“El quijotismo es, en rigor, un ideal de vida, y aun el único ideal capaz de integrar en una comunidad lo que al principio había parecido propio solamente del hombre individual y solitario: el sentimiento de la tragedia”1 Ferrater Mora
“…si le néant nous est réservé, ne faisons pas que ce soit une justice”2 Senancour
Desde fines del siglo XX a esta parte han crecido considerablemente los estudios sobre el barroco y el neobarroco3. Tal es así que se ha llegado a decir que nuestra era es barroca, o mejor, neobarroca4. Quizás la razón de ello se deba a que, como señalan tanto Sáez Rueda5 como Álvarez Solís6, el barroco sea una forma de comprender el mundo que suele aparecer en épocas de crisis. Un síntoma de que la modernidad ha entrado en una fase terminal.
A propósito de dichos estudios, el filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría, en una conferencia llevada a cabo en la Universidad de Alcalá en enero de 2006, titulada “Meditaciones sobre el barroquismo. I. Alonso Quijano y los indios”, recogida posteriormente en Modernidad y blanquitud (2010), toma como punto de partida la estrategia vital del Quijote de Unamuno7 para mostrar cómo los indígenas de las ciudades latinoamericanas tuvieron que reinventarse para sobrevivir. Tuvieron que crear un mundo nuevo desde la desesperación e incertidumbre. Acometer una creación desesperada. Dicha estrategia se funda en un tipo de comportamiento que Echeverría asocia como propio de la actitud barroca, y que se encuadra en su concepción del ethos barroco.
En este trabajo, partiendo de la hipótesis de Echeverría sobre el barroquismo del Quijote unamuniano, pretendo sostener que dicho ethos barroco, como actitud, como comportamiento, como estrategia vital, tal como lo define el filósofo ecuatoriano, se extiende más allá de dicha obra y se articula con el ethos trágico de la agonística unamuniana. Para ello, en primer lugar, partimos de la hipótesis de Sáez Rueda (en las obras anteriormente mencionadas), quien entiende que la agonística unamuniana está estrechamente vinculada a la actitud barroca y que, por otra parte, hay al menos dos lazos de unión entre lo barroco y lo trágico. A estos dos lazos, se sugiere, se pueden sumar dos más; uno de ellos parte de la concepción compartida por Echeverría y Unamuno respecto a la acción: la elección por el tercero que no puede ser, el otro parte de la hipótesis de que esa comunidad de actitud, de ethos, entre lo trágico y lo barroco, se puede establecer desde la función pedagógica moral de las obras trágicas y de las barrocas.
1. Bolívar Echeverría y el ethos barroco
Entre fines de la década del 80 y principios del 90 del siglo pasado, Echeverría inicia sus investigaciones sobre filosofía de la cultura8. A partir de la lectura de El hombre barroco de Villari, entiende que el concepto de barroco ha emergido de la historia del arte y la literatura para pasar a formar parte de la historia cultural en general9. Los resultados de ese trabajo serán plasmados fundamentalmente en Modernidad y capitalismo. 15 tesis (1987, pero con ampliaciones y correcciones en 1989 y 1991), Modernidad, mestizaje cultural, ethos barroco (1994), Las ilusiones de la modernidad (1995), La modernidad de lo barroco (1998) y Modernidad y blanquitud (2010).
La filosofía de la cultura que desarrolla por entonces Echeverría es una filosofía situada específicamente en el ámbito latinoamericano. Una de las cuestiones centrales que despliega en dichas investigaciones se vincula a un comportamiento recurrente de las poblaciones latinoamericanas (especialmente indígenas) de los siglos XVI y XVII, quienes, en su vida cotidiana, presentan resistencias a la expansión del capital. Ante este panorama, Echeverría propone una indagación a partir de una teoría que ha denominado ethos histórico, en cuya perspectiva se puede distinguir un ethos barroco, que asociará a dicho comportamiento.
Las primeras aproximaciones a esta noción aparecen a fines de los años 80 en las tesis 6 y 7 de Modernidad y capitalismo. 15 tesis10.
En la tesis 6, donde tematiza los distintos modelos de modernidad anteriores al establecimiento de la modernidad capitalista y las distintas formas de presencia del capitalismo, entra en el tema del ethos histórico11. En esta tesis: “se advierte que es “sobre el plano sincrónico” que se deben distinguir tres ‘fuentes de diversificación’: a) ‘Por su amplitud’ con respecto a un conjunto de la vida de una sociedad que se encuentra ‘sometido a la reproducción del capital’ de manera exclusiva, dominante o simplemente participativo. b) ‘Por su densidad’ en cuanto dicha sociedad es subsumida por un capitalismo ‘real’ o meramente ‘formal’ (de más a menos). c) Por ‘su tipo diferencial’, es decir, por la ubicación relativa de la economía de una sociedad dentro. Todo esto caracterizaría lo que Echeverría llama el ‘ethos histórico’ de una época, como la modernidad”12.
De aquí que luego dedique la tesis 7 al Cuádruple ethos de la modernidad capitalista. Echeverría parte aquí del hecho concreto de la presencia del capitalismo en la vida de todos aquellos que aceptan vivir en referencia al mundo moderno. La presencia de lo que el ecuatoriano denomina hecho capitalista, implica el conflicto entre la dinámica de la forma social-natural de la vida social y la de la reproducción de su riqueza como forma del valor, donde la primera se ve sometida y subsumida por la última. Ahora bien, Echeverría entiende que asumir el hecho capitalista como condición de la existencia práctica consiste en desarrollar un ethos -un comportamiento espontáneo, dice- capaz de integrar ese hecho como inmediatamente aceptable para asegurar la cotidianeidad. Es decir, una naturalización del hecho capitalista. Esta naturalización se construye, según Echeverría, en base a cuatro ethos (puros o elementales): 1) el ethos realista, 2) el ethos romántico, 3) el ethos clásico, y 4) el ethos barroco. Si bien estos ethos conforman los cuatro modelos de naturalización del capitalismo, ninguno de ellos se da nunca de manera exclusiva, sino que siempre, cada uno, aparece combinado con los otros en las diferentes circunstancias de las distintas construcciones de mundo modernas. Solo en este sentido relativo se puede hablar de una modernidad clásica frente a una romántica o una realista frente a una barroca13.
De estos cuatro ethos, dedicaremos nuestra atención solo a uno de ellos, al barroco. Sin embargo, para poder comprender su diferencia con los otros, es necesaria una mínima exposición de aquellos. Con el correr de sus investigaciones, Echeverría irá avanzando en la caracterización de estos ethos desde descripciones más generales a más detalladas y profundas, pasando además de una caracterización económica atravesada por su visión crítica del marxismo a una filosofía de la cultura: “Su filosofía de la cultura intentaba responder a cuestiones abiertas en su visión crítica del marxismo, aunque también gracias a la confluencia de otras vertientes de su amplia cultura filosófica y de intelectual militante de izquierda. En primer lugar, desde el valor de uso (inspirándose en Marx) trata de ampliar el horizonte de esa mera cuestión económica tradicional a un análisis que se hiciera cargo de otros niveles de la ‘forma natural de la reproducción social’ como totalidad de la vida de un momento histórico. De esta manera se pasa de una economía abstracta a una filosofía de la cultura histórica y concreta”14.
Así, inicialmente, en el trabajo publicado en 1987 como resultado de la discusión interna del proyecto de investigación, sostiene que estos ethos provienen de distintas épocas de la modernidad. Entiende que el ethos realista es un tipo de comportamiento que se desenvuelve dentro de una actitud de identificación afirmativa, militante y de potenciación del capitalismo: “… valorización del valor y desarrollo de las fuerzas productivas serían, dentro de esta espontaneidad, más que dos dinámicas coincidentes, una sola, unitaria”15. Este ethos es realista no solo por su carácter afirmativo de la eficacia insuperable del mundo establecido sino también por la imposibilidad de un mundo alternativo. El ethos romántico, por su parte, guarda cierta similitud con el realista, en tanto es tan militante como el anterior e implica la identificación de los mismos dos términos. Sin embargo, su afirmación es completamente opuesta. Aparece como un comportamiento crítico del capitalismo que afirma el valor de uso. Es una peculiar manera de vivir con el capitalismo, que se afirma en la medida que lo transfigura en su contrario. Por otra parte, otro comportamiento moderno es el que caracteriza como ethos clásico, que entiende el hecho capitalista como un hecho que rebasa el margen de acción humano. En este sentido, sea una bendición o una maldición, este comportamiento entiende que toda actitud en pro o en contra de lo establecido, con pretensiones de eficacia, resulta ilusa y superflua. Por último, tenemos al ethos barroco, cuarta forma de naturalización del capitalismo, que completa el cuádruple ethos de la modernidad, y al cual Echeverría le dedica mayor espacio en su tratamiento. Aquí, la característica central de este modo de comportamiento es la ambigüedad: “…una estrategia de afirmación de la ‘forma natural’ que parte paradójicamente de la experiencia de la misma como sacrificada…”16, pero que pretende su reconstrucción desde los despojos dejados, reinventándose de manera disimulada.
En El ethos barroco, publicado en Modernidad, mestizaje cultural, ethos barroco (1994), Echeverría precisa con mayor detenimiento esta caracterización del ethos barroco. El filósofo ecuatoriano expone lo que entiende como ethos barroco y la forma en que este concepto se conecta con los temas de la modernidad, la estética barroca y el mestizaje cultural. Su objetivo aquí es el de explorar aquello que llama a identificar como barrocos a ciertos fenómenos de la historia de la cultura. Entiende así que, ante el hecho capitalista, la actitud barroca no lo acepta ni se suma a él, sino que siempre lo mantiene como inaceptable y ajeno. Consiste en una afirmación de la forma natural del mundo de la vida, vencida ya por la acción del capital, pero que, por lo mismo, se convierte en el punto de partida de este modo de interiorizar el capitalismo17. Pero es más adelante, en La modernidad de lo barroco (1998), donde Echeverría delimita con mayor precisión y desarrollo su definición, señalando cierta cercanía con los otros modos de comportamientos, pero, a la vez, marcando sus diferencias: “se trata de un comportamiento que no borra, como lo hace el realista, la contradicción propia del mundo de la vida en la modernidad capitalista, y tampoco la niega, como lo hace el romántico; que la reconoce y la tiene por inevitable, de igual manera que el clásico, pero que, a diferencia de éste, se resiste a aceptar y asumir la elección que se impone junto con ese reconocimiento, obligando a tomar partido por el término ‘valor’ en contra del término ‘valor de uso’”18.
