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Revista Peruana de Ginecología y Obstetricia

versión On-line ISSN 2304-5132

Rev. peru. ginecol. obstet. vol.63 no.4 Lima oct./dic. 2017

 

SIMPOSIO: BIOÉTICA Y ATENCIÓN DE LA SALUD SEXUAL Y REPRODUCTIVA

 

La relación médico paciente: consideraciones bioéticas

The doctor-patient relationship, bioethical considerations

 

Alfonso Mendoza F.1

1. Médico Psiquiatra, Profesor de Psiquiatría y de Bioética de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Lima, Perú


RESUMEN

A pesar de los vertiginosos cambios operados en el ejercicio de la profesión por el propio desarrollo de la medicina en el mundo contemporáneo, la relación médico paciente sigue siendo la piedra angular del acto médico. Sin embargo – y ese es el objetivo del presente artículo – ella requiere ser examinada bajo una nueva luz, no solamente por lo antedicho, sino también por el relanzamiento de la reflexión ética, que nos recuerda que la relación médico paciente es ante todo un encuentro interpersonal, en el que ambas partes deliberan conjuntamente para tomar las decisiones más correctas, siempre en el marco de los principios de la bioética y los derechos fundamentales de la persona humana.

Palabras clave. Relación médico-paciente, Bioética, Derechos humanos.


ABSTRACT

Despite the vertiginous changes in the professional medical practice due to the development of medicine in the contemporary world, the patient-doctor relationship continues being a cornerstone of the medical act. The objective of this paper is though that this relationship requires to be examined under a new vision, not only in light of what has been said above, but also because of the relaunching of the ethical reflection that the doctor-patient relationship is first of all an interpersonal encounter in which both sides deliberate together to take the right decision, always within the scope of the principles of bioethics and the fundamental rights of the human person.

Keywords: Doctor-patient relationship, Bioethics, Human rights.


Introducción

Excepto la relación amorosa y la relación madre niño, tal vez ninguna otra relación entre seres humanos haya suscitado tanto interés a lo largo de la historia como la relación médico paciente. Eje vertebrador de la profesión médica, ella moviliza poderosas fuerzas humanas: fe, esperanza, confianza, fortaleza moral y aceptación de la adversidad –la enfermedad– como fenómeno vital y como experiencia racional. En las últimas décadas la medicina ha evolucionado mucho más que en cualquier otro período similar de su devenir histórico. Por lo mismo, la relación médica ha sufrido cambios radicales pero manteniendo su carácter de basamento del acto médico. Tales cambios no han sido fruto del azar sino la expresión de vastos y profundos estremecimientos sociales que jalonan el advenimiento de la modernidad, en el seno de los cuales tuvo lugar, como diría Von Weizsäcker V, la introducción del sujeto en la historia y el nacimiento de la democracia, la secularización, el pluralismo y la doctrina de los derechos humanos, y cuyas repercusiones en el campo médico solo se objetivarían hacia la segunda mitad del pasado siglo, y en cuyo marco se dio la revolución médico sanitaria que relanzó la reflexión ética en el ámbito de la atención de la salud.

En occidente, durante siglos, y en consonancia con los preceptos hipocráticos, la relación médico paciente estuvo signada por el paternalismo médico. En ella era el médico quien, poseedor del conocimiento acerca de la enfermedad, decidía por el paciente, asumiéndose que este no solo desconocía el arte de la medicina sino que, por la misma enfermedad, que perturbaba su capacidad de juicio, se tornaba incompetente moral. Por tanto, se aceptaba que el médico hiciera todo por el paciente, pero sin la participación de este en la toma de decisiones.

La entrada del sujeto en la historia a la que hemos hecho alusión antes, es decir el reconocimiento de todo ser humano como un agente moral autónomo, con la capacidad de autodeterminarse, constituye uno de los elementos claves del mundo moderno y la fuente de los más significativos cambios en la relación médico paciente. Desde este momento, ella se aleja del paternalismo médico y deviene una relación más horizontal y democrática, en la que la participación del paciente es fundamental en el proceso de toma de decisiones, fruto no ya del parecer del médico sino de la deliberación conjunta entre el médico, el paciente y hasta terceras personas implicadas en el acto médico (por ejemplo, familiares y, en ocasiones, el juez).

