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Letras (Lima)

versión impresa ISSN 0378-4878versión On-line ISSN 2071-5072

Letras vol.93 no.137 Lima ene./jun. 2022  Epub 30-Jun-2022

http://dx.doi.org/10.30920/letras.93.137.9 

Estudios

Entre lo fantástico y lo místico: lo misterioso

Between the Fantastic and the Mystical: The Mysterious

1 Universidad de Valladolid, Valladolid, España. laia.olive@alumnos.uva.es

RESUMEN

Lo fantástico y lo místico se dirigen, aunque distintamente, al misterio, ello es, a lo desconocido, que aterra y causa deseo a la vez. Este artículo repasa cómo lo hacen y revisa la terminología común en las investigaciones al respecto con tal de proponer un fenómeno que se encuentra entre estos y que surge en la lírica moderna: “lo misterioso”. Desde la narración ficticia, la literatura fantástica trata lo ignoto, que aparece en la realidad intratextual (reflejo de la del lector) a través de sucesos extraordinarios pertenecientes a otro plano y generadores de un “extrañamiento”. Lo místico, por su lado, trata de hacer fable la inefable unión divina experimentada por el místico mediante el lenguaje que más se encamina a la abstracción por su musicalidad y cuya emocionalidad la exime de la ficción, o sea, la poesía lírica. Coincide con ciertos de estos puntos lo misterioso, que es el tratamiento de lo secreto de nuestro mundo en la lírica moderna. El artículo se sirve de fragmentos del cuento “El perseguidor” (1986) de Cortázar para lo fantástico, de poemas de San Juan de la Cruz para lo místico y del poema “Al centro rayeante” (1949) de Juan Ramón Jiménez para lo misterioso.

Palabras clave: Misterio; Poesía lírica; Realidad; Das Unheimliche; Literatura fantástica; Mística

ABSTRACT

Though differently, the fantastic and the mystical approach the mystery, which is the unknown that causes both fear and desire. This article reviews their approach and its common terminology in research about both the fantastic and the mystical aiming to propose an in-between phenomenon, which is present in lyrical poetry: “the mysterious”. The fantastic deals with the unknown through fictitious narration by means of extraordinary events that belong to another world, that take place in the intratextual reality (reflect of the reader’s reality) and that provoke an “estrangement”. For its part, the mystical tries to describe the indescribable divine union experienced by the mystic through the language that is closest to abstraction due to its musicality and that is exempt from fictionality thanks to its emotionality, that is to say, lyrical poetry. The mysterious shares some of these characteristics and is the treatment of the secret in our world through modern lyric. The article provides some extracts from the short story “El perseguidor” (1986) by Cortázar for the fantastic, from poems by San Juan de la Cruz for the mystical and the poem “Al centro rayeante” (1949) by Juan Ramón Jiménez for the mysterious.

Keywords: Mystery; Lyrical Poetry; Reality; Das Unheimliche; Fantastic Literature; Mysticism

1. Introducción

El campo de la filología fue especialmente fértil en el siglo XX, dejando brotar en él investigaciones antes apenas cultivadas como las que conciernen a lo fantástico y lo místico1. A pesar de los esfuerzos que se han dedicado a tratar de establecer los parámetros de la fantasía en la narrativa y la mística en la poesía, estas parecen resilientes a ellos. Cabría preguntarse, entonces, si no es parte de su naturaleza el escurrirse de las manos que intentan estudiarlas y fijarlas en de-finiciones únicas. Especialmente lo fantástico, pero también lo místico, se caracterizan por ir (o volver) a los ámbitos donde no se las espera, para colarse en los huecos que se forman entre nuestros desempeños y pensamientos cotidianos. No obstante, al mezclarse con el lenguaje común, su fondo se confunde, como cuando se remueve un río y se ve solo su superficie difusa. Ambos términos, sobre todo en sus formas adjetivadas, “fantástico” y “místico”, se vinculan en nuestros días a las más variadas acepciones y resultan muy habituales en la lengua cotidiana. Funcionan como comodines que podemos sacar para referirnos a lo que encierra misterio, a lo que no se encuentra en el ámbito en el que nos movemos, es decir, en la realidad, sino en otro plano, como el de la imaginación. Nadie sabe muy bien qué es: lo rodea una especie de neblina (mist, diríamos en inglés) que impide verlo en su claridad. Todos, en nuestra ceguera a medias, andamos a tientas sin aprehenderlo. Si nos ponemos los guantes de filólogos e intentamos agarrar su esencia, corremos parecida suerte: se nos escapa, cual agua.

Quizás atinaremos mejor yendo a sus fundamentos. Refresquemos su etimología para esclarecerlo -no olvidemos que la tarea de la “etimología” es poner a la luz “lo verdadero”, ἔτυμος, de “la palabra”, λόγος2-. Por un lado, la fantasía nace del verbo φαίνειν, “brillar, llevar a la luz”, es decir, dejarse ver (cuya primera correlación es lo que se muestra: el fenómeno, φαινόμενον). En griego antiguo contamos también con φαντασία, “el poder mediante el cual se re-presenta un objeto”. En su origen, pues, la fantasía es aquello que se vuelve a mostrar -y en esa medida necesariamente parte de lo ya visto- por lo general en la mente. Se la traduce en latín como phantasia o imaginatio, “la imaginación”, que trabaja con “la imagen”, imago. El hecho de que todos estos términos giren alrededor de la visión se fundamenta en la comparación de esta con el entendimiento, siendo la primera el sentido y el segundo la capacidad más destacada del hombre. Tal asociación pasó de los griegos a toda la civilización occidental, en la cual se deja ver aún a través de palabras en nuestra lengua como “des-velar” o “des-cubrir”: quitar aquello que tapa la verdad (ἀλήθεια, “lo que no se esconde”). Por otro lado, la mística, de μυστικός (“conectado con los misterios”) nos remite al misterio, cuyo origen es μυστήριον, el “secreto revelado”. Entendemos que el misterio es, entonces, aquello que se muestra escondiéndose. Se deja ver solo a medias, se nos presenta como algo que no conocemos del todo y, por ende, nos genera atracción y pavor a un tiempo.

