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Acta Médica Peruana

versión On-line ISSN 1728-5917

Acta méd. peruana v.27 n.4 Lima oct./dic. 2010

 

Artículo histórico

Julio C. Tello: “Sin más norma que la verdad”

Julio C. Tello: "no more rule than the truth"

 

Federico Kauffmann Doig1

1 Amauta, Doctor en Arqueología e Historia.
Miembro de número de la Academia Nacional de Historia del Perú. Lima, Perú.
Miembro del Comité Científico del Centro Studi Ricerche Ligabue de Venecia, Italia.


Cuando se cumplen ciento treinta años de su nacimiento, Julio C. Tello sigue vivo en la memoria de los peruanos, como que es una de las más preclaras figuras de la peruanidad y, sin duda, el incuestionable Padre de la Arqueología Peruana.

Nació un 11 de abril de 1880 en Huarochirí, lugar donde la espiritualidad prehispánica florecía vigorosa incluso cien años después de haberse producido la irrupción española en territorio de los incas, cuando se seguían comentando los hechos de figuras míticas como Cuniraya y Pariacaca, divinidades que no son sino expresiones literarias del Dios del Agua andino, de máxima jerarquía junto a la Pachamama o Diosa Tierra, y que los antiguos peruanos presumían que, al unirse en una especie de connubio, ofrendaban el sustento a la humanidad y demás seres vivos. Los poderes que se atribuían a Curinaya como oferente del agua vivificante de las sementeras son ponderados en los “mitos de Huarochirí”, recopilados alrededor del año 1600 por Francisco de Ávila, extirpador de idolatrías. Ávila comenta que Cuniraya se jactaba de haber enseñado a abrir canales de irrigación a los pobladores y que por lo mismo “despreciaba a las demás huacas” o seres divinos secundarios. Sobre Pariacaca, la otra divinidad de alto rango emparentada con Cuniraya o acaso el mismo personaje con otro nombre, Ávila refiere que fue cautivado por la belleza de una doncella y por tanto atendió sus pedidos y consintió en abrir el curso de un arroyo y también construyó una zanja por la que hizo correr un caudal que vivificó para siempre los campos de la comarca. El sabroso relato concluye afirmando que la doncella quedó complacida al ver cumplida tamaña obra que beneficiaría a su comunidad, y aceptó los requerimientos amorosos de Pariacaca. Para unirse, ambos se dirigieron a la cumbre de una alta montaña donde optaron por quedarse convertidos en una peña.

Nos detenemos en evocar estos pasajes mitológicos para entrelazarlos con lo que el destino deparó al sabio Tello: haber visto la luz y vivido su niñez y aún parte de su juventud en aquel Huarochirí milenario de los alucinantes relatos de contenido mágico-religioso. Acaso un recóndito designio dispuso que fuera precisamente un huarochirano quien asumiera la misión de rescatar del olvido páginas señeras de nuestro asombroso pasado ancestral, y que Tello como ninguno investigó, difundió y enseñó a valorizarlo entre propios y extraños.

Luego de terminar la secundaria, Tello estudió medicina en la Universidad de San Marcos, donde se graduó con la tesis “La antigüedad de la sífilis en el Perú” (1908). El título dado a esta obra es un primer atisbo de su temprana vocación de estudiar nuestro pasado milenario con tesón y profundidad. Un año después, luego de recibirse como cirujano, varios de sus maestros universitarios -conscientes de su excepcional capacidad intelectual e inquietud por el estudio- gestionaron y lograron que el Gobierno lo becara. Así cursó asignaturas de especialización en la Universidad de Harvard, centro de estudios donde recibió enseñanzas de maestros de fama mundial como Franz Boas y Alex Hrdlicka, dedicados a temas relativos a la americanística.

Pasó luego a Londres disfrutando de otra beca, y después a Berlín, donde estudió en el Seminario de Antropología de la universidad de aquella ciudad. En sus escritos sobre su estancia en Alemania, Tello rememora con particular complacencia las sabias enseñanzas del gran antropólogo alemán Rudolf Virchow, creador de la patología celular. El hecho de haber escogido matricularse en aquel seminario de renombre pone de manifiesto que Tello ya pensaba enfocar sus esfuerzos en profundizar en el estudio del pasado remoto de nuestro país.

