…si la hermenéutica ética del rostro cumple con un avance decisivo en dirección a su fenomenicidad específica y se sostiene como un acervo decisivo del pensamiento de Levinas, se debe preguntar sobre el siguiente punto: al admitir que la trascendencia del “rostro o [de] lo infinito” más allá de las fenomenicidades del objeto o del ente se cumple primeramente en la ética, ¿es necesario por ello que esta trascendencia se limite exclusivamente a aquella? El propio Levinas parece haber terminado por dudar de ello1
Levinas permanece más acá del amor. En la descripción que propone, imposible desde cierto punto de vista, permanece más acá del fenómeno saturado por excelencia (la Revelación), se detiene en una fenomenicidad de menor intensidad. Este es, en esencia, el diagnóstico planteado por Jean-Luc Marion2.
Dicho diagnóstico constituye una variante del gesto de pensamiento que los fenomenólogos, en general, desarrollan unos respecto de los otros: Levinas habría abierto el camino, pero se habría detenido en medio de este. El mandato hacia el rostro del otro no es suficiente: hay que liberar el amor y la Revelación, y en última instancia, la Revelación del (genitivo subjetivo y objetivo) amor más intenso.
Si se sigue la propuesta de Marion y se acepta provisoriamente su operación teórica, entonces resulta necesario concederle que, aunque Levinas se posicione al nivel del rostro -lo que, en términos de Marion, constituye un fenómeno saturado-, sin embargo, no llega a la altura del fenómeno saturado por excelencia, el fenómeno más intenso, el fenómeno de Cristo.
1. El gesto marioniano
Para Marion, si no eludimos su experiencia, el amor (considerado como caridad, kenosis y, en última instancia, sacrificio) constituye una manera de ser que se abre paso más allá del ser pensado a partir de la ontoteología e, inversamente, constituye también la medida -razón por la cual todavía se podría hablar, incluso más que nunca, de ser (como en Michel Henry), pues solo el amor individúa verdaderamente (más allá de la identidad sustancial en la que piensa la ontoteología)-. En un mismo gesto, el amor constituye una manera de aparecer y de hacer aparecer irreductible a la ontoteología (o metafísica de la presencia, como propone Derrida), y constituye una manera de aparecer que permanece invisible si se la mide con la vara de esta última: más allá del aparecer que mide la evidencia del ver, pero como otro aparecer, otra fenomenicidad o fenomenización, deslumbrante para quien permanece entre el aparecer de los objetos para un sujeto. Según Marion, el amor, comprendido en su fenomenicidad paradójica, manifiesta lo arbitrario de los principios husserlianos de la fenomenología todavía amarrados al dispositivo que vincula el sujeto al objeto por medio de la investigación de la evidencia3; un dispositivo que constituye, en el fondo, el presupuesto mismo de la ontología y la epistemología en su núcleo fundador. Marion se pregunta: ¿por qué restringir a priori la donación al aparecer definido según este presupuesto? ¿Por qué subordinarla a las condiciones de posibilidad que articulan los principios husserlianos de la fenomenología? O más radicalmente, ¿por qué subordinarla incluso a algo como condiciones de posibilidad? ¿No es necesario hacer estallar anticipadamente la axiomática de la condición de posibilidad en general? Aun cuando el verdadero principio de la fenomenología, según Marion, se formule como “a tanta reducción, tanta donación” (la donación que aparece como tal precisamente al ser liberada de su retención en la mera intuición), este principio marca la emancipación en relación con los fenómenos desde entonces calificados de “derecho común”, entre los cuales algunos son pobres, están empobrecidos al punto de hacerse repetibles y, de este modo, permanecen domesticados por la evidencia de la objetividad científica o técnica. Pero dicha emancipación no lleva, por tanto, la decepción de todo aparecer, como la ortodoxia husserliana lo exigiría. Por el contrario, esta abre una donación y, por ello, algo dado en exceso sobre el ser y el aparecer medidos por una ontoteología o una metafísica (de la presencia): no-ser para los principios de la metafísica (sustancia, causalidad, individuación, identidad…) e invisibilidad para la evidencia cartesiana-husserliana, regulada por o en un sujeto; pero, de este modo, excedidos en intensidad en el ser y el aparecer.
