Introducción
En mayo del año 2021, la Organización de Naciones Unidas (ONU) tituló la siguiente noticia «Los conflictos y las crisis económicas empujan a la inseguridad alimentaria a su nivel más alto en cinco años» (ONU, 2020a). En un escenario igual de aterrador, The New York Time dedica una página exclusiva para informar los desastres socionaturales que frecuentemente afectan a la humanidad, siendo Latinoamérica una de las regiones más dañada por el cambio climático (ONU, 2020b). Junto con esto, sin duda la experiencia más impactante que ha golpeado a la humanidad en los últimos cien años es la pandemia por el COVID-19 y la consecuente crisis global que ha amenazado la subsistencia y el desarrollo de las comunidades a nivel planetario.
A pesar del desarrollo científico, tecnológico y económico en el mundo en general, el futuro de la humanidad no parece tan prometedor. Bradshaw et al. (2021) advierten de una insuficiente y lenta respuesta frente al acelerado daño ambiental planetario, además de una falta de reconocimiento de los enormes desafíos para crear un futuro sustentable.
Nos encontramos en una crisis humanitaria multidimensional en rápido aumento (Glavic, 2020), con un incremento de la violencia para la solución de conflictos, la exacerbación de las desigualdades sociales y el aumento de la vulnerabilidad de los grupos más desfavorecidos, la migración forzada, el deterioro de la salud mental, la dificultad para la regulación de la carrera armamentista de los países, entre otras problemáticas (ONU, 2020).
Los desafíos actuales y futuros exigen replantear las formas de convivir en sociedad y de relacionarnos con el medioambiente. En este escenario, la educación representa una voz de esperanza para prevenir, mitigar y adaptarse ante la crisis socioecológica que el actual panorama cimienta (Glavic, 2020). Más que nunca necesitamos de una ciudadanía más prosocial y ecológica, y de profesionales preparados para enfrentar hábilmente los desafíos que impone la realidad (Ribers et al., 2021).
Sin embargo, aunque la educación ambiental se viene planteando desde hace décadas (Glavic, 2020), incluso la UNESCO (2014) se encuentra impulsando una agenda con la meta de reorientar y fortalecer la educación para el desarrollo sustentable, los resultados logrados a la fecha no son suficientes para revertir la crisis global.
Una potencial solución viable es la formación profesional universitaria. Los profesionales ocupan un lugar importante en la sociedad, porque son quienes se encargan de la educación formal, identifican problemas y prestan servicios para resolverlos (Fitzgerald, 2020). Desde un enfoque social del desarrollo de la identidad profesional (IP), a los profesionales se les identifica con la capacidad de adaptarse y constituirse como agentes de transformación social (Cardoso et al., 2014). Son indispensables para la economía cognitiva de la sociedad actual, que requiere de sistemas intelectuales, gestión del conocimiento y tecnologías para su desarrollo (Gorlacheva & Tikhomirova, 2021).
No obstante, de la relevancia de los atributos con que la sociedad identifica a los profesionales, el desarrollo de la IP ha sido poco considerada en las políticas de educación superior y en la formación profesional (Moorhead, 2019). Orientar la formación profesional hacia la construcción de la IP implica un salto sustantivo desde el solo desarrollo de competencias para el desempeño laboral, hacia la construcción de un sentido profundo y arraigado de lo que significa ser profesional, y del rol profesional a desempeñar en una sociedad. Además, la identidad construida también puede guiar la forma en que los profesionales se relacionan medioambientalmente (Riggs, 2015).
Aunque aprender la profesión es construir en algún nivel la IP, se necesita de un proceso formativo sistemático para lograr la necesaria construcción consciente de lo que significa actualmente ser profesional en una sociedad en crisis. También es necesaria una integración reflexiva y consciente de las metas, necesidades, aspiraciones profesionales y demandas sociales para hacer frente a los graves problemas humanitarios. Junto con esto, es indispensable que la cada vez mayor especialización disciplinaria, conviva con la necesaria mirada global de los complejos sistemas adaptativos, para lo cual se necesita integrar nuevos saberes y capacidades como parte de esta identidad que posibiliten un pensamiento más complejo y transdisciplinar. Se torna urgente formar una IP fuertemente arraigada, creativa, solidaria, ecológica y cuestionadora del modelo económico neoclásico que identifica a las profesiones como un eslabón del mercado, bajo la lógica de un sistema de recursos inagotables y de crecimiento infinito, que inhibe la agencia, la creatividad y la crítica hacia el modelo imperante (Elizalde & De la Cuadra, 2019).
