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Letras (Lima)

versión On-line ISSN 2071-5072

Letras vol.86 no.124 Lima jul./dic. 2015

 

HOMENAJE

El armonioso imaginario andino de Edgardo Rivera Martínez

 

Ismael P. Márquez

University of Wisconsin–Milwaukee

marquezip@gmail.com


Resumen

La obra de Edgardo Rivera Martínez se imbrica con la del Inca Garcilaso de la Vega en un ejercicio intertextual que va más allá de un simple caso de influencia. En realidad, existe una estrecha correlación entre la de ambos. La crítica literaria coincide en señalar que la escritura de Rivera Martínez se da en la confluencia de dos vertientes: la occidental y la andina en un proceso de mestizaje insólito por su optimismo. Pero al igual que el Inca, en su obra también aflora la armonía de las formas e ideas del clasicismo, la idealización de la naturaleza, y la exaltación del humanismo propias del Renacimiento. Es la lírica exaltación de la armonía inherente del ámbito andino la actitud que informa el imaginario de nuestro autor, actitud que dará cabida a otras y diversas manifestaciones culturales.

Palabras claves: José María Arguedas, Indigenismo, Clasicismo, Utopía, Mestizaje.


Abstract

The literary work of Edgardo Rivera Martínez dovetails with that of Inca Garcilaso de la Vega in an intertextual exercise that goes beyond a simple case of influence. In fact, there is a narrow relationship between the two of them. Critics coincide in pointing out that Rivera Martínez’s writing happens in the confluence of two watersheds: the Western and the Andean in a process of mestizaje unprecedented because of its optimism. But just as with Garcilaso’s writings, the works of Rivera Martínez exhibit the harmony of form and ideas of Classicism, the idealization of nature, and the exaltation of Humanism found in the Renaissance. It is the lyrical celebration of the Andean world the attitude that informs the imaginary of our author, an attitude that encompasses multiple cultural characteristics.

Keywords: José María Arguedas, Indigenism, Classicism, Utopia, Mestizaje.


En 1831, el escritor estadounidense Edgar Alan Poe (1809-1849), emblemático del romanticismo e iniciador de lo que se considera ahora el cuento moderno, publica su poema titulado “A Helena”, inspirado por Samuel Taylor Coleridge (1772-1834), proponente, junto con William Wordsworth (1770- 1850), del romanticismo inglés, poema que dedica a Jane Stanard, madre de un amigo de la infancia. Posteriormente, en 1845, Poe lo reescribe incorporando significativos cambios, siendo los más notables los dos versos de la segunda estrofa que en la versión original comparaban la clásica faz y los cabellos de jacinto de la mítica Helena “A la belleza de la hermosa Grecia/ Y la grandeza de la antigua Roma.” En su segunda versión, Poe enmienda estos versos por la nueva que dicen “A la gloria que fue Grecia/ Y la grandeza que fue Roma”, versos que críticos como Jeffrey Meyers consideran como los mejores y más famosos del poeta.

Dos siglos antes, en el “Proemio al Lector” de sus Comentarios Reales (1609), el Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616) había propuesto otra inusitada comparación cuando proclamaba enfáticamente que “Cuzco fue otra Roma”. Si bien los imperecederos versos de Poe tienen un claro propósito de alabanza, a pesar de no establecer si la Helena en cuestión era la diosa griega de la luz o la de Troya, la aseveración del Inca nos mueve a indagar qué es lo que motiva al cronista cusqueño a establecer, lo que sería para su época, una inédita equivalencia. Al igualar la capital del imperio incaico con la del romano, Garcilaso postula un estado de paridad entre ambas urbes, condición cuyo punto de apoyo se fija en el concepto mismo de imperio y en la función civilizadora y de orden, pero también de grandeza y poderío, que esta idea implica. Recordemos que la principal cualidad que Poe le atribuye a Roma es su grandeza. Al hacer esto, el Inca proyecta su particular visión del mundo, visión plasmada en su formación clásica y renacentista. El Inca, quien nace en la encrucijada de lo español y lo andino, se nutre de la riqueza de esas culturas. De la clásica, toma lo balanceado del estilo, la armonía de su prosa y de las ideas; del Renacimiento, su nueva cosmovisión, su humanismo, la elegancia en el estilo y su filosofía sobre el amor, así como su pensamiento sobre la posibilidad de un estado ideal o utópico en la naturaleza y en los hombres. De lo hispano, Garcilaso adopta la dualidad realismo-fantasía, o idealidad, tan presente en toda su obra. De lo andino, capta su misticismo, su añoranza, el sentido elegíaco que impregna su escritura. En suma, en las páginas de Garcilaso germina su formación en los ideales del humanismo renacentista y en ellas, el Inca vuelca su nostalgia por un pasado ya ido y por una raza a la que perteneció, no con vagidos de resentido, sino como caballero renacentista del ideal y la ilusión. No es más evidente esta actitud que cuando expresa con profunda emoción: “Trocósenos el reynar en vasallaje”.

