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Contratexto

versión impresa ISSN 1025-9945versión On-line ISSN 1993-4904

Contratexto  no.36 Lima jul./dic 2021  Epub 30-Nov-2021

http://dx.doi.org/10.26439/contratexto2021.n036.5215 

Dosier

Disciplina, gubernamentalidad y virtualidad en el aula extendida: notas de “Aprende en Casa”, la estrategia educativa mexicana ante la pandemia del COVID-19

Discipline, governmentality, and virtuality in the extended classroom: Notes from Aprende en Casa, the Mexican educational strategy in the face of the COVID-19 pandemic

Disciplina, governamentalidade e virtualidade na sala de aula ampliada: Anotações de Aprende en Casa, a estratégia educacional mexicana em face da pandemia COVID-19

1 Universidad Pedagógica Nacional del Estado de Chihuahua ocangas@upnech.edu.mx

Resumen

La estructura de este ensayo es de tres apartados. El primero de ellos hace referencia al tejido histórico que ha refinado las nuevas “tecnologías correctoras del individuo”; el segundo concibe una perspectiva crítica de la escuela al compararla con una fábrica que genera estudiantes dóciles y de moralidades manipulables; y el tercero ejemplifica cómo, aun en el aula extendida, los dispositivos de sujeción y subjetivación de estas tecnologías correctoras del estudiante no solo se siguieron manifestando, sino que al imbricarse con la autoridad del contexto familiar, pareciera que se acrecentaron. Asimismo, todos los apartados se sustentan en el sentido de algunas percepciones de estudiantes y docentes críticos sobre lo que fue (y es aún) ejercer su práctica profesional y vivir los procesos formativos desde la estrategia “Aprende en Casa”, además de la sensación, quizás compartida, de haber perdido el espacio esencial para el logro de los aprendizajes: la escuela y sus aulas.

Palabras clave: aparato escolar; gubernamentalidad; subjetivación; sujeción; virtualidad

Abstract

The structure of this essay consists of three sections. The first section refers to the historic weaving that has refined the new corrective technologies of the individual. The second section conceives a critical perspective of the school by comparing it with an industry that produces tame students with manipulable moralities. The third section exemplifies how, even in the extended classroom, the restraint and subjectivation devices of these corrective technologies of the student not only continued to manifest but when imbricated with authority in the family context, seem to increase. In addition, all the sections have been sustained in the sense of some critical student and teachers’ perspectives of what was (and still is), exercising their professional practice living those formative processes from the Aprende en Casa strategy. Furthermore, the sensation, maybe shared, of having lost the essential space for learning accomplishments: school and its classrooms.

Keywords: governmentality; school apparatus; subjectivation; subjection; virtuality

Resumo

A estruturação deste ensaio é de três seções. A primeira faz referência a onda histórica que tem aprimorado as novas “tecnologias corretivas do indivíduo". A segunda seção apresenta uma perspectiva crítica da escola ao comparar-se com uma fábrica que gera alunos dóceis, de moralidades manipuláveis. A terceira seção exemplifica, ainda na aula estendida, os modos a partir dos quais, os dispositivos de sujeição e subjetivação dessas tecnologias corretivas do aluno, não apenas se manifestam como também parecem ter se incrementado ao juntar-se com a autoridade do contexto familiar. Além disso, todas as seções são sustentadas a partir de algumas percepções dos alunos e professores críticos do que foi (e ainda é) exercer sua prática profissional e viver os processos de treinamento da estratégia “Aprenda en Casa”, também se percebe a sensação, talvez compartilhada, de ter perdido o espaço essencial para a conquista da aprendizagem: a escola e suas salas de aula.

Palavras-chave: aparelho escolar; governamentalidade; subjetivação; sujeição; virtualidade

INTRODUCCIÓN

De la educación no sales ileso. Grafiti

La escuela moderna se ha caracterizado por el uso de dispositivos de control corporal para modular los aprendizajes cognitivos y afectivos de los estudiantes, en un proceso de sujeción individual y en defensa de un tipo de sociedad estratégicamente planeada. Este proceso de “normalización” ha sucedido históricamente bajo un argumento tripartito: (1) el aprendizaje del estudiante es efectivo en interacción con sus pares; (2) un especialista debe administrar el proceso; y (3) la educación debe asegurar un orden social en función de la división del trabajo (Castro Orellana, 2005). El ejercicio de tal argumento maniobra en el espacio del aula a través de la disciplina, un mecanismo de poder individualizante que interviene en el cuerpo del sujeto, adiestrándolo con un sistema de vigilancia que lo adocila, manipula, domina y le da forma para transformarlo en un sujeto útil. La disciplina en el aula es una técnica de vigilancia y control de comportamientos, habilidades y aptitudes para intensificar y multiplicar el rendimiento de las capacidades de un estudiante, y así situarlo en el lugar en que sea más rentable para el funcionamiento social. La disciplina opera en referencia a una serie de normas y categorías científicas que examinan al cuerpo-estudiante para producir un conocimiento individualizado.

Pero a partir de las sociedades de control o de las sociedades de seguridad, como las llama Foucault, ha devenido otro dispositivo de poder que devela la regulación política del Estado en la vida de los ciudadanos. Se trata de un sistema de estrategias discursivas de un conjunto de saberes especializados para ejercer un tipo de poder y producir un tipo de subjetividad. A este dispositivo de poder Foucault lo denominó “gubernamentalidad”: una reorganización de la economía política sobre la vida de los individuos, con otros tipos de saberes necesarios, para el estudio de estratos particulares de poblaciones específicas que permitan conocerlas y actuar sobre ellas por medio de regímenes particulares de verdad cuya apuesta final es la conducción de sus conductas (Foucault, 2007).

En el caso particular del aparato escolar, la gubernamentalidad se exterioriza como un tipo de intervención educativa, no solo para regular las conductas de los estudiantes, sino para que ellos, por cuenta propia, efectúen un cierto número de operaciones sobre su mente y su cuerpo con el fin de alcanzar cierto estado de felicidad, pureza, sabiduría o inmortalidad (Foucault, 1990). Todo un proceso de aprendizaje para gobernarse a sí mismos. La práctica gubernamental en la institución educativa busca, entonces, generar “esas condiciones necesarias de aceptabilidad” (Castro-Gómez, 2010) de un sutil pero efectivo poder, que acompañará la conducta política y moral de los estudiantes desde su interior.

De esta manera, estos dos tipos de biopoderes (disciplina/gubernamentalidad) son la articulación de tecnologías de sujeción productoras de individuos sumisos a las normas, por un lado, y, por otro, de tecnologías de subjetivación productoras del dominio del yo, a fin de conseguir y concretar una filosofía de vida. Ambas se manifiestan “unas veces más, otras menos visibles, otras veces bajo la apariencia de bien común, pero siempre bajo el ideal de ser algo natural y necesario” (Urraco-Solanilla y Nogales-Bermejo, 2013, p. 154).

