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Desde el Sur

versão impressa ISSN 2076-2674versão On-line ISSN 2415-0959

Desde el Sur vol.11 no.1 Lima jan./jun. 2019

http://dx.doi.org/10.21142/DES-1101-2019-11-33 

ESTUDIOS DE INVESTIGACIÓN

 

Imágenes y memoria: el pasado futuro, el futuro pasado y el presente futuro en La tumba del relámpago

Images and Memory: The past future, the future past, and the present future in the novel La tumba del relámpago

 

Myriam Merchán Barros1 ORCID 0000-0002-6708-5569

Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Quito, Ecuador

myriamster@gmail.com

 


RESUMEN

En este artículo se propone analizar el motivo clásico de la memoria; desentrañaremos las ékfrasis de las imágenes contenidas en los tejidos más importantes que funcionan como testimonios de memoria; para conseguirlo, consideraremos la visión andina del tiempo y su concepción mítica: en el texto —así como en los ponchos— encontramos un fin que marca un comienzo, y un comienzo que a su vez marca un fin.

Proponemos el análisis del proceso de construcción de ékfrasis por parte de la voz narrativa que utiliza algunos submotivos relacionados con el motivo central de la memoria: el conocimiento, el mundo al revés, el eterno retorno, el olvido y las dimensiones complejas del tiempo donde se conjugan el pasado, el presente y el futuro, consideraremos la propuesta del comparativismo, específicamente los elementos básicos de la imagología y la tematología.

El papel que cumple la memoria como motivo fundamental en la conformación de nuestra humanidad se relaciona con la visión mítica andina que hace posible los saltos temporales y los resignifica en la trama de la novela que marca el fin de la lucha de los comuneros —la tumba del relámpago— para conseguir la recuperación de sus tierras y sus posibilidades de vida digna.

PALABRAS CLAVE

Ékfrasis, motivos, memoria, imagología, tematología, comparatismo, tiempo, Manuel Scorza, ciclo épico


ABSTRACT

This article offers an analysis of the classic motif of memory; we will study the use of ekphrasis as a testimony of memory, as expressed in the images contained in the ponchos; we will consider Andean notions of time and its place in myth, and discuss how in the text —as well as in the ponchos— we find an end that marks a beginning, and a beginning that marks an end.

The article analyzes the process of constructing ekphrasis through the narrative voice and the use of sub-motifs related to the central motif of memory: knowledge, the world turned upside down, eternal return, oblivion, and the complex dimensions of time, where the past, present and future are combined. We will employ comparative critical theory, specifically those notions expressed by imagology and thematology.

The role played by memory as a fundamental motif in shaping our humanity is compared to the Andean mythical vision in which leaps through time are possible, and related to the plot of the novel and the end of the villagers’ struggle –the tomb of the lightning- to recover their lands and the dignity of their lives.

KEYWORDS

Ekphrasis, motifs, memory, imagology, thematology, comparative literature, time, Manuel Scorza, epic cycle.


El problema del indígena tan presente en la política, la economía y la sociología no puede estar ausente de la literatura y del arte.
Mariátegui (1976, 32)

El mundo, para Walt Whitman, fue siempre como es hoy. Basta con que una cosa sea para que haya debido ser, y cuando ya no deba ser, no será. Lo que ya no es, lo que no se ve, se prueba por lo que es y se está viendo; porque todo está en todo, y lo uno explica lo otro; y cuando lo que es ahora no sea, se probará a su vez por lo otro; y cuando lo que es ahora no sea, se probará a su vez por lo que esté siendo entonces.
José Martí, Walt Whitman (Martí, 1887)

El estudio de algunas características que relacionan las vanguardias y las retaguardias de inicios del siglo XX en América Latina permite abordar el indigenismo y reflexionar sobre él desde algunas lecturas de Mariátegui, Martínez, Bernabé, Majluf, Poole. Esta experiencia nos ha permitido afianzar nuestras convicciones sobre la importancia de la presencia indígena en el arte, sin descuidar la problematización desde las consideraciones de otras disciplinas sociales que tienen en la literatura un campo privilegiado para su encuentro:

El indio no representa únicamente un tipo, un tema, un motivo, un personaje. Representa un pueblo, una raza, una tradición, un espíritu. No es posible, pues, valorarlo y considerarlo, desde puntos de vista exclusivamente literarios, como un color o un aspecto nacional... (Mariátegui, 1976, p. 36).

El epígrafe elegido introduce el carácter que deseamos imprimir a nuestra investigación: Martí propone reivindicar las raíces de nuestra América, pero no se limita exclusivamente a reflexionar sobre lo cubano o lo latinoamericano; al referirse a Walt Whitman reflexiona sobre el mundo y sus elementos ontológicos que permiten su aprehensión desde la lectura de su poesía; sus palabras nos sirven también para introducir el tema de este trabajo, la importancia de las imágenes tejidas y su relación con la memoria en una novela indigenista peruana, La tumba del relámpago. La novela se publica en 1979, constituye la última novela de una saga épica titulada La guerra silenciosa, de Manuel Scorza, conformada por Redoble por Rancas (1970), Garabombo el invisible (1972), El jinete insomne (1977) y El cantar de Agapito Robles (1977), todas ellas con temáticas indigenistas:

El indigenismo [...] no busca al buen salvaje ni un reencuentro con la naturaleza; busca en lo indio una opción cultural. No es una opción individualista sino un proyecto colectivo. Por lo mismo, el indigenismo no es una forma de escapar de la sociedad, sino todo lo contrario, una forma de inscribirse y definirse dentro de sus parámetros. Pues aunque los movimientos indigenistas en América se definieron como contra discursos, se inscribieron generalmente dentro de proyectos nacionales oficiales (Majluf, 1994, p. 616).