Tello pudo quedarse cómodamente en alguna nación extranjera, como suele ser usual entre muchos de nuestros becados que terminan por ausentarse definitivamente del país, pero optó por retornar al terminar su formación académica, ávido de investigar el pasado del Perú milenario. Acompañado de una dama británica con quien había contraído matrimonio, volvía al país premunido de una sólida preparación, a la que se sumaba su infatigable accionar y el alto coeficiente de inteligencia con el que fue dotado por la naturaleza. Su pasión por el estudio del Perú antiguo fue fortalecida por su herencia racial de tradición peruana originaria, como también por su condición provinciana, si bien el status social del que procedía no era precisamente humilde.

De regreso al Perú en 1913, le fue confiada la jefatura de la Sección Arqueológica del entonces Museo Nacional que funcionaba en el local que hoy ocupa el Museo de Arte de Lima (MALI). La reorganización que introdujo en aquella institución culminó con la creación del antiguo Museo de Antropología y Arqueología, entidad que fue modernizando. Dos años después, en 1915, se vio envuelto en una campaña de desprestigio, colmada de intrigas y de envidias que florecían por los celos que despertaban su dinámico accionar y sus vastos conocimientos. Apesadumbrado presentó su renuncia. Sin embargo, las funestas tropelías que debió soportar le permitieron iniciar en 1916 sus investigaciones de campo, al participar en una expedición científica de la Universidad de Harvard que se internó en zonas próximas al curso superior del río Marañón.

Su fama de científico y de peruanista de corazón fue creciendo. Un año después, en 1917, fue elegido diputado por la provincia de Huarochirí, cargo que ejerció durante once años. No obstante sus ocupaciones como congresista, Tello logró en el ínterin restablecer vínculos con la Facultad de Ciencias de San Marcos, en la que había estudiado tiempo atrás. Aquello le permitió graduarse de Bachiller con su célebre tesis “El uso de las cabezas humanas artificialmente momificadas y su representación en el antiguo arte peruano” (1918). Ese mismo año presentó otra tesis que le permitió optar el doctorado.

Fue también durante el tiempo en que ejercía la diputación cuando la Universidad de San Marcos -siendo su rector don Javier Pardo Ugarteche- aprobó su proyecto de realizar una expedición arqueológica formal. Así, en 1919 dirigió concienzudas exploraciones en el sitio de Chavín de Huántar, monumento soberbio caracterizado por magníficas esculturas pétreas que asombran al espectador. Los resultados fueron publicados en una densa y valiosísima obra póstuma: Chavín. Cultura matriz de la civilización andina (Lima, 1960).

Al regresar de su expedición a Chavín, Tello fundó el Museo de Arqueología de San Marcos. Antes de expirar aquel año de 1919, organizó también el Museo Víctor Larco Herrera que funcionaba en el templete con evocaciones iconográficas tiahuanaco mandado construir por el filántropo Víctor Larco Herrera en la avenida Alfonso Ugarte. Este inmueble alberga ahora al Museo Nacional de la Cultura Peruana.

El Museo Víctor Larco Herrera no atesoraba únicamente las numerosas piezas reunidas por su mentor y propietario. También reunía numerosos materiales arqueológicos que los coleccionistas particulares se apresuraban a donar, motivados por el entusiasmo patriótico que les transmitía el maestro Tello. Las colecciones arqueológicas del nombrado museo fueron incrementándose hasta sumar nada menos que veinte mil especímenes. A pocos años de su fundación, Tello logró que el Estado adquiriera el edificio que ocupaba aquel museo, junto con el cuantioso y valioso material allí guardados. Aquello le permitió fundar en 1924 el antiguo Museo de Arqueología Peruana, que permaneció bajo su custodia hasta 1930. Pasados los años, en 1938, sentó las bases de un nuevo museo con el inmenso material arqueológico que había logrado reunir hasta entonces, incluyendo el que recolectó él mismo en sus exploraciones y excavaciones: en 1919 en Chavín, en 1925 en Paracas, en 1926 y 1934 en el valle de Santa, y en 1934 y 1937 en el Alto Marañón, donde realizó estudios en Huánuco Viejo y en Kotosh (1935), lugar que exploró a instancias del gran geógrafo Javier Pulgar Vidal. En 1942 intervino diversos monumentos situados en el área que hoy ocupa el Parque Nacional de Machu Picchu, particularmente las portentosas ruinas de Huiñay Huayna.

Aparte de sus numerosos artículos y libros publicados, otras obras suyas fueron publicadas en forma póstuma, tal como Chavín. Cultura matriz de la civilización andina (Lima, 1960). En gran medida estas ediciones se deben al empeño de su fiel colaborador Toribio Mejía Xesspe, quien acompañó al maestro en sus diversas jornadas y a quien le era familiar el manejo del cuantioso archivo de libretas y de apuntes legados por Tello. De esta manera se publicaron las obras: Paracas: primera parte (Lima, 1959), Arqueología del valle de Casma (Lima, 1956) y Paracas II: Cavernas y Necrópolis (Lima, 1979), en esta última, Toribio Mejía Xesspe muy merecidamente figura como coautor.