Si Heidegger enseña que el fenómeno se muestra desde sí mismo, Marion precisa que entonces está en juego la emancipación de las cadenas constituidas por el dispositivo sujeto/objeto (el Gegenstand o hasta el Bestand donde ya está disuelto el sujeto) que conforma el acmé de la ontoteología. Estas cadenas no se rompen por la mera consideración de la diferencia ontológica entre el ser y el ente. Esta liberación implicaría que los fenómenos que aparecen en el marco del dispositivo ontoteológico no son, por consiguiente, más que una clase de fenómenos (y ya no constituyen el todo de la fenomenicidad), o peor aún, son una clase de fenómenos empobrecidos o de menor intensidad. Lo que los hace fenómenos, lo que los fenomeniza, les viene de otra parte, de una fenomenicidad en exceso y, por lo tanto, cegadora desde dicho punto de vista. Por ende, puede reelaborarse la génesis de los fenómenos que solo valen como tales para la fenomenología ortodoxa, ahora caracterizados como “fenómenos de derecho común” (calificados como “pobres” por algunos): para identificar, repetir, dominar, es necesario atenuar la suprafenomenicidad proveniente de otra parte. Esto se alcanza por medio de un sujeto que se identifica a sí mismo en el gesto de esta tarea, y que, por así decirlo, se gana como ego-sustancia que se domina dominándose. En este sentido, Marion hace una aclaración decisiva: el razonamiento de tipo cartesiano está teñido por una circularidad viciosa. El sujeto intenta que vuelva hacia sí mismo la certeza y la verdad que este establece en la constitución del objeto, comprobando dolorosamente que, de este modo, no se posee a sí mismo, que no adviene a sí mismo bajo la modalidad del objeto, ni tampoco bajo la de la sustancia, en un dispositivo ontológico-epistémico. Por este motivo concluye: ¿qué puede justificar mi ser sino el amor?4.
Pero también ese yo, enceguecido por la fenomenicidad en exceso, por la donación enceguecedora, en tanto no elude esta experiencia, se descubre dado a sí mismo desde otro lugar que él mismo. J.-L. Marion reconoció esta experiencia bajo diversos nombres (señalando diversas facetas) que no detallaré aquí: el testigo5, el adonado6, el amado/amante7.
Este yo es tal que su efectividad le viene de otra parte (no de la ontoteología o de lo epistémico): él es en y desde el amor que recibe y es amor. Del mismo modo, el amor es donación de un exceso, donación como exceso: el yo no ve allí nada (de y en la ontoteología), y es así que el yo ve en lo que enceguece. En definitiva, el yo se experiencia como acontecimiento, es decir, como dado desde otra parte (sin posibilidad de control previo), un acontecimiento cuya efectividad está más allá del ser de la ontoteología (similar a la descripción en la que Michel Henry refiere a la manera en la que un viviente recibe la vida). En el mismo movimiento, el yo se abre a un aparecer enceguecedor respecto del aparecer medido por los principios de la fenomenología husserlian; se abre a aquello que constituye una invisibilidad desde este último punto de vista, pero que sin embargo constituye el aparecer mismo (una donación en exceso respecto de toda intuición). Esta doble dimensión ontológica y gnoseológica es, por tanto, reconducida, en el curso mismo de su deposición (como un rey es depuesto), hacia la raíz que no obstante oculta: el amor. El yo es amado/amante, dado a sí mismo por el amor que ahora puede dar, en una dimensión en la que nada se domina ni se identifica. El amor es la fuente del aparecer empobrecido y del ser empobrecido en el que nos inscribimos cuando nos aferramos a la identificación de los objetos por parte de un sujeto (y en la que él mismo no aparece más que en la identidad de la sustancia). Por este procedimiento del sujeto ocultamos al amor. Así se articulan los tres registros de la ontología, de lo gnoseológico (como epistémico) y del amor, en J.-L. Marion.
D’ailleurs, la Révélation8 precisa estas cuestiones. Tanto la fenomenología auténtica como la teología revelada deben liberarse de la ontoteología (o metafísica de la presencia), justamente de aquello en lo que la teología racional (preocupada ejemplarmente por la causa sui) y la fenomenología que se dice aún husserliana (en el dispositivo sujeto-objeto-evidencia) permanecen firmemente unidas.