Esta saga épica vuelve su mirada hacia la sierra peruana y la lucha de comuneros indígenas comprometidos con la recuperación de la tierra que les ha sido arrebatada a lo largo de los siglos por las compañías mineras extranjeras y terratenientes —incluso terratenientes indios—, que, debido a su poder económico y político, cuentan con el respaldo gubernamental que ampara su proceso de depredación y que han despojado a las comunidades indígenas de sus tierras ancestrales:

Atilio Sirvirichi, colega de Garcés, endurecería más aún la doctrina vanguardista del neoindianismo. «La literatura, la poesía, el arte en todas sus manifestaciones se convertirían en armas espirituales contra la dominación» [...] Poetas, intelectuales, artistas, hombres de ciencia forman la gran vanguardia indigenista [...] La retaguardia está constituida por millones de indios que viven en los cerros andinos, cultivando sus campos y haciendo fértiles a los valles» (Poole 2000, 227).

Pero el indigenismo que caracteriza el ciclo épico creado por Scorza no se remite exclusivamente a las experiencias de las comunidades indígenas; también incluye a los mestizos, a los extranjeros, matizados con algunos motivos propios del indigenismo combinados con motivos y referentes clásicos, pero, ante todo, con una conciencia política clara que no permite la immunitas frente a la situación de explotación ni a la negación de las manifestaciones de riqueza cultural que conservan las comunidades indígenas, incluso en situaciones límite:

Esa es la verdadera fatalidad de las luchas campesinas. Los grandes rebeldes Túpac Amaru, Atusparia, Uchu Pedro, Santos Atahualpa, y el desconcertante Rumimaki, fueron combatidos y derrotados por sus propios hermanos armados por sus opresores. ¡Indios combatieron contra indios! Hacía 400 años que guerreaban sin tregua. Solitariamente padecían los abusos, solitariamente se rebelaban; solitariamente los masacraban. Era imprescindible que se unieran. ¡Ah, si las comunidades juntaran sus combates dispersos! Si los fusiles que en horas de extravío apuntaban contra el pecho de sus hermanos, se volvieran contra sus verdaderos enemigos (Scorza, 1987, p. 74).

La tumba del relámpago es un objeto estético y su lectura nos recuerda que el arte es un don de la subjetividad que nos convoca frente a la realidad, a la naturaleza en conjunción con los seres animados, no considera únicamente a los seres humanos ni el paisaje desnudo, sino al alma que inspira la creación y la razón de ser del arte: ayudarnos a desentrañar el sentido profundo de la vida. La novela está estructurada a manera de crónica y cada uno de los capítulos tiene un título inicial. El primer capítulo se titula «Origen de las catástrofes que amenazaron con rajar el mundo» e introduce imágenes que nos hablan del mito de Inkari —un mito escatológico—: «El fin del mundo será», se aterró. «¿O el comienzo verdadero?» (Scorza, 1987, p. 9), comienzo y fin: fin que marca un comienzo, comienzo que marca un fin, elementos que se encuentran, como el ouroboros, propios de la visión andina del tiempo mítico. Las imágenes tejidas nos permiten acercarnos al mito del Inkarri, a la promesa y la esperanza que implica su retorno: «Cuando mis hijos sean capaces de enfrentarse a los extranjeros, entonces mi cuerpo divino se juntará, y saldrá de la tierra para el combate final», había anunciado Inkari. ¡Se cumplía!» (Scorza, 1987, p. 10). Las palabras que conforman la trama de la novela están acompañadas con descripciones de imágenes —ékfrasis—, que por su vitalidad nos hacen pensar en que todo lo que se relata y describe está ocurriendo y nosotros participamos activamente de ello, lo que nos compromete a iniciar un proceso de construcción de conocimiento desde la memoria, del que en apariencia no nos podríamos desentender:

—¿Quién no ha oído hablar de la Serpiente Resplandeciente, doctor?

—En la época de los españoles, cuando todavía no existía el Perú, Túpac Amaru reunió a los quechuas del sur. Su rebelión —¡la más poderosa que ha conocido nuestra historia!— estuvo a un pelo de acabar con la dominación. El ejército de Túpac Amaru, si ejército podía llamarse a esa multitud desharrapada, mal armada, venció a muchos ejércitos del rey y estuvo a punto de tomar el Cusco. Pero Túpac Amaru fue derrotado. Cien mil murieron combatiendo, el día que lo descuartizaron en la plaza de Armas del Cusco [...] Antes de ese día se llamaba «el lugar donde se medita, el lugar donde se reza»; y desde ese día se llama «Waqaypata», el lugar donde se llora [...] El día que lo asesinaron, los españoles ahorcaron a 900 en el camino a Tungasuca. ¡Leguas de patíbulos! ¿Saben quién determinó la derrota de Túpac Amaru?... ¡Sus propios hermanos! ¡Indios contra indios! El Ministerio de Educación piensa construir un nuevo Colegio Secundario que llevará el nombre de Mateo Pumacahua. ¿Saben quién fue Pumacahua? ¡El jefe de las tropas indias que ayudaron a derrotar a Túpac Amaru! Después que ayudó a vencer a Túpac Amaru, Pumacahua comprendió quién era el verdadero enemigo. Comprendió su error y se rebeló. ¡Él también acabó vencido por soldados indios! (Scorza, 1987, 87).

