“Il m’a coûté d’empiéter sur la philosophie politique...”1
Introducción
Existen múltiples razones por las cuales Jean-Luc Marion podría no haberse interesado en el campo de lo político ni de la política de manera general. Primero, por una razón de prudencia filosófica: muchos de los filósofos franceses de la segunda mitad del siglo XX que se arriesgaron a proponer análisis políticos contemporáneos -pensemos aquí en Jean-Paul Sartre, Michel Foucault o Alain Badiou- no se destacaron por su pertinencia2 y tuvieron que retractarse en múltiples ocasiones. La historia de la filosofía muestra suficientemente que no es evidente que la competencia en fenomenología, o en cualquier otra corriente filosófica, le dé al filósofo, y en este caso a Jean-Luc Marion, algún tipo de competencia en política.
En segundo lugar, es esperable que Marion se mantenga al margen de lo político por una razón vinculada con la misma historia de la filosofía: Descartes, quien es el pilar tanto histórico como conceptual de la filosofía de Marion, nunca escribió un tratado de filosofía política. Aunque es cierto que, con la lectura cartesiana de Pierre Guenancia3, uno podría intentar revelar ciertos análisis políticos de Descartes a través de su correspondencia, la ausencia de un gran tratado político de Descartes sigue siendo tan innegable como sorprendente.
En tercer lugar, toda la filosofía de Jean-Luc Marion, si es que retomamos la distinción clásica entre los tres órdenes de Pascal4, intenta pensar desde un lugar muy preciso, desde el orden mismo de la caridad5, que está separado por dos niveles del orden de los cuerpos al cual pertenece la política6. Así, existe, en el mismo gesto de la filosofía de Marion, una voluntad explícita y asumida de pensar desde un lugar no-político o desde un lugar supra-político, ya que solo se pueden organizar u ordenar políticamente a los fenómenos comunes y en ningún caso a los fenómenos saturados que, por definición, violentan cualquier tipo de orden, de organización y de previsión. Así, todo en la obra de Marion apunta hacia un desinterés de lo político.
Sin embargo, dos puntos nos permiten arriesgarnos a pensar lo que sería una política a partir de la fenomenología de la donación. De hecho, es posible asumir este riesgo porque el mismo Marion con la publicación, en 2017, de una Brève apologie pour un moment catholique lo hizo a su manera: “Es ahora cuando debemos cambiar de estilo para no dejar que la comunidad nacional se disuelva... Estas páginas no tienen otro argumento ni tampoco otra reivindicación”7. Pero también se puede explorar la política desde la fenomenología de la donación por indicación del propio Marion. En una entrevista de 2008, se sorprendía de que la deconstrucción de la metafísica, que se extendió a todos los campos de la filosofía, no haya llegado hasta el léxico de la política que sigue expresándose, incluso en la filosofía política más contemporánea, de manera paradigmática, en términos de potencia y de poder8, que siguen siendo los conceptos metafísicos por excelencia. Esto invita a pensar que esta deconstrucción, o que esta filosofía política no-metafísica, sería, para Marion, no solo posible, sino además deseable.
Para intentar establecer lo que sería una política que se pensaría a partir de la fenomenología de la donación, procederemos en tres momentos. Primero, analizaremos el diagnóstico que Marion hace de la política contemporánea para localizar su problema metafísico. ¿Dónde yace la metafísica en la política? En un segundo momento, mostraremos que la solución a este problema y, por lo tanto, la creación de una nueva política implica redefinir al ciudadano, así como a la voluntad, a partir del don. Finalmente, mostraremos que, dentro de esta nueva política, el colectivo humano no debe pensarse en tanto que pueblo ni en tanto que comunidad, sino a la luz del concepto de comunión, lo que modifica radicalmente la concepción del poder que mantiene unidos a los seres humanos dentro del colectivo.
