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Areté

versão impressa ISSN 1016-913X

arete vol.35 no.2 Lima jul./dic. 2023  Epub 11-Dez-2023

http://dx.doi.org/10.18800/arete.202302.010 

Artículos

Religión o el encuentro de la vida consigo misma

Religion or Life’s Encounter with Itself

Álvaro San Román Gómez1 
http://orcid.org/0000-0001-7756-5008

1Universidad Nacional de Educación a Distancia - España, asanroman14@alumno.uned.es

Resumen:

El presente artículo ensaya un acercamiento abarcador al hecho religioso, asumiendo la religión como un universal antropológico, como la actitud que cada vida tiene frente al hecho bruto de que se vive. Se postularán tres lugares emotivos o pathos vitales que darán somera cuenta de los tres modos básicos de articulación de lo religioso: el pathos del desencanto, el pathos trágico y el pathos del asombro. De las conversaciones, tensiones y transiciones entre ellos concluiremos con una reivindicación del asombro como genuina experiencia de una vida estrictamente religiosa, esto es, de una vida reconciliada con la totalidad.

Palabras clave: asombro; desencanto; pathos; religión; trágico

Abstract:

This paper attempts to offer a comprehensive approach to the religious phenomenon, considering that religion-understood as the attitude that each life has towards the brute fact of life-constitutes an anthropological universal. I claim that there are three emotional places or types of vital pathos that allow sketching three basic modes of articulating the religious: the pathos of disenchantment, the tragic pathos, and the pathos of wonder. After discussing the dialogues, tensions, and transitions between these, the paper concludes with a vindication of wonder as the genuine experience of a strictly religious life-that is, a life reconciled with totality.

Keywords: wonder; disenchantment; pathos; religion; tragic

Introducción

A día de hoy, en Occidente, podemos afirmar que la religión está en franco retroceso respecto a su antaño poder para aglutinar comunidades y otorgar una orientación a las vidas de los individuos. Sin embargo, sigue estando muy presente, para alivio de algunos e indignación de otros muchos, incluso en países donde el weberiano desencantamiento del mundo ha sido asumido como destino. A lo largo de estas páginas, vamos a tratar de acercarnos al hecho religioso de la mano de pensadores como Unamuno, Max Horkheimer, pasando por el padre de la filosofía de la religión, Shleiermacher, hasta Slavoj Žižek, un ecléctico panorama de nombres relevantes en el tema que nos atañe, cuyas reflexiones tienen el fundamental cometido de otorgar coherencia y justificar la propuesta aquí ensayada. Gracias a ellos nos situaremos más allá de la sinonimia entre la religión y su positivación en estructuras concretas (iglesia, ritos, etc.), que dificultan aún a día de hoy hacernos una idea comprehensiva de lo religioso. Con el fin de darle el lugar que le corresponde a la religión, partiremos de la rotunda afirmación de que es, ni más ni menos, que la respuesta vivencial al hecho bruto de que se vive y se es consciente de ello. Así definida, queda claro que asumimos la religión como un universal antropológico, algo tan de la entraña humana como nuestra necesidad de contacto humano. Esta, empero, no es una necesidad en sí, pues no es algo que pueda satisfacerse como se satisface la necesidad del contacto humano con un abrazo. Más bien, es de la entraña humana porque es una estructura constitutiva del ser humano. Por el mero hecho de vivir, debemos satisfacer necesidades concretas y, por el mismo hecho, estamos abiertos a la vida como totalidad. En nosotros la vida se mira a sí misma cara a cara, y la religión sería la vivencia de este encuentro radical de la vida consigo misma. Pero este encuentro se experimenta en todos y cada uno de nosotros de diferente manera, desde lugares diferentes. Dependiendo del lugar de la vivencia de este encuentro, la religión se definirá de una manera u otra. Así, en palabras de Unamuno, diremos que “nuestro modo de comprender o de no comprender la religión, brota de nuestros sentimientos respecto a la vida misma”1, y que, incluso, “los ataques que a la religión se dirigen desde un punto de vista presunto científico o filosófico, no son sino ataques desde otro adverso punto de vista religioso”2, pues no son sino posiciones que toma la vida respecto de sí misma. La religión, como nombre para la vivencia radical de la vida como totalidad, está incluso allí donde se la niega.

Aún a riesgo de incurrir en simplificaciones de un hecho tan complejo como el religioso, realizaremos una categorización de los lugares emotivos desde los cuales entendemos que la religión se cualifica. Postularemos, por tanto, tres lugares desde los que la vida se viviría a sí misma y tomaría en consideración la existencia toda. Estos tres son:

1) El pathos del desencanto: en él, la vida se mira a sí misma como un mero problema que resolver a través del análisis y la compartimentación de su aparecer.

2) El pathos de la tragedia: donde la vida ya escindida por el desencanto se ve a sí misma agonizando.

3) El pathos del asombro, en el cual la vida, superando la mirada analítica, sintetiza la diversidad de las apariencias en una mirada asombrada.