Estas imágenes construidas con palabras nos invitan a abandonar la condición de espectadores pasivos para formar parte del proceso que se desarrolla; la voz narrativa nos comunica inmediatamente que las imágenes que nos han conmocionado no solo conforman el pacto narrativo que permite que asumamos la verosimilitud que se consigue desde la ficción, sino que esas imágenes iniciales forman parte de un tejido —recordemos que el texto también participa de esta esencia de textura— son imágenes tejidas por una anciana frágil y lábil, que nos permiten rescatar del olvido la promesa del Incari, las esperanzas de un pueblo en su tradición vernácula que hacen posible reflexionar sobre su relación con el tiempo, su desarrollo y el papel que cumple en su memoria:

Y comprendió. Para todos esos hombres que marchaban detrás de las banderas lamentables, el tiempo se había petrificado el año 1532, el día de la muerte del inca Atahualpa, el Hijo del Sol. Desde ese entonces, el tiempo se había salido de sus márgenes, había retrocedido, había subido en lugar de bajar, o había bajado en lugar de subir, pero ya nunca habría vuelto a correr. El tiempo empantanado, se había podrido, bestia malherida por la lanza del apóstol Santiago. Ahora entendía por qué las Madres de los masacrados de Yanacocha habían perseguido las lanchas de los victimarios que huían, caminando tras ellos sobre las aguas de un lago que jamás habría existido si el tiempo no se hubiera vuelto loco (Scorza, 1987, p. 147).

La novela termina con el capítulo 54, titulado «Lápida», donde finaliza la saga épica popular conformada por comunidades indígenas y mestizos comprometidos con su causa como Genaro Ledesma, el abogado —maestro de escuela— defensor de los derechos de las comunidades indígenas que habrían de costear el último año de sus estudios de jurisprudencia para contar con un representante de la ley establecida que legitime su condición de ciudadanos y no los engañe como solían hacerlo consuetudinaria e impunemente; como dirigente del levantamiento indígena, Ledesma es detenido, apresado y torturado, pues en la confrontación de las comunidades con el ejército nacional estas son derrotadas y los militares toman el control del levantamiento en forma sanguinaria.

A pesar de las esperanzas y la clara determinación de quienes participaron en la recuperación de tierras, no han podido evitar una masacre, pues las comunidades indígenas carecían de armas, de cuadros que tuvieran conciencia política clara, porque la ayuda que se había anunciado que vendría desde la capital no se concreta —en realidad los dejan solos, a excepción de intelectuales comprometidos, como el mismo Manuel Scorza—; la recuperación de las tierras que les habían pertenecido ancestralmente, necesarias para su subsistencia y que les fueran arrebatadas a lo largo de siglos de injusticias, fracasó por falta de apoyo oportuno, por promesas incumplidas, riñas partidistas, estatutos epistémicos diferentes y a veces, irreconciliables, que no permitieron asumir en toda su dimensión la situación angustiante en la que se debatía el campesinado indígena de la sierra peruana:

El lento pero inexorable avance de las grandes haciendas había terminado por ocupar el 90% de las tierras útiles del departamento. A esas comarcas exhaustas la desocupación arrojó el año 1961 50 000 hombres, mujeres y niños que las aldeas podían apenas alimentar (Scorza, 1987, p. 50).

Algunos de los organizadores que participan en el levantamiento y la toma de tierras fueron asesinados; otros, detenidos y exiliados al oriente con una amenaza de muerte, entrando en el estatuto de «desaparecidos», prontos para su fusilamiento; todas las imágenes que nos brinda la novela están destinadas a recordar —etimológicamente, a volver a traer a nuestro corazón—, a reivindicar la memoria como parte fundamental de nuestra humanidad: «Solo el silencio de su presencia impone un reto a nuestra tarea: penetrar en un mundo donde la memoria pueda seguir batallando contra el olvido» (Bernabé, 99, p. 72); sí, la memoria que nos conduzca a recuperar la verdad —la aletheia, lo que no debe olvidarse— y que se desarrolla en el proceso de autorreferencialidad de la literatura: desde la ficción y sus correspondencias con la realidad, aprehenderla en su complejidad como base de la mímesis para interpretarla, discernir sobre ella y para actuar en ella desde la reflexión y la criticidad.

Si el indio ocupa el primer plano en la literatura y el arte peruano, no será seguramente por su interés literario o plástico, sino porque las fuerzas nuevas y el impulso vital de la nación tienden a reivindicarlo. El fenómeno es más instintivo y biológico que intelectual y teorético (Mariátegui, 1976, p. 37).

Desde su capítulo inicial, la novela tiene mucha fuerza, especialmente por la descripción de las imágenes elegidas: la escena que inaugura La tumba del relámpago presenta la naturaleza y su conmoción que desborda los límites de la comprensión y de la intervención humanas, logra desarrollarlo gracias a la incorporación del motivo del «mundo al revés», un motivo que introduce el problema indígena respecto a la tierra, que no es ya de quienes la trabajan, sino de quienes la usurpan sin escrúpulo alguno; el capítulo está constituido —en su mayor parte— por una ékfrasis de las imágenes tejidas en un poncho:

Primero vio vientos que se contradecían. Las montañas seguían inmóviles. Pero los vientos se contradecían. Por el movimiento de los árboles se percató de que no eran ordinarios, «El aire sopla en una sola dirección». Estos vientos iban y venían hacia todos los horizontes. Una mitad de los bosques doblados por los vendavales se torció hacia Occidente. La otra hacia Oriente. Y, lo más absurdo, las hojas de los árboles que no castigaban los vientos de Oriente u Occidente, caían hacia arriba. La lluvia también cambió de dirección «Llueve de la tierra al cielo» [...] Maravillaespantado, el tusino Remigio Villena contempló el prodigio tejido en uno de los ponchos de doña Añada. Infinidad de veces, había admirado en ese poncho, la escena inmóvil del descuartizamiento de Inkari. ¡Ahora, por primera vez, veía! El poncho cobraba vida ante sus ojos (Scorza, 1987, pp. 9-10) (las cursivas son nuestras).