1. La idolatría axiológica de la política
El concepto más importante que aparece en el mundo político contemporáneo es el de crisis. Crisis pandémica, crisis ecológica, crisis en Ucrania, crisis de la educación, crisis de la identidad. Por todas partes y por donde quiera que miremos, las dificultades que se plantean al mundo se manifiestan a la luz del concepto de crisis. En este sentido, se podría pensar que, hoy en día, gobernar es ante todo estar en capacidad de responder a diferentes crisis, de gestionar las crisis. Sin embargo, recuerda Marion, la palabra “crisis” proviene del griego krínein, que significa a la vez juzgar, separar, dividir o escoger. En el texto bíblico, el juicio de Salomón es una crisis, así como lo es el Juicio final; la misma presencia de Cristo entre nosotros lo es, así como las manifestaciones del amor divino en el mundo. Por ello, paradójicamente, hacer política, en tanto que implica tomar decisiones, escoger entre diferentes opciones, se asemeja de por sí a un proceso de crisis. Justamente por esta razón, Marion considera que la política contemporánea no padece realmente de algo como una crisis, sino más bien exactamente lo contrario: padece de su incapacidad a tomar decisiones, de su incapacidad de dividir, de la dificultad de separar entre, por ejemplo, el individualismo y el comunitarismo, entre lo natural y lo artificial, entre la guerra justa y la guerra injusta, entre la finanza ética y la finanza no-ética, entre la educación y la instrucción, etcétera. Por este motivo, Marion propone hablar, en oposición con la crisis, de una simple decadencia.
Nuestra incapacidad de entrar en crisis es la que lleva lentamente a la política al camino de la decadencia. Según Marion, entonces, hacer política no es intentar resolver las crisis, sino más bien hacer lo necesario para que podamos por fin entrar en crisis, dado que el gran problema del mundo contemporáneo es la ausencia de crisis o la “crisis de la crisis”9. Así, para Marion, el mismo problema político contemporáneo está mal planteado y no se trata para él de aportar una nueva respuesta al problema de la crisis que intentan resolver los hombres políticos, sino, tal como suele hacer en su fenomenología, de modificar la misma pregunta que debemos plantear en el campo político. La fenomenología de la donación, entonces, más que aportar respuestas nuevas a los problemas clásicos de la filosofía política, redefine la pregunta originaria de lo político.
Para observar de qué manera se modifica esta pregunta, es necesario comenzar a partir de la respuesta que la política contemporánea pretende aportar al problema de la crisis, es decir, el regreso a los valores. Que seamos personas de izquierda o de derecha, liberales, marxistas o socialdemócratas, no podemos dejar de notar que, por todas partes, vivimos una obsesión por los valores. Algunos denunciarán la ausencia de valores del capitalismo, otros señalarán la pérdida de los valores en los jóvenes, insistirán sobre el valor de la naturaleza, del otro o de los animales no-humanos, sin hablar aquí del valor absoluto de los derechos humanos que aparecen como archi-valores. Nuestra contemporaneidad se caracteriza por ser el tiempo de los valores. No obstante, para Marion, la respuesta en términos de valores es el síntoma de que la pregunta de lo político está mal planteada o que la política no pudo todavía desprenderse plenamente de la lógica de la metafísica más clásica.
Efectivamente, el vocabulario, así como todo el campo semántico de los valores, remite a la economía (lo que se opone, en la obra de Marion, al don10), a lo que puede asociarse, por ejemplo, con la bolsa de valores, es decir, a lo que se puede valorar o devaluar. Así, la existencia misma de un valor depende del evaluador, de una evaluación externa. Esto es lo que Marion crítica con la siguiente elocuente fórmula: “En sí, el valor no tiene en-sí”11. El valor de algo siempre depende de alguien exterior a él que lo evalúa. Aquí, el concepto de valor es, tanto en ética como en política, el equivalente del objeto12 en el campo de la epistemología clásica, o de los fenómenos de derecho común13 en fenomenología, es decir, de lo que existe a la luz de una construcción, de una constitución o de una valoración subjetiva y externa. Por lo tanto, pensar en términos de valores es permanecer prisioneros de la metafísica, del campo en el cual las cosas existen a la luz de una organización externa, de un sujeto que, al darles valor, las hace existir.