Todo fenómeno deviene fenómeno solamente por aquello que sigue teniendo en sí donación en exceso, incluso en el caso de los fenómenos más pobres. Y un fenómeno es más intensamente fenómeno cuando es saturado por esta donación. De igual manera, la finitud de la mirada deslumbrada no es falta o penuria sino experiencia de la donación de este exceso, donación de la infinitud que no soy yo, experiencia de la donación de este exceso hasta la efectividad del amor, del amante dado a sí mismo y donante (en la inversión de su conatus, que no es nada). Y cuanto más nos alejamos del fenómeno pobre en intuición, a fortiori en donación, más nos remontamos en dirección de la donación más saturada/saturante, más se pierde en pobreza, más se pierde la riqueza de la pobreza, es decir, el conocimiento en sentido epistémico (control, repetibilidad, dominio, ejemplarmente puesto en práctica por el cálculo).
Por lo tanto, la fenomenología como método puede, a lo sumo, asegurar la posibilidad de dicha fenomenicidad saturada/saturante de la Revelación, pero no puede mostrarla (es algo así como un conocimiento obtenido según sus principios inmanentes). En cuanto a esta última, la Revelación, es estrictamente imposible, ya que excede cualquier condición de posibilidad (solidaria, como tal, al dispositivo del conocimiento, a la axiomática de lo epistémico). Habría una ilegitimidad cruzada en cualquier intento, tanto de la Revelación como de la fenomenología como método (que miente y domina), para intentar subordinarse una a la otra o justificarse mutuamente. La Revelación solo se da infinitamente en la medida en que no controla su recepción, no la constriñe, como tampoco, por el contrario, en la medida en que no se somete a la constricción de la mirada epistémica. En suma, la Revelación se realiza como la fenomenicidad saturada/saturante por excelencia al no poder ser recibida, y, en este sentido, puede hablarse de Revelación, de descubrimiento (apokalupsis), y no de des-velamiento (alêtheia) de un aparecer identificable y controlable.
Desde la perspectiva marioniana, esta es la naturaleza del giro entre fenomenología y teología en su sentido profundo (estrictamente hablando, tratándose de la revelación auténtica); un giro que marca una diferencia irreductible entre ambas, pero en el que se mantiene una estricta continuidad: la fuente (y, por ende, la medida) de la donación se sitúa más allá de la fenomenología como método; por así decirlo, se sitúa por encima y fuera de su alcance, aunque se trata de su única fuente y su única medida auténtica.
Desde cierto punto de vista, la fenomenología como método parece estar atrapada entre dos límites extremos, entre los que cuales se encuentra amenazada de estallar y perderse: 1) por un lado, la fenomenología que desea mantener el fenómeno bajo la mirada: la única fenomenología, si la concebimos según lo que los principios husserlianos, aún reacondicionados, nos enseñaron (y que no sería más que una fenomenología degradada si aceptamos el gesto marioniano o, al menos, limitada).
2) Por otro lado, la suprafenomenología enceguecedora que ha roto los vínculos con el objeto e incluso con el ser de la ontoteología. Esta fuente de la fenomenicidad y, por ello, de la fenomenología, constituye el afuera de toda fenomenología sin relación ni continuidad con ella desde un punto de vista husserliano ortodoxo. No obstante, en términos de Marion, esta suprafenomenología surge de la fenomenología misma, pues con ella se juega la fuente de toda fenomenicidad.
Marion tendrá que introducir la “reducción erótica”9, la que hace aparecer el amor como donación del yo, del otro y de la propia luz que hace aparecer al yo y al otro. El amor es una donación absolutamente emancipada de la luz del ser en el sentido de sustancia, identidad, objeto, certeza y verdad. La reducción erótica es realizada como un procedimiento plenamente fenomenológico, lo cual permite relativizar la fenomenología del ser y de la evidencia y, de este modo, subordinarla a una fenomenología infinitamente más potente. Sin embargo, D’ailleurs, la Révélation precisa que, si un discurso y una práctica fenomenológicas pueden y deben asegurar las condiciones de posibilidad de la donación más allá del objeto, dicha donación, que solamente se da más allá de todas las condiciones de posibilidad, solo es accesible para una práctica metódica de la fenomenología cuya tarea es la de darse sus propios medios. Esta es la Revelación, la Revelación que debe y solo puede venir de otra parte, de forma tal que este punto de partida permanece como indomeñable dentro de cualquier ejercicio fenomenológico metódico basado en sus recursos inmanentes10.
