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Letras (Lima)

versión On-line ISSN 2071-5072

Letras vol.86 no.124 Lima jul./dic. 2015

 

País de Jauja ¿novela familiar?

 

Giovanna Pollarolo

Pontificia Universidad Católica del Perú

gpollarolo@pucp.edu.pe


Resumen

País de Jauja (1993) de Edgardo Rivera Martínez ha sido leída como una novela que propone la viabilidad de un proyecto de nación en el que se integran diversas y heterogéneas corrientes culturales tanto internas como externas; presentes y pasadas. Jauja, andina y cosmopolita, así como Claudio, el narrador, también andino y cosmopolita, se constituyen en el escenario “real” y simbólico de una convivencia armónica. Desde esta perspectiva es válido preguntarse si País de Jauja puede leerse también como “novela familiar” desde la propuesta elaborada por Doris Sommer en tanto que la representación de la familia alegoriza la nación.

Palabras claves: Proyecto de nación, Novela familiar, Romance, Pareja fundadora.


Abstract

País de Jauja (1993), by Edgardo Rivera Martínez, has been read as a novel that proposes the viability of a national project, integrating diverse and heterogeneous cultural tendencies, both internal and external, and present and past. Jauja, which is a cosmopolitan and Andean town, as well as Claudio, who is also the cosmopolitan and Andean narrator, constitute a "real" yet symbolic ambience of a harmonious coexistence. From this perspective, it is valid to ask if País de Jauja can be read as a "family novel" based on the theoretical approach developed by Doris Sommer, in so far as the representation of family becomes an allegory of the nation.

Keywords: National project, Family novel, Romance, Founding couple.


I

Dada la riqueza de sus propuestas temáticas, ideológicas y narrativas, muchas son las lecturas que se han hecho, y se seguirán haciendo, de la novela País de Jauja (1993) de Edgardo Rivera Martínez. Pero más allá de su diversidad, cualquier aproximación a esta novela tiene como punto de partida su propuesta central, que radica en la viabilidad de un proyecto de nación en el que se integran diversas y heterogéneas corrientes culturales tanto internas como externas; presentes y pasadas. Y ello en tanto que Jauja, andina y cosmopolita, así como Claudio, también andino y cosmopolita, —una suerte de esponja que absorbe todo lo que ve, todo lo que escucha e indaga— se constituyen en el escenario “real” y simbólico de una convivencia armónica donde las identidades se construyen desde las diferencias y coincidencias; y donde la diversidad no solo enriquece sino que facilita la disolución de cualquier conflicto. Muchos estudiosos han convenido en considerar esta propuesta como una utopía del Perú como nación. “Utopía lírica”, la ha llamado el propio Rivera Martínez1.

Desde esta perspectiva, me interesa prestar atención a la idea de nación que postula País de Jauja no solo desde la utopía del mestizaje feliz sino a partir de su relación con la llamada “novela familiar”. El término, como se sabe, proviene de Sigmund Freud quien estableció el concepto “novela familiar del neurótico” para referirse a un estadio del proceso de “desasimiento de la autoridad parental”, una de las operaciones “más necesarias, pero también más dolorosas, del desarrollo” (Obras completas, Tomo IX 217). Explica Freud que ya sea porque conoce a otros padres que le parecen mejores que los propios, o por el sentimiento de abandono y la desazón que le causa el tener que compartir el amor de sus padres con sus otros hermanitos, el niño imagina, —fantasea— que es adoptado, y que sus padres son otros; o que su madre cometió infidelidad y sus hermanos son hijos de otro hombre. A la elaboración de esta fantasía, que no es otra cosa que la creación imaginaria de una familia, de una historia familiar satisfactoria, Freud la llamó “novela familiar”.