Los valores no pertenecen entonces al campo político, lo que se evidencia, para Marion, en el nihilismo político contemporáneo. Tal como lo había señalado Nietzsche14, el nihilismo no se opone a los valores; no es el síntoma de una ausencia de valores, sino que más bien proviene de estos15. La evaluación de los valores proviene de la voluntad de poder del evaluador, lo que explica que estos estén, en sí, vacíos. Los valores no son nada de por sí porque solo reflejan lo vacío de la voluntad, la cual no quiere más que crecer o perseverar en el ser. Esto deja ver su carácter sumamente metafísico, así como su vínculo con la obsesión por el ser: “Hace tiempo que [la voluntad política] no quiere ningún ente, nada real ni preciso, sino solo su crecimiento”16. De ahí el problema fundamental que plantean los valores en el campo de lo político. Si el único objetivo de la voluntad de poder es el reproducirse a ella misma, esta reproducción será también el único patrón a la luz del cual constituirá o evaluará a los valores. Por este motivo, el valor no puede ser, para Marion, un concepto propiamente político, puesto que al estar completamente cerrado sobre la perseverancia en el ser del sujeto que lo produce al valorarlo, imposibilita todo acceso a lo que sería una alteridad. “Lejos de que esta causa sui realice la voluntad del hombre ... lo hace esclavo del peor de los maestros, él mismo”17. Muy lejos de la apertura hacia el otro que supone la política, y que podría parecer esconder necesariamente el concepto de valor, este encierra en realidad al sujeto sobre él mismo -tal como lo hace el objeto en el campo de la epistemología- y sobre la preocupación exclusiva por su perseverancia en el ser individual. El valor, lejos de cumplir con su promesa de apertura hacia el otro, no es más que el equivalente del objeto o del concepto; lo que nos remite en última instancia a nuestra subjetividad y a sus límites.
La política, en tanto que metafísica y, por lo tanto, en tanto que se debe superar a través de la fenomenología de la donación, se cristaliza en el uso contemporáneo del concepto de valor, que no es más que el equivalente del concepto de ídolo en la obra de Marion18. Por un lado, gracias a una lectura de Nietzsche, Marion asume que el valor surge del sujeto y que, por lo tanto, refleja su voluntad, así como sus límites, de la misma manera que el ídolo no refleja la divinidad, sino más bien su experiencia subjetiva. Encerrado en la perseverancia en el ser, el valor ya no permite pensar ningún horizonte, ningún “¿por qué?” ni “¿para qué?”: “... ya no disponemos de ningún objetivo que responda a la pregunta ‘por qué [para qué]’?”19. De hecho, es de notar cómo hasta las posiciones más contemporáneas del transhumanismo alaban la extensión de la vida sin nunca preguntarse “¿para qué?”. Todos estamos de acuerdo con intentar prolongar nuestra perseverancia en el ser, pero algunos nos preguntamos si esta perseverancia debe aceptar el costo de abandonar la pregunta del “¿para qué?”. Por otro lado, de la misma manera que el ídolo bloquea el acceso a Dios en Marion, los valores imposibilitan la toma en consideración del otro que solo podrá existir a la luz de nuestra evaluación y, por lo tanto, en tanto que objeto, despojándolo de toda verdadera alteridad que pudiese imponerse a nosotros.
La política, en tanto que prisionera de la metafísica, fracasa entonces sobre tres puntos diferentes que una nueva política debe resolver. Primero, al darse como objetivo la perseverancia en el ser, se manifiesta como vana. De la misma manera que El fenómeno erótico mostró el carácter vano de la certeza cartesiana de nuestra existencia frente a la pregunta de nuestro ser amado “desde otro lugar” (d’ailleurs)20, la política de la perseverancia en el ser aparece como vana e incapaz de hacerse la pregunta del “¿para qué?”. Segundo, la política encerrada en la metafísica, es decir, la política de la construcción o de la constitución, se confundiría con una simple gestión, anulando toda acontecialidad y, por lo tanto, toda auténtica subjetivación21. Esto es así en tanto el sujeto, considerado como adonado, solo puede ser sujeto de, sujeto que se recibe del acontecimiento, es decir, un sujeto que no está primero, sino que adviene en un segundo lugar. Finalmente, esta manera de hacer política es necesariamente apolítica, puesto que impide todo acceso al otro en tanto este ya no puede hacer efracción en nuestra vida o llamarnos desde otro lugar.