Durante las visitas a cada uno de estos pathos trataremos de ver, como diría Horkheimer, qué puede ser “religión en el buen sentido”, de modo que podamos concluir ahormando un sentido de religión a partir de los pecios rescatados de cada pathos. Las tres posturas propuestas, en efecto, lejos de ser modelos estancos sin solución de continuidad, son vivencias genuinas que, como tales, nos permiten transitar entre ellas en busca de sus respectivos momentos de verdad.

1. El Pathos del Desencanto

Llamamos pathos del desencanto a esa mirada que tiene la vida sobre sí misma en la que, en palabras de Max Weber: “Se cree que, en cualquier momento en que se quiera, se puede llegar a saber, que por tanto, no existen en torno a nuestra vida poderes ocultos o imprevisibles, sino que, por el contrario, todo puede ser dominado mediante el cálculo y la previsión… esto es el desencantamiento del mundo”3. Esta mirada la encarna históricamente el positivismo. Su personaje filosófico protagonista sería el Yo Cartesiano, que, cortadas las amarras vitales, trepana la realidad con su aparato científico-tecnológico, llevado por lo que pudiéramos llamar un instinto de desligación del mundo, un deseo de soltura de la naturaleza, de los otros como comunidad. Su lema sería el hegeliano “todo lo real es racional y todo lo racional es real”. La existencia toda, bajo el imperio de su razón analítica, es reducida aquí a una serie de causalidades sin finalidad alguna, sin sentido, donde el misterio queda reducido a la explicación de los funcionamientos de los diversos sistemas en que es compartimentada la vida: sistema biológico, sistema molecular, sistema físico, sistema económico, sistema político, etcétera. La característica fundamental de esta mirada es, valga la redundancia, su fundamentalismo, pues cada una de las disciplinas del estudio de la realidad escindida considera su propio objeto de investigación como La Realidad Fundamental, La Verdad, el sistema que sostiene los sistemas. Frente a esta plétora de ontologías regionales, donde la razón funciona desbrozando lo accesorio al sistema en cuestión, preferimos asumir las palabras de Karl Jaspers: “en el aislamiento de un sentido único de la verdad, esta no puede permanecer verdad”4. Las verdades parciales a las que llegan las diversas ciencias no pueden convertir su parcialidad en totalidad. Que el ser humano sea capaz de almacenar y gestionar gran cantidad de información gracias a su sistema de conexiones neuronales no le convierte por ello en una máquina de gestión de la información. En efecto, absolutizar un saber particular y consagrarlo como único modo de conocimiento del ser humano, conduce a descuidar la imagen del propio ser humano. Y, lo que es más peligroso, descuidar la imagen del ser humano conduce a descuidar al humano mismo, pues, como avisa Jaspers, “la imagen del hombre que tenemos por verdadera, se torna uno de los factores de nuestra vida. Decide sobre los modos de nuestro trato con nosotros mismos y con nuestros semejantes, sobre la entonación de la vida y la elección de las tareas”5. Y, finalmente, decide sobre el modo en que experimentamos el hecho de vivir, sobre la religiosidad.

Este pathos totalizador de la parcialidad, al desligar el Yo de su relación existencial con el mundo, descuida la totalidad. No solo descuida la imagen del ser humano al escindirlo de sí mismo como mera res cogitans, sin sociedad y sin entorno, sino también la propia imagen del mundo al desencantarlo reduciéndolo a mera res extensa, objeto trepanable y analizable, suma de recursos naturales, telón de fondo de la odisea del espíritu racional humano. En efecto, este pathos del desencanto, al preguntarse únicamente por cómo es el mundo y el ser humano en tanto entes separados, divisibles y modificables, olvida la cuestión ineludible, misteriosa y mística de que el mundo, y con él, la realidad humana, simplemente son. Y así, en este pathos, la existencia resulta tan natural que habitualmente, en el desarrollo de nuestras vidas, “no se nos hace presente el misterio que hay en la simple conciencia de la realidad: yo existo, las cosas existen”6. En este pathos permanece oculta la contingencia de la existencia. Todo es “natural” en él, todo es “sin misterio”, todo es tal como aparece y sucede en las demostraciones, experimentos y explicaciones tecnocientíficas: morir es natural, la caída de gobiernos es natural, la violencia es natural, llevar hasta sus últimas consecuencias el poderío humano, el progreso tecnocientífico, es natural. Y es por ello que voces como las que se alzan desde la esfera religiosa que contradicen o matizan las verdades frías y analíticas del entramado tecno-positivista, son rápidamente tildadas de románticas, supersticiosas o ignorantes.