En este trabajo se argumenta que un desarrollo sistemático y planificado de la IP en la formación inicial, es clave para el desarrollo sustentable. Se propone que esta IP debe construirse considerando la integración de saberes subjetivos, profesionales y científicos que posibiliten una adecuada creatividad y previsibilidad para abordar los problemas actuales y futuros, además de las dimensiones prosocial y ecológica. El objetivo, por lo tanto, es sustentar la gran importancia de abordar la crisis global desde la formación de la IP, para dar respuesta a esta grave problemática y proporcionar sugerencias que orienten el desarrollo sistemático de la IP durante la formación inicial, incluyendo las dimensiones mencionadas.
Crisis global
Aunque en el transcurso de la historia la humanidad ha estado expuesta a diversos peligros medioambientales, el panorama actual parece ser un problema estructural de tal magnitud, al punto de encontrarse en riesgo la subsistencia de las especies que habitan el planeta (Tregidga & Laine, 2021).
Actualmente, el mundo enfrenta una crisis global definida en este trabajo como un periodo (el siglo XXI) en donde, ambientalmente, no se logra el debido equilibrio ecológico que permita un adecuado ciclo para la sustentabilidad de las especies debido a la acción antrópica (Dasgupta, 2021). Sumado a esto, en una dimensión social, las formas de convivir tampoco logran el adecuado equilibrio entre el desarrollo personal y el colectivo, entre la colaboración y la competitividad para el desarrollo, produciendo graves problemas psicosociales y ecológicos.
Para esto, se requiere promover estrategias para el desarrollo sustentable, entendiendo esto como una nueva forma de producir bienes públicos y proporcionar servicios que satisfaga las necesidades de las comunidades humanas y no humanas, mejorando la calidad de vida en general, pero en una relación de protección y respeto con el medioambiente (Zarta, 2018).
Parte medular de esta crisis planetaria se ha sostenido bajo la cultura del desarrollo económico, tecnológico y científico como forma de evolución del ser humano y que regula de manera importante la forma de convivir social y medioambientalmente, pero que ya no logra una respuesta frente al colapso climático en curso. Esta condición es precisamente lo que constituye una crisis, puesto que se requiere de un cambio de paradigma urgente, de lo que ontológicamente entendemos por medioambiente, y lo que significa convivir con/bajo este (Steffen et al., 2015).
En general, las mediciones a nivel mundial evidencian una importante disminución de la extensión y condición de los ecosistemas naturales, a tal punto que se espera en un futuro cercano una sexta extinción masiva del 75% de todas las especies del planeta. Bradshaw et al. (2021) exponen las dimensiones del ecosistema más alteradas por el ser humano a la fecha. La primera, (a) la pérdida de la biodiversidad, muestra un daño enorme con cerca de 700 vertebrados y 600 especies de plantas extintas durante los últimos 500 años, además de la rápida desaparición de los insectos, el deterioro de la biodiversidad marina y la disminución de los ríos y los lagos. El segundo, (b) el crecimiento de la población mundial, que actualmente se ha duplicado desde 1970 y se espera que continúe en expansión, con un impacto en la inseguridad alimentaria, los riesgos de salud, la degradación del suelo, la contaminación ambiental y los problemas sociales como el desempleo y el hacinamiento habitacional. Sumado a lo anterior, (c) el calentamiento global, que se estima en un aumento de 1.5 grados Celsius entre los años 2030 y 2052 (Intergovernmental Panel on Climate Change, 2018) y podría agravarse más aun para el año 2100, con el consecuente aumento de eventos extremos.
En América Latina, este cambio ambiental global ha generado más riesgos socionaturales, con daños a la biodiversidad, el incremento del nivel del mar, olas de calor, además de mayores afectaciones por eventos hidrometeorológicos que incluyen sequías e inundaciones (Sandoval-Diaz et al., 2021).
Frente a esta emergencia en curso, Steffen et al. (2015) proponen un modelo de interacción con el medio ambiente, a partir de los límites planetarios para el funcionamiento de ciertas variables biofísicas claves para la sustentabilidad del planeta. Sin embargo, el principal desafío de esta propuesta lo representa el comportamiento de las personas para regularse ante estos límites en un planeta que aún podría ser sustentable.