2. Liberar a la política de la economía
Con el fin de salir de este encierro metafísico de la política, es necesario descentrar al ciudadano, lo que permite inmediatamente reintroducir la alteridad dentro de la voluntad y dentro de nuestras existencias, y establecer cierta continuidad con la filosofía de Marion y de su sujeto descentrado, adonado. No se trata, para Marion, de dejar de querer, de abandonar a la voluntad, lo que sería imposible en el campo de la política, sino, al contrario, de comenzar realmente a querer22, es decir, de querer sin que la voluntad sea una simple voluntad de sí mismo, una simple voluntad de su propia perseverancia en el ser.
En un curso dedicado a la voluntad23, Marion ya había señalado la dificultad de la articulación de lo interno y de lo externo en lo que se refiere a la voluntad, dificultad que suele fundamentar la diferencia entre la autonomía y la heteronomía24. No se trata para él de alabar a la autonomía o a la heteronomía. Para Marion, toda autonomía es una ilusión por el simple hecho de que, si algo existe en tanto que ley (nomos), es porque necesariamente se impone desde el exterior. No existe algo como una ley interna. Spinoza, de manera paradigmática, intentó establecer una continuidad25 entre las leyes de la naturaleza y las leyes políticas o éticas, elogiando a la autonomía como una simple expresión inmanente de la necesidad del ser de las cosas singulares, en contra de la heteronomía moral26. Sin embargo, contrariamente a esta ideas, Marion entiende que o bien la autonomía se piensa a la luz del simple despliegue del ser, y entonces uno debe renunciar al mismo concepto de ley (en este sentido, para Marion, no hay leyes inmanentes); o bien, al contrario, se busca mantener el concepto de ley y, entonces, incluso la autonomía más inmanente no es más que una heteronomía desconocida27. Incluso cuando esta alteridad es interna, no deja de ser una alteridad28. En palabras de Marion: “...entre Sade y Levinas, uno debe escoger”29.
Por este motivo, la mejor manera de abrir la voluntad y de evitar que se encierre sobre ella misma y devenga solipsista es tomar como modelo, como era de esperar, a la teología. Efectivamente, este modelo no se tiene que inventar desde cero, puesto que es exactamente el modelo de la voluntad tal como lo encontramos en la persona de Cristo, en tanto que no deseaba nada desde él mismo, sino únicamente en tanto que su voluntad era la voluntad del Padre. Tal como señala Marion, pero también como había visto René Girard30, la voluntad de Cristo se caracteriza por no ser suya, por no ser propia, por desear según el modelo de alguien que lo precede, y que es asumido explícitamente en tanto que modelo. Por lo tanto, no se encierra dentro de un modelo mimético o en una ilusión de autonomía. La única manera, entonces, de sustraerse del nihilismo es querer desde otro lugar y hacía otro lugar31. Ahora bien, entendemos esta lógica del descentramiento teológico, pero ¿cómo encarnarlo en el campo de la política?
He aquí donde Marion reintroduce el don. El descentrar a la voluntad implica, de manera prioritaria, separar a la política de la economía. Efectivamente, la economía es el lugar del interés, de la reciprocidad, así como del regreso a la casa (oikía)32, de lo que se da, pero con la condición de que en algún momento regrese. No se trata entonces de cambiar de modelo económico y de pasar, por ejemplo, de un sistema liberal a un sistema socialista o lo contrario, sino más bien de salir de la economía en tanto que sistema, es decir, en tanto que pensamiento que organiza la totalidad de nuestras relaciones con los otros, con el medio ambiente y con nosotros mismos. Se trata de poner en segundo lugar a la economía no tanto por razones morales33, sino simplemente porque la economía no es primera, dado que está determinada por factores externos que la preceden y la orientan. De manera provocadora, Marion recuerda que el nivel económico de los países no proviene tanto de sus recursos naturales ni de su nivel de desarrollo tecnológico, sino más bien de su cultura, de sus costumbres y, sobre todo, de su ética34, es decir, de algo que precede a la economía.
