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Letras (Lima)

versión On-line ISSN 2071-5072

Letras vol.88 no.127 Lima ene./jun. 2017

 

ESTUDIOS

El Inca Garcilaso, nuestro primer gran escritor

Inca Garcilaso, our first great writer

 

Mercedes López-Baralt

Universidad de Puerto Rico

Universidad Nacional Mayor de San Marcos

Contacto: mercedeslopezbaralt@gmail.com

 

Para Agustín Prado Alvarado,
con gratitud siempre renovada


Resumen

En este ensayo, y desde los Comentarios reales y la Historia general del Perú, abordo los motivos que justifican el epíteto que hace años le vengo otorgando al Inca Garcilaso de la Vega: nuestro primer gran escritor. La primera parte examina el carácter literario de su escritura, considerando la simetría como su principio rector, la poesía de su prosa, la fuerza narrativa de sus cuentos, las alegorías de sus estampas líricas, su anticipación de la memoria autobiográfica como género moderno y la creación de personajes inolvidables y diálogos estremecedores. La segunda calibra el rol del Inca como mitólogo, y explica cómo su orfandad psíquica lo mueve a buscar figuras paternas que sustituyan al padre y a construirse a sí mismo como ente mítico andino: el wakcha. En su obra, el doble —noción mítica milenaria que la modernidad ha hecho suya para aludir a la complejidad del ser humano como ente conflictivo— se convierte en el tropo rector de la creación de sus personajes. Con un manejo magistral, nuestro Inca anticipa en más de dos siglos a Dostoievski. Concluyo ponderando las reverberaciones actuales de la lección magistral que nos ha dejado su celebración del mestizaje.

Palabras clave: El Inca escritor, el Inca mitólogo, orfandad psíquica, el doble, celebración del mestizaje.


Abstract

This essay examines two masterpieces authored by the Inca Garcilaso de la Vega, The Royal Commentaries and The General History of Peru, pointing to the qualities of his prose that justify his stature as our first Latin American writer. The first part considers symmetry as the guiding principle of his writing, its lyric quality, his appeal as a powerful narrator, his anticipation of the modern genre of autobiography and his creation of unforgettable characters and moving dialogues. The second part approaches Garcilaso's role as mythologist, and explains how his psyquic orphanhood moves him to seek paternal figures and to transform himself into the Andean mythical entity of the wakcha. In his works, the double - an ancestral notion which modernity has coined to explain man's complexity as a conflictive being - becomes the trope that lies behind the creation of his characters, anticipating in more than two centuries the master of the doppelganger, Dostoievski. The essay concludes with a reflection on the relevant presence of the Inca's ethical lesson: the celebration of crossbreeding.

Keywords: The Inca as a writer, the Inca as a mythologist, psychic orphanhood, the double, celebration of crossbreeding.


Hace unos años, en El Inca Garcilaso, traductor de culturas (2011), intenté no solo explicar, sino explicarme el porqué de mi fascinación con nuestro primer escritor mestizo. Para contestar la reiterada pregunta que yo misma me hiciera en el pórtico, ¿por qué el Inca?, intenté precisar mis razones de amor. Quisiera evocarlas aquí.

En primer lugar, porque se trata de nuestro primer gran escritor latinoamericano. También del primer historiador y del primer etnólogo peruano. Que inicia no solo la literatura de su país, sino el canon literario hispanoamericano. Que estrena en el Perú la corriente fundacional de nuestras letras: la traducción de culturas, iniciada por fray Ramón Pané en 1498 en las Antillas4 , en la que también se destacó el sin par Guaman Poma. Y que además de constituir el mito originario de la peruanidad mestiza, crea mitos, convirtiéndose a su vez en mitólogo. Empleo la palabra en el sentido que le da la Real Academia Española: aquel que sabe de mitos y que los crea.

En segundo lugar, porque se trata de un clásico. Lo antedicho lo explica, pero vale añadir otra dimensión de su universalidad5 . Y es que Garcilaso, como lo han visto Iris Zavala (1992) y Edgar Montiel (2005), conversa con el futuro al anticipar las utopías de la modernidad. Porque si bien el Inca leyó la Utopía de Moro (1516), también influyó sobre el pensamiento filosófico occidental, otorgándole sin saberlo un mentís a la equivocada certeza de que Europa fue la que siempre exportó a América sus saberes. La obra de nuestro primer mestizo influyó, en parte por sus traducciones6 , no solo en La ciudad del sol de Campanella (1623), sino en la Nueva Atlántida de Francis Bacon (1627), los Tratados sobre el gobierno civil de John Locke (1689), El espíritu de las leyes de Montesquieu (1747), El código de la naturaleza de Morelly (1755) y el libro de ciencia ficción El año 2440, de Louis Mercier (1772). El Inca también ha dejado su huella en los cuentos de Voltaire, en el Robinson Crusoe de Daniel Defoe (1719) y en el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres de Rousseau (1755).

Sin embargo aún hay otras respuestas a la reiterada pregunta, ¿Por qué el Inca? Y ahora hablo como puertorriqueña. Garcilaso está muy cerca de nosotros, no empecé el aparente exotismo que los Andes puedan tener en el imaginario caribeño. Hay algo entrañable que nos hermana con él. El amor a la patria y la defensa irrenunciable de la identidad. Es mestizo, y celebra el epíteto con un orgullo premartiano, precarpenteriano, a voz en cuello: me lo llamo yo a boca llena, y me honro con él. De ahí que en su obra se enseñoree la ambigüedad. La biculturalidad divide los Comentarios reales en dos partes: la primera celebra la memoria del mundo materno, incaico; la segunda, la conquista que lo destruyó. Contradicción a la que el Inca estaría acostumbrado desde niño, por la noción quechua de tinku o encuentro conflictivo entre las dos partes —hanan (alto) y hurin (bajo)— que dividen al Cuzco desde su fundación (como él mismo lo describe) y a cada comunidad andina, incluso hoy7 . Esta dualidad que marca la cultura materna late tras su valor ético más preciado: el ayni o la reciprocidad, que siempre involucra a dos. Sin emplear la palabra, el mismo Inca lo evoca cuando dice que saldó la deuda de gratitud que tenía con sus padres al dedicar un volumen de los Comentarios reales a cada uno de sus mundos, tan distantes8 .

También se trata de un hombre colonizado cuyas estrategias de supervivencia y de recuperación de la dignidad, detonantes de la retórica del silencio, la entrelínea, la ironía, el tópico de la falsa humildad y, sobre todo, el arte de la glosa, producen —para emplear la frase de Lezama Lima (1971)—, un singularísimo "arte de contraconquista". En otras palabras, lo que Josefina Ludmer (1984) llama "las tretas del débil" para decir sus verdades, y que la censura no lo pudiera impedir. Guaman Poma —otra maravilla andina— gritó y vociferó desde la palabra y la imagen, y lo silenciaron durante tres siglos; Garcilaso, con su sabia elegancia de humanista, dijo y desdijo, convirtiéndose en autor canónico desde su primer libro, la traducción de los Diálogos de amor de León Hebreo.

