatito de Madadayo salió del mundo doméstico igual que entró, sin previo aviso. Como aquel día en que se coló por una ranura abierta en el cercado del jardín y el matrimonió decidió acogerlo como un miembro más de la familia. La ausencia del gato torna la situación cada vez más hiperbólica y surrealista, hasta que encuentra solución en el regreso del animal, que retorna al hogar, pero en la forma de otro gato que entra en el jardín a través de la misma abertura que su predecesor. Los dueños vuelven a alegrarse con el animal, a cuidarlo y a mimarlo, en un claro alarde de sustitución sublimatoria. En esta coyuntura se entiende que la última escena de la película sea un recuerdo de la infancia del protagonista, en el que aparece jugando al escondite con otros niños en una dinámica similar al fort-da.

Este juguete freudiano que desaparece y reaparece tiene en el caso de Mitsou un desenlace fatal: el gato se ha marchado para siempre. O al menos eso parecía. Después de lo comentado se comprende que Mitsou está desaparecido precisamente porque no termina de desaparecer; es una presencia ausente. Como en el horizonte abisal heideggeriano, el gato se muestra al retrotraerse en el juego del mundo y la tierra. Por eso se cuestiona Rilke: “Encontrar, perder… ¿Habéis pensado bien en lo que supone la pérdida?”, y se dirige al joven pintor: “Tú lo has sentido, Baltusz; no pudiendo ver a Mitsou, has empezado sin embargo a verlo más claramente” . Rilke concluye diciendo que escribió el prefacio de la historia de Mitsou para aquellos que lloran la desaparición del animal y no ven la doble realidad de la desaparición. Escribió ese texto para poder decirles, no sin ironía: “Tranquilizaos. Existo. Baltusz existe. Nuestro mundo es muy sólido. No hay gatos” . Por supuesto que hay gatos, y al haberlos ya no estamos seguros de que nuestro mundo sea tan sólido. Los gatos son la evidencia presentida de otra dimensión. Por eso, aun fugándose, el gato inexistente sigue existiendo. Es decir, porque no hay gato, el gato está. Mitsou se va y no vuelve porque en cierto modo no se ha ido. Esta especial manifestación del fort-da es adecuada al Da-sein de los animales: el gato reside en el plano intermedio del escapar-regresar, entrar-salir por la ventana, entrar-dejar la habitación. Esta es, de hecho, la experiencia de Derrida al sentirse mirado por su gata, que entra sin permiso en el cuarto de baño cuando él está desnudo . La gata de Derrida es también Mitsou. Expone al sujeto a su soledad, lo deja descubierto y desvelado a plena luz. La gata ve la verdad desnuda. Como el perro de Cézanne, ve lo que hay, las cosas como son.

Esta gata es asimismo aquella criatura de la Octava Elegía que veía el Todo con todos sus ojos. En la expresión de Derrida, “un animal me mira”. Ahora es el gato el que adopta la mirada que antes veíamos en los perros. Pero la mirada felina, en vez de reconfortar al humano en su humanidad, lo aliena. El gato no nos mira como un igual, sino como otro: lo radicalmente Otro . Esto es relevante porque hasta ahora habían sido los humanos quienes miraban al animal como a otro para conocerlo en tanto que objeto. Ahora el gato nos objetualiza a nosotros. Nos mira desde su atalaya distante e impenetrable. De ahí que John Berger en Why look at Animals? argumentase que los animales no dan la réplica al ser humano . La mirada de los gatos no funciona como el espejo que Rilke intuía en los perros, sino que induce un extrañamiento como el que siente Derrida al ser mirado por su gata. Incertidumbre que también compartía Rilke: “nos observan -diréis- pero, ¿acaso alguna vez se ha podido asegurar que un gato se dignó a ceder un hueco en el fondo de su retina a nuestra imagen fútil? Tal vez fijan su mirada en nosotros tan solo para objetarnos el mágico desdén de sus pupilas, que aparentan estar ya satisfechas para siempre” .