¿A qué vienen estas observaciones sobre la obra de Garcilaso cuando el tema a tratar es la de Edgardo Rivera Martínez (1933-) ? El hecho es que existe una estrecha correlación entre la de ambos. Mucha de la crítica ha hecho hincapié, correctamente, en que la escritura de Rivera Martínez surge de la confluencia de dos vertientes culturales: la hispana y la andina. Pero, al igual que el Inca, en ella también aflora la armonía de formas e ideas del clasicismo, la idealización de la naturaleza, y la exaltación del humanismo propias del Renacimiento, instancias que se objetivan en la elegante apreciación que él mismo haría al contestar a la pregunta de “¿Qué son los Andes?”:

...con sus paisajes en que se alternan notas como las de severidad, grandiosidad, ternura, alegría, tristeza, los Andes han determinado una particular sensibilidad, proclive a una contemplación panteísta de la vida cósmica, impregnada de afectividad pero también austera, que habrá de entretejerse con la sobriedad castellana. Una sensibilidad que se manifiesta tanto en los muros incaicos como en los mitos, en la Catedral del Cusco, en la poesía de Vallejo o los cuentos de Arguedas.

Y es precisamente la lírica exaltación de la armonía inherente del ese ámbito la actitud que informa la obra de nuestro autor, actitud que también dará cabida a otras y diversas manifestaciones culturales que amplían el espacio andino de lo regional a lo universal. Ya en su testimonio en el certamen internacional Narradores de Nuestra América de 1997, Rivera Martínez había recalcado que

Lo importante es...nuestro derecho, como países de cultura mestiza, a enriquecernos mediante el contacto vivo con todas las fuentes culturales, sin perjuicio de mantener una fundamental lealtad a nuestras raíces. Y entre esas fuentes, y en primer plano, la de la cultura clásica. En lo que a mí concierne mi deuda es muy grande, y le debo, en especial, la convicción de que el arte y la literatura deben ser antes que nada vida. Y si se trata de la novela, vida que renueva, que se expande, que fructifica.

En su edición de los meses de marzo y abril de 1999, la revista Debate presentó los resultados de su encuesta de más de cincuenta críticos literarios nominando los diez libros de narrativa más importantes de la década del noventa en el Perú. Las tres primeras posiciones, reveladoras por lo que dicen del cambio en la estructura jerárquica tradicional, dominada por escritores consagrados internacionalmente, las ocuparon: País de Jauja (1993) de Edgardo Rivera Martínez, La violencia del tiempo (1991) de Miguel Gutiérrez, y Ximena de dos caminos (1994) de Laura Riesco.

