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Letras (Lima)

versión impresa ISSN 0378-4878versión On-line ISSN 2071-5072

Letras vol.93 no.137 Lima ene./jun. 2022  Epub 30-Jun-2022

http://dx.doi.org/10.30920/letras.93.137.10 

Estudios

Hombres de caminos de Miguel Gutiérrez Correa o cómo narrar la violencia colonial

Hombres de caminos of Miguel Gutiérrez Correa or How to Narrate the Colonial Violence

Erika Aquino Ordinola1 
http://orcid.org/0000-0002-0869-6554

1 Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, Perú. erika.aquino@pucp.edu.pe

RESUMEN

La lectura de Hombres de caminos (1988), novela del escritor piurano Miguel Gutiérrez Correa, ha transitado por juicios valorativos generales; no existe, sin embargo, un estudio crítico profundo, a pesar de que han pasado más de tres décadas desde su publicación. En este artículo, se postula que esta novela establece una continuidad de la violencia colonial encarnada en la figura/imagen del bandolero/bandolerismo. Para comprobar esta hipótesis, en primer lugar, se explicará que dicha continuidad se perpetúa como núcleo temático a partir de la narración de la gesta bandoleril en Piura, de tal modo que la novela va a construir su narrativa a partir del movimiento del sujeto mestizo bandolero del siglo XIX hacia un sujeto mestizo indígena de los inicios de la Colonia (o viceversa). En dicho desplazamiento, se evidenciará que el discurso de la lucha de clases que se asoma a partir de la gesta del bandolerismo es en realidad una prolongación del discurso de las razas del siglo XVI. En segundo lugar, a nivel de estructura, se demostrará que la continuidad se establece a través de un encadenamiento narrativo que simula las “polémicas de las Indias” y las tensiones entre la oralidad que se llevaron a cabo durante la época colonial.

Palabras clave: Miguel Gutiérrez Correa; Hombres de caminos; Mestizaje; Bandolerismo; Violencia colonial

ABSTRACT

The reading of Hombres de caminos (1988), a novel by the Piuran writer Miguel Gutiérrez Correa, has gone through general evaluative judgments; There is, however, no in-depth critical study, even though more than three decades have passed since its publication. In this article, he posits that this novel establishes a continuity of colonial violence embodied in the figure/image of the bandit/banditry. To test this hypothesis, first, it will be explained that this continuity is perpetuated as a thematic nucleus from the narration of the bandit deed in Piura in such a way that the novel will build its narrative from the movement of the mestizo bandit subject of the XIX century towards an indigenous mestizo subject from the beginning of the Colony (or vice versa). In this displacement, it will be evident that the discourse of the class struggle that emerges from the banditry deed is an extension of the discourse of the races of the 16th century. Second, at the structural level, it will be shown that continuity is established through a narrative chain that simulates the “controversies of the Indies” and the tensions between orality that took place during the colonial era.

Keywords: Miguel Gutiérrez Correa; Hombres de caminos; Mixed Race; Banditry; Colonial Violence

1. Introducción

En general, en la obra de Miguel Gutiérrez Correa (Piura, 1940-Lima, 2016), como han subrayado diversos críticos, el mestizaje y la violencia se han convertido en tópicos esenciales. Peter Elmore (2007), James Higgins (2002), Cecilia Monteagudo y Víctor Vich (2002), William Cheng (2011), María Elena Torre (2014), Zac Zimmer (2017), Frank Otero (2019), entre otros, han hecho importantes contribuciones, a partir de la cuestión del mestizaje, al análisis de la obra del narrador piurano. De sus libros, el más estudiado y elogiado por la crítica es La violencia del tiempo (1991), pues ha sido catalogada como una novela total que, en clave alegórica, narra el “agravio primordial” (entiéndase la Conquista a escala familiar y colectiva) a través de dos linajes en un pueblo piurano (Congará). Por el contrario, Hombres de caminos (1988), publicado originalmente por editorial Horizonte, es uno de los libros menos valorado por la crítica peruana, probablemente porque, como ha señalado el mismo autor en Celebración de la novela (1996), se trata de una especie de inciso en su proceso creativo; un texto que elaboró muy rápido mientras escribía su obra magistral.

A pesar de este anecdótico proceso creativo, considero que Hombres de caminos es una de las obras más importantes de Miguel Gutiérrez Correa. Como los acercamientos a la novela son exiguos, la recepción crítica está conformada por un reducido corpus: una reseña de Maynor Freyre en 1988, en la que se destaca su carácter de crónica y se le cataloga como una novela de aventura social; una reseña de González Vigil ese mismo año, en la que se acentúa el carácter histórico de la novela al mencionar al bandolerismo como un fenómeno social y se ensalza al personaje de Sansón Carrasco, sobre todo por ser la figura ideológica de la trama1; una reseña de Paul Llaque, en 1992, en la que se insiste en la línea “ideologizante marxista” de la obra; y, finalmente, un estudio de Sigifredo Burneo Sánchez titulado “Técnicas narrativas en Hombres de Caminos” (2020), en el que se analizan las técnicas narrativas tradicionales y modernas que el escritor introduce en esta obra.

Como se puede inferir, la lectura de la novela en cuestión ha transitado por juicios valorativos generales o se ha detenido en cuestiones formales; sin embargo, no existe un estudio crítico profundo, a pesar de que han pasado más de tres décadas desde su publicación2.

Por lo expuesto anteriormente, resulta sumamente importante analizar de manera más exhaustiva esta novela. Así, en el presente artículo, postulo que Hombres de caminos establece una continuidad de la violencia colonial encarnada en la figura/imagen del bandolero/bandolerismo. Para comprobar esta hipótesis, en primer lugar, se explicará que dicha continuidad se establece (como núcleo temático) a partir de la narración de la gesta bandoleril en Piura y, en segundo lugar, a nivel de estructura, mediante un encadenamiento narrativo que simula las “polémicas de las Indias” y las tensiones entre la oralidad que se llevaron a cabo durante la época colonial.