Acontecimientos que han modificado la actividad médica

Como señala Rubio Sánchez(1), entre tales cambios cabe citar el desarrollo de la ciencia en general y de la ciencia médica en especial: la tendencia a la ultraespecialización, que conduce a que se pierda de vista la integridad y la complejidad del ser humano; la sofisticación creciente de los procedimientos de diagnóstico y terapia, que imponen una suerte de barrera tecnológica entre el médico y el paciente, y que han transformado los hospitales en centros de alta tecnología; la aceptación de la salud como un derecho, con el consiguiente crecimiento de la demanda por la atención de salud; y la introducción de las leyes del mercado, que han llevado a que, no pocas veces, el paciente sea visto más como un objeto de lucro que como una persona doliente y necesitada de ayuda. Todo ello explica en gran medida que, al lado de la admiración que nos produce la constatación de verdaderas proezas médicas, crezca también la insatisfacción de los usuarios de los sistemas de salud, hecho que va de la mano con la declinación de los valores éticos profesionales y el severo enjuiciamiento de la profesión médica por parte de la opinión pública, más atenta que nunca a los casos de ‘mala práctica’, con la consecuente pérdida del estatus y el prestigio de la profesión.

De la relación médico paciente a la relación clínica

Anota Gracia D(2) que la relación clínica es aquella que tiene lugar entre una persona que considera su salud amenazada y alguien que posee el saber y la técnica para hacer frente a la enfermedad y restaurar la salud comprometida o en riesgo. Tradicionalmente se hablaba de la relación médico–enfermo. Pero, hoy, como resultado de los acontecimientos que han afectado la práctica de la medicina, la cuestión se nos presenta mucho más compleja. En primer lugar, el médico no es necesariamente quien atiende al paciente sino algún otro miembro del equipo de salud, en cuyo caso estamos frente a la relación sanitario– enfermo. Sin embargo, sucede que quien consulta no necesariamente está enfermo y si acude a la consulta es justamente para que se determine su condición. Por tal razón se tiende a emplear la denominación médico–paciente para dicha relación, pero hay quienes objetan el término paciente, pues coloca a la persona en una situación de pasividad frente al papel activo del médico. Por ello se ha sugerido otras denominaciones: ‘usuario’, ‘cliente’, ‘consumidor’, aunque ninguna de ellas carece de objeciones. Cabe decir, de un modo general, que los administradores de los servicios de salud tratan con ‘usuarios’, los técnicos con ‘pacientes’, y los clínicos propiamente dichos con ‘enfermos’. Para el mencionado Gracia D, el término relación clínica abarca todos los demás. Sin embargo, en nuestro medio lo habitual es hablar de la relación médico–paciente, por lo que usaremos preferentemente esta denominación, al lado de la relación clínica o de la relación médico–enfermo, según los casos.

Fundamento de la relación entre el médico y el enfermo

De acuerdo con Laín Entralgo(3), cuya obra fundamental nos sirve de guía, diremos que la relación entre el médico y el enfermo adopta en el mundo actual formas muy distintas según que la atención se realice en un consultorio privado, la sala de un hospital, el consultorio en un establecimiento de la primera línea de atención, o el campo de batalla, entre otros, pero, sea como sea, cuando es correcta, dicha relación tiene como fundamento lo que podría considerarse un modo de amistad, la amistad médica, en la cual una de las partes pone su saber y su voluntad de ayuda técnica, y la otra su menesterosa confianza en la medicina y en el médico que la atiende. Y ello es válido aun aceptando que la complejidad de la medicina contemporánea implica una serie de actos médicos realizados por diversos miembros del equipo de salud, puesto que, en algún momento, se establece siempre una relación interpersonal.

Ahora bien, una relación de ayuda puede ser la de los camaradas, quienes colaboran mutuamente en pos de lograr un bien objetivo exterior a cada uno de ellos, constituyendo lo que se llama un dúo; pero también puede adoptar la forma de aquellos que, más allá de un determinado bien objetivo, aspiran a establecer una comunión, vale decir, una relación más intensa, que puede denominarse diádica, sea esta amistosa o erótica. La relación médico paciente se situaría entre el dúo de la camaradería y la díada de la amistad genuina y la relación amorosa, que se da entre dos personas que aspiran a establecer un lazo personal, un vínculo afectivo poderoso, una comunión. Laín Entralgo le asigna a la relación médico paciente el carácter de una ‘cooperación cuasi diádica de ayuda’, orientada hacia el logro, por parte del paciente, del hábito psicosomático que solemos llamar salud. En ella se articulan las operaciones objetivantes, que apuntan a tornar objetivas las manifestaciones o signos de la enfermedad, y las operaciones empáticas o coejecutivas, que implican el situarse bajo el marco de referencia del paciente para sentir, aun cuando sea brevemente, lo que el paciente siente y penetrar en el sentido que le da a su padecimiento. Para Laín una auténtica relación médico–paciente constituye una verdadera filantropía, es decir, la expresión secularizada del amor cristiano por el prójimo, en la cual se integran la amabilidad, la procura del bienestar del amigo, la confidencia y el respeto por la dignidad de la persona humana.