El propósito de Echeverría en su análisis de los ethos históricos, y particularmente, en su estudio sobre el ethos barroco, queda aclarado ya en el artículo El ethos barroco. Allí, diagnostica nuestro presente señalando que la crisis actual no es pasajera sino civilizatoria; que desde hace ya más de cien años no alcanza a recomponerse de forma sostenible. Crisis civilizatoria que queda, para él, asociada inescindiblemente al proyecto de la modernidad y su consecuente fracaso. A dicho análisis sobreviene una pregunta. Echeverría se plantea si es posible una modernidad alternativa. Señala así que el interés por indagar en la vigencia del ethos barroco se presenta a partir de una preocupación por la crisis civilizatoria contemporánea y por el deseo de pensar en una modernidad postcapitalista como una utopía alcanzable19. La hipótesis con la que trabaja allí puede resumirse en estas palabras: “si el barroquismo en el comportamiento social y en el arte tiene sus raíces en un ethos barroco y si éste se corresponde efectivamente con una de las modernidades capitalistas que anteceden a la actual y que perviven en ella, puede pensarse entonces que la autoafirmación excluyente del capitalismo realista y puritano que domina en la modernidad actual es deleznable, e inferirse también, indirectamente, que no es verdad que no sea posible imaginar como realizable una modernidad cuya estructura no esté armada en torno al dispositivo capitalista de la producción, la circulación y el consumo de la riqueza social”20.
La modernidad postcapitalista podría emerger entonces de un cambio de comportamiento, un cambio de actitud y una estrategia que Echeverría asocia al barroco. Con este objetivo, el filósofo ecuatoriano rastrea en el comportamiento de los indígenas urbanos latinoamericanos de los siglos XVI y XVII otra manera de vivir la modernidad, la de una modernidad olvidada21, secuestrada y sancionada22, omitida ex profeso23, porque, como señala Valentín Díaz, solo a partir de la reincorporación del barroco como origen de la modernidad, es posible, según entiende Sarduy, imaginar otro presente24.
1.1. Barroquismo quijotesco: la estrategia de supervivencia indígena
La conferencia de Bolívar Echeverría Meditaciones sobre el barroquismo I. Alonso Quijano y los indios, es producto de las investigaciones que el filósofo ecuatoriano venía llevando a cabo desde tiempo atrás sobre el tipo de comportamiento que denomina ethos barroco25.
En las Meditaciones, Echeverría pretende dar cuenta de otras identidades, de otros comportamientos, de otros ethos, que no son necesariamente los de la blanquitud26. Y ello lo encuentra en la historia latinoamericana de los siglos XVI y XVII. Allí, el tipo de comportamiento inventado por los indígenas de las ciudades que sobrevivieron luego de la conquista, Echeverría lo identifica con el ethos barroco.
En este texto, el filósofo ecuatoriano pretende mostrar la singular homología -término que en biología evolucionista se utiliza para indicar caracteres de diferentes organismos que se parecen porque fueron heredados de un antepasado común que también poseía ese carácter- entre el comportamiento ideado por Cervantes para Don Quijote27, por un lado, y el comportamiento social, nada ficticio, que se inicia en un cierto sector de la vida práctica en América Latina de comienzos del s.XVII, por otro. La clave que permite reconocer esta homología es, según Echeverría, la de lo barroco. Para ello recurre en primera instancia a Vida de Don Quijote y Sancho (1905)28, donde señala que Unamuno29 se propone allí remitificar el mundo hispánico tomando como eje la figura del Quijote y su rasgo más distintivo: la locura30. Como sostiene el ecuatoriano, para Unamuno, la locura de Alonso Quijano, el bueno, no es un hecho psíquico, sino que “sigue un método”31, le viene de su propia elección, ya que es él quien decide convertirse en el Quijote como estrategia de supervivencia. No soporta lo que los españoles de su época están haciendo de España. No comulga con la España pragmática y mercantil. Se resiste así al surgimiento de esa España cuya santa patrona sería -según Unamuno- su sobrina, Antonia Quijana, dechado de cordura y realismo, y enemiga de la poesía. En la lectura de Echeverría, la locura de Alonso Quijano es para Unamuno el resultado de la resistencia de este hidalgo al enterramiento de la España heroica inspirada por el sentimiento trágico de la vida, la España abierta al mundo y la aventura.
La locura de Alonso Quijano consiste en la construcción de una realidad imaginaria, pero no por ello menos real y vivible. Teatralizar el mundo real de su sobrina, del cura, del bachiller Carrasco, el mundo de la realidad que le rodea y abruma, y cuya esencia consiste en la anulación de la realidad profunda de España, la realidad heroica y trágica. Esta teatralización surge del dolor y la insoportabilidad de la realidad de ese mundo realista. Puesto que solo teatralizada, es rescatable y vivible. No es una forma de huir de ella, sino de liberarla del encantamiento que la vuelve irreconocible y detestable. Para eso, Alonso Quijano se convierte en Don Quijote32.
Esta lectura que hace del Quijote de Unamuno le sirve de base para, en un segundo momento, abrevar en la caracterización de Adorno sobre el barroco, darle una impronta propia y aplicarlo a la cuestión de la invención de una nueva forma de vida de los indígenas de las urbes latinoamericanas.
Echeverría señala que todos los intentos de describir la obra de arte barroca subrayan como rasgo característico y distintivo, su “ornamentalismo”, que expresa su profunda “teatralidad”33. Lo específico del carácter decorativo-teatral de las obras barrocas, puede entenderse, señala Echeverría, desde los Paralipómena de Adorno.
Según Echeverría, Adorno34 apunta a la paradoja encerrada en la decoración barroca. Se emancipa de lo central en la obra de arte, pero, al mismo tiempo, no deja de ser una decoración. Sin llegar a independizarse de la obra, permanece atada a esta. Solo se distingue de una decoración simple en el modo de su desempeño: un modo exagerado de servir.
Ello es así, justamente, porque, como señala Sarduy, lo barroco aparece como una red de conexiones, donde su expresión gráfica no sería ni lineal ni bidimensional ni plana, sino en volumen, superabundancia, espacial y dinámica35. Lo ornamental de la obra de arte barroca solo es, como señala Echeverría, el aspecto más evidente de un rasgo suyo que la caracteriza de manera más determinante. Para el filósofo ecuatoriano, la afirmación adorniana de la decorazione assoluta del barroco debería re-escribirse como teatralización absoluta de la obra de arte barroca. Lo barroco es messinscena assoluta, como si esta se hubiese emancipado de todo servicio a una finalidad teatral (la imitación del mundo) y hubiese creado un mundo autónomo. Aparece un acontecer que se vuelve autónomo respecto del acontecer central y que lo hace, aunque parasitariamente, diferente. Una versión alternativa del mismo acontecer36.
¿Qué es lo que hace, en el arte barroco, que la teatralidad sea una messinscena assoluta? La respuesta, para Bolívar Echeverría, se encuentra quizás en la “estrategia melancólica de trascender la vida”, propia del Quijote37. Para este, la consistencia imaginaria del mundo transfigurado poéticamente, se ha vuelto, como mundo de la vida, mucho más necesaria y fundamentada que el mundo real. Según Echeverría, la messinscena assoluta posibilita alterar la representación del mundo mitificado en la vida cotidiana hasta el punto de convertirse en una versión diferente de sí misma. Al descubrir una legalidad propia tan desfondada, tan contingente, e incluso improvisada, invita a invertir el estado de cosas y plantear, al mismo tiempo, la legalidad del mundo real como una legalidad cuestionable. Descubre que ese mundo es también teatral o escenificado, contingente y arbitrario38.
Echeverría entiende que, una vez que las grandes civilizaciones indígenas americanas habían sido borradas de la historia, el desinterés y el abandono de la corona produjeron un vacío civilizatorio que habilitaba un serio riesgo de culminar en barbarie. Ante este panorama, la población de indios integrados como siervos o como marginales de la vida virreinal de las ciudades debió reinventarse. Era, a su juicio, una cuestión de supervivencia: “rescatar a la vida social de la esta amenaza de barbarie que venía junto con ese repudio y abandono, y que se cernía no solo sobre los criollos sino sobre toda la población del llamado ‘nuevo mundo’, se había vuelto un asunto de sobrevivencia”39.
Para los indígenas latinoamericanos de las ciudades, sobrevivir implicó actualizar el mayor recurso de la historia de la civilización humana, el mestizaje40. Se llevó a cabo una re-creación de la civilización europea en América. Echeverría señala que aquellos indios desarraigados de sus comunidades originarias e injertados en las urbes como trabajadores precarizados, con el objetivo de sobrevivir y evitar la barbarie, dejaron que su antiguo código civilizatorio fuese devorado por el de los españoles: “En otras palabras, los indios indispensables en la existencia de las nuevas ciudades permitieron que fuera el modo europeo de subcodificar y particularizar aquella simbolización elemental con la que lo humano se autoconstruye al construir un cosmos dentro del caos, el que prevaleciera sobre el modo antiguo de sus ancestros, que se volvía cada vez más desdibujado y lejano. Es decir, dejaron que, sobre sus lenguas originarias se estableciera la lengua de los europeos, la manera propia de éstos de volver decible lo indecible, de dar nombre y sentido a los elementos del cosmos”41.
Sin embargo, esta re-creación era, como tal, no una copia sino algo completamente diferente del modelo que pretendía reconstruir. Jugando a ser europeos, dice Echeverría, los indios asimilados articularon una representación que, en un momento dado, dejó de ser tal para pasar a ser una realidad efectiva que ya no podían suspender. Era una messinscena assoluta. En esta puesta en escena, los indios, que mestizan a los europeos mientras se mestizan a sí mismos, se suman a todos los que por ese entonces pretendían construir una identidad propiamente moderna sobre la base de la modernidad capitalista. Intento de construcción de identidad que ya aparece a fines del siglo XV en Italia y en la península ibérica: aquella que se conoce como ethos barroco42. Echeverría entiende que los indígenas de las ciudades latinoamericanas siguieron la misma estrategia barroca que algunas sociedades de esa época que interiorizaron la modernidad capitalista. Sacrificaron la forma natural de la vida en pos de la acumulación de la riqueza. Sin embargo, el filósofo ecuatoriano ve que los mestizos americanos, al aceptar el sacrificio de su antigua forma de vida, en su reconstrucción, hicieron un modo de reivindicarla.
¿Qué elementos encuentra entonces Echeverría en el Quijote unamuniano que le permiten explicar la situación trágica de los pobladores de las ciudades latinoamericanas del XVII y la salida de esta penuria? La tragedia del Quijote, por la insoportabilidad del mundo, es análoga a la vivida por los indígenas, mestizos y mulatos de las ciudades latinoamericanas, y es análoga también la elección llevada a cabo por estos, que debieron albergar una salida ante dos modos de entender el mundo que los atenazaba de igual manera.