Si bien el concepto freudiano refiere, como se ha visto, a una etapa del desarrollo del niño en su proceso de crecimiento, la crítica literaria —tal vez apoyándose en que el propio Freud emplea términos como “fantasías noveladas” y “roman” (220) para explicar el mecanismo por el cual el niño imagina una nueva familia— se apropió del término “novela familiar” y lo aplicó para analizar textos literarios desde perspectivas que ciertamente exceden la definición freudiana. Una de estas perspectivas es la que entiende “novela familiar” como un “género” caracterizado por la creación de una historia cuyo eje es una familia en el interior de la cual el protagonista ocupa un lugar determinado.

Tal vez la aplicación más notable y productiva del término freudiano fue la propuesta por Doris Sommer, en el ámbito de los estudios de la novela hispanoamericana, en su ya clásico Foundational Fictions: The National Romances of Latin America (1991). La estudiosa consideró que muchas novelas decimonónicas en las cuales la historia gira alrededor de los obstáculos que debe enfrentar una pareja —diferencias sociales, raciales, étnicas, y culturales— para realizar su amor, pueden leerse como alegorías de la nación en tanto que su amor culminó en el matrimonio y consecuentemente con la fundación de una familia; o sea, de la nación. El sentido freudiano del concepto, como se ve, ha sido desplazado hacia el ámbito de la interpretación de un conjunto de novelas hispanoamericanas escritas en el XIX que consideradas como parte del “género romántico” daban cuenta, en los términos del romance, de las naciones modernas que hacen posible uniones imposibles entre razas, etnias o clases diferentes; uniones que fueron necesarias para la construcción, en términos de la comunidad imaginada de Benedict Anderson, de las naciones latinoamericanas fundadas luego de los procesos de independización.

De acuerdo con Sommer, la novela del XIX desarrolla la trama a partir de una pareja fundadora cuya unión constituye una propuesta de nación en tanto da cuenta de la heterogeneidad de grupos, etnias, clases sociales, raza, regiones, cultura y de los factores que definen el lugar que ocupan los individuos en la comunidad imaginada, su inclusión o exclusión. Esta relación entre familia y nación, ampliamente estudiada por Sommer, ha sido aceptada unánimemente por la crítica y se puede considerar como la característica que en cierto modo define la novela romántica decimonónica latinoamericana tal como lo precisa Saona:

Tener determinado linaje, determinada herencia, acceso a la propiedad, ser blanco, indio, judío, negro, hombre, mujer, ser homosexual o heterosexual son todos factores que intervienen en la inclusión o exclusión del sujeto en la familia y en la nación, así como en la posición que se ocupa en ellas” ( 17).

La pregunta es si resulta válido plantear que esta representación de la familia como alegoría de la imagen de la nación también funciona con las novelas del XX, teniendo en cuenta que Sommer trabajó la analogía con las novelas románticas del XIX escritas cuando la construcción imaginaria de las naciones latinoamericanas era una necesidad impostergable; una condición que garantizaba la viabilidad de los proyectos nacionales. Evidentemente las condiciones históricas en las que se desarrolló la novela del XX fueron distintas y la necesidad de consolidar la nación debería de haber dejado de ser prioritaria a la luz de los cambios políticos, económicos y culturales. Sin embargo, y aun cuando aparentemente esta preocupación resulta ajena a las generaciones posteriores, Saona indagó en un conjunto de novelas representativas escritas desde los inicios de los años 60 en adelante y su estudio le permitió determinar que todas “crean familias”; y que “al hacerlo revelan figuraciones de la nación” (12). Es decir, que un buen grupo de novelas latinoamericanas continúan construyendo los imaginarios de nación y familia incluso en la segunda mitad del siglo XX.