Los términos “misterio” y “místico” parten probablemente de la raíz muš, que todavía se conserva en sánscrito y significa “oculto, secreto” (véase Otto, 2014, p. 31). Pues el místico es el que, por su unión con Dios, trasciende lo humano y lo que humanamente se conoce (sale de sí en su éx-tasis) y visita, sin dejar de ser hombre -sin morir-, el más allá. Podríamos decir que él es tal vez el único que va, aún sin quedarse en ella, a la muerte, el mayor secreto para el hombre vivo. “[T]anto bolar me convino / que de vista me perdiesse”, canta San Juan de la Cruz (2015, p. 270) -la vista humana queda rebasada ante la luz divina, como el preso de la alegoría de la caverna de Platón al exponerse a la verdad: el conocimiento toca lo desconocido y se conmueve-. Cuando vuelve de tal experiencia, la poetiza; da imagen a lo que carece de ella. El escritor de lo fantástico, por su parte, es buen observador de las incongruencias que ramifican silenciosamente en nuestro quehacer diario y que no se dejan explicar por sus leyes, de esas grietas que surgen en la realidad, quizás, al chocar con otra cual dos placas tectónicas -esos agujeros en la realidad que menciona Cortázar en su relato “El perseguidor” y que lo llenan (o vacían) todo, haciéndolo “como un colador colándose a sí mismo” (1986, p. 173)3-. Algo se nos escurre y percibimos un escalofrío, un “extrañamiento” (Cortázar, 1967, p. 25; Campra, 1991, p. 56; Roas, 2011, p. 36); no nos sentimos en casa estándolo -igual que en el Unheimliches freudiano (1919), que veremos luego. Para proporcionarle forma, aunque sea vaga, recurre el escritor a la narración, dejando infiltrar gota a gota lo fantástico en nuestra supuestamente hogareña cotidianidad hasta llegar a inundar y estropear los fundamentos de lo real con sus ficciones.

Existe, sin embargo, un tercer caso. Hay un punto en que lo fantástico y lo místico, por unos momentos, se miran. O, más bien, otros ojos, no los del escritor ni los del místico, dan cuenta de este fenómeno. Hablamos del poeta lírico, quien vive “ese sentimiento de estar inmerso en un misterio continuo, del cual el mundo que estamos viviendo en este instante es solamente una parte” (Cortázar, 1982), quien también ve que hay algo más allá de lo aparente, e incluso anhela ser uno con eso. No obstante, para él no se trata necesariamente de algo divino y, muchas veces, parece encontrarse en su sitio allí, en la “realidad invisible” a la que apela Juan Ramón Jiménez (1999), en el hecho de hallar este segundo plano en el nuestro y que puede hacerle tocar el éxtasis (“ínstasis”, como veremos). Al volver de su unión con lo invisible, como el místico, tras haber mirado lo bello y quizás también lo verdadero, lo canta. No puede narrarlo como ficción, ya que necesita decirlo, por su naturaleza, a través del lenguaje que más se acerque a la belleza y sea capaz de contener la verdad: la poesía lírica4.

Este artículo tiene como objetivo plantear dicho fenómeno que, en tanto que propio de la lírica, no ha sido tratado por la investigación, pues se lo ha tendido a incluir en la literatura fantástica5. Dado que solo consideramos fantástico aquello que se desarrolla dentro de la narrativa a causa de la ficcionalidad que esta implica, no consideramos que los poemas líricos, que se hallan fuera de la ficción, puedan tener cabida en lo fantástico, aunque aparezcan en ellos algunos de sus rasgos, como el tratamiento del misterio. Es importante subrayar que los textos líricos que abordan lo secreto lo hacen con un sentimiento de familiaridad y de conformidad normalmente ausente en lo fantástico (al que llamaremos das Heimliche) y que lleva al poeta al “ínstasis”, diferenciado del “éxtasis” místico por no consistir en salir de la individualidad de uno para unirse con la universalidad divina, sino en reencontrarse consigo mismo y con el entorno, descubriendo las conexiones invisibles entre las cosas y los seres. Por todo ello, creemos relevante estudiar este fenómeno lírico de manera independiente y esperamos que este artículo inste a su investigación.

En lo que sigue, nos proponemos esbozar esta manifestación lírica. Porque enraíza entre lo fantástico y lo místico y, como ellos, surge del misterio, hemos decidido llamarla “lo misterioso”6, con la voluntad, además, de conservar la tradición de adjetivos sustantivados. Con tal de esclarecer esta noción, revisaremos los aspectos más significativos de lo fantástico y lo místico, haciendo mención de algunas de las teorías de más caudal al respecto para desembocar en lo misterioso, anotando las características que comparte con ellos y las que la distinguen. Para su ejemplificación, citaremos fragmentos de autores representativos de cada una de estas manifestaciones: de Julio Cortázar en cuanto a lo fantástico, de San Juan de la Cruz para lo místico y de Juan Ramón Jiménez por lo que hace a lo misterioso. Finalmente, cerraremos el artículo con una breve recopilación de lo mencionado.

2. Lo fantástico

Tratar de definir lo fantástico es una tarea a la que se han dedicado y dedican numerosos teóricos sin haber podido llegar todavía a un consenso. Como hemos apuntado ya en la introducción, podría ser esta una indicación de que su carácter fluido le permite adoptar distintas formas y adaptarse a los cambios de la literatura. Sin embargo, resulta imprescindible para nuestro estudio, es decir, para contrastar lo que apreciamos parecido o disímil entre lo fantástico y lo misterioso, tomar posición al respecto. Al primero lo entendemos aquí, de acuerdo con buena parte de académicos7, como la manifestación artística moderna -nacida en el Romanticismo (cfr. Roas, 2011, p. 22; Herrero Cecilia, 2016) y aún vigente- de algo que, de un modo u otro, vuelca la realidad expuesta en su continente (la realidad intratextual), la cual, a su vez, refleja la nuestra (la extratextual). Como la fantasía -que nace de lo visto y de ello da a luz a nuevas visiones-, la realidad intratextual, por ser creada a partir de la extratextual, está en un necesario y constante debate con esta. Entonces cabría, para conocer la del texto, preguntarse por la de fuera, esto es, por la realidad misma.