Estructura de la relación médico–enfermo

Desde otra perspectiva, Laín distingue en la estructura de la relación médico–enfermo cuatro aspectos principales: el fin propio de la relación, el modo de la convivencia que en ella se establece, el vínculo propio de la relación y, finalmente, la comunicación propia entre el médico y el paciente.

El fin propio de la relación clínica es la salud del paciente. Aquí, precisa Laín, contrariamente a lo que sostienen algunos, el fin último del médico no puede ser la bondad moral del ser humano o su felicidad. Estas no son consecuencia necesaria de la salud y dependen por un lado, de lo que cada persona haga por sí misma en ejercicio de su libertad para hacer realidad su proyecto vital y, por el otro, de esa enigmática determinación de la vida humana representada por el azar.

El modo propio de la relación médico paciente consiste en la equilibrada combinación de las operaciones objetivantes y las operaciones empáticas necesarias para el diagnóstico y tratamiento y, en suma, para el acompañamiento del paciente durante el proceso de enfermedad. Dado que la relación médico–paciente es ante todo un encuentro interpersonal, el médico debe intentar siempre aprehender el sentido que para la persona tiene la enfermedad que padece, teniendo en cuenta que hay peculiaridades en función del modo de enfermar, sea que estemos ante una enfermedad aguda, una crónica, una predominantemente somática o predominantemente psíquica.

El vínculo propio de la relación médico–paciente es aquel en el que adquieren una realidad concreta los actos objetivantes y empáticos antes mencionados. Si bien este vínculo muestra un abanico de distintas posibilidades, cuando la relación es óptima, el vínculo que une entre sí al médico y al enfermo es el eros terapéutico, la filantropía, vale decir el amor al prójimo. Laín nos recuerda que Paracelso escribía que es el amor lo que nos hace aprender el arte de la medicina, y fundamentalmente nuestra vocación por cuidar la vida y la salud del prójimo. Años después Freud dará el nombre de ‘transferencia’ a la intensa relación personal que se da en el curso de la atención médica, sobre todo cuando se trata de enfermedades de evolución prolongada.

El cuarto aspecto estructural de la relación médico–paciente es la comunicación, esto es, el conjunto de los recursos técnicos, entre los cuales figura principalmente –aunque no exclusivamente– la palabra, a los que el médico apela en el diálogo transubjetivo en virtud del cual se actualizan las operaciones objetivantes y empáticas.

Momentos de la relación médico-paciente

Siguiendo al mismo Laín, la relación clínica comprende cinco momentos principales:

  • El momento cognoscitivo, que integra todas aquellas operaciones cuyo fin es el conocimiento de la enfermedad (diagnóstico nosológico); el conocimiento del sujeto que la padece y que la vive de una manera personal e intransferible (diagnóstico clínico); así como también el conocimiento del curso de la enfermedad y de sus potenciales consecuencias (pronóstico).
  • El momento afectivo, que comprende las emociones y sentimientos propios de la relación clínica que experimentan médico y paciente.
  • El momento operativo, que corresponde a la conducta y a los procedimientos que aplica el médico en la atención del paciente.
  • El momento ético, que entraña la sujeción a las normas que regulan la conducta del médico en marco de la relación clínica; y
  • El momento histórico – social, que comprende los aspectos sociales del médico, del paciente, de la enfermedad y de la propia relación.

Aquí precisa subrayar, como anota Rubio Sánchez (óp. cit.) que estos diferentes momentos de la relación no son sucesivos. En realidad ellos se producen simultáneamente aunque en cada tiempo prevalezca uno de ellos, pero siempre impregnados por el momento histórico–social en el que se produce el encuentro entre el médico y el paciente, y siempre regulados por el componente ético.