Remigio Villena se conmueve, gracias a las imágenes que doña Añada ha tejido en el poncho; ella es una anciana ciega que crea imágenes, las teje para que sean guardadas en la memoria, el pasado que se imprime en las imágenes sirve para anunciar el futuro: la anciana ciega moldea el tiempo desde una posición oracular privilegiada que la relaciona con los aedos y los augures, los poetas que vaticinan el futuro —la reivindicación de la polisemia de la palabra vate—, que participan del don que las musas les han revelado y concedido en parte para compartirlo con los seres humanos: conocer el pasado, el presente y el futuro —son hijas de Zeus y de la diosa Memoria, Mnemosyne—; pero la anciana doña Añada no lo hace desde la seguridad de sentirse elegida, sino desde la más profunda humildad —que hace posible dar vida, como el humus, la tierra que fructifica—; ella teje con la lana que le facilitan los habitantes de Yanacocha, ella teje desde su ceguera en señal de agradecimiento, tiene una relación compleja con el tiempo:

En la desesperación de su ceguera, creyendo tejer el pasado había tejido el porvenir. No pudiendo avanzar bajo la luz, por el Mundo de Afuera, la ciega había viajado por el Mundo de Adentro. Y en alguna andanza, llegada a alguna encrucijada, doña Añada se había extraviado, Y sin saberlo, había recordado lo que aún no había sucedido. Esto amedrentaba a Remigio Villena. ¡La ciega de Yanacocha no había tejido el pasado, sino el futuro! (Scorza, 1987, p. 10) (las cursivas son nuestras).

En la trama de sus tejidos conjuga el pasado futuro, el futuro pasado, el presente futuro... y la voz narrativa asume el reto de compartir con nosotros esta condición privilegiada, que no considera las limitaciones temporales establecidas: describe estas imágenes desde las ékfrasis que desenvolverán la trama de la ficción; las imágenes permiten que los lectores —al igual que le sucede a Remigio Villena—, «veamos», codifiquemos y decodifiquemos la historia de Incari, y de todos los revolucionarios que se confrontaron al poder colonizador establecido, conservar en nuestra memoria que «la sola arma con que el espíritu puede combatir: la libertad. Libertad de pensar, de escribir, de publicar, de crear, sin sujeción a dogmas ni prejuicios ni egoísmos de grupo o casta, nacionales, religiosas o raciales (Costa du Rels, 1941, p. 19). Esto nos invita a participar de la convención social presente en el entramado de los mitos andinos, en la configuración de su cosmovisión, en su manera alternativa de aprehender la realidad y mirar e interpretar el mundo que se manifiesta en el tejido de ideas que promueven acciones —y discusiones— donde las protagonistas son las imágenes recreadas desde la palabra: toda la quincena, mientras preparaba su viaje a Colquijirca, recordó otro de los ponchos de doña Añada:

«La Suerte del Porvenir». Por una sola vez, como para no permitir equívocos, la tejedora había tramado con lana blanca, en la parte superior del poncho, el título de su visión. Al centro del tejido, el porvenir era una gigantesca torre que se perdía en los cielos. El sentido de todo eso lo entendería mucho después (Scorza, 1987, p. 46).

La propuesta de escribir una novela indigenista —en realidad, una saga compuesta por cinco novelas— en la sétima década del siglo XX constituye un reto. En apariencia, el autor se ubicaría en la retaguardia, pues en estos años las propuestas vanguardistas en América Latina cobraban nuevos cauces; aunque la retaguardia lleva en sí posibilidades de vanguardia: «Une avant-guarde peut cacher une arrière-garde. Mais l’inverse est vrai aussi: en toute arrière-garde se disimule un avant-guarde en puissance» (Marx, 2003, p. 13). Scorza aúna al indigenismo —o el neoindigenismo, si preferimos llamarlo así debido a sus planteamientos particulares— recursos de lo real maravilloso andino, lo barroco, el rescate de mitos primigenios, la inclusión de historias de amor hábilmente «tejidas» con palabras: pathos imposible de controlar en la historia de los Albornoz, especialmente en la historia de amor apasionado de Maco-Maca; amor a la tierra que hace factible que comunidades que habían sido enemigas por diferencias en el establecimiento de linderos mínimos en sus tierras puedan reconciliarse para luchar por la defensa de su patrimonio territorial —gracias al diálogo—, a fin de defender su patrimonio amenazado por las cercas de las compañías mineras que lo devoran todo; amor al prójimo, ya que, a pesar de conocer la esencia del ser humano y sus debilidades, se abre paso a la esperanza en un testimonio asombrado del padre Chasán —tanto, que la voz narrativa utiliza el flujo de conciencia para comunicárnoslo—:

le dije no reces nada tu castigo es ser como eres hija mía pues con los años se comprende que el Divino Doctor tiene razón los hombres son malvados pero son más desgraciados que malvados son mentirosos pero son más desgraciados que mentirosos son ingratos pero son más desgraciados que ingratos y la vida es una lástima donde una vez ardió la incomparable bondad de Jesucristo mirad los lirios del campo ellos no se preocupan de sus vestimentas y son más elegantes que el rey Salomón qué de barbaridades qué de traiciones qué de crímenes no escucharé menos mal que la madera no tiene boca porque si no los confesionarios saldrían dando gritos y en sus tiempos yo conocí a Maca Albornoz seguida por la cauda vil de sus amantes y su corte de imbéciles su corona de hacendados humillándose su diadema de autoridades prestas a obedecer el más infame de sus caprichos a todos ellos los comprendo porque la hermosura de Maca Albornoz era como el fuego de una hoguera que quema desde lejos así como ese fuego que quema sin tocar y toca sin quemar así la visión de su hermosura sigue quemando a las generaciones mucho después de su muerte [...] y de pronto Maca Albornoz resulta Santa y los gentíos acuden a testimoniar sus milagros filas y filas de pecadores me traen pruebas de que Maca no era Maca sino una bienaventurada del Señor padrecito [...] me fui a bendecir el nuevo puesto de la Guardia Civil en Michivilca bonita fiesta y yo le dije al alférez Taramona contente también a Dios y el alférez me dijo eso quiero y yo le dije deje libres a los malaventurados aquí la gente peca porque le falta y el alférez soltó a todos sus presos y al día siguiente di confesión y entonces (Scorza, 1987, p. 60).

Encontramos también referencias en imágenes de amor filial, amor a la cultura, amor a la vida, amor a los ideales de las causas justas que animan a los indios y a los mestizos a participar en la lucha, aunque las posibilidades de vencer sean mínimas, un amor que forma parte de la historia de los pueblos, que les permite luchar por un presente previsto desde el pasado futuro de los tejidos de doña Añada:

Por esos años se rebelaron contra los grandes propietarios que usurpaban sus tierras. El reclamo terminó en una masacre. Uno de los sobrevivientes recordó después haber antevisto, en sueños, la carnicería. Luego recordó mejor, ¡No había asistido a la masacre en sueños sino en uno de los ponchos tramados por doña Añada! Nadie creyó al alucinado. Pero cuando las fiebres lo perdonaron, el sobreviviente viajó a Racre. Deslumbrado, estupefacto, comprobó que en el poncho —¡tejido cinco años antes!— la ciega había descrito la sublevación y la masacre. Tan minuciosamente, que el sobreviviente reconoció hasta los mofletes del capitán que había comandado el crimen. En el tejido constaban los rostros de todas las víctimas. ¡Si alguien se hubiera percatado antes del inestimable valor de los ponchos! Las autoridades del pueblo ordenaron recolectar todos los tejidos de la ciega. Sólo consiguieron recuperar cuatro. Volvieron a espantarse: en dos reconocieron escenas ocurridas después de la muerte de doña Añada; los otros mostraban escenas que nadie logró descifrar (Scorza, 1987, p. 11).

Estas imágenes tejidas construyen y permiten interpretar el mundo desde el testimonio de una anciana ciega, desde la lucidez del delirio que selecciona todas las acciones que imprimirán cambios en la vida de la comunidad, las convierte en acciones simbólicas que deben interpretarse para entender el porvenir y conservarlo en la memoria, lo que nos ayuda a sostener, junto a Mariátegui, que:

El desarrollo de la corriente indigenista no amenaza ni paraliza el de otros elementos vitales de nuestra literatura. El «indigenismo» no aspira indudablemente a acaparar la escena literaria. No excluye ni estorba otros impulsos ni otras manifestaciones. Pero representa el color y la tendencia más característicos de una época, por su afinidad y coherencia con la orientación espiritual de las nuevas generaciones, condicionada, a su vez, por imperiosas necesidades de nuestro desarrollo económico y social (Mariátegui, 1976, p. 38).

De allí la importancia de tejer también las palabras que formarán el tapiz indigenista y permanecerán en nuestra memoria donde se conjugan todos los tiempos, gracias a su concepción mítica andina; en La tumba del relámpago encontramos historias paralelas que hablan de procesos de némesis contra los abusos que se realizan desde el conocimiento alfabetizado de las leyes —únicamente para manipularlas en contra de los más frágiles—, como lo declara Genaro Ledesma: «Estoy totalmente de acuerdo. En el Perú, las palabras están de más. [...] el Perú está demasiado corrompido para escuchar la voz de la justicia (Scorza, 1987, p. 58); los abusos del Murciélago encuentra su fin gracias a Maco-Maca Albornoz, una mestiza —un personaje dotado de gran complejidad: niña criada como hombre, convencida de serlo, joven que se descubre mujer, mujer que prueba su dominio sobre los hombres, mujer que decide continuar siendo hombre para llevar adelante un proceso de némesis, pero que ama a su medio hermano, busca relacionarse con él, y cuando lo logra se consume en un fuego purificador, de donde surge santa Maca—, ella se encargará de poner orden al caos que ha impuesto Pajuelo, desde la legalidad, pues no le importa la legitimidad, al manipular las normas y las leyes:

El Murciélago estudiaba sin tregua el Código Penal [...] el Murciélago lo repasaba sin piedad. ¡Exhibía su pavorosa ciencia para advertir a los humanos que, fuera cual fuese la astucia o la insolencia, él ya conocía los artículos, los incisos exactos que castigarían cualquier veleidad! ¿Cuánta gente ha sido despojada de sus bienes, ha muerto en la cárcel por culpa de este tinterillo al que temen los más expertos abogados de Huánuco? (Scorza, 1987, p. 24).

Estas historias se combinan con imágenes de mitos etiológicos como el que narra el origen de los hombres pájaros —la palabra mito etimológicamente significa «construir testimonios con palabras», pero en la novela el mito está enriquecido con el imaginario andino donde el tiempo no es lineal, donde pueden encontrarse el pasado, el presente y el futuro, sin contradicciones—, para explicar la situación de Zacarías Guamán, un anciano que había sufrido la inundación de su poblado debido a las intervenciones de las mineras en el cauce natural de los ríos; cansado de tantas injusticias, decide acudir a las autoridades para que escuchen su testimonio sobre esta situación absurda que impide la vida de su comunidad; sin poder atravesar las montañas a pie, maldice la vida, pero «la voz» que lo ha visto y que lo califica de insensato, encuentra una solución, le implantará plumas para que pueda volar con libertad y salve estos obstáculos naturales y los sociales, historia que conocemos gracias a las imágenes que recogen estos sucesos en los ponchos que teje doña Añada:

Hacia el atardecer, por algunos de sus detalles, creyó reconocer la escena de que Añada había «recordado», es decir, el lugar donde acaecería. La huida de los hombres-pájaro ocurriría en las orillas del lago Junín. [...]

—Zacarías Guamán: ¿quién eres tú para atreverte a maldecir la vida?, lo interrumpió una voz. ¡Viejo atolondrado! ¿Cómo sabes que la muerte es mejor que la vida? ¿Has hablado con los muertos? ¡Yo sí he hablado! ¡Y te califico de insensato y loco, Zacarías Guamán! [...] No encontramos lugar en la tierra, nos vamos a los cielos. «El aire todavía es libre.» Meses después se supo que ciertos Gora, ciertos Rodríguez, ciertos Zárate, ciertos Quispe habían conseguido transmutarse en halcones, gavilanes, cóndores, lechuzas (Scorza, 1987, pp. 27-31).

Las imágenes tejidas se transforman en ékfrasis construidas con palabras que proponen reflexionar sobre las fuentes de conocimiento que invitan a la acción y que las circunstancias azarosas ponen a nuestro alcance, como la praxis de Genaro Ledesma, a quien le asignan un puesto de profesor en el páramo, donde nadie quiere ir, pero donde él trabajará denodadamente, y gracias a esta experiencia, enseñando en la escuela nocturna, se inicia en el descubrimiento del Perú secreto e íntimo de los campesinos quechuas, para confirmar que:

«[e]n el Perú, donde se pone el dedo salta la pus», [como] había escrito el panfletario, el puro, el solitario González Prada. Nadie había osado contradecirlo. La historia es un arma. Se proponía utilizarla: dictaría un curso que se grabara para siempre en la mente de esos mineros que ocupaban los socavones de esa pirámide de miseria, de trapo, de horror: el Perú (Scorza, 1987, p. 39).

Estas experiencias también le permiten reflexionar sobre la necesidad de lograr cambios en las matrices epistémicas convencionales para abordar el problema de la explotación de las comunidades indígenas y encontrar soluciones para acabar con ese estado de explotación:

¿Y si en los Andes la vanguardia revolucionaria no es la inexistente clase obrera sino la esquilmada clase campesina? El aletazo de un pensamiento sombrío le rozó: las revoluciones campesinas fracasaron siempre. Por eso nos fascinan. Los Emiliano Zapata, los Garabombo, los Raymundo Herrera, los Agapito Robles mueren puros (Scorza, 1987, p. 62).

Las imágenes tejidas nos invitan a reflexionar sobre las preconcepciones ancladas en los análisis tradicionales que no han considerado la necesidad de asumir la posición de un observador de segundo orden, que tiene conciencia de que cuando aprehende la realidad, ve que no ve, y, por lo tanto, tiene más cuidado en el análisis de los puntos ciegos cuando realiza sus observaciones, desarrolla procesos y cuando toma decisiones:

¿Y si los libros se equivocan?, se preguntó el flamante abogado Genaro Ledesma. [...] ¿Y si era llegada la hora de la guerra campesina en los Andes centrales? [...] José Carlos Mariátegui, quizá el único creador del marxismo americano, había escrito que el más vasto reservorio de energías revolucionarias de la América Latina dormía en las profundidades del campesinado quechua. [...] pero Mariátegui también dijo que «cuando la rebelión indígena de Atusparia aspiró a transformarse en una revolución, se sintió impotente por la falta de fusiles, programa y doctrina. El programa del movimiento era tan viejo como su parque bélico (Scorza, 1987, p. 12).

Todos estos elementos insertos en la obra de Scorza le permiten alcanzar un valor estético considerable y se combinan con una postura política clara que busca ser consecuente con la realidad de injusticia y explotación que no puede dejarnos indiferentes:

La doctrina socialista es la única que puede dar un sentido moderno, constructivo, a la causa indígena que, situada en un verdadero terreno social y económico, y elevada al plano de una política creadora y realista, cuenta para la realización de esta empresa con la voluntad y la disciplina de una clase que hace hoy su aparición en nuestro proceso histórico: el proletariado (Scorza, 1987, p. 13).

Su propuesta indigenista cobra características de vanguardia en el tratamiento de los temas comunitarios indígenas y le imprime un giro diferente, pues ya no se trata de reivindicar un pasado cultural civilizatorio del que no pueden dar cuenta las poblaciones pauperizadas de los páramos de la sierra peruana, pero que tampoco puede —no debe, nadie debería hacerlo— olvidar su «metaderecho fundamental»: tener derecho a tener derechos, por lo que se constituye en un indigenismo innovador con una propuesta diferente a la del Cusco o a la de Valcárcel:

El indigenismo fue un movimiento panlatinoamericano cuyos objetivos centrales eran defender a las masas indígenas y construir culturas políticas regionalistas y nacionalistas sobre la base de lo que los intelectuales mestizos —en su mayoría urbanos— entendían por formas culturales autóctonas o indígenas. Al interior de este amplio movimiento de vanguardia, el indigenismo cusqueño ocupó una posición privilegiada debido a la historia del Cusco como capital del imperio de los incas (Poole, 2000, p. 224).

Scorza reivindica una obra literaria en la que contamos con imágenes que nos hacen partícipes de la riqueza contenida en la mitología andina como estatuto epistémico para aprehender el mundo en su multiversidad, estatutos epistémicos diversos que proceden de las tradiciones indígenas y no únicamente de las imposiciones de la cultura o la ciencia occidental oficial, una cosmovisión heredera de una tradición cultural autóctona, relacionada con la tradición helena y latina —sin que esto implique una visión colonizada—: «Esta corriente indigenista, de otro lado, encuentra un estímulo en la asimilación por nuestra literatura de elementos de cosmopolitismo. Ya se ha señalado la tendencia autonomista o nativista del vanguardismo en América» (Mariátegui, 1976, p. 33). Esta propuesta enriquece el texto, en sus páginas, las imágenes construidas con palabras están aunadas —anudadas como en los quipus— con las imágenes simbólicas que doña Añada crea en sus delirios lúcidos, para convertirlas en una manifestación de arte incluyente, que toma en cuenta a todos quienes conforman las comunidades campesinas, lo consigue con imágenes que, como propone la biblia pauperum, juegan un papel fundamental en el aprendizaje y la toma de conciencia:

Si se las convierte en una indicación para el pintor, transmiten la expectativa de que el cuadro debe narrar su asunto en una forma clara para los simples, en una forma vistosa para los olvidadizos y haciendo uso de todos los recursos emocionales del sentido de la vista, el más poderoso y también el más preciso de los sentidos (Baxandall, 1978, p. 62).

En la novela, los tejidos cumplen un papel protagónico, sus imágenes no nos remiten directamente a la pintura —pero, a su manera, doña Añada también «pinta» las imágenes que teje-recrea-crea—; estas imágenes marcan derroteros más complejos: senderos, trayectorias —no solo caminos—, nos conducen hacia la búsqueda y construcción de un objeto estético de gran valor, no nos recuerdan exclusivamente los lamentos y la inacción de los indios, el alcoholismo o la violencia desenfrenada por el odio, o inclusive una nostalgia inerme por un pasado que conforma su imaginario, sino que se convierten en un testimonio de su lucha, de su proceso de concientización sobre la situación de explotación y la decisión de tomar su destino y construirlo activamente, incluso a riesgo de perder su vida, abandonando su pasividad que ha implicado la aceptación inefable de la injusticia a lo largo de los siglos y, lo que es más importante, abren paso al testimonio de su lucha y la construcción de sus procesos de resistencia que deberían conservarse en la memoria:

El «indigenismo» no es aquí un fenómeno esencialmente literario como el «nativismo» en el Uruguay. Sus raíces se alimentan de otro humus histórico. Los «indigenistas» auténticos —que no deben ser confundidos con los que explotan temas indígenas, por mero «exotismo»— colaboran, conscientemente o no, en una obra política y económica de reivindicación, no de restauración ni resurrección (Mariátegui, 1976, p. 36).

Como afirmábamos anteriormente, la construcción del personaje de doña Añada cuenta con referentes clásicos: el motivo de la memoria se relaciona con las musas —presentes en las múltiples y diversas voces narrativas de la novela de Scorza— y las moiras —representadas en doña Añada—, deidades ancianas, tejedoras, las más poderosas de la mitología helena y latina; pero aquí, en esta obra literaria andina, la humilde anciana, ciega, expulsada de una casa-hacienda donde ha servido toda su vida y que al llegar su vejez y su ceguera es expulsada sin consideración, no cuenta con familia propia ni con recurso alguno, por lo que retorna a su comunidad natal, el único lugar donde piensa que podría ser aceptada:

En su desamparo, la ciega recordó su aldea natal y retornó. Los comuneros de Yanacocha acogieron su desgracia: la autorizaron a que viviera en la casita abandonada que se distinguía desde la loma Escapata. Agradecida, ella prometió tejer la historia del pueblo. Poco después, las autoridades de Yanacocha comenzaron a recibir sus muestras de gratitud: desconcertantes productos —supusieron, apiadados— del desvarío de una invidente que confundía todo sin remedio (Scorza, 1987, p. 11) (las cursivas son nuestras).

Las imágenes que teje doña Añada cobran la fuerza de las tres moiras en su conjunto: Clotó, Láquesis y Átropos, diosas implacables que representan el destino como término general; su fuerza y su determinación se encuentran aunadas en esta anciana andina que inicialmente se piensa teje exclusivamente ponchos, pero luego se descubre que también ha tejido fajas, cintas, tapices dispersos que albergan detalles que testimonian la vida de la comunidad. Esta facultad procede también de costumbres ancestrales autóctonas, pues aunque las Moiras se limitan a entorchar el hilo del destino, a enrollarlo y a cortarlo... Doña Añada, en cambio, construye imágenes con sus hilos, siguiendo la tradición ancestral de las culturas andinas:

Incluso en estos antiquísimos asentamientos se han encontrado fragmentos de telas y cerámicas que anticipan la estética de todas las civilizaciones andinas posteriores: angular, muy abstracta, con evocaciones de formas humanas y animales captados en momentos de metamorfosis, como en una percepción chamánica (Fernández-Armesto, 2011, p. 40) (las cursivas son nuestras).