Ahora bien, debemos ir con cuidado: el terreno se vuelve inestable al formular tal fundamental cuestión y conviene no emprender caminos que ya no le competen a la filología, sino a la filosofía. Nosotros, como amantes de la palabra, como filólogos, buscaremos de nuevo las raíces del término en aras de entender el suelo firme sobre el que descansa y, así, cultivar nuestra investigación en él. La re-alidad es “lo relativo a las cosas” (del latín res, “cosa”), es decir, lo que está y se queda en su plano. En ella nos movemos, entre las cosas, y nos relacionamos con ella, con las cosas. Asimismo, la realidad de los textos -que es como la nuestra, pero no la misma- configura el terreno donde los personajes se desenvuelven. En lo fantástico, el mundo ficticio es resquebrajado por fenómenos extraños inexplicables por las leyes de su naturaleza -la cual es también como la nuestra-. La manifestación de estos sucesos en la realidad intratextual, tan pareja a la nuestra, alza la pregunta de si también podrían acontecer en la extratextual. Esto persigue lo fantástico: ir del texto hacia fuera, tocar los puntos de flaqueza de nuestro mundo a través del ficticio para dejar temblando las reglas lógicas desde las cuales lo comprendemos, y a nosotros con ellas. Las bases sobre las que vivíamos ya no son firmes, y otras que desconocemos parecen subyacerla y atravesarla; esa “realidad invisible”, a la que damos aquí el nombre de “transrealidad”, se halla más allá y, no obstante, su manera de obrar rige calladamente la de la realidad (intratextual y, por ende, extratextual)8.

Tienden los estudiosos a otorgar a las extrañezas que ocurren en los textos fantásticos el nombre de fenómenos “sobrenaturales”. Nosotros creemos poco adecuado este término, ya que, si bien puede decirse que tales eventos están por encima de lo natural, se les vincula en lo religioso con lo divino. Entendemos, a partir de Santo Tomás en la Summa contra gentiles (lib. III, c. XCIX, n. 9), que lo natural es “aquello que siempre sucede”; y, lo sobrenatural, “el orden impuesto por Dios”, es decir, esas acciones divinas que escapan de lo habitual, como los milagros. El escolástico distingue asimismo otra categoría: lo que acontece raras veces y que, sin embargo, pertenece a lo natural; se puede justificar a través de sus leyes, como un hombre con seis dedos en la mano (Santo Tomás, 1926, p. 310). Estos fenómenos preternaturales (del latín praeter y naturalis: “a excepción de lo natural”) se muestran en los textos fantásticos y mediante formas concretas (como los monstruos que, si bien no están en nuestro mundo, generalmente podrían darse a partir de sus reglas).

No obstante, también brotan en estos escritos otros sucesos no explicables por la naturaleza, como sucede en el relato cortazariano “El perseguidor”, el cual describe una secuencia de ocurrencias en la desordenada vida de Johnny Carter, saxofonista de jazz inspirado en Charlie Parker y cuya visión de la realidad, en ocasiones, no concuerda con sus leyes. Esto sucede, por ejemplo, cuando Johnny dice ser capaz de elaborar pensamientos e indagar en recuerdos durante un breve trayecto entre dos estaciones de metro cuya narración y vivencia real comportarían mucho más tiempo (Cortázar, 1986, p. 153). Ello responde a que la razón de ser de tales hechos no habita en nuestra realidad, sino en la “transrealidad”. Por este motivo, porque van más allá de lo natural (pero no necesariamente por encima de ello ni por intervención directa de Dios) y se muestran a través de nuestro plano, hemos decidido nombrar a estos fenómenos “transnaturales”. Así, solo lo preternatural y lo “transnatural” serían propios de lo fantástico o del realismo mágico, que naturaliza lo extraordinario no cuestionándolo (cfr. Chiampi, 1983, pp. 214, 216), mientras que lo “sobrenatural” podría incluirse en el maravilloso cristiano, donde son habituales los milagros. A ambos los une, además, el efecto que producen en el hombre: lo asustan, por un lado, porque hacen tambalear los pilares de la cotidianidad que habita; y lo apelan, por otro lado, a descubrirlo. Acogemos para ello el concepto de “ominoso”, común en las teorías sobre lo fantástico (p. ej. en Roas, 2000 y 2011, p. 31; o Casas, 2009, p. 362), con el que describimos hoy a algo abominable y que en su sentido etimológico se revela como “lleno de (malos) augurios” -como una indicación de que hay algo más, algo inminente que, puesto que lo desconocemos, puede resultar un peligro para nosotros-. Equivaldría al Unheimliches9 freudiano (1919), a la sensación de inseguridad en lo supuestamente seguro, ello es, en la realidad.

Los fenómenos “transnaturales” de los textos fantásticos funcionan como un espejo de la realidad extratextual. Esto no significa que hayan tenido lugar en ella, sino que, de algún modo, podrían tenerlo: son verosímiles, similares a la verdad10. Puesto que no son verdaderos, adoptan la forma de ficciones. Así, si bien puede surgir también en otras artes, lo fantástico tiende a la literatura, y más concretamente a la narrativa: por un lado, porque la primera cobija su ficcionalidad y, por el otro, porque la segunda, con su carácter lineal, permite el desarrollo de sus acontecimientos. Su escritor percibe estas extrañezas en la realidad. No dejándose ocupar la mirada solo con la superficie de la cotidianidad, se convierte en ob-servador (“el que guarda lo que está delante”) de la “transrealidad” que, por no poder verla -comprenderla- del todo, se le aparece como in-efable (“de lo que no se puede hablar”). El lenguaje no basta para expresarla. Como Johnny, el autor fantástico se topa con los límites de la lengua, del logos y la lógica en la que se enmarca, y que son insuficientes ante algo que se aprehende intuitivamente. El mismo Johnny comenta antes de narrar su experiencia en el metro que “[e]s fácil de explicar [...], pero es fácil porque en realidad no es la verdadera explicación. La verdadera explicación sencillamente no se puede explicar” (Cortázar, 1986, p. 151). Por este motivo, suele expresarse de forma inconcreta, cosiendo con las palabras, igual que lo que su escritor ve, un velo impreciso alrededor del misterio. No lo puede mostrar desnudo, porque no es así como lo ha podido captar. Aunque esto podría llevar a la frustración, un afán de conocimiento, una búsqueda que nunca llega a término, una necesidad lo arrastra a seguir escribiendo11. Es el secreto que lo atrae apoderándose de él, haciéndolo médium entre la “transrealidad” y la realidad, porque el misterio, en tanto que se muestra a medias, quiere ser visto, pero no del todo.