Sin embargo, por el virus identificado el 12 de diciembre del 2019 en la ciudad de Wuhan, en la República Popular China, la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró una emergencia de salud pública a escala global y recomendó a los países del mundo adoptar medidas para tratar de contener la propagación de la enfermedad. Entre las primeras estuvo el cierre de las instituciones educativas. Según un reporte de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), 166 países habían cerrado sus escuelas y sus universidades en marzo del 2020, lo que significó que un 87 % de la población estudiantil a nivel mundial se viera afectada por estas medidas. Además, alrededor de 63 millones de maestros en todo el mundo dejaron de laborar en las aulas y ejercieron su práctica profesional desde casa. Aunque en el devenir histórico de la educación ya se habían presentado interrupciones en los sistemas educativos nacionales a causa de fenómenos de índole política o por desastres naturales, nunca en otro momento de la historia se habían visto suspendidas las actividades educativas a nivel mundial, dejando a más de 1215 millones de estudiantes, de todos los niveles educativos, lejos del aula regular (UNESCO, 2020).

El 28 de febrero del 2020, México acreditó el primer caso del COVID-19 en su territorio, por lo que el sistema educativo mexicano (además del de salud) se vio forzado a generar respuestas para dar seguimiento a los planes y programas ya establecidos. En atención a las recomendaciones de la OMS, el Gobierno tomó como medida precautoria el cierre de los planteles escolares de todos los niveles educativos. Situación que implicó un reto sin precedentes a la educación en México, ya que la suspensión de clases presenciales obligó a los docentes a continuar su práctica profesional adaptando los contenidos programados de manera presencial a una supuesta modalidad virtual. La extensión del aula regular al contexto familiar constituyó una posibilidad para continuar con los procesos de enseñanza-aprendizaje, pero también fue la expansión de los procesos de sujeción y subjetivación propios del aparato escolar.

El aparato escolar es un escenario físico y simbólico donde las estructuras que lo configuran logran la articulación de ciertos tipos de poderes, saberes y subjetividades devenidas de cierta racionalidad de Estado que apuesta por la formación de un tipo de ciudadano. Dicha racionalidad solo es posible porque ejerce su poder como una práctica, una serie de micropoderes que se materializan en los ciudadanos como maneras de actuar. La naturaleza específica de una racionalidad estatal es que es una relación de poder que inicia desde un campo práctico: cosas, técnicas perfeccionadas, trabajo, transformación de lo real, pero también desde un campo de signos: comunicación, reciprocidad, producción de significados y, finalmente, desde un campo de dominación: medios de sujeción y de subjetivación, de acciones de los hombres sobre otros hombres y sobre sí mismos (Foucault, 1990).

El aparato escolar se presenta como la organización de un mercado de bienes simbólicos ofrecidos por una ratio estatal específica que contribuye a la reproducción y distribución de capitales culturales relativos a cada clase y entre las clases existentes. Cada sistema de enseñanza institucionalizada debe las características específicas de su estructura y de su funcionamiento a la ratio estatal, al hecho de que debe producir y reproducir los medios propios para la existencia y persistencia de sus fuerzas orgánicas que definen su particularidad. El aparato escolar, como un espacio de producción de subjetividades, es un lugar identificado que identifica, cargado de sentidos y significados intersubjetivos que (re)crean diversas formas de comunicación y maneras de relacionarse por quien lo transita, pero es también un lugar donde se valora positivamente un tipo de acciones, de actitudes y comportamientos considerados como válidos o verdaderos por los sistemas culturales que determinan la forma de convivencia que se desarrollará en sus límites territoriales o simbólicos. El aparato escolar es, entonces, el escenario en el que profesores y estudiantes van representando una serie de roles, más o menos determinados, más o menos flexibles, papeles que desempeñarán básicamente a través de discursos de poder. Cualquiera que sea esta tipificación de poder, sus elementos importantes que lo constituyen solo suceden, según Foucault (1992), en el marco de que son un acto humano. Relaciones entre individuos o entre grupos, en un entramado de acciones que inducen a otras acciones, en relaciones de fuerzas, en términos de luchas, enfrentamientos y resistencias que configuran la forma de organización de símbolos apropiados, conquistados mediante operaciones de ordenamiento conforme al desenvolvimiento de actividades sociales dadas y aceptadas por la ratio estatal.

En la emergencia de la extensión del aula, los fines trascendentales de la enseñanza, como elementos sólidos de una serie de nociones pedagógicas, trastocaron los contenidos tradicionales de la vida privada de los estudiantes, así como la figura y misión del profesor, y la relación entre la escuela y la familia. Como en las instituciones educativas el saber y el poder se entrecruzan, en estos tiempos de pandemia, la escuela, al promover sus interacciones del aula regular en el aula extendida, no solo ha vivido momentos de desconcierto y desánimo, sino que ha visto comprometido todo su sistema pedagógico, pues su autoridad aparece cuestionada, lo mismo que su productividad, y estas se imaginan desde un continuo deterioro.

Es la intención de este ensayo intentar, sencillamente, generar una discusión académica para no ignorar ninguno de estos hechos, para no caer en alguna equivocación acerca de lo que es el hecho educativo fundamental y sus análisis formales. Y lo hacemos desde el mismo acercamiento esquizoanalítico que Gilles Deleuze y Félix Guattari utilizaban para distinguir una ciencia real de una ciencia menor. La ciencia real caracteriza las cosas otorgándoles una esencia perdurable, un atributo estable con propiedades que se derivan de ella por deducción; en cambio, las ciencias menores se interesan por las coyunturas y por sus efectos:

No se va de un género a sus especies por diferencias específicas, ni de una esencia estable a las propiedades que se derivan de ella por deducción, sino de un problema a los accidentes que lo condicionan y lo resuelven. (Deleuze y Guattari, 1997, pp. 368-369)

En tal sentido, es alrededor de esta ciencia menor que organizamos nuestro trabajo, explorando ángulos con los que, según nos parece, ciertas expresiones del aula extendida pueden comprenderse mejor. Y lo hacemos procurando no tener razón, sino tratando de construir un esbozo de mapa cognitivo específicamente situado.

La estructura del ensayo es de tres apartados. El primero de ellos hace referencia al tejido histórico que ha refinado las nuevas “tecnologías correctoras del individuo”; el segundo concibe una perspectiva crítica de la escuela al compararla con una fábrica que genera estudiantes dóciles y de moralidades manipulables; y el tercero ejemplifica cómo, aun en el aula extendida, los dispositivos de sujeción y subjetivación de estas tecnologías correctoras del estudiante no solo se siguieron manifestando, sino que al imbricarse con la autoridad del contexto familiar, pareciera que se acrecentaron. Asimismo, todos los apartados se sustentan en el sentido de algunas percepciones de estudiantes y docentes críticos sobre lo que fue (y es aún) ejercer su práctica profesional y vivir los procesos formativos desde la estrategia de “Aprende en Casa”, además de la sensación, quizás compartida, de haber perdido el espacio esencial para el logro de los aprendizajes: la escuela y sus aulas.