Las novelas seleccionadas por Saona para su estudio imaginan familias realmente diversas: Cien años de soledad (1967), construye una “imagen convencional de la familia transgeneracional que suele ilustrarse a través de un árbol genealógico” en la que “la historia nacional no puede separarse de la historia familiar” (20); Rayuela (1963) se presenta “como la búsqueda de una alternativa a las estructuras familiares” (22) y una novela como Los vigilantes (1994) de Diamela Eltit “presenta el discurso paranoico de una pareja de madre e hijo en una sociedad que ha destruido las bases de la vida civil” (24). Pero más allá de estas diferencias radicales, la estudiosa constata que en ellas, así como en muchas de las novelas latinoamericanas de la segunda mitad del siglo XX, “A veces de manera explícita, a veces de manera elusiva…familia y nación aparecen recurrentemente implicadas” (12); y concluye que:

Lo que el estudio de Sommer revela sobre la fundación literaria de la imagen de la nación en el siglo XIX, la manera en la que la novela familiar se cuela en la definición de lo nacional, resulta sorprendente cuando un siglo más tarde descubrimos que las novelas latinoamericanas siguen estableciendo una relación recíproca e indisoluble entre la familia y la nación (14).

En efecto, la tematización de la familia desde la filiación, vale decir, desde los lazos de sangre, la genealogía, el linaje, continúan siendo los criterios por los cuales se define la nación aun cuando la idea de esta se inscriba en una sociedad moderna que se define a partir de su distanciamiento con la identificación con la familia. Siguiendo a Said, Saona explica que: “Los lazos de sangre no son ya más los que definen a la comunidad y esto sería uno de los rasgos característicos de la modernidad: la filiación deja, supuestamente, lugar a la afiliación2” (17).

La constatación de Saona es sugerente en tanto que invita a preguntarse, y la pregunta aplica a más de una novela peruana publicada durante, y después, del Boom3: ¿es posible considerar País de Jauja , novela publicada casi en las postrimerías del siglo XX, como una “novela familiar” en los términos que Sommer establece para la novela del XIX —y que Margarita Saona extiende a un conjunto de las escritas en el XX— en tanto que los Alaya Manrique, la familia que aparece representada, también se configura como una alegoría de la nación? En este trabajo, como lo señalé al inicio, me propongo responder a esta interrogante considerando el lugar que ocupa la familia Alaya Manrique en la historia que construye Claudio, el joven narrador – protagonista de País de Jauja en su rol de cronista, de adolescente en proceso de aprendizaje, y de último vástago que proyecta, en el futuro, continuar la saga familiar.

II

En la década de los años 90, como bien señala Francoise Aubes refiriéndose a La violencia del tiempo de Miguel Gutiérrez (1991) y a País de Jauja (1993), “se publicaron de manera excepcional en el contexto de la producción literaria de esos años, dos novelas de “ideas” que abarcaban la sociedad peruana en su conjunto, tratando de leer en ella su complejidad”. Comparando ambas publicaciones, la estudiosa determina que “En La violencia del tiempo Miguel Gutiérrez eligió plantear la angustiante pregunta de los orígenes a través de la historia de la familia de Martín Villar”, en tanto que Edgardo Rivera Martínez “escoge, él también, plantear el problema del mestizaje, pero abordándolo de manera mucho menos dramática (“La utopía del mestizaje en País de Jauja de Edgardo Rivera Martínez” 174). Aunque Aubes no menciona a la familia Alaya Manrique, es posible pensar en que su rol fundacional puede ser equivalente al que le asigna Gutiérrez a la familia Villar, tema al que me referiré más adelante.

De una manera más explícita, Martha Cuba, leyendo la novela de Rivera Martínez desde la propuesta de Sommer, señala que País de Jauja “constituye una propuesta de nación, una propuesta de integración nacional en tanto la relación romántica de Claudio con la cholita de Yauli representa una metáfora de lo que debería ser la familia peruana, la nación peruana” (“El mestizo jaujino”4) Recordemos que la narración se desarrolla desde el diálogo que el adulto Claudio Alaya Manrique (de cuyo presente, ni de su pasado posterior al narrado por el joven Claudio nada se sabe) establece con el adolecente de quince años que fue durante los meses de verano en los que transcurrieron sus últimas vacaciones escolares antes de ingresar al quinto de secundaria. En ese verano, en el que tuvo lugar su educación sentimental, vocacional, histórica y cultural en general, realiza una elección amorosa que resulta crucial para la lectura de País de Jauja como alegoría de la nación. Y es que, como bien señala Mary Beth Tierney – Tello, en País de Jauja “hay tres mujeres que se convierten en vías de exploración para Claudio en términos sexuales y culturales” (“‘Lo nuestro’ y lo femenino” 191). La elección dará cuenta, sin duda alguna, del modelo de nación que propone la novela.