2. Continuidad de la violencia colonial a nivel temático: de indio a bandolero

En Genealogía del racismo, Michel Foucault (1998) vislumbró la articulación social de las naciones en función de la figura de autoridad, que se vale de la violencia -fundamentalmente de la guerra- para instaurar su soberanía. Sin embargo, como señala el autor, hay un discurso de trasfondo que funciona como dispositivo de poder para fundar la legitimidad de la guerra: el discurso de las razas. No obstante, como el poder es ubicuo y difuso, esta ideología va a variar a lo largo del tiempo. Así, por ejemplo, si en un primer momento estaba ligada a las diferencias étnicas, en el siglo XIX, esencialmente, va a adquirir un sentido biologicista, sustentado en la idea de que existen predeterminismos biológicos que definen grupos que constituyen la nación (los de adentro) y aquellos que se excluyen de la misma (los de afuera). Posteriormente, esta idea mutará hacia la comprensión del fenómeno racial no en función a la dicotomía adentro/afuera, sino a partir de la inherente “fractura binaria” del cuerpo social, como si ese cuerpo (o esa raza) se desdoblara entre una súperraza y una subraza. En otras palabras, la guerra se edificará a partir de una sola raza (la cara y su revés): la cara detenta el poder y el revés constituye el peligro. En tal sentido, el “otro” (enemigo) ya no será el extranjero ni el invasor, sino aquel que afecta el orden social (el colonizado, el criminal o todo aquel que ponga en peligro la unidad de la nación) (Foucault, 1998, p. 56).

Estas ideas del filósofo francés pueden iluminar la comprensión de la nación peruana, si es que pensamos en esta como un cuerpo atravesado por una “guerra perpetua” que solo se ha podido legitimar con el discurso de las razas. Tras la Conquista, verbigracia, se validó la violencia hacia los indígenas y otros grupos subalternos en función de la hegemonía de las razas, desde su comprensión biológica. En otras palabras, en el Perú, el primer discurso que permitió validar la Conquista fue el biologicista racial (la supremacía de la supuesta raza superior española sobre la inferior indígena). En un segundo momento, esta ideología, tras la configuración del Perú como “nación”, va a mutar hacia un enfrentamiento de sujetos de la misma raza, manifestado en la lucha de clases. En otras palabras, no serán ya los españoles (afuera) y los indígenas (adentro) de la época Colonial luchando por la supremacía de su raza, sino será el nuevo sujeto mestizo de la República desdoblado en un individuo superior y uno inferior; esta forma de comprender la nación será usada para legitimar la violencia, de tal modo que las fluctuaciones entre la raza hegemónica y la subalterna ya no serán percibidas como un discurso racista per se sino como una necesidad de un grupo dominante (el que sigue la norma), y por ello mismo legítimo, de proteger a la nación de aquel otro grupo (no legítimo) que desestabiliza el cuerpo social y, por lo tanto, constituye un peligro para este. Comprender la dinámica de la nación de esta manera permitió no solo encubrir el envés de esta ideología (la violencia), sino también consolidar un discurso que ayudaba a afianzar el nacionalismo de Estado: el mestizaje. Es decir, permitía apuntalar la creencia de que en el imaginario peruano la mezcla de la sangre europea con la indígena ha sido armoniosa3; en otras palabras, suponer que el sujeto mestizo es el símbolo consolidado de la Conquista.

Como se puede evidenciar, hay dos discursos -aparentemente contradictorios- que sobrevivieron durante la formación de la República. En verdad, son discursos que se necesitaban uno al otro y que permitieron el nacimiento de un tercero, que desestabilizó a los primeros. En otras palabras, si el proyecto de construcción de la nación peruana del siglo XIX supuestamente superaba la oposición biológica entre razas, un tercer discurso puso en evidencia que en realidad dicho proyecto escondía conflictos y problemas, en los cuales el mestizo (indígena, otrora) siempre había ocupado el lugar de subalterno. Esa otra ideología, que podríamos llamar contradiscurso, será la problematización o cuestión del mestizaje, un amplio alegato discursivo que cuestionará la comprensión armoniosa de la nación peruana, simbolizada en la perfecta unión hispanoandina.

Precisamente, observamos los asuntos antes descritos en el discurso histórico-político de Hombres de caminos. La novela va a construir su narrativa a partir del movimiento del sujeto mestizo bandolero del siglo XIX4 hacia un sujeto mestizo indígena de los inicios de la Colonia (o viceversa). En dicho desplazamiento, se evidenciará que el discurso de la lucha de clases que se asoma a partir de la gesta del bandolerismo es en realidad una prolongación del discurso de las razas del siglo XVI. Para explicar cómo esta tesis se manifiesta en la sucesión de acontecimientos de la novela, se analizará dicha continuidad en función de la trama general de la obra. Esta narra la cruzada que el hacendado y prefecto Rodolfo Lama Farfán de los Godos (gamonal) inicia contra los bandoleros (especialmente Isidoro Villar) en su afán por terminar con este flagelo.

Sin embargo, ¿quiénes son los bandoleros en la novela? Son sujetos expósitos apartados del cuerpo social que aplican la justicia con sus manos, viven escondidos en palenques y son conscientes de su doctrina; más allá de sus acciones, hay una cuestión que los configura: son sujetos violentados por el gamonal. En esta relación de poder, el sujeto hegemónico (gamonal) estará constantemente subalternando al otro (mestizo) y recordándole su posición social de inferioridad; ello lo logra valiéndose del discurso de “protección a la nación” (el que analizábamos anteriormente), que le otorga licencia para exterminar a los individuos que desestabilicen la armonía social. En estas relaciones de poder, el discurso político de trasfondo es el del mestizo como aquel sujeto con una “naturaleza distinta”. Por esa razón, son significativas las palabras del teniente Nunura cuando hace alusión a los bandoleros, pues revelan la ideología que se filtra en los personajes de la novela y, por extensión, la del imaginario nacional:

¿Quieres que te corten los güevos, Hipólito? ¿No sabes que los serranos de Culebreros, como los de Chalaco, Huacharí, Confesionarios, Sigualá y Frías son gente de mala entraña que odia y desconfía de todo forastero? No son, créeme hermano de mi corazón, cristianos como tú y yo. Son gente de otra índole, serranos, mi hermano, indios salvajes y arteros [...]. (Gutiérrez, 1998, p. 92)

Más allá de la idea del salvaje que se filtra en este diálogo, lo que busco rescatar es que el serrano/bandolero (mestizo que vive en la serranía de Piura, subalterno, inferior, bestia) está siendo subalternizado por otro sujeto mestizo. La carga racial de lo manifestado por Nunura es fuerte y el discurso que utiliza se proyecta como eco de la racialización en la Colonia. Esto, además, permite contemplar al sujeto mestizo disonante e incompatible con el proyecto de unificación nacional. Frente a ello surgirá un contradiscurso, el cual problematiza el mestizaje (ideología diluida en la novela), a través del cual la novela terminará siendo una especie de alegato que revelará las causas más profundas (la persistencia de la violencia colonial) por la que estos hombres delinquen. Este contradiscurso se llevará a cabo por Sansón Carrasco (personaje que “escribe” las crónicas del bandolerismo), y permitirá exponer que estos hombres de caminos/bandoleros serán en verdad los “indios”, “bárbaros”, “inferiores”, “marginales”, “deshumanizados” sujetos de la Colonia que, al ser expulsados desde un inicio del proyecto nacional, han tomado el camino de la delincuencia. Lo anotado pone en evidencia que la violencia contra este grupo nunca ha desaparecido, sino que se ha mantenido como una figura vigente a lo largo de todo el proceso de la República.