A nivel social, en muchos países del mundo y sobre todo en Latinoamérica, el esfuerzo por lograr un mayor desarrollo económico se ha asociado con graves problemáticas ligadas a la salud, la empleabilidad, la educación y la pobreza bajo un modelo económico capitalista (Estenssoro, 2015). Formighieri y Bezerra da Costa (2020) reflexionan sobre las paradojas del modelo económico actual, dada la existencia en el mundo de suficiente alimento para abastecer a toda la humanidad, no obstante que aún 800 millones de personas en el planeta siguen siendo víctimas de la hambruna. El ejemplo anterior refleja uno de los tantos efectos de la inequidad y del aumento de la vulnerabilidad estructural de los grupos más desfavorecidos (Bradshaw et al., 2021; Sandoval-Diaz et al., 2021). A lo anterior se suma un incremento en el uso de la violencia y la migración forzada para la solución de conflictos en las sociedades, con el consecuente deterioro de la salud mental (Charlson et al., 2019; Glavic, 2020; ONU, 2020). En este último punto, por ejemplo, en el continente americano se evidencia un creciente aumento de la carga de trastornos mentales, junto con el incremento de la brecha para su tratamiento (Kohn et al., 2018).
Una respuesta que cobra cada vez mayor relevancia frente a lo anterior, es que acompañado de la reducción de la vulnerabilidad estructural, debemos sumar a las respuestas institucionales preventivas frente a los riesgos, el fortalecimiento de las capacidades locales y la resiliencia comunitaria (Sandoval-Diaz et al., 2021). Esto se podría lograr desde un enfoque educativo, en donde el desafío de la sustentabilidad incluya una transformación en la formación de los profesionales como un elemento clave.
La formación profesional
Existe un acuerdo común en que la educación de calidad es fundamental para el desarrollo y crecimiento de las personas y de la sociedad en su conjunto. La formación profesional formal es aquel periodo educativo en donde las personas aprenden de manera planificada, sistemática y aplicada los saberes disciplinarios en el contexto de la educación terciaria.
Bajo un conjunto de demandas sociales e institucionales, la educación superior ha debido reformarse durante estas últimas décadas para formar profesionales que respondan a los cambios tecnológicos, económicos, sociales y del mercado. Básicamente, la difícil relación entre la formación universitaria y el mundo del trabajo, la compleja articulación entre teoría y práctica, además de las exigencias sociopolíticas de formar ciudadanos para el desarrollo sustentable, han tensionado a las instituciones de educación superior (Jääskelä et al., 2016). En una misma línea, Wang (2021) advierte de un contexto social actual en donde a las universidades se les exige cada vez más una adecuada vinculación con el gobierno y la industria, en tanto ciencia aplicada e innovación tecnológica. Además de demandarles la vinculación con el territorio aportando a la solución de problemas locales.
En la búsqueda de una respuesta a lo expuesto en el párrafo anterior, la Unión Europea ha hecho hincapié en formar profesionales para el crecimiento económico sustentable, la creación de mejores puestos de trabajo, además de la promoción de la competencia y la innovación en el mundo laboral, en tanto objetivos que plasmaron en el influyente acuerdo de Bolonia y han trascendido a muchos países del mundo (Jääskelä et al., 2016). Bajo un enfoque formativo basado en competencias, se espera que los profesionales logren saber pensar, saber decir, saber hacer y querer pensar, decir y hacer. Esto, bajo la lógica de formar profesionales capaces de abordar los complejos problemas sociales y laborales actuales (Pérez & Pérez, 2013). De esta manera, un gran número de universidades forman profesionales considerando a las competencias la base de los perfiles profesionales, las mallas curriculares y de los programas de estudio (Cuadra-Martínez et al., 2018).
Sin embargo, el complejo mundo del trabajo, sumado al aumento de la matrícula en la educación terciaria, ha generado un número importante de candidatos(as) calificados(as) dispuestos(as) a asumir cualquier tipo de trabajo. Esta competitividad laboral presiona a las universidades a formar profesionales con competencias que aseguren un mayor capital cognitivo, cultural, social y psicológico, dimensiones que serían necesarias para enfrentar los desafíos que impone el mercado laboral actual (Pham, 2021).
Pero hoy se requiere ir más allá de la formación profesional en base a competencias. Formar profesionales comprometidos y sensibles ante la crisis global requiere desarrollar profesionales sensibilizados, identificados y comprometidos con esta causa. Aunque, actualmente, hay una urgencia de instalar una educación para el desarrollo sustentable y, por ejemplo, los Objetivos de Desarrollo del Milenio y la Educación para Todos reconocen la importancia de la educación superior en esta tarea (Chankseliani et al., 2021), es imperioso repensar el rol educativo de las universidades para hacer frente a las graves problemáticas socioambientales tanto globales como locales.