EL TEJIDO: LAS TECNOLOGÍAS CORRECTORAS DEL ESTUDIANTE

El mercado es el imperativo ético vinculado con la ideología neoliberal. Se puede reducir a la idea subyacente: “Gobernar cada vez menos y consumir cada vez más” (Veiga-Neto, 2013, p. 12). Un duro indicio que opera en contra de lo que fue el Estado del bienestar y, de manera general, del Estado como organización política y dispositivo de redistribución de beneficios sociales. En la economía neoliberal, el mercado es el mecanismo que autorregula la asignación de recursos y la manera de satisfacer las necesidades de los ciudadanos. Este tipo de economía supone que el crecimiento económico se logra con el libre juego de la producción de bienes y servicios que deberán actuar a favor de la humanidad, mejorando sus condiciones materiales y de vida. Desde esta lógica, el mercado es la forma de poder (sustentado por el poder político y jurídico) donde la economía es el eje conductor y constructor de los modos de vida de una población en particular (Patarroyo Rengifo, 2012). Es necesario resaltar aquí que “el gobernar cada vez menos” no implica la retirada per se del Estado en la regulación de la vida social, sino solo una transformación de lógicas, prácticas y transferencias de las funciones esenciales de la agencia estatal.

Precisamente en este tipo de economía se ostentan las dos técnicas de biopoder que Foucault distinguió (disciplina/gubernamentalidad), donde la afectación a las dos dimensiones de la existencia humana, la individual y la social, es más puntual y definitiva, pero paradójicamente menos evidente, porque la opresión que se ejerce en el sujeto es una intervención que se produce por medio de un control sutil que sucede en su cuerpo y en su mente que lo sujeta desde adentro, una manera de autocontrol administrada por una serie de especialistas (internos o externos) que juzgan, clasifican, valoran, ponen etiquetas, deciden sobre una población, en aras de convertirla en un todo sano y productivo.

Para que la disciplina y la gubernamentalidad vieran la luz, fue necesario una nueva economía en el ejercicio de la administración del poder en Occidente, un tipo de economía de uso utilitario sucedida en el poder moderno, en torno al cual circularán todos los elementos de las tecnologías de dominación, un proceso devenido de cierta tensión y mutación en la configuración histórica de las relaciones económicas de producción. Esta otra cartografía de las relaciones de poder discute la estructura de las formas mismas de la vida humana. Fue el politólogo sueco Rudolf Kjellén quien introdujo el concepto de biopolítica (Lemke, 2017) para revelar la administración estatal de la vida de los ciudadanos. La puesta en marcha de modos de desarrollo para la población desde el control del Estado. Foucault retoma este concepto y lo expresa en su conferencia “El nacimiento de la medicina social” pronunciada en Río de Janeiro, Brasil, en 1974, con la que explicaba los movimientos que surgieron desde el siglo XVIII para racionalizar y controlar socialmente a los individuos, principalmente en problemáticas referentes a la salud, higiene, sexualidad, natalidad, longevidad y raza, haciendo énfasis en la institución de aparatos represivos transformados en empresas de salud pública.

La emergencia de la biopolítica es el resultado de un proceso histórico que, según los estudios foucaultianos, comenzó con el poder pastoral, su imbricación al poder soberano, la articulación de ambos en el siglo XVIII, su transformación en poder disciplinario, la articulación de ambos en el siglo XIX, su transformación en gerenciamiento de la vida en el siglo XX y, desde luego, en los primeros años del siglo XXI. La inflexión y el desplazamiento del poder pastoral al poder soberano, y su posterior fusión, significaron una nueva forma de objetivación del sujeto donde los procesos de dominación que se ejercían en el individuo se ubicaron, a partir de ese momento, de manera somática. Para las sociedades capitalistas lo más importante es lo somático. El cuerpo vigilado. La externa mirada escrutiñadora del pastor consolidada en el cuerpo de cada miembro del rebaño.

Así, el poder soberano comenzó a gobernar los cuerpos de los individuos en un examen situado por encima de la individualidad corporal, un poder que hará referencia al control de la individualidad desde afuera, el nacimiento de un poder político que gobernará el cuerpo del individuo para asegurar su obediencia (Veiga-Neto, 2013).

Interiorizar sistemas de obediencia es la capacidad de sujetarse a sí mismo. Actos de verdad que los individuos deben realizar con relación a sí mismos y bajo cierta bifurcación de lo normal y lo patológico, donde se establecen los códigos de “cómo se forma al sujeto, y cómo, a su vez, un sujeto viene a formar y reformar esas razones” (Butler, 2001, p. 9). La bifurcación del par normal/patológico, presente en el siglo XIX hasta mediados del siglo XX, sentó las bases para las nuevas tecnologías de gobierno y modos de existencia que se despliegan con la biopolítica neoliberal y sus estrategias provenientes de la economía de mercado.

La biopolítica deviene del desarrollo y expansión del sistema capitalista, y al acentuarse mejor en la economía neoliberal, constituyó una revolución en la historia de la especie humana, porque la vida, invadida y gestionada completamente por el poder estatal, es un ajuste de los fenómenos políticos de la población en los procesos económicos. Si bien el neoliberalismo es una corriente de pensamiento económico, su racionalización política ha transformado todos los ámbitos de la vida cotidiana, desde la música, el arte, la literatura, la manera de ver televisión, las imágenes, la información, la apropiación de las ciudades y sus espacios, pero también ámbitos impalpables como la verdad, la justicia, lo social, lo político, lo cultural y, por supuesto, lo educativo. Su intencionalidad mayor es una expansión inaudita de acumulación de capital. Por eso, para Foucault, la biopolítica es un suceso que tiene lugar únicamente en la época moderna.

Lo inédito de la biopolítica es que lo biológico, al reflejarse en lo político y en lo económico, produce en la existencia vital humana ciertas funciones devenidas del poder que las rige, haciendo que las sociedades se vuelvan normalizadoras, usando discursos de verdad como instrumento de transformación. El ejercicio moderno del poder es el ejercicio de la normalización de las poblaciones en las que el control sobre el cuerpo no opera simplemente a través de la conciencia o de ciertas ideologías, sino con el ejercicio de tecnologías de biopoder, estrategias biopolíticas, dinámicas de fuerzas que fundan una nueva relación ontológica entre gobierno, población y economía política que vislumbra al cuerpo como territorio de la disciplina y de la gubernamentalidad institucionalizadas.

A través de sus mecanismos de control, regulación y homogeneización, la biopolítica objetiva e instala aparatos de previsión y de reglamentación a una población de seres vivos capaces de optimizar estados de vida. Para Foucault, el efecto histórico producido por esa tecnología centrada en la vida y ubicada en el cuerpo es precisamente la sociedad de la normalización, donde se observa una valorización creciente de la norma y, consecuentemente, de una pretendida normalidad (Freitas de Macedo, 2012).