En ese marco, resulta valioso recurrir a la historia para poder entender de qué manera se ha entendido el fenómeno del bandolerismo. Vivanco, por ejemplo, haciendo alusión al bandolerismo colonial peruano, ha sustentado que esta problemática surge debido al descontento popular, que se manifestó en la aparición de bandas o pandillas integradas por negros, mulatos, zambos, chinos; en tal sentido, dichos grupos estuvieron conformados por sujetos considerados marginales, que, en última instancia, buscaban la reivindicación de su situación social frente a la clase dominante (Vivanco, 1990, pp. 2933). Del mismo modo, Enrique López Albújar, en 1936, en su extenso estudio de sociología criminal peruana, vislumbró el fenómeno como un problema multicausal. Principalmente, destacó el desarrollo del capitalismo agrario entre 1880 y 1930, el cual generó mayor desigualdad al fortalecer la hacienda e incrementar la carencia de tierras. Asimismo, otro factor está determinado por una tensión histórica profunda entre los ciudadanos y el Estado, de tal manera que dicha problemática surge como cuestionamiento del orden social imperante desde inicios de la Conquista. Un último factor, aunque en menor rango, está relacionado con los vínculos que se establecieron entre los proscritos y la estructura de poder local (Dawe y Taylor, 1994, pp. 160-163)5.

Aunque no me interesa discutir en este trabajo las hipótesis de López Albújar, las mismas que más tarde (conciliadas y cuestionadas) iluminarán el trabajo de muchos sociólogos, entre ellos Eric Hobsbawm, quien propone la hipótesis del “bandido social” (1969), considero que los diversos factores que han pretendido explicar dicho fenómeno histórico (desde lo biológico hacia lo social-político), son discursos que en menor medida y de manera difusa aparecen en la ficción de Gutiérrez. Será más bien la cuestión del mestizaje (o el contradiscurso que refuta la comprensión idealizada del mestizaje) el tópico al que recurrirá el narrador para explicar el surgimiento del vandalismo. Es decir, más allá de las diversas teorías que intentaban explicar el bandolerismo, Hombres de caminos propone, a través de una narrativa que apela al ejercicio de la memoria6, que un factor determinante de este problema ha sido la tensión originada por la unión de las razas en los inicios de la Colonia. La forma mediante la cual la narrativa conduce hacia esta propuesta es a través de dos hechos: que el personaje bandolero problematice su origen familiar o nacional y la comprensión de su identidad como una cuestión problemática. Ambos eventos no son cuestiones aisladas, sino que funcionan como una cinta de Möbius, en gran medida, dependientes uno del otro.

En primer lugar, la novela va a establecer una herencia del colonialismo encarnada en el sujeto mestizo (el bandolero), el cual va a erigirse como un individuo que constantemente está cuestionando su origen y que problematiza (o problematizará) su estirpe familiar y nacional. Así, Carmen Domador, Isidoro Villar, Miguel Rodríguez, Pasión López (los cuatro bandoleros), están constantemente poniendo en tensión sus genealogías. Por un lado, Miguel Rodríguez se inicia en las sendas delictivas después de matar a su padre adoptivo Zoilo Rodríguez debido, precisamente, a su condición de hijo ilegítimo (Gutiérrez, 1998, p. 50). Por otro lado, Carmen Domador comete un parricidio simbólico cuando asesina a su padrino y protector (padre) Aljovín Rentería luego de descubrir, en una carta enviada por este último, que este lo considera “expósito” y que estaba siendo enviado con Concepción Quirichima para que se le castigue con la muerte (Gutiérrez, 1998, p. 72). Visto de ese modo, ambos personajes, simbólicamente, han matado al padre (la figura del padre que sustituye al progenitor ausente), por lo que se puede inferir que existe en ellos un conflicto relacionado con la cuestión de sus orígenes, pues se trata de sujetos bastardos cuya figura paterna real no existe. Ello, además, se vuelve importante puesto que la bastardía ha sido una consecuencia histórica potente de la Conquista, que esconde la violencia de lo que ella significó. Esta relación tan conflictiva con la figura paterna los hace invertir su sistema de valores; sus hazañas vandálicas, en dicho sentido, son actos simbólicos mediante los cuales se comete un parricidio. Ya Peter Elmore ha señalado, a propósito de La violencia del tiempo, que la historia del padre ausente cobra especial significación como estigma de la ilegitimidad de los hijos mestizos (2007, p. 77), por lo que este hecho sería “una réplica perversa” (diríamos más bien una continuidad perversa) de la Colonia7.

Esta problemática de la ilegitimidad, que en Rodríguez y Domador se representa en el ámbito familiar, en Pasión López e Isidoro Villar se va a narrar desde la memoria colectiva. Se trata en realidad de personajes más complejos que van a estar moviéndose desde la memoria colectiva hacia la familiar y viceversa. En cuanto a Pasión López, el momento decisivo que trastoca su aparente armonía será el 2 de enero de 1883, cuando apenas era niño y la comunidad de Chalaco es derrotada y quemada por órdenes del prefecto Rodolfo Lama (Gutiérrez, 1998, p. 51). Si bien más tarde se enterará de que el mismo prefecto ha fusilado a su padre, su último fin, según se narra, es vengar a la comunidad (de la que el padre ha sido parte). El caso de Isidoro Villar es aún más complejo, ya que decide empezar la vida delictiva debido a múltiples factores; no obstante, como él mismo lo señala en una parte de la extensa entrevista que le hace Sansón Carrasco, “la razón principal de mi [su] justicia fue por el agravio que Benalcázar hizo padecer a mi [su] señor padre” (Gutiérrez, 1998, p. 163). Si bien nuevamente advertimos que el factor de la criminalidad de estos personajes está ligado a una venganza en nombre del padre, en ambos casos dichos bandoleros sí conocen su filiación paterna (al padre). A diferencia de Rodríguez y Domador, López y Villar son, hasta cierto punto, hijos “legítimos”, por lo que la determinación de delinquir más bien está asociada a la fatalidad de su estirpe (comprendida de forma social, diríamos la estirpe de los mestizos). Dicho de otro modo, el móvil de sus hazañas parte del hecho de ser parte de una comunidad-sociedad en la que constante e históricamente están siendo marginalizados y consumidos por un sistema de poderosos terratenientes que a lo largo de los años han desplazado a los de su casta. Se trata entonces de motivos más complejos que transitan desde lo familiar contra la segmentación de la sociedad expresada en las relaciones asimétricas dominadas por el gamonal o terrateniente. Así, la perspectiva testimonial de estos sujetos pone en evidencia la tensión constante entre los actos individuales del sujeto frente a la memoria colectiva que desencadena la violencia (Torre, 2014, p. 376). Estos conflictos constituyen, pues, la continuidad de la violencia colonial.