En este contexto, la formación profesional representa una salida prometedora, para la cual se requiere aunar esfuerzos de planeación e implementación, esto bajo la acuciante urgencia de responder ética y eficientemente ante la crisis en curso. En este desafío, la evidencia científica muestra la importancia que tiene la identidad de los sujetos en la regulación del comportamiento con el medio social y ambiental (Pérez et al., 2020), por lo que formar sistemáticamente una IP para mitigar la crisis global, podría ser una parte de la solución, constituyéndose como un proyecto de vida profesional en sintonía con el desarrollo sustentable.
La formación de la identidad profesional
Pensar la sostenibilidad social y ambiental desde la formación de la IP es una respuesta necesaria frente a la crisis global. Esto porque la IP es lo que permite otorgar sentido y valor a la profesión, implicando un conjunto de saberes que guían las decisiones profesionales y, sobre todo, el marco éticomoral que orienta al profesional para convivir social y ambientalmente.
El concepto de IP se ha abordado desde diversas disciplinas, por lo que su definición no siempre ha alcanzado acuerdo. Sin embargo, se puede entender como una construcción personal situada en un contexto cultural y laboral de lo que significa ser profesional. Así, la IP posee las dimensiones individual y colectiva que interactúan para desarrollar saberes, valores, prácticas, costumbres y tradiciones propias de la profesión (Cardoso et al., 2014; Heled & Davidovitch, 2021).
En el proceso dinámico de construcción de la IP, la persona debe establecer quién es y qué hacer como profesional, lo que incluye la reflexión y la agencia en la interacción entre el sujeto y el contexto sociocultural y laboral. Como parte de este resultado, la persona define un rol profesional y social dentro de una estructura social, desarrolla una forma de vida profesional, además de la agencia y autoestima profesional (Cardoso et al., 2014). Para Jebril (2008) son cuatro las etapas de desarrollo de la IP. La primera es una fase de preocupación por el futuro laboral, que surge en la niñez y adolescencia, incluyendo la exploración vocacional. La segunda, de formación profesional, implica integrar la identidad personal con la IP durante la formación inicial. La tercera etapa, de ejercicio profesional, permite integrar la teoría con la práctica, además del conocimiento desde el contexto laboral. La última etapa se denomina post profesional, incluyendo una reinterpretación de la IP a partir de la experiencia profesional ganada en el campo laboral.
Precisamente, la formación inicial es uno de los periodos en que más se desarrolla la IP (Beijaard, 2019). Cuando los estudiantes ingresan a la educación superior, las experiencias formativas ajustan, tensionan y desafían los saberes intuitivos y expectativas que tienen de la profesión. En la medida que avanzan en su proceso formativo, el programa de estudio, las interacciones con los formadores y sus pares, además de los símbolos que se transmiten de la profesión, van impactando en lo que implica ser un profesional y en cuánto se quiere llegar a ser ese profesional. Según Barbarà-i-Molinero et al. (2017), los factores que inciden en la IP durante la formación inicial son los siguientes: (a) la experiencia social, es decir, los símbolos, las experiencias y los conocimientos que familiares y amigos transmiten al estudiante acerca de la profesión; (b) las características de los programas de estudio a partir de los saberes formales de la disciplina y la profesión transmitidos, además de aspectos como el nombre de la profesión, la extensión del programa formativo y la heterogeneidad de los estudiantes que lo cursan; (c) la experiencia con la profesión, siendo un elemento clave la posibilidad de integrar la teoría con la práctica en contextos reales; (d) la congruencia percibida con la profesión, en términos de autoeficacia profesional, valores y creencias; (e) el involucramiento y el desarrollo personal, es decir que en la medida que los estudiantes se comprometen con el aprendizaje de la profesión y sienten que crecen como personas, desarrollan más su IP.
Contar con estrategias sistemáticas para el desarrollo de la IP en la educación superior puede favorecer la construcción de una IP reflexionada, consiente y más arraigada (Cuadra-Martínez et al., 2021). Cuando los profesionales desarrollan su IP de una forma consciente, se transforman en constructores activos de una de las dimensiones más importantes de la persona, desarrollando autoeficacia, agencia, engagement y un mejor desempeño (Beijaard, 2019). Además, la IP prescribe lo que se debe hacer o no como profesional, es decir, marca los límites de la acción profesional, por lo que regula las relaciones entre el mundo profesional, la ciudadanía y, para el presente caso, el medio ambiente.