Un ejemplo donde se materializa el poder de la biopolítica es precisamente este contexto del COVID-19. Bajo la lógica de que cualquier ciudadano puede ser portador del virus, se instituyeron regímenes particulares de verdad en términos de medicina social y gestión de la salud pública. Los sistemas sanitarios de casi todo el mundo, por indicaciones de la OMS, percibieron como una gran amenaza la propagación del virus, pero lejos de imponer solo medidas de corte disciplinario (la exclusión de los contagiados, como en el caso de la lepra, por ejemplo), su maniobra combinó las dos estrategias biopolíticas que Foucault identificó a partir de la época moderna: la disciplina y la gubernamentalidad. Ambas fueron utilizadas como fundamento de la táctica de contención, por ejemplo, la cuarentena, como en el caso particular de la peste, y como en el caso de la viruela, un modelo de seguridad que maquinó toda una trama de información mediante elocuentes discursos de taxonomía médica y estadística clínica para conocer cuántas personas son víctimas del virus, rastrear su propagación y virulencia, quiénes se contagian, cómo sucedió el contagio, con qué efectos, qué mortalidad, qué lesiones o secuelas persisten, qué riesgos se corren al vacunarse, cuáles al no hacerlo o cuáles son las probabilidades de mortandad por la enfermedad según la condición y el estilo de vida del contagiado.

En síntesis, la información se saturó con la epidemia y se verificó una difusión mediática del virus; todo un arsenal de modos de hablar, personas autorizadas para hacerlo (virólogos, epidemiólogos, figuras públicas, instituciones), modalidades para decretarla como tal y los costos de hacerlo, cuya apuesta final fue la conducción de las conductas de los ciudadanos bajo la promesa de seguridad social y de un regreso a la “normalidad”. Sin embargo, la realidad de la estrategia vulneró los marcos normativos que garantizan los derechos de los ciudadanos que, rebasados por la excepcionalidad del “nuevo” control, sufrieron la restricción de sus libertades fundamentales, principalmente de circulación y movilidad, disfrazada con un “voluntario” distanciamiento social para el espacio público y privado que se reguló al detalle, en horarios, edades o con la suspensión de actividades comerciales consideradas arbitrariamente no esenciales. No obstante, en otros países menos democráticos, la militarización de las calles o el monitoreo social, la denuncia anónima o la videovigilancia fueron también consecuencias de esta racionalidad biopolítica que, desde un sentido bélico y en defensa de la sociedad mundial, combatió ese virus “enemigo” en favor de la salud pública mundial.

Hay voces que entran en conflicto considerando que la pandemia actuó como un indicador de la fragilidad del sistema (neoliberal). Pero no. La pandemia es un evento, no una estructura. La misma racionalidad que la promueve es la misma que la detiene y en esa acción se consolida. La biopolítica es, entonces, esa racionalidad que se robustece y que meticulosamente administra la intervención estatal, como amparo para sus ciudadanos.

LA FÁBRICA: EL APARATO ESCOLAR

Un estudiante es algo que se fabrica. Su fabricación responde a cierta racionalidad de Estado y la institución que lo construye es la escuela. Su materia prima son los cuerpos dóciles de la infancia, maleables, fijos y sin características individuales; y su proceso productivo, la disciplina y la gubernamentalidad. Más allá de las verdades pedagógicas que intervienen en los procesos de enseñanza-aprendizaje, la disciplina y la gubernamentalidad, como procesos productivos para formar un tipo de sujeto, han articulado una serie de procedimientos eficientes para lograrlo desde las entrañas del aparato escolar.

La disciplina se ha encargado de administrar las tecnologías de sujeción, la coacción calculada que normaliza al estudiante, una acción que entra en sus cuerpos a lo largo de todo el proceso educativo, sustentando desde la administración de los tiempos, la precisión de temas y contenidos, la retórica corporal del estudiante, la efectividad del espacio escolar y la indolencia de los criterios técnicos que uniforman el modus operandi de la totalidad del proceso. La disciplina, en este sentido, es una escala de control corporal que atarea no en líneas generales, sino en el detalle nimio de sus partes, un ejercicio de coerción débil, mecánico, como forma de control de movimientos, gestos, actitudes, velocidades, un práctico poder ejercitante para producir un cuerpo activo. En otras palabras, la disciplina, en lugar de atormentar al cuerpo, lo fija a un sistema de normas, a métodos que permiten, con ese control minucioso de las operaciones del cuerpo, lograr un tipo de individuo homogeneizado en el sentido de la relación docilidad-utilidad. En ese marco, la disciplina en el aula no solo es un sistema de escrutinio del cuerpo-estudiante, sino un aparato racional de la vida escolar (Castro Orellana, 2005).

Un ejemplo donde se materializa la tecnología disciplinaria puede observarse en el uso del examen como instrumento de una vigilancia ininterrumpida de toda operación de aprendizaje, en la que no solo se establece una sanción normalizadora evanescente sobre los estudiantes, sino también un sistema de clasificación. Así el examen no solo es el elemento técnico evaluador del proceso cognitivo con sus métodos, sus personajes y sus contenidos, sino el instrumento disimulado, punitivo y político del aparato escolar, en el que se despliegan los ejercicios de poder y saber para el establecimiento de lo bello, lo valioso, lo obvio, lo verdadero, lo aplicado, de donde partirán los imperativos “naturales” para la evaluación del estudiante. La figura del examen no solo evalúa el aprendizaje de los estudiantes, sino que mide y sanciona todas las actividades cotidianas del trabajo escolar, el efecto de las tareas pedagógicas sobre el cuerpo, los deseos subjetivos que el proceso formativo despierta o apaga, los modos en que se responde o se adapta a los procesos jerárquicos de la escuela, el efecto conjunto de tareas mentales y manuales que son exigidas, explícitas o no, en actividades previstas o no, para la funcionalidad escolar.

El examen califica el orden de las letras, el dictado de enunciados, de las sumas y las restas, la lectura de textos con sus ritmos y sus puntuaciones. La direccionalidad en las grafías convencionales y las que no lo son, los gramemas, lexemas, fonemas. El sujeto, el verbo, el predicado. Las figuras geométricas, la elipse, el trapecio, el círculo, el cuadrado. La rueda, el fuego, la lengua y el lenguaje, la familia y el parentesco, vertebrados e invertebrados, la flora y la fauna, la tundra, el bosque, la selva, el ecosistema. La cadena alimenticia. Pero también certifica la mirada tímida a los pupitres asignados, marcar el paso, el saludo a la bandera, la postura del lápiz, tomar distancia, guardar silencio, andar fajado, toda la retórica corporal repetitiva y extenuante que acompaña en toda su longitud las operaciones de obediencia solicitada como condición para ser un estudiante.

El verdadero objetivo del examen es considerar al alumno como un objeto de observación, donde a través de un sistema de clasificación, ordenado y calculado, opera para la acreditación escolar. En pocas palabras, el examen es un sistema de comparación de todas esas morfologías corporales y mentales exigidas por el aparato escolar para producir un estudiante con los estilos éticos exactos para someterse a la autoridad pedagógica, dada por la representación “ideológica” de un tipo de sociedad que requiere un tipo de alumno con características específicas: el súbdito sometido, el alumno dócil y aplicado, el buen ciudadano. Como dice el título del libro de relatos de Welsh (2007/2009): “Si te gustó la escuela, te encantará el trabajo”.