Para constituir la pareja fundadora, Claudio debe elegir entre tres mujeres que representan culturas y tradiciones completamente distintas; por lo tanto, diferentes modelos de nación. En primer lugar, está la bella Elena Oyarguren, la mujer europea de gran belleza pero inalcanzable para el joven adolescente:

Esta joven hermosa, que sale los domingos del sanatorio para asistir a misa. Alta, de cabellos y ojos castaños, muy bien formada…No lleva blancos velos, pero viste con elegancia. Es tan diferente de las muchachas de Jauja. ( (País de Jauja 81).

Elena representa la cultura occidental que Claudio admira y cultiva tanto en sus expresiones literarias como musicales. La segunda es Zoraida Awapara, de belleza y ascendencia oriental pero nacida en Ayacucho y con quien Claudio se inicia sexualmente, una “mujer tan llena de vida y de tan visible sensualidad” (101). Ambas son mujeres mayores que él. Zoraida es viuda y Elena tiene un grupo de amigos europeos como ella. Sin embargo, todos ellos están de paso y abandonarán Jauja en cuanto su salud mejore. La tercera es Leonor, muchacha campesina, algunos años menor que Claudio. Cursa estudios primarios pues por razones familiares los comenzó con cierto retraso. El joven se siente enamorado: “Pensaste por un momento en Leonor, en sus ojos negros, sus trenzas, su falda escolar y su blusa blanca. Leonor, allá en Yauli”, sentimiento que oculta a sus a sus amigos “No, qué les ibas a hablar de ella a tus amigos, que todo lo tomaban a broma y tenían prejuicios contra las chicas del campo, las cholitas, como decían” (24).

La elección de Leonor para formar con ella la pareja fundante responde ciertamente a la propuesta explícita de nación que elabora la novela, propuesta que ha sido suficientemente estudiada en términos de mestizaje, hibridación, convivencia armónica, y funciona, evidentemente, en términos alegóricos. Basta referir a la declaración de amor de Claudio cuando ella desconfía de su honestidad aludiendo indirectamente a las diferencias que los separan “¿Y por qué te voy a creer si apenas me conoces y no eres de mi pueblo?” A lo que Claudio responde:

Me gustan tus ojos, tu cara, la forma en que hablas y caminas…Y también tu modo de ser, el sitio en que vives, tu manera de mirar…Y tu nombre Leonor, y aunque no me creas también el hecho de que hayas vivido en Janchiscocha, y que escuchaste los mismos cuentos que yo en mi infancia. Y eres además como esa flor de rocío y de la nieve” (53).

Tierney – Tello ha señalado que esta elección “responde a una necesidad ideológica, y llega a ser una propuesta no solo personal sino política, ya que Leonor representa la mujer más indígena de las tres, la menos favorecida por un sistema social racista y la que los amigos de Claudio jamás esperarían que escogiera” (192). En efecto, el joven Claudio, aprendiz de letrado inmerso tanto en la cultura occidental como en la andina, encarnará al sujeto empeñado en la búsqueda de la hibridación, del mestizaje cultural y social, hibridación magníficamente representada en la escena final de la novela cuando en la misa oficiada en memoria de las misteriosas “tías locas”, Euristela e Ismena, el joven interpreta primero el Laudate, compuesto por su abuelo, y luego en quechua el himno de alabanza al Señor que su mismo abuelo transcribió de un autor anónimo. Así, queda claro que Claudio continuará su legado y se reafirma la convicción de que la apertura a todas las creaciones culturales no solo enriquece sino que es posible. La realización de la utopía, la felicidad, radica allí, “en la convivencia armoniosa y enriquecedora de las culturas andina, peruana y occidental” (Aubes 174). En esta escena final aparecen todos los personajes que han desfilado por la “realidad” y por la imaginación de Claudio. Y no es casual que la última en aparecer sea Leonor:

Vestida de azul, muy bien peinada y que, venciendo su timidez, se aproxima y junta su rostro al tuyo, y te besa después en la mejilla, sin importarle que la vean, como tampoco te importa a ti... Laurita se da vuelta y te mira y sonríe, y no parece sorprendida al ver quién está contigo. Brilla el sol y el aire es límpido, clarísimo (País de Jauja 548)

III

Considerando la propuesta planteada por Sommer, en el sentido de la consolidación de la pareja fundadora como alegoría de la nación, País de Jauja es, qué duda cabe, una “novela familiar” concebida bajo un esquema similar al de los romances decimonónicos mediante la alegoría de la unión fundacional a través de la pareja simbólica encarnada por Leonor y Claudio ya comentada en la sección anterior. No obstante esta constatación, conviene anotar, y a ello me referiré más adelante, que en esta línea del romance feliz de la joven pareja fundadora de la nación mestiza, el Claudio adulto silencia su presente: nada se sabe sobre su realidad cuando rememora el pasado; específicamente, el Claudio adulto no informa sobre su familia, si la fundó con Leonor. Este silencio puede ser interpretado como una señal que indica el distanciamiento del modelo decimonónico respecto de la alegoría.

De otro lado, la manera como aparece representada la familia Alaya Manrique dista mucho de ser la alegoría de la nación imaginada según el modelo convencional autoritario y patriarcal y que continúa en muchas propuestas del siglo XX. En realidad, País de Jauja trastoca, y en cierto modo subvierte el modelo de la “novela familiar” fundado en la genealogía y los lazos de sangre de la novela familiar decimonónica en más de un aspecto.

En cuanto a la historia de las familias en las llamadas “novelas familiares”, por ejemplo, esta es inseparable de la historia nacional, tal como lo señala Saona:4

No es que Cien años de soledad no fuera la historia de los Buendía, o que La casa de los espíritus no tratara de los Trueba del Valle, sino que al contar esas sagas familiares los autores estaban hablando de algo más trascendente: la historia de sus respectivos países, que a su vez era convertida en la historia paradigmática de América latina (Novelas familiares 29).

Es cierto que la referencia al abuelo y a la abuela maternos: “Baltazar José Manrique, antiguo organista de la Iglesia Matriz, y Marta Josefina González, tu abuela, nacida en Aramachay y vestida siempre de lliclla y de pollera” (País de Jauja 33), él, mestizo y músico, organista de la iglesia; e india e hija de campesinos ella, da cuenta de la pareja fundante de una familia de la que Claudio es continuador; o mejor, refundador. Es cierto que el abuelo deviene en la figura más importante en el retrato de familia que elabora Claudio: modelo de la identidad mestiza que propone la novela, amante de la música clásica europea tanto como de la andina y que se esmeró en transcribir para que se conserve y a quien recuerda como el “Abuelo al que no conociste nunca, pero al que te sentías tan próximo, y como si con él hubiera tenido principio no solo la familia sino también lo más significativo de la existencia” (44). Es cierto que Claudio recibe este legado y junto con su madre continuará recogiendo la música andina e interpretándola, como lo hace en la escena final ya referida.