Dimensiones de la identidad profesional para enfrentar la crisis global
Dado que la IP se compone de dimensiones e incluso subidentidades (Yang et al., 2021), este trabajo propone que la formación profesional, frente a la crisis global, considere desarrollar sistemáticamente un conjunto de dimensiones que podrían ser indispensables para el ejercicio de cualquier profesión. No se trata de diluir la IP de cada profesión, sino de integrar a la IP estas dimensiones para la sustentabilidad social y ambiental.
La integración reflexiva de saberes
Un comportamiento de protección del medioambiente, y de constructiva convivencia social, depende de un adecuado intercambio y manejo de conocimiento (Fazey et al., 2013). En el caso de los profesionales, les corresponde elaborar, implementar y evaluar acciones, programas o estrategias relacionados directa o indirectamente con las sustentabilidad social y ambiental, por lo que el conocimiento a la base de sus decisiones profesionales puede tener un impacto enorme en las acciones de mitigación y adaptación ante la crisis global.
Fleischman y Briske (2016) consideran que los profesionales poseen un conocimiento sobre lo ecológico de tipo (a) local, que se caracteriza por ser intuitivo, subjetivo y basado en la experiencia cotidiana; (b) científico, que se organiza en base a teorías científicas; y (c) profesional ecológico, que surge en el contexto laboral. Para estos autores, el conocimiento profesional ecológico no logra articularse adecuadamente con el saber científico y tampoco con el conocimiento subjetivo-local, siendo insuficiente y en ocasiones inapropiado para la sustentabilidad planetaria.
El conocimiento acerca de lo que es la profesión y de lo que implica ser un profesional es clave y se organiza como una dimensión importante de la IP. Quienes se forman como profesionales desarrollan saberes, valores, prácticas, costumbres y tradiciones propias de la profesión (Cardoso et al., 2014). Pero a menudo esto no se logra con estrategias sistemáticas de formación profesional en la educación terciaria porque las universidades no han considerado suficientemente en sus planes de estudio formar la IP.
Dado que la evidencia científica advierte de una importante relación entre el conocimiento ambiental, las actitudes y el comportamiento proambiental (Araghi et al., 2014; Jensen, 2002; Liu et al., 2015; Mark, 2011; Saribas, 2015), es necesario que el conocimiento que se tiene acerca de lo que significa ser profesional y de lo que implica como rol, incluya procesos sistemáticos de integración de estos saberes que surgen en el contexto laboral o el conocimiento profesional ecológico, el conocimiento formal que predomina en la formación universitaria y el conocimiento intuitivo o subjetivo (Fleischman & Briske, 2016).
Frente a la crisis global, formar una IP en base al conocimiento científico es insuficiente, dado que las personas se relacionan con el medio social y ambiental desde una dimensión experiencial, desde donde construyen un conocimiento de lo cotidiano, a menudo con más sentido y significado, por lo que muchas formas de convivencia social y de relación con el medio ambiente dependen de este tipo de conocimiento de carácter situado. Por otro lado, tampoco parece adecuado que la IP solo integre un conocimiento intuitivo de lo que implica convivir social y ambientalmente. En el contexto del cuidado medioambiental, para Al-Rabaani y Al-Shuili (2020), la mayoría de los problemas son causados por el estilo de vida y las actividades de desarrollo de las personas, producto del desconocimiento y las actitudes de consumo inadecuadas sobre los impactos ambientales.
Un problema importante que enfrenta la formación profesional es lograr integrar estos saberes. A las universidades se les critica por la predominancia de una enseñanza basada en conocimiento académico (teorías científicas y no científicas), desarticuladas de los problemas locales y reales de la sociedad, lo que dificulta aplicaciones concretas y la integración de este conocimiento en la IP (Pérez & Pérez, 2013). De esta manera, el aprendizaje en la formación profesional, es vivenciado como distante y desarticulado de la realidad, sin negar con esto lo relevante de este tipo de conocimiento para hacer frente a la crisis global.