La gubernamentalidad, por su parte, es la administración de las técnicas de subjetivación que suceden dentro del proceso formativo; la gerencia de las agencias de los estudiantes para instituir un tipo de conducta procurando ciertos principios rectores que orienten los procesos sociales e individuales para desplegar un tipo de posibilidad de vida, delimitada, actualmente, por la economía de mercado. Su funcionalidad es la incorporación de un cálculo en términos de costos, en lugar de establecer la bifurcación entre lo permitido y lo vedado como en la disciplina. Con la gubernamentalidad se fija una media considerada como óptima, los parámetros ideales de los límites de lo aceptable, más allá de los cuales ya no habrá que pasar y cuyo objetivo final es poner en funcionamiento un sistema de dispositivos de seguridad estatal.

El término subjetivación, en un sentido foucaultiano, corresponde en realidad a dos tipos de análisis: por un lado, a los modos de objetivación que transforman a los individuos en sujetos, los modos en que el individuo aparece como objeto por una determinada relación de saber y poder, lo que significa que solo puede ser sujeto al momento de objetivarse dentro ciertas relaciones que lo condicionan y lo determinan; y, por otro, a las maneras como un individuo instituye cierta relación consigo mismo. El uso de “formas éticas de actividad sobre sí mismo” (Revel, 2009). Artes de existencia para la práctica de la autoformación de ser sujeto, algo muy similar a una práctica ascética, pero no en el sentido de una moral de la renuncia, sino de un ejercicio de sí sobre sí, por el cual el sujeto intenta elaborarse, transformarse y acceder a determinados modos de ser (Foucault, 1984).

En las instituciones educativas, la gubernamentalidad opera específicamente ordenando el espacio de acción para que esas formas éticas de actividad sobre sí mismo sucedan. Así, se decretan las reglas del juego que el estudiante debe acatar, la organización de los elementos de circulación del ambiente de aprendizaje (definición de actores, actividades, herramientas, contenidos), una estrategia de planeación y prevención para todo aquel elemento que corrompa el proceso del hecho educativo; es decir, hoy el aula es donde suceden los diagnósticos de lo que “son” los estudiantes, donde se advierten sus patologías, sus necesidades específicas de enseñanza, sus estilos de aprendizajes; es donde se desarrollan sus inteligencias múltiples y sus competencias básicas, genéricas y específicas; y es allí mismo donde, con la ayuda de las técnicas adyacentes, policiales, médicas, psicológicas y sociales de la disciplina, sucede la transformación eventual de los estudiantes para el gobierno de sí mismos. La institución de un yo panóptico, político y moral que guiará toda actividad del estudiante.

La gubernamentalidad en el aula permite advertir, aun antes de que el estudiante haya fallado, las conductas disruptivas que lo encaminen a hacerlo. La gubernamentalidad en el aula es la tecnología que establece que el estudiante, por medio del docente (el docente mediador), quiera esto, deteste aquello, designe que esto esté bien, aquello esté mal, se incline por esto, censure esto, pelee contra esto y lo haga de tal y cual manera. Normas morales que conducen al estudiante para que determine, por medio de saberes necesarios (los ejes transversales), cuándo puede salir, cómo, a qué horas, qué debe hacer en casa, qué debe hacer en la escuela, qué tipo de alimentación debe consumir, la prohibición de tal o cual clase de contacto, la obligación de ser de tal o cual forma, etcétera.

Aquí el control sucede de otra manera, pues no consiste tan solo en poner en juego la disciplina en aula (aunque solicite su ayuda), sino que el sentido operativo de esta otra tecnología es poner en juego mecanismos de control de seguridad para provocar alguna modificación en el destino biológico de la especie (Foucault, 2006). El control social y la dominación ya no pueden mostrarse como si se infringiera la libertad del sujeto; por el contrario, debe parecer como una elección libre y ser sostenida por la misma experiencia del individuo. Es por este motivo que los dispositivos gubernamentales, a diferencia de los disciplinarios, son más laxos, porque precisamente se trata de gerenciar la acción sobre las acciones posibles, sobre los acontecimientos que un individuo pueda realizar y, por lo tanto, la intervención no es del tipo de sometimiento interno, sino una intervención de tipo medioambiental (Foucault, 2007). Hay que actuar, entonces, sobre el “medio”, sobre el “contexto”, sobre el “medio ambiente”, sobre la institución educativa, sobre el aula. Se podría decir que la gubernamentalidad, específicamente en el ámbito educativo, actúa a través de las reformas educativas (con cierta racionalidad de Estado) y en la comunicación de sus efectos sociales (con sus medias óptimas), en lugar de actuar solo por medio de la disciplina del cuerpo.

Un ejemplo donde se materializa esta tecnología es lo que se ha considerado como una epidemia de violencia escolar: el fenómeno de acoso violento y sistemático que se da entre pares en las instituciones educativas. Un fenómeno que se ha visualizado a escala global y ha llamado la atención de especialistas, funcionarios públicos (de los más altos niveles), medios de comunicación, políticas legislativas, que lo han puesto de moda, volviendo patológica a la infancia y considerando a dicho fenómeno como una enfermedad infectocontagiosa, que ha afectado a una gran parte de la población mundial infantil durante un tiempo determinado y cuya erradicación inmediata es necesaria. El problema no es que se visibilice el fenómeno, sino el modo en que se hace. La técnica aquí es saber cuántas personas son víctimas del denominado acoso escolar (bullying), a qué edad sucede, quiénes son sus actores (víctima, agresor, incitador y espectador), con qué efectos, qué mortalidad, qué lesiones o secuelas deja, qué riesgos se corren, cómo prevenirlo (valores), cómo afrontarlo (resiliencia), etcétera; o, en otras palabras, ¿cuáles son los efectos estadísticos que tiene tal o cual fenómeno sobre la población en general? Se trata de considerarlo un problema de seguridad social (la construcción del miedo y el sentimiento de inseguridad generalizado y su fuente generadora), de legitimarlo como tal (campañas globales en los medios de comunicación masivos, con contenido y expresiones expertas para la población-público) y, por supuesto, de establecer tecnologías de seguridad como conducto para erradicarlo (derechos, normas, reglamentos, transformaciones, acciones; todos ellos fundamentados en estimaciones, estadísticas, medidas globales, regularizaciones y previsiones de amplia magnitud).

La diferencia entre las dos estrategias biopolíticas es la forma de administración, de función y de objetivos en el ejercicio del poder. En la disciplina se actúa directamente sobre el individuo y sobre su cuerpo; en la gubernamentalidad, el poder actúa en dos objetivos principalmente: la acción del individuo y el espacio donde sucede la acción; es decir, se actúa sobre su subjetividad, pero, además, en el medio donde se practica. En palabras de Foucault (2006), el medio “es el soporte y el elemento de la circulación de una acción” (p. 22), el espacio necesario de acontecimientos posibles, el lugar donde acontecen las estrategias biopolíticas (disciplina/gubernamentalidad) que actualmente funcionan sobre el “cuerpo que juega, y sobre las reglas del juego que el cuerpo juega”, más que sobre el juego mismo.

Será función, entonces, de las instituciones modernas y de sus aparatos represivos (la escuela, en este caso) producir la matriz de la razón práctica que permita ocasionar, transformar y manipular las conductas de los individuos, hacerlos más gobernables y adaptarlos a los requerimientos de la economía neoliberal, y así evitar “por seguridad” conflictos sociales que afecten su óptimo funcionamiento. De hecho, en México, el Estado nacional ha sido eje y motor de todos los procesos de cambio y reforma que se han diseñado y puesto en marcha en el ámbito educativo. Su protagonismo ha alcanzado los cambios implementados a nivel legislativo, reformando el artículo 3 constitucional que establece las bases de la educación en el país.