La relación clínica: proceso de toma de decisiones

Gracia D(4) cita a Bergsma J, Director del Dpto. de Psicología Médica de la Facultad de Medicina de la Universidad de Utrecht, Holanda, quien, coincidiendo en ello con Pellegrini E y Thomasma D, con quienes trabajó en la U. de Yale, considera la relación médico paciente como un proceso conjunto de toma de decisiones más o menos conflictivas, en el que el paciente aporta su sistema de valores y su enfermedad, y el médico su propio sistema de valores y su competencia científico–técnica. La decisión se adopta luego de una ponderación de las alternativas disponibles teniendo en cuenta no solamente los factores biológicos y médicos sino también los sistemas de valores en juego. Este proceso, complejo y a veces duro, pasa por tres etapas: ordenación de la jerarquía de posibilidades; priorización sobre la base de criterios que aspiran a privilegiar la objetividad, controlando las apreciaciones extremadamente subjetivas; y la elección final. Para Bergsma, la resolución de los conflictos puestos en debate dependería más que de la solidez de los aspectos lógicos y filosóficos inherentes al juicio clínico, de la corrección en el proceso psicológico de la toma de decisiones, lo que implica prestar la debida atención a los aspectos psicológicos, sociales y culturales que enmarcan la relación médico–paciente.

El relanzamiento de la ética en medicina

Reiteramos con von Weizsäacker V, Laín y Gracia que el rasgo más profundo de la medicina actual es la introducción del sujeto en el pensamiento y en la práctica de la profesión médica. En el mundo moderno se da el tránsito de una medicina que implícitamente reducía al enfermo a la condición de puro ‘objeto natural’ a un modo de proceder que demanda que el paciente sea visto como ‘persona’. Para ello, luego de la rebelión del sujeto, que se dio en el marco de las tres grandes revoluciones, la inglesa, la norteamericana y la francesa que signan la entrada a la modernidad, se tuvo que dar lo que Gracia denomina la ‘rebelión del paciente’, la misma que se hizo evidente hacia mediados del pasado siglo, y en virtud de la cual el paciente ya no solamente demanda una atención de su persona que no haga distingos entre ricos y pobres, sino que reivindica su condición de agente moral autónomo, es decir, su capacidad para participar protagónicamente en la toma de decisiones en todo aquello que tenga que ver con su vida y su salud. Esta nueva actitud, como veremos luego, encuentra su concreción en la primera Carta de Derechos de los Pacientes que aprueba la Asociación Americana de Hospitales el año 1973, en EE. UU. de Norteamérica, y que sirvió de modelo a documentos similares en otros países del mundo occidental.

Principales hitos en el relanzamiento de la ética médica

Simón P(5) subraya que los años setenta constituyen un hito importante en el desarrollo de la doctrina del consentimiento informado, la expresión más completa y concreta del principio de autonomía, y ello, en primer lugar, porque en esa época nace la bioética como disciplina, hecho que repercute en temas básicos como el modelo de la relación médico–paciente y el problema de la información y la obtención del consentimiento informado. En segundo lugar, es en el año 1973 que aparece –como ya se ha mencionado– la primera Carta de Derechos de los pacientes en el seno de los movimientos sociales en defensa de los derechos de los consumidores. En tercer lugar, la publicación del Informe Belmont (1978), como respuesta normativa a los errores detectados en el curso de la investigación médica. Y, por último, la sentencia judicial en el caso Canterbury vs. Spencer (1972), que le dio fuerza judicial a la doctrina del consentimiento informado.

• El nacimiento de la bioética

Fue el oncólogo norteamericano Van Renselaer Potter quien -en el año 1971– introdujo el término en su libro titulado Bioética: puente hacia el futuro, en el cual se interroga acerca del futuro de la humanidad ante los retos planteados por el creciente desarrollo de la tecnología y su impacto en los ecosistemas que hacen posible lo viviente. Gracia(6) recuerda que el mismo Potter la proyectó "como una nueva disciplina que combinara el conocimiento biológico con el conocimiento de los sistemas de los valores humanos". La nueva ciencia encontró un campo fértil en los dominios de la medicina, en los que claramente se percibía la necesidad de regular el uso de la tecnología en múltiples situaciones desde el nacimiento hasta la muerte. Y es en el campo médico, siempre según Gracia, que la definición de bioética adquiere su sentido pleno, como el proceso de contrastación de los hechos biológicos con los valores humanos a fin de mejorar la toma de decisiones incrementando su corrección y su calidad.

En un plano más amplio y recogiendo el espíritu de lo sugerido por Potter, la bioética se nos presenta, hoy, al decir de Martínez Bullé–Goyri(7), "como un espacio de reflexión plural sobre el impacto del desarrollo científico y tecnológico en la naturaleza y en las personas, orientada a generar los criterios que hagan posible cursos de acción que cautelen la dignidad de las personas así como todo aquello que la sociedad considere valioso en sí mismo".