Como bien señala Cerezo Galán, en Vida de Don Quijote y Sancho, frente al espíritu escéptico de disolución y al estético de evasión, Don Quijote, el caballero de la fe, está empeñado en una lucha utópica contra el mundo. Aparece aquí como en ningún otro texto la actitud de resignación activa. Y la apuesta por el sentido no encuentra mejor exponente que la voluntad heroica del Quijote. Unamuno ve en Don Quijote la encarnación del idealismo ético (o pesimismo trascendente) de la lucha por dotar de sentido al mundo43. Y Echeverría ve aquí que el rasgo más distintivo de la figura del Quijote de Unamuno, como se anticipó, es la locura. Locura que procede de una elección metodológica contra la lógica binaria clásica, que lo lleva a elegir por aquello que no puede ser. Dicha locura es la resistencia al modo de vida realista que impregna el mundo de la modernidad humanista, racionalista e ilustrada. Como señala Cerezo Galán, la locura quijotesca lleva al sentido genuino de la fe como creación. Porque de esto se trata, de una posición del mundo, de su sentido moral, desde la nada de condiciones antecedentes y contra la nada del sin sentido y la muerte. Don Quijote cree en el absurdo, en lo absurdo racional. Tienta lo imposible a sabiendas de que lo es y en esto estriba su condición de héroe trágico. Afrontar el ridículo es el mayor heroísmo de Don Quijote. A la vez que reconoce la imposibilidad, cree en el absurdo. De ahí que conjugue en sí dos movimientos diferenciados: el de la resignación infinita y el de la recuperación infinita. En esto consiste su sentido de creación44.
Pero el espíritu de creación reclama el dolor y necesita el sueño. El dolor adquiere una dimensión trascendente en la economía de la libertad. Revela la inconmensurabilidad de su querer y aspiración con los límites del mundo. Es en el dolor donde se experimenta el espíritu en su libertad. La salida no puede ser otra que la del sueño. Unamuno retoma la metáfora del sueño tanto de Calderón como de Shakespeare. Pero como señala Cerezo Galán, invierte el sentido de la metáfora, y en vez de relativizar la vida desde la imagen del sueño, se vivifica y autentifica el sueño desde la experiencia agónica de la vida. Desde esta perspectiva, dicha experiencia se constituye en condición, desde ella y con ella misma, de salvación45. Unamuno entiende que tanto la certeza absoluta de que la muerte es la aniquilación total de la conciencia personal (del sentido) como la certeza absoluta de que nuestra conciencia personal se prolonga en una ultravida, nos están vedadas y nos harían igualmente imposible la vida. En un repliegue del alma racional y en otro del alma del creyente, amenaza una sombra, una voz de incertidumbre: “El lector verá cómo esa incertidumbre, y el dolor de ella y la lucha infructuosa por salir de la misma, puede ser y es base de acción y cimiento moral”46.
De este choque entre la razón y el deseo, entre el escepticismo y la desesperación, nace la salvadora incertidumbre47. A juicio de Cerezo Galán, este entre es el elemento de la incertidumbre. Y Unamuno reclama ese espacio intermedio para la libertad. Entre la certeza absoluta y la duda absoluta, solo queda el espacio intermedio de la incertidumbre creadora. El fondo del abismo no es otro que el de la libertad. La bajada a ese fondo constituye la experiencia de la angustia por el propio esfuerzo de ser, siempre crucificado entre el todo y la nada. ¿Qué cabe hacer? ¿Jugar, como había dicho Nietzsche? ¿Apostar, como Pascal? Para Unamuno, la respuesta es la del Quijote, luchar. Sacar fuerzas de flaqueza para hacer creadora la propia incertidumbre. Su lucha es creación de sentido entre el absurdo y el misterio48.
Ahora, el lenguaje de la ambivalencia trágica, de la tensión productiva y el agonismo, es el de la paradoja, el quiasmo. Goldmann prueba que la paradoja es el estilo mental propio del pensamiento trágico49. La paradoja genera, en la tensión máxima de los contrarios, un nuevo horizonte de sentido. Como señala Cerezo Galán, su lógica no es la neutralidad, ni siquiera la ambigüedad, sino la ambivalencia creadora o alterutralidad, concepto clave de la agonística unamuniana50 y del barroco graciano51. Es en la tensión de los opuestos donde brota la significación. La paradoja trágica renuncia al espíritu de mediación, pero es capaz de alumbrar un camino infinito de reflexión. No se atreve al salto de la fe ni vive de su certidumbre, hace de la incertidumbre misma la fuente de una esperanza52. Como señala Mermall, el quiasmo refleja también la guerra unamuniana contra la lógica, que obtura la libertad. Es la palabra rota y regenerada, burlada y burladora, siempre vencida y nunca derrotada, por donde se abre el camino el espíritu de creación53. Expongamos ahora in extenso estos elementos.
1.1.1. La situación trágica, la elección, la lucha
Echeverría señala que, a diferencia de la puesta en escena de sí mismo como Don Quijote, que hace Alonso Quijano cuando transfigura la miseria histórica de su mundo para sobrevivir en él, la estancia de los indios de las ciudades de América en ese otro mundo soñado, que los salva también de su miseria, es una estancia que no termina. No despiertan de su sueño, no regresan al buen sentido no se despeñan en el abismo de la sensatez o mueren a la cordura de la vida, como dice Unamuno que hace Alonso Quijano al renegar del Quijote el día de su muerte. Los indios no vuelven de ese mundo reproducido, representado, permanecen en él, convirtiéndolo, poco a poco, en su mundo real. La elección de un curso determinado de acción se constituyó en una realidad constante conformando un ethos propio y una política vital.
Como es sabido, en Aristóteles, la naturaleza de los modos de ser (ethos), del carácter, del comportamiento moral, consiste en una elección (proháiresis) prudente y constante entre dos extremos. Un proceder virtuoso moralmente, para el estagirita, reside en elegir habitualmente siguiendo una norma para la acción y el consejo de la persona de sabiduría práctica, quien entiende que la elección de los medios para actuar debe guiarse por el mesótes. Como señala Echeverría siguiendo la lectura de Merleau-Ponty, comportarse de cierta manera radica siempre en una elección. La elección consiste así en tomar partido por tal o cual cosa y dejar de lado otra. La elección entraña, dice Echeverría siguiendo a Spinoza, la aplicación del principio de tertium non datur, es decir, que toda afirmación de una opción involucra el rechazo o negación de las otras. Así, una opción se considera aceptable y la otra u otras desechables. O bien A o bien no A, tal como enseña el principio de tercero excluido formulado por Aristóteles54. Si no puede darse el caso de A y no A, y tampoco un intermedio entre ellos, necesariamente se deberá afirmar o negar uno de ellos, es decir, o bien A o bien no A. No hay una tercera posibilidad. Por lo cual, como señala Echeverría: “…no existe una tercera categoría posible, capaz de reunir a la vez, en la singularidad de una experiencia, lo aprovechable o necesario y su contrario, lo desechable o casual”55.
Sin embargo, Echeverría observa que en la vida cotidiana del siglo XVII la elección resultaba más problemática, puesto que las condiciones que se daban en ella impedían la asignación de una u otra de estas dos categorías a las cosas. En consecuencia, la elección no podía seguir las directrices de la lógica aristotélica. A su juicio, son condiciones que introducen una ambivalencia radical y ontológica en la vida humana y su mundo. Dos propuestas que reclaman para sí su propia legalidad: “… en virtud de este empate radical entre dos universos de sentido concurrentes, la ambivalencia dentro de la que debe comportarse el ethos de la modernidad es una ambivalencia fundamental, de orden ontológico: los modos de tratarla que ese ethos incluye son cada uno de ellos principios estructurantes del conjunto de la vida humana y del mundo en el que ella se desenvuelve”56.
Como en la tragedia, la contraposición entre lo aceptable y lo rechazable se presenta en dos versiones distintas que se anulan recíprocamente y que pueden ser igualmente válidas e igualmente insostenibles. Al respecto, Lesky entiende que lo trágico puede presentarse en tres formas: como visión radicalmente trágica del mundo, como conflicto trágico absoluto y como situación trágica. Respecto de esta última, la caracteriza como el lugar donde encontramos los elementos que constituyen lo trágico: la existencia de fuerzas opuestas que se levantan unas contra otras, y allí está el ser humano que no encuentra la solución a su conflicto y ve su existencia entregada a la destrucción57.
En la población mayoritaria de la América española y portuguesa conformada por sobrevivientes indígenas, negros, mulatos, mestizos y criollos, se daba dos definiciones contrapuestas de lo que en la vida humana y su mundo era necesario y pleno de sentido, y lo que no lo era. Ambas combatían entre sí en un empate sin salida: “Ambos proyectos de mundo, ambas ‘lógicas’, podían ser igualmente convincentes, pues los dos reclamaban, cada uno para sí, la afirmación de la vida, y combatían al otro acusándolo de ser una negación de la misma”58.
Una primera definición se apreciaba desde la actitud de aceptación al proyecto civilizatorio y a la voluntad política imperial, lo cual podía entenderse como una traición a lo propiamente americano, de renuncia a uno mismo, de renuncia a una existencia moral: una muerte moral. Esta equivalía a asegurar la expansión del nuevo modelo económico y a participar de sus beneficios. La nueva civilización era el precio a pagar para conservar la vida física. La segunda, en cambio, era perceptible como una actitud de rebeldía y resistencia a la nueva realidad de la Europa trasplantada, una fidelidad a lo autóctono o a lo criollo, de protección de la autonomía y dignidad moral que, implicaba, la muerte física, en cuanto repliegue en sí mismo. El refugio en lo inhóspito y el alejamiento de lo civilizatorio podía verse como la única forma de rescatar lo principal de la vida. Adhesión-civilización-vida física o rechazo-autonomía-vida moral. Había que elegir entre la vida física o la vida moral/espiritual. Y ganar la vida física a costa de la moral o ganar la moral a costa de la física. Esto se constituyó en la tragedia de los indígenas latinoamericanos. Ambas formas de vivir el mundo combatían entre sí por prevalecer en una tensión irreductible.
Echeverría supo ver con claridad que el problema en que se debatían los indígenas latinoamericanos no era otro que aquel al cual Unamuno había dedicado casi toda su vida: la tensión insuperable, trágica, agonista, entre la nada (muerte física) y el todo (inmortalidad/moralidad/porvenir de la conciencia), entre el sin sentido y el sentido, y que en sus múltiples formas se explicaba también por la tensión entre escepticismo-fe, razón-corazón, objetividad-subjetividad, cordura-locura, finitud-infinitud y disolución-creación, entre otras. De allí que ambos eligieran al hidalgo de La Mancha como su héroe supremo, puesto que este venía a romper con la lógica realista de la Modernidad prevaleciente. Como señala Sáez Rueda: “la discrepancia entre lo objetivo y lo subjetivo, su inconciabilidad, se refleja en el dualismo Sancho Panza/Don Quijote y la ruptura con el orden clásico se pone de manifiesto en la convulsión del orden ético-moral, pues el héroe, ora ridículo, ora sublime, es santo y loco a un tiempo”59.