3. Lo místico12

En su libro sobre la naturaleza de la religión, Mircea Eliade propone dos formas de hallarse en el mundo. La primera es la profana, en la que se está fuera de lo religioso (literalmente del latín pro, “delante” o fuera en este caso, fanum, del “templo”) y las cosas son como aparecen, característica del hombre de nuestra sociedad moderna. La segunda forma es la sagrada, propia del hombre arcaico, mediante la cual se percibe nuestro mundo (y, en consecuencia, todo lo que le corresponde, como el espacio, el tiempo y la naturaleza) como profano, y bajo cuyas cosas se esconde lo sagrado. Si el hombre que asume esta segunda visión es sabedor de lo sagrado es a causa de su surgimiento dentro de lo mundano mediante la hierofanía (del griego antiguo ἱερός, “sagrado”, y φαίνειν de nuevo, “mostrarse”): “the manifestation of something of a wholly different order, a reality that does not belong to our world, in objects that are an integral part of our natural ‘profane’ world” (Eliade, 1987, p. 11; cursivas agregadas). El mundo sería para él algo inconcreto, incompleto e irreal (“unreal”), en el que llevaría a cabo una existencia interrumpida casi siempre y reunida solo en ocasiones con lo divino y real (“real”). Al mismo tiempo, las cosas (que, como hemos visto, conforman la realidad) tendrían un valor religioso intrínseco y desvelable; como cofres, aguardarían quien los abra para sacar su tesoro y convertirse en otras siendo aún las mismas y permitiendo al hombre acariciar, por unos instantes, lo divino con sus manos y alcanzar la realidad sobrenatural (“supernatural reality”) (Eliade, 1987, p. 12). Dichos momentos se podrían llevar a cabo, por ejemplo, mediante el rito o la oración, en los que se busca ir hacia o en torno a lo divino -literalmente en la palabra ritus de origen latino, “mover”, y en el orar, que, en consonancia con Santa Teresa de Jesús, no sería sino con-versar (“girar juntos alrededor de algo”) con Dios13-.

Al igual que en las teorías sobre lo fantástico, Eliade nos presenta dos planos. Por un lado, el irreal -que, paradójicamente, correspondería al real de lo fantástico-, pues en él nos movemos en nuestra cotidianidad: es el mundo natural (“relativo a la naturaleza, a lo nacido”) y secular (“que vive en su siglo”). Es el aquí y ahora sin más allá, allí donde la vida engarza en el espacio y el tiempo que, por nacimiento, le ha tocado, donde ha surgido y se queda. El hombre que lo habita no mira a través de él, ni desea atravesarlo. De ahí brota el adjetivo mundano, “relativo al mundo”, cuyo dejo peyorativo reafirma la concepción de Eliade: por quedarse en aquello con lo que se topa, en las apariencias y no en lo que está por encima de ellas, este mundo es irreal -no es la cosa misma, sino lo que percibimos de ella-. Por lo tanto, no es lo cierto. Lo verdadero, la cosa misma está, en claro platonismo, en un plano superior y al que, como tal, le corresponde no la tierra, sino el cielo. Él es lo real por ser lo primero, y lo que crea lo demás es lo más elevado y la esencia pura: Dios. Nosotros, empero, siguiendo la terminología adaptada anteriormente para lo fantástico, llamaremos a este plano “sobrerrealidad”, ya que se encuentra por encima de la realidad.

Del mismo modo que la “transrealidad” en lo fantástico, “la sobrerrealidad” se entromete a veces en lo mundano a través de la hierofanía y da lugar al misterio. Los milagros y las apariciones sagradas son muestras de algo que, pese a darse en nuestro plano, no pertenecen a él, sino al divino. Porque sobrepasan la naturaleza -no se pueden explicar a partir de sus reglas- y porque son producto de la intervención directa de Dios, los nombramos fenómenos “sobrenaturales”. Su efecto en quien los aprecia guarda gran semejanza con el que provocan los sucesos preternaturales y “transnaturales” ya traídos a colación: despiertan, a la par, el miedo y la atracción; son parte del “mysterium tremendum et fascinans” (el misterio que hace temblar y fascinar) que menciona Rudolf Otto en su aclamado estudio Das Heilige (2014). El académico tiene en cuenta las raíces de los términos con los que describe tales situaciones, pues entiende por mysterium “aquello a lo que tenemos ‘los ojos cerrados’”, lo escondido (“das Verborgene”), lo incomprensible (“das nicht Verstandene”) y lo no-familiar o fiable (“das nicht Vertraute”) (Otto, 2014, p. 15). Al contrario de lo problemático, constituido por lo que no se comprende ahora, pero quizás sí más adelante, el misterio jamás se puede aprehender enteramente (Otto, 2014, p. 32). De esta paradójica mezcla de pavor y deseo nace lo que el estudioso llama “lo numinoso” (“das Numinose”, del latín numen: “la voluntad divina”, “la deidad”), que se puede emparejar por su naturaleza atractiva y aterradora al Unheimliches: el momento en el que el hombre percibe la presencia de lo divino. Según Otto, puede manifestarse lo numinoso de forma directa (en situaciones sagradas); indirecta (a través de lo que da miedo, de lo sublime, de lo que no se puede comprender y es, por ende, misterioso); y en el arte, que es capaz de representarlo negativa (p. ej. mediante la oscuridad o el silencio) o positivamente (siendo su mayor exponente la música) (Otto, 2014, pp. 42-52, 79-91).

Todo hombre puede experimentar tales instantes, de los que suele regresar por temor a perderse ante tan grande presencia. Solo el místico, el que experimenta la conjunción en vida con lo divino, da un paso más. Atraído por lo que lo ha creado, quiere ser uno con ello. Sin embargo, ese “ello” carece de forma, es lo absoluto, y unírsele significa disolverse, perder la propia identidad -igual que en la muerte-. Ante el místico, se impone un abismo de fondo indistinguible (la “noche oscura” de San Juan), y la atracción y el miedo nacen. Finalmente, vencerá el deseo, empujándole, “por ser de amor el lance”, a dar “un ciego y oscuro salto” (San Juan, 2015, p. 270). Como amante a amado, se entregará al acto más anhelado: la unión. Para lograrlo, para trascender a lo divino, antes habrá de alejarse tanto como pueda de lo mundano por las tres conocidas vías del ascetismo: la purgativa (la purificación de la carne), la iluminativa (la resistencia del alma, ya limpia, ante las tentaciones) y la unitiva (la unión en sí, el soltarse al abismo). Aquello que lo vincula con más fuerza a nuestra realidad es el cuerpo; el alma, en cambio, es divina y, por lo tanto, es por ella que se alcanzará la conjunción. Al contrario del escritor, no ob-serva sino que “intro-serva” (“guarda, mira su interior”). Es hacia dentro que va el místico. No obstante, que tal unión se realice no es finalmente decisión del místico, sino de Dios, “por un no sé qué / que se halla por ventura” (San Juan, 2015, p. 274). Una vez en él, es decir, en Dios, su comprensión humana queda rebasada, como un vaso colmado de sus posibilidades, y llega a “un entender no entendiendo” (San Juan, 2015, p. 264).

Otto afirma que, de todos los momentos religiosos, la unión mística representa la tensión más alta, que todo lo sobrepasa (“Hochstspannung und Überspannung”) (2014, p. 25), pero solo dura unos instantes. Cuando vuelve del éxtasis, experiencia inefable, el místico no halla palabras para describirlo. Su vivencia no se puede explicar mediante la razón, mediante la palabra, sino por el sentimiento. Se trata -valga la paradoja- de un conocimiento irracional, lo que lleva al místico a la poesía para decirlo, al punto intermedio entre palabra (lógica) y música (abstracción y mayor representación de lo numinoso según Otto, como hemos anotado). No deja su visita a la nada en el silencio, donde yace el olvido, sino que quiere, debe comunicarlo14. El místico, dedicado por completo a Dios, se convierte con su experiencia hecha palabra en mediador del plano divino al humano. Nos hace volver la cabeza hacia arriba y vuelve a encender en nosotros la llama de lo numinoso.

4. Lo misterioso

Otros ojos entrevén el misterio -los del poeta. Suele suceder esto cuando se encuentra solo en la naturaleza: “¡Qué misterio tiene el claro / de la luna en este parque / mudo, frío y solitario!”, canta Juan Ramón Jiménez en el poema LI de Jardines lejanos (2005, pp. 399-400). El silencio allí encontrado acalla las voces que no lo escuchan y el lírico, tranquilo y recogido en sí mismo y poco a poco en las cosas, ve más claramente ese vago velo que parece recubrirlo todo, ocultándolo a medias. Entonces, su mano retira la tela con suavidad, y allí detrás encuentra los agujeros que Johnny menciona en el relato de Cortázar -¿la “transrealidad”?-.

Antes de proseguir, cabe indicar qué entendemos aquí por poesía y poeta. Leemos a la primera como lírica, como aquello que trae a la presencia las cosas a través de la palabra. Por ende, descartamos la ficcionalidad en ella si no es en clave de símbolo. Como el escritor de lo fantástico, el poeta o vate (del latín vates; “el que ve”, “adivino”) da cuenta con su mirada de ese “algo” que se esconde entre las cosas, esa “realidad invisible” a la que apela Jiménez y de la que todo, silenciosa y misteriosamente, parece brotar. Es un “veedor” (voyant, escribe Rimbaud) que llega a lo desconocido, al misterio. Así como la unión divina que, aun siendo anhelada por el místico, no depende en última instancia de él sino de Dios, la condición primera del lírico -serlo- tampoco es un acto deliberado del que lo es. Hay que nacer poeta (Rimbaud, 1999, p. 84). Recibe él el don de la visión intuitiva: como un niño que siempre está mirando las cosas, preguntándose qué son, las va entendiendo no mediante la razón, sino, como el místico, por el sentimiento. Ver es conocer, como en la analogía de los griegos. Raïssa Maritain observa en la contemplación del místico y del poeta aprehensión, si bien de naturaleza distinta: mientras que para el primero se trata de comprender para amar, el segundo adquiere con su actividad un “conocimiento de connaturalidad” (“connaissance de connaturalité”)15 que lo llevaría a percibir y crear vínculos misteriosos e inefables entre los seres (Maritain, 1938, p. 46). Allí radica “lo misterioso”: como el “hilo de luz” mencionado por Bécquer en su Rima XLII (1970, p. 68)16, enlaza todas las cosas con el mundo y el poeta, al darse cuenta, lo agarra suavemente con los ojos, sin romperlo, descubriendo esa tela invisible y perfecta donde todo tiene su sitio.

Percatarse de esa “realidad invisible” infunde en el poeta también temor y deseo. “J’ai l’extase et j’ai la terreur d’être choisi”, atestigua Paul Verlaine (1902, p. 258). Este es su don (que algunos tomarán por privilegio sobre los demás hombres y otros por perdición, como los poetas malditos)17: ver lo invisible y tratar de decirlo mediante la palabra poética. Sin embargo, no es deber del lírico entender esta relación, el misterio, sino verla y hacerla ver18. El poeta es creador; no representa, sino que hace (de ποιεῖν, “crear”). Teje un vínculo entre las cosas a partir del “hilo de luz” encontrado, pues su objetivo es, en palabras de Juan Ramón, “dar forma a una cosa que no la tiene” (Jiménez, 1990, p. 49). El que acepte esta condición, al contrario del Unheimliches suscitado por lo fantástico y lo místico, experimentará el Heimliches; encontrará en ese estado que podríamos llamar “extrañamiento habitual” (darse cuenta regularmente de lo extraordinario de lo ordinario), un hogar: su propio modo de estar en el mundo. Por la intuición y el trabajo alcanzará el sentimiento de lo que aquí nombramos, siguiendo los sustantivos adjetivados de lo ominoso para lo fantástico y de lo numinoso para lo místico, “lo minoso”: dará en su visión y posterior creación poética con un lugar infinito donde excavar -donde ver y conocer- para sacarle el diamante - la belleza que poetizará-. Nos acogemos para tal concepto a Jiménez quien, en su última etapa, canta su logro trascendental a través de la metáfora de la mina y el diamante que de allí extrae tras esforzada labor:

Todo está dirijido a este tesoro palpitante, dios deseado y deseante, de mi mina en que espera mi diamante; a este rayeado movimiento de entraña abierta (en su alma) con el sol del día, que te va pasando en éstasis, a la noche, en el trueque más gustoso conocido, de amor y de infinito. (Jiménez, 2005, p. 1152)

Como bien apunta José de Jesús Vega, “[l]a ‘mina’ vale sólo por el diamante: de sí la mina está hueca, es la nada” -es el diamante la que la vuelve tesoro- (1962, p. 107).