2. Levinas según Marion
Este breve recordatorio era necesario, puesto que solo desde el corazón del gesto marioniano, que vincula amor y fenomenología, se puede ponderar la evaluación producida por Marion sobre el gesto levinasiano que une ética y fenomenología, así como comprender su sentido.
En la recuperación de la descripción fenomenológica del rostro del otro, Marion presenta a Levinas indudablemente como un precursor, y le da el crédito de ir más allá del objeto, incluso el de haber ido más allá del ser como sustancia (el rostro se da de otra forma que el objeto, se individúa a sí mismo e individúa a otro de un modo distinto a la individuación sustancial). Con una observación semejante solo no se puede estar de acuerdo. Cuando reformula en sus propios términos teóricos la descripción levinasiana, el rostro es presentado como un fenómeno saturado. Se entiende bien por qué. Desde su punto de vista, la fidelidad con el rostro exige que se deje detrás de sí la fenomenicidad donde la evidencia del objeto refleja la ontología de la sustancia identificable. Ciertamente, esta exigencia es fiel y redobla aquella misma que anima el texto de Levinas. En efecto, pueden encontrarse descripciones fenomenológicas levinasianas que van en este sentido. Sin dejarse engañar por los términos empleados, de este modo se advierte que esta exigencia anima a Levinas cuando, en los textos del “momento Totalidad e infinito” (los años 50 y 60), explica que solo el rostro es sustancia y se expresa y muestra por sí mismo -kath’auto-, y que, por consiguiente, requiere, de forma tan paradójica como coherente, una “verdadera ‘fenomenología’ del noúmeno”11. Desde este punto de vista, el rostro atestigua fenomenológicamente un modo de aparecer irreductible al horizonte del objeto, al horizonte del mundo y a la sustancia pensada según dicho modelo12. Incluso puede considerarse que, como lo será en el caso de Marion, la descripción levinasiana implica una inversión que hace del rostro la única sustancia auténtica (por consiguiente, según la ontoteología, una medida poco sustancial de la sustancia). También se advierte que la ética en Levinas, siendo irreductible tanto a la ontología como a la gnoseología o lo epistémico, es una manera de aparecer, la más intensa, calificada como “revelación” por distinción con el registro de la evidencia y la intuición: el rostro no disimula, y su franqueza como cualidad, ante todo ética, inaugura de cierta manera el aparecer como tal13. He aquí que, desde cierto enfoque, puede leerse como algo que, según Marion, anuncia la luz del amor (el amor como luz). Además, se hace notar que la noción de gloria es invocada por Levinas en De otro modo de ser o más allá de la esencia14 con el fin de designar la fenomenicidad del Infinito, en el que la gloria excede la fenomenicidad del ser, la fenomenicidad solidaria con la esencia. En el mismo sentido, recordemos que Levinas insiste sobre el siguiente punto: la manera por la cual se rompe y renueva, en un mismo movimiento, el hilo conductor de la fenomenología, con el propósito de dar testimonio de la experiencia del otro modo que ser no depende, según el autor, de la teología negativa15. Con ello quiere decir que el otro modo que ser -evasión fuera del reino de la esencia- tiene, es una positividad, que aparece a su manera (una manera irreductible a la medida de la ontoteología, se podría decir). Y nunca se señala lo suficiente que la cualidad ética como tal hace el tejido fenomenológico: como la franqueza del rostro hace su manera de aparecer, la responsabilidad del aquí estoy, su sinceridad sin escapatoria, hace gloria del Infinito. Sin esfuerzo se puede conceder que todos los rasgos del gesto levinasiano poseen índices compatibles con la lectura propuesta por Marion, y hasta que la autorizan.
Algunos textos y descripciones levinasianas autorizan la evaluación marioniana, autorizan el dispositivo dentro del cual Marion pone en acción esta evaluación (que no es nada más que el mismo dispositivo de su gesto de pensamiento). Con el rostro de Levinas se pone en juego un fenómeno transgresor del aparecer, descripto bajo el hilo conductor del objeto (conocido), y en particular, de la forma.