Sin embargo, más allá de la comprobada figura fundante del abuelo, y de la unión del joven Claudio con la “cholita de Yauli” ya mencionada, la narración de País de Jauja no se construye como una saga familiar por cuanto no pretende narrar la de los Alaya Manrique, aun cuando el joven Claudio indague en el pasado de la familia y dé cuenta de sus abuelos fundadores y de su propio proyecto. Recordemos que nada sabemos del Claudio adulto ni de su descendencia. Asimismo, más que remitir a la historia nacional, la historia de la familia refiere a su constitución en términos de mestizaje y de desarrollo intelectual; mientras que la de Claudio se centra en su aprendizaje. Y será a partir de la escritura desde donde el joven cronista construirá un universo poblado de personajes que provienen de diversos mundos, culturas y tiempos que dialogan entre sí, se complementan y enriquecen tal como lo ejemplifica, entre otros episodios, la anotación del 12 de enero. Allí, Claudio examina la manera desordenada como se cruzan en sus pensamientos las tías de los Heros, Fox Caro y Elena Oyanguren con los personajes de La Iliada y otras lecturas de autores de la colección de Literatura Antigua que consulta casi diariamente:

Y así voy de uno a otro, entreverándolos, de manera que de repente voy a tener a tía Euristela hablando con Andrómaca, a Ifigenia quejándose ante Fox Caro, a los amarus de Marcelina combatiendo con el Escamandro, y a Palomeque discutiendo con Eneas. ¿Y si Dick Tracy le da una paliza a Menelao? ¿Si Sandokan se enamora de tía Grimanesa?” (111).

Del mismo modo, el que Claudio Alaya Manrique escuche y aprenda a interpretar en el piano a Mozart, Beethoven o Chopin y simultáneamente no solo goce con los huaynos, mulizas, relojeras y yaravíes sino que realice el trabajo de transcribirlos --“vamos y venimos de un mundo musical a otro” (19)--, y pase de la lectura de La Iliada a la transcripción de los cuentos de Marcelina, la indí- gena que relata historias y mitos andinos de su pueblo, da cuenta del universo híbrido y perfectamente armónico que la novela de Rivera Martínez explicita y que, sin ninguna duda, propone un modelo de nación no solo deseable, utópico, sino también posible.

Este modelo de nación no es representado por una familia como ocurre en la “novela familiar” convencional; antes bien, la familia Alaya Manrique se construye como un modelo poco usual; una “familia atípica” en más de un sentido como se verá enseguida. Ajeno a los conflictos y tensiones que desarrolla La violencia del tiempo a través de Martín Villar, el narrador de País de Jauja se esmera en describir a su familia como una que se define por el diálogo, la tolerancia armónica y las diversas actividades artísticas e intelectuales que cultivan.

Por ejemplo, en cuanto a los proyectos e intereses de los miembros de la familia, el padre de Claudio, muerto prematuramente, fue maestro de escuela y simpatizó luego con las ideas socialistas de Mariátegui. La hermana de la madre, Marisa, es también maestra; Abelardo, el hermano mayor de Claudio, ha interrumpido sus estudios en San Marcos pero aspira a convertirse en historiador. Y Laurita, la hermana, estudia pintura en la Escuela de Bellas Artes. La madre pudo ser pianista; por razones diversas, no tuvo una formación clásica y se siente una simple aficionada. Cuando Claudio le pregunta a su hermano acerca de los intereses de su padre, aparte de la pedagogía y la política, Abelardo responde “Los estudios sociales y la literatura…Como sabes, alguna vez dijo que le gustaría que sus hijos se dedicaran a la vida intelectual” (79). El joven Claudio describe así a su familia:

Mi madre es muy comprensiva, y tengo una tía que se halla de buen humor todo el tiempo, y un hermano del que ya te hablé, que lee mucho y ha estudiado dos años en la Universidad de San Marcos. Y mi hermana Laurita, lo sabes, estudia pintura en Lima y me escribe y se preocupa por mí. Y bueno, tengo la música. Así debería sentirme feliz. (País de Jauja 168)

Otro rasgo atípico de la familia es que, con excepción de Abelardo, la familia de Claudio está conformada por mujeres: su madre, su hermana Laura y la tía Marisa; además de Ismena y Euristela, las “tías locas” ya ancianas y empobrecidas e incapaces de recordar el pasado en el que fueron las jóvenes, bellas y casaderas hijas del señor de los Heros; tocaban piano y vivían cómodamente instaladas en la casa hacienda de Yanasmayo. Un pasado del que solo quedan cenizas tras el incendio de la casa que simbólica y literalmente acabó con la casa, el propietario y la propiedad.