Será mirando no solo las cosas (observando como el escritor) ni a sí mismo (“introservándose” como el místico), sino “in-servando”, mirando las cosas a través de él, atravesándolas y atravesándose, mezclándose con ellas, que operará el poeta llegando a una unión con ellas y consigo mismo, más que tras un largo trabajo de “desajuste de todos los sentidos” (Rimbaud, 1999, p. 84), después de un “recogimiento de los sentidos” (Maritain, 1938, p. 36; cursivas agregadas). “En la poesía”, sostiene acertadamente Heidegger, “el hombre se reúne en la base de su ser-ahí. Con ello, llega a la paz: evidentemente, no a la paz aparente de no hacer ni pensar nada, sino a esa paz infinita en la que toda fuerza y vínculo están activos” (Heidegger, 1981, p. 45; traducción propia)20. Henri Bremond contempla una analogía entre la experiencia mística y la poética, pues en ambas se trabaja intensamente en las profundidades del individuo y se llega a “poseer la realidad”, más que la verdad (1926, pp. 83, 167, 211, 75). Quizás sería más indicado decir que se dejan poseer por ella -por la “sobrerrealidad” en el caso del místico, y la “realidad” en cuanto al poeta, pues este no se une con el creador, sino con lo creado-. Por ello, más que éxtasis, el lírico experimentará un “ín-stasis”, un entrar -y no salir de- a sí mismo y a las cosas. No será “transrealidad” lo que verá, sino realidad -no más allá; “más acá”: estará cada vez más cerca de las cosas y de sí mismo, viendo y haciendo ver cada vez más. En los agujeros de la realidad descritos por Johnny (quien bien podría encarnar a un poeta maldito)21 no hallará vacío, sino plenitud: el “hilo de luz” que le hará admirar el misterio del mundo jamás desvelable por el hombre. “Lo que yo te veo, cielo, / eso es el misterio; / lo que está de tu otro lado, / soy yo aquí, soñando”, canta Juan Ramón en su poema “Nube” de Piedra y cielo (1917-1918) (Jiménez, 2005, p. 493). El que quiera ir a un lugar distinto se llevará una decepción porque no podrá hacerlo desde la poesía22. Pues “les portes du mystère ne se laissent pas forcer” (Maritain, 1938, p. 55).

Al volver de su unión, al igual que el místico, una fuerza irrevocable lo empujará a cantarla. No obstante, como lo que ha conocido no puede decirse por entero -es inefable; el logos enmudece ante lo desconocido-, lo canta poéticamente; lo dice a camino entre la música, la reina de la abstracción en las artes y, según Platón, la más adecuada para entonar y formar el alma (1988, p. 176)23, y la palabra, la razón. En esta contradicción o, mejor, combinación entre racionalidad e irracionalidad (en tanto que inexplicable por sobrepasar la lógica y no por carecer de sentido) está el poeta, siempre entreviendo por la puerta semiabierta del misterio, a cuya llamada acude como un niño curioso -o “como un primer hombre”; “ein erster Mensch”, según Rilke (1950, p. 42)-, descubriendo allí las cosas de nuevo, y dejándolo entrever al poetizarlo24. Esto es “lo misterioso”: la luz que, en algunos poemas modernos -ya que esta manifestación tiene lugar en la escritura a partir del Romanticismo, como lo fantástico-, ilumina la relación secreta entre las cosas sin poder nunca mostrarla toda; la luz que desnuda cada vez un poco más el secreto del mundo sin poder quitarle nunca todas las capas. Como lo fantástico y lo místico, lo misterioso va al misterio. El acercamiento a él por parte del lírico de lo misterioso, empero, resulta distinto, pues no lo hace desde la ficción y la narrativa, como el escritor de lo fantástico, ni tras haber experimentado la unión con lo divino, como el místico, sino después de haberse reunido consigo mismo y su entorno aproximándose a lo desconocido. Y persistirá el poeta en su intento sin conclusión hasta el fin de nuestros días, ya que, como escribe Bécquer en su Rima IV, “mientras haya un misterio para el hombre, / ¡habrá poesía!” (1970, p. 79).

5. Conclusión

En este artículo hemos revisado algunas de las teorías y la terminología corriente de lo fantástico y lo místico con tal de proponer un fenómeno que se encuentra entre ellos y surge en la poesía lírica moderna: “lo misterioso”. Entendemos por literatura fantástica aquella narrativa que pone de manifiesto una “transrealidad” (más allá de aquella en la que nos movemos) que choca con la extratextual (la nuestra) y la intratextual, dando lugar a fenómenos “transnaturales” (que la traspasan y no se pueden explicar a partir de ella). No obstante, en lo fantástico también pueden darse acontecimientos preternaturales (que constituyen una excepción de lo natural, pero se pueden explicar a partir de ello), del mismo modo que en otros géneros fronterizos como la literatura de terror o lo maravilloso. Dada la predilección por expresarlos mediante una historia ficticia (contenedora de hechos verosímiles y no verdaderos que se van desencadenando), la literatura fantástica tiende a la prosa, sobre todo en forma de cuento o novela. Su escritor se caracteriza por observar lo extraño producido por el golpe entre la realidad y la “transrealidad” que despierta en él el sentimiento de lo ominoso (das Unheimliche): el no hallarse a salvo en lo conocido. Lo ominoso conforma una mescolanza entre temor y atracción por igual, pues el que lo experimenta, al no saber a qué se enfrenta, se ve en peligro y desea conocerlo. Tales fenómenos no son razonables a partir de lo que conocemos, por lo que el lenguaje chirriará al intentar explicarlo: estamos ante lo inefable. Sin embargo, su escritor seguirá en constante búsqueda por narrarlo, convirtiéndose en intermediario, aunque sin mezclarse con la “transrealidad”, entre esta y la nuestra.