Pero, ¿qué es lo que autoriza a Marion a decretar que Levinas se queda a mitad de camino, luego de haberle reconocido estar en el camino correcto? ¿Qué es lo que lo autoriza a exhortar explícitamente a Levinas para pasar de la ética (es decir, del mandamiento que se revela en el rostro del otro) al amor, y pasar del rostro a la Revelación (es decir, en sus palabras, a Cristo como fenómeno)?16
Notemos, en primer lugar, que algunos rasgos de la descripción levinasiana del rostro no se dirigen en el sentido de la evaluación marioniana (y, por otro lado, son ignorados por dicha evaluación). En muchos aspectos, el rostro levinasiano es un “contra-fenómeno”, retomando la fórmula de Jacques Rolland17. Más precisamente: se trata de un contra-fenómeno más que un fenómeno saturado (saturante), es decir, un fenómeno más intenso. Este se sitúa en la “huella de lo que nunca ha sido presente”, siguiendo una expresión recurrente en De otro modo que ser. Desde cierta perspectiva, se puede decir que Levinas interpreta su propio itinerario de manera muy diferente a la de Marion: no considera que el rostro sea una presencia liberada del modelo de la ontoteología (la cual entonces no constituiría, a pesar de su pretensión, el alfa y el omega de la presencia, o al menos de la fenomenicidad18). En De otro modo que ser se exige abandonar el vocabulario de la ontología en dirección hacia lo que jamás ha sido presente y no en dirección de una presencia más intensa que la del ser (ontoteología). Según Levinas, la “gloria del infinito” es la huella que perturba al ser, y no una “presencia” (o “fenomenicidad”, para decirlo prudentemente) más allá del ser19.
¿No es precisamente el gesto levinasiano lo que induce la desconfianza de Marion y agudiza su exigencia de ir más profundo? Desde este punto de vista, el rostro levinasiano no logra establecerse como un fenómeno auténtico o absolutamente saturado si todavía se lo sigue vinculado a la fenomenicidad de derecho común, aun cuando solo sea para atraversarla o transformarla (si solo se lo experiencia en el temblor o el estallido de la forma fenoménica, es decir, desde el borde de la fenomenicidad donde se presentan formas sobre el horizonte del mundo), y no al abrirse a un fenómeno más intenso. Se comprende que, si esta vertiente descriptiva también se sitúa en Levinas, perturba, por así decirlo, la lectura marioniana que lo pasa por alto. Desde este último punto de vista, se revelaría una contradicción en el texto de Levinas que retrocedería antes de asumir el riesgo: lejos de desbloquear el acceso a una fenomenicidad y una presencia excesiva sobre el ser que fenomeniza la ontoteología, el rostro en Levinas no sería finalmente otra cosa que el temblor o ruptura brusca del ser de la ontoteología, de la fenomenicidad de derecho común. Y, puesto que se trata de una exigencia ética y desde la que se despliega la dimensión fenoménica, el mandato en Levinas sería solidario con el inacabamiento de dicho camino, incluso de este paso en falso, de este estancamiento en la fenomenicidad de derecho común (aun si desde ella se da testimonio de su ruptura). Todo encaja: para Marion el mandamiento, carente de “suprafenomenicidad”, no logra una individuación verdadera20: debe ser superado (casi en un sentido hegeliano) en y por el amor.
La estructura de la problemática que une las fenomenologías marioniana y levinasiana puede entonces formularse de la siguiente manera. Ambos describen una fenomenicidad que excede la ontoteología desde su procedencia ética: experiencia del mandato, experiencia del amor, que visibilizan y hasta dan ser de otra manera que desde el ser. Sin embargo, una vertiente de la descripción levinasiana se mantiene firme ante la idea de que su fenomenicidad no es otra cosa que la huella de lo que nunca ha sido presente, de lo que no es dado sino en la sacudida y la ruptura que la huella impone en el horizonte del mundo; huella que, pese a todo, es recogida solo desde y en el mundo. A partir de esta vertiente de la descripción levinasiana resulta necesario seguir siendo fenomenólogos en el sentido de estar arrimados a este borde donde se constituyen objetos en el mundo para un ver. En efecto, se trata del único lugar posible de la ofuscación del ver y del objeto. Para Marion, por el contrario, se revela en sentido estricto una suprafenomenicidad, y hay una desvinculación del ser (de la ontoteología): ya no estamos en el mundo.