Vida de Don Quijote y Sancho expresa, para Cerezo Galán, el paradigma de un caballero agonista que lucha contra el mundo de las apariencias, pero también consigo mismo, puesto que se ve convertido en campo de batalla entre las exigencias de la idealidad (eternidad) y los dictados de la razón (nadismo)60. En esta obra, Unamuno ve en su héroe un ejemplar de la existencia trágica. Según el crítico andaluz, este ensayo representa la puesta en escena de la filosofía de Unamuno. Se ve aquí la necesidad del bilbaíno de exponer su filosofía de la acción al filo de las hazañas de un héroe y como comentario a un estilo de existencia. Don Quijote es el caballero de la fe que se enfrenta quijotescamente tanto al espíritu escéptico de disolución como al estético de evasión. Como fruto de la tensión entre ciencia y religión, entre escepticismo y evasión, la máscara trágica sirve, a su juicio, a las especulaciones de Unamuno de un modo sorprendente y novedoso. Encontramos un caballero andante, pero no ya a lo divino, sino volcado a otras proezas civiles61.
El punto de partida de la agonística unamuniana radica también en una cuestión de supervivencia y de construcción de la identidad, como la que atravesaron las ciudades latinoamericanas del siglo XVII. Ello queda claramente expuesto en Vida de Don Quijote y Sancho, y más decidida y radicalmente en Del sentimiento trágico de la vida (1913). En Unamuno, dicho problema se le presenta a partir de querer conciliar lo racional con lo volitivo. Frente al problema vital, ante la solución racionalista -que solo puede probar dentro de los límites de la propia racionalidad que la conciencia individual no persiste allende la muerte, pero al mismo tiempo no puede probar la inmortalidad del alma- y la solución católica -que satisface a la voluntad de sobrevida, pero en un trasmundo, y al querer racionalizarla con la teológica dogmática choca con la razón-, Unamuno, como el Quijote, luchará contra ambas y por ambas a la vez, porque, como advierte Cerezo Galán, tanto el absoluto pesimismo racional como el absoluto optimismo cordial conducen al quietismo62.
Unamuno entiende que el escepticismo extremo al que conduce la forma de vida de la modernidad europea atenta contra la vida moral, contra la libertad, la identidad y el sentido, pero que, al mismo tiempo, la actitud contraria, la del dogmatismo católico, choca con la razón. Ante una disyunción, que en términos lógicos aparece como exclusiva y excluyente, la vigencia simultánea y por tanto trágica de estas dos versiones en la práctica, imponen, señala Echeverría, una ambivalencia radical e irremediable ante la cual habría de generarse una nueva actitud.
Esta situación trágica, ante la cual se le hace necesario resistir e insistir, es advertida tempranamente por Unamuno en el escenario cultural de la España de fines del XIX. En los ensayos de En torno al casticismo (1895), da cuenta de la tensión entre casticistas y europeístas, tradicionalistas y progresistas. Ante la disyuntiva, como señala Ferrater Mora, Unamuno encuentra su lugar en el adentrarse en la profundidad de los pueblos españoles. Un adentramiento que es todo lo contrario a un retroceso. Es un concentrarse para irradiar. Es el lugar de la “España eterna e intrahistórica”, que nada tiene de extratemporal sino que es intratemporal. Allí, en ese fondo íntimo, eternamente vivo, encuentra también lo eternamente conflictivo. Las dos Españas, la casticista y la europeísta, se funden en una a través de una dialéctica polémica, de una dialéctica vital y abierta. En esto consiste, señala Ferrater Mora, la “hispanización de Europa”, que no debe considerarse como una imposición política o ideológica sino en la “mostración” de lo que podría llamarse “la humanidad del hombre”63. Allí, lo polémico, lo trágico de la existencia humana, se constituye en la expresión de una lucha entre lo que el mundo es para la razón y lo que queremos que sea según nuestro espíritu; una tragedia análoga a la del alma de Don Quijote, la cual se muestra capaz de conformar una filosofía propia64. Según Díaz Freire, estas ideas herederas del barroquismo español dan plena actualidad a la obra de Unamuno por el descentramiento al que somete a la cultura moderna65.
Tanto en las ciudades latinoamericanas del XVII como en la cultura española del XIX la situación es trágica. Sin embargo, como advierte Lesky, esta falta de solución, que en la situación trágica debe experimentarse dolorosamente en todo su peso, no es lo último, lo definitivo. Lesky expone los seis postulados de lo trágico, entre los cuales encontramos a la oposición irremediable, que ha sido puesta como centro de lo trágico en algunas teorías modernas, y que ha sido designada como requisito esencial para el origen de la auténtica tragedia. Esta concepción moderna de la tragedia es atribuida a una afirmación de Goethe66: “Todo lo trágico se basa en un contraste que no permite salida alguna. Tan pronto como la salida aparece o se hace posible, lo trágico se esfuma”. Sin embargo, señala Lesky, no es tan simple demostrar que en toda tragedia la oposición sea irremediable, puesto que una de las más grandes creaciones de la tragedia griega, la Orestiada de Esquilo, no culmina en el hundimiento del hombre ante lo irremediable de los contrastes. Por el contrario, hay una reconciliación. Y lo mismo ocurre con las Danaidas, con la trilogía de Prometeo, con Electra, Filoctetes y Edipo en Colona de Sófocles, o en Helena y Ion de Eurípides, donde perfectamente puede hablarse de un final feliz. Con lo cual, sostiene Lesky, no queda excluido por su esencia para una tragedia un final reconciliatorio y con la salvación del individuo. En este sentido, en la situación trágica aquello que parecía impenetrable se rasga y surge una luz de salvación67. Por eso, como dice Cerezo Galán, frente a los hidalgos de la razón, sea ya en la versión del integrismo casticista o del progresismo ilustrado, Don Quijote es el caballero de la fe que sonda lo imposible a sabiendas de que lo es, pero confortado con la esperanza de que su esfuerzo no será en vano68. Es ilustrativo en el caso de Unamuno el epílogo con el que Cerezo Galán cierra Las máscaras de lo trágico, donde, a modo de pregunta retórica lo titula ¿Tragedia o esperanza?. Pero como vimos, según Lesky, no necesariamente una debe estar separada de la otra. Desde esta perspectiva creo que Cerezo se equivoca en este punto al cuestionar, en cierto modo, la tragicidad del pensamiento unamuniano. El andaluz parece entender la tragedia al modo moderno, bajo la fórmula de Goethe, donde no puede haber salida. Por eso, el salto, la apuesta, la creación desesperada por el sentido que hace Unamuno desde la propia tensionalidad y con ella, lo ve más como producto de la esperanza y la fe más o menos voluntarista, y no como la firme elección de aquello que no puede ser desde lo propiamente trágico. Es cierto que Unamuno deja bien claro que la salida es entre comillas. Porque no hay escapatoria desde la lógica binaria, pero sí desde una que afirme la alterutralidad.
Hay que señalar que la idea de una esperanza, de una salida, de una solución, debe entenderse de manera matizada, puesto que no puede afirmarse que la tensión agonista abra una esperanza directa y limpia de contradicciones. Nada de ello. Podemos sin embargo sostener, como comenta Sáez Rueda, una esperanza en la esperanza. Solo en este sentido la esperanza puede formar parte de lo trágico. De un modo indirecto. Análogamente lee Cerezo Galán la fórmula unamuniana “fe en la fe”69, que bien se emparenta a este principio de “esperanza en la esperanza”, como muestra en otros pasajes70. Este tipo de existencia, la de vivir polémicamente (pólemos), agonísticamente, ese espíritu quijotesco que tienta lo imposible con el ánimo de una esperanza esperanzada, aunque conociendo dicha imposibilidad, es el que hermana, según Unamuno, a España y a la América hispana y lusitana71.
Ante este panorama, ante la trágica situación, se abren para Unamuno, al parecer, tres soluciones. Tres posibilidades de elección: “Y hay tres soluciones: a) o sé que me muero del todo, y entonces la desesperación irremediable, o b) sé que no muero del todo, y entonces la resignación, o c) no puedo saber ni una ni otra cosa, y entonces la resignación en la desesperación o ésta en aquélla, una resignación desesperada, o una desesperación resignada, y la lucha”72. ¿Cabe entonces una tercera posición?
1.1.2. La creación desesperada: la elección ético-política por el tercero excluido (tertium datur)
Ahora bien, ¿qué elementos ve Echeverría en el Quijote de Unamuno que le permiten explicar la actitud latinoamericana del XVII como una actitud barroca, como un ethos barroco? ¿Qué es lo barroco de esa actitud quijotesca y cómo puede relacionarse con una filosofía trágica, como la unamuniana?
Como señala Echeverría, el desinterés y el abandono de las colonias por la corona española produjo en las ciudades latinoamericanas un vacío civilizatorio que puso en peligro la supervivencia. Esta situación de penuria es vivida en el barroco clásico español, a juicio de Sáez Rueda, a partir de un Dios oculto, ausente, que ya no provee señales al hombre para orientar su vida y que parece haberlo abandonado al destino de hacerse a sí mismo desde la dolorosa incertidumbre. Dispuestos así, emerge una paradoja agónica: “… el hombre se encuentra en una tesitura tensional, brecha o intersticio entre opuestos irreconciliables: una facticidad mundanal herida en su interior por la nada, por la ausencia de plenitud que demanda desde sí y la idealidad de un absoluto, todo o plenum que se ha convertido en lo necesario imposible”73.
Desde esta tensión irreductible se configura para Gracián el héroe del barroco hispánico. Ante el desgarramiento entre un Todo al que aspira y la mundanidad de la Nada que lo asedia, el héroe barroco, que se experimenta en la forma de un mixto, de un homo duplex74, se ve obligado a agenciárselas creativamente desde el dolor y la angustia, desde la desesperación y la incertidumbre.
Ahora bien, como señala Maravall, el Barroco parte de la conciencia del mal y del dolor75. Según Lázaro Pulido, en el barroco del XVII el dolor se convierte en expresión emotiva de la reflexión teológica existencial. Aquí, no tiene únicamente connotaciones negativas. La teología católica de la cruz lleva a la identificación de Cristo con la cruz como signo de liberación. Asimismo, uno de los cinco elementos señalados, que en esa época afectan a la historia de la exégesis española, consiste en la abundancia de comentarios bíblicos y tratados de hermenéutica, y entre ellos, el Libro de Job tiene un significado especial, que en las lecturas de Jerónimo de Osorio (1579) puede dar respuesta a la búsqueda de fortaleza anímica para afrontar los momentos conflictivos. El mal, fuente del dolor, será, en la interpretación de Job realizada por de Osorio, la ocasión que tiene el ser humano para ennoblecerse. En Job, el ejemplo de su vida desgraciada sitúa al ser humano frente a una situación desesperada. El fin de los sufrimientos no consiste en refugiarse en la muerte sino que la solución comienza por la propia vida, abriendo su existencia a Dios76. Al respecto, Sáez Rueda sostiene que: “en la tragedia, pues, está unido el dolor a un acto de elevación moral. En primer lugar, a ese tipo de elevación moral que el griego asocia con la fortaleza de espíritu y con el carácter prudente. En segundo lugar, a ese tipo de elevación moral que consiste en destinarse a lo valioso allí donde su defensa exige incluso la autoaniquilación”77.