Ahora bien, recordamos que, si el modo de comprender la religión depende de los sentimientos respecto a la vida misma, y vemos que, hasta aquí, esta es sentida como un objeto analizable y manipulable por el mero tecno-conocimiento humano, entonces la única religión que se tiene es la del cálculo que rechaza como verdad lo incalculable; una religión que solo cree en las posibilidades abiertas por el Yo desligado de la tradición tecno-occidental. Por ello, el pathos del desencanto, la vida que se mira miope a sí misma en su parcialidad, se caracteriza por alumbrar tres actitudes, todas ellas inevitablemente ateas. La hedonista, la nihilista y la prometeica, que se posicionan de diferente modo respecto a una misma asunción: la cientificista que dice que “la realidad es racional, clara, distinta y manipulable”.

Así, ante la verdad clara de que la existencia toda tiende a la entropía, la actitud hedonista decide que lo mejor es que “comamos y bebamos, pues mañana moriremos”. Una actitud que, ante la verdad de la nada, ni siquiera el nihilista valora, pues incluso comer y beber carecen de sentido si al fin y al cabo “todo ha de pasar”. El prometeísmo, por su lado, ocupa un lugar más relevante en nuestra historia por ser la actitud protagonista que estimula el desarrollo tecnocientífico occidental. Esta encarna la arrogancia propia de quien exagera su poderío por el hecho de que ha conseguido describir la realidad de modo tal que pueda manipularla, y decide, por tanto, asumir orgulloso el progreso como destino. De este modo, el único asombro que le está reservado al ateísta prometeico es el narcisista. Se asombra de sí mismo, del poder de su armazón tecnocientífico, de lo incisivo de su razón.

Sin embargo, con Unamuno, “seguimos creyendo que lo real, lo realmente real, es irracional; que la razón construye sobre las irracionalidades”7. Miguel de Unamuno, desde su pensamiento inmerso en el auge del paradigma positivista de comienzos del Siglo XX, se revela con pasión contra el cementerio de ideas muertas de la ciencia, pone en valor la vida que se siente y vive, en contra de aquella que se analiza y manipula, porque vivir, efectivamente, es una cosa y conocer otra. Este será, como veremos, el punto de arranque del pathos trágico.

Por su parte, el pathos del desencanto olvida aquello que decía Albert Camus de que la razón es un instrumento del pensamiento, pero no el pensamiento mismo8, e instaura una realidad en la que, sin lugar para el misterio, las verdades del pensamiento descarnado se viven no ya desde la asunción satisfecha prometeica o nihilista, sino desde su rechazo agónico. Frente al pathos del desencanto se elevan voces descontentas que afirman que esto, lo que hay, lo que describe el desencanto como lo único existente, no es suficiente, que se necesita mucho más: poner en valor al yo que siente, y no ya al que razona; poner en valor la hermandad, la comunidad unida en solidaridad ante el silencio descabellado del mundo, y no solo al agregado de individualidades desligadas que conforman unidades sociales. Todo ello, como veremos, se encuentra bajo el auspicio de un Dios postulado, deseado.

Contra la satisfecha soberbia prometeica, que pretende haber expulsado a la divinidad con el mero desvelamiento de ciertos misterios, Unamuno y Max Horkheimer nos recuerdan que Dios no solo se esconde detrás de las leyes científicas, sino más allá de ellas, allí donde llegan el anhelo, la fantasía y la esperanza humana. El pathos trágico, como veremos, se situará frente a la realidad descarnada descrita por el desencanto, y la asumirá en la actitud del rechazo.

2. El Pathos Trágico

Unamuno sabe que “el hombre, por ser hombre, por tener conciencia, es ya, respecto al burro o a un cangrejo, un animal enfermo. La conciencia es una enfermedad”9. En efecto, la conciencia, ese aséptico receptáculo de verdades y evidencias, puesta en este mundo donde no hay más verdades y evidencias que la de la soledad del humano en el universo, y la de la cesación de todo, no puede si no enfermar de tragedia al ser humano. La conciencia es para Unamuno una enfermedad porque al fin y al cabo evidencia la distancia insalvable o, más bien, encarna la distancia trágica entre las verdades de razón y la pasión humana. El instinto de conservación que pulsa en el corazón del positivismo, ese afán por permanecer siempre y del mismo modo en la existencia gracias a los avances tecnocientíficos, resulta jugar en contra del instinto de comunión, del hambre vital que rige la esperanza humana de ser no solo y siempre el mismo, sino algo más: ser los demás e, incluso, serlo todo10. Por ello, frente al mensaje ateo-prometeico que ve un triunfo en el proceso inventivo de nuestra sociedad tecno-occidental, Unamuno pone la mirada en el polo destructivo del proceso y asume lo que Kolakowski describirá como “el mensaje invariable del culto religioso, el cual afirma que la distancia de lo finito a lo infinito es siempre infinita; todo lo que creamos está destinado a perecer tarde o temprano, la vida está destinada al fracaso, y la muerte es invencible… a menos que participemos en la realidad eterna11. Sin embargo, Unamuno sabe que esta realidad eterna no está demostrada como se demuestra el teorema de Pitágoras, sino que, como veremos, solo puede postularse.