• La carta de los derechos de los pacientes

Ya hemos visto que el año 1973 la Asociación Americana de Hospitales promulgó la primera Carta de Derechos de los Pacientes, que sirvió de inspiración y modelo a otras similares en el mundo de la medicina occidental. Ello se dio en el seno de un movimiento por el cual los usuarios de los sistemas de salud en EE. UU. de Norteamérica exigían se les tratara como personas capaces de participar en el proceso de toma de decisiones de lo que se les ofrecía.

• El Informe Belmont

El año 1972, el New York Times informa de una investigación sobre la evolución de la sífilis realizada en Tuskegee, una zona muy pobre del Estado de Alabama. El estudio se había iniciado el año 1932 con cuatrocientos varones de raza negra y un grupo de doscientos que funcionaba como grupo de control. Ninguno había recibido información sobre los objetivos del estudio ni tampoco terapia para combatir la enfermedad, aun cuando desde 1941 se disponía ya de la penicilina. El revuelo que causó esta investigación, y otras similares en las que se habían tomado a los seres humanos como ‘conejillos de Indias’, violentándose así la dignidad de la persona humana, llevó al Congreso de los EE. UU. de Norteamérica a la conformación de una Comisión Nacional para la Protección de los Sujetos Humanos en la Investigación Biomédica y Conductual, fruto de cuyo trabajo fue el Informe Belmont, que vio la luz el año 1978.

Los miembros de la Comisión habían recibido el mandato expreso de identificar los principios éticos que debían enmarcar la investigación en seres humanos. Así surgen los tres principios básicos: respeto por las personas (autonomía), beneficencia y justicia, a los que luego se agregó el de no maleficencia, inicialmente ligado al principio de beneficencia.

Simón P resume los contenidos normativos de estos principios del siguiente modo:

• Principio de respeto por las Personas (autonomía)

a) Debe considerarse que todos los individuos son entes autónomos mientras no se demuestre lo contrario.

b) Debe respetarse sus criterios, juicios, determinaciones y decisiones siempre que no perjudique a otros, y

c) Debe protegerse del daño a los individuos no autónomos, lo cual puede exigir hacer caso omiso de sus criterios, juicios, determinaciones y decisiones.

El procedimiento operativo de este principio es el consentimiento informado.

• Principio de Beneficencia

a) No hacer daño.

b) Extremar los posibles beneficios.

c) Minimizar los posibles riesgos.

Su expresión operativa: la evaluación de la relación riesgo–beneficio.

• Principio de Justicia

a) Proporcionar a las personas los beneficios y ventajas que les corresponden.

b) No imponer a las personas aquellas cargas que no corresponden.

Su expresión operativa en la ética de la investigación es la no discriminación en la selección de los sujetos de investigación.

A ello habría que añadir, además de la protección a los grupos más vulnerables de la población, el acceso igualitario a los servicios de salud y la asignación equitativa de los recursos destinados a salvaguardar la salud pública, así como la correcta gestión de los mismos, por lo general bastante limitados.

Un año después de la publicación del Informe Belmont se planteó que estos principios no solamente eran aplicables al campo de la investigación sino a todos aquellos problemas éticos de la medicina. Agrega Simón P que, el año 1979, dos eticistas, Beauchamp y Childress, introducen el principio de no maleficencia, separándolo del de beneficencia. La no maleficencia, que cada día cobra más importancia, se presenta como un conjunto de reglas tales como ‘no matarás’, ‘no causarás dolor o sufrimiento a los otros’, ‘no incapacitarás a los otros’, ‘no ofenderás a los otros’, y ‘no privarás a los otros de las cosas buenas de la vida’.

La no observación de los principios de no maleficencia y justicia, tiene correlato jurídico y quien los incumple es pasible de sanción en el plano judicial.

La sentencia judicial del caso Canterburry vs. Spencer

El Código de Nuremberg de 1948, que se dio luego de un proceso que sentó en el banquillo de los acusados a veinte médicos y tres administradores que cometieron crímenes de lesa humanidad en nombre de la ciencia médica durante el régimen nazi, plantea que el consentimiento voluntario del sujeto humano es absolutamente esencial. Pero, Gracia(8) nos recuerda que el término consentimiento informado fue usado por primera vez el año 1957, en California, en el caso Salgo vs. Leland Stanford Jr. University Broad of Trustees. Salgo sufrió una parálisis permanente a consecuencia de una aortografía translumbar. Por ello denunció a su médico por negligencia profesional. En su sentencia el juez señalo que "un médico incumple su deber con el paciente y está sujeto a responsabilidad legal si retiene cualquier dato que sea necesario para que el paciente pueda emitir un consentimiento inteligente al tratamiento propuesto… y (que) al hablar sobre el objeto de riesgo debe utilizarse una cierta dosis de discreción, compatible con la revelación de los datos necesarios para un consentimiento informado".

En 1972, la sentencia en el caso Canterburry vs. Spencer introduce el criterio de la persona razonable, en lugar del criterio de la práctica profesional, en referencia al grado de información que se debe proporcionar al paciente, remarcándose que el derecho a la autodeterminación solo puede ejercerse eficazmente si se le da al paciente la información necesaria para que él pueda tomar una decisión inteligente.

Algunas consideraciones sobre los principios: ¿hay diferencias jerárquicas entre ellos? ¿son Absolutos?

Una interrogante clave es si los cuatro principios de la bioética tienen el mismo nivel. Hay quienes sostienen que, en teoría, prima facie, todos los principios tienen igual valor, pero es evidente que en la práctica no siempre pueden satisfacerse todos ellos, lo que significa que alguno prevalecerá sobre otro a la hora de tomar una decisión moral. En esta línea se sitúa Gracia D(9), cuyo pensamiento al respecto trataremos de seguir en este acápite. De entrada, Gracia sostiene que la autonomía no es un principio total. Si lo fuera, dice, no existiría el derecho penal. Añade que el principio de justicia exige que nadie sea discriminado en razón de su condición social, económica, cultural, religiosa, etc., lo que garantiza que todas las personas sean tratadas con igual consideración y respeto. Si esto es así en el plano social, la misma exigencia es válida en el plano biológico, lo que se expresa en el respeto a la vida y salud de tales personas humanas. Por tanto, los principios de justicia y no maleficencia tendrían un nivel jerárquico mayor que los otros principios y su incumplimiento conlleva una sanción legal. Ellos conforman lo que se denomina ética de mínimos, lo que supone que existe una ética de máximos, integrada por los principios de beneficencia y autonomía, que se dan de la mano y que prevalecen en el ámbito privado. Pero, el problema es sobre la base de qué criterios se deben resolver los conflictos entre estos principios. Para Gracia, el que uno prevalezca sobre otro depende de las circunstancias y de las consecuencias de la decisión que se adopte, pronunciándose porque se privilegien la no maleficencia y la justicia sobre la beneficencia y la autonomía. Explica que la ley puede obligarnos a no hacer daño y a no ser injustos, pero no puede obligarnos a ser ‘beneficentes’. Por ejemplo, para un Testigo de Jehová la transfusión de sangre no es un acto de beneficencia, en tanto que para los demás sí lo es. Lo que es ‘beneficente’ para uno no lo es necesariamente para otro. Autonomía y beneficencia, anota Gracia, obligan a los demás a respetar nuestro propio modo de entender lo que para nosotros es lo bueno. De ahí que los principios de autonomía y beneficencia reinen en el ámbito privado, mientras que en el ámbito público prevalezcan los principios de no maleficencia y justicia, y se apliquen por igual a todos los miembros de la sociedad.

Pero, la reflexión ética se plantea también otro problema. ¿Son los principios absolutos o relativos?

Sin apartarnos del enfoque de Gracia D, diremos que desde un ‘principialismo’ estricto, para el cual los principios morales son absolutos, las circunstancias y las consecuencias no tienen papel alguno en el proceso de toma de decisiones. Pero, bien sabemos que la realidad es tan compleja que ninguna teoría puede aprehenderla en su totalidad. En términos del autor, la razón humana no puede desentrañar la realidad de modo total y absoluto, y los productos de la razón son siempre limitados, provisionales y abiertos a rectificaciones ulteriores. Ello otorga un lugar importante a la evaluación de las circunstancias, del contexto, así como también a la hermenéutica, es decir, a la interpretación de los hechos y del modo cómo los actores sociales implicados viven esa realidad, y que se refleja en el modo cómo estructura su relato, su narrativa. Dicha evaluación es un momento importante del juicio moral. Por tanto, en el razonamiento que conduce a una decisión moral hay un momen-to ‘principialista’ y otro que puede denominarse ‘contextualista’ o hermenéutico, y la solución en caso de conflicto estriba en aceptar que los principios no pueden ser absolutos, que tienen excepciones, las mismas que solo pueden ser justificadas en función del contexto y asumidas con extrema prudencia, remarcándose que ellas deben ser las mínimas posibles.

El médico frente a su paciente en el mundo moderno

Para Laín Entralgo (óp. cit.) las cuatro metas que orientan la motivación del médico en su relación con el paciente en el mundo moderno son las siguientes:

1. La voluntad de ayuda técnica

En este caso el médico actúa movido por su vocación y su interés de ayudar al enfermo con su conocimiento y destreza técnica. El yo que en él prevalece es el denominado ego adiuvans y, en su práctica, aun cuando eventualmente se vea obligado a buscar en el paciente los datos objetivos de la enfermedad, y por tanto tratarlo como un ‘objeto’, lo considera fundamentalmente como una persona doliente y necesitada de ayuda.

2. El afán de conocimiento científico

Hay quienes, privilegiando el conocimiento científico de la naturaleza y sus leyes, se interesanante todo por lograr un diagnóstico objetivo y riguroso. En ellos predomina el ego sapiens o ‘yo cognoscitivo’ y ven al paciente como un objeto de conocimiento racional.

3. El médico ‘funcionario’

Entre los médicos que trabajan al servicio de una institución de salud, sea estatal, sea privada, puede prevalecer el ‘yo funcional’ o ego fungens y el paciente ser visto como una pieza de la maquinaria social a la que hay que reparar y restituir lo más pronto posible y al menor costo.

4. El interés de lucro y prestigio

Finalmente, hay quienes actúan movidos por el afán de lucro y prestigio. En ellos predomina el ego cupiens y ven al enfermo primordialmente como un objeto de lucro.

Dicho esto, concordaremos en que, para que la práctica de la medicina sea éticamente admisible, el paciente debe ser considerado como una persona doliente y necesitada de ayuda a la par que como un objeto científicamente cognoscible y modificable, procurando tomar decisiones que sean fruto de una deliberación conjunta, salvaguardando, hasta donde ello sea posible, los principales valores en juego, lo que implica conocer al paciente como persona y su modo de sentir y entender la enfermedad. El recientemente fallecido neurólogo Sacks O(10) lo expresa claramente: "El estudio de la enfermedad exige al médico el estudio de la identidad, de los mundos interiores que los pacientes crean bajo el acicate de la enfermedad… Además de la aproximación objetiva del científico, debemos también aproximarnos al interior de la conciencia mórbida intentando ver el mundo patológico con los ojos del paciente".

Modelos de la relación médico paciente

Según Emanuel EJ y Emanuel LL(11), las últimas décadas han estado marcadas por el conflicto entre la autonomía del paciente y sus valores, y los valores del médico. Dicha confrontación engloba tanto las expectativas de médicos y pacientes como los criterios éticos y legales de los códigos médicos, lo que plantea interrogantes acerca de la relación médico paciente ideal.

Los autores antes mencionados postulan la existencia de cuatro modelos de la relación médico– paciente, poniendo el acento en las concepciones que cada modelo privilegia en la misma, las obligaciones del paciente y la manera de concebir la autonomía del mismo. Estos modelos destacan las diferentes visiones sobre las características básicas de la relación médico–paciente.

Veamos estos modelos:

1. El modelo Paternalista

Este modelo presupone la existencia de un criterio objetivo que permite discernir lo que sea mejor para el paciente, sin que la opinión de este sea la determinante. Se fundamenta en la suposición de que la enfermedad coloca al paciente en una situación de necesidad y de incompetencia moral, pues el dolor excesivo o la ansiedad y otras manifestaciones de la enfermedad perturban el buen juicio del paciente y su capacidad para tomar decisiones. Por tanto, el médico actúa como el tutor del paciente, como un buen padre que sabe qué es lo mejor para el paciente, sin que sea necesario la participación de este, pero cuidando de situar los intereses del paciente por encima de los propios, expresión de un acendrado altruismo.

2. El modelo informativo

Llamado también modelo científico o modelo técnico. En él la obligación del médico es proporcionar al paciente la información relevante para que, dentro de los cursos de acción posibles, sea él mismo quien seleccione aquel que mejor se ajuste a su sistema de valores. En este modelo, el papel del médico parece reducirse al de un suministrador de información veraz y de un sujeto técnicamente competente en su especialidad.

3. El modelo interpretativo

En este modelo el médico ayuda al paciente a determinar los valores, que muchas veces no están bien definidos. Para ello, el médico trabaja con el paciente en la clarificación de sus objetivos, aspiraciones y responsabilidades, de modo que resulten evidentes aquellos cursos de acción que se encuadren mejor en el marco de los valores del paciente, quien entonces se halla en mejores condiciones para adoptar sus propias decisiones. En este modelo el médico actúa como un consejero, asumiendo un papel consultivo.