Lo que me lleva a la pulsión que late tras mis estudios garcilasistas: la perplejidad. Me refiero a las dificultades que tuve de estudiante para aceptar la ambigüedad de un cronista que celebra a la vez el imperio incaico y su destrucción. Dificultades compartidas por tantos lectores que por primera vez se enfrentan a su obra. Hoy empezamos a entender las contradicciones del Inca: más allá de aquellas debidas a la huella del omnipresente tinku andino, hay otras, impuestas a su escritura tanto por el mestizaje como por el coloniaje, y que redundan en negociaciones descolonizadoras que harían las delicias de pensadores como Franz Fanon (1961, 1973) y Homi Bhabha (1990), quienes han calado como nadie en los vericuetos psicoanalíticos de la mentalidad colonial. Pues la obra del Inca constituye un originalísimo arte de bregar andino. En nuestra isla, nombrada por Luis Rafael Sánchez en La guaracha del Macho Camacho (1976) como "colonia sucesiva de dos imperios", la multifacética palabra nacional puertorriqueña, bregar, estudiada por Arcadio Díaz Quiñones (2000), alude, sobre todo, a negociar en condiciones de inferioridad. En el caso del Inca, se trata de negociaciones convertidas con suprema maestría en materia literaria. Por otra parte, la aceptación de estas contradicciones es la consecuencia necesaria no solo de su madurez, sino de la conciencia de un oficio que ha llegado a su plenitud. Ya lo dijo Walt Whitman (1993): "Do I contradict myself? / Very well, then I contradict myself. / I am large -I contain multitudes" [¿Me contradigo? / Pues bien, me contradigo. / Soy grande, contengo multitudes].

Su mestizaje, como el latinoamericano, tiene mucho más de agonía que de armonía, por mucho que el ideal renacentista de la concordia pusiera sordina tantas veces a su dolor. También me resulta conmovedora su pasión de utopía: como quien no quiere la cosa, y pese a su adhesión explícita a la conquista (de todos modos no podía dejar de ser hijo de su padre), denunció con lucidez suprema la muerte del último líder de la resistencia incaica, Tupac Amaru, cuyo ajusticiamiento por orden del virrey Toledo en 1572 considera "lo más lastimero de todo lo que en nuestra tierra ha pasado y hemos escrito, porque en todo sea tragedia"9 . Sentencia intuitivamente descolonizadora que Alberto Flores Galindo entiende como el germen de las numerosas instancias de la utopía en la historia andina. De ahí que sus Comentarios reales fueran prohibidos durante unos años por Carlos III, pues sirvieron de lectura inflamatoria para los indios capitaneados por el segundo Tupac Amaru en su sublevación mestiza de 1780.

También le debemos al Inca una lección ética. Porque, para emplear la afortunada frase de Eduardo Galeano al hablar hace años del cantor uruguayo Alfredo Zitarrosa, Garcilaso "convierte su propio dolor en luces alumbradoras para los demás", suturando la herida nunca curada del coloniaje con el milagro de la palabra escrita10. Y porque nos estremece su valiente lucha contra el olvido. Tras graves humillaciones —el repudio de su madre, la princesa incaica Isabel Chimpu Ocllo, por el capitán Sebastián Garcilaso de la Vega, su padre, o la denegación del Consejo de Indias de Madrid de la herencia paterna, por hallar a su progenitor sospechoso de traición a la Corona11— se declara Inca y construye un monumento literario al mundo materno, en peligro de extinción. Y lo hace desde la dignidad andina que aún pervive hoy, manifiesta en versos como aquellos de un huayno quechua que rescatara Arguedas en 1946, y cuya belleza surrealista —que late en la traducción del autor de Los ríos profundos— apunta a una despedida que se quiere postergar hasta lo indecible:

Hoy es el día de mi partida.
Hoy no me iré, me iré mañana.
Me veréis salir tocando una flauta de hueso de mosca,
llevando por bandera una tela de araña.
Será mi tambor un huevo de hormiga.
¿Y mi montera?
Mi montera será un nido de picaflor12.

Por todo lo dicho, hoy quiero rendirle homenaje al Inca Garcilaso. Partiendo de una declaración de Ernesto Sábato, con su sabia intuición visceral, en La resistencia afirmaba que la poesía y el mito son las manifestaciones más profundas del espíritu del hombre, con las que toca "los fundamentos últimos de su condición y logra que el mundo en que vive adquiera el sentido del cual carece" (2000, p. 58). Poniendo el acento en los Comentarios reales y en la Historia general del Perú, este ensayo abordará las facetas menos exploradas de un autor poliédrico: los roles del Inca Garcilaso como escritor que roza la poesía y como mitólogo. Lo segundo parte de lo primero, pues muchos de los grandes artistas son creadores de mitos: arquetipos que vienen de lejos y apuestan al futuro. Baste pensar en Fernando de Rojas con la Celestina, en Cervantes con don Quijote y Sancho, en Flaubert con Emma Bovary, en Lorca con los gitanos, en Luis Palés Matos con Tembandumba y Filí-Melé, en García Márquez con Macondo.

Y comenzamos abordando las múltiples razones que le han ganado al Inca el epíteto que vengo otorgándole con tanto placer hace unos años: nuestro primer gran escritor.

¿Qué hace a un gran escritor? No solo la vocación. El escritor nace, pero también se hace. Leyendo. En un ensayo sobre Miguel Hernández, Carlos Bousoño (1960) lo explica: la grandeza de un autor depende de la cantidad de tradición que su obra, desde su novedad, salva. Porque la intertextualidad es —para emplear la frase de Roberto González Echevarría (1985)— una "selva de libros" que habita cada texto literario importante. En el caso del Inca, están los clásicos latinos, la Utopía de Tomás Moro, el neoplatonismo renacentista, los Diálogos de amor de León Hebreo, Castiglione, las novelas de caballería, la picaresca, las crónicas de Blas Valera, Gómara, Zárate y Diego Fernández... Pero nuestro mestizo no solo leyó abundantemente; también supo escuchar, sobre todo en su niñez, la tradición oral incaica. Y con ella, los mitos y la poesía andina que nutren la cultura materna. Pero sin la voluntad de belleza el escritor no llega lejos. Tiene que apostar al placer del texto, que en la escritura garcilasiana se logra por la simetría como principio rector, la variedad, las metáforas y las alegorías, la poesía que emerge plena en frases inesperadas, las descripciones vívidas de instantes congelados en el tiempo y la pulsión narrativa que logra cuentos perfectos. También la creación de personajes inolvidables y diálogos estremecedores. Además de una prosa sobria, clara y serena; cada día más joven.

Sus cuentos son ya famosos, sobre todo el de Aguirre, de la Historia general del Perú, que exhibe sabor de aventura, humor, suspenso y sorpresa final. Además de la moraleja: la autoridad arbitraria poco le sirve a la justicia. Moraleja irónica, pues posiblemente derive de la experiencia del Inca ante el Consejo de Indias. Pero me detendré en el género narrativo menos estudiado en su obra: las estampas, "miniaturas literarias de mano maestra", como las ha llamado Carlos Araníbar (1991). Cito una de los Comentarios reales que exhibe un intenso lirismo con visos de alegoría:

En el llano de Yúcay vi volar dos cernícalos a un pajarillo; traíanlo de lejos, encerróseles en un árbol grande y espeso que hay en aquel llano; yo lo dejé en pie, que los indios en su gentilidad tenían por sagrado, porque sus reyes se ponían debajo de él a ver las fiestas que en aquel hermoso llano se hacían; el uno de los cernícalos, usando de su natural industria, entró por el árbol a echar fuera al pajarillo; el otro se subió en el aire, encima del árbol, para ver por dónde salía, y, en saliendo el pájaro, forzado del que lo perseguía, cayó a él como un neblí; el pajarillo volvió a socorrerse en el árbol; el cernícalo que cayó a él entró a echarle fuera, y el que le había sacado del árbol se subió en el aire, como hizo el primero, para ver por dónde salía; de esta manera los cernícalos, trocándose ya el uno, ya el otro, entraron y salieron del árbol cuatro veces, y otras tantas se les encerró el pajarillo con grande ánimo, defendiendo su vida, hasta que la quinta vez se les fue al río, y, en unos paredones de edificios antiguos que por aquella banda había, se les escapó con gran contento y gusto de cuatro o cinco españoles que habían estado mirando la volatería, admirados de lo que la naturaleza enseña a todas sus criaturas, hasta las aves tan pequeñas, para sustentar sus vidas, unas acometiendo y otras huyendo con tanta industria y maña, como se ve a cada paso. (p. 611)13