EL ENJAMBRE: EL AULA EXTENDIDA

La pandemia mundial del COVID-19 no solo tomó por sorpresa a las instituciones de salud del país; también la escuela pública se vio apresurada a generar respuestas para seguir preservando los aprendizajes de los estudiantes. “Aprende en Casa” fue la estrategia oficial del Gobierno mexicano para dar seguimiento a la escolarización de los estudiantes de educación básica. Y aunque se creyó, erróneamente, que con el solo hecho de utilizar ambientes tecnológicos, la educación en el país daba un giro a la educación virtual, la estrategia no dejó de suceder dentro de las fronteras que demarcan la presencialidad. La organización que se esgrimió fue en procesos interactivos donde los contenidos de los cursos analizados se discutieron entre docentes y estudiantes de manera sincrónica, en una extensión del contexto del aula al familiar. La adaptación de este tipo de “aula” para mantener los ritmos de trabajo funcionó como un “auxilio”, un agregado para no perder tiempo y continuar con las acciones pedagógicas que acontecían en la clase presencial.

Desde esa posición, la intencionalidad de la estrategia se encaminó para que la misma familia se convirtiera en un reservorio de materiales, de textos, de recursos didácticos y pedagógicos, pero también en el otro espacio para que los dispositivos de sujeción y subjetivación, impuestos por el aparato escolar, sucedieran. El contexto familiar se convirtió entonces en el lugar necesario para ejercer la autoridad del aparato escolar.

Toda autoridad pedagógica está instituida en un sistema de discursos (científicos) y se ejerce a través del control corporal y conductual para inscribir en el cuerpo-estudiante una omnipresente ética, un habitus en términos de Bourdieu, un yo panóptico en términos de Foucault, capaz de perpetuar la dinámica de las relaciones de poder del aparato escolar desde el mismo estudiante. Basta con detenerse un poco y tratar de comprender mejor que estos discursos (científicos) son siempre un acto de dominación, prácticas impuestas a los estudiantes; que, en este caso, prender la cámara, tener datos, conectividad, una laptop, computadora, banda ancha, contar con un espacio privado alejado de la familia para cero interrupciones, la llamada de atención a recogerse y apartarse del espectáculo familiar (amén del ruido, la cacofonía, o la disrupción de las tecnologías de información y comunicación utilizadas) fueron fuertes insinuaciones de un uso desmedido del ejercicio admonitorio del poder de la autoridad pedagógica. Un gesto dispendioso de ruptura que no solo afectó las relaciones entre profesores y alumnos, sino que también ensanchó la ambigüedad constitutiva de ese núcleo inextricable de los conflictos “naturales” entre las dos instituciones formadoras de estudiantes.

La escuela y la familia, como plataformas formadoras por antonomasia, necesitan distanciarse para posibilitar su decoro. Sin distancia, afirma Byung-Chul Han en su libro En el enjambre(2014), no es posible ningún decoro. Pero si profundizamos más en la naturaleza del decoro, comprenderemos que no es la “simple” honestidad per se, ni tampoco un concepto estrictamente moral, mucho menos un fenómeno de sujeción o de subjetivación. El decoro es ante todo un fenómeno de apariencia, un acto público, una posición que se ejercita ante los demás, un gesto político en donde cada uno o cada cual, sea una institución o una persona, debe guardar sus propias formas.

De tal manera que los discursos educativos, dominantes, continuos, ilimitados y silenciosos, al salir de la sombra escolar y arroparse en los contextos familiares, improvisaron otro espacio educativo, donde la mirada inspectora de las estrategias biopolíticas del aula regular -al suceder ahora en perfecta intersección con la(s) estructura(s) de poder(es) familiar(es)- incitaron un desgaste biológico y psíquico en el estudiante, a quien, como experiencia educativa, le resultó insoportable. Y aunque la pedagogía puede pensarse como esclerótica y considerarse siempre como un encuentro de diálogo y conflicto, su autoridad transparentada en los tiempos de pandemia sucedió en una condición anómala, dando un giro sustancial para ejercerse, con mucho apego, hacia un tipo de represión pedagógica cuyas etapas, claramente balizadas y con la incomodidad que generó en los estudiantes, fueron experimentadas como una agresión.

El hecho más visible del funcionamiento empírico de la extensión de las estrategias biopolíticas, que históricamente habían sucedido en el contexto de las aulas, y que se vivió como una especie de embestida para los estudiantes, fue la adquisición de los nuevos hábitos de privacidad: convertidos de forma inmediata en internautas institucionales, tuvieron, con o sin consentimiento, que compartir el modus vivendi de sus esferas íntimas familiares. La intimidad expuesta públicamente rompe toda pieza fundamental para lograr los aprendizajes: el respeto.

El respeto como medio para la consolidación del aprendizaje ejerce un efecto semejante al del poder. Y aunque la acción del poder, en términos foucaultianos, puede pensarse como una simple relación social, la vigilancia, el control y la corrección que de él devienen enseñan lo conducente, lo propio, lo adecuado, lo que será considerado como un comportamiento normal. Lo mismo sucede con la persona respetable: la acción que genera y que lo consolida como tal es con frecuencia aceptada y asumida sin ninguna contradicción o ninguna réplica. Y aunque el poder funda relaciones asimétricas o jerárquicas, la acción que lo sustenta es dialógica. Lo mismo sucede con el respeto, pero, contrario al poder, no es por institución una relación asimétrica. Si bien el respeto se otorga con frecuencia a modelos jerárquicamente superiores, la relación que se establece con ellos se forma de una manera recíproca, dialógica, en plural, de dos, bipartita. Incluso si una persona es investida de poder, puede tener respeto por los subordinados.

El respeto, en tal sentido, requiere siempre una mirada distanciada, un ejercicio de distanciamiento para exigirse a uno mismo la capacidad deliberativa del hombre prudente. La mirada distanciada permite precisamente tal deliberación antes de actuar, opinar, manifestarse y así poder instituir el respeto por enseñar y aprender. El respeto es, entonces, una relación directa con la prudencia, con la ética, lo social, lo jurídico, lo educativo. La conducta respetuosa de la práctica docente debe ser una conducta prudente y, por lo tanto, no invasiva, sino responsable.

Pero los límites de lo que hasta hace poco tiempo un estudiante estaba dispuesto a compartir y que representaba únicamente una decisión personal de revelación o de ocultamiento, principalmente ante su profesor, se vieron comprometidos por la imperiosa autoridad pedagógica al exigir ciertos escenarios operativos, ordenando otros deberes propios del control electrónico de la educación virtual como única condición para que sucediera el prodigioso deseo de educarse. El hecho de habitar en un entorno digital la mayor parte de sus vidas, en el ocio y lo educativo, permanentemente conectados, localizables, estudiados y evaluados, atrapados en la red institucional, no tanto para hacer lo que se quiere (como en la proclividad de las redes sociales o las brillantes audacias en los juegos virtuales), sino para hacer lo que no se quiere (control, obediencia, sumisión), es cerrar el cerco y romper el ya de por sí frágil y perecedero respeto entre los estudiantes y los agentes vigilantes educativos.