4. El modelo deliberativo

En este modelo el médico ayuda al paciente a determinar y elegir de entre todos los valores que se relacionan con su salud, aquellos que sean los que mejor sirvan de fundamento para tomar la decisión más adecuada dentro de las diferentes alternativas posibles. En ello médico y paciente trabajan conjuntamente, sin que el médico – quien actúa como un maestro o un amigo– vaya más allá de la persuasión moral, evitando cualquier forma de coacción. La decisión final será el resultado de un diálogo auténtico, signado por el respeto y la consideración mutuas.

A la luz de lo expuesto, los autores consideran que el modelo deliberativo es el que mejor se ajusta a una relación ideal subrayando que un médico humanista en el curso de su quehacer profesional debe ser no solamente un agente con capacidad científica técnica en su disciplina, sino también una persona capaz de establecer una relación interpersonal que respete la dignidad de la persona humana y sus valores, y con quien pueda –vía el diálogo transubjetivo– hacer posible se tome una decisión que mejor se adecúe a los sistemas de valores en juego.

El paciente como persona y los derechos humanos

En un artículo precedente, Mendoza(12), precisábamos que, además de los principios de la bioética, los derechos humanos constituían un pilar fundamental en el trato con los pacientes. Resaltábamos, recogiendo la opinión de Camps V(13), que la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de la ONU el 10 de diciembre de 1948, era para los filósofos del derecho como Norberto Bobbio, uno de los mayores aportes de la ética al derecho y un compendio de todas aquellas reivindicaciones y exigencias que la humanidad ha ido haciéndose a lo largo de la historia; añadíamos que en el fondo de tales derechos subyacen los principios de autonomía, justicia y solidaridad, y un reconocimiento al valor de la dignidad humana. Por ello no es de extrañar que el 19 de octubre del 2005, la UNESCO emitiera su Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos, que proporciona un marco universal de principios y procedimientos que orienten a los Estados en la formulación de leyes, políticas y otros instrumentos en el ámbito de la bioética.

Dos conceptos son importantes en este campo, el de la persona y el de la dignidad humana. Soberanes JL(14), sostiene, siguiendo a Habermas J, que la idea de la dignidad humana es una de las ideas más poderosas que el pensamiento secular contemporáneo ha recuperado del sentimiento religioso, y que su núcleo fundamental reside en la afirmación de que el hombre posee un valor intrínseco e irreductible, lo que significa que el ser humano, por el mero hecho de serlo merece un respeto incondicionado. Y para Camps V, antes aludida, persona es el ser que se pertenece a sí mismo, que no puede ser reducido a algo distinto de sí mismo como puro objeto, agregando que esta autopertenencia es el corazón mismo de la conciencia y de la libertad (o autonomía) que solamente reconoce como límite la libertad del otro.

En consonancia con lo antedicho, el Código de Ética y Deontología del Colegio Médico del Perú (15), en octubre de 2007, en su Declaración de Principios plantea que "los principios y valores éticos son aspiraciones sociales y personales (que)… En lo concerniente a la sociedad tales aspiraciones son la solidaridad, la libertad y la justicia, y en lo referente a la persona, el respeto a la dignidad, la autonomía y la integridad". Además, en el acápite referido a las personas, el mismo Código expresa claramente "que la dignidad de la persona obliga a tratar a toda otra persona siempre como un fin y no únicamente como un medio", recogiendo así el imperativo categórico de la dignidad del pensamiento Kantiano, lo que implica, "lealtad, diligencia, compasión y responsabilidad".

Finalmente, en el escenario actual en el que se desenvuelve la actividad médica, hay una creciente conciencia de replantear el quehacer profesional centrando la atención de la salud en la persona humana. El nuevo profesionalismo que se promueve implica un renovado compromiso por la atención del paciente sobre la base de la excelencia profesional, una actitud compasiva y respetuosa de la dignidad de la persona humana, la responsabilidad y el altruismo, que a su vez se sustentan en una correcta aplicación de los principios éticos y las normas legales que regulan el ejercicio de la profesión, encuadrado todo ello en una continua y sólida preparación científico técnica que haga posible la calidad y la seguridad en la asistencia del paciente tanto en el plano individual como en el colectivo.

El autor declara que el presente artículo no ha sido publicado en alguna otra revista. Conflictos de interés: El autor declara no tener conflictos de interés.

Fuente de financiamiento: Autofinanciado

 

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Correspondencia: alfonsomendoza@yahoo.com

Citar como: Mendoza A. La relación médico paciente: consideraciones bioéticas. Rev Peru Ginecol Obstet. 2017;63(4):555-564

Recibido: 15 setiembre 2017

Aceptado: 30 setiembre 2017

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