Una forma de lograr desarrollar una IP que incluya un saber integrado por el conocimiento subjetivo, profesional y científico es, en primer lugar, (a) desarrollar una epistemología integradora de la formación profesional que posicionen en un mismo valor a estos tres tipos de saberes. Esto podría orientar a los programas formativos a la consideración de estrategias sistemáticas de aprendizaje de la profesión considerando el saber experiencial con el que los estudiantes interpretan el mundo, intersectando esto con las teorías científicas a la base de la profesión y con el saber práctico, contexto en el que emerge el conocimiento profesional. (b) La sistematización de la integración de estos saberes implica el uso de ciertas herramientas que la psicología cognitiva ha venido desarrollando desde hace algunas décadas, como la necesaria explicitación de creencias, en este caso sobre lo que significa ser un profesional frente a la crisis global, y la necesaria capacidad reflexiva de los estudiantes sobre este saber, su relación con la toma de decisiones profesionales y articulación con el conocimiento científico. (c) Por último, una dimensión importante de la IP es la autoeficacia profesional. La formación profesional debe incluir una reflexión permanente en el estudiantado del saber que posee, la forma en que lo ha construido y la autoeficacia profesional desarrollada a partir de este. No es suficiente con desarrollar un saber integrado como parte de la IP. También se requiere que estos sean conscientes de que lo poseen y de lo crítico de esto para hacer frente a la crisis global. Ciertamente, desarrollar un saber integrado y reflexionado como parte de la IP, puede conllevar a que los profesionales se sientan autoeficaces para explicar y accionar frente a la compleja crisis global.
Creatividad para el desarrollo sustentable
La crisis global ha generado un escenario amenazante y caracterizado por un alto dinamismo del riesgo por desastres socionaturales, además de crisis sociales por problemáticas cada vez más agudas (tales como las migraciones forzadas por el cambio climático), por lo que la incertidumbre parece ser una constante que tensiona la sustentabilidad social y ambiental.
Los profesionales de hoy necesitan forjar una IP que incluya la capacidad de adaptarse de manera rápida y eficiente frente a los dinámicos problemas y desafíos que impone la crisis global. El desarrollo científico, tecnológico y económico logrado, además de las formas actuales de convivencia social y ambiental, ya no son suficientes para hacer frente a la crisis global. Se requieren respuestas nuevas, eficientes y bien elaboradas, por lo que la creatividad en la formación profesional es clave frente a la crisis global (Orkibi, 2021).
Formar profesionales con una IP integrada por una dimensión creativa para la sustentabilidad ambiental, implica desarrollar la capacidad para identificar y definir problemas, planear e implementar respuestas originales y eficientes frente a la crisis global, en donde el significado de la profesión y su ejercicio, integra como sello distintivo el ser y sentirse un profesional con respuestas nuevas frente a los viejos/ clásicos problemas.
De hecho, la crisis medioambiental global está conllevando a que las organizaciones instalen dispositivos de gestión «verde» de recursos humanos en donde el desarrollo y fomento de la creatividad es indispensable (Ali et al., 2020). Esto es fundamental, por ejemplo, para lograr una economía ecológica, puesto que se requiere de profesionales capaces de transformar completamente el ciclo de producción y consumo (Cuadra-Martínez et al., 2017).
Además, hay evidencias de una relación entre la creatividad de las personas y el comportamiento proambiental (Corral-Verdugo et al., 2015; Fraj & Martinez, 2006; Sandri, 2013). Algunos estudios han encontrado que el desarrollo de la creatividad de los estudiantes desarrolla emociones positivas como la felicidad, el bienestar subjetivo, la motivación y la autoconfianza (Jindal-Snape et al., 2013; Sellman, 2012), en tanto, estados psicológicos positivos que cumplirían una función mediadora del comportamiento proambiental (Cheng, 2018).
De esta manera, el pensamiento y la resolución creativa de problemas son una necesidad frente a la complejidad, así como componentes significativos de la educación para la sustentabilidad (Cheng, 2018). La formación de una IP creativa, podría considerar (a) el significado atribuido a la profesión, puesto que es necesario que se reconozca como una característica importante de la profesión, a la creatividad; (b) el sentido de la profesión, ya que se requiere que el ejercicio de la profesión se entienda como un desempeño creativo para el desarrollo sustentable; (c) los saberes acerca de la creatividad, específicamente, los que implican ser un profesional creativo y cuáles son las estrategias para lograr un pensamiento creativo; (d) la autoeficacia creativa, ya que también es necesario que los profesionales se sientan capaces de resolver problemas socioambientales de manera elaborada, original y eficiente.
Identidad profesional ecológica
Quienes desarrollan una identidad vinculada al medio ambiente natural, presentan una mayor sensibilidad y respeto por la naturaleza, se preocupan más por los problemas ecológicos, y despliegan mayores conductas de protección hacia el medio natural (Clayton et al., 2021). Desde un enfoque social, una identidad ambientalista implica la identificación de las personas con grupos sociales cuya causa de movilización sea la protección del medio ambiente (Brick & Lai, 2018). Desde una perspectiva psicológica, una identidad ambiental se refiere a la construcción de sentidos y significados sobre sí mismo, en una estrecha conexión con la naturaleza, junto a la creencia de autoeficacia para desplegar un repertorio de conductas de protección ambiental (Clayton et al., 2021). Por otra parte, el término identidad ecológica integra los conceptos anteriores, utilizándose para dar cuenta del desarrollo de una identidad tanto ambientalista como ambiental.