La estampa constituye una instancia indiscutible de prosa poética, y se singulariza por tratarse de un testimonio del Inca: "vi volar". La sintaxis es quizá su mayor logro: se puede leer como una sola oración, y el stacatto logrado por las numerosas frases, casi todas ellas cortas, que la componen, metaforiza el zigzag del vuelo en el área constreñida del árbol y su entorno. Interesantemente, su carácter autobiográfico le presta intensidad lírica a la estampa, pues el Inca toma partido en esta lucha desigual: con su diminutivo afectivo, la palabra "pajarillo" lo delata. La alegoría resulta una versión ornitológica del mito bíblico de la inesperada victoria de David sobre Goliat. Como hombre colonizado, Garcilaso no tenía otra opción que ponerse del lado del débil, a pesar de que hace constar que varios españoles que miraban "la volatería" quedaron igualmente admirados de la victoria del pajarillo. El final condensa la moraleja: estamos ante un himno a la naturaleza que se torna en canto a la libertad.

La estampa constituye una instancia indiscutible de prosa poética, y se singulariza por tratarse de un testimonio del Inca: "vi volar". La sintaxis es quizá su mayor logro: se puede leer como una sola oración, y el stacatto logrado por las numerosas frases, casi todas ellas cortas, que la componen, metaforiza el zigzag del vuelo en el área constreñida del árbol y su entorno. Interesantemente, su carácter autobiográfico le presta intensidad lírica a la estampa, pues el Inca toma partido en esta lucha desigual: con su diminutivo afectivo, la palabra "pajarillo" lo delata. La alegoría resulta una versión ornitológica del mito bíblico de la inesperada victoria de David sobre Goliat. Como hombre colonizado, Garcilaso no tenía otra opción que ponerse del lado del débil, a pesar de que hace constar que varios españoles que miraban "la volatería" quedaron igualmente admirados de la victoria del pajarillo. El final condensa la moraleja: estamos ante un himno a la naturaleza que se torna en canto a la libertad.

La estampa me invita a consignar aquí unas palabras de Raúl Porras Barrenechea (1955), quien, tras reconocerlo como historiador, afirma que Garcilaso siempre estuvo más cerca de la poesía. El aserto es curioso, pues la crítica garcilasista siempre ha puesto el acento en los dotes de narrador de nuestro autor. Sin embargo pienso que, instintivamente, el insigne historiador peruano ha tocado un punto álgido en la escritura del Inca. Ya habían notado la dimensión poética de los Comentarios reales —nos lo indica José Durand (1962)— Menéndez Pelayo y Azorín. Y con ellos coincide Aurelio Miró Quesada (1994), quien afirma que dicha obra logra, en sus momentos esenciales, "un vuelo y una categoría de poema". La magnífica exposición de la Biblioteca del Inca, comisariada el año 2016 en la Biblioteca Nacional de Madrid por Esperanza López Parada, Marta Ortiz Canseco y Paul Firbas, nos confirma la afición de Garcilaso por poetas clásicos como Virgilio, Dante y Petrarca. Por su parte, Vargas Llosa (2009) ha dicho que la prosa del Inca "rezuma poesía a cada trecho". Tiene razón, porque la poesía recorre la obra del Inca como "sombra sonora de la prosa", para decirlo con la frase que emplea Luis Rafael Sánchez (1976) para describir la de Cien años de soledad. Baste recordar el amor con el que el Inca conservó en su memoria aquellas inolvidables redondillas quechuas (p. 155) que hoy nos suenan a haikú:

Cayllallapi                         Al cantico

puñunqui     quiere decir     dormirás

chaupituta                       medianoche

samúsac                         yo vendré

La traducción al castellano, debida al Inca, ha sido alterada en casi todas las ediciones de los Comentarios reales, más allá de la primera: "cantico", que quiere decir a la orillita, o para decirlo en buen peruano, "aquicito nomás", suele transformarse equivocadamente en cántico, que en quechua se nombra como taki y no como cayllallapi. En mi edición de 2003 de los Comentarios reales enmendé este error, eliminando el innecesario acento de "cántico". Obviamente innecesario, no solo por cuestiones semánticas, sino por los reclamos del ritmo. Porque Garcilaso, como buen esteta, supo mantener en su traducción la regularidad acentual del original quechua: acentos en tercera sílaba en los versos impares: de ahí que cayllallapi se traduzca como al cántico (mis énfasis).

Pero volvamos a la dimensión narrativa de su escritura. Al evocar su niñez y adolescencia en el Cuzco, nuestro Inca anticipa el género moderno de las memorias, cuyo carácter ficcional hoy es indiscutible. Convirtiéndose en un flâneur pionero, antes de que Baudelaire y Walter Benjamin hicieran famosa la palabra que describe al paseante de la ciudad moderna. Garcilaso camina el Cuzco con ojos maravillados y lo recrea para la posteridad. "Camina el autor", para citar unas palabras de Guaman Poma, y al hacerlo, el Inca nos muestra su yo en más de cincuenta escenas, cual en una secuencia cinematográfica. La fruición del lector es inmediata: sentimos que vemos al niño, al joven; nos insertamos en la mitad del siglo dieciséis; con él caminamos las calles empedradas del Cuzco, entramos en dimes y diretes con el Inca Viejo, cruzamos ríos, subimos el cerro de Sacsayhuaman, entramos a minas misteriosas, cantamos haillis, robamos uvas, nos quedamos con ganas de comer espárragos, miramos la sierra de Vilcanota, tocamos la momia de Huayna Capac, viajamos con un cachorrito hacia Lima, miramos el horizonte lejano de la mar del Sur... Las palabras son más que trazos en una página: nos revelan una realidad viva, palpitante, inmediata. Esa realidad es también la del escritor, ya viejo, que cuarenta y dos años más tarde se deleita contemplando la porción desechada de una esmeralda que recibió en su niñez. Cuatro siglos después, el lector lo imagina escribiendo en su escritorio de Córdoba. Mientras su pluma vuela por el papel, un pedazo de vidrio verde se posa sobre las hojas de un manuscrito inconcluso que habrá de cambiar el rumbo de la literatura hispánica. Si la piedra pensara, no cambiaría su futuro de pisapapel por el pasado efímero de engalanar la mano de alguna joven, española o cuzqueña.