Desde la fenomenología se coloca un quiasmo o un intercambio recíproco. Según la perspectiva marioniana, la fenomenología levinasiana no es lo suficientemente potente, no puede soportar la suprafenomenicidad más allá del ser (y del aparecer que conviene a esta). “Más allá del ser” (de la ontoteología) quiere decir, para Marion, “sin ninguna relación con él”. De este modo, se propone producir una fenomenología más potente (con una potencia que, no obstante, en ningún caso es la potencia del sujeto de la fenomenología, del sujeto en general, siendo este último remitido a su ultrapasividad deslumbrada). Inversamente, según lo que es, al menos, una vertiente de la fenomenología levinasiana, es precisamente solo en la precariedad de una fenomenología incesantemente quebrada y reanudada que asume la experiencia del estallido de todo aparecer desde el aparecer del mundo -el único que nos es dado porque “estamos en el mundo”21- que verdaderamente hacemos fenomenología, al confrontarnos con el límite de lo fenoménico como tal.
3. Apertura
De esta problemática, que se despliega a través del modo en que J.-L. Marion comprende y evalúa el gesto del pensamiento levinasiano, se encuentra confirmación en el modo en que J.-F. Lyotard se sitúa en relación con este mismo gesto levinasiano. Nos conformamos con sugerir este paralelo como conclusión de esta nota22.
Respecto de la relación entre ética y fenomenología, Jean-François Lyotard pudo, sin duda, de modo explícito y fuerte, 1) exhortar a Levinas, sobre todo, a no ir más allá del mandato en el amor y 2) sorprenderse de que este permanezca considerándose fenomenólogo. Lyotard produce, entonces, la evaluación estrictamente inversa de la propuesta por J.-L. Marion. Se puede decir que, en su antagonismo, los dos gestos se confirman mutuamente, y confirman, sobre todo, que han advertido uno de los puntos más sensibles del gesto levinasiano, incluso quizás el más sensible de todos. Nos conformamos con indicar aquí lo siguiente: desde el punto de J.-F. Lyotard, no hay suprafenomenicidad o suprapresencia en exceso sobre el ser o el aparecer de la ontoteología; y si el gesto levinasiano tiene una radicalidad, esta consiste en que irrumpe más allá de todo aparecer y de toda presencia. Lyotard entiende que Levinas renuncia a lo que escucha el ojo “tanto si se cierra, como si es arrancado, como el de Edipo”23. Así también, el mandato, según este autor, no da nada, hace resonar la ausencia como imperativo, es el estallido mismo de todo mandato de presencia. Por así decirlo, a partir de cierto punto de tensión interna en Levinas, Lyotard tira de este en sentido inverso al exigido por Jean-Luc Marion y reacciona: ¿por qué Levinas permanece aún atado al registro del aparecer que da el ser? ¿Por qué Levinas sigue comportándose como un fenomenólogo24? ¿Por qué encadena la Ley al rostro (como contra-fenómeno)? Más aún: ¿por qué Levinas, al final de su vida, se resiste tan poco a la exhortación marioniana de superar el mandato por el amor?25 Desde el punto de vista de Lyotard, el amor, bajo el pretexto de dar presencia y de individuar más allá de la ontoteología en una presencia y un aparecer más potente, no puede sino constituir una recaída en las prerrogativas de la inmanencia, de la interioridad, del ser sin ruptura de evasión, sin trascendencia.
Esta apertura conclusiva no tiene otro objetivo que el de sugerir que la relación del gesto de pensamiento de Marion y el gesto levinasiano no esclarecen solamente ambos gestos, sino que también esclarece la siguiente problemática: el gesto levinasiano, desplegado en diversos sentidos a partir de las tensiones que íntimamente lo habitan, aparecen sin ninguna duda como una encrucijada neurálgica y significativa para todo un momento francés del devenir de la fenomenología en enfrentamiento con el más allá del ser que es a su vez movimiento más allá de lo gnoseológico, como la ética misma.
Podríamos atrevernos a decir: a tanto amor, tanta saturación del fenómeno (Marion); a tanto mandamiento, menos fenomenología (y más aún si se trata del mandamiento más radical) (Lyotard). Y estos dos principios adquieren su sentido del gesto levinasiano que, a su vez, en muchos aspectos, es iluminado por estos. No obstante, el gesto levinasiano quizás posea, sin duda a su modo (en términos de una ambigüedad rigurosa), una ventaja sobre dichos principios por la que sigue por su cuenta. La sutileza de las relaciones entre el amor, la ley y la fenomenología, no se dejará determinar, de una vez y para siempre, en una configuración, en una Gestalt única.