Unamuno ve en Job, al cual cita en reiteradas ocasiones, el reflejo de su espíritu combativo, el hombre de contradicción y pelea78, la figura de la polémica, basada en la tragedia79, quien ante el dolor provocado por la ruina del mundo y de la vida combate con una esperanza desesperanzada, con una resignación desesperada o una desesperación resignada. De aquí que el filósofo bilbaíno promueva una moral de batalla. La desesperación se transforma en ocasión para una nueva aurora: “Creo… que muchos de los más grandes héroes, acaso los mayores, han sido desesperados, y por desesperación acabaron sus hazañas. Y… cabe un cierto pesimismo trascendente, engendrador de un optimismo temporal y terrenal...”80.
Como señala Cerezo Galán, Unamuno rechaza tanto el pesimismo radical como el optimismo absoluto, puesto que ambos nos dejan desarmados y nos conducen al fatalismo. Solo la feliz incertidumbre nos permite vivir, puesto que la desesperación es una fuente productiva de conciencia. Esta tensión entre desesperación y esfuerzo heroico se entiende bien con el concepto de pesimismo ético (Windelband) o pesimismo religioso (Unamuno), en tanto que lo que está en juego, junto con el bien moral, es el destino eterno de la conciencia personal. Los calificativos de trascendente y poético muestran que es un pesimismo que se trasciende a sí mismo en una actitud activa y combativa, y, con ello, se trasciende, a su vez, a la realidad, en la forma de un comprometimiento ético por el porvenir de la conciencia. De ahí también el calificativo de poético o creador. Un pesimismo que es base de su coraje civil. Ionescu va a sostener respecto al “pesimismo trascendente”81, que la vida agonista consiste en un largo combate contra la muerte a través de la creación y el sufrimiento. Por eso -dice él- esta concepción unamuniana es una resuelta llamada a la acción82. Ante la vaciedad y la negación a la resignación, que sería la tentación del quietismo, Unamuno, a falta de una solución teórica propondrá una solución práctica83.
Y si bien para 1898 la tensión agonista, trágica, entre el todo y la nada, se reconoce en Unamuno como el fondo de la condición humana, en 190484 irrumpe el espíritu de creación para oponer a la vaciedad del nadismo. En “¡Adentro!” ya anticipaba: “… de la conciencia que de la propia nada radical se tiene… se cobran nuevas fuerzas para aspirar a serlo todo”85. Y si bien, como señala Cerezo Galán, hace pensar en una decisión de la voluntad, en la que está en juego el sentido de la existencia, Unamuno proyecta el dilema en una dirección inmanentista antropológica. Se trata de la resolución heroica por ser en plenitud, escapando a la seducción de la nada. Lo que entra en juego es el principio de utopía como único antídoto contra la nada, que vive de la provocación con que se enfrentan agónicamente la aspiración a la plenitud y la experiencia del propio vacío. Sin embargo, la tensión es productiva de conciencia y juega el papel de generar espíritu. El mantenimiento de esta tensión constituye el temple propio del alma trágica, desgarrada entre la inercia y el principio de utopía. De aquí su pesimismo trascendente, cuya raíz es poético religiosa y esencialmente trágica. Hay que comprender el pesimismo trascendente considerando que el espíritu de creación (o principio de utopía) está unido agónicamente con el espíritu de disolución. Por eso se trata de un combate trágico86. Como señala Sáez Rueda, siguiendo a Cerezo Galán, la tensión irresoluble entre dos polos de igual valor tiene como contracara la situación angustiosa de los dos extremos de los que es preciso escapar: de la nada vaciadora y del todo oculto, puesto que el primero destruye la vida y el segundo evoca la ingenua idea de reconciliación: “es esta una antinomia fundamental que sitúa a todos los pensadores que atraviesan la crisis española del 98… es este desgarramiento polar todo-nada el que coloca Unamuno en el centro de la realidad problemática y problematizante del reto que es preciso afrontar, si es que la libertad ha de destellar sobre el fondo oscuro del mal del siglo… En la situación trágica el ser humano se siente impelido a inventar los recursos que hagan de la tensión algo fructífero. Creación desesperada», llamaba ‘Unamuno a este efecto’”87.
Esta apuesta desesperada, convierte su agonía en fuente de compromiso moral. Por eso, como señala Cerezo Galán, nos encontramos aquí con la pregunta por el ethos. Una ética que, como en Hume, es cosa de la pasión y los sentimientos. Pero en este caso es una ética existencial del heroísmo contra el vaciamiento nadista, que es lucha por el porvenir de la conciencia88.
Para la época de Vida de Don Quijote y Sancho, aparece en Unamuno un Quijote de locura, utopía y heroísmo trágico. La salvación de España, cree Unamuno, está en desencadenar una locura colectiva, generada por un ideal liberador. Enfrentar el ridículo es la mayor hazaña del Quijote. Allí radica su heroísmo. Nada hay más difícil, porque en esta empresa inmola su razón, ante sí y ante los demás, al servicio de su locura89.
Si para Unamuno el tiempo y el espacio eran dos de los tres grandes condicionantes de la vida, no menor lo era la lógica, opresora de la libertad. El quijotismo es el modelo de un idealismo ético donde prevalece una voluntad de sentido, la de dotar de finalidad al universo, en lucha contra los que Unamuno denomina, los poderes de la facticidad: el tiempo, el espacio y la lógica. Y como “la lógica de la pasión es una lógica conceptista, polémica y agónica”90, de aquí que, ante la situación trágica, ante la tensión irresoluble de los contrarios, fuera necesario inventar un recurso, una actitud, una lógica para hacer del conflicto algo productivo.
Según Cerezo Galán, en Unamuno lo trágico se dice de tres maneras: de un sentimiento, de una actitud y de una concepción del mundo91. Fue así que, ante una experiencia ontológica caracterizada por el desgarro entre la penuria y el esfuerzo por ser, ante la tensión entre plenitud y vacío, Unamuno adopta una actitud trágica, agonista, la de vivir de la propia tensión92, en la incertidumbre, construyendo así una tercera posición93.
En la práctica cotidiana de las colonias latinoamericanas del XVII llegó a prevalecer una particular estrategia vital, otra lógica94: no someterse ni rebelarse o, a la inversa, someterse y rebelarse al mismo tiempo. Una estrategia destinada a salir de la disyunción exclusiva denigración o suicidio95. Si dichas condiciones de vida hacen, como sostiene Echeverría, inviable la elección de una opción o su contraria, puesto que no sacrifican el valor de uso, pero tampoco se rebelan contra la valorización del valor, situados en esta necesidad de elegir, deben buscar una salida diferente.
Como en Unamuno, quien ante la disyuntiva entre la solución racionalista y la solución católica opta por una tercera opción: la agonista, que abraza96, en lucha, en conjunción contradictoria, al tercero que no puede ser97, para los pobladores de las ciudades latinoamericanas del XVII, dicha salida la encuentran eligiendo por los dos contrarios a la vez. “Inherente al ethos barroco es así una toma de decisión por el tercero excluido”98. La elección de la tercera posibilidad, oculta u ocultada, disimulada o incluso obturada en el mundo establecido por la lógica binaria, implica la inclusión de la opción excluida: tertium datur99, tercero incluido.
La elección por los dos contrarios a la vez era algo manifiesto en la propia práctica cotidiana: “Por un lado, la aceptación de las formas civilizatorias y el cumplimiento de las leyes y disposiciones políticas del imperio eran llevados a tal extremo en la práctica cotidiana, que ponían a las mismas en una crisis de vigencia y legitimidad… Por otro lado, la resistencia, la reivindicación de la “identidad” americana, era cumplida de manera tan radical que obligaba a ésta a poner a prueba en la práctica el núcleo de su propuesta civilizatoria…”100.
Esta estrategia de supervivencia no pretendía adherir plenamente a la europeización, pero tampoco rehacer la civilización precolombina. Ni uno ni otro. Esta estrategia es, sugiere Echeverría, la que Lezama Lima denominó contraconquista, que consistía en rehacer la civilización europea, pero como civilización americana: “… igual y diferente de sí misma a la vez”101.
El filósofo ecuatoriano ve en esta elección una técnica barroca, cuyo margen se encuentra, por un lado, en la aparición y conformación de una nueva economía-mundo que se cimentó bajo la necesidad de optar entre el sometimiento a la política económica de la Corona o rebelarse a ella mediante una actividad económica puramente ilegal. La opción barroca fue ni una ni otra, o las dos al mismo tiempo. Se llevó a la práctica una legalidad sustitutiva y una institucionalidad paralela a la imperial. Una economía informal, sobrepuesta a la oficial102. Y por otro lado, esta misma técnica aparece en la actividad política criolla en su relación con la política central del imperio, la estrategema de “se obedece pero no se cumple”, y que Villari denominó como dissimiulazione103, encarnada fundamentalmente en criollos y mestizos: “Lo barroco se desarrolló en América en medio de una vida cotidiana cuya legalidad efectiva implicaba una transgresión de la legalidad consagrada por las coronas ibéricas, una curiosa transgresión que, siendo radical, no pretendía una impugnación de la misma; lo hizo sobre la base de un mundo económico informal cuya informalidad aprovechaba la vigencia de la economía formal con sus límites estrechos. Y lo barroco apareció en América primero como una estrategia de supervivencia, como un método de vida inventado espontáneamente por aquella décima parte de la población indígena que pudo sobrevivir al exterminio del siglo XVI y que no había sido expulsada hacia las regiones inhóspitas”104.
Como sostiene Peres Díaz, el barroco, como actitud, es un dispositivo, una respuesta articulada desde el saber y el arte ante un clima común metafísico y radical de vacío. Una actitud ante un mundo inmundo, y una respuesta a esa circunstancia105. Para Bolívar Echeverría, lo barroco se gestó y desarrolló en Latinoamérica en la construcción de un ethos social propio de las clases marginales de las ciudades mestizas del siglo XVII, quienes simulaban aceptar un orden que no cumplían y al mismo tiempo desbarataban, produciendo de esa manera un orden y un modo de vida alternativo. Ante la disyuntiva de optar por el modo de vida europeo o el modo de vida precolombino, esta sociedad eligió el tercero que no podía ser, optó por aceptar y rechazar al mismo tiempo de esas dos cosmologías. La convicción de la ambivalencia de los dos mundos, sostenía Gracián, es el primer paso de la sabiduría barroca.