Y ya que hablamos de autobiografía, vale citar lo que para mí constituye la estampa más impactante de los Comentarios reales. Que por su sentido alegórico y su brevedad preñada de significados implícitos, se acerca a la poesía. Narra un suceso de 1555, al parecer trivial: el primer encuentro del Inca adolescente con los espárragos. Un amigo de su padre le envió tres:

[...] los espárragos eran hermosísimos; los dos eran gruesos como los dedos de la mano y largos de más de una tercia; el tercero era más grueso y más corto, y todos tres tan tiernos que se quebraban de suyo. Mi padre, para mayor solemnidad de la yerba de España, mandó que se cociesen dentro de su aposento, al brasero que en él había, delante de siete u ocho caballeros que a su mesa cenaban. Cocidos los espárragos, trajeron aceite y vinagre, y Garcilaso, mi señor, repartió por su mano los dos más largos, dando a cada uno de los de la mesa un bocado, y tomó para sí el tercero, diciendo que le perdonasen, que por ser cosa de España, quería ser aventajado por aquella vez. De esta manera se comieron los espárragos con más regocijo y fiesta que si fuera el ave fénix, y aunque yo serví a la mesa e hice traer todos los adherentes, no me cupo cosa alguna. (p. 706)

El relato estuvo a punto de ser humorístico, pero no lo es. Hay un dejo velado de tristeza en Garcilaso al contar su exclusión del improvisado banquete: recordemos que para ese año ya su padre estaba casado con Luisa Martel, y el muchacho vivía con él. Sabemos que le servía de amanuense, pero, como lo revela el pasaje, también de mozo de mesa; es decir, de sirviente. El reproche silente al capitán al que siempre llama "mi señor" consta elocuente en la palabra "aunque".

La estampa insinúa el despliegue de poder del capitán Garcilaso, que al compartir el manjar español con sus amigos no solo subraya su superioridad, sino que los compromete, como subalternos, a la reciprocidad. Recordemos la lección de Marcel Mauss en su Essai sur le don (1923-1924): el regalo obliga. Pero el episodio tiene su miga, pues la frustración del muchacho obedece a más de un motivo. Los más obvios son, más allá de la curiosidad natural de querer probar una hortaliza desconocida, el filial (no es reconocido como hijo) y el social (se le trata como a un sirviente). Pero hay una dimensión sexual inescapable en la alegoría implícita en el relato. La verdura codiciada no es otra que el espárrago, símbolo fálico evidente.

Antes de entrar en materia, debo contextualizar la lectura que propondré en breve. Y comienzo con un hecho: la literatura nunca esperó, para proponer abundantes metáforas vegetales para los sexos, una fecha tan tardía como la de la aparición de La interpretación de los sueños de Freud en 1899. En este libro indispensable su autor sencillamente describió lo que ya era una realidad universal: la tendencia humana a comparar el falo con objetos o entes elongados, y la vagina con recipientes redondos y cóncavos. En la literatura mundial abundan estas metáforas. La Edad Media española da fe de ello. Louise O. Vasvári aborda el tema en su ensayo "Vegetal-Genital Onomastics in the Libro de Buen Amor" (1988), aunque ya María Rosa Lida (1966) había notado —castamente, empero— la vegetalización de los nombres de doña Endrina (ciruela) y don Melón en dicha obra. Y a propósito de doña Endrina, la comparación de la fruta abierta como el sexo femenino ha recorrido no solo el habla popular de innumerables países (valga recordar que por ello en Cuba no se puede decir papaya, dulce manjar que ha quedado nombrado allí con una frase eufemística poco afortunada: fruta bomba), sino la poesía más exquisita: es el caso de Miguel Hernández, cuando ante la implacable frialdad de la musa ("una naranja helada"), el corazón del poeta, femeninamente abierto al amor, se rinde caliente como "una febril granada" en el soneto 5 de El rayo que no cesa (1959). No nos debe extrañar: la misma palabra fruta está emparentada etimológicamente con fruición y disfrute, voces relativas al goce (Corominas, 1954). Por algo nuestra parcha puertorriqueña se llama en inglés passion fruit.

Sin embargo, no solo se trata de frutas; también los vegetales tienen un rol protagónico en la imaginería sexual. En el Romancero antiguo hay un ejemplo notorio de esta tendencia lúdica del lenguaje que viene indudablemente de la oralidad, ya que no hay lengua que no compare las partes del cuerpo con elementos de la naturaleza. Basta recordar los romances de doña Lambra, en los que para vengarse de uno de los Infantes de Lara, ordena a su criado ensangrentar un pepino ("cohombro") y tirárselo; una forma de afrentar su virilidad, con la intención simbólica de castrarlo:

Doña Lambra que lo vio, / como muy mal lo quería, / llamado había a un criado, / d'esta suerte le decía: / —Toma agora tú un cohombro, / fínchelo de sangre viva, / y arrójaselo a Gonzalo, / aquel que el azor tenía: / vente luego para mí, / que yo te mampararía—. (Ochoa, 1810, p. 105)

También encontramos este juego metafórico en la literatura colonial. En Guaman Poma, autor y artista (1993), comprobé cómo una "inocente" manzana se trocaba en falo en uno de los extraños dibujos de banquetes coloniales de la Nueva coronica del autor andino. Lo que nos lleva a recordar otras instancias de las artes visuales. Vale aludir al neerlandés Hieronymus Bosch, el Bosco (1450-1516), uno de los pintores favoritos de Felipe II, quien adquirió varios de sus cuadros para el Escorial. Su famosísimo Jardín de las delicias, una suerte de visión perversa del paraíso terrenal, prolifera en frutas y flores que acompañan los retozos de los amantes: el tomarlas es un eufemismo del acto sexual. También es notable, entre otros, el caso del pintor flamenco Joachim Beuckelaer (c. 1535-c. 1575). Pongo como ejemplo dos de sus escenas de mercado. En una, la verdulera tiene su mano sobre una col (en los Países Bajos, un símbolo para la vagina), mientras con ella señala a dos amantes besándose. En otra, el vendedor de pollos (obvio símbolo fálico) se excita al acariciar a su amiga, condición anatómica que se desplaza al cuchillo y la faltriquera que cuelgan de su cintura, y cuya forma y posición reproducen la de los testículos con el falo erecto; el mensaje erótico se reitera en el gesto de levantar la mercancía triunfalmente (Matt Kavaler, 1987)14.

Ahora podemos volver al banquete de espárragos del Inca Garcilaso. Como se trata de un recuerdo cuya precisión autobiográfica incluye fecha (entre 1555 y 1556) y el nombre y las señas del que los introdujo al Cuzco (García de Melo, natural de Trujillo, tesorero en el Cuzco de la Hacienda del Rey), es difícil pensar que el Inca lo inventó, armándolo de simbolismo fálico. Pero este simbolismo, tan universal como hispánico, tuvo que haber sido muy conocido por su padre, por el empleo elocuente que hace de él. Incluso —aunque fuera de manera inconsciente— por el hijo. Sea como fuere, resulta evidente para el avisado lector. Veamos.

Según lo cuenta Garcilaso, "los espárragos eran hermosísimos; los dos eran gruesos como los dedos de la mano y largos demás de una tercia; el tercero era más grueso y más corto". En una demostración de fuerza apabullante, el capitán se apodera de este, y comparte el otro solo en pedacitos con sus invitados, "siete u ocho caballeros", españoles todos. No se nos escapa la ironía de este agasajo: al honrarlos, los castra, subrayando así su carácter subalterno. Como sacerdote en misa ("para mayor solemnidad"), el capitán ofrece a sus amigos bocados del manjar sagrado ("por ser cosa de España") que cifra la virilidad vencedora, y afirma su autoridad ("quería ser aventajado por aquella vez"), quedándose con el espárrago más grueso, completo. El adolescente mestizo (tenía dieciséis años) queda instantáneamente emasculado por la masculinidad suprema del padre, sacerdote oficiante de esta comunión fálica y blasfema que hermana a los conquistadores en una cofradía sexual y étnica de poder, vedada a la otredad. No solo castrado, sino feminizado, como varón que no ha llegado a la adultez, y como miembro de la raza vencida que sirve en tareas domésticas. Era imposible, desde luego, que el muchacho olvidara un incidente que para esta lectora supone, por su dolorosa intensidad y el carácter emblemático que le otorga su polisemia, la escena primaria del dolor en su niñez. Empleo la frase en un sentido lato, pues no se trata del primer recuerdo doloroso del Inca, sino del primero en el que manifiesta su incomodidad psíquica.

La escena del banquete de espárragos nos lleva a descubrir un profundo, aunque velado, resentimiento por su padre. Ello obedece, a mi entender, a dos motivos: la participación del capitán Garcilaso de la Vega en la conquista que destruyó el imperio incaico, y su repudio a Isabel Chimpu Ocllo cuando el Inca tenía diez años. Pero se trata de un resentimiento dolorosamente conflictivo, pues es su padre, siempre lo llama "mi señor", ha tomado su nombre y escribirá la Historia general del Perú para restaurar su honra y celebrar la conquista española.

Aun así, la orfandad psíquica del Inca se enseñorea en su obra, y se revela en la búsqueda incesante de una figura paterna. Si en la famosa obra teatral de Pirandello seis personajes van en busca de un autor, en los Comentarios reales y en la Historia general del Perú es el autor el que va en busca de cuatro personajes que espejeen el arquetipo paterno. Ellos son su mismo padre, el capitán Garcilaso de la Vega; el Inca Viejo, Cusi Huallpa, su tío abuelo materno; Gonzalo Pizarro, traidor a la Corona que tuvo al capitán en sus huestes; y Tupac Amaru I, el último líder de la reconquista incaica, decapitado por órdenes del virrey Toledo. Y aunque tres de ellos son, más allá de toda duda, figuras históricas, terminarán como constructos verbales de Garcilaso. Pero en el camino, el Inca ha de encontrarse con un quinto personaje, que no es otro que él mismo.

Digo constructos verbales, porque como buen escritor, el Inca convierte la historia en literatura: del padre deshonrado e infamado crea un padre honrado, que su obra hará famoso; del rebelde traidor, un vasallo leal a la Corona; de sus parientes maternos, la figura arquetípica del Inca Viejo; de Tupac Amaru, un mito utópico, consagrado por una frase lapidaria de la Historia general del Perú: "Así acabó este Inca, legítimo heredero de aquel Imperio por línea recta de varón, desde el primer Inca Manco Cápac hasta él". Con esta condena oblicua de la conquista española, Garcilaso inicia —ya lo dijo Flores Galindo (1986)— la larga trayectoria de la utopía en el Perú. Pero el Inca también se resignifica como personaje. Como lo hiciera Guaman Poma en el capítulo "Camina el autor" de su Nueva coronica i buen gobierno, Garcilaso se convierte en la figura ancestral del wakcha, anticipando a Vallejo y Arguedas, en cuyas obras reconocemos este arquetipo andino de la orfandad. Porque su persona exhibe las características que le adjudicara Arguedas al término: es huérfano (de ambos padres), desarraigado (de sus raíces maternas), forastero (en España) y desposeído (de la herencia de su padre)15. Hete aquí, entonces, que el Inca figura en su obra magna no solo como creador de personajes, sino como personaje. También como creador de diálogos; ya lo veremos.

Interesantemente, de los cuatro personajes paternos el Inca privilegia a los vencidos, es decir, a los que llamó en el prólogo a la Historia general del Perú, sus compatriotas indios. No solo les demuestra una gran empatía, sino que les concede un lugar destacado: el Inca Viejo abre y cierra los Comentarios reales; Tupac Amaru cierra la Historia general del Perú y la obra —compuesta de estas dos partes— en su integridad, en un clímax que tiene mucho de aleccionador. Estos dos son los héroes que nuestro autor hace suyos de manera espontánea; en cuanto a los españoles —el capitán Garcilaso de la Vega y Gonzalo Pizarro— es evidente su devoción por ambos, pero, como sabemos, celebrar sus vidas tiene un fin ulterior: restaurar la honra del padre, que es lo mismo que limpiar su propio nombre de autor ya célebre.

Tanto Antonio Cornejo Polar, en Escribir en el aire (1994), como Max Hernández en Memoria del bien perdido (1993), asedian la escritura del Inca como un intento de suturar las heridas del coloniaje y reconciliarse con sus aspectos conflictivos. Si la escritura es un desdoblamiento, no nos debe extrañar que propicie —en el caso del Inca— la creación de personajes. En los Comentarios reales se alternan dos figuras paternas: el Inca Viejo, su tío, omnipresente; y el padre, de presencia fugaz. El Inca Viejo es el alpha y el omega del libro: Garcilaso dialoga constantemente con él, porque, junto a otros parientes maternos, le contaba la historia de los incas, "como a propio hijo". Con la frase citada, nuestro Inca sella su filiación con él, nombrándolo como figura paterna. El capitán Garcilaso de la Vega, por el contrario, aparece de refilón en los Comentarios reales, distinguiéndose por su desapego del hijo en el episodio de los espárragos y en otro sobre los azotes que le propinó por faltar a la escuela. En la Historia general del Perú ya ha desaparecido el Inca Viejo, y le toca el protagonismo al padre. Protagonismo en tercera persona, que no es lo mismo; compartido con, y más aún, socavado por otros dos personajes: Gonzalo Pizarro y Tupac Amaru I.

Detengámonos brevemente en la relación entre Garcilaso y su tío. Pero antes de citar sus diálogos se impone una advertencia. Aunque en quechua no hay distinción entre el tú y el usted, el vosotros y el ustedes, la traducción del Inca privilegia el vosotros en su boca y el tú en boca del Inca Viejo. De manera que tío y sobrino no solo hablan en segunda persona, dialogando, sino de tú a tú, con familiaridad y cariño.

Imaginamos a nuestro autor como un niño curioso, metiéndose en todo, devorando las tristes historias narradas por el Inca Viejo como si de un libro de aventuras se tratara. Ya adolescente, sus preguntas al tío alcanzan la calidad de un cuestionario tanto histórico como etnológico:

Inca, tío, pues no hay escritura entre vosotros, que es lo que guarda la memoria de las cosas pasadas, ¿qué noticias tenéis del origen y principio de nuestros reyes? Porque allá los españoles y las otras naciones, sus comarcanas, como tienen historias divinas y humanas, saben por ellas cuándo empezaron a reinar sus reyes y los ajenos y al trocarse unos imperios en otros, hasta saber cuántos mil años ha que Dios crió el cielo y la tierra, que todo esto y mucho más saben por sus libros. Empero vosotros, que carecéis de ellos, ¿qué memoria tenéis de vuestras antiguallas?, ¿quién fue el primero de nuestros incas?, ¿cómo se llamó?, ¿qué origen tuvo su linaje?, ¿de qué manera empezó a reinar?, ¿con qué gente y armas conquistó este grande Imperio?, ¿qué origen tuvieron nuestras hazañas? (p. 51)

La impaciencia con que el muchacho va disparando sus preguntas al Inca Viejo nos permite entrever una ansiedad identitaria; en el fondo, y desde su ambivalente condición de mestizo, le está preguntando, ¿quién soy yo?

Pero avancemos en el tiempo. Garcilaso ya tiene 21 años, y le faltan pocos meses para partir a España. Corre el año de 1560, y, con ocasión del entierro del hijo de Atahualpa, la madre del Inca recibe la visita de varios de sus parientes, pues el difunto era hijo de su primo hermano. Entre ellos llega el Inca Viejo, quien, en lugar de darle el pésame, le da el pláceme, y le desea que el dios Pachacamac la guarde muchos años para que pueda ver la muerte de todos sus enemigos. Alarmado, el joven Garcilaso lo increpa. Al contestarle, el Inca Viejo le dará al sobrino su lección final:

Él se volvió a mí con gran enojo, y tomando el cabo de la manta que en lugar de capa traía, lo mordió (que entre los indios es señal de grandísima ira) y me dijo: "¿Tú has de ser pariente de un auca (que es tirano traidor), de quien destruyó nuestro imperio?, ¿de quien mató nuestro Inca?, ¿de quien consumió y apagó nuestra sangre y descendencia?, ¿de quien hizo tantas crueldades, tan ajenas de los incas, nuestros padres? Dénmelo así muerto, como está, que yo me lo comeré crudo, sin pimiento; que aquel traidor de Atahuallpa, su padre, no era hijo de Huaina Cápac, nuestro Inca, sino de algún indio Quitu con quien su madre haría traición a nuestro Rey, que si él fuera Inca, no sólo no hiciera las crueldades y abominaciones que hizo, mas no las imaginara, que la doctrina de nuestros pasados nunca fue que hiciésemos mal a nadie, ni aún a los enemigos, cuanto más a los parientes, sino mucho bien a todos. Por tanto no digas que es nuestro pariente el que fue tan en contra de todos nuestros pasados; mira que a ellos y a nosotros y a ti mismo te haces mucha afrenta en llamarnos parientes de un tirano tan cruel, que de reyes hizo siervos a esos pocos que escapamos de su crueldad". (pp. 727-728)

"Que de reyes hizo siervos a esos pocos que escapamos": esta frase cifra el sentido trágico de su perorata contra la estirpe de Atahualpa, el Inca de Quito. Porque la rivalidad entre este y Huáscar, el Inca cuzqueño, le abrió las puertas a la conquista española, y causó la pérdida, más que de un reino, de un mundo. De ahí la violencia del discurso del Inca Viejo, cuya existencia real José Antonio Mazzotti pone en duda en su memorable libro Coros mestizos del Inca Garcilaso (1996), proponiendo que tan solo sirve de recurso literario, como narrador de la historia incaica.

Estoy de acuerdo con su ficcionalidad, pero no con su escasa importancia. Porque el personaje no solo le permite a Garcilaso otorgarle un carácter dialógico a varias de sus escenas pretendidamente autobiográficas, sino porque alcanza una estatura mítica rotunda, al encarnar el arquetipo del viejo sabio que se enseñorea en los mitos antiguos. Recordemos la lección de Jung (1965): un arquetipo es un símbolo ancestral en el que una condición humana se esencializa en un personaje. Pero hay más: el Inca Viejo le sirve a nuestro autor de alter ego, detrás del cual puede parapetarse para lanzar sus críticas más duras a los españoles por la destrucción del imperio incaico. Porque se trata de las dos caras de una misma moneda. Por un lado, el Inca, de serenidad impertérrita cuajada en su formación neoplatónica, que prohíbe el odio; por el otro, el Inca Viejo, su parte oculta, que grita su dolor y le da rienda suelta a su rabia. Propongo que juntos constituyen una sola persona. El ego y la sombra, como diría Jung. O el doble que somos todos, según Dostoievski.

En la obra del ruso, el doble se inserta de dos maneras. Primero que nada en el conflicto interior de un personaje, en cuyo corazón luchan el bien y el mal: este es el caso del héroe problemático de Crimen y castigo, Rashkolnikov, el asesino más compasivo de la literatura occidental. Pero también en la polarización de dos personajes que encarnan la lucha entre el bien y el mal, dualidad que alcanza un nivel paradigmático en El príncipe idiota, que cierra con el abrazo de la figura crística de Mishkin y el asesino cruel de Anastasia Filipovna, Rogoshin.

El motivo literario del doble, que tan famoso hizo al escritor ruso, lo anticipa nada menos que nuestro Garcilaso, al escindir su ser conflictivo en dos personajes: el Inca Viejo y su yo autorial. Más de dos siglos antes de que lo articulara Dostoiesvki en sus novelas El doble, Crimen y castigo y El príncipe idiota.

Esta noción —nombrada en alemán como der doppelgänger, o el que camina al lado, como lo ha visto Bruno Estañol (2012)— alude al doble fantasmagórico de una persona viva. Según Otto Rank, en su libro canónico de 1914, El doble, se trata de un desdoblamiento para vencer la muerte, porque el primer doble de nuestro cuerpo fue el alma. Sigmund Freud, que publica el segundo clásico sobre el tema en 1919, titulado Lo siniestro (en alemán: Unheimlich = no familiar, extraño), hace suya la idea del filósofo alemán Friedrich Schelling, quien afirma que lo extraño alude a todo lo que debía haber quedado oculto, pero que se ha manifestado. Para Freud, lo siniestro emana de complejos reprimidos, y no es equivocado pensar que nos ha propuesto uno de los dobles más importantes de la edad contemporánea: el de la psique humana, desdoblada en consciente e inconsciente. El doble no es otra cosa, pues, que un espejo que nos permite ver nuestra parte oscura.

Abunda en la mitología occidental, remontándose a la antigüedad clásica, tanto griega (el doble astral de los vivos reside en los muertos del Hades, según la Odisea de Homero), como romana (aparece en un cuento de Apuleyo y en la comedia Anfitrión, de Plauto). El poeta hispanolatino Prudencio convierte al doble en el tema de su difundido poema Psychomaquia, sobre el combate en el alma humana entre los vicios y las virtudes. En la Edad Media, el doble emerge en la leyenda medieval judía en torno al golem, la figura de barro que recibe de su creador la chispa de la vida. El pensamiento mítico, que solo puede expresarse en una dialéctica de opuestos inseparables, nos ofrece innumerables instancias del doble, con su eterna lucha, ya sea entre el bien y el mal, o entre el ser y el estar, la luz y la sombra, la belleza y la fealdad, el espíritu y el cuerpo. Valgan algunos ejemplos: Dios y el diablo, cielo e infierno, Abel y Caín, la bella y la bestia, el hombre lobo, Eros y Tánatos, el hada madrina y la bruja, Quetzalcóatl y Tezcatlipoca. Y en la literatura moderna, tras la novela cervantina que nos ofrece un doble tan arquetípico como el de don Quijote y Sancho, se multiplica en autores tan diversos como Hoffman (Los elíxires del diablo), Heinrich Heine ("Der doppelgänger"), Gustav Meyrink (El golem), Edgar Allan Poe ("Morella"), Robert Louis Stevenson (The Strange Case of Dr. Jeckyll and Mr. Hyde), Oscar Wilde (The Picture of Dorian Gray), Arthur Conan Doyle (Sherlock Holmes y el Dr. Watson), Jorge Luis Borges ("La muerte y la brújula"), Carlos Fuentes (Aura), Mario Benedetti ("El otro yo") y José Saramago (El hombre duplicado). En el cine se manifiesta de manera inolvidable en dos películas de Hitchcock: Vértigo y Shadow of a Doubt. En esta última, el doble aparece en su versión mítica de los gemelos, el bueno y el malvado, plasmada en dos personajes que comparten el nombre de Charlie: un tío asesino y seductor con su sobrina angelical. Al inicio del filme ella lo declara con feliz rotundidad: we are like twins (somos como gemelos). Hasta el cómic no puede prescindir del doble: baste recordar a Clark Kent y Superman. Sin embargo, la bondad serena de Antonio Machado nos da fe de que los gemelos pueden coexistir en paz, cuando dice: "converso con el hombre que siempre va conmigo". Pienso que ya es hora de insertar al Inca Garcilaso en esta larga tradición, tanto mítica como literaria.