Derrida, por su parte, caracteriza la mirada de los gatos como “una mirada de vidente, de visionario o de ciego extra-lúcido”. Desde luego, ven mucho más que nosotros. El propio Heidegger termina asumiendo que los seres humanos son ciegos para ver lo Abierto, a menos que sean guiados por quien ve más allá, o sea, el artista. En breve, el artista es aquel “que tiene la mirada esencial para lo posible, el que lleva a la obra las posibilidades ocultas de lo ente, haciendo con ello por vez primera a los hombres videntes para lo realmente existente, en lo que ellos se mueven a ciegas” . Es como ese animal cuyos ojos penetran en lo visible e invisible poniéndose en riesgo. Al escaparse de casa se exponen a un gran riesgo. Como expuesto y en riesgo se siente también Derrida ante la mirada de su gata: “con estas palabras, en cueros y a pelo, acabo de ver pasar un animal. Que me mira sin orejeras” . Ante los ojos del gato que le mira estando desnudo, Derrida no puede evitar preguntarse por su propio yo: “¿Quién soy yo entonces? ¿Quién soy? ¿A quién preguntarle sino al otro? ¿Quizás al propio gato?” . Los animales en Derrida conforman una diferente idea de otredad. Son un otro propio: el yo en el otro, como otro, en tanto que otro. El filósofo introduce así una novedad sustancial. Si antes decíamos que la mirada del gato no replicaba el reflejo humano, Derrida señala que sí lo hace, aunque no para reconfortarnos, como el perro, sino para dejarnos con el regusto de la auto-pregunta, con la inquietud de la duda ontológica. ¿Cómo es esto posible? Básicamente porque ante la mirada del gato, el sujeto se sabe mirado. Esto es lo que Derrida denuncia en anteriores filósofos, a saber, que no tomasen conciencia de ser mirados. Desde Kant a Heidegger, y después, estos pensadores nunca se dejaron mirar desnudos por los ojos de un gato. Mientras que Derrida se sentía interpelado ontológicamente, ellos construyeron su filosofía sin haberse sometido a la mirada de un animal . Los ojos felinos son una extraña superficie especular. Por eso es muy revelador que Balthus incluyera en sus cuadros, con idéntica frecuencia, tanto gatos como espejos . En definitiva, tal y como se cuestiona Derrida: “¿Qué me hace ver esta mirada sin fondo? ¿Qué me ‘dice’ ésta, la cual manifiesta en suma la verdad desnuda de cualquier mirada, cuando esta verdad me hace ver en los ojos del otro, en los ojos videntes y no solamente vistos del otro?… Como toda mirada sin fondo, como los ojos del otro, esa mirada así llamada ‘animal’ me hace ver el límite abisal de lo humano: lo inhumano o ahumano, los fines del hombre, a saber, el paso de las fronteras desde el cual el hombre se atreve a anunciarse a sí mismo, llamándose de ese modo por el nombre que cree darse. Y en esos momentos de desnudez, bajo la mirada del animal, todo puede ocurrirme, soy como un niño dispuesto al apocalipsis, soy el apocalipsis mismo, es decir, el último y el primer acontecimiento del fin, la revelación y el veredicto” .

He aquí finalmente la alétheia de los gatos. Los animales no tienen prohibido el acceso a lo Abierto, sino que además cumplen la función de guiarnos en el desvelamiento de nuestro propio Da-sein. Cual espejo invertido, su lúcida mirada nos ayuda a efectuar el desocultamiento del ser que somos. Debemos, por lo tanto, reconocer que a pesar del lógos racional que nos caracteriza, los humanos no aventajan mucho al resto de animales. Los seres humanos y los gatos conocen lo Abierto, cada cual a su manera. Y no solo eso, sino que como hemos dicho, los gatos ven por doble: ven lo Abierto y también a nosotros. Cuando se plantan delante y nos miran fijamente desde lo profundo de su extrañeza, despiertan en nuestro interior la turbación de la auto-pregunta. Estaba, pues, fundada la célebre duda de Montaigne: “Cuando juego con mi gata, ¿quién sabe si no me utiliza ella para pasar el rato más que yo a ella?” . Así, los ojos “videntes” del gato lo son justamente porque ven y permiten ver, y no solo por ser vistos. Asistimos, pues, al surgimiento de otra alétheia, en la que los animales desempeñan su rol en la apertura potencialmente develable. En este trabajo se ha pretendido dilucidar de qué manera se liga lo Abierto con la animalidad y atender al aspecto animal del Da-sein, que Heidegger deja voluntariamente relegado. Solo en la medida en que superemos la impostura del límite diferencial entre “humano” y “animal” seremos capaces de ver y de ser vistos. Obviar la animalidad del ser humano es dejar incompleta la forma de acceder a la verdad. Urge, en consecuencia, pensar la apertura desde la pobreza de mundo y la animalidad. Y así, no incurrimos en contradicción si afirmamos que la alétheia, aunque humana por definición, es también animal.