En segundo lugar, los hechos anteriores desencadenan la construcción de personajes con una identidad conflictiva. Para entender mejor esto resultan ilustrativos los planteamientos de Ricoeur en cuanto a la intersección memoria-identidad, específicamente porque sus ideas pueden ayudarnos a comprender los factores que originan una identidad frágil-problemática. Una primera causa está ligada al componente temporal de la identidad, es decir, su difícil relación con el tiempo. La segunda es el complejo vínculo con el “otro”, quien constantemente funciona como un peligro que podría desestabilizarla. Una última razón es la violencia de la herencia fundadora, esto es los acontecimientos constitutivos que en verdad son hechos violentos legitimados (2004, pp. 110-111). Según estos postulados, los cuatro bandoleros, en buena medida, tienen una identidad problemática en virtud de su ejercicio de memoria. Por esa razón están problematizando su relación con el “otro” (sea el padre o el hacendado), construyendo líneas de fuga entre su presente y su pasado -especialmente Pasión López, quien edifica un vínculo incesante con el acontecimiento histórico de la quema de la comunidad de Chalaco de 1883- y rememorando de forma persistente la violencia (física o simbólica) de su origen.

Como se puede inferir, todos estos hechos funcionan como símbolos que encadenan el presente de estos salteadores de caminos a un pasado colonial; dicho de otro modo, todas estas formas mediante las cuales se manifiesta su identidad problemática revelan la continuidad de la violencia colonial. No obstante, pese a que en los cuatro se reúnen estos aspectos, es en Isidoro Villar en quien los mismos se complejizan. En tal sentido, este personaje será el emblema de la fuerte conflictividad que un sujeto genera con su pasado (hacia la dominación colonial) y, por este mismo motivo, será quien se remonte a la época Colonial para develar el “agravio primordial” de los de su estirpe. En el siguiente acápite, me detendré en este personaje para explicar mejor dicha hipótesis.

3. El caso de Isidoro Villar: de su estatuto natural de inferioridad hacia la condición de bandolero

Como precisamos, Isidoro Villar señala que la razón que lo conduce al bandolerismo es la deshonra de su padre por parte del blanco Benalcázar. Si bien en un primer momento se podría pensar que este hecho familiar desencadena la conducta delictiva del bandido, mi hipótesis es que el motivo familiar trasciende hacia una dinámica histórica potente. En tal sentido, Isidoro Villar es la continuación de lo que se ha denominado “el problema del indio”. Sobre el particular, existen tres momentos importantes que configuran su identidad problemática.

En primer lugar, su origen resulta conflictivo, pues pertenece a un linaje cuyo fundador fue Francisco (o Miguel) Villar (abuelo del bandolero), desertor y salteador de caminos que, al parecer, sometió a una india sin linaje llamada Sacramento Chira (o Lachira). Así, el hecho de que sea descendiente de un soldado español asaltante y de una india sin linaje se retrata como la primigenia cuestión problemática, por lo que se constituye como un personaje que simboliza el fracaso del mestizaje. La ironía con la que narra este evento destaca, principalmente, la indeterminación e ilegitimidad de la pareja fundacional, la amargura del momento fundacional y la trasmisión de la rabia en el nombre de la madre:

Nunca se sabrá el periplo de este soldado godo que termina de salteador de caminos desde las playas de Colán hasta La Huaca [...] ¡Ni la india que enamoróse del derrotado y lujurioso asaltante era la Capullana de Amotape, ni el andrajoso desertor era Pizarro o Pedro de Candia revestidos de acero, ni poseía luenga barba como el Cid Campeador! Pero, con todo, se repitió el apareamiento de razas, solo que ahora la germinación se producirá con la amargura del fracaso de toda ilusión y la cólera y la humillación por la derrota, mientras la matriz y la leche de los senos maternales transmitirán a las crías el tranquilo e indestructible rencor generado por siglos de explotación y desprecio. (Gutiérrez, 1998, p. 77)

Dicho de otro modo, al ser la madre una india sin linaje y el padre un expulsado español, la ficción fundacional8 se desploma. Este episodio violento en el que Villar posee a Chira se replicará constantemente en las siguientes generaciones (Nitschack, 2002, p. 136), como una especie de violencia que no cesa.

Sin embargo, sus orígenes ilegítimos no solo se reflejan en la ascendencia de sus progenitores, quienes desestabilizan la imagen idílica del español de la Conquista y la princesa indígena, sino también porque, como se puede inferir de la trama, ha sido concebido producto de una violación9. En tal sentido, a través de Isidoro se proyecta la idea de que el mestizaje o la unión de las razas ha tenido su origen en una manifestación de violencia en general y de la violencia sexual, en particular. Siguiendo a Ricoeur (2004), diríamos que la unión de las razas en América ha sido el acontecimiento fundador más violento que se ha legitimado como un hecho histórico, a pesar de la carga de violencia que encierra en sí mismo. Octavio Paz, en El laberinto de la soledad (1997), refiriéndose a la conquista de México, ha observado muy bien este fenómeno. El escritor señala que Martín Cortés, el hijo de Hernán Cortés y doña Marina, y todos sus descendientes son hijos de la Chingada, es decir, “La Chingada es la Madre abierta, violada o burlada por la fuerza. [por lo que] El ‘hijo de la Chingada’ es el engendro de la violación, del rapto o de la burla” (1997, p. 103).

Por ambos motivos, en un primer momento, Isidoro, “un típico espécimen del mestizaje peruano” (Gutiérrez, 1998, p. 76) representa esta tensión del des-encuentro de las dos razas. Es imposible no hacer alusiones miméticas a partir de lo descrito con respecto a la misma historia de la Conquista, ya que como han destacado otros críticos, Miguel Gutiérrez Correa ha simbolizado la artificialidad del mestizaje como constructo nacional en casi toda su producción literaria (Zimmer, 2017, p. 498). En otras palabras, la imagen armoniosa del encuentro entre la raza española y la indígena sostenida durante el siglo XIX -principalmente por Riva-Agüero (1916) a través de la figura del Inca Garcilaso de la Vega- se desploma. Isidoro Villar, entonces, es la continuación de la imagen des-armoniosa del des-encuentro de dos razas distintas. En dicho marco, así como la imagen del Inca Garcilaso de la Vega, después de haberse configurado durante años como el símbolo de la unidad mestiza, se desmorona a partir de la crítica que deconstruye el paradigma garcilasista, la imagen de Villar va a tener un itinerario similar.