Lo insólito que revelaba este sondeo, particularmente en lo que se refería a Rivera Martínez, es el haber llegado a tan privilegiado lugar sin una trayectoria previa en el género novelístico. Con un historial narrativo de extraordinaria factura, y ampliamente reconocido en el medio como fino prosista, Rivera Martínez había limitado su producción al cuento, al ensayo, y a la crónica de viaje. País de Jauja, única novela de Rivera Martínez hasta el momento de la encuesta, recibiría inmediata y calurosa acogida por la crítica especializada y por el público lector en general, y se le otorgaría un segundo puesto en el premio internacional Rómulo Gallegos de Venezuela en 1995, lugar que muchos consideraron debió ser un primero. Esta novela, que el autor define como “una propuesta, en el sentido de que plantea la posibilidad de un universo nacional integrado”, aporta, entre muchos otros notables valores, una ruptura con una tradición literaria dedicada más a la descomposición social que a la construcción, en la ficción, de un país virtual, formulado desde un proyecto utópico. De esta obra diría Antonio Cornejo Polar en su reseña titulada “Nombre de país: el nombre”:

En el fondo, en efecto, País de Jauja puede leerse como una admirable alegoría de la transculturación feliz, enriquecedora, gracias a la cual hasta la ominosa presencia de la muerte puede ser vencida. La fuerza que sostiene esta perspectiva proviene de la solidaria fraternidad que enlaza a personajes decisivamente diversos. . . y del modo cómo esa dimensión humana se transmuta en un arte que rompe fronteras para dialogar sin pausa con códigos estéticos de varia procedencia.

El caso de Rivera Martínez es peculiar en las letras peruanas. Distanciado de los afanes de la fácil notoriedad, y con una obra narrativa limitada pero de impecable calidad, a Rivera Martínez se le reconocía en el medio literario como un excelso artífice, dueño de una prosa pulida de fina intensidad poética, que reflejaba una voluntad infatigable de encontrar la expresión más exacta para representar las tensiones de una intimidad profunda y particular. Heredero de la rica tradición que va del Inca Garcilaso a José María Arguedas (1911-1969), Rivera Martínez se ubica entre dos polos culturales que en el ámbito histórico se han atraído y repelido con igualdad de fuerzas, pero que inevitablemente se funden y conjugan en un irreversible proceso de transculturación, en el sentido que le da el crítico Ángel Rama a este término. No es sorprendente entonces, que su ficción haya oscilado entre temas arraigados en el universo andino al que está ligado por experiencia vital, y otros cuyos espacios son ambientes urbanos, instancias que proyectan una singular y perturbadora visión del mundo costeño. En ambos casos, la lírica prosa que informa su obra teje una sugestiva tela en la que la realidad, los sueños y la fantasía se confunden en elusivas imágenes donde los símbolos y los mitos adquieren significados de difusas tonalidades.

La dualidad referencial que marca la narrativa de Rivera Martínez se manifiesta desde sus primeros cuentos recogidos en Azurita (1978), en Enunciación (1979), en Historia de Cifar y de Camilo (1981), y con especial brillantez en Angel de Ocongate y otros cuentos (1986), obra con la cual se consagra como cuentista de primera magnitud. Es en esta última colección donde Rivera Martínez despliega con singular sutileza su vasto arsenal estilístico y alegórico, y elabora una poética que transita entre la barroca mitología de cuentos como “Angel de Ocongate” y “Amaru” hasta el patético realismo de “Rosa de fuego” y “El fierrero”. Estos últimos calan profundamente en la problemática del desarraigo social y proletarización cultural derivados de la migración interna del país. La temática en sí no es novedosa; ya Julio Ramón Ribeyro y Enrique Congrains Martín, entre otros, habían retratado la degradante marginación de vastos sectores populares de una Lima en caótica carrera hacia el espejismo de la modernidad. Pero es el sesgo lírico y la sensibilidad netamente andina que Rivera Martínez le imprime a su obra, cualidades que nos remiten a la fuente primigenia que es Arguedas, lo que difiere en gran medida del punto de vista esencialmente realista-urbano de sus colegas. Con la tersa prosa que lo distingue, Rivera Martínez, emplaza al lector cara a cara con la brutal alienación y profunda nostalgia que sufren aquellos que se han visto forzados a abandonar el hogar andino en busca de un elusivo El Dorado.

La función de la memoria de un pasado idílico como sustento del espíritu – central a los Comentarios Reales de Garcilaso Inca – nos trae también los ecos de otra nostalgia, la del niño Ernesto, protagonista de Los ríos profundos (1958). Y es que la narrativa de Rivera Martínez se imbrica con la de Arguedas en un diálogo intertextual, que se genera y actúa mucho más intensamente que si fuera un simple caso de influencia. No es más evidente esta consonancia que en País de Jauja, novela que igualmente se fundamenta en la memoria de un adolescente como vehículo de recuperación del pasado, pero también como exaltación de un presente jubiloso, imbuido de optimismo, emoción insólita en el Perú de la época en que se publicó.