En el caso de los docentes, por ejemplo, cuando desarrollan una IP ecológica, se esfuerzan por planificar e implementar una variedad de enfoques de educación ambiental, logrando una importante conexión con sus estudiantes al compartir experiencias y valores ecológicos, y orientándose a desarrollar capacidades en los estudiantes para la construcción de un mundo más respetuoso con el medio (Rushton, 2021).
Para formar una IP ecológica, en este trabajo se sugiere que la educación universitaria debería considerar como parte esencial de sus modelos educativos las variables que la literatura ha identificado para su desarrollo. Una de estas es la conexión con la naturaleza, que incluye la forma en que se define el medio ambiente y al sujeto en relación con la naturaleza, además de los valores morales a la base de esto. Otro factor es el sentimiento de pertenencia e integración en los grupos sociales proambientales. En este enfoque social, la práctica, la acción y el reconocimiento son promotores de una identidad ambientalista, lo que implica una forma de situarse en el mundo obteniendo reconocimiento por las acciones ambientales. Lo anterior está basado en tres etapas: (a) toma de conciencia de los problemas ambientales, (b) identificación y autodefinición como un actor que contribuye al cuidado ambiental y (c) conocimiento sobre cuidado y protección del medio ambiente (Riggs, 2015).
Identidad profesional prosocial
No obstante, forjar una IP ecológica podría ser insuficiente. Planear e implementar acciones profesionales proambientales, sustentadas en un saber integrado y creativo para hacer frente a la crisis global, podría ser una fuente de alta tensión en la esfera política, económica, científica y profesional por la resistencia al cambio en las formas de convivir. Es por esto que se requiere formar profesionales dispuestos a colaborar e implicarse en el cuidado activo de la sociedad en general. La prosocialidad se define como un comportamiento positivo que consiste en proporcionar una ayuda voluntaria que permite resolver un problema o una necesidad en el benefactor, sin esperar una recompensa a cambio. Para Neaman et al. (2018), la educación ambienta se ha focalizado en la relación entre el ser humano y el medio natural, descuidando un elemento central como lo es las diferentes formas de convivir. Formar una IP prosocial implica que los profesionales se definan a sí mismos como tolerantes, compasivos, cuidadosos y responsables por la vida del otro, lo que podría orientar a un comportamiento profesional sustentable con acciones destinadas a proteger tanto al medio natural como al humano (Corral-Verdugo et al., 2015; Tapia et al., 2013).
Hay evidencia de una relación positiva entre el comportamiento prosocial y el comportamiento proambiental (Corral-Verdugo et al., 2015; Ruiz & Cortes, 2021; Tapia et al., 2013) e incluso para Neaman et al. (2018) ambos tipos de comportamiento podrían integrar un constructo psicosocial mayor necesario de comprender y abordar en la educación ambiental para la sustentabilidad planetaria.
Asimismo, la atención de calidad de parte de los profesionales depende, en gran medida, de la capacidad de estos para apoyarse mutuamente en la solución de los problemas que aquejan a los clientes, además de una relación de apoyo genuino entre el profesional y el cliente. Algunos estudios han encontrado evidencia de lo anterior, por ejemplo, en profesionales de la salud (Liebe et al., 2019) y en el campo de la educación (Jennings & Greenberg, 2009). De esta forma, frente a la crisis global, es necesario que la educación superior también se oriente a construir una IP prosocial, integrando en este proceso formativo (a) los significados que los estudiantes poseen sobre la bondad y maldad humana, (b) desarrollando valores prosociales y conocimientos sobre lo que implica ser un profesional prosocial, (c) además de instalar procesos formativos prácticos en donde puedan desplegar la ayuda a los necesitados, por ejemplo, en base a aprendizaje más servicio (Alvarado et al., 2019; Sandoval-Diaz et al., 2021).
La Figura 1 grafica la construcción de una IP considerando las dimensiones integración de saberes, creatividad, ecológica y prosocial .