Bibliografía

Artaud, A., (2019) Balthus, Madrid: Casimiro. [ Links ]

De Azúa, F., (2019) Volver la mirada. Ensayos sobre arte, Madrid: Penguin. [ Links ]

Berger, J., (1980) About Looking, Nueva York: Pantheon Books. [ Links ]

Candiloro, H., (2012) “Pobreza, vida y animalidad en el pensamiento de Heidegger”, en: Areté. Revista de Filosofía, v. XXIV, pp. 263-287. https://doi.org/10.18800/arete.201202.002 [ Links ]

Derrida, J., (2008) El animal que luego estoy si(gui)endo, Madrid: Trotta. [ Links ]

Fox Weber, N., (2013) “Baladine, Rilke and, Balthus: Looking Through the Window”, en: Franciolli, M., Iovane, G. y S. Wuhrmann (eds.), A Window on the World: From Durer to Mondrian and Beyond: Looking Through the Window of Art from the Renaissance to Today, Lugano: Skira, pp. 322-327. [ Links ]

Heidegger, M., (2010) Caminos de bosque, Madrid: Alianza Editorial. [ Links ]

Heidegger, M., (2006) Carta sobre el Humanismo, Madrid: Alianza Editorial . [ Links ]

Heidegger, M., (2001) Conferencias y artículos, Barcelona: Ediciones del Serbal. [ Links ]

Heidegger, M., (2007) De la esencia de la verdad. Sobre la parábola de la caverna y el Teeteto de Platón, Barcelona: Herder. [ Links ]

Jaunin, F., (2010) Balthus. Meditaciones de un caminante solitario de la pintura, Buenos Aires: Las Cuarenta. [ Links ]

Klossowski, B. (2002) Balthus, Memorias, Barcelona: Lumen. [ Links ]

Lesmes González, D., (2009) “Uno se aburre: Heidegger y la filosofía del tedio”, en: Bajo Palabra, v. II 4, pp. 167-172. [ Links ]

Llinares, J. B., (2005) “El símbolo de los animales en la antropología poética de R. M. Rilke”, en: Thémata, 35, pp. 645-654. [ Links ]

Montaigne, M. de, (2019) Ensayos completos, Madrid: Cátedra. [ Links ]

Muñoz Pérez, E., (2013) “Ser humano, animal y animalidad. Novedad y alcance de los Conceptos fundamentales de la metafísica. Mundo, Finitud, Soledad 1929/30 de Martin Heidegger”, en: Veritas, 29, pp. 77-96. https://doi.org/10.4067/S0718-92732013000200004 [ Links ]

Natsume, S., (2010) Soy un gato, Madrid: Impedimenta. [ Links ]

Pettman, D., (2016) “Electric Caresses. Rilke, Balthus, and Mitsou”, en: Cabinet. A Quarterly of Art and Culture, 59, pp. 34-39. https://doi.org/10.5749/minnesota/9781517901219.003.0005 [ Links ]

Petzet, H. W., (2007) Encuentros y diálogos con Martin Heidegger (1929-1976), Buenos Aires, Madrid: Katz. https://doi.org/10.2307/j.ctvm7bdkt [ Links ]

Pobierzym, R. P., (2011) “El mundo y lo abierto en el pensar de Martin Heidegger y Rainer María Rilke. Su representación en el vuelo de la alondra”, en: Cuadernos del Sur. Filosofía, 40, pp. 153-164. [ Links ]

Rilke, R.M., (1997) Cartas del vivir. Antología de su epistolario sobre el amor, la soledad, la muerte, el sexo, la dificultad, el viaje a Toledo y Ronda, la creación, Dios…, Barcelona: Ediciones Obelisco. [ Links ]

Rilke, R.M., (1992) Cartas sobre Cézanne, Barcelona: Paidós. [ Links ]

Rilke, R.M., (2002) Las elegías de Duino, Madrid: Visor. [ Links ]

Rilke, R.M., (2010) Worpswede, Gijón: Trea. [ Links ]

Rilke, R.M. y Balthus, (2006) Mitsou. Historia de un gato seguido de Cartas a un joven pintor, La Laguna: Artemisa Ediciones, Titivillus,. [ Links ]

Rodríguez, R., (2006) Heidegger y la crisis de la época moderna, Madrid: Síntesis. [ Links ]

Roig, A., (2016) Perro. Vida de Rainer María Rilke, Barcelona: Galaxia Gutenberg. [ Links ]

Schopenhauer, A., (2003) El mundo como voluntad y representación , Vol. I y II, Madrid: Círculo de Lectores. [ Links ]

Valero, V., (2021) Breviario provenzal, Cáceres: Periférica. [ Links ]

Zola, E., Twain, M., Kipling, R. y Saki, (2012) El paraíso de los gatos y otros cuentos gatunos, Madrid: Nórdica Libros [ Links ]

Recibido: 18 de Octubre de 2021; Aprobado: 27 de Junio de 2022

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons