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Letras (Lima)

versión impresa ISSN 0378-4878versión On-line ISSN 2071-5072

Letras vol.92 no.136 Lima jul./dic. 2021  Epub 29-Dic-2021

http://dx.doi.org/10.30920/letras.92.136.9 

Estudios

Modos, formas y mecanismos de la violencia en Memorias de un soldado desconocido de Lurgio Gavilán Sánchez

Modes, Forms and Mechanisms of Violence in Memoirs of an Unknown Soldier by Lurgio Gavilán Sánchez

María Emilia Artigas1 
http://orcid.org/0000-0002-7230-3858

1Universidad Nacional de Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina Contacto: meartigas@mdp.edu.ar

Resumen

Dentro de las representaciones literarias del pasado reciente peruano se destaca una generación de escritores que sufrió el conflicto armado interno (1980-2000) durante su infancia. Lurgio Gavilán Sánchez, escritor y antropólogo, participó como niño-soldado en el conflicto armado en primer lugar, dentro del grupo Sendero Luminoso y, luego, como cabo en el Ejército. En este artículo se analizarán las dimensiones, ritualización y protocolos de la violencia de uno u otro bando en su trabajo Memorias de un soldado desconocido. Autobiografía y antropología de la violencia, obra publicada por el Instituto de Estudios Peruanos en 2012. Asimismo, se examinará la elaboración estética de situaciones cruentas y los mecanismos de borramiento, silenciamiento y distorsión exhibidos por el autor que evidencian la tensión entre la escritura y la experiencia. La noción de memoria (Jelin, 2002; Todorov, 2000) que subyace en la obra de Gavilán Sánchez supone la reconstrucción de una trayectoria vital que inflexiona lo individual y lo colectivo, la experiencia y la escritura, lo público y lo privado. Sus memorias presentan un sujeto textual imbricado en distintos modos retóricos autobiográficos que dan cuenta de un pasado violento desde una posición que oscila entre las figuras de las víctimas y los victimarios.

Palabras clave: Lurgio Gavilán Sánchez; Conflicto armado interno; Violencia; Memoria; Sendero Luminoso

Abstract

Among the literary representations of the recent Peruvian past, a generation of writers who had suffered Internal Armed Conflict (1980-2000) during their childhood, stands out. Lurgio Gavilán Sánchez, writer and anthropologist, participated as a child soldier in the armed conflict first in Sendero Luminoso and then as a corporal in the Army. This article will analyze the dimensions, ritualization and protocols of violence on both sides in his work Memorias de un soldado desconocido. Autobiografía y antropología de la violencia, published by the Institute of Peruvian Studies in 2012. Thus, we will examin the aesthetic elaboration of violent situations and the mechanisms of erasure, silencing and distortion exhibited by the author that evidence the tension between writing and experience. The notion of memory (Jelin, 2002; Todorov, 2000) that underlies Gavilán Sánchez’s writing supposes the reconstruction of a life trajectory that inflects the individual and the collective, the experience and the writing, the public and the private. His memoirs present a textual self-configuration intertwined in different autobiographical rhetorical modes that account for a violent past from a position oscillating between the figures of victim and victimizer.

Keywords: Lurgio Gavilán Sánchez; Internal Armed Conflict; Violence; Memory; Sendero Luminoso

1. La violencia en los dos bandos del enfrentamiento

La obra de Lurgio Gavilán Sánchez se inserta en un período posterior al conflicto armado peruano (1980-2000)1 en el cual la literatura referida a la violencia circula con éxito a escala nacional y mundial. Concretamente, en el año 2012 se publica por medio de la editorial del Instituto de Estudios Peruanos la primera edición de sus memorias con dos prólogos de investigadores consagrados como lo son Carlos Iván Degregori y Yerko Castro, quienes valoran distintos aspectos de este testimonio. Yerko Castro toma aportes del antropólogo Clifford Geertz, como la noción de “yo testifical” que le permite pensar la figura del antropólogo como autor y su escritura como documentos subjetivos para comprender el sistema social donde se inscribe cada vida. Por su parte, Carlos Iván Degregori, uno de los primeros lectores del manuscrito y especialista en el tema, indica que el texto funciona como contracara de la visión barbarizante sobre la comunidad de Uchuraccay brindada por el informe de Mario Vargas Llosa (1983) y resalta, asimismo, el valor de la información proporcionada por el texto en torno al funcionamiento de Sendero Luminoso. El testimonio de Gavilán Sánchez despertó el interés de la crítica y de los estudios académicos, lo cual muestra la importancia de pensar las posibilidades de contar la guerra dentro de las narrativas de la violencia2.

Para las víctimas, la literatura se concibe como un escenario posible para hacer públicas sus vivencias y experiencias traumáticas silenciadas por los aparatos estatales y las versiones hegemónicas. La exhibición -estética y literaria- de un hecho cruento o repudiable redunda en textos en los que se perciben operaciones discursivas de silencio y negación. Más allá de la peligrosidad del silencio individual y colectivo, institucional y cultural, vale reconocer que todo ejercicio de memoria también supone un riesgo: un exceso de pasado3. Consideramos el concepto de peligro en este contexto como repetición ritualizada u olvido selectivo, instrumentalizado y manipulado en cada sujeto (Jelin, 2002, p. 14). Para evitar tales mecanismos de tergiversación sobre la violencia de la guerra interna como peligro del olvido o vacío institucional resulta necesario, en términos de Elizabeth Jelin, proponer un trabajo con la memoria (2002); es decir, incorporar y revalorizar las múltiples memorias traumáticas, de modo que la violencia (física, verbal, simbólica, institucional) sea elaborada e integrada como parte de ese pasado. La propuesta de Jelin, deudora de los aportes de Tzvetan Todorov, ayuda a transitar el recuerdo de modo ejemplar, lo cual para el teórico búlgaro es la “memoria ejemplar” (2000). El texto analizado en este trabajo funciona para los lectores como material ineludible para conocer el pasado, así como para participar en la construcción de su sentido. El caso de Gavilán Sánchez expone una forma de transmitir su experiencia a las generaciones futuras con el objetivo de que el pasado violento no regrese. Deberíamos indagar, entonces, qué mecanismos de escritura, qué elaboración de la crueldad y qué trabajo con la memoria presenta este autor. Sumado a ello, pensar a quién va dirigido, a quién puede contarle su paso activo por ambos bandos del conflicto.

El caso de Lurgio Gavilán Sánchez es de interés colectivo en tanto tuvo contacto con ambos grupos del enfrentamiento y vuelve sobre su trayectoria vital de manera oblicua, ambigua. Por medio del análisis de su obra: Memorias de un soldado desconocido. Autobiografía y antropología de la violencia (2012), pueden problematizarse los límites y alcances de la violencia recreada por una voz que transitó la guerra de manera dicotómica. Este texto se construye como una autoetnografía (Salazar Jiménez, 2016, p. 172), indudablemente excepcional, que ilustra la cotidianidad tanto de los senderistas como de los cabitos del Ejército. La obra se presenta como un relato autobiográfico clásico y responde a las expectativas de una autobiografía tradicional. Encontramos una coincidencia entre autor, narrador y personaje; el relato “está escrito en primera persona y apela al realismo de lo narrado [...] a través de un tono sobrio, sin mayores pretensiones de estilo”. Asimismo, el texto “asume la tradición del testimonio latinoamericano desarrollado a mediados de los años ‘60” en la que encontramos voces contrahegemónicas, subalternas, que permiten captar lo que el público del posconflicto espera de este tipo de testimonio (Salazar Jiménez, 2016, p. 175).

A la luz de esta idea, reflexionaremos aquí en torno a la ritualización y protocolos de la violencia de uno u otro bando. Sumado a ello, se analizará la elaboración estética de la violencia y los mecanismos de borramiento, silenciamiento y distorsión exhibidos por el autor evidencia de la tensión entre la escritura y la experiencia. Al atender a los modos de autoconfiguración textual, observamos un sujeto imbricado en distintos modos retóricos autobiográficos que dan cuenta de un pasado cruento desde una posición oscilante entre la figura de víctima y victimario. De este modo, el texto presenta una paradoja: por un lado, desestabiliza las dicotomías propias del discurso oficial; por el otro, genera una respuesta crítica, como la de Mario Vargas Llosa, Carlos Iván Degregori, entre otros, que buscan “apaciguarlo e integrarlo a los discursos que se han venido en llamar del ‘buen recordar’, restándole así su posible fuerza irruptora” (Salazar Jiménez, 2016, p. 179). Las claves del posicionamiento del sujeto textual y las operaciones de escritura nos permitirán indagar la complejidad del texto.

Memorias de un soldado desconocido. Autobiografía y antropología de la violencia es parte de un tejido social aún hoy polarizado, pues el autor desempeñó roles activos en ambos bandos del enfrentamiento y ha cobrado notoriedad en la escena posconflicto en los últimos años. El texto no solo propone desde la antropología una lectura de la guerra como testimonio político, sino que construye discursivamente una imagen del autor que conjuga diversas voces conformadoras de la escena política peruana de la década de los ochenta. La violencia, la memoria y la escritura no aparecen, entonces, como espacios aislados o en disputa, sino como compendio de versiones con significación social. En esa relación, se intenta evitar el anquilosamiento y promover lo que en términos de Todorov es la “memoria ejemplar” como modelo de comprensión, como generalización de la que puede extraerse una lección y obra en consecuencia de manera liberadora (2000, pp. 30-31). Este relato de infancia/adolescencia permite la reflexión en torno a la violencia de la guerra interna y a las secuelas de dicho enfrentamiento a partir de la recreación de la vida de un niño serrano quechuahablante quien ingresó a Sendero Luminoso pero que finalizó la conflagración en el bando de las Fuerzas Armadas4. Desde la narración de su vida aparecen las voces de muchos otros niños soldados. Así, las vivencias singulares pueden ilustrar una situación plural, como ejemplo de la infancia del campesinado de Uchuraccay (Huanta, Ayacucho) con una matriz mítica de la cultura andina significativa para entender las causas y modos por los cuales la lucha armada se inició en dichas poblaciones. En esa línea, también puede comprenderse hasta qué punto el ingreso de Sendero Luminoso fue una respuesta a una situación de soterramiento del campesinado.

Gavilán Sánchez, tras ser capturado por las Fuerzas Armadas, fue ingresado a las filas del Ejército en los años más cruentos del enfrentamiento (a partir de 1984). Esta situación es una bisagra en la construcción de su identidad, pues pasa de la marcha senderista y la mecánica de violencia propuesta por las líneas de Abimael Guzmán a los mandos de las Fuerzas Armadas donde, además de instrucción militar, adquiere la alfabetización. En ese tránsito por ambos bandos, sus memorias recogen todo tipo de hechos cruentos, los cuales atraviesan la trayectoria vital de este niño, como víctima y victimario. Las operaciones discursivas presentadas por Gavilán Sánchez muestran, así, múltiples formas de internalizar las escenas de violencia vividas.

2. Los escarmientos dentro de Sendero

En muchos de los testimonios y documentos de Sendero Luminoso se insiste en que el partido “tiene mil ojos”. De esta forma, se genera un amedrentamiento paralizante no solo para los de afuera, sino también para los de adentro, quienes saben que siempre hay quién ve y escucha por el partido. El texto de Gavilán Sánchez ratifica que la vigilancia de Sendero era omnipresente y amenazante en cualquier orden de la vida cotidiana (en lo que se conversa, se come, en los tiempos para dormir y los vínculos interpersonales). De ahí que tanto los campesinos cooperadores con la policía como los sinchis o los traidores de la causa revolucionaria fueran con facilidad detectados y recibieran su escarmiento público, una de las formas más espectaculares de ejercer la violencia por parte de los senderistas.

Los ajusticiamientos senderistas se daban en lugares públicos, por lo general cerca de las iglesias, donde se reunía toda la comunidad. Se organizaban en torno a un ceremonial con carácter ritual cuyo protocolo preveía primero la sumisión física, el repudio verbal y, por último, la ejecución. De ninguna forma, se accedía al perdón, pues ello redundaría en la pérdida de confianza y autoridad del partido.

El sujeto textual de Memorias de un soldado desconocido toma una posición frente a estas acciones comunes a la vida senderista. En el texto se leen enunciados donde distinguimos un distanciamiento de la voz textual autobiográfica frente a los hechos de escarmiento; por ejemplo: “Ajenos al dolor humano de los compañeros presos, jalábamos de la soga cuando inútilmente intentaban escapar [...] uno por uno fueron fusilados [...] en dos fosas los enterramos, uno sobre otro. [...] En muchas oportunidades sucedieron este tipo de muertes” (pp. 77-78)5. Se observa en este pasaje un distanciamiento del sujeto textual frente a los hechos narrados, visible en la estructura verbal y pronominal (se enuncian las acciones, empezando en primera persona del plural, para luego terminar la frase sin un agente de las acciones, es decir de las muertes). Sumado a ello, la construcción en voz pasiva (uno por uno fueron fusilados) carece de complemento agente, lo cual da cuenta de un posicionamiento marginal, de omisión, que aleja al sujeto textual de los fusilamientos. En muchos pasajes, el autobiógrafo manifiesta un juego de tensión entre el protagonismo y la observación de la violencia y propone una mirada oblicua, ambigua, frente a la perpetración del crimen. En esa tensión del punto de vista autobiográfico y el relato testimonial, en esas inflexiones, deberíamos analizar las reflexiones (o la ausencia de ellas) que despierta en él esa experiencia vivida como protagonista, pero narrada como testigo.

Veamos, en relación con ello, otro pasaje donde la voz narrativa asume la ejecución de la violencia, pero enmarcada en otra forma sutil de borramiento del sujeto: una chanza final que opera como foco distorsionador:

La que murió más dramáticamente fue la compañera Fabiola [...] Sólo entre compañeros íntimos decíamos bajito: “pobrecita”. En la noche la ahorcamos [...] demoramos casi media hora, no podía morir. Por fin, la enterramos. Al día siguiente, la tumba [...] estaba vacía [...] El cuerpo [...] lo encontramos en el barranco, seguramente revivió y en su desesperación cayó al abismo. Algo increíble, decíamos. “La hierba mala nunca muere”, decían los camaradas. (p. 79)

En esta cita se conjugan sentimientos diversos. Por un lado, la piedad compartida entre los camaradas y subrayada por medio del primer adverbio de modo. Luego, se narra la ejecución solapada con el alivio ante el ahorcamiento consumado. Este alivio se vuelve visible en la frase adverbial “por fin” que enfatiza el término de una situación esperada, así como la obligatoriedad de la violencia. Una vez que encuentran el vacío en la tumba se expresan las conjeturas perceptibles en el segundo adverbio (“seguramente”); es decir, el sujeto verbaliza una posibilidad de que la compañera hubiera sobrevivido. El hecho de marcar esa conjetura permite pensar en una lectura de los hechos irrigada por el pensamiento mítico del cual forma parte el autor. Se espera, tal vez se desea, que la compañera pudiera haber revivido. La cita se cierra con una nota de humor en tanto se describe una escena grotesca del cuerpo como materialidad que rueda a lo largo de la tierra. Hay entonces, un desplazamiento entre la violencia y la manera de narrarla que saca el foco de la figura del protagonista. El humor, en este caso, también puede pensarse como mecanismo de supervivencia desplegado para sobrellevar una experiencia traumática. El fragmento muestra las interferencias entre lo dicho y lo silenciado, entre un registro serio y otro más cómico para problematizar la posición asumida por la voz testimonial que oscila entre sentimientos diversos y evidencia distintos grados de involucramiento con los hechos.

Elizabeth Jelin reflexiona en torno al concepto de “huella testimonial” y propone revisar la doble acepción de la palabra testigo: quien experimenta, pero también quien observa un hecho asegurado o verificado por su testimonio (2002, p. 80). Los casos extremos (como la orden de ahorcar a un compañero) ponen a prueba la imposibilidad del lenguaje para dar cuenta de las vivencias, así como la falta de palabras adecuadas para poder transmitir la crudeza del hecho y los modos de disipar la culpa. Por medio de estos recursos de distanciamiento ya analizados -manipulaciones pronominales, usos de la voz pasiva, planteo del humor y los refranes que distorsionan la seriedad del caso- detectamos una intención del autor de desdibujarse de esos hechos de violencia senderista, pero percibimos también una huella que se vuelve elocuente, dado que en ese borramiento se detecta lo no dicho. Podría pensarse, asimismo, que esos fragmentos buscan reflejar de la manera más fidedigna posible la forma en la que Lurgio Gavilán experimentó los hechos en su momento y que tal vez no sea una estrategia consciente en el momento de la escritura.

Sendero Luminoso practicaba sus escarmientos de dos maneras. La primera, de índole justiciera, se caracterizaba por la ejecución de quien merecía castigo: traidores, soplones, incluso quienes se dormían en una guardia o quienes robaban comida y, en segunda instancia, el perdón a quien podía ser reeducado. La segunda es la de los juicios sumarios y las ejecuciones ya no individuales (cada cual con su espectacularidad y su ritualidad), sino las masacres colectivas. Estas dos fases tienen un accionar parecido dentro de las Fuerzas Armadas, ya que también los militares desarrollaron acciones represivas, violentas y destructivas. En el texto de Gavilán Sánchez hay pasajes de espectacularidad violenta, así como simulacros que los militares montaban para justificar la muerte de senderistas. Ello permite observar el lugar que ejerce la voz narrativa dentro de dichos episodios; por ejemplo: “Los prisioneros de SL estaban muertos, porque yo los había visto antes en la base militar. Les colocaron en las manos latas de bombas [...]. El fiscal solo anotaba [...]. En realidad este enfrentamiento fue un simulacro planeado” (p. 115). En este fragmento es notorio el lugar secundario en que el sujeto de la enunciación se posiciona frente a estos actos de simulacro y violencia simbólica. Aparece de este modo, como un testigo que cuenta la verdad (“yo los había visto”). Esa postura testimonial se refuerza por medio de la locución adverbial “en realidad”, mediante la cual el autor subraya la tensión, por un lado, entre lo vivido y lo narrado; por el otro, entre el protagonismo y el distanciamiento.

Con el pretexto de mitigar el fuego del terrorismo, las Fuerzas Armadas llevaron a cabo lo que sus mentores llaman: “guerra de baja intensidad o guerra clandestina [...]. Se basa en un fundamento milenario que aconseja aplicar, frente al agravio, la Ley del Talión” (Jara, 2003, p. 9), es decir, la conocida en términos bíblicos como “ojo por ojo, diente por diente”. Se esgrimía la defensa del campesinado frente a la amenaza terrorista; entonces los militares irrumpían en un pueblo, luego concentraban a la comunidad también en un sitio público, pero los ajusticiamientos operaban en lugares cerrados cuando se trataban de torturas o interrogatorios seguidos, por lo general, de la ejecución. Los militares poseían lugares localizables de tortura, como la llamada Casa rosada de Ayacucho, por citar un caso. Las ejecuciones realizadas por el Ejército estaban pautadas y reglamentadas por el tipo profesional y el carácter remunerado de quienes las llevaban a cabo. Ello plantea una situación distinta respecto de los integrantes de Sendero, identificados y convocados por la causa de otra manera. Puede advertirse, no obstante, que en las dos instituciones totales del Perú (Ejército y Sendero Luminoso) existen correspondencias, mecanismos de violencia parecidos (Castro Neira, 2012). Las escenas cruentas de las Fuerzas Armadas se constituyen como opuestas, pero también complementarias de las prácticas de Sendero Luminoso, sobre todo si pensamos en las víctimas y campesinos, muchos de los cuales quedaron en medio del enfrentamiento entre los dos bandos. Frente a ellas, el sujeto propuesto por Gavilán Sánchez aparece corrido, en una posición secundaria como ejecutor o bien como simple testigo de los hostigamientos. Veremos de qué modo el sujeto autobiográfico se posiciona o se corre frente a los hechos de violencia ejercidos por cada grupo.

3. Conjeturar la muerte

Las memorias de Gavilán Sánchez ofrecen la posibilidad de pensar cómo se posiciona ese sujeto frente a la violencia y la muerte6. Las acciones punitivas, realizadas como performances guerrilleras, se sustentan en el supuesto de que están autorizadas por el partido y la lucha popular. Los senderistas se suman a la causa sabiendo que unir su vida al partido es internalizar otra forma de muerte. De ahí que ejecutar e impartir la muerte fuera para ellos algo cotidiano. En nombre de luchar contra un país considerado semifeudal y semicolonial, la organización senderista sostuvo que se necesitaba como primera fase de la revolución peruana una revolución nacional-democrática, la cual tendría éxito si estaba dirigida por el partido comunista y parecía solo posible mediante la lucha armada. La principal tarea de la revolución en el Perú fue entonces la de iniciar la lucha (Lust, 2018, p. 68). Para Abimael Guzmán, Presidente Gonzalo, la vida debía ser ofrecida a la revolución, pues todas las demás no poseían valor alguno, como se lee en las memorias analizadas: “Debíamos cumplir estrictamente la tarea encomendada por el partido [...]. El morir envuelto con la bandera roja era digno, morir fusilado en presencia de todos era una deshonra” (p. 77); es decir que la muerte gravita, por uno u otro motivo, en los imaginarios de los soldados de Sendero. Como explica Carlos Iván Degregori,

[s]angre y muerte deben ser familiares para quienes han decidido: “Convertir el verbo en acciones armadas”. El referente evangélico al redentor -“el verbo se hizo carne”- es plenamente reconocible y significativo: anuncia la actitud de Guzmán y de SL frente a la violencia. La redentora es ella. No es la partera, es la madre de la historia. (2000, p. 505)

En otras palabras, no se espera ya, como sostenía Marx, que la violencia sea la partera o comadrona (Geburtshelfer) de la historia, sino que aparece un vínculo de filiación aún mayor: la vida del senderista queda asociada inexorablemente a la violencia y depende de ella. Así es como la forma de enunciación de Gavilán Sánchez parece una mera reproducción de los mandatos de Sendero, visible en el uso del infinitivo que desplaza la voz protagonista de primera persona advertida en otros pasajes del texto. “Morir” entonces, se convierte en un lema de la trayectoria revolucionaria, “el baño de sangre purifica, la muerte tiempla, enseña y por lo tanto, protege contra el engaño” (Degregori, 2010, p.147) razón que evidencia la redefinición de la muerte a la luz de la causa revolucionaria, reproducida por los soldados sin cuestionamiento posible.

Queda demostrado, en los fragmentos dedicados a narrar los años compartidos con senderistas, que para ellos la muerte es una condición natural dentro del enfrentamiento. Santiago López Maguiña explica que ellos se presentan

[...] en un estado de muerte latente, de haber asumido la muerte como una necesidad. Es cierto [...] que aspiran a vivir para ver los frutos de su lucha, [...] pero esa aspiración presupone, en definitiva, la principal premisa del recorrido revolucionario hacia la toma del poder y [...] estos objetivos solo serán posibles si tal recorrido se produce como una travesía de muerte. (2016, p. 75)

Este modo de concebir la muerte se refleja en varios pasajes donde observamos una doble posición. Por un lado, la convicción de los senderistas frente a la guerra popular; por el otro, la muerte como elemento acechador que se proyecta como una luz o sombra sobre las acciones humanas: “El camarada encargado comenzó a cantar: [...] ‘Son las masas las que claman organizar rebelión / y las acciones que hablen con el poder de las balas’” (p. 88). En esta frase se conjugan los poderes de la palabra y de la violencia, la violencia siendo dicha y la palabra siendo violentada. La muerte aparece como redención y fantasma (condensada en el poder de las balas), y acecha al igual que forja el camino de la revolución sustentada por canciones y amenazas. Esta última cita es parte de los cantos de los senderistas. La frase conjuga la acción y la violencia, un carácter simbólico más poderoso que las balas. Tanto los senderistas como el Ejército exhiben su poder desde la enunciación y luego con hechos, razón por lo cual el elemento verbal preliminar cobra un carácter determinante y de adiestramiento tanto para los integrantes de uno u otro bando, como para la población civil.

La violencia verbal cantada por los grupos adquiere, sin embargo, una densidad simbólica que excede las acciones concretas. Como contrapunto a los cantos es importante reparar en los silencios. Dentro de los mecanismos de escritura de la violencia es notorio, paradójicamente, la dimensión de lo no dicho. El silencio puede ser omisión consciente o inconsciente, temor, retracción o timidez. Es comprensible entonces que mucho de lo narrado, por su crudeza, genere la pérdida de audiencia o público. En Gavilán Sánchez el hecho de callarse logra conservar el vínculo social con el costo de reproducir un hueco o vacío de comunicación (Jelin, 2002, p. 82). Esas faltas de discurso pueden interpretarse como distanciamiento cultural, huecos traumáticos o formas de evidenciar que no existe quién esté preparado para escuchar eso.

En Memorias de un soldado desconocido. Antropología de la violencia, se percibe un silencio deliberado, por momentos, y evidencia de la imposibilidad de articulación lógica de ciertas partes de la historia traumática del autor, en otros. Esto nos obliga a cuestionar para qué contar, qué se puede o no decir. En tal sentido, cabe señalar que los usos o impactos del testimonio en la sociedad despliegan mecanismos de apropiación y rechazo del público y de los impartidores de versiones oficiales. En el momento de la publicación de Gavilán Sánchez, en el contexto del postconflicto peruano, existía un público permeable para recibir esa experiencia. Al mismo tiempo, la población se debatía en torno a estigmatizaciones, de ahí que se justifiquen ciertas omisiones, pero también que podamos afirmar, como explica Jelin, que los visibles silencios del texto intentan conservar el vínculo social incluso con el costo de evidenciar un vacío de comunicación.

La trayectoria vital del sujeto autobiográfico proporciona datos de ambos bandos del conflicto, y cada una de esas experiencias es narrada en un capítulo. La estructuración interna del texto muestra, en el pasaje entre capítulos, una omisión. Así como en el apartado uno se narran las experiencias en el bando maoísta, en el dos la voz autobiográfica está incorporada y adaptada a las bases militares. La estrategia de romper la continuidad narrativa pasando de un capítulo al otro deja ante el lector un hiato: la experiencia de cómo salvó su vida el protagonista, qué cruces de informaciones existieron entre él y el Ejército y cómo devino “cabito” con tanta naturalidad.

La etapa senderista culmina en el capítulo uno, con un pasaje en el cual el yo textual confiesa estar perturbado mentalmente. Este final presenta una extrañeza: aparentemente el sujeto va a morir, como si no lo hubieran salvado, aunque sabemos que no fue así. El relato presenta varias temporalidades: la del recuerdo, la de la conjetura y la del presente de la enunciación que evocan una posible muerte: “siempre he recordado esos últimos momentos de mi existencia -creía yo- antes de que las balas destrozaran mi cuerpo; quizá por eso ahora tengo miedo a la oscuridad y a la muerte” (p. 99). Se lee el recuerdo de un temor, es decir, lo que pudo haber experimentado en el momento que creía que lo iban a matar. El fragmento sigue: “Estaba totalmente ciego [...] había que sobrevivir gritando ¡Viva Gonzalo! ¡Viva Lenin! ¡Viva Marx! ¿Esto será la muerte?, pensaba” (p. 99). Los tiempos presentados, cierre del primer apartado, descubren el plano de la ficción: el temor, las conjeturas, al sujeto fuera de la racionalidad, en tanto experimenta un trauma por una situación conjeturada y no experimentada.

Al finalizar la narración de esa etapa de su vida con esas palabras es más lo que se busca eliminar que el afán testimonial. Concluye: “Cuando volví en mí, el teniente me estaba hablando [...] Durante todo el camino los ronderos pedían a los militares que me mataran. Decían [...] ‘mátenle a ese terruco’ [...] pero los militares ni entendían ni prestaban atención” (p. 99; cursivas agregadas). Se lee entonces una incomunicación, la imposibilidad de conversación, de algún modo una forma de garantizar el no haber hablado en ese momento con los del otro bando. De igual forma, se observa a un sujeto textual perturbado (“Estaba totalmente ciego”, “Cuando volví en mí”) del cual no puede extraerse un recuerdo fidedigno, sino una memoria conjeturada. Se presenta en esa especulación el silencio producto de un malestar mental y un solapamiento de tiempos de la enunciación y del recuerdo (“¿Esto será la muerte?, pensaba”). Así, termina el capítulo senderista y se pasa de modo abrupto a un escenario militar en el cual el sujeto se muestra absolutamente adaptado. El tránsito parece una especie de limbo, de irracionalidad, de hiato que oculta la experiencia real, por medio de la conjugación de dos planos enunciativos y de una instancia conjetural, manifestación que se condice, asimismo, con la imposibilidad de articular un relato coherente en los casos de vivencia de eventos traumáticos.

4. Cantos y silencios7

Al final del primer capítulo asistimos a la incomunicación, observamos el carácter inestable de su estado mental y el solapamiento de tiempos, lo cual materializa lo no dicho y el silencio deliberado. Ese hueco se vuelve sintomático en el inicio del apartado sobre la base militar, puesto que se lee un canto intimidatorio que refleja lo que podría haberle ocurrido al protagonista cuando salva su vida; la canción sostiene: “Terruquito / si te encuentro / comeré / tu cabeza / 1, 2 / 3, 4” (p. 103) Este fragmento es parte de un canto militar entonado en el ejercicio de carrera y que recuerda, de manera casi perversa, las canciones infantiles. A partir de ese comienzo, la voz narrativa cuenta las rutinas en el Ejército de las que forma parte con naturalidad. La decisión de abrir la narración de esa etapa de su vida con un canto hace que el sujeto textual ceda su voz autobiográfica a la voz de los militares. Son ellos quienes, a partir de esa inflexión vital, le dan una nueva voz al narrador pues lo alfabetizan, lo vuelven soldado, lo cual implica un tránsito de información y una identidad radicalmente opuesta a su elección senderista de los primeros años.

El nivel simbólico de la violencia expresado en canciones configura la nueva identidad del protagonista. Al ingresar a la escuela por sugerencia del teniente jefe, experimenta una situación curiosa: debe oír primero y luego recitar un poema de Alejandro Romualdo explícitamente violento, que el sujeto de la enunciación transcribe sin ninguna reflexión anterior o posterior. Se lee:

Lo harán volar con dinamita

En masa, lo cargarán, lo arrastrarán

A golpes le llenarán de pólvora la boca. Lo volarán:

¡y no podrán matarlo!

Le pondrán de cabeza

Sus deseos, sus dientes y gritos.

Lo patearán a toda furia. Luego lo sangrarán:

¡y no podrán matarlo! (pp. 104-105)

Ese poema inaugural en su alfabetización marca al sujeto de la enunciación. Es llamativo que no haya en esa transcripción, en esa exhibición de una adolescencia atravesada por la intimidación simbólica, una reflexión. Luego de ese poema continúa la narración de su vida en la escuela y cuenta cómo fueron mejorando sus estudios. Nuevamente, se borra la voz textual y se deja en primer plano la voz ajena, coral, impersonal de cantos (al igual que al comienzo del capítulo). En esa operación de distorsión, falta de reflexión o negación es donde podemos encontrar una huella, ya que el sujeto textual se construye como un inocente y mero reproductor de un material semánticamente repudiable. Al contar esos episodios enmarcados en situaciones cotidianas, escolares, como parte de su logro personal, se diluye la carga violenta y el sujeto textual logra alejarse de la escena y desligarse del contenido de dichos himnos.

Otro ejemplo de violencia -de género en este caso- es el apartado dedicado a las “charlis” (prostitutas) tratadas como viejas, compradas con bebidas alcohólicas, utilizadas como objetos sexuales de todo el batallón, como se explicita en el himno “‘Maledón’: Muy orgullosos cantábamos [...] ‘Maledón le dijo al punto: / de un solo hombre no he de ser, / si tengo a todo el regimiento / a quien servir y a quien querer’” (p. 109). El himno configura la imagen de una mujer sometida por todo el regimiento, pero llama la atención el “orgullo” del que se jacta el sujeto de la enunciación frente a esa violencia simbólica. Al asumirse como una voz plural (cantábamos) y convertir esos vejámenes en una voz coral, se ve de nuevo al sujeto distanciado del protagonismo directo de dichos actos reflejando, de igual modo, la reproducción institucional de estas imágenes.

En otros pasajes se narran las vicisitudes de las mujeres que trabajaban con sus hijos y que eran violadas por los militares. Frente a este maltrato sexual, el sujeto protagonista narra: “Ellas se quejaban al capitán [...], el comandante nos informaba que a todos nos iban a descontar de nuestra propina [...]. Maldecíamos a los sargentos abusivos -¿qué se creían?-” (p. 110). La frase sigue explicitando la violencia por parte de los jefes homosexuales de manera impersonal: “La homosexualidad también existía. Un capitán [...] se drogaba de noche y venía a buscar a la fuerza a los soldados. Se los llevaba a su habitación” (p. 110). El pasaje completo visibiliza un doble abuso, aunque en la enunciación el sujeto señala el enojo por la quita del dinero, es decir, parece disgustado por el abuso de tener que pagar por el error ajeno, y no se repudia el maltrato a la mujer o el abuso al resto de los soldados. Análogamente, la oración final muestra la sumisión y la aceptación de los vejámenes con cierta naturalidad. Al no aludir a su participación en ellos, ya sea por medio de despersonalizaciones o bien mencionando a “los soldados” sin hacerse cargo de que él era parte del grupo, el sujeto de la enunciación queda en un espacio de corrimiento diluido ante la coacción sexual, física o verbal, ejecutada y padecida.

Los cantos militares (de amenaza, de jactancia por la tortura ajena, en relación con la prostitución, entre otros) albergan siempre un sentido bélico que opera como aliento para los instrumentadores de la violencia, así como amenaza para las víctimas: “las canciones militares nos animaban siempre: [...] ‘En la sierra estarán / los cabitos treparán, / patrullando buscarán / al terruco con su fal. / Su guarida destruirán / y su cuello cortarán’” (pp. 120-121). La cita resulta operativa pues evidencia, por un lado, una autofiguración del sujeto como parte del bando militar (intimidante y violento) que asume el ánimo y su identificación por medio del canto. Por el otro, se observa la proyección de la imagen que del senderista propone el Ejército concentrada en el fusil. Este elemento mantiene con la violencia una relación de sinécdoque en el heterogéneo mundo del hostigamiento. El fusil se convierte en el imaginario bélico como el significante más representativo. Como explica López Maguiña, es un elemento muy contundente, incluso más importante que las bombas, a pesar de la fuerza destructiva de estas, por el compromiso que implica portarlo. Es, asimismo, en términos técnicos más eficaz que otras armas utilizadas -más primitivas- como los palos, los machetes, los mazos o piedras. Tomar el fusil significa haber asumido el principio ideológico de la revolución y justificar los medios violentos indispensables para llevarla a cabo (López Maguiña, 2007, p. 16). En ese cántico vemos entonces una doble configuración (la propia como cabito y la de los senderistas) a partir de las armas de guerra. Si para los senderistas tener el fusil era hacer la revolución, para los cabitos cantar era refrendar la lucha.

Cuando Lurgio Gavilán Sánchez ingresa en las filas de Sendero Luminoso lo hace por su propia voluntad (no política pero sí filial: se suma para encontrar a su hermano) y comienza a ser parte de una vida como guerrillero del partido en la cual experimenta escenas de atropello ritualizado, como se explicó más arriba. Al pasarse al bando de los “cabitos”, vive la violencia sistematizada o institucionalizada dado que, como todo orden militar profesional, respeta niveles jerárquicos tanto entre individuos como en los procedimientos y protocolos acatados. La trayectoria vital dentro del Ejército evidencia acciones de crueldad por demás innecesarias por parte de los altos mandos: “Los monitores se encargaban de dar instrucción a los nuevos reclutas [...]. Casi ningún soldado se olvida de su monitor [...], siempre decían: ‘¡Ese es mi monitor me hizo comer caca!’” (p. 118). En estas anécdotas encontramos cierta gradualidad acerca de la instrumentalización de la violencia con respecto a los monitores, en tanto el narrador asume haberse convertido en uno de ellos con el correr del tiempo. Esta nueva inflexión presenta un extraño uso de la voz narrativa que por momentos padece los hostigamientos militares, pero asume, también, la voz de los militares y se apropia de los vejámenes a los soldados de menor rango.

Ya como monitor el sujeto cuenta: “La queja del maltrato había llegado hasta el comandante. Entonces fue separado de su cargo el monitor que los había hecho comer heces. Al recluta que se quejó lo hemos masacrado y lo hicimos desertar a propósito, avisándole bien que el cuartel era para hombres no para llorones” (p. 119). El narrador asume la violencia simbólica y física de la cual quiere desentenderse sobre el final del capítulo. Se presenta una gradualidad en la voz autobiográfica dado que primero recuerda a su monitor con cierto resabio de crueldad y luego cambia su rango y ejerce un repudiable rol, visible en la frase: “lo hemos masacrado”. La culpabilidad, en pasajes como este, se diluye en una configuración narrativa anecdótica (“casi ningún soldado se olvida de su monitor”), y llama la atención que no se evidencie, en el devenir de los distintos ensañamientos ejercidos sobre otros, un grado de culpa o reflexión. La inestabilidad gramatical de la voz narrativa presenta cierta identificación con ambos rangos o estamentos dentro del Ejército, lo cual redunda en una imagen ambigua del sujeto textual.

Sobre el final del capítulo dos, dedicado a su vida en el Ejército, el sujeto narra un cambio de rumbo. Una vez que como soldado lo trasladan a la base de Viviana, tiene contacto con las monjas de un convento donde convierte su experiencia entre la voluntad de redención y la violencia de la que había sido parte (ejecutor y víctima). De esta forma, abandona la vida militar para tomar los hábitos religiosos. Para dar cuenta de ese pasaje vital, de nuevo aparece, como vimos en la transición entre el capítulo uno y dos, una operación de escritura que subraya el carácter ambivalente de su experiencia. En el cierre se observa un deseo ilusorio dentro del contexto. Así como en el capítulo uno el sujeto aparecía como fuera de sí, es decir sin la objetividad necesaria para evaluar esa experiencia, en el dos se presenta al sujeto con una ilusión irrealizable. Expone sobre el final una fantasía utópica para ese momento: reconciliar a “los de SL con los militares” (p. 127). Tal como es anunciada, esa intención parece desvinculada del sujeto que en los párrafos anteriores narraba violaciones y hostigamientos. Se observa una intención de desdibujar los hechos de violencia, por medio de una esperanza de reconciliación absurda. Sin embargo, en ese final del capítulo se asume una postura por un lado irrisoria; por otro, el sujeto se identifica con la violencia ejercida desde las Fuerzas Armadas. Así como se señalaron los mecanismos de escritura que corren al sujeto de la enunciación de las escenas de tortura senderistas, se detecta de igual modo una identificación del yo textual con las acciones del Ejército.

El cierre presentado para esta etapa de su vida es elocuente, pues no solo llama al Ejército como “casa”, “su casa”, sino que concluye con una confesión sobre su espiritualidad: “esa parecía ser la oportunidad que estaba buscando desde niño. Hacer algo por los que no tienen, por mis paisanos que tanto habíamos maltratado, robándoles y violando a sus mujeres” (p. 127). Nos interesa reparar en la noción de violación, como “acto canibalístico” (Segato, 2003, p. 31) recurrente en los testimonios de las víctimas como agresión, afrenta, castigo o venganza y abordado en este texto, precisamente al concluir su vida en el Ejército. Las dimensiones de estos actos, a la luz de la disquisición planteada por Rita Segato, señalan la violencia como castigo a una mujer genérica que sale de su lugar de subordinación, también, como agresión contra otro hombre genérico cuyo poder es desafiado, por último, como demostración de virilidad ante los pares para garantizar un lugar entre ellos (2000, p. 33). Estas tres formas de pensar la violación (como afrenta a mujeres/ hombres o como demostración ante pares) se conjugan en el caso de ambos grupos del conflicto, pues hay en estas acciones una canibalización del cuerpo del otro (muchas veces ejecutándolos después de consumar la violación), que evidencian la superioridad de la fuerza frente a los poblados y la necesidad de posicionarse (el violador) dentro de los mandatos y jerarquías del grupo de pares. Al ser actos concebidos dentro de lo grupal, la violación se vuelve expresiva, reveladora de un significado instrumental: orientada a la adquisición de prestigio y superioridad ideológica. Cuando el sujeto textual presentado por Gavilán Sánchez asume esos actos (es sabido que las violaciones fueron perpetradas por los dos bandos), luego de su paso por la vida militar, el efecto de lectura es claro: vemos un sujeto borroso y desdibujado dentro de la violencia senderista, consciente y protagonista de la violencia de las Fuerzas Armadas. En el medio, quedan los campesinos.

La violencia institucionalizada impuesta por el Ejército y las Fuerzas Armadas nace en respuesta a otra violencia fundamental y positiva: la que ejercían los senderistas como elemento de culto y factor facilitador de la liberación. En las causalidades de uno y otro bando, Sendero Luminoso exalta la violencia por “razones de sangre”. El sociólogo Gonzalo Portocarrero explica que ese oxímoron exhibe la deconstrucción del estereotipo razón/mito, emocionalidad/racionalidad. En el caso de los lineamientos del “pensamiento Gonzalo”, esos dos términos no se contraponen (razón, sangre) sino que se modifican internamente al vincularse (2015, p. 305)8. El líder, al autoconfigurarse como un actor que ve y siente por las masas, es en algún punto su razón y su corazón. De modo que estos términos presentan no una suma, sino una realidad compleja en la cual la violencia mata y da vida. La muerte en el senderismo cobra el sentido de la resurrección de la causa y se inscribe en la línea de salvación para un campesinado sometido a un sistema semifeudal y semicolonial. Paralelamente, la violencia de los aparatos militares del Estado nace, también, en respuesta a aquella violencia.

Quedan en esos nacimientos las víctimas, supeditadas a uno u otro horizonte bélico: la brutalidad expansiva del Ejército y la violencia concentrada y selectiva de los senderistas. Pero existe, no obstante, una diferencia en la concepción que cada bando tiene del otro. Mientras el Ejército considera a los campesinos como enemigos y sospechosos, incluso participantes en la insurrección armada, los senderistas ven en ellos un capital para la revolución o grupos de apoyo. Para el partido senderista, las masas sirven como materia prima o fundamento a partir del cual se elabora una interpretación razonada y justificadora de la violencia. Por el contrario, cuando las Fuerzas Armadas irrumpen en un poblado, los mueve la premisa de que pueda haber entre sus habitantes actores armados o que toda la población pueda estar comprometida con la causa (López Maguiña, 2016, p. 80). Los militares no buscan un acercamiento ideológico, ni su acogimiento, no quieren siquiera defenderlos, sino atacar los posibles focos de contagio terrorista. Los terroristas, en cambio, ven en ellos el fundamento, la razón de la violencia.

Pese a esta polaridad ideológica, los vejámenes ejercidos sobre el campesinado parecen muchas veces similares: las agresiones físicas, las violaciones, las muertes, los escarmientos, las amenazas. Frente a estas formas de violencia cabe señalar que existe una tercera, la del Estado -ya en tiempos del posconflicto- como aparato de silenciamiento y reproductor de versiones manipuladas. Una vez acabado el conflicto armado interno, se tardaron muchos años en dar a conocer los testimonios de las víctimas (no todas pudieron brindar el suyo ante la Comisión de la Verdad y Reconciliación) y muchos cuerpos siguen hasta hoy desperdigados por la geografía andina. La población peruana, de este modo, quedó reducida a la condición de espectadora pasiva. El pasado excede la temporalidad y la biografía de un sujeto, y expone una coyuntura donde se encuentra el espacio vivo de la cultura actual, del posconflicto preguntándose por la historia y la memoria. El texto de Gavilán Sánchez ayuda a evitar la repetición del pasado atravesado por abusos de intereses políticos de ciertos grupos. Se busca trabajar para conservar ya no una memoria literal, intransitiva, como hecho en sí mismo, sino ejemplar, como modelo de comprensión (Todorov, 2000). No serviría, entonces, referir una experiencia violenta solo por el hecho de singularizarse dentro del pasado, o por su extrañeza dentro de la dicotomía de bandos, sino como modelo que permita la reflexión y redunde en una lección provechosa. Se busca, así, que las memorias de este soldado desconocido cobren la identidad de la memoria colectiva para que la violencia padecida y reproducida, antes y después del enfrentamiento, no se convierta en violencia institucional y silencio capcioso.

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Notas

11.Se siguen las fechas propuestas por el Informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003).

22.Podemos apuntar otros estudios valiosos sobre la narrativa de la violencia, y en particular sobre este autor, como la labor de la investigadora chilena Lucero de Vivanco (2020), tanto en sus publicaciones en el marco del proyecto “Post-narrativas de la violencia: representaciones y desplazamientos de la memoria y la ficción en la literatura peruana (2000-2015)”, como la entrevista que llevó a cabo con el autor, publicada en el año 2020. De igual modo, valoramos los aportes, a los que haremos referencia en este artículo, de la investigadora y escritora Claudia Salazar Jiménez. Resulta, asimismo, una lectura ineludible para los estudios sobre el autor el ensayo de Juan Carlos Ubilluz, de su libro Sobre héroes y víctimas (2021) donde podemos observar una lectura que reclama un arte político, un giro ético que trascienda la denuncia y problematice las víctimas/victimarios dentro de nuevas formas políticas. Sumado a ello, la obra reciente del autor, Carta al teniente Shogún (2019), reseñada por distintos medios, ha originado incipientes lecturas críticas como la propuesta por el sociólogo e investigador Félix Reátegui, quien encuentra una relación ineludible entre las dos obras de Gavilán Sánchez. Reátegui subraya el modo en que estas narrativas pueden poner el foco en el problema de la actitud humanitaria en la guerra y las coloca en una suerte de zona gris, lo cual exige considerar críticamente cómo se leen estos géneros testimoniales.

33 Podría establecerse un diálogo entre la idea de “exceso del pasado” de Elizabeth Jelin (2002) y la noción de “obsesión cultural” o “cultura de la memoria” propias de fin de siglo desarrollada por Andreas Huyssen (2000). De igual modo, es interesante la lectura que Jelin hace de los aportes de Pierre Nora (1996) para pensar la memoria archivística actual que descansa en la materialidad de la huella. Debe atenderse, asimismo, al espíritu memorialista del que hablan Nora y Huyssen para reflexionar ya no en términos de memoria como recuerdo o representación, sino como juego, construcción de utilizaciones y reutilizaciones en cada reformulación.

44 La crítica habla de Fuerzas Armadas; por ejemplo, el prólogo de Carlos Iván Degregori: “Sobreviviendo el diluvio. Las vidas múltiples de Lurgio Gavilán” (2012). Sin embargo, el autor hace referencia a su vida militar como su vida en el cuartel militar, base militar, patrulla/regimiento militar e insiste en la mención del Ejército.

55 Todas las citas de Memorias de un soldado desconocido. Autobiografía y antropología de la violencia se extrajeron de la primera edición del Instituto de Estudios Peruanos y la Universidad Iberoamericana (2012).

66 Usamos el término memoria (más allá del título de la obra) como una de las escrituras del yo consideradas canónicamente como autobiografía. Las memorias son un material escrito por hombres/mujeres públicas o que han participado en acontecimientos significativos de su época, lo cual implica que el texto se vuelva una justificación del papel desempeñado en los hechos detallados. Se basan en la experiencia personal, la relación cronológica y la reflexión como modo de recuperar la historicidad del yo. Al asumir que las memorias son parte del género autobiográfico tomamos la definición de autobiografía de Philippe Lejeune y su clasificación que atiende a la forma del lenguaje (narración, prosa), el tema tratado (historia de una personalidad), la situación del autor (reenvío del nombre del autor a una persona real) y la posición del narrador (identidad del narrador y el personaje principal como coincidentes), sumado al formato de narración retrospectiva (Lejeune, 1991). Si bien los géneros autobiográficos se han ido transformando a lo largo de los siglos, adoptando otros formatos y soportes conformes a las nuevas tecnologías y formas de lectoescritura, siguen vigentes (Arfuch, 2010, p. 22) en textos como el aquí abordado.

77 Utilizamos la palabra “canto” porque es así como el autor llama a estas producciones, también se refiere a ellos como himnos. Sin embargo, nos interesa su dimensión semántica, es decir, como canciones.

88 Pensamiento Gonzalo: Gonzalo es el nombre de guerra de Abimael Guzmán. Para los senderistas existían tres etapas en el desarrollo del marxismo: Marx, Lenin, Mao. En esa tríada se agrega como “cuarta espada” la etapa ideológica desarrollada por Guzmán, quien sintetiza su tesis bajo la fórmula “pensamiento Gonzalo” y completaría el cuadro marxista.

Recibido: 09 de Septiembre de 2020; Aprobado: 22 de Julio de 2021

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