Por cierto, y hablando de dualidades, vale recordar que la simetría es el elemento rector de la escritura del Inca. De ahí que podamos constatar que en los Comentarios reales, considerados en su integridad, hay cuatro héroes masculinos, dos españoles (Gonzalo Pizarro y el capitán Garcilaso de la Vega) y dos indios (el Inca Viejo y Tupac Amaru). En su búsqueda del padre, nuestro autor ha dibujado los contornos de la geografía mítica del Tahuantinsuyo (el imperio de las cuatro regiones), basada en la dualidad y la pentapartición. Los dos españoles, conquistadores ambos, encarnan la categoría espacial de hanan (alto), ritualmente dominante. Los dos incas, indios vencidos, representan la mitad subordinada, hurin (bajo). Entramos de lleno en el mundo de los arquetipos, pues, por otra parte, cada uno de estos personajes lleva el sello de una dimensión esencial a las narrativas del mundo mítico: el Inca Viejo es EL SABIO, el capitán Garcilaso EL HÉROE, Gonzalo Pizarro EL TRAIDOR y Tupac Amaru EL MÁRTIR. Y en el centro que evoca al Cuzco, como ombligo del mundo de letras que es su libro, figura nuestro Inca como EL HIJO; también como EL MESTIZO: síntesis de dos culturas.

Pero regresemos al doble. En la escritura del Inca, esta noción mítica milenaria que la modernidad ha hecho suya para aludir a la complejidad del ser humano como ente conflictivo que lucha consigo mismo, se convierte en el tropo del desdoblamiento. Tropo, en tanto que cada una de las partes del doble funciona como metonimia de la integralidad del ser del que forma parte. Pero también en su sentido metafórico. En nuestro primer gran escritor, el doble biológico, racial, lingüístico y cultural que lo constituye se desdobla textualmente. Primero que nada, en la estructura dual de su obra magna: la primera parte (los Comentarios reales, dedicada al lado materno, incaico, de su estirpe) se complementa con la segunda (la Historia general del Perú, dedicada al lado paterno, español). Vencedores y vencidos forman el doble escritural de una obra escindida, que se espejea gracias al eje central del autor mestizo. También el doble se manifiesta en los personajes masculinos creados por las reverberaciones múltiples de la elusiva figura paterna.

Sobre todo Cusi Huallpa, el Inca Viejo, que le devuelve a nuestro autor su propia imagen invertida, y que incluso comparte con él su epíteto de Inca (Inca Viejo/Inca Garcilaso) y su avanzada edad; recordemos una frase conmovedora de José Durand: "el Inca escribía ya para morir". Expliquemos por qué su creación fue necesaria —a nivel de la psique profunda— para el Inca. En su obra magna, nuestro autor le concede tiempo igual tanto a la cultura materna como a la paterna, celebrando a ambas. Lo que significa aceptación y perdón para el padre, que contribuyó a destruir el incario. Mas ello no impidió que su herida abriera fisuras en la serenidad impertérrita con la que narra la destrucción de un mundo. Estas fisuras dibujan, en expresiones oblicuas, breves o lacónicas, un amplio campo semántico de su dolor, del que vale recordar ciertos ejemplos, todos de los Comentarios reales (2003). Los primeros salen de la boca del Inca: "por la desdicha de aquella mi tierra" (p. 26), "para decir la desdicha de nuestra patria" (p. 488), "esta república, antes destruida que conocida" (p. 64). Otro ejemplo proviene de la voz del Inca Viejo al recordar la historia de sus antepasados:

De las grandezas y prosperidades pasadas venían a las cosas del presente, lloraban sus reyes muertos, enajenado su Imperio y acabada su república, etc. Estas y otras semejantes pláticas tenían los Incas y Pallas en sus visitas, y con la memoria del bien perdido siempre acababan su conversación en lágrimas y llanto, diciendo: 'Trocósenos el reinar en vasallaje'. (p. 51)

El último ejemplo hermana a Garcilaso con Guaman Poma, que dice de su propia crónica: "Escribirlo es llorar". El Inca lo pone otra vez en boca del Inca Viejo, que le habla así a su sobrino:

Creo que te he dado más larga cuenta de lo que me pediste y respondido a tus preguntas, y por no hacerte llorar no he recitado esta historia con lágrimas de sangre, derramadas por los ojos, como las derramo en el corazón, del dolor que siento de ver nuestros incas acabados y nuestro imperio perdido. (pp. 57-58)

Pero estas frases lastimeras —que no van más allá de la nostalgia, el llanto y la melancolía— no bastaron para reprimir el grito del resentimiento del Inca, ahogado por la concordia renacentista, pero a punto de estallar. La solución, entonces, fue la de desdoblarse en el Inca Viejo, Cusi Huallpa. Personaje que cifra la parte oscura de su psique, que puede llegar a la violencia homicida, manifiesta en el discurso airado que le propinó al joven Garcilaso al hablarle, más que de Atahualpa, de las consecuencias nefastas de su enemistad con Huáscar: la conquista del Perú. No hay que olvidar que en dicho discurso el Inca Viejo, alterado, se muerde con rabia feroz la propia capa y declara ufano que se comería crudo al hijo muerto de Atahualpa, sin echar mano siquiera del condimento andino del ají. También ya se había atrevido a declarar que la conquista española fue un robo, cuando le dice a Garcilaso que el incario fue "nuestro grande, rico y famoso imperio que tu padre y sus compañeros nos quitaron" (p. 57). Por todo lo dicho, el doble de los dos Incas, el autor y el personaje constituyen a mi entender una de las aportaciones literarias más originales de los Comentarios reales.

Pasemos por un momento de la literatura a la historia. Y es que otro doble, el de nuestro autor como arquetipo del mestizo, propuesto hace cuatro siglos y elevado a esferas míticas, constituye el legado ético más importante del Inca en términos históricos. En primer lugar, porque encumbró para siempre la autoestima colectiva de su Perú. Y en segundo lugar, porque abrió el camino para la aceptación y celebración del mestizaje en nuestra América. Recordemos a Cirilo Villaverde en Cecilia Valdés, Alejo Carpentier en su prólogo a El reino de este mundo, José Vasconcelos en La raza cósmica, Octavio Paz en El laberinto de la soledad, Aimé Césaire en su Cuaderno de retorno al país natal, Luis Palés Matos en el Tuntún de pasa y grifería y José María Arguedas en Todas las sangres... Pero hay más, y ello nos concierne hoy. Y es que los mestizos, siguiendo el ejemplo de nuestro primer exiliado (así llamó José Antonio Mazotti al Inca en el cuarto centenario de los Comentarios reales celebrado hace unos años en la Universidad de Puerto Rico), se enseñorean en la comunidad global de nuestra posmodernidad, invadiendo de manera multitudinaria como inmigrantes, antes y después de la descolonización de sus naciones, sus respectivas metrópolis. Una frase del novelista de Sri Lanka, Ambalavaner Sivanandan, también director del Instituto de Relaciones Raciales de Londres, lo confirma: We are here because you were there [Estamos aquí porque ustedes estuvieron allá]. Son palabras que, convertidas en eslogan, hoy traspasan fronteras en diversas lenguas: Nous sommes ici parce que vous étiez là... No cabe duda de que la frase la pudo haber pronunciado el Inca al pisar suelo español.

Consagrado desde el siglo XVI como historiador, y desde el XX como antropólogo avant la lettre, hoy he querido celebrar al autor de los Comentarios reales como nuestro primer gran escritor latinoamericano. Faceta que urge añadir al mosaico inacabado de su personalidad, ya mítica. Porque la obra del Inca Garcilaso de la Vega es, como aquella mar del Sur que se lo llevó para siempre hacia el exilio, inagotable.