También debemos a Tello obras de enfoque integral sobre la civilización peruana ancestral: Introducción a la historia antigua del Perú (1912), Antiguo Perú (1929), así como el valioso estudio postrero titulado Origen y desarrollo de las civilizaciones prehistóricas andinas (Lima, 1942), trabajo que presentó al XX Congreso Internacional de Americanistas celebrado en Lima en 1939. La amplitud de sus conocimientos permitió a Tello esbozar una y otra vez un panorama de la evolución del pasado arqueológico, y a detenerse en los orígenes de la civilización andina, que estimó estuvo en Chavín.

Consideramos impropio que se pondere la obra de Tello con elogios limitados a exaltar sus “descubrimientos” de ruinas y de cementerios prehispánicos, tal como lo estilan los textos escolares y también algunas crónicas periodísticas. Los descubrimientos de testimonios arqueológicos pueden ser efectuados por cualquier persona ajena a los procedimientos propios de esta disciplina. Desde el punto de vista de nuestra disciplina, “descubrir” no es sinónimo de ver con los ojos. El descubrimiento realizado por el arqueólogo no consiste en exaltar el simple hallazgo de uno u otro testimonio que permanecía desconocido o inédito, más bien estriba en el descubrimiento que se deriva del estudio sistemático del hecho histórico que se esconde detrás del vestigio.

Visto de este modo debemos aclarar, sin ambages, que el sabio Tello no fue el descubridor material de Chavín, como tampoco lo fue de Paracas, ni aún de Sechín, hasta cuyos soberbios monolitos fue conducido por su gran colaborador Toribio Mejía Xesspe quien poco antes había sido guiado al lugar por un niño que rondaba por las inmediaciones. Estas particularidades anecdóticas las anota Tello en sus obras con toda naturalidad, pues están lejos de restarle brillo a los resultados de sus investigaciones que llevaba a cabo con rigor científico. Después de todo, y como suele suceder prácticamente en todos los casos de los voceados “descubrimientos”, especialmente de testimonios arquitectónicos, el profesional suele ser guiado por los comarcanos que conocen estos sitios desde siempre. Así sucedió con el sitio de Sechín que desde tiempo inmemorial era familiar a los lugareños. Por su parte, el monumento de Chavín había sido visitado alrededor de 1548 por el acucioso cronista Pedro Cieza de León, quien lo describe brevemente en su crónica. Asimismo, el “descubrimiento” de la cultura Paracas se debe, en primera instancia, al gran colaborador de Tello, don Toribio Mejía Xesspe. Una versión anecdótica refiere que cual sabueso había logrado contactar con los huaqueros que profanaban el sitio epónimo de esta cultura, en la Península de Paracas, y departiendo entre uno y otro sorbo de chicha le revelaron el secreto de su ubicación. Si siguiéramos transitando por estos senderos -equivocados a todas luces por cuanto conducen a no advertir la distancia que separa el descubrimiento material de lo que es el descubrimiento científico-, ¿acaso no deberían figurar como los auténticos descubridores de la cultura Paracas los mismos peones contratados por el sabio Tello, quienes pala en mano iban poniendo al descubierto un fardo funerario tras otro hasta llegar a “descubrir” nada menos que cuatrocientas sepulturas regias? Por lo expuesto, reiteramos que el verdadero descubrimiento del arqueólogo consiste en revelar la información que se esconde detrás del testimonio Es en este marco en el que debe apreciarse la enorme contribución realizada por Tello.

Nadie puede poner en duda que la acción esclarecedora del milenario pasado peruano desplegada por Julio C. Tello fue inmensa y valiosísima. No obstante, fue objeto de críticas por parte de algunos colegas extranjeros, quienes le achacaban que no se ajustase siempre a las exigencias técnico-metodológicas en boga. Esto es, a la metodología que ellos abrazaban con fervor y que en verdad los limitaba, por cuanto su objetivo se reducía a ahondar en la presentación de minuciosos cuadros de la evolución del pasado arqueológico, que dividían en infinitas fases basadas en los cambiantes rasgos perceptibles en la cerámica, como si solo la evolución tipológica de la cerámica reflejara la sucesión de las etapas culturales y las calificara en los otros aspectos. Es lamentable que esta corriente metodológica siga vigente, como lo demuestra una revisión de la gran mayoría de las tesis universitarias elaboradas en el último medio siglo, así como no pocos de los tratados profesionales publicados en este lapso.