¿Tiene algo de esa sabiduría barroca y de su estilo el tragicismo, el agonismo unamuniano? Aquí cabe hacer dos observaciones. La primera, ni la poesía ni los cuentos ni los dramas ni las novelas de Unamuno pueden considerarse, desde la teoría de los géneros literarios, expresiones de arte barrocas o neobarrocas. Quizás Niebla se acerque a esta forma expresiva al introducir un prologuista ficticio en diálogo con el propio autor y con el personaje, o quizás también Tres novelas ejemplares y un prólogo, por su remisión a la obra cervantina y al carácter pedagógico de las mismas. Pero pliegue, artificialización, carnavalización, desmesura, ornamentalidad, exuberancia decorativa, parodia, exceso, erotismo, antropofagia, no son caracteres propios de la obra del filósofo bilbaíno. No obstante, sus continuos juegos de lenguaje -los “jugos del idioma”, decía él, jugando al mismo tiempo con su apellido materno-, remedan cierto aire conceptista, propio del barroco. Paradojas, antítesis, polisemia, paranomasia, recursos retóricos que, entre líneas, o en una línea y otra, van delineando juegos de ideas106. Por esto mismo, el filósofo bilbaíno no ha omitido referirse, en ocasiones, a lo que hasta entonces era considerado solo un arte107.
Desde inicios de la segunda década del XX hasta pocos años antes de su muerte, Unamuno publica en artículos algunos comentarios -en la mayoría al pasar- sobre el barroco. Sin embargo, la inconstancia de dichos trabajos produjo que los estudios críticos sobre su obra -salvo parte de los trabajos realizados por Cerezo Galán- no han dedicado mayor atención a la relación de la obra de Unamuno con el barroco, o en todo caso, si lo han hecho, solo fue soslayadamente. En este sentido, solo pretendo aquí reseñar mínimamente algunos de los comentarios que Unamuno hace sobre el barroco para que, profundizados luego, puedan servir a ulteriores estudios.
Para comenzar, es necesario señalar que, por un lado, Unamuno reconoce expresamente ya a inicios de la segunda década del XX que el barroco ha recobrado interés y actualidad, ya no como algo de mal gusto sino al contrario108. Por otro lado, es preciso decir que la problemática principal que recorre los textos en los que Unamuno refiere al barroco no es otra que la que atraviesa su producción toda: la relación entre lenguaje y pensamiento, entre estética y política, y el carácter trágico, agonista, del ser español. Carácter que se estrecha o se funda en una lengua/idioma, que produce un pensamiento cimentado en una acción, que es estética, pero que por eso mismo es ética y política, o viceversa, como señala en ocasiones. Y como entiende que hay una identidad entre estética y política109, señala que “nuestra decadencia política es decadencia estética”, o al revés mejor110.
La cuestión del lenguaje juega un papel crucial en sus comentarios sobre el barroco. Unamuno entiende, con y como Gracián, que los juegos de lenguaje son mucho más que eso. Son juegos de ideas, que es a lo que se reduce el puro pensar111, y que el padre del conceptismo, al escarbar en la lengua escrutó el alma española112. Dar con el modo de ser español, con su carácter, su comportamiento, su ethos, mostrar su carácter trágico, agonista, fue uno de los objetivos principales de la obra unamuniana. Para ello recurrió no solo a su literatura sino también a la pintura, porque en estas se expresaba mucho mejor el alma española que en la propia filosofía113. En un escueto análisis, pero no por ello menos sagaz, de tres obras del período barroco, Unamuno ve que el Carlos II (1675) de Carreño, el Bobo de Coria (1637-1639) de Velázquez114 y el El sueño de Jacob (1639) de Ribera representan tres caras de la historia española que nos colocan en presencia de su conciencia. De aquí que sostenga que, de la estética del mejor arte pictórico español surgirá lo mejor de la filosofía española115.
Ahora bien, más allá de estos comentarios casi al pasar, quizás donde mejor se expresa el vínculo entre el barroco y el pensamiento de Unamuno en su articulación con el ethos trágico sea en dos textos publicados el mismo año y el mismo mes en la revista Nuevo Mundo116. Aquí, las remisiones del segundo al primero son las que justamente posibilitan una lectura de este vínculo entre ethos barroco y ethos trágico, entre barroco y agonismo.
El primero de los textos117 tiene un valor especial para las investigaciones sobre la agonística unamuniana. A modo de resumen, allí se concentra el núcleo conceptual de las reflexiones de la etapa de madurez, donde pone de relieve la importancia vital de la lógica agonista. En este monodiálogo, Unamuno recurre a Gracián para justificar su propia filosofía. Como consecuencia de esta concepción establece allí una serie de correlaciones y oposiciones al identificar la paz con la muerte y la guerra con la vida. Pero al mismo tiempo advierte al lector -recurriendo a un pasaje de la Crisi II de la Primera Parte de El Criticón118- que la guerra, la batalla, en definitiva, el agón119, es espiritual, es interior, de conciencia120, no material. Hacia el final del artículo, y para continuar con la serie de correspondencias iniciada antes, pasa a tratar sobre las ideas y el pensamiento, sosteniendo la vitalidad de este -en virtud de su fluidez y contradicción- frente a la caducidad de aquellas121. Posteriormente publica “Leyendo a Baltasar Gracián”. Este artículo es una suerte de pretexto de reseña mínima sobre algunos aspectos de El Criticón para poner de relieve nuevamente el valor del agón y, en este caso también del pesimismo-optimista, el pesimismo trascendente que comparte Unamuno con Gracián. Aquí, Unamuno enlaza nuevamente la concepción del barroco graciano con la trágica al señalar que el sentido del pesimismo atribuido por otros a Gracián, es el que dan los cobardes, los a-trágicos y los anti-trágicos122. Por ello, retomando la sentencia graciana que pregunta retóricamente “¿dónde irá uno que no guerree?”, sostiene que el aragonés no es un pesimista en ese sentido negativo, “…porque lo pésimo -jugando acá con las palabras- es la paz de los optimistas, la paz de los pacíficos. La paz de los guerreros es ya otra cosa”123, en clara referencia al artículo anterior.
Es necesario señalar que, tanto el pesimismo graciano -el cual reivindica el bilbaíno- como el unamuniano, es el de quien actúa desde una posición crítica, escéptica, pero a la vez lucha, a sabiendas que la victoria no es un objetivo. Es decir, aquel que lucha con un pesimismo optimista para una transformación124. Este pesimismo optimista o trascendente es el propio del agonista. Hacia el final del artículo Unamuno parece traer a colación otro trabajo suyo125 para señalar la distinción entre la dialéctica -fundada en la ironía- y la polémica -basada en la tragedia-126. Con ello, Unamuno estrecha en muy pocas páginas una serie de conceptos que sustentan su propia filosofía agonista: el pólemos con la tragedia, con la obra de Gracián y el barroco, con el pesimismo optimista, transformador, trascendente, que sabe que no, pero quiere que sí, y que por eso mismo lucha, denodadamente, aunque la victoria no sea el fin. No es una lucha contra la muerte, sino una lucha por la vida. Por una vida vital, de veras vivida. Que no renuncia, sino que insiste. Y si bien estos artículos no son los únicos127 donde Unamuno conecta sus propias reflexiones con las del barroco, considero que es en estos donde mejor se manifiesta dicha relación.
La segunda observación, y que considero mucho más relevante, es que la constitución ontológica del ser humano como trágica reclama un saber práctico específico, ese saber barroco del que habla Echeverría, que debe agenciárselas en la tensión agonista del sentido.
Unamuno entiende que la práctica de asumir la propia conflictividad ontológica, lejos de propiciar el agotamiento, se constituye en una vía productiva -como ya ha indicado en “Discípulos y maestros” (1916)-128. Vivifica y posibilita la dación de sentido que, en las filosofías del punto final, que adhieren a una racionalidad binaria, se ven condenadas a una respuesta bipolar y biveritativa: “A o B” (“A o no A”). De aquí que Unamuno maldiga el binarismo129 de la disyunción:
¡Satánico frenesí
disyuntivo dice no!,
su esencia maldita es o,
la del Sí divino es y130.
Para el bilbaíno, en esta tensión entre “A y no A” consiste la trágica historia del pensamiento humano, demasiado humano. La suya es una forma de ver el mundo que no se condice con los antagonismos131 de esto o aquello, del sí o el no, de la lógica binaria y del tercero excluido, sino una visión tensional que enfrenta conjuntiva y contradictoriamente a los dos extremos haciéndolos permanecer en tensión constante. El agonismo es esa tercera posición que vive de y por la confrontación, donde no caben las hegemonías, sean racionalistas o irracionalistas, capitalistas o comunistas, religiosas o ateas, monárquicas o republicanas132, casticistas o europeístas, hispánicas o precolombinas, civilizadas o bárbaras, ya que la prevalencia de una conduce siempre al quietismo, al absolutismo y al fin de la historia humana.
La elección por el tercero que no puede ser es una elección profundamente vital. Ante la disyuntiva, la actitud de Unamuno es elegir los dos polos a la vez. Entiende así que, mientras la disyunción niega la vida, niega a uno de los contrincantes de la lucha excluyéndolo, la conjunción, por el contrario, es un tipo de comportamiento que la afirma. El querer ser uno y lo otro al mismo tiempo más que una contradicción es una elección que permite habitar la tensión. La elección consiste en transitar el Zwischen (entre), donde se encuentra la conciencia trágica. Esta no solo es desgarrada sino ambivalente constitutivamente en virtud de la imposibilidad de solución. En ese medio vago entre el ser y la nada en que se encuentra arrojado el ser humano, este entre es el elemento de la incertidumbre. Para Unamuno, entre la certeza absoluta y la duda absoluta solo le queda el espacio intermedio, el entre de la incertidumbre creadora133. La incertidumbre abre paso así a la creación de sentido, porque la verdadera intrahistoria, dice Ferrater Mora, no consiste en lo que imaginamos ser -que conduciría al retorno a las tradiciones pasadas olvidadas-, sino lo que podemos ser134. Un poder, una dynamis, abierta en el intersticio por la incertidumbre. El entre tensional conduce a la producción de nuevas posiciones, siempre abiertas, siempre críticas, siempre en disputa. Ese espacio intermedio es el que reclama Unamuno como el propio de la incertidumbre creadora. A juicio de Cerezo Galán, lo reclama para la libertad, ya que la vida en libertad implica incertidumbre y riesgo, arrojo y aventura -apuesta- y creación135. Así: “… llegado al fondo del abismo, al irreconciliable conflicto entre la razón y el sentimiento vital… os he dicho que hay que aceptar el conflicto como tal y vivir de él”136.
En el fondo del abismo entramos en el terreno de la libertad, como le sucede a Augusto Pérez, el héroe de Niebla. ¿Y qué cabe hacer? Ya lo anticipamos, luchar, como el Quijote: “¿Por qué peleó Don Quijote? Por Dulcinea, por la gloria, por vivir, por sobrevivir. No por Iseo, que es la carne eterna; no por Beatriz, que es la teología; no por Margarita, que es el pueblo; no por Helena, que es la cultura. Peleó por Dulcinea, y lo logró, pues que vive. Y lo más grande de él fue haber sido burlado y vencido, porque siendo vencido es como vencía: dominaba al mundo dándole que reír de él... Y Don Quijote no se rinde, porque no es pesimista y pelea. No es pesimista porque el pesimismo es hijo de vanidad... ¿Cuál es, pues, la nueva misión de Don Quijote hoy en este mundo? Clamar, clamar en el desierto. Pero el desierto oye, aunque no oigan los hombres y un día se convertirá en selva sonora, y esa voz solitaria que va posando en el desierto como semilla, dará un cedro gigantesco que con sus cien mil lenguas cantará un hosanna eterno al Señor de la vida y de la muerte137”.