Si las coincidencias intertextuales de Rivera Martínez con Arguedas son manifiestas, lo son también con su propia obra, tanto en lo temático como en la variedad de recursos expresivos. En País de Jauja, Rivera Martínez nos abre su bagaje autobiográfico–ya exhibido en su libro Casa de Jauja (1985)– para recapturar experiencias hogareñas vividas en su ciudad natal y rescatar situaciones y personajes—verdaderos y ficticios—que pueblan sus anteriores obras. De aparente simplicidad por el plácido fluir de su lectura, esta novela en efecto es un complejo tramado estructural, simbólico y semántico en el que se conjugan las mitologías andinas y clásicas, y donde se mezclan e interactúan las literaturas, músicas y lenguas nativas y europeas, tanto de la antigüedad como modernas.

La fábula de la novela se ambienta a fines de los años cuarenta, en la remota y apacible ciudad de Jauja, y abarca un período de vacaciones escolares del joven Claudio, cortas semanas que propician el inevitable rito de pasaje a un grado más alto de maduración intelectual y afectiva, y también el descubrimiento de una incipiente sexualidad. La educación sentimental de Claudio se da en el seno de una familia de clase media venida a menos económicamente, donde su madre nutre su vocación y talento musical, y su hermano cultiva sus inclinaciones literarias. Ambas inquietudes artísticas le presentan a Claudio perspectivas culturales que no se excluyen mutuamente, sino que más bien se enriquecen y complementan Al lado de su madre recoge del folklore local huaynos y yaravíes que transporta con particular celo al piano, a la vez que toma lecciones en ese instrumento siguiendo los métodos clásicos europeos. Guiado por su hermano, bibliotecario municipal, Claudio explora el mundo de los libros donde se ve envuelto por los épicos personajes y vicisitudes de La Ilíada, pero con igual fascinación apela a la tradición oral que le transmite una empleada doméstica para indagar sobre los Amarus, mitológicas serpientes aladas que habitan los insondables lagos sagrados andinos. De la misma manera en que Claudio lleva la música popular andina al piano, también transcribe a su diario personal leyendas orales que dan cuenta de los orígenes del hombre, el significado de las cosas, y de las luchas entre las fuerzas cósmicas que rigen el universo. Así, el muchacho que comienza el verano en infantiles juegos con sus amigos, alcanza al final de éste una plena conciencia de su vocación artística y, más importante aún, de su polivalente herencia histórica y cultural.

Pero aun en la plétora de experiencias y emociones recogidas, es la ciudad de Jauja la que asume el centro protagónico de la novela al servir como elemento catalizador de culturas que se sintetizan en un proceso de genuino mestizaje. Ricardo González Vigil examina esta fundamental faceta de la novela en los siguientes términos:

La profundidad con que aborda el mestizaje como proyecto nacional propone un mestizaje en que las raíces deben ser autóctonas, a las que debe añadirse un aprendizaje crítico y creativo de la cultura “occidental” y la de otras latitudes. Una postura similar, pues, a las del Inca Garcilaso, Ciro Alegría, José María Arguedas, Gamaliel Churata. La nota diferencial de País de Jauja procede de su tono jubiloso, el de mestizaje ya cristalizado en gran medida (debido a las características peculiares de Jauja en la historia nacional), y no sólo como una esperanza azotada por la angustia en un futuro distante, esgrimida desde frustraciones y masacres con que acaban los Comentarios Reales, El mundo es ancho y ajeno, Todas las sangres, etc. Precisamente, la imagen legendaria del “País deJauja” como el de una tierra paradisíaca connota que la meta deseable para el Perú, la ejemplifica el mestizaje jaujino.