Tello murió en 1947 convencido de que los inicios de la civilización andina ancestral se remontaban a unos 3 000 años. La antigüedad que se le asigna ahora prácticamente duplica a la que estimaba Tello en su época. Esta “danza de los milenios” comenzó con las excavaciones de Junius Bird en Huaca Prieta, y continuó con las intensivas exploraciones de la etapa precerámica por parte de Frederic Engel, Edward Lanning, Rosa Fung, Richard Burger y otros. Se prolonga en el presente con los exhaustivos trabajos de Ruth Shady en Caral y los de Peter Fuchs en Sechín Bajo, quienes remontan los inicios del Precerámico -asociado a arquitectura monumental- a 5 000 y a 5 500 años respectivamente. Estos fechados superan ciertamente en varias centurias a los que se asignan a las pirámides egipcias de Gizeh, aquellas más representativas de esta civilización, como la de Keops cuya antigüedad se estima en 4 600 años.

Transitando siempre entre las comparaciones basadas en estimaciones cronológicas, recordemos que a medio siglo del deceso de Tello se produjo un acontecimiento revolucionario. En aquel entonces, Augusto Cardich anunció que los restos que identificó en Lauricocha se remontaban a nada menos que 10 000 años. Aquello dio pábulo a que en círculos no iniciados florecieran especulaciones absurdas, aguijoneadas por una suerte de ciego patriotismo que propalaba que la cultura peruana era anterior a la que gestó las pirámides de Egipto. Para no caer en falacias como esta, es preciso que en el mismo platillo de la balanza, junto al dato cronológico, se evalúe la información disponible sobre el contexto cultural que corresponde al evento en cuestión. De otro modo las comparaciones basadas puramente en fechados -aún cuando estos sean estimados como intachables, tal como ocurre con los de Lauricocha- llevan a confusiones como la expuesta; es como si la idiosincrasia de las personas pudiera medirse tomando en cuenta únicamente su edad, sin considerar las diferencias somáticas, síquicas y culturales, que al fin y al cabo son los condicionantes que permiten individualizar y así emitir juicios comparativos razonables.

A fin de no caer en falacias, como sucedió en el caso de Lauricocha, aun cuando las construcciones piramidales tempranas del Perú como la de Caral sean, en efecto, más antiguas que las egipcias, es imperioso que medien precisiones relativas al bagaje cultural que corresponde a las pirámides motivo de comparación. Y es que al decir “pirámides egipcias” evocamos inmediatamente a las “clásicas”, y no a aquellas construidas en periodos anteriores a esta civilización. Para una comparación correcta en el terreno de la cronología comparada, deben también tomarse en cuenta las diferencias que acusan aquellas construcciones, tanto en la forma como en su función. Al respecto, salta a la vista que mientras las pirámides peruanas tempranas son escalonadas, las egipcias “clásicas” -con las que el público tiende a compararlas- acusan base cuadrangular con cuatro caras o paredes triangulares que se juntan en el vértice común. También se advierten diferencias en cuanto a la función que desempeñaban. Las pirámides de Egipto tenían por destino servir de mausoleos regios, como es el caso de la de Keops, con sus 146 metros de altura. Por su parte, las construcciones piramidales tempranas del Perú, como las de Caral que se levantan hasta 18 metros de altura, fungían como centros administrativos, con la misión central de velar tanto por la producción como por la tributación, el almacenamiento y la redistribución de los alimentos. Paralelamente servían como sedes de culto y de ceremonias, las mismas que tenían por objetivo casi exclusivo exorcizar las alteraciones climáticas que desencadena el recurrente fenómeno de El Niño, que al obstaculizar la normal producción de los alimentos abrían las puertas al fantasma del hambre. Consideramos finalmente que, para evitar que el público asuma una idea distorsionada de los hechos, los balances cronológico-culturales deben informar si los fechados que se barajan corresponden al tiempo en que concluyó la construcción del monumento, a su abandono o acaso al momento en que fueron colocadas las primeras piedras.