La autoridad de la práctica docente no es personal ni carismática, como tienden a creer y a hacer creer algunos docentes. La figura del docente, bajo sus diferentes máscaras (tradicional, moderno, dinámico, crítico, competente), es ser un agente institucional que vigila y castiga al cuerpo-estudiante y que, como “dueño de un capital cultural” proveniente de una institución, posee ciertas propiedades impalpables que son inherentes a la naturaleza de su misma agencialidad vigilante. El comportamiento de los docentes como agentes vigilantes, al ejercer desde “afuera” su autoridad pedagógica, tuvo costos académicos y sociales por la pura intensidad, aparentemente sin sentido, de transgredir el derecho a la privacidad de los escolares.

La percepción de la privacidad puede parecer muy subjetiva, pero lo objetivo del hecho es que es un elemento consustancial a la dignidad humana, un derecho reconocido en distintos sistemas jurídicos con diferentes denominaciones, como privacy en el derecho anglosajón, o como vie intime en el derecho francés, o como riservatezza en el derecho italiano (Estrada Avilés, 2002). En el caso del Estado mexicano, era un derecho que no se encontraba expresamente reconocido como tal en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Sin embargo, el constituyente del estado de Querétaro incluyó en el artículo 16 constitucional ciertas protecciones aisladas sobre los distintos aspectos relacionados con la privacidad, como el derecho a no ser molestado en nuestras personas, familias, domicilios, papeles y posesiones, solo en virtud de una orden escrita firmada por algunas autoridades competentes. Así, la Suprema Corte de la Nación, al resolver el amparo en revisión 143/2008, abordó expresamente la pregunta sobre cuál es el fundamento constitucional del derecho a la privacidad, y resolvió que es la garantía de seguridad jurídica de todo gobernado de no ser molestado en la privacidad de su persona, de su intimidad familiar o de sus papeles o posesiones, salvo en virtud de un mandamiento escrito (Estrada Avilés, 2002).

Pero “Aprende en Casa” no solo exhibió la vida privada personal y familiar de alumnos y profesores, sino que, además, y desde una base muy material, evidenció la desigualdad de acceso a la educación de gran parte de la población mexicana tanto en términos cuantitativos como cualitativos. Si la educación no es general, es entonces un privilegio de clase. Siguiendo la tesis de Durkheim (1988), considerar como normal o patológico un hecho social dependerá de su valorización y su regularidad. Un hecho social valorado como positivo será considerado normal cuando se presente como generalidad. Un hecho social valorado como positivo será considerado patológico cuando se presente como particularidad. Es decir, la educación, un hecho valorado como positivo, será normal si se presenta en toda la población, y será patológico si solo se presenta en algunos sectores. Por eso, toda desigualdad educativa es una expresión de desigualdad social. La existencia de grupos sin acceso a los procesos educativos exige la existencia de políticas públicas para proporcionárselos.

Sin embargo, en el 2016, como lo señala Lloyd (2020) citando la información del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) de la Encuesta Nacional sobre Disponibilidad y Uso de Tecnologías de la Información en los Hogares 2018 (tres años antes de la emergencia sanitaria), México se ubicaba en el lugar 87 en el mundo, y en la octava posición en América Latina respecto del acceso a las tecnologías de la información y la comunicación (TIC). Dentro del país, continúa Lloyd (2020), solo un 45 % de los mexicanos contaba con computadora y solo un 53 % con internet en casa. Asimismo, por distribución en zonas geográficas, el 73 % de la población en áreas urbanas dijo contar con acceso a internet, en comparación con las rurales, que cuentan con solo un 40 % de acceso. Lo mismo sucede entre los estados del norte y sur del país; los del norte, como Baja California, Sonora y Nuevo León, presentan una población con 90 % de acceso a internet, mientras que los del sur, como Guerrero, Oaxaca y Chiapas, solo con el 39 %.

La estadística en los niveles educativos, desde preescolar hasta el universitario, exhiben también grandes desigualdades. En el nivel superior, por ejemplo, según la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos del Hogar del INEGI (2018), de los estudiantes que provienen de familias del primer decil de ingresos (la población de menor ingreso per cápita familiar), un 55 % no cuenta con el servicio de internet y computadora en casa, y solo el 2 % de los estudiantes que provienen de familias del último decil de ingreso (la población con mayor ingreso per cápita familiar) dijo no contar con dichos servicios. Es decir que el 18 % de los estudiantes universitarios en México no tiene acceso a las TIC en casa o uno de cada cinco no pudo seguir las clases en línea desde sus hogares.

La brecha digital está aún más marcada en la educación básica, ya que las instituciones públicas en este nivel educativo han sufrido de una desigualdad histórica devenida de los proyectos fallidos de sexenios anteriores para implementar el uso de las TIC en los procesos formativos de los estudiantes, como el del expresidente Vicente Fox, con el programa Enciclomedia; Felipe Calderón y su programa Habilidades Digitales, y Enrique Peña Nieto con la entrega a la población estudiantil de tabletas con materiales precargados y computadoras personales. Políticas que no pudieron desarrollarse porque el soporte técnico para realizarlas no consideró las condiciones de infraestructura para su implementación, pues 125 552 escuelas del país, es decir, el 82,1 % de un total de 173 000 establecimientos de educación básica, no cuentan con los servicios telefónicos necesarios para la comunicación digital. Asimismo, 76 383, esto es, el 48 % de las instituciones, carecen de computadoras o no funcionan, y 123 511, o sea, el 80,8 %, no tienen acceso a internet (Secretaría de Educación Pública, 2015).

Estos hechos no solo evidencian el acceso diferenciado en el uso las TIC, sino las desigualdades sociales de aquellos padres que tuvieron que seguir laborando fuera de casa, sorteando las consecuencias económicas y sanitarias para continuar con sus obligaciones de abastecimiento familiar, sin poder acompañar el proceso educativo de sus hijos, o de aquellos que simplemente desde un nivel de escolaridad escaso difícilmente pudieron asesorar a sus hijos en las tareas de la educación “virtual”. La brecha digital en el país puso de manifiesto las desigualdades de los que iban a una buena escuela y los que iban a una de menor calidad, desigualdades en materia de despidos y en las condiciones laborales, desigualdades entre los que trabajaron en el sector formal y los que trabajaron en el sector informal, desigualdades de todos aquellos que viven en entornos definidos por la pobreza. Estos, según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (2020), comprendían más de 55,7 millones de mexicanos. Además, son 44,9 millones en condición de vulnerabilidad y 24,4 millones en rezago educativo. En estos sectores, el capital cultural y económico (la pobreza) de las familias, muchas veces (concedido como responsabilidad individual), sigue siendo el mayor obstáculo para que la educación sea efectivamente un derecho constitucional para todos los mexicanos. Viene a cuento aquí lanzar la siguiente interrogante: ¿de qué manera conserva su salud mental y social un marginado?