En todo caso, la apuesta es por la lucha, es una apuesta por el sentido, donde apuesta y sentido se conjugan en búsqueda/creación. La salida/solución al problema vital surge del propio conflicto del ser. Del conflicto que quiere serlo todo, pero sin anularse a sí mismo. Ser también los demás sin dejar de ser él mismo138. Esta elección por el tercero excluido por la racionalidad hegemónica es vital por cuanto es el lugar de configuración de la identidad, una identidad en el entre, un yo que quiere ser además los otros de sí mismo. Un yo que se constituye de múltiples maneras; cada uno busca su complementario. Un hombre que lo sea de verdad, -como dice Unamuno- con ansias de eternidad y de infinitud, vive en perpetua y encarnizada lucha contra sí mismo139. A juicio de Cerezo Galán, esta pulsión de infinitud, de ser-se, constituye la marca del estilo barroco, y tiene una especial importancia en el concepto de “mixto”140.
Dicho esto, Unamuno se propone revalorar y colocar en el centro de la escena filosófica y política el agonismo y la lógica -que Echeverría llama barroca- del tertium datur, puesto que encuentra en esta tercera posición, en ese tercero que no puede ser, en esa elección trágica y en ese comportamiento barroco, el lugar de la libertad.
2. Ethos trágico y ethos barroco
De lo dicho hasta aquí, con el objetivo de profundizar la lectura de esta relación entre barroco y agonismo, partimos ahora del siguiente interrogante: ¿puede articularse ethos trágico y ethos barroco? ¿De qué manera?
Si bien Benjamin (2007) distingue lo trágico de lo barroco141, en un estudio reciente Sáez Rueda argumenta que existen dos lazos esenciales entre estos, aunque ello no implique, en principio, que barroco y tragedia se fusionen.
Por más que Unamuno señale a Velázquez como supremo fundador de la filosofía española142, por más que recurra en ocasiones al análisis de los lienzos de Carreño y Ribera143 y venere en otras tantas a Gracián, como el padre del conceptismo144, difícilmente se podría afirmar, al menos desde la teoría de los géneros literarios, que la obra de Unamuno sea barroca. Nuestra hipótesis de trabajo, muy por el contrario, no pretende sostener ello. Sin embargo, si entendemos con Sáez Rueda (2010) el enlace entre lo trágico y lo barroco145, y sostenemos con él que el barroco es una comprensión del mundo y de lo humano en la cual el sentido filosófico de sus formas de expresión debe entenderse como puestas en obra de una ontología, como una potencia creadora; ontología inscrita en el agonismo unamuniano, entonces es posible arriesgarnos a sostener la presencia de un ethos barroco que bien subyace o bien complementa la filosofía agonista de Unamuno, filosofía que se constituyó en su momento en un marco para reflexionar sobre el carácter trágico de la vida, tanto individual como sociopolítica, de la España de fines del s.XIX e inicios del XX. Como señala Sáez Rueda, la dimensión trágica es también un rasgo del barroco hispano-americano, porque conjuga tensionalmente elementos en conflicto irresoluble entre dos polos de igual valor. Este desgarramiento entre el Todo y la Nada es el que coloca Unamuno en el centro de la realidad problemática, que es preciso asumir y afrontar146 y del que brota toda una vida nueva147. En este sentido es que el ethos trágico de la agonística unamuniana puede articularse, quizás débilmente, con el ethos barroco. De allí que permitiría ensayar en la actualidad una posible respuesta/salida al binarismo dominante del discurso ético-político y a las potencias adormecedoras de la globalización.
Según Sáez Rueda, el primero de estos lazos entre lo trágico y lo barroco pone en evidencia una ontología de la potencia, de la dynamis, del operar, que se deriva, como hemos mostrado, del mismo núcleo tensional. Para el barroco, ser es operar. Como señala Cerezo Galán en El héroe de luto (2015), frente a cualquier tipo de esencialismo intelectualista, Gracián entiende que el ser es poder, capacidad de acción y manifestación148. Para Peres Díaz, la fórmula “ser es operar” indica que sin acción no es posible el pensamiento. El operar consiste en una moral prudencial de carácter mundano, destacando la importancia del pathos y el ethos frente al predominio exclusivista del logos149. Aquí, el ser no es, acontece. Aquello que Leibniz definía como vis activa y Spinoza como conatus. En este sentido, Unamuno definiría al conatus -al cual recurre en innumerables pasajes- como “… el esfuerzo que pone en seguir siendo hombre, en no morir”150, esa ansia de inmortalidad, condición de todo conocimiento reflexivo y punto de partida de toda filosofía151; el cual es abordado en clave conjunta Spinoza/Schopenhauer, como conatus/voluntas. Su interés reside, justamente, en el ansia de sobrevida, de inmortalidad, pero una inmortalidad fenoménica, puesto que la piensa como perduración del ser-se o de la conciencia, la dimensión de lo eterno en el ser humano, su carácter de expresión de la potencia activa. Para Cerezo Galán, es la expresión del Eros platónico en una línea erótica y volitiva. Versión que posibilitaba, por otra parte, la conexión del planteamiento ontológico con el orden práctico, con la moralidad. Es producto del esfuerzo moral por el porvenir de la conciencia152: “El operar, si lo interpretamos adecuadamente, no es solo, nos parece, la expresión de sí en la circunstancia o coyuntura, sino, al mismo tiempo, la ex-posición heroica en la acción,… El yo es, entonces, este movimiento de exponerse en la vida y ex-ponerla arriesgadamente en juego al tiempo que se le confiere un trazado. Esta ontología está inscrita en el agonismo unamuniano”153.
En el entre entre el todo y la nada el ser humano pone en juego su acción moral. Perseguir lo infinito a sabiendas de la derrota. De allí su heroicidad, la cual se descubre en el llamado a hacerse continuamente, incidiendo en el mundo, como el Quijote, a golpe de autocreación.
A juicio de Cerezo Galán, Unamuno construye su filosofía trágica de la acción encarnada en la figura del Quijote, cuya tesis básica es existir es obrar, tesis que el andaluz identifica como característica del idealismo moral, donde la libertad es el nuevo ámbito de la praxis154. Al respecto, Sáez Rueda ve en Las máscaras de lo trágico de Cerezo un texto repleto de incursiones en esta ontología agonista, coherente con la barroca, en las que las tesis del ser como fuerza operante y la de la comprensión de lo real como exterioridad en la que dicha fuerza se pone en obra, van de la mano. El problema en Unamuno, entiende Sáez Rueda coincidiendo con Cerezo Galán, es que lo que interpela al ser humano y lo coloca trágicamente en el mundo es la pregunta por el porvenir de la conciencia. Conciencia que lo empuja a hacerse un alma y a crear el sentido del mundo155. De aquí que a aquella tesis básica se le una la que sostiene el mundo es mi creación. El ser humano se encuentra tensionado entre el mundo objetivo, fenoménico, apariencial, y el mundo sustancial, abierto por la fe, reino de la libertad. El héroe trágico participa de ambos y su tarea, tal como señala Echeverría respecto de la de los ciudadanos latinoamericanos del XVII, consiste en inscribir el uno en el otro. De ahí que lo trágico de su existencia sea la de realizarse en el entre, en la tensión entre ambos órdenes. En el “y”, no en el “o”. En esta asfixia entre la insuficiencia de uno y la necesidad de superabundancia del otro para abrirse un nuevo horizonte, el ser humano siente su libertad156.
A partir de esto Sáez Rueda, para señalar el segundo lazo de unión entre lo trágico y lo barroco, se pregunta de dónde extrae su orientación si el ser agónico se vuelca en la ardua tarea de hacerse. Este segundo nexo obliga a plantear la cuestión de la normatividad. Dada la existencia de un Dios oculto, ausente, -e incluso contemporáneamente, un Dios muerto pero que, como señala Nietzsche, a pesar de ello nos seguimos conduciendo en la vida cotidiana como si existiese- el héroe barroco se convierte no solo en un ser intermedio, del entre, sino en un ser mixto que, aunque se empeñe por alcanzar el todo escapando a la nada, está expuesto al uno y al otro157. Al respecto, Cerezo Galán aborda la noción de homo dúplex, a la cual ya me he referido antes brevemente. En el Oráculo manual y arte de prudencia (1647), en su aforismo 211, Gracián señala que: “En el cielo todo es contento, en el Infierno todo es pesar. En el mundo, como en medio, uno y otro. Estamos entre dos extremos, y así se participa de entrambos...”. El ser humano aparece, así como un mixto demoníaco entre el todo y la nada, componiendo en sí direcciones radicalmente opuestas. Como bien observa Cerezo Galán, esta dirección se hace patente en El Criticón donde Critilo tiene que esforzarse en ser en medio del riesgo del no ser, el fracaso y la muerte. Esta idea de mixto que ya está presente en Platón y también en Descartes, se agrava en el pensamiento cristiano al introducir la dimensión de la infinitud. En Pascal, la idea de mixto es retomada en los Pensamientos bajo la figura de un yo escindido entre dos abismos que lo reclaman y se lo disputan: el infinito y la nada158. El ser humano es un ser intermedio, ni ángel ni bestia, situado en un punto medio a igual distancia de ambos infinitos159. En este punto hay que señalar la constante presencia de la figura de Pascal en la obra de Unamuno, no solo por la noción de apuesta sino por el trágico problema vital, que ante este no buscaba una síntesis, sino que se quedaba en la contradicción160, en la lucha permanente161. En esta tensión reside, a juicio de Cerezo Galán, la idea heroica, puesto que, como dice Sáez Rueda, en este quedar expuesto al uno y al otro, al todo y a la nada, sobre esa base de ambigüedad, se erige la responsabilidad en la elección moral. Esta idea del mixto demoníaco, tesis central del barroco, consiste en la conciencia agonista del mixto. Y es justamente en lo trágico unamuniano, dice Sáez Rueda, donde Cerezo Galán descubre la misma encrucijada: la paradoja del doble y del simulacro, constitutiva de la experiencia barroca162.
Un último punto en que, a mi juicio, puede vincularse lo trágico con lo barroco está asociado a la actitud barroca ante los efectos de la situación trágica, actitud que se relaciona con la educación del carácter que manifiesta tanto el barroco como la tragedia. Es, a mi entender, la pregunta por la formación del ethos.