Para salir de la cárcel económica (por lo tanto, de la metafísica) dentro de la cual se encerró la política, es necesario primero entender el núcleo de la visión económica del mundo. Este núcleo es localizado por Marion precisamente en el párrafo 44 del Segundo tratado sobre el Gobierno civil de Locke, en el cual el filósofo inglés explica el fundamento de la propiedad. Puedo apoderarme de ciertas cosas en la naturaleza a pesar de que estén originariamente disponibles para todos, señala Locke, porque, en primera instancia, soy propietario de mí mismo. La propiedad de mí mismo fundamenta la propiedad en sí35. Ahora bien, esta concepción del ser humano en tanto que propietario de sí (que pertenece, hoy en día, tanto al campo de la derecha libertaria como de la izquierda progresista) hace necesariamente de él un objeto, algo que puede, por lo tanto, comprarse, venderse, intercambiarse, valorarse y devaluarse. De hecho, es extraño pensar la relación con nuestro cuerpo, o con nuestra carne, a la luz del concepto de propiedad, puesto que podríamos pensar más bien que soy mi cuerpo, en lugar de creer que este me pertenece. La economía, en tanto que es el campo de la reificación, de la valoración y de la circulación, es el lugar natural de la metafísica36. Si queremos modificar la política, es necesario desplazar a la economía y a su lógica del interés y de la reificación para oponerle aquella del don y del donatario. Este descentramiento del sujeto, que supone el abandono del modelo económico del ser humano, es el reflejo político del abandono del sujeto trascendental a favor del sujeto adonado.
3. La unidad más allá de lo Uno
El sujeto adonado de la política se debe pensar a partir del concepto de “bien común”, siempre y cuando no se confunda con la suma de todos los bienes particulares ni tampoco con el residuo mínimo del cual todos los ciudadanos quisieran gozar. Marion presenta una concepción singular del bien común. Lo más importante del bien común es que el simple hecho de lo común lo constituye en tanto que bien. Para entender esta creación del bien por lo común, Marion retoma la distinción establecida por el sacerdote Gaston Fessard entre diferentes niveles de bien común, ya que si “...toda puesta en común es un bien, todas las puestas en común no realizan el mismo bien”37, por lo que hay que precisar la idea de bien común.
Primero, existe el bien de la comunidad, que no es más que la determinación colectiva de lo que constituye un bien colectivo para todos los miembros de dicha comunidad. En un primer momento, vamos a tener que acordarnos sobre lo que son los bienes que pueden entrar dentro del campo de lo común. Segundo, existe la comunidad del bien que garantiza el acceso de todos a lo que se ha determinado como bien común. Finalmente, dentro de un movimiento de reciprocidad entre los dos bienes, llega un momento en el cual la misma comunidad -el carácter común de algo- aparece en tanto que bien. Es esta experiencia del bien en tanto que comunidad que Marion llama “comunión”38. ¿Por qué comunión? Porque la comunión es una forma muy particular de colectividad, o de unidad dentro de la multiplicidad, la cual es encontrada en la Trinidad. Efectivamente, a diferencia del Dios de los judíos39, el Dios católico no es Uno, sino más bien el resultado de una unificación a través del amor, es decir, que es Uno en tanto que unicidad más que como unidad40. La comunión se da a través de Dios porque se da ante todo en Dios y la realiza Él mismo en la Trinidad41. Ahora bien, todo el problema reside entonces en pensar al colectivo humano más allá de una simple comunidad, a la luz de la comunión en tanto capaz de evidenciar un modelo político no-político42.