Conclusiones
La evidencia científica actual alerta de un riesgo sin precedentes para el desarrollo y mantención de los ecosistemas (Dasgupta, 2021; Glavic, 2020; Tregidga & Laine, 2021). A pesar de que se han buscado soluciones políticas y tecnocientíficas para disminuir los riesgos y que la ciencia ha aportado conocimiento para comprender el fenómeno, la crisis global social y climática sigue en aumento (Glavic, 2020; Steffen et al., 2015; UNESCO (2014) ).
En este trabajo, se propone, como una de las soluciones posibles, sumar a la respuesta gubernamental y política ante los riesgos socioambientales (Sandoval-Diaz et al., 2021), el fortalecimiento de las capacidades de uno de los actores protagónicos para el desarrollo social: los profesionales. Lo anterior, bajo un enfoque de formación de desarrollo sistemático de la IP, por ser esta una de las dimensiones más importantes en la vida de las personas (Barbarà-i-Molinero et al., 2017) teniendo la capacidad de orientar de manera importante el ejercicio profesional.
Si desde hace algunas décadas las críticas y la exigencia a la educación superior se vienen focalizando en la distancia de lo formativo con respecto al mundo del trabajo, actualmente, el desafío está puesto en formar profesionales que logren dar respuesta a la crisis global. Para ello, desarrollar sistemáticamente la IP es un camino prometedor porque es en base a esto que las personas le otorgan un sentido a la profesión y se orientan para ejercerla. Pero no se trata de desarrollar cualquier IP, este sentido de la profesión se debe alinear con la urgencia para el desarrollo sustentable frente a la crisis global (Chankseliani et al., 2021).
En este trabajo se propone formar sistemáticamente una IP para hacer frente a la crisis global en base a cuatro dimensiones. La primera dimensión, de integración de saberes, implica formar profesionales con una IP compuesta por saberes integrados reflexivamente. Lograr esta integración de saberes, así como también la transdisciplinariedad de los equipos, habilita a los profesionales y organizaciones para planear e implementar respuestas más elaboradas y eficientes frente a una compleja crisis global. Esto porque posibilita que el ejercicio profesional se oriente de una manera más congruente y reflexiva al integrar los conocimientos subjetivos, profesionales y científicos a la base de cualquier lineamiento profesional. Aunque no es una tarea sencilla para las universidades, actualmente, existen herramientas que podrían aportar a una planificación sistemática de una IP construida en base a estos tres saberes (Cuadra-Martínez et al., 2018).
Una segunda dimensión necesaria de integrar en la formación de la IP es la creatividad. Para modificar la forma de interactuar con el medio social y ambiental, es necesario pensar e implementar nuevas respuestas. Formar profesionales con un pensamiento y una autoimagen profesional creativos, implica desarrollar sensibilidad frente a los problemas sociales y ambientales, capacidad para definir y redefinir estas problemáticas, planear e implementar respuestas elaboradas e innovadoras, además de generar autoeficacia para hacer frente a la crisis global (Cheng, 2018).
Lo anterior podría resultar en un profesional altamente identificado con la profesión, lo que implica vocación, saberes necesarios para prestar servicios a la sociedad, además de un pensamiento creativo y un sentimiento de autoeficacia para ejercer la profesión. Sin embargo, se necesita que la IP desarrollada esté al servicio de la sustentabilidad social y ambiental. Para esto, se ha propuesto en este trabajo integrar a la formación de la IP las dimensiones prosocial y ambiental. Es necesario que los profesionales de hoy se identifiquen como profesionales prosociales, para que desde allí orienten el ejercicio de la profesión a la solución de las necesidades y problemáticas urgentes de la crisis global. Lograr esto favorece un ejercicio profesional cuyo norte es precisamente ayudar al prójimo. Además, la prosocialidad profesional promueve el apoyo entre los equipos de trabajo y la adecuada relación profesional-beneficiario (Corral-Verdugo et al., 2015; Ruiz & Cortes, 2021; Tapia et al., 2013).
Por último, una dimensión ecológica de la IP permite que los profesionales se sientan conectados con la naturaleza, desarrollen sentimientos positivos con esta, además de valores ecológicos, para que desde allí orienten un ejercicio profesional de respeto y protección de la naturaleza (Clayton et al., 2021; Rushton, 2021).
Resta decir que repensar la formación profesional como un proceso orientado a la construcción sistemática de una IP comprometida con la crisis global, podría ser una respuesta prometedora para la sustentabilidad del planeta. Sin embargo, se requiere seguir aportando al tema, para orientar este complejo desafío de formar profesionales altamente identificados con la sustentabilidad social y ambiental.