Existe una verdad indubitable que nos trae nuestra enfermedad: cada uno de nosotros, desde el momento en que nace, está destinado a la sepultura. Empero, a la vez, existe la verdad del corazón, existe el principio de continuidad unamuniano, el conato spinozista que nos lleva a querer ir más allá de esta perdición, a querernos inmortales, y así, aunque de manera inverosímil, a creer que nos salvaremos. Y de aquí surge el sufrimiento de almas hermanas como las de Unamuno y Fernando Pessoa, emerge “el conflicto que nos quema el alma… el conflicto entre la necesidad emotiva de creer y la imposibilidad intelectual de creer”12. La vida, por tanto, se mira a sí misma como herida de muerte, sufre agónicamente la brecha que se abre entre las irreconciliables verdades de razón y de corazón, entre el yo y el mundo ahí fuera del que estoy fatalmente separado por causa de la conciencia. “La facticidad brutal”, dice Jaspers, “la necesidad inevitable, la univocidad del ente, si los consideramos -en cuanto conocidos- como una realidad absoluta, nos subyugan, nos asfixian”13, y en ellos agonizamos trágicamente.

Más adelante veremos que esta separación ontológica, esta facticidad brutal, puede asumirse desde un pathos no trágico. Por el momento nos vale con subrayar el hecho de que, dado el conflicto que nos quema el alma, dado que, como afirma Horkheimer, “la doctrina del más allá, del cielo, del paraíso, no puede compaginarse hoy ya con el pensamiento exacto”14, a la creencia en Dios, en el más allá, en la inmortalidad, no le queda más que ser voluntad de sí misma. En efecto, la voluntad de creer, Unamuno lo sabe bien, “es la única fe posible en un hombre que tiene la inteligencia de las matemáticas, una razón clara y el sentido de objetividad”15. ¿Y en qué cree exactamente esta fe post-positivista? Por un lado, veremos que, ante la muerte del yo, se creerá en el deseo de permanecer siendo yo, en la inmortalidad; y por el otro, que, ante la verdad del sufrimiento y el mal en el mundo, se creerá en la solidaridad entre los seres humanos, en una justicia siempre postergada. Este pathos trágico postulará por tanto un Dios útil a su tragedia, un Dios para. Al asumir el discurso científico y utilitarista del desencanto, aunque sea para rechazarlo por motivos de corazón, el único Dios que queda a su disposición es el que consuela y satisface los anhelos no satisfechos por el prometeísmo: inmortalidad16 y justicia.

2.1 Inmortalidad

Jaspers afirma que “el existente desea, en cuanto tal, conservarse y engrandecerse: lo verdadero es aquello que fomenta al existente”17. Por eso, este yo que soy, encuentra el fomento de sí mismo en la postulación de una inmortalidad fenoménica. Nosotros, que, como San Pablo, “gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo” (Rm, 8-23), recurrimos a Dios como garante de esta salvación, y en esta garantía basa Unamuno la verdad de la existencia de la divinidad. En palabras de Kolakowski: “La creencia en Dios y la creencia en la inmortalidad están más íntimamente unidas de lo que su simple yuxtaposición como dos enunciados separados pueda sugerir… Sin embargo, creer en Dios y aceptar la destrucción última de todo lo demás es hacer a Dios notablemente inútil”18. Y a este respecto nos preguntamos, ¿debe ser Dios útil? Unamuno tiene claro que sí. Hasta el punto de rechazar otras respuestas religiosas opuestas a la inmortalidad, como la unión mística o el nirvana, argumentando que “decir que todo es Dios, y que al morir volvemos a Dios, mejor dicho, seguimos en él, nada vale a nuestro anhelo”19. Valdrá al anhelo budista, pero no al anhelo fermentado en este amor tan occidental que tenemos al yo. Este anhelo del yo desgajado de la totalidad, que quiere seguir siendo un yo, y no ya volver a la nada de la que salió, es el garante de la existencia de un Dios dador de inmortalidad. No es, pues, que creamos en Dios y por ello en la inmortalidad, sino más bien que queremos la inmortalidad y por ello creamos a Dios, porque la vida tal como se nos da resulta insuficiente, trágicamente insuficiente.

Hasta aquí, pues, vemos que, si el modo de comprender la vida es agónico, lo es desde el terror de anegarse en ese Todo donde yo ya no soy, que viene refrendado desde el pathos del desencanto. La religión, por tanto, solo podrá considerarse como un ejercicio de sutura que cierre esa brecha. Dios sería únicamente la garantía de perpetuidad, un Dios para no morir.