La estructura patriarcal está pues ausente, tanto como los enfrentamientos generacionales entre padres e hijos propios de la adolescencia. Por el contrario, Claudio es un joven que parece viejo, “tienes solo 15 años pero andas averiguando vejeces” (178), comenta la tía Rosa. Independiente mas no rebelde, Claudio respeta la autoridad de la madre que se funda en el diálogo sin la mínima sombra de autoritarismo ni intolerancia. Además, todos los miembros de esa familia rechazan el racismo, los prejuicios contra los indios; aman la música andina tanto como la culta europea, respetan las creencias religiosas de cada uno, son tolerantes. En suma, la autoridad de los adultos se funda más en su sabiduría que en la jerarquización natural que se impone de padres a hijos.

Claudio, el constructor del relato en el que se inscribe desde dos voces--la del adolescente y la del escritor adulto en el que se ha convertido--, se representa como miembro de una familia que se inserta en una comunidad en la que todos tienen un lugar determinado no por el linaje y la filiación, como ocurre en la “novela familiar”, sino por sus intereses y actividades. Los cuentos que escribe y que definen su vocación por la escritura incluyen a todos los personajes del presente y del pasado que conoce, gracias a su curiosidad, a su deseo de conocer y entender las vidas de quienes forman parte de la comunidad que habita y que quiere inclusiva en su diversidad.

En la galería de incluidos desfila una amplia variedad de personajes de diferentes regiones, idiomas, culturas, edades, clase: ricos terratenientes como los de los Heros, jaujinos como Palomeque, “de los antiguos, y sin mezcla de indio, zambo ni tísico” (274) y jaujinos nuevos, jaujinos indios, zambos y tísicos como Mitrídates, europeos ricos y tísicos como Radulescu, viudas ancianas, tías locas y cuerdas, memoriosas y olvidadizas, tíos, jóvenes, etcétera. Todos son parte de la historia de País de Jauja; y la familia Alaya Manrique se inserta en esa historia como un personaje más y no como un eje central en el sentido en que sea posible decir “que la nación toma forma en la familia” (Saona 30) tal como ocurre con los Buendía de García Márquez, entre otras familias típicas de las “novelas familiares”.

Más modélica que alegórica, la familia Alaya Manrique ocupa, dada su atipicidad, una posición marginal, de allí que su protagonismo a lo largo de la historia no se identifique con la alegoría. La conciencia de ser parte de la comunidad, y no alegoría de esta, así como la de su atipicidad, se explicita en el diálogo que sostiene el joven Claudio con su hermana Laura cuando este le pregunta “¿Te acuerdas que Abelardo y tía Marisa decían que nuestra familia es muy singular, y tú añadiste que a pesar de todo somos una familia feliz? Y ante la respuesta afirmativa de su hermana, Claudio expresa su temor de que esa felicidad se acabe, pues es frágil en tanto que no es compartida por el resto:

Mira que yo tengo que esconder mi afición por la música, porque si no mis amigos se burlarían, y lo mismo pasa con mis aficiones literarias… Y hay quienes se quedan con la boca abierta cuando se enteran de que tú estudias pintura y hasta se escandalizan…Nosotros en cambio estamos abiertos a todos, y nos gustan los huaynos y Mozart, y Marcelina es tan importante para mí como Homero” (País de Jauja 535).