Como señalamos, Tello falleció sin llegar a conocer los hallazgos de gran antigüedad de Lauricocha, o los relativos a las pirámides precerámicas. En cambio, sí tenía conocimiento de las propuestas de Max Uhle en relación a los conchales costeños, anteriores al florecimiento de la civilización andina. Sin embargo, para Tello la civilización no comenzaba con estos antiquísimos testimonios, sino con el advenimiento de Chavín (Horizonte Temprano), grosso modo hace unos 3 000 años. De alguna manera la propuesta del maestro cobra vigencia, a juzgar por el desfase que se advierte tanto en la cantidad como en el perfeccionamiento técnico-artístico, si se comparan los elementos culturales asociados a las pirámides escalonadas tempranas -alrededor de 5 000 años (Caral) y 5 500 años (Sechín Bajo)- con aquellos que son propios de la etapa del extraordinario florecimiento cultural que caracteriza a Chavín-Cupisnique (Horizonte Temprano), desarrollada en el transcurso del primer milenio antes de nuestra era. Esta reflexión debería motivar una discusión en torno a desde cuándo puede hablarse con propiedad acerca del inicio de la civilización andina, la que Toynbee incluye junto a las de Mesopotamia, Egipto, China y algunas pocas más, como aquellas que se desarrollaron plenamente en la antigüedad.

Nos preguntamos ¿el paso se habría dado en la etapa precerámica, cuando fueron levantadas muestras de arquitectura monumental, u ocurrió con lo que Tello calificaba como Chavín (Horizonte Temprano)? Es evidente la existencia de una brecha entre ambas etapas, si reparamos en que en tiempos de Chavín (Horizonte Temprano) la arquitectura pública llegó a alcanzar un grado muy alto de nivel tecnológico, la cerámica era elaborada con las más diversas técnicas, la confección de tejidos acusaba técnicas avanzadas en comparación con las primarias de tiempos precerámicos, y las expresiones de la metalurgia eran trabajadas con variada tecnología Este esplendor se advierte también en la estructura socioeconómica, que tiene antecedentes cercanos en la etapa anterior, evidentes por la presencia de arquitectura pública monumental. La estructura socioeconómica del Horizonte Temprano exhibe un modo de producción consolidado y eficiente, que permitió el extraordinario despliegue que caracteriza a esa etapa cultural. Su eficacia queda confirmada porque fue entonces que se inventaron y pusieron en marcha las más diversas estrategias o técnicas. Casi todas ellas tenían por meta ahuyentar el flagelo del hambre que afloraba recurrentemente a causa de las anomalías climáticas propiciadas por el fenómeno de El Niño que en esta parte del mundo golpea con especial rudeza. A estas catástrofes que era menester sortear para así asegurar la existencia, se sumaban otras como la extrema limitación de tierras aptas para el cultivo, así como el aumento sostenido de la tasa poblacional, al que necesariamente conduce la práctica agrícola desde sus primeros pasos. ¡Oh paradoja! Fueron precisamente estos factores concurrentes los que condujeron al surgimiento de lo que se conoce como alta cultura o civilización. La eficacia del modo de producción y su secuela, expresada en la efervescencia cultural que da título de civilización a la que se desarrolló en territorio andino a partir de Chavín-Cupisnique (Horizonte Temprano), explica la razón por la cual los aspectos básicos de este modelo socioeconómico subsistieron cerca de 3 000 años, hasta la irrupción europea en el siglo XVI. De lo expuesto se desprende que la época precerámica asociada a la arquitectura monumental, pertenece a una etapa que más que asimilarla al periodo de la civilización ancestral peruana, debe ser ubicada más bien en uno que le antecede y que por sus características podría llamarse de los balbuceos o de los preludios civilizatorios. Deslindar contextos culturales como el abordado es algo que se presta a discusiones interminables, y es que siempre se podrán encontrar “antecedentes”. Enarbolando un ejemplo simplista: una cosa es la idiosincrasia y la experiencia de una persona adulta y otra la de un niño o la de un adolescente. Vista la problemática del modo planteado, la misma permite considerar que Tello, en el aspecto que nos ocupa, no parece haber perdido vigencia.

Terminemos señalando algunas frases del sabio Tello, que revelan su honda preocupación por los postulados que deberían regir el ejercicio de la disciplina arqueológica. No obstante su gran pasión peruanista y haber abrazado la por entonces arrasadora corriente indigenista, tal como subraya Henry Tantaleán, Tello en sus escritos puntualiza que es deber del arqueólogo, mientras realiza su misión, obligarse a “desprenderse de toda referencia de carácter subjetivo (para obrar) sin más norma que la verdad”. Aquello, insiste, debe constituir “la mayor satisfacción del investigador...”. Que sirva este mensaje del gran Julio C. Tello como reflexión para todos los que nos dedicamos a escudriñar el remoto pasado peruano, anterior a la irrupción europea.

 

CORRESPONDENCIA

Federico Kauffmann Doig

fkauffmanndoig@iaaperu.org

 

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