Este primer hecho constituye entonces la primera alegoría que establece la continuidad entre la Colonia y la época republicana en la que se construye la novela: el bandolero como un sujeto en el que se gesta el primigenio dilema del mestizaje. En otras palabras, en la novela se retrata que, a diferencia de las teorías criminalísticas como el determinismo biológico, la ley térmica de la delincuencia o la teoría del bandido social, este bandolero, y por extensión los hombres de caminos, simboliza la continuidad de la sociedad colonial del siglo XVI, de modo que la genealogía de Villar fundamentalmente va a constituir un evento sintomático al que se alude constantemente. Por consiguiente, como señala Torre, los motivos familiares de Villar serán el telón de fondo para narrar esa otra historia almacenada en la memoria colectiva como heridas reales o simbólicas (2014, p. 379).

En segundo lugar, la tensión/disonancia se manifiesta en toda la prole Villar, quienes constantemente están en tensión divagando en sus árboles genealógicos. De ese modo, mientras algunos Villar están obsesionados con la imagen del padre y el linaje español, Isidoro “contraviniendo las normas, eligió ser indio, o mejor, ser fiel a la parte indígena de su linaje” (Gutiérrez, 1998, p. 76). Así, por ejemplo

El hijo Santos Villar [...] mantendrá encendido el culto a su progenitor entre la numerosa prole engendrada por él. Solo Isidoro permanece indiferente a esta devoción y la única parte que logra estimular su fantasía es cuando en un brioso corcel el abuelo Villar tórnase bandolero, en facineroso asaltante de caminos. [...] Y mientras finge prestar atención, piensa en la abuela, en los padres de la abuela, en los tatarabuelos, en los retatarabuelos [...]. (Gutiérrez, 1998, p. 79)

Por esa razón, asimismo, la humillación pública infringida por Benalcázar al padre de los Villar desata en Isidoro el espectro latente de lo que significa la sociedad colonial. No se trata desde luego de la defensa del padre per se, sino del acontecimiento que activa la “rabia” del sujeto mestizo al saberse parte de una sociedad de castas, una comunidad que por siglos ha naturalizado la opresión de los subalternos por parte de los dominadores. El castigo es, entonces, no solo la punición pública del subalterno, sino sobre todo de la ceremonia que desvela el espectro de la colonialidad. En palabras de Peter Elmore, el castigo se configura como

[...] una minuciosa ceremonia de degradación: su propósito es marcar espectacularmente la inferioridad étnica y social [...] La sanción tiene, por eso, un carácter perversamente edificante y ejemplar: sirve para poner en su sitio a un sujeto de las capas populares que, de acuerdo a las jerarquías de la semifeudalidad rural, se ha permitido un comportamiento impropio de su origen. (2007, p. 30)

Esta última circunstancia constituye la segunda alegoría de la continuación de la violencia colonial. Si en “en el contexto colonial, el colono no se detiene en su labor de crítica violenta del colonizado, sino cuando este último ha reconocido en voz alta e inteligible la supremacía de los valores blancos” (Fanon, 2009, p. 38), en la novela, el subalterno es castigado públicamente como escarnio para que se ubique. De tal forma, el discurso biologicista que sostenía los actos de violencia en el siglo XVI se ha desplazado hacia el momento de la narración como un discurso en el que un grupo detenta el poder y puede castigar a ese “otro” mestizo subalterno. Por ello, es significativo que cuando Isidoro se une al movimiento de las montoneras (antes de tomar el camino del bandolerismo) después de herir a un hombre exclame vehementemente: “¡Óyeme, blanco! [...] La guerra recién empieza para Isidoro Villar. Y me llega a los compañones Cáceres y Piérola. Los dos son blancos” (Gutiérrez, 1998, p. 113). Esta tensión de la “sangre” entonces tan patente, ya sea en el círculo familiar (rindiendo culto a una u otra raza) o en el espacio social (personajes hegemónicos que “castigan” a los marginales) afirma una vez más nuestra hipótesis. La supuesta inferioridad del subalterno ha sido uno de los discursos preferidos del grupo hegemónico para legitimar y proteger sus privilegios; en el caso del Perú, y no por casualidad, este sujeto suele coincidir con un sujeto indígena o mestizo (Otero, 2019, p. 508).

Por esa misma razón, determinantes resultan las palabras del narrador al final de la novela: “Los Villar y los Chira no lo conforman nada más los de nuestra sangre sino todos los pobres y agraviados que pueblan todas las comarcas de nuestra tierra” (Gutiérrez, 1998, p. 303). Finalmente, la tensión de ambas razas se pone nuevamente en evidencia cuando el narrador relata que Isidoro bebe la “pócima amarga extraída del cactus dorado [el San Pedro] de sus antepasados” (Gutiérrez, 1998, p. 11) para poder adentrarse en el pasado. Hay un simbolismo potente en el acto de ingerir esta planta alucinógena para conocer los antepasados “gentiles”. Aunque no es un suceso exhaustivamente narrado, como sí sucede en La violencia del tiempo, es trascendental, en buena medida, porque se trataría de un fenómeno mnemónico que pone en evidencia el ejercicio de la memoria como pathos (Ricoeur, 2004, p. 96), esencialmente, porque se problematiza el componte temporal de la identidad. En resumidas cuentas, Isidoro Villar recurre al alucinógeno para ejecutar una dinámica que, como si de una sesión psicoanalítica se tratara, le permitirá hacer un viaje desde su memoria individual hacia la colectiva. En palabras de Freud, se trataría entonces de un sujeto melancólico cuya patológica memoria lo lleva a repetir actos compulsivos para enfrentarse y comprender su propia identidad. No es nuestra intención hacer un análisis psicoanalítico, pero los planteamientos de Freud, y más tarde los de Lacan10, nos ayudan a comprender cómo Villar cruza las fronteras de su memoria individual hacia motivos colectivos, de tal forma que su patología se transfiere al plano histórico (Ricoeur, 2004, p. 97).

La literatura antropológica y etnográfica ilumina, también, nuestras ideas. Fundamentalmente, se ha destacado la importancia de las mesadas, en concreto en Huancabamba, a través del uso del San Pedro para “curar” al enfermo. Revelador nos parece el estudio de Carod-Artal y Vázquez-Cabrera (2006) ya que analizan cierto simbolismo de la “mesa” a través del acto de beber el alucinógeno. Nos interesa particularmente el hecho de que se usen elementos propios de la cultura andina (huacos, cerámicas, etc.), pues, por un lado, se refuerza la identidad de Isidoro en función a la cultura indígena. Por otro lado, además, me parece importante destacar que una parte sustancial de la ceremonia esté orientada a “contar” al otro una serie de sucesos del sujeto “enfermo”; por último, es fundamental resaltar el carácter terapéutico de la mescalina. Aunque Isidoro Villar no participa estrictamente en una “mesada”, los tres aspectos antes mencionados confluyen en él. Por su naturaleza conflictiva (un sujeto “enfermo”), es el personaje que, debido al efecto de la mescalina, viaja hacia el pasado para “contarse a sí mismo” (es paciente y, al mismo tiempo, curandero) la historia de sus antepasados gentiles. Este viaje simbólico que emprende le permite reencontrarse con motivos aborígenes: el “médano errante” que contiene un gran tesoro de plata, oro y joyas, “los mantos de arena” donde reposan los huesos de los gentiles, el sonido de “las flautas y chirimías”, etc. (Gutiérrez, 1998, p. 302). Esta travesía, además, le permite a Villar “curar” la herida psíquica de la humillación de los de su prole, el estigma de la vejación, la escena traumática del abuelo y padre castigado. Como se puede inferir, en general, el San Pedro constituye un punto de fuga (hacia la cultura andina) para olvidar la tensión histórica del sujeto mestizo. Es en este momento donde, siguiendo a Ricoeur, el personaje da testimonio de que su conducta de duelo cruza las fronteras en busca del “objeto perdido” (los antepasados gentiles) y con ello pone de manifiesto un traumatismo colectivo (2004, p. 107), pues él representa a los humillados y ofendidos de la tierra. Esta circunstancia confiere un tercer indicio de la continuidad del pasado en el presente.

4. Continuidad de la violencia colonial a nivel estructural: la tensión oralidad/ escritura

Como se había señalado, el ejercicio de la violencia colonial se patentiza en la novela también a nivel estructural; por consiguiente, a lo largo de la trama, se pondrán en evidencia ciertos ejercicios escriturales. En primer lugar, la novela se estructura a través de diferentes formas (crónicas, cartas, entrevistas, etc.), que pondrán en evidencia las tensiones entre oralidad y escritura/cultura oral y escrita, etc. En segundo lugar, a través de estas prácticas se discutirá el fenómeno del bandolerismo, que desvelará prácticas coloniales vigentes (“la polémica de las Indias”, verbigracia), lo que nuevamente lleva a pensar que la cuestión colonial o el “problema del indio” en el contexto de la colonización americana no ha desaparecido (Zimmer, 2017, p. 499). En resumidas cuentas se demostrará que, a nivel estructural, la novela constituye un continuum de ciertos motivos coloniales.

En primera instancia, la tensión letradoiletrado, escritura/oralidad es un fenómeno constitutivo de la Colonia que se actualiza en la misma estructura de la obra. Como ha señalado Aníbal Quijano (1989), durante la Colonia, la lógica racial también se extendió a otros campos intersubjetivos de la actividad humana, como el lenguaje. En tal sentido, la colonialidad del poder se trasladó también hacia el lenguaje, cuyo evento constitutivo fue el momento en el que el castellano alcanzó su estatus de superioridad en contraposición a las lenguas indígenas o vulgares. Los criterios para marcar esta superioridad/inferioridad, sintetizados por Nebrija y Alderete en función a los ideales del Renacimiento, fueron tres: que la lengua en cuestión tenga una filiación con las lenguas tradicionalmente superiores (como el latín), que sea capaz de unificar un territorio y que tenga escritura alfabética y, por ende, civismo (Veronelli, 2015, pp. 43-45). Como las lenguas indígenas no cumplían con estos criterios, fueron percibidas como lenguas vulgares que no podían comunicar episteme, sino únicamente doxa. Por su parte, quienes las usaban fueron considerados como inferiores o, en el peor de lo casos, bestias. Estas situaciones, que se suponen propias de la época colonial, han continuado (aunque reconfiguradas) legitimándose en el imaginario nacional. Si bien en la República, a partir de la oficialización del castellano, se supone superado (aunque sea solo una suposición y no por ello deje de implicar violencia) el conflicto español-quechua, el discurso de la colonialidad del lenguaje se va a posicionar, entre otros aspectos, en el sujeto analfabeto. Visto de ese modo, el analfabeto (que no de manera fortuita coincide mayoritariamente con el mestizo), al no tener filiación con la escritura, se configura como un “comunicador simple” (tomo el término de Veronelli), incapaz de transmitir conocimiento. En un sentido más general, será percibido como un sujeto inferior o una prolongación del indio “bárbaro y bestia” descubierto por Colón tras la Conquista. Esta tensión entre la cultura oral y la escritural, que coloca al analfabeto como sujeto subalterno, se manifiesta en la obra a través de dos aspectos: la forma misma de la estructura y la aparición de sujetos analfabetos (bandoleros).

Así, la novela se organiza en cinco partes: una obertura titulada “El zapote está en pie”; el primer capítulo que es una crónica titulada “Isidoro Villar y otros hombres de caminos según Sansón Carrasco”; el segundo capítulo denominado “Conversación con Isidoro Villar”; el tercer capítulo que se titula “Debajo del equinoccio” y un epílogo denominado “Ni una lágrima por Isidoro Villar”. Cada uno de estos apartados va tomando una forma hegemónica de construcción narrativa. La obertura, por ejemplo, incluye una carta escrita por Martín Villar hacia Deyanira y un sumario de los personajes de la novela. Por su parte, el primer capítulo, aunque no exclusivamente, es un conjunto de crónicas periodísticas de autoría de Sansón Carrasco. En definitiva, el discurso de la novela, en los dos primeros acápites, se desarrolla usando dos modalidades narrativas importantes de la ficción del archivo: cartas y crónicas (Torre, 2014, p. 383), propias de la época colonial. No obstante, todos los acontecimientos que se han narrado hasta el momento y que han sido, de cierta manera, legitimados por la escritura, se van a desestabilizar, en el segundo y tercer capítulo, a partir de la oralidad (sean testimonios, entrevistas, conversaciones o el archivo oral), básicamente a partir del discurso de otro personaje no letrado: el Ciego Orejuela, pues van a ser cuestionados, descritos desde otra perspectiva, refutados o negados. Este procedimiento narrativo, a lo largo de la novela, se someterá a constante tensión entre la escritura y la oralidad, lo letrado e iletrado, en resumidas cuentas, la cultura oral vs. la escritural.

Si bien el modo en el que se configura la estructura de la novela puede remitirnos a pensar en la multiplicidad de puntos de vista para rescatar la heterogeneidad del discurso, también es cierto que la aparición de los personajes analfabetos será detonante, pues dará más luz sobre la tensión que intento demostrar. No es gratuito que, como señalé anteriormente, la carta que lleva Carmen Domador le queme. El fuego que emite este documento escrito, eminentemente, es un símbolo que permite un momento de revelación en el bandolero: que por primera vez advierta su subalternidad por ser analfabeto: “Ahora su obsesión es la carta. ¿Por qué su padrino Aljovín con toda su bondad no le enseñó siquiera a leer?” (Gutiérrez, 1998, p. 70). Más adelante se señala:

Luego, con amargura, cae en la cuenta de que por más que saque y abra la carta no podrá descifrar aquellos signos extraños [...] Hasta el sitio por donde se ha apeado no han pasado sino unos pocos arrieros, en ojotas, de más baja condición que la suya y por tanto analfabetos irremediables como él. (Gutiérrez, 1998, p. 71)

En esa misma línea, tampoco es fortuito el momento en el que el personaje letrado (Sansón Carrasco) le entregue un periódico al bandolero analfabeto (Isidoro Villar) y la respuesta de este último sea una interrogación, que nos recuerda además el momento en que se le entrega a Atahualpa la biblia:

-[...] ¿Sabe lo que es un periódico, verdad?

-Usted me mostró una de esas hojas de papel con letra estampada. Letras vistosas y labradas con distinto molde.

[...]

-Tome. Estos son los ejemplares de mi

periódico que hablan de usted y su compañero.

-¿?

(Gutiérrez, 1998, pp. 137, 140).

Las dos situaciones antes descritas ponen en evidencia no solo la supremacía de lo escritural, sino, esencialmente, la fuerte tensión entre sujeto letrado e iletrado, que, como señalábamos, es una forma de patentar la continuidad de la violencia colonial. Asimismo, la interrogación del final del diálogo que sostiene Carrasco con Villar subraya la fuerte escisión del sujeto mestizo, que no posee el poder de la letra.

En segunda instancia, la tensión oralidad/escritura va a permitir dilucidar los factores del vandalismo. Como se ha estudiado, la Conquista trajo consigo una aglomeración de diversos elementos discursivos, muchos de los cuales se sistematizaron en polémicas en las cuales el sujeto de discusión siempre fue el indio o “indígena”. La junta de Valladolid, por ejemplo, que tuvo lugar entre los años 1550 y 1551 discutió “la humanidad de los indios” y la legitimidad de la Conquista. Bartolomé de Las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda fueron los dos opositores que defendían la causa india y española, respectivamente. Los motivos fundamentales que se discutieron fueron “la justicia o injusticia sobre la guerra de las Indias y si los indios se encontraban en un estado de inferioridad y barbarie tal que se justificaba por el Derecho Natural la guerra” (Manero, 2009, p. 100).

Este momento sintetiza al sujeto indígena siendo sometido a un escrutinio sobre diversas cuestiones. Me interesa particularmente rescatar ese debate como un ejercicio textual (ya sea escrito u oral) que implica una violencia subyacente pues el “otro” (indio, bárbaro, bestia) es sometido a escrutinio de un sujeto hegemónico que se asume tiene la capacidad y el saber letrado para observar, evaluar y hacer conclusiones de otro que se supone inferior. Este ejercicio que nació en la Colonia va a tener su continuum en la novela que se está analizando. En ese sentido, “las polémicas de las Indias” se actualizan a lo largo de la obra a partir de lo que podríamos llamar “las polémicas sobre el bandolerismo”, ya que se va a configurar en torno a una especie de debate por escrito (crónicas, básicamente) llevado a cabo por un sujeto letrado (como sucedió en las polémicas textuales de la Colonia), Sansón Carrasco, quien a través de su periódico “El amigo del pueblo”11, somete a escrutinio al otro. Ello demuestra una vez más que el sujeto “marginal” es puesto a consideración y análisis de otro que ostenta el poder para hacerlo. Si bien al final de cuentas Carrasco termina siendo un sujeto disidente (con marcadas diferencias respecto al letrado de la Colonia), la intención de este contrapunteo solo es poner en evidencia la actualidad del ejercicio textual de la violencia.

5. Reflexiones finales

En conclusión, este artículo ha examinado cómo en la novela Hombres de caminos se ha diseminado la continuidad de la violencia colonial. En primer lugar, se ha demostrado que, a nivel de núcleo temático, se narrativiza el fenómeno del bandolerismo como una prolongación de la violencia colonial. Se ha ilustrado que, de los cuatro personajes bandoleros, es en Isidoro Villar en quien se conflictiviza toda la cuestión antes descrita. En segundo lugar, se ha puesto de manifiesto que, a nivel estructural, existen ciertos ejercicios escriturales que pondrán en evidencia las tensiones entre oralidad y escritura, y se asemejan a las “polémicas de las Indias”.

En sentido general, la novela de Miguel Gutiérrez Correa sería uno de los tantos hipertextos, a decir de Gérard Genette (1989), que continúan dando cuenta de la cuestión del mestizaje. Esto, al mismo tiempo, demuestra que no solo la narrativa latinoamericana del siglo XX (Adorno, 1988; 1995), sino también la del siglo XXI sigue haciendo eco de estos motivos coloniales. Quedan aun así en el tintero muchas cuestiones por reflexionar a partir de la novela. Una de ellas, por ejemplo, es pensar el soporte hegemónico que la obra le da a la escritura y el poder de esta como fenómeno político. En sentido más general, la novela nos invita a reflexionar en torno a los Villar, como sujetos que constantemente están buscando un espacio en la nación peruana para tratar de legitimarse. Probablemente, por eso no es gratuito que al final de la novela, Luis Villar cuando está preparando los funerales de su hermano Isidoro, exclame: “¿Crees blanco, que por asesinar a mi hermano, Isidoro está muerto? ¡Cojones, blanco! ¡Isidoro Villar vive!”. Isidoro, en tal sentido, podría ser mirado como la continuidad del inca (del mito de Inkarrí) cuyo cuerpo fragmentado guarda un poco de la identidad de todos los peruanos, como se deja entrever al final de la novela.

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Notas

1Tanto la reseña de Freyre como la de González Vigil aparecen en Monteagudo Valdez y Vich, (2002).

2Asimismo, es importante destacar que, para el circuito académico piurano, la obra de Miguel Gutiérrez Correa es muy valiosa y marca un punto de inflexión en la tradición novelística piurana, pues, como ha señalado Sigifredo Burneo, recupera la figura del bandolero desde una mirada “moderna”, la misma que había sido recurrente en la literatura piurana, pero desde una tendencia costumbrista. Asimismo, es importante destacar que la figura del bandolero (real o ficticio) ha sido importante dentro de la historia y la literatura (aparece como tópico en diversas novelas históricas españolas y peruanas).