Pero aunque se sienten incomprendidos en su propia ciudad, los hermanos comparten y celebran la comparación hecha por Radulescu: “Jauja es como el sanatorio, un buque donde conviven gentes muy diversas y se llevan bien a pesar de todo”. ¿Y hacia dónde se dirige ese buque? pregunta Claudio. “Hacia una patria diferente, tal vez” (535). Y esa patria no es la proyección ilusoria, ingenua, de una utopía; tampoco la esperanza de un paraíso armónico y feliz. Esa patria es la novela, el país que habitan “esas gentes muy diversas que se llevan bien a pesar de todo”. Y lo es gracias al talento creativo de Edgardo Rivera Martínez que instaló a esas gentes, a esas historias, a ese país, en el espacio de la novela; las convirtió en personajes, las recreó y les dio voz para que nos contaran que ese mundo ideal que se actualiza cada vez que nos internamos en las páginas de País de Jauja no solo es deseable sino también posible más allá de las alegorías; más allá de los postulados de la “novela familiar” convencional, que respeta y legitima en algunas líneas de la trama, pero que subvierte y trastoca en más de una de sus convenciones.

 

Referencias bibliográficas

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CUBA, Martha (2001) “El mestizo jaujino”. En: Ciudad Letrada. Revista mensual de literatura y arte 11; pp. 1-4         [ Links ]

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GAMBOA, Jeremías. (2006) “Jauja: Ciudad de fuego”, Entrevista. En: Edgardo Rivera Martínez: Nuevas lecturas. César Ferreira (editor). Lima: Fondo editorial de la UNMSM; pp.333- 351         [ Links ]

RIVERA MARTÍNEZ, Edgardo (1996) País de Jauja. Lima: Peisa.         [ Links ]

SAONA, Margarita (2004) Novelas familiares. Figuraciones de la nación en la novela contemporánea. Rosario: Beatriz Viterbo.         [ Links ]

SOMMER, Doris (1991) Foundational Fictions. The National Romances of Latin America. California: University of California Press.         [ Links ]

TIERNEY-TELLO, Mary Beth. (2006) “’Lo nuestro’ y lo femenino: La representación de la mujer en País de Jauja de Edgardo Rivera Martínez”. En: Edgardo Rivera Martínez: Nuevas lecturas. César Ferreira (editor). Lima: Fondo Editorial de la UNMSM; pp. 183-198.         [ Links ]

 

Recibido: 1/9/2015

Aceptado: 25/10/2015

 

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1. En la entrevista de Jeremías Gamboa Cárdenas, “Jauja: Ciudad de fuego”, Edgardo Rivera Martínez emplea el término y explica que: “Se trata de una utopía lírica, si se quiere, algo que de alguna manera fue realidad para mí, para mi familia y para otras familias de Jauja. Quizá no teníamos conciencia de ello pero es algo que se vivía” (303). En: Edgardo Rivera Martínez: Nuevas lecturas.

2. La “afiliación” implica “la posibilidad de pertenecer a una comunidad formada por lazos no biológicos” (Saona, Novelas familiares 18).

3. Basta pensar, a manera de ejemplo, en un Mundo para Julius (1970) de Alfredo Bryce Echenique (1970), novela en la que el universo familiar es protagónico; y altamente alegóricas, desde la perspectiva de la “novela familiar”, las funciones que cumplen los personajes representados; o en La violencia del tiempo (1991) de Miguel Gutiérrez, novela que relata la historia de cinco generaciones de la familia Villar como clara alegoría de la historia del Perú.

4. Su historia es inseparable de la historia ya sea de Colombia, Perú e incluso Latinoamérica en general. Todo lo que les pasa a los Buendía, remite a épocas históricas específicas y reconocibles de la historia familiar; además, la presencia del romance que se inicia con la pareja fundadora y el desarrollo de la trama están determinados por la narración de los hechos que acontecen a medida que la familia se expande. Esta caracterización es perfectamente aplicable a los Villar quienes se constituyen en la familia fundadora de una estirpe marcada por la fragmentación, las diferencias radicales inconciliables y la imposibilidad de la construcción de una nación integrada y armónica (Ver Saona, “La construcción de linajes y el destino de la nación: Cien años de soledad y La casa de los espíritus”. En: Novelas familiares. Figuraciones de la nación en la novela latinoamericana contemporánea. 29-80.