2.2 Justicia

Ahora, si damos un paso más allá del yo atormentado por su caducidad, y miramos fuera de él, descubrimos entonces, de nuevo con San Pablo, que “la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto” (Rm, 8.22). El sufrimiento de la pérdida de mi yo queda relegado a un segundo plano ante la verdad de razón de que la existencia toda parece tender a la destrucción, de que el sufrimiento y la aniquilación son condiciones ontológicas ineludibles de la totalidad: de los individuos, las comunidades, los animales, del planeta, del Ser. Por ello, ahora no es que necesitemos a Dios para que nos salve de la muerte, sino que necesitamos a Dios; es más, “hemos creado a Dios para salvar al universo de la nada”20. Y, entonces, como Angélica se preguntaba en San Manuel Bueno, Mártir, quizás habremos de rezar también por el lago y la montaña21, por esa lejana estrella que un día dejará de brillar22. Incluso, sin embargo, habremos de rezar por el Cristo que, al morir la muerte humana, es igualmente digno de compasión y solidaridad, una solidaridad metafísica, una solidaridad que surge del hecho de que los seres humanos tienen que sufrir y morir.

Si Unamuno está torturado por la muerte que acecha su yo, y postula un Dios que le salve, Horkheimer pone el acento en la comunidad entera que padece el destino humano de la mortalidad. De hecho, irá más allá del mal metafísico que nos aqueja, y señalará el mal perpetrado y padecido exclusivamente por los humanos. Así, reinterpretará el dogma de la caída, del pecado original, del siguiente modo: “Si nosotros podemos ser felices, cada uno de esos momentos está adquirido con el sufrimiento de otras incontables criaturas, animales y hombres. La cultura es el resultado de un pasado terrible”. Por lo que concluirá, en un tono casi conminatorio, que “todos nosotros debemos unir con nuestra alegría y con nuestra felicidad el duelo: la conciencia de que tenemos parte en una culpa”23. Un buen recordatorio contra el triunfalista pathos del desencanto y el prometeísmo: el progreso tecnocientífico, ¿recuerda a sus víctimas?

El mal existe, está ahí desde el comienzo, y se tiende a maquillar su verdad tratando de justificar su existencia sub specie aeternitatis. Sin embargo, esta justificación no puede darse si no estamos al final de la historia de la creación, de modo que veamos enmendado in situ todo el mal. Por ello, la solidaridad metafísica que postula Horkheimer no puede sostenerse más que en otro anhelo, en “la añoranza de que el asesino no pueda triunfar sobre la víctima inocente”24. E históricamente han sido precisamente las religiones quienes han recogido, en la imagen del “juicio final”, la idea de una solidaridad culminada en la impartición de una justicia total. Por ello, puede llegar a exclamar Horkheimer: “¡Que continúen existiendo las viejas confesiones y que incidan en el sentido de expresar una añoranza y no ya un dogma!”25, en el sentido de expresar “la esperanza de que la injusticia que caracteriza al mundo no puede permanecer así, que lo injusto no puede considerarse como la última palabra”26. Horkheimer pone, pues, en valor los momentos de verdad que guarda en sí toda religión que haga referencia a la consagración futura del bien, a su rechazo rotundo del triunfo de todo mal. Entenderá como “religión en el buen sentido”, únicamente “el inextinguible impulso, sostenido contra la realidad, de que esta debe cambiar, que se rompa la maldición y se abra paso la justicia”27.

Hasta aquí hemos visto, entonces, que la vida se comprende a sí misma como sujeta a una injusticia, la de la aparente ausencia de sentido último del sufrimiento y del mal que hasta hoy mismo asola la historia de la humanidad. Por ello, la religión que nos queda no puede ser otra que aquella que alimente las esperanzas de la humanidad, de modo que esta pueda siempre ir un poco más allá de la última catástrofe. Así pues, Dios sería nuestra garantía del bien. Un Dios para impartir justicia.

Ya sea desde el anhelo de inmortalidad unamuniamo, o desde el anhelo de justicia horkheimeriano, vemos claramente el desarrollo de una continuidad evidente entre la verdad de Dios y su utilidad. “Lo que es real o irreal para nosotros”, dice Kolakowski, “es cuestión de compromiso práctico… lo real es lo que las personas ansían realmente”28, Dios es pues real, pues Dios es ansiado. Sin embargo, creemos y afirmaremos que la postulación utilitaria de la divinidad dista mucho de hacer justicia a lo divino, y que está aún anclada al paradigma prometeico del sujeto como fundamento de todo, así como del primado utilitarista.

3. El pathos del Asombro

Ya vimos que el pathos del desencanto es aquel que desde la mirada analítica solo ve en la vida su posibilidad de ser manipulada de infinitas maneras para ponerla al servicio del anhelo prometeico, de modo tal que pueda progresar sin necesidad de referencia alguna a la trascendencia. Esta religión tecnoccidental se caracteriza por su creencia en la sacralidad del tecno-conocimiento, pues únicamente cree en la tecnología y su ciencia aparejada como única realidad investida de la fuerza o el poder necesarios para potenciar cualitativamente la vida; una creencia que regula prácticas y pensamientos en todos los rincones del mundo. Y aquí, como no podría ser de otro modo, el mundo se basta a sí mismo. Por su parte, inmerso en esta compartimentación de la vida, el pathos trágico vive la agonía de esta escisión y la denuncia; al no sentir satisfechas sus esperanzas y cumplidos sus anhelos situados más allá del horizonte tecnocientífico, se ve en la necesidad de postular una divinidad que satisfaga esos anhelos y esperanzas truncadas. Su religión se caracteriza por la creencia en una injusticia metafísica solo reparada por una divinidad trascendente. Aquí, el mundo es insuficiente. En ambos pathos la vida se mira a sí misma siendo escindida, desligada de la totalidad: un pathos lo asume con orgullo y suficiencia, el otro lo sufre como maldición. Sin embargo, como adelantábamos más arriba, existe otra posibilidad, otra vivencia de la vida que no pone ya el énfasis en el desgarro de las existencias, sino en el engarce de las mismas, un instinto de comunión que por fin supere el instinto de desligación tecno-occidental.