Descartamos el término de fenómenos “sobrenaturales” en lo fantástico, en contra de la tendencia general de la teoría al respecto, puesto que son ellos obra directa de Dios y se vinculan a su plano, que aquí hemos nombrado “sobrerrealidad” por situarse encima de la nuestra (comúnmente en el cielo). Estos acontecimientos (p. ej. los milagros o las apariciones divinas) son los causantes de lo que Otto (2014) llama lo numinoso, por el cual da cuenta el hombre de la presencia divina (lo que, a su vez, desata en él el Unheimliches). Este, como lo ominoso, suscita miedo y anhelo a la par (mysterium tremendum et fascinans) y una llamada a la que acude el místico para unirse brevemente en éxtasis con Dios. Al regresar de su vivencia, habiendo tenido lugar ella fuera de lo conocido -siendo trascendencia-, resulta también indecible. El místico, quien para llevarlo a cabo se ha “intro-servado” (ha mirado hacia su interior, hacia su alma divina), tratará de comunicarlo a través de la poesía, a camino de la palabra razonante y de la música y su naturaleza abstracta.

Entre estas dos experiencias se encuentra el poeta lírico, cuya mirada percibe el vínculo invisible entre las cosas, el misterio que conforma nuestra realidad. Al hacerlo, se convierte también en víctima del pavor ante lo ignoto y del deseo de conocerlo. Como el místico, su anhelo de aprehensión lo lleva a dar un paso más para ser uno con el misterio, pues en el plano intermedio entre ambas realidades halla su manera de estar en el mundo (das Heimliche), un sitio jamás descubrible del todo al que, tomando la analogía de Juan Ramón con una mina llena de diamantes en la que el poeta escarba sin fin, hemos llamado “lo minoso”. El poeta, “in-servador” (que mira las cosas y, al hacerlo, se junta con ellas), se recogerá en sí mismo y en las cosas en un “ín-stasis” por su unión con lo real (no salido, sino entrado a las cosas y a él mismo, a la realidad). Cuando regrese, recurre como el místico a la poesía para cantarlo. Como él y el escritor de lo fantástico, el poeta se convertirá en mediador de lo inefable, tratando incansablemente, siempre sin lograrlo, de hacer visible lo que no lo es. Por ir como lo fantástico y lo místico al misterio, si bien en un modo distinto a ellos, hemos dado a este fenómeno el nombre de “lo misterioso”. La brevedad que condiciona este artículo nos ha permitido enumerar, solo de manera muy general, las características de esta manifestación y sus diferencias con lo fantástico y lo místico. Guardamos la esperanza, sin embargo, de que nuestro planteamiento sirva de punto de partida para un despliegue de investigaciones al respecto que tengan en cuenta, también, ejemplos más variados y en mayor extensión.

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Notas

1Las investigaciones académicas sobre lo fantástico germinan a mediados de siglo con Penzoldt (1952), Castex (1971), Vax (1960; 1965) y Caillois (1975), y su crecimiento avanza a pasos de gigante a partir de Todorov (1970). La mística, en tanto que experiencia y aprehensión religiosa, es también estudiada por la filosofía, la teología o la psicología. Como manifestación poética, la filología empieza a dedicarle sus cuidados ya desde principios de siglo con p. ej. Bremond y su influyente comparación entre el místico y el poeta en Prière et Poésie (1926). En nuestra lengua destacan los Estudios literarios sobre mística española de Hatzfeld (1955).

2Para las definiciones de los términos griegos antiguos véase Liddell y Scott (1996). Para los latinos, véase Lewis y Short (1879).

3El protagonista del relato afirma que “tenía bastante conciencia para sentir que todo era como una jalea, que todo temblaba alrededor, que no había más que fijarse un poco, sentirse un poco, callarse un poco, para descubrir los agujeros” que estaban por doquier (Cortázar, 1986, p. 173).

4Desde la exclusión de Todorov de lo fantástico en la poesía (1970, pp. 66-67), pocos admiten tal conjunción. Varios académicos han contemplado como posible la inclusión de lo fantástico en la poesía, como Pozuelo Yvancos (1997), que admite la ficcionalidad en ella; Aguinaga (2004); Ema Llorente (2010); o Reisz, quien argumenta que la ficcionalidad (y, por ende, lo fantástico) es posible en el poema considerándola como la discordancia entre la situación de enunciación y la de escritura (2014, p. 175). Dado que leemos aquí la poesía lírica como no-ficticia, no nos suscribimos a sus afirmaciones.

5Poe sostiene que el poema permite un mejor tratamiento de la belleza que el cuento, si bien este último es más adecuado para el terror, el horror o la pasión, entre otros (1842, pp. 298-300). En cuanto a la “verdad” de la poesía lírica, véanse Pfeiffer (1954, p. 33), quien la vincula, como Staiger (1961, p. 24 y ss.), al estado anímico del yo poético y la llama “interior” (“innere Wahrheit”) o Coriando (2003, pp. 158-160).

6Somos conscientes de la amplitud que conlleva el término acuñado “lo misterioso”, pues son muchos los textos -líricos o no- que incluyen manifestaciones del misterio. Sin embargo, creemos que es la denominación que más se acerca a este fenómeno poético, el cual gira alrededor del misterio en tanto que aquello que nos es desconocido a medias, mientras que otros escritos que también tratan esta cuestión no la tienen como foco o la abordan junto con otros temas, como sucede, por ejemplo, en la literatura fantástica o la de terror. Es más, consideramos positivo el hecho de que “lo misterioso” pueda abrazar una generosa variedad de poemas. Cabe resaltar, asimismo, que los escritos narrativos y líricos tienden a ser difíciles de clasificar en definiciones expuestas por la teoría, porque esta última siempre los precede y, por ello, solo puede intentar analizarlos adaptándose a toda nueva aparición artística y también teórica.

7Véanse, por ejemplo, Castex (1961, p. 8), Todorov (1970, p. 29), Caillois (1975, pp. 14- 17), Campra (1991, p. 56), Roas (2011, p. 8) o Herrero Cecilia (2016, p. 18).

8Por oposición a sus géneros vecinos, no constituye un mundo con sus propias reglas, como sucede en lo maravilloso o la fantasía, ni se trata del nuestro mismo con nuevas normas científicas y tecnológicas, como en la ciencia ficción. También difiere con la literatura de terror porque en esta siempre se halla un elemento suscitador de miedo en uno o más personajes y, a veces, en el lector. En lo fantástico, lo extraordinario puede generar pavor, pero no resulta este un factor clave (cfr. Todorov, 1970, p. 40).