3El mestizaje, desde su percepción biológica y cultural, es una cuestión política importante. Con frecuencia había sido percibido (y sigue siendo) en el imaginario nacional como un proceso armónico que exhibía una supuesta homogeneización, necesaria para la identidad nacional. No obstante, su comprensión en los círculos académicos a partir del siglo XXI dio un giro epistémico y se llegó a la conclusión de que esta supuesta armonía revestía una realidad heterogénea y conflictiva del cruce de razas. Este mismo giro epistémico es el que se noveliza en Hombres de caminos. Si se quiere entender mejor toda esta tensión de la comprensión del mestizaje puede consultarse el ensayo de Antonio Cornejo Polar titulado “El discurso de la armonía imposible: El Inca Garcilaso de la Vega: discurso y recepción social” (1993) en el que reprueba y rechaza la tesis de Riva-Agüero en “Elogio del Inca” (1916).

4En tal sentido, esta obra va a constituir una mímesis del bandolerismo piurano de la primera década del siglo XX. Para entender el fenómeno del bandolerismo en Piura se pueden revisar los trabajos de Enrique López Albújar (1936), Hildebrando Castro Pozo (1947), José Varallanos (1937) y Raúl Estuardo Cornejo (2011). Es sabido, además, que a principios del siglo XX Piura seguía siendo una sociedad feudal. Sobre este último aspecto, César Espinoza Claudio (2019) ha señalado que, en Piura, el tránsito de la Colonia a la República fue una reconfiguración de la jerarquía étnico-social.

5En el siglo XX hubo una influencia significativa de la escuela italiana de criminología en América Latina. En tal sentido, las teorías positivistas cobraron especial aceptación (Lombroso, Garofalo, Ferri). Esta teoría, basada en el pensamiento comtiano, señalaba que los actos de bandolerismo estaban determinados por cuestiones biológicas ligadas a la raza (generalmente el bandolero es indio, analfabeto y semicivilizado). Estas ideas le sirven a Ferri para que desarrolle su teoría de “il delinquente nato”. A su vez, la tesis positivista influye en la tesis “térmica de delincuencia”, cuyo principal defensor fue Lacassagne, quien señaló que el ambiente (clima, temperatura, estaciones) influenciaban en la conducta del criminal. En su ensayo de criminología de 1936, López Albújar parte de estas teorías para explicar el surgimiento del bandolerismo. No obstante, es importante comprender cómo partiendo de estos fundamentos positivistas postula diversos factores sociales. De esta manera, reconfigura la episteme asumida hasta el momento. En un juego de espejos, pasará lo mismo en Hombres de caminos, a partir del personaje Sansón Carrasco.

6Estoy pensando la memoria desde su resignificación política que se le ha asignado a través de los estudios culturales, que eclosionan fundamentalmente en la década de 1970. En tal sentido, los ejercicios de la memoria serían todos los actos de los grupos silenciados, oprimidos, discriminados, que se constituyen como espacios de lucha política contra el olvido. Por esa misma razón, dichos “ejercicios” son una especie de respuesta a la violencia política en cualquiera de sus manifestaciones. No es un concepto que discutiré en este trabajo, pero se diseminará a lo largo de la narrativa de la novela en análisis. Para una mejor comprensión se pueden consultar las investigaciones de Halbwachs (2004), Hobsbawm (1972), Ricoeur (2004), Jelin (2001) y Pollak (2006), principalmente.

7El caso paradigmático del padre ausente sería el del Gómez Suárez de Figueroa (Inca Garcilaso de la Vega). Muchos estudios han analizado el carácter problemático de su origen y su identidad, cuestiones que se revelan también en su creación literaria. Del mismo modo, en las crónicas de la Colonia abundan los personajes masculinos que se amanceban con muchas mujeres y desatan una prole a la que, eventualmente, abandonan. Desde la etnohistoria, Amat Olazábal (2013) hace un importante aporte de los primeros mestizos bastardos en el Perú.

8Estoy pensando el concepto de “ficción fundacional” de Doris Sommer (1991). Aunque Hombres de caminos no es una novela fundacional en el sentido que le otorga la estudiosa, considero que el motivo erótico que aparece sublimado en la novela (a través de Sacramento Chira y Francisco Villar) es un guiño que permite pensar en la fundación del sujeto mestizo. En tal sentido, esta novela no es un relato edificante, pues lo que hace, justamente, es problematizar dicha ficción (simbolizada en la pareja).

9La violencia sexual contra las mujeres es otro fenómeno que se desprende de la Conquista, incluso se sostiene hasta nuestros días. A propósito de ello, en el Archivo General de Piura se pueden encontrar evidencias de que la violación y estupros eran situaciones recurrentes a inicios del siglo XX. Este patrón de violencia es mimético, pues luego, entre otros, serán los hijos producto de violaciones quienes la ejerzan. En la novela de Gutiérrez también se deja entrever que estos bandoleros, en algunos casos, violaban a sus víctimas.

10Según el enfoque freudiano, Isidoro Villar sería un sujeto patológico melancólico que constantemente se acoge a mecanismos de regresión y repite (no recuerda) el trauma primordial. Para una mayor comprensión desde el psicoanálisis, véase “Duelo y melancolía” (1917) y “Recordar, repetir y reelaborar” (1914) de Sigmund Freud, y el Seminario 6 de Jacques Lacan “El deseo y su interpretación” (1958).

11Como ha señalado el propio novelista, Sansón Carrasco es un personaje que encomia a López Albújar, quien editó hasta 1908 en Piura un periódico semanal titulado El amigo del pueblo. Asimismo, Sansón Carrasco es uno de los personajes (bachiller) de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Tanto el escritor como el personaje son sujetos letrados que aportan de manera significativa ya sea en la vida política de una sociedad o en la trama de la obra. Por su parte, López Albújar tuvo una importante injerencia en la vida política de Piura y Chiclayo, a través de su dura crítica a la Iglesia y al gamonalismo piurano. En cuanto al personaje del Quijote, tuvo un protagonismo clave tanto en la estructura como en la trama en la segunda parte de la novela cervantina. Como se puede inferir, el paralelo resulta interesante si consideramos que Sansón Carrasco, personaje de la novela de Gutiérrez, sigue también el mismo itinerario y cumple funciones determinantes para la trama de la novela. Asimismo, se puede destacar el poder de los periódicos en la vida política de las naciones. Un ejemplo de ello, como ha señalado Burneo (2021), es el periódico El amigo del pueblo (igual que el hebdomadario de la novela analizada) fundado por Marat en la época de la Revolución francesa.

Recibido: 03 de Agosto de 2021; Revisado: 23 de Febrero de 2022; Aprobado: 04 de Abril de 2022

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