Aristóteles enseña que el comportamiento virtuoso, el carácter (ἦθος), se forma a través del hábito, de las costumbres (ἔθος). Desde esta perspectiva se entiende bien, como señala Nussbaum, que las tragedias tuvieran un importante papel en la educación moral del ciudadano163.
Una pregunta que cabe hacerse aquí es si es posible lo trágico dentro de la idea cristiana de mundo, a la cual remite el barroco de la Modernidad. Lesky señala que las respuestas a este problema discrepan grandemente, e incluso se inclina a pensar que no es posible compaginar un concepto absolutamente trágico del mundo con la idea cristiana del mundo164. Al respecto, Alsina señala que difícilmente desde el punto de vista teórico pueda hablarse de cristianizar la tragedia griega, porque en una tragedia cristiana planteada al estilo griego, el Dios cristiano es amor y justicia al mismo tiempo, mientras que el dios pagano griego es un abismo insondable al que el ser humano no puede asomarse. Desde esta perspectiva, dicha unión carece de sentido165. Sin embargo, pueden esgrimirse algunos argumentos que favorecen este vínculo. En primer lugar, como sostiene Alsina, a pesar de lo dicho se da la paradójica situación de que los trágicos del Barroco eran conscientes de seguir las huellas de la tragedia griega ofreciendo una armonización entre Aristóteles y la Biblia. Esta armonización del Barroco con Aristóteles es patente en Gracián166. En segundo lugar, como señalan tanto Goldmann, como Cerezo Galán y Sáez Rueda, el Dios del Barroco es un Dios absconditus, con lo cual, aparece tan abisal como el pagano. Por último, Lesky señala que, si bien no es posible compaginarlos conceptualmente, la posibilidad de la situación trágica dentro del mundo cristiano se da como en cualquier otro mundo. Incluso no se puede excluir del mundo cristiano el conflicto trágico absoluto, puesto que aquello que es sufrido hasta la destrucción física puede encontrar su sentido y solución en una instancia trascendente167.
Retomemos ahora la cuestión inicial. ¿Es posible la articulación del ethos trágico con el ethos barroco a partir de su misión moral, de su misión pedagógica? Si bien, como señala Lesky, hay discrepancias acerca de si la tragedia debe o no tener una intención educadora o si solo tiene un efecto educador, la misión pedagógica del poeta trágico ya se encuentra en Las ranas de Aristófanes168. Ahora bien, Alsina indica que el Barroco convirtió la catarsis aristotélica en algo que no había sido en su época. Como en el Barroco la gran preocupación era la moral, la tragedia se consideró un medio adecuado para la formación de las costumbres, puesto que la catarsis, más que producir una liberación del temor y una compasión a través del espectáculo, se convirtió en un estímulo para la práctica de la virtud169. Al respecto, Cerezo Galán sostiene que el héroe barroco es un líder capaz de orientar y dirigir por su ejemplaridad y su fuerza seductora de imposición. Esta es, justamente, una característica en la formación jesuítica del hombre de acción, la llamada educación del carácter, mediante la fortaleza de una voluntad, disciplinada, y puesta al servicio de una idea dominante. El héroe graciano es, afirma Cerezo, un producto del espíritu de Loyola. Y el propio Gracián es un hombre de acción volcado a una doble vocación: la educativa/pastoral y, a la vez, la de escritor/secular, que lo convierte en todo un programa moral de vida170. Esta divergente interpretación de la catarsis aristotélica se debe, a juicio de Alsina y de Lesky, a la confusión entre Aristóteles y Horacio. Según Alsina, para Aristóteles la tragedia no tiene como fin la perfección moral. Esto es hoy sumamente discutible. Los trabajos de Nussbaum, por ejemplo, muestran algo muy diferente respecto del papel de las obras literarias, y en particular, las tragedias171. Alsina sostiene que la idea de que las tragedias sean útiles, sean provechosas moralmente, proviene de la lectura que Horacio hace de Aristóteles, que queda expresada en la sentencia: “Aut prodesse volunt aut delectare poetae, aut simul, et iucunda et idona dicere vitae”, donde la idea de deleitar y ser útil a la vez proviene del propio Horacio y no de Aristóteles, sin tomar conciencia que con ello se tergiversa a quien se pretende seguir. Para Horacio, sin embargo, no es posible complacer a todos si no se introduce lo útil. A juicio de Alsina, esta unión entre deleite y utilidad está fuertemente vinculada al alma barroca. De aquí que el barroco entienda que, aunque una obra literaria cause placer, debe también lograr un efecto moral positivo172. Esta definición latina de la función literaria afectó profundamente la producción literaria posterior. La norma de deleitar y ser útil al mismo tiempo regiría la creación literaria durante siglos. Un caso paradigmático queda expuesto en la intención de Cervantes en el Quijote o en sus Novelas ejemplares. En Unamuno esa intención es recurrente. No solo en sus Tres novelas ejemplares a la que hicimos referencia, sino incluso más explícitamente en sus ensayos: “Pero es que mi obra -iba a decir mi misión- es quebrantar la fe de unos y de otros y de los terceros, la fe en la afirmación, la fe en la negación y la fe en la abstención, y esto por fe en la fe misma; es combatir a todos los que se resignan, sea al catolicismo, sea al racionalismo, sea al agnoticismo; es hacer que vivan todos inquietos y anhelantes”173.
Al respecto, Cerezo Galán señala que esta afirmación no puede reducirse a la mera función de agitar los espíritus. En su lectura entiende que todo reformador o agitador de espíritus, todo héroe o poeta/profeta, obedece a una inspiración originaria. De allí que, para Unamuno, el Quijote es el héroe cristiano que trae una revelación: el secreto mismo de la vida, el ansia de infinitud174, tan cara al barroco175. Por eso Unamuno sostiene de manera vehemente la necesidad “… de formar conciencia pública, conciencia de patria, de sentido de una misión o de un ideal”176, lo cual, como señala Cerezo, es obra de cultura y pedagogía. Como en Gracián, Unamuno tiene una doble vocación, la pedagógica moral y la de escritor, puesto que entiende que la palabra es una acción más eficaz que la misma revolución. Así lo pone de manifiesto, por ejemplo, en Diálogos del escritor y el político (1908), donde coloca en primer plano el valor civil y civilizador de las palabras al identificar palabra y acción, y sostener que su obra es tan política como la de los políticos partidarios177.
Queda más claro entonces que Echeverría se sintiera influenciado por la misión pedagógica del Quijote unamuniano, y viera en los indios de las ciudades latinoamericanas del XVII un producto de su espíritu, quien enseña que la renuncia a sí mismo, y con ello, a los demás, a los otros yo, la renuncia a una existencia moral, constituye una muerte mucho más patente y menos digna que la propia muerte física. Y si bien concibe la historia humana como el conflicto entre lo que la lógica enseña y lo que la voluntad heroica desea, la insistencia en esta confiere mayor dignidad al ser humano y sentido a su vida, pese a que choque con la razón que siempre acecha. Es la lucha por un nuevo mundo, por un nuevo modo de vida a partir de una nueva ¿lógica?
Conclusiones
Como vimos, Echeverría sostiene que su interés por examinar la vigencia del ethos barroco parte de una preocupación por la crisis civilizatoria contemporánea y por el deseo de pensar en una modernidad postcapitalista, como una utopía alcanzable. Es sabido que Unamuno abogaba, como lo hizo Echeverría, por una modernidad alternativa. Alternativa a la modernidad realista, positivista, cientificista. Para ambos, dicha modernidad podría brotar de un cambio de actitud178, de un cambio de lógica, estrategia que Echeverría asocia al barroco y Unamuno al agonismo, pero que confluye en la noción del tercero incluido (tertium datur), en su apetito de infinitud y su incertidumbre creadora, y en su función pedagógica. Es en ese cambio de actitud donde emerge para ambos la figura modélica del Quijote, el caballero de la triste figura, el caballero de la fe, el héroe trágico, empeñado en una lucha utópica contra la mundanidad insoportable del mundo, viviendo de la tensión entre los opuestos y haciendo de ella algo productivo. Como señala Sáez Rueda, el héroe trágico tiene ante sus ojos un litigio al cual no puede someterse ni satisfacer eligiendo uno de los polos en detrimento del otro. De allí que solo le queda la opción de mantener viva la tensión y convertirla en base para un nuevo comportamiento179. En el mismo sentido, Goldmann afirma sobre la concepción antropológica pascaliana: “Para Pascal, el hombre es sin duda un ser intermedio, que permanecerá, haga lo que haga, en el punto medio, a igual distancia de los extremos opuestos. Esta situación, con todo, lejos de ser un ideal, de darle una superioridad, es por el contrario insoportable y trágica. Pues el único lugar natural (si la palabra tiene sentido) en que el hombre podría encontrar la felicidad y la tranquilidad se encuentra no en el punto medio, sino en los dos extremos a la vez,…”180.
La insoportabilidad y la tragedia de la situación de que la elección por un extremo o el otro conduzca siempre a la penuria, abre una nueva forma de ver las cosas, que parte de esta misma situación agonista: mantener viva la tensión y elegir los dos extremos a la vez.
Para Sáez Rueda, la dimensión trágica es también un rasgo barroco porque, en primer lugar, conjuga tensionalmente elementos en conflicto, en una comunidad angustiada por la lucha entre diferencias no solucionables. En segundo lugar, porque, se sostiene en la tesitura de dos infinitos necesarios, discordes y en tensión181. De allí que Unamuno nos invite a vivir de su guerra intestina e intransigente; lucha que se constituye en condición de nuestra vida espiritual182.
La locura quijotesca es la resistencia a un mundo inmundo, y al descubrir que su legalidad es contingente y desfondada lo invita a cuestionarla, y plantear una nueva legalidad y un nuevo orbe. La razón del ser del quijotismo es, como señala Ferrater Mora, esa “locura”, esa insistencia, de afrontar el carácter conflictivo y polémico de la realidad y vivir de él. Solo de este modo la existencia propia será tan real como la del Quijote. Este deseo unamuniano de querer enloquecer quijotescamente no es otra cosa que el resultado de una madurez espiritual por medio de la cual la razón y lo irracional se mantienen en tensión en el hombre de carne y hueso183. Como ha señalado Valdés, la filosofía unamuniana es filosofía agónica porque en Unamuno “… el ser es esencialmente un fenómeno ‘en-lucha’ de la existencia”184. De esta manera, la original penetración de lo real en Unamuno está dada en términos de ser-en-lucha. Si para Unamuno, la sed de inmortalidad es lo que conduce a acciones heroicas, acciones fundadas en sueños, como las del héroe trágico encarnado en la figura del Quijote, para los habitantes de las ciudades latinoamericanas del XVII, las acciones heroicas parten de una sed semejante de supervivencia.
Por ello, poco puede haber más indicativo de la intención de Unamuno para la formación de un ethos ¿trágico/barroco? que el recurso a la sentencia de Senancour con la que abrimos este trabajo: si la nada nos está reservada, hagamos de ello una injusticia.