En contra de la compartimentación del Ser en saberes regionales de objetos claros y distintos, y por encima de la mirada agónica y subjetivista que el Yo desligado dirige a sus anhelos, emerge lo que Karl Jaspers llamará “lo Abarcador”: “Lo abarcador es lo que siempre se anuncia -en los objetos presentes y en el horizonte-, pero que nunca deviene objeto… parece retroceder siempre ante nosotros con el manifestarse de todas las apariencias que nos vienen al encuentro… Es aquello de lo que surge todo nuevo horizonte”29.

No se trata aquí de atender a los objetos que aparecen, a los entes que se estudian, al mundo y sus horizontes como tal, ni siquiera a nuestros deseos y anhelos; ahora se trata de poner la mirada en aquello que permite que todo esto aparezca, en el Ser que todo lo abarca. Así pues, contra la actitud arrogante de Prometeo y la actitud plañidera del trágico que no se ven más que a sí mismos (ya sea conquistando el mundo o sufriéndolo), la actitud estrictamente religiosa sería la que rinde culto a lo Abarcador, a esa realidad eterna que permite tanto conquistar el mundo como sufrirlo. Es esta actitud la que pertenece al pathos del asombro, cuya religión se caracteriza por la creencia en el poder sobreabundante de la vida, pues desde esta actitud la vida se mira a sí misma en el asombro de su mero aparecer viviendo, en el asombro genuino ante la constatación del surgimiento compartido entre yo y el mundo, un mundo que aquí, siempre, es más. A diferencia del pathos del desencanto donde, como nos explica Jaspers, “el problema de la realidad aparece ya resuelto en cada momento de nuestra existencia”30, aquí se replantea a cada instante en una mirada siempre primigenia.

“Religión en el buen sentido”, como diría Horkheimer, sería entonces la mirada que permanece siempre consciente de que el mero hecho de que esto sea es ya en sí mismo un milagro, de que nosotros mismos estamos aquí gracias a algo que no somos nosotros mismos, de que nuestra existencia depende no solo de nuestras capacidades prometeicas, sino de algo que pudiéramos llamar “divino”. Se han ensayado varios títulos para esta experiencia de la realidad trascendente: así, tenemos el “sentimiento de criatura”31, como lo llamó R. Otto, concomitante al de la fascinación por haber sido creados por una realidad tremenda y fascinante, o el “sentimiento de absoluta dependencia” de Schleiermacher, de una dependencia de lo finito que soy respecto de lo infinito que me circunda inabarcable. Véase que aquí se reconoce la existencia de una diferencia, de una “brecha” si se quiere, en el Ser, por la cual yo me diferencio del Todo. Sin embargo, lejos de agonizar por dicha separación, a esos sentimientos de criatura y dependencia les subyace la positiva experiencia de una participación directa con el Todo, de una comunión que supera la aparente desligación prometeica. Precisamente, gracias a la brecha misma se me permite ser consciente de mi ser-parte-del-todo, lo cual, desde la experiencia cristiana, es explicado por Žižek del siguiente modo: “Lo que nos une a Dios es la separación radical entre el hombre y Dios, puesto que en la figura de Cristo, Dios se separa completamente de sí mismo: lo esencial, entonces, es no ‘franquear’ la brecha que nos separa de Dios, sino comprender hasta qué punto esa brecha es inherente a Dios mismo”32. Efectivamente, para poder seguir formando parte del Todo, debemos permanecer conscientes de nuestra participación en él, debemos seguir siendo un yo. Vemos cómo, paradójicamente, la conciencia de la separación que atenazada el alma unamuniana es al mismo tiempo la conciencia de mi pertenencia al Todo y esa es precisamente la condición por la cual estaríamos de acuerdo con Unamuno en que no se trata de unirnos con Dios anegándonos en él. La separación entre Dios y el hombre, decía Chesterton, “es tan sagrada como eterna”33, pues sin ella no hay relación con la divinidad. Se trata, por tanto, de permanecer siendo yo para poder relacionarme con todo. Dios sería aquí lo que permite el engarce entre lo finito y lo infinito, y no lo que me salva de la finitud. Es el hen kai pan, el Uno y Todo. Schleiermacher decía que “religión es sentido y gusto por lo infinito”, es “concebir todo lo particular como una parte del todo, todo lo limitado como una manifestación de lo infinito”34. La religión, si aceptamos este sentido como “el buen sentido”, no tiene nada que ver, entonces, con incidir en la necesidad de expresar un dogma, como quería Horkheimer, pero tampoco de expresar un anhelo. La divinidad está incluso allí donde se la niega, y no es algo que se “necesite”, sino algo que está invariablemente presente por el mero hecho de la presencialidad de las cosas. Es por ello que, para Schleiermacher, la inmortalidad, tal como aspiran a ella espíritus como el de Unamuno, solo puede considerarse como “totalmente irreligiosa”. Estos espíritus trágicos “oponen resistencia a lo infinito, no quieren ir más allá de sí, no quieren ser otra cosa que ellos mismos y se preocupan angustiosamente de su individualidad”35, de tal manera que, por miedo a la muerte, terminan matando el asombro de vivir, y con él, la religiosidad en su mirar de tragedia.