Si, como lo reclama el Inca Garcilaso, “el Cuzco fue otra Roma,” Jauja, ese país utópico enclavado en los Andes, no pretende, ni necesita serlo. Lugar paradisíaco que devuelve la salud a quienes acuden a él en busca de su clima restaurador, Jauja se erige como el símbolo de la feliz unión de valores universales que secularmente se habían considerado incompatibles, a la vez que se establece como el espacio mediador entre la realidad de una modernidad que avanza desde Lima y la remota puna donde los apus y los Amarus todavía ejercen su poderosa influencia. El autor, comentando sobre su propia novela, nos señala que

Quise más bien que fuera una obra que, teniendo como referencia el antiguo mito de Jauja como tierra de felicidad (…) planteara un posible modelo de convivencia armónica y logradas gentes y vertientes culturales muy diferentes. Pero convivencia en lo que tiene ésta de tolerancia, de respeto, de entretejimiento enriquecedor, y sobre todo de alegría.

En una nota sobre País de Jauja, la poeta Giovanna Pollarolo incide en el tema de armonía, que define como “la unión y combinación de sonidos simultáneos y diferentes, pero acordes”, y también como la “conveniente proporción y correspondencia de unas cosas con otras”. Con estas acepciones, Pollarolo articula exactamente esa “convivencia armónica” a la que alude Rivera Martínez y que el autor propone como la energía que mueve su novela. Obra que Pollarollo califica de “historia, verdad, mentira, otra vez las contradicciones resueltas en la novela lograda, en el reino de la armonía y en nombre de una hermosa metáfora: País de Jauja”

Edgardo Rivera Martínez entrega su segunda novela, Libro del amor y de las profecías, en 1999, con la que se reafirmaría como uno de los principales narradores latinoamericanos contemporáneos. En ella, la ciudad de Jauja asume nuevamente un lugar protagónico. En esa tierra de orígenes míticos, el joven Juan Esteban Uscamayta inicia la escritura de un diario, llevado por la necesidad de establecer un diálogo imaginado con Urganda Felices, misteriosa muchacha a la que se le atribuyen dotes sobrenaturales, como es la capacidad de adivinar el futuro. El viaje espiritual que emprende Juan Esteban a través de la escritura, entre la historia y la leyenda, entre la realidad y lo imaginado, es una exaltación del amor, de la vida y de la nostalgia, y es también un acto celebratorio que se da dentro de un incomparable marco de humor, naturalidad y calidad humana.

Con sus notables novelas País de Jauja, Libro del amor y de las profecías, y A la luz del amanecer (2012), además de sus magistrales cuentos, Edgardo Rivera Martínez se ha situado en un lugar privilegiado en la narrativa peruana. Los valores humanos y culturales que su escritura examina darán lugar a un nuevo discurso que refleja la maduración de la sociedad peruana y su encuentro con su propia y legítima identidad.

El referente andino en que se desarrollan estas obras difiere en gran medida de aquél representado por el indigenismo ortodoxo, término acunado por Tomás Escajadillo, y del creado por José María Arguedas, Manuel Scorza, Marcos Yauri Montero o Eleodoro Vargas Vicuña, excelsos narradores quienes ya habían superado las formas de ese primer intento de reproducir una visión del Ande. El proyecto literario de Rivera Martínez es mucho más ambicioso, complejo, y de mayor alcance. Su universo se destaca como un ambiente vibrante y vital que le da forma, en contextos más amplios, a la experiencia humana y a las relaciones sociales. Más aún, el juego dialéctico entre sierra y costa, tanto en lo geográfico como en lo social y cultural, es el elemento subyacente que fija y define su narrativa, donde se abre y se ostenta la dimensión universal de la realidad y experiencia andina, vivencia de rica herencia pluricultural que contiene inseparables en su esencia y en sus raíces la magia y lo prodigioso. Es, sin embargo, en la indagación de la riqueza de valores humanos universales donde hallamos los imperecederos méritos de la obra literaria de ese insigne cronista de la Jauja mítica y utópica, que es Edgardo Rivera Martínez, a quien aquí rendimos justo homenaje.

 

Referencias bibliográficas

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Recibido: 30/6/ 2015

Aceptado: 3/8/2015