 

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Notas

1 Este ensayo reformula la conferencia plenaria que ofrecí en Lima en el IV Congreso Internacional de Mitos prehispánicos, cuando la Universidad de San Marcos me confiriera la distinción de Profesora Honoraria en la Casona el 11 de octubre de 2013. Luego esta conferencia fue leída en la New York University (octubre de 2014), en la Universidad de Córdoba (marzo de 2016), en La Madraza de la Universidad de Granada (octubre de 2016) y en la Universidad Complutense de Madrid (noviembre de 2016). Una primera versión se presentó como charla en el Seminario de Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico, en octubre de 2010. Aprovecho la ocasión para expresar mi profundo agradecimiento a los colegas que me acompañaron en el simposio sanmarquino: Carlos García-Bedoya, Agustín Prado, Elías Rengifo, Gonzalo Espino, Marcel Velázquez y Guissela González, que lo auspiciaron, y Ramón Mujica y María Teresa Narváez, que me hicieron el honor de asistir.

2 Profesora Emérita

3 Profesora Honoraria

4 Me refiero a la Relación de las antigüedades de los indios, encomendada al fraile por Colón, en la que describe las creencias y los ritos de los taínos (araucanos insulares), y realiza la primera transcripción de un corpus mítico indígena en las Américas.

5 Según Italo Calvino, un clásico es un libro que contiene el universo. En el caso del Inca, esta ambición totalizadora del clásico se evidencia tanto en la Florida del Inca (1605) como en las dos partes de los Comentarios reales (Comentarios reales, 1609; Historia general del Perú, 1617), ya que son libros emblemáticos del encuentro entre dos mundos: España y los Andes, Europa y América.

6 Sobre las traducciones, cito a Carmen de Mora (2009, s. p.): "El primer traductor del Inca Garcilaso fue el francés Jean Baudoin, quien tradujo los Comentarios reales en 1633 y la Historia general del Perú en 1650. La primera traducción fue reeditada en Ámsterdam en 1704, 1715, 1727, 1737 y 1752; y en París en 1744 y 1830. La segunda, en París, en 1658, 1672 y 1830; y en Ámsterdam en 1706. La Florida del Inca fue traducida por vez primera por P. Richelet en 1670. Se reeditó en París en 1707, 1709 y 1711; y en Holanda, corregida y aumentada, en 1731. La última edición completa de la traducción de Richelet es, según José Durand (1962), la de 1735, pues las siguientes se redujeron mediante graves mutilaciones del texto. Por su rareza, la edición de París de 1711 no figura en todas las bibliografías, mas sí en la de José Durand. Valga mencionar otras: de los Comentarios reales, la edición inglesa de 1688 de Sir Paul Rycaut, The Royal Commentaries of Peru; y la francesa de 1744, leída por Voltaire, Diderot y D'Alembert; de La Florida del Inca, la primera inglesa: Bernard Shipp, 1881".

7 Hace años, en comunicación personal, Franklin Pease me definió el tinku como encuentro conflictivo entre dos partes que constituyen una compleja totalidad.

8 En una visita reciente a Córdoba, tuve el privilegio de visitar otra vez la Mezquita, guiada por el pintor y escultor andaluz José Manuel Darro y su esposa, Gloria. "Palmeral de columnas, un jardín, un oasis en el desierto", la nombraba Darro al recorrerla. No solo se trata del monumento arquitectónico y cultural más importante de Córdoba, la joya del califato, equivalente a la Alhambra de Granada, sino que resulta un magnífico emblema visual del mestizaje de Garcilaso, quien mandó a edificar en ella una capilla que hoy alberga sus restos. Mestizaje múltiple: construida como mezquita por los musulmanes en el siglo VIII, reformulando una basílica romana, hoy es una catedral católica que mezcla estilos islámicos, visigodos, renacentistas y barrocos. En la Capilla de las Ánimas, que así se llama la del Inca, ya hay una placa que celebra su cuatricentenario. Pero fue otro detalle casi imperceptible en ella lo que más me emocionó: dos pequeños recipientes en el suelo, uno con granos de maíz y otro con hojas de coca. Era nada menos que la ofrenda ancestral andina a la madre tierra (la Pachamama), que responde al reclamo del ayni.

9 Cito por la edición de Durand de la Historia general del Perú (1962, p. 1169).

10 Sobre la citada frase, me refiero al segundo de los tres programas radiales de la trilogía Milonga de no olvidar que produje en 1989 en homenaje a Zitarrosa, en el que entrevisté telefónicamente a Galeano desde Puerto Rico.

11 Garcilaso dejó su Cuzco natal en 1560 para intentar rescatar en España —sin éxito— el legado de su padre en tanto conquistador. Dicho rechazo fue una decisión del Consejo de Indias que, basándose en opiniones adversas de dos cronistas, acusó a su padre de sospecha de traición por haberse aliado a Gonzalo Pizarro en contra de la Corona española en una de las muchas guerras civiles que marcaron la conquista del Perú. Tras esta humillación, glosada de su puño y letra en el margen de su ejemplar de la crónica de López de Gómara con una frase dolorida: "Esta mentira me ha quitado el comer", el Inca abandonó Madrid y se asentó en Córdoba para siempre.

12 Al traducirlo, Arguedas lo tituló "Despedida". Como diría Machado, "Solo se canta lo que se pierde". O lo que puede perderse. Arguedas, poeta ante todo, no pudo menos que entender que en sus alucinantes metáforas, que podemos hacer nuestras como surrealistas, la muerte es omnipresente: la flauta de hueso de mosca y el tambor de huevo de hormiga solo pueden producir silencio; el minúsculo nido de picaflor es tan solo paja vacía. La bandera de tela de araña, es nada, puro agujero. Silencio, nada y vacío: son "los heraldos negros que nos manda la muerte", para decirlo en clave vallejiana. Y sin embargo, en el poema —así quiero llamarlo, porque lo es— late un optimismo feroz, como el que Arguedas abrazó, contra todo y porque sí, toda su vida. El sujeto lírico, cual el Miguel Hernández que dijera en EL rayo que no cesa (1959)/ pero me voy...", sabiendo que la partida es inexorable, se toma la libertad de retrasarla. Pero también la de asumirla como marcha triunfal. Un detalle del poema nos permite leerlo como expresión desafiante de una identidad colectiva amenazada: la alusión a la bandera. He emprendido esta lectura del huayno —moderna y occidentalizada, lo admito— porque me parece emblemático de dos pulsiones encontradas de Arguedas: un optimismo voluntarioso que lo mueve, en un gesto utópico, a preservar un mundo que se le derrumba de a poco, y la decisión del suicidio como salida digna a una depresión que el psicoanálisis de su momento, previo a la medicación química, no pudo curar.

13 A lo largo de este ensayo, cito los Comentarios reales a partir de mi edición de 2003 publicada por Espasa Calpe. Otra estampa lírica, la favorita de Mario Vargas Llosa, es la descripción de los halcones pescando.

14 Lieve Behiels me introdujo a la pintura de Joachim Beuckelaer y con gran generosidad me tradujo del holandés el ensayo de Ethan Matt Kavaler, para que lo usara como contrapartida neerlandesa de Guaman Poma en un ensayo sobre la simbología frutal en mi libro Guaman Poma, autor y artista (1993).

15 Véase el testimonio de Arguedas grabado por Sara Castro-Klarén en Julio Ortega: Texto, comunicación y cultura: "Los ríos profundos" de José María Arguedas (1982, pp. 106-107).

 

 

Recibido: 03.10.16

Aceptado: 14.05.17