Para Schleiermacher, “tener religión significa intuir el universo, y sobre el modo como lo intuís… reposa el valor de vuestra religión”36. Por ello, no sorprenderá que en una visión tan abarcadora de la religión como la de Schleiermacher, Dios no sea “todo en la religión, sino uno de los elementos”, pues “el universo es más”37. La divinidad no será otra cosa que una forma particular de una intuición religiosa. Dios es un modo de concebir algo divino, pero la religión no es el culto a un Dios, sino la región en la que este habita. Vimos que la inmortalidad y la divinidad, para Unamuno o Kolakowski, eran las coordenadas básicas del fenómeno religioso. Sin embargo, junto a Schleiermacher, nos oponemos a que sean “consideradas como el gozne y las partes fundamentales de la religión”38. “En medio de la finitud, hacerse uno con lo infinito y ser eterno en un instante: tal es la inmortalidad en la religión”39, tal es la inmortalidad a la que aspira Schleiermacher. Sin embargo, para espíritus que, como el de Horkheimer, tienen en mente las muertes mudas de la historia, es difícil, incluso imposible, aceptar que el grado máximo de eternidad a la que puede aspirar un individuo inmerso en la finitud sea únicamente la verdad de que, al menos, ha sido algo en lugar de nada.

Nosotros, por nuestra parte, pensamos que más vale este pequeño consuelo arraigado en la sobriedad del asombro, que perdernos en elucubraciones teológico-escatológicas sobre la justicia eterna. Debemos valorar el yo que cada uno es, no debemos tolerar las injusticias que se cometen con alevosía contra las existencias que se tienden la mano. Debemos afrontar la facticidad brutal del mundo, pero también recordar la inocencia del devenir y procurar no revelarnos indignados contra esa inevitable facticidad. Debemos reservarnos la indignación para dirigirla hacia todo aquello que impida satisfacer nuestro instinto de comunión y realizar nuestros anhelos fácticos: seguir siendo yoes robustos y coherentes; tender las manos entre cada una de las existencias de modo tal que la brecha se vuelva nudo, hermandad; recordar la historia, sus vencidos, y construir un sentido que los dignifique.

Conclusión

Si hay una enseñanza fundamental en el cristianismo es que incluso Dios debe sufrir y morir. Lo que Unamuno llamó el “escándalo del cristianismo”40. Esta contradicción está en la entraña misma del cristianismo, y por mucho que tres días después de su muerte la Resurrección venga a enmendarlo, el mal, como suele decirse, “ya estaba hecho”. Y sin embargo su muerte es un consuelo. En efecto, si hasta Él murió, ¿por qué no hemos de hacerlo nosotros? Este hecho fundó la pretendida hermandad más amplia que jamás conoció la historia, la iglesia, o “reunión del pueblo” universal. Todos, incluido Dios, compartimos el mismo itinerario que pasa por la muerte, y en ello encontramos motivos para esa solidaridad metafísica que exigía Horkheimer. Pero queremos recordar que, junto al mensaje anti-prometeico de que somos unos fracasados, también existe un mensaje alentador en esta misma tradición cristiana. En contra de la comprensión horkheimeriana de la caída, y de la lectura sufriente y masoquista de una parte del cristianismo, la caída no tiene ya que ver con una condenación y una culpa que deba acompañar todos nuestros actos. Pues como dijo San Pablo, “ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús” (Rm, 8.1). Si asumimos el relato cristiano, Jesús murió por el pecado que se abrió desde Adán, y con su muerte redimió a este y a todos. Lo que queda por hacer Después de Cristo: nostra res agitur!