La comunión supone una unicidad que no está basada en la realización de los intereses individuales de cada uno de sus miembros, ni tampoco en alguna característica esencial que podrían compartir sus miembros, tal como suelen pensarlo las concepciones identitarias (y, por lo tanto, metafísicas) de la política. Ni interés, ni esencia. ¿Dónde encontrar, entonces, aquello que une al colectivo? Fuera de cada uno de sus miembros, así como fuera del colectivo en tanto tal. La comunión se fundamenta, por tanto, sobre una exterioridad, sobre una alteridad. Esta alteridad, que tiene como modelo a la alteridad divina, reintroduce lo otro en política como modelo del Otro en teología. Entendemos, entonces, lo que señala Marion con la idea de comunión. Consiste en decir que el modelo no-político de la política cristiana es aquel del amor que se encarna en la Trinidad, que implica la totalidad de las características que hemos señalado para pensar la comunión. El amor rompe con la reciprocidad, con la lógica de los intereses y supone una apertura hacia el otro, dado que, por definición, nadie puede amarse a sí mismo43.
El amor de la comunión cristaliza todo lo que la política podría ganar al sustraerse de la metafísica. Primero, es una forma de colectivo que no solo permite la alteridad, sino que la supone, dado que tanto el amor como la comunión suponen una posición externa y que nadie puede amarse ni comulgar consigo mismo. Segundo, permite pensar una unidad desinteresada que se fundamenta, tal como el amor, sobre la simple respuesta a un llamado. Finalmente, permite pensar en un colectivo que, al nunca caer dentro del abismo de la identidad, del ser o de la esencia, no corre el riesgo de la exclusión comunitaria.
Esta política de la comunión se expone, sin embargo, a una objeción evidente. ¿No se trata aquí, a través de un modelo de comunión que se encarna en la Trinidad, de restablecer los viejos modelos teológico-políticos?44. Este sería el caso si es que Marion se encerrase dentro de un Dios metafísico o de una concepción ontológica de la teología, es decir, si el modelo político de la comunión apuntara hacia algún tipo de fundamento. No obstante, precisamente la alteridad de la cual nos habla Marion escapa tanto al ser como al fundamento gracias al modelo del llamado. Esto se evidencia en la oposición que Marion recuerda constantemente entre el poder y la autoridad. Efectivamente, la lógica del don, por definición, no puede suponer el poder, ya que despliega, por el contrario, la lógica del aban-dono. Por este motivo, la política de la comunión no pasa por el poder, sino por la autoridad que genera la obediencia voluntaria de aquellos que se someten a ella45, razón por la cual Marion habla del “impoder [impouvoir]”46 de la política de la comunión.
Conclusión
Aunque Jean-Luc Marion no haya teorizado de manera acabada una filosofía política, podemos, sin embargo, señalar algunas líneas que apuntan hacia lo que sería una política que, a partir de la fenomenología de la donación, podría separarse de la metafísica. Su figura, que podemos llamar “política de la comunión”, presenta una paradoja, lo que no es de sorprender dado el papel fundamental que ocupa la figura de la paradoja en la obra de Marion47. Para salir de la idea metafísica según la cual vivir se limita al hecho de ser y, por lo tanto, para la cual la política se reduce al perseverar en el ser, es necesario operar dos movimientos diferentes. Por un lado, es necesario buscar el punto de estabilización y de unificación del colectivo fuera de este, para liberarse de la reciprocidad y de los intereses individuales; de ahí, la heteronomía sobre la cual hemos insistido. Empero, para no recaer en un sistema teológico-político metafísico, es necesario que esta exterioridad no tenga la forma de un fundamento, de una esencia ni de una identidad. Por esta razón, esta exterioridad no puede ser ni el Dios de la metafísica ni un valor, sino que debe tener la forma paradójica de un fundamento que no fundamenta. Entendemos que la política, tal como la piensa Marion, refleja exactamente la figura que encontramos en toda la fenomenología de la donación, es decir, la contra-lógica de las parejas formadas por el amor y de los colectivos unificados por la respuesta a un llamado.