Lo mismo ha sucedido con los docentes; mientras algunos saludaron esta situación con un desenfrenado optimismo y migraron con éxito al uso de las plataformas digitales, otros estuvieron luchando con problemas tan básicos como la navegación en red, la exposición de contenidos de las asignaturas en línea o hasta con el solo manejo de la computadora, para mantenerse en contacto en línea con sus estudiantes y sus pares, y por supuesto, también se enfrentaban a problemas económicos y de conectividad. Además, el proceso de enseñanza virtualizado implicó nuevas regulaciones a las funciones y responsabilidades de los docentes; un ejemplo es haber estado disponible las 24 horas para responder a las necesidades de los estudiantes, incluso antes que las suyas. Frente a la contingencia del COVID-19, los procesos de trabajo a distancia se basaron de manera exclusiva en la digitalización de materiales escolares y en la sistematización de textos digitales, en el uso de videollamadas que cubrieron el horario de las clases y que implicaron mayor dedicación de tiempo y preparación; del mismo modo, dichos procesos consolidaron las evidencias virtuales como el mecanismo de control, acreditación y medición del trabajo del docente. Por su parte, en lo que respecta a los procesos educativos, se redujeron a la redacción de reportes de lectura, o al cumplimiento de cierto porcentaje de presencialidad, lo que nos convoca a reflexionar si la virtualización educativa logró cumplir con los aprendizajes esperados o solo reforzó la idea del control y adiestramiento social generando sujetos desinformados que, en esta ocasión, no solo fueron aquellos que no accedieron a la red, sino también aquellos que crecen en un hogar donde no se tienen los recursos para medios digitales, circunstancias que acrecientan la brecha digital en el aula.

Las TIC, en efecto, pueden ser consideradas como una antena para la detección de las desigualdades educativas, pero no es suficiente con dar cuenta de quiénes y cómo tienen acceso a la educación “virtual”. Tales desigualdades no se pueden explicar solamente como la consecuencia de la epidemia del coronavirus; lo importante es comprender lo indefinible de las desigualdades sociales evidenciadas por la pandemia. La manera de entenderlas debe empezar por “la idea de que el virus del SARS-CoV-2 actuó sobre un cuerpo ya enfermo en América Latina” (Salama, 2021, p. 15). No solo en la salud o en lo educativo, sino, por supuesto, también en lo económico.

De manera general podemos afirmar que, aun cuando el fin de la tecnología es eliminar barreras, el uso didáctico de las tecnologías fue una disrupción educativa. Evidentemente, la tecnología digital, como cualquier otra, es algo ambigua y sus potencialidades pueden ser explotadas en diferentes direcciones. La educación a distancia, esta que respondió a la pandemia del COVID-19, fue una estrategia equivocada en el sentido de imitar la realidad educativa y de reproducir su experiencia per se en un medio artificial. La realidad de lo virtual como tal nos ha presentado sus efectos y sus consecuencias reales, y hoy se muestra como un campo de experiencia más allá o, mejor dicho, por debajo de la experiencia de la educación presencial.

CONCLUSIÓN

Si bien la escuela es la institución por antonomasia que ha coordinado la formación del sujeto moderno y desde todas las miradas, teóricas o políticas, siempre su valoración es en buenos términos, hoy, en los tiempos del COVID-19, al realizar su labor en el aula extendida fuera de su espacio natural para que sus procesos de enseñanza-aprendizaje sucedieran, lejos de sus rasgos y sus estructuras, de sus roles y sus contenidos, o sin aquellos elementos didácticos como los mapas, dibujos, fotografías, calendarios, palabras, que le daban sentido a su función, todo este mundo educativo se puso en duda. Lo mismo sucede con la labor docente: según algunos estudios exploratorios y quienes han socializado sus experiencias, parece presentar el mismo sentido. Ante este espejismo de enseñar en red y con la responsabilidad de haber asumido la viabilidad de todo el proceso educativo, hoy su figura es un emblema de la fragilidad profesional, el imaginario idealizador natural que lo ubicaba desarrollando las virtudes de estudiantes se enfangó ante la pandemia. “Las gentes” a bordo del transporte público son aquellos que la discuten. Aquel rol que razonaban los académicos en una larga serie de categorías como prestigio, reputación, competencia, inteligencia, calidad, vocación, etcétera, cualquier forma de crédito de un envidiable estatus institucional hoy está en deterioro.

Y lo está porque, en esta emergencia sanitaria, la práctica docente en particular y el proceso educativo en general fueron marcados por el miedo y la incertidumbre, y no solo frente a los acontecimientos sanitarios y sus consecuencias sociales, sino también en el aspecto psíquico (el virus opera de la esfera biológica a la psíquica produciendo miedo), que fue marcado por las otras exigencias laborales que tuvieron que llevar a cabo más allá de los aspectos pedagógicos, pero que reforzó su perfil autoritario, administrativo y burocrático recrudeciendo su feroz vigilancia en procesos de comunicación que no pasaron por la conjunción de cuerpos, sino por la conexión entre máquinas, segmentos y fragmentos digitales, de otra semántica ejercida eficazmente para valorar como óptimo su desempeño. La mutación digital está invirtiendo la manera en que percibimos la educación, pero también la manera en que la practicamos.

Si lo anterior no es criterio para pensar la desigualdad educativa antes, durante y después de la pandemia, no se podrá exigir la consideración de un nuevo proceso en la formulación de otro tipo de educación o de otros procesos educativos, de una alternativa de la práctica docente que vuelva a posicionar la educación como una herramienta emancipadora de los individuos, un bien público con un alto compromiso social para que desde allí se construyan procesos autónomos para una sociedad justa y equitativa. Las estrategias biopolíticas que en ellas suceden, que están sucediendo, que prestaron al contexto familiar, la han encaminado a un sendero contrario marcando y generando distinciones tanto en las sociedades como en los individuos, porque la escuela, hoy más que nunca, ha colaborado en la formación diferenciada de los tipos de ciudadanos: el obrero (el estudiante pobre), el desempleado (el estudiante expulsado), el individuo no escolarizado (el delincuente), el exitoso (el estudiante rico), etcétera. La escuela se ha convertido en una organización técnico-política que solo administra estrategias de normalización y control para un sometimiento social. De esta manera, en términos generales, para concluir, hoy las interrogantes son las siguientes: ¿qué tipo de transformación se genera a partir de la implementación de la tecnología digital en la vida escolar y académica? y ¿cómo mantener un tipo de educación emancipadora y local alrededor de una media óptima global que establece el funcionamiento de las sociedades actuales?

La idea de una posibilidad de promover una transformación de las racionalidades públicas de la educación nos invita a repensarlo todo y luego volver a discutirlo todo, a anticipar horizontes de futuro, a la vez que explicar y enfrentar los problemas sufridos y denunciados causados por lógicas de toda esta irrupción educativa digital, recrudecida en explotación, opresión y exclusión desde un contexto global, nacional y local dentro de las instituciones y en espacios más concretos como el aula y sus extensiones.

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Recibido: 07 de Junio de 2021; Aprobado: 19 de Agosto de 2021

* Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Pedagógica Nacional del Estado de Chihuahua, México (véase: https://orcid.org/0000-0002-7687-4869).

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