Tal como lo explica Žižek: “Hegel tenía razón cuando decía que lo que muere en la cruz no es el representante de Dios en la tierra, sino Dios mismo trascendido. ‘Ustedes deben hacer el trabajo por mí’, ese es el verdadero mensaje de la muerte de Cristo, o como hubieran dicho los lacanianos, no hay un gran Otro, debemos contar con nosotros mismos”41. Y nosotros añadiríamos, “¡porque podemos!”. El hecho de que la perfectibilidad, la posibilidad como condición ontológica, nos defina, quiere decir que queda un lugar relevante aún para Prometeo. Podemos enmendar el horror que atormenta a Horkheimer, podemos atemperar la angustia vital en la que agoniza Unamuno. Pero todo ello desde una mirada asombrada. Asombrada de que haya algo y no más bien nada. Asombrada de que, aun estando presente la muerte, esta no signifique nada sino respecto al hecho bruto y positivo de que se vive. Pero incluso esto, de nuevo: nostra res agitur! Depende de nosotros tener esta mirada. Al igual que para Unamuno hay Dios porque quiero que lo haya, la vida, y lo abarcador en que se da, vale más que la muerte y que el mal porque así lo quiero. “Constituye una decisión fundamental”, dice Jaspers, “el hecho de tener o no presente… la totalidad de los modos de lo abarcador”42, todo el espectro en que se me da la existencia, y no únicamente un modo de los muchos en los que se me aparece. Constituye una decisión fundamental contemplar la vida no solo en el modo de su mortalidad. Existe un gran “Sí”, previo a cualquier justificación, a valorar la vida como sagrada, a ver en la existencia bruta un misterio tan insondable que permanecerá misterioso aún frente al mayor de los envites tecnocientíficos. Y este será el único trayecto honrado para que nuestro occidental Prometeo prospere. Solo podrá autocomplacerse de su perfectibilidad de manera honesta si guarda en sí la capacidad de asombrarse precisamente del hecho de que es perfectible, de que la existencia le permite precisamente hacerse a sí mismo, hacerse mejor. Prometeo no perdurará a menos que inyecte de nuevo un atisbo de asombro en su mirada al mundo, a sí mismo, a la existencia toda.

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1Unamuno, M., Del sentimiento trágico de la vida, p. 23.

2Ibid., p. 132.

3Weber, M., El político y el científico, p. 201.

4Jaspers, K., Filosofía de la existencia, p. 57.

5Jaspers, K., La fe filosófica, p. 50.

6Ibid., p. 59.

7Unamuno, M., Del sentimiento trágico de la vida, p. 29.

8Cf. Camus, A., El mito de Sísifo, p. 62.

9Unamuno, M., Del sentimiento trágico de la vida, p. 40.

10Cf. San Román, Á., “Miguel de Unamuno: del instinto de perpetuación al de comunión”, p. 340.

11Kolakowski, L., Si Dios no existe... Sobre Dios, el diablo, el pecado y otras preocupaciones de la llamada Filosofía de la Religión, p. 201.

12Pessoa, F., La educación del estoico, p. 54.

13Jaspers, K., Filosofía de la existencia, p. 94.

14Horkheimer, M., Anhelo de justicia, p. 128.

15Unamuno, M., Del sentimiento trágico de la vida, p. 100.

16Esto sigue siendo válido aún a día de hoy, más allá de las promesas escatológicas del nuevo tecno-mesianismo fabricadas por los ideólogos del transhumanismo, pues existe una insalvable distancia entre la inmortalidad por medios tecnológicos y la inmortalidad por medios morales que plantean las religiones clásicas.

17Jaspers, K., Filosofía de la existencia, p. 48.

18Kolakowski, L., Si Dios no existe... Sobre Dios, el diablo, el pecado y otras preocupaciones de la llamada Filosofía de la Religión, p. 158.

19Unamuno, M., Del sentimiento trágico de la vida, p. 108.

20Ibid., p. 169.

21Cf. Unamuno, M., San Manuel Bueno, Mártir, p.153.

22Cf. ibid., p. 154.

23Horkheimer, M., Anhelo de justicia, p. 120.

24Horkheimer, M., A la búsqueda de sentido, p. 92.

25Ibid., p. 68.

26Ibid., p. 106.

27Horkheimer, M., Anhelo de justicia, p. 226.

28Kolakowski, L., Si Dios no existe... Sobre Dios, el diablo, el pecado y otras preocupaciones de la llamada Filosofía de la Religión, p. 228.

29Jaspers, K., Filosofía de la existencia, p. 26.

30Ibid., p. 85.

31Otto, R., Lo Santo: Lo racional y lo irracional en la idea de Dios, p. 11.

32Žižek, S., El títere y el enano: el núcleo perverso del cristianismo, p. 108.

33Chesterton, G. K., Ortodoxia, p. 171.

34Schleiermacher, F.D.E., Sobre la Religion, p. 38.

35Ibid., p. 85.

36Ibid., p. 82.

37Ibid., p. 86.

38Ibid., p. 80.

39Ibid., p. 86.

40Unamuno, M., Del sentimiento trágico de la vida, p. 215.

41Friera, S., Entrevista con Slavoj Zizek, que presentó su nuevo ensayo.

42Jaspers, K., Filosofía de la existencia, p. 36.

Recibido: 23 de Noviembre de 2021; Aprobado: 13 de Julio de 2022

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