9El término, de difícil traducción, se ha vertido a nuestra lengua como “lo ominoso” o “lo siniestro”, pese a perder el componente esencial que yace en la palabra alemana Heim (“hogar”) y que tomamos en cuenta en este artículo. Ana Conde (2006) propone acertadamente “inhóspito” por Unheimliches. Los académicos suelen referirse a este término de origen alemán como Unheimlich, Unheimliche o das Unheimliche. Usado como sustantivo, Unheimlich sería incorrecto, porque en alemán es un adjetivo. Unheimliche tampoco sería adecuado, ya que, al carecer del artículo das, no quedaría determinado su género neutro original. Optamos aquí por das Unheimliche, opción correcta según la gramática alemana, cuando nos refiramos a este término sin artículo en español y por Unheimliches con el artículo castellano “lo”, pues es un adjetivo sustantivado que debe terminar con una “s” final para conservar su género neutro.

10Aristóteles afirma en Περὶ ποιητικῆς (Poética, 1451a36-38) que “no corresponde al poeta decir lo que ha sucedido, sino lo que podría suceder, esto es, lo posible según la verosimilitud o la necesidad”. En el original: “ὅτι οὐ τὸ τὰ γενόμενα λέγειν, τοῦτο ποιητοῦ ἔργον ἐστίν, ἀλλ᾽ οἷα ἂν γένοιτο καὶ τὰ δυνατὰ κατὰ τὸ εἰκὸς ἢ τὸ ἀναγκαῖον” (Aristóteles, 2010, pp. 156-157).

11Cortázar explica: “En mi caso, la gran mayoría de mis cuentos fueron escritos - cómo decirlo- al margen de mi voluntad, por encima o por debajo de mi conciencia razonante, como si yo no fuera más que un médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza ajena” (de Algunos aspectos del cuento [1962], citado en Cortázar, 1986, p. 58).

12La poesía mística, así como los demás textos redactados por místicos que versan sobre esta cuestión, es comprendida aquí como “lo místico”, esto es, como manifestación escrita de la experiencia mística. "La mística", en cambio, la entendemos en tanto que unión con lo divino. Por su lado, “el místico” es quien vivencia tal conjunción.

13Para la mística, en el Libro de la vida (8.5), “no es otra cosa oración mental, a [su] parecer, sino tratar de amistad” (Santa Teresa, 1993, p. 172).

14Hatzfeld ve en el místico “la única doble función de aprehender a Dios y de someterse a la incitación y capacidad de trasladar esta aprehensión a una obra de arte” (1955, p. 15). Contrariamente, Rolland de Renéville considera que “alors que le Poète s’achemine à la Parole, le mystique tend au Silence” (2004, p. 113): al regresar de su unión con Dios querrá dedicarse más a él, no a la creación poética, e “intensifiera sa vie théologale” (Maritain, 1938, p. 42). Por esto canta San Juan que “[su] alma está desassida” y “sólo en su Dios arrimada” (2015, p. 272).

15Jacques Maritain lo nombra “conocimiento poético” (“connaissance poétique”) y remarca que es una experiencia (1938, p. 106). De Carvalho lo llama “conocimiento negativo” (“conhecimento negativo”) porque es como si “o poeta, como o mágico, ou como o místico, dispusesse de um conhecimento daquilo que não se sabe” (2012, p. 58).

16Este conocido poema presenta, en oposición y complementación, la irracionalidad de la inspiración poética con el posterior trabajo de revisión racional de lo escrito. Con relación al segundo, se apela a un “hilo de luz que en haces / los pensamientos ata”.

17Juan Ramón llama al poeta verdadero “el hombre mejor” (Jiménez, 1990, p. 586). Para Rimbaud, “il s’agit de faire l’âme monstrueuse”. El poeta es “le grand maudit” y, al mismo tiempo, “le suprême Savant” (Rimbaud, 1999, p. 89).

18Esta tarea compete al filósofo, con quien comparte el poeta la mirada atenta sobre las cosas. Por eso considera Unamuno que “poeta y filósofo son hermanos gemelos, si es que no la misma cosa” (1976, p. 14). Véase al respecto el interesante estudio de Zambrano, Filosofía y poesía (1939).

19Vega oye acertadamente ecos de San Juan en este poema (1962, pp. 105-106).

20En el original: “In der Dichtung dagegen wird der Mensch gesammelt auf den Grund seines Daseins. Er kommt darin zur Ruhe: freilich nicht zur Scheinruhe der Untätigkeit und Gedankenleere, sondern zu jener unendlichen Ruhe, in der alle Kräfte und Bezüge regsam sind”.

21Interesante resulta la reflexión de Cortázar años más tarde de la escritura de “El perseguidor” en la que afirma que “lo sient[e] como un ingreso a otro modo dé [sic] ver la realidad y de mover[s]e en ella” (en Pereda, 1977).

22Jacques Maritain pone como ejemplo a Rimbaud, quien trató de ir más allá de la poesía y, al no lograrlo, optó por el silencio (1938, p. 112).

23Sócrates comenta a Glaucón en el tercer libro de Πολιτεία (República, 401d) que “la educación musical es de suma importancia a causa de que el ritmo y la armonía son lo que más penetra en el interior del alma y la afecta más vigorosamente, trayendo consigo la gracia” (Platón, 1988, p. 176). En el original: “τούτων ἕνεκα κυριωτάτη ἐν μουσικῇ τροφή, ὅτι μάλιστα καταδύεται εἰς τὸ ἐντὸς τῆς ψυχῆς ὅ τε ῥυθμὸς καὶ ἁρμονία, καὶ ἐρρωμενέστατα ἅπτεται αὐτῆς φέροντα τὴν εὐσχημοσύνην” (Platón, 1969).

24Parejamente considera Cortázar que el escritor debe luchar contra la pasividad del lector, contribuyendo a su “mutación”, moviéndolo a participar en el texto y a estar “cada vez más tremendamente vivo y descontento y maravillado” (de El escarabajo de oro, Buenos Aires [1965], citado en Cortázar, 1986, p. 58).

Recibido: 24 de Julio de 2021; Revisado: 04 de Abril de 2022; Aprobado: 26 de Mayo de 2022

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