Doña Añada testimonia las aptitudes de la civilización andina, Moira-chamán- cuentacuentos-iluminadora del presente, el pasado y el futuro, constructora del testimonio de la historia de su pueblo desde la más profunda humildad, defensora de la memoria, creadora, pues consigue reunir en sus tejidos «los tres elementos que en conjunto constituían el "arte": el color, la naturaleza y el espíritu humano» (Poole, 2000, p. 216); ella es portadora de una tradición que incluso podría relacionarse con los quipus, fuentes de información —diferencia que hace una diferencia, según Bateson—:

Las civilizaciones andinas tenían sus propios métodos tradicionales para registrar información, tejiendo patrones simbólicos en las telas o, en el famoso caso de los incas, haciendo quipus: cuerdas anudadas que, según los colores y las formas de los nudos transmitían simbólicamente un significado. Casi todas las autoridades modernas se niegan a dignificar este método con el nombre de escritura, considerando que los quipus eran simples archivos de datos estadísticos: recuentos censales, registros fiscales, deudas tributarias. Según versión convencional, los incas no progresaron más por no estar alfabetizados. Una novelista de mediados del siglo XVIII presentó una de las primeras objeciones: el argumento de Lettres d’une peruvienne, de Françoise de Graffigny, gira en torno a unas cartas de amor escritas en quipus. En 1750, el erudito Raimondo di Sangro, príncipe de San Severo, la defendió de las burlas de los estudiosos, pero su interpretación de los nudos de los quipus como un silabario fue denunciada a la Inquisición, alegando que su doctrina era una apología del paganismo y la barbarie (Fernández-Armesto, 2011, p. 55) (las cursivas son nuestras).

Después de su muerte, desaparecen los ponchos y los otros tejidos que doña Añada ha realizado como ofrenda de gratitud para su comunidad; es difícil encontrarlos, algunas de las personas que los poseen intuyen la importancia de la representación de las imágenes, pero posiblemente no consiguen verlas-apreciarlas-acercarse a ellas en todas sus dimensiones —nivel de observadores primarios que no ven que no ven—, otros usan los tejidos como telas simples que sirven para exhibir productos en el mercado; algunos aceptan regalos para permitir observar las imágenes, y no faltan quienes conociendo la importancia que les concede Remigio Villena quieren obtener grandes sumas de dinero por su venta; Villena valora las imágenes tejidas en los ponchos, está dispuesto a salvar obstáculos para continuar con la búsqueda de los tejidos, pues sus imágenes cuentan historias, le revelarían su eimarmene —destino personal— y la de las comunidades que participarán en la toma y recuperación de las tierras ancestrales; las imágenes tejidas por doña Añada pueden incluso trastocar la realidad:

En una helada celda oyó hablar por primera vez de los ponchos de doña Añada. También oyó hablar de revolución. [...] Pero no recordaba, y nadie recordaba porque no existía, la gigantesca torre que se extraviaba en los cielos del tejido. ¿Era una torre? Entonces, ¿qué representaban esos ojos horrorizados con que la torre asistía al combate de las montañas? ¡Una cordillera a la que le brotaban cornamentas, hocicos y garras, se trababa en mortal abrazo con otra, acorazada de pétreas escamas, de máscaras antiguas! Las cordilleras se embestían, retrocedían, se desgarraban topaban con las colosales testuces quebradas. Lo que más le preocupaba era la expresión de horror, el gesto trágico de los vencedores: montados sobre el despedazado cuerpo de las cumbres vencidas, contemplaban algo espantosamente espantoso. ¡Tanto, que huían con los cuerpos erizados de pavor! (Scorza, 1987, p. 46).

Villena emprende una «cruzada» para encontrar los tejidos que le permitirán ver —en la realidad luminosa de las imágenes reproducidas por doña Añada— anuncios sobre el futuro que lo confrontarán a sus propias decisiones como espectador —que le permite mirarse, encontrar una autorreferencia en las imágenes tejidas donde él y su comunidad son los protagonistas de acciones futuras que se revelan en las imágenes que trascienden el tiempo y el espacio, que se convierten en historia futura que puede ser considerada para reflexionar sobre ella, para ejecutarla, para evitarla, para conocerla, para recordarla y para adquirir autoconocimiento—... Doña Añada teje imágenes que representan personas, ya no únicamente masa: en sus tejidos se encuentran acciones individualizadas de personas que devienen comunidad, que toman decisiones, que asumen con responsabilidad las acciones que han llevado a la práctica y que, por lo tanto, pueden ser reconocidas y salir de su anonimato; este es un elemento innovador en el tratamiento del indigenismo que trabaja Scorza en su saga épica, ha superado la despersonalización de los indios que se representaban como personajes tipo o únicamente como personajes comparsa, pues antes

[s]e designaba indio a una masa anónima e indiscernible: muchedumbre, cuerpo informe sin rostros, sin nombres, sin apellidos. La historia, la etnografía, la sociología y la literatura usó el vocablo con un sentido generalizador y extensivo, para designar al conglomerado de seres que constituía la población del vasto territorio andino (Bernabé, 99, p. 72).

Las voces narrativas de La tumba del relámpago ponen bajo nuestra consideración a personas que toman iniciativas para construir su propia historia, aunque las imágenes que acompañen este proceso en los tejidos puedan alcanzar una «aterradora belleza», como la que se puede encontrar en «La guerra de los árboles»:

En el centro del tejido, dos ejércitos de árboles se enfrentaban en batalla tan feroz que dificultosamente podía decirse que eran árboles y no bestias encarnizadas en un lance perverso como los absurdos ojos de que los había dotado el extravío de la ciega.

[...] ¿Qué anunciaba doña Añada? [...] ¿Los bosques se preparaban a librar una guerra sin merced? Por experiencia, Remigio Villena sabía que, mucha veces, extraviada en sus delirios, la ciega comunicaba lo esencial en los detalles.

[...] En un momento de la marcha turbadoramente descrita en la «Guerra», se veía un grupo de hombres que se sacaban los rostros con las manos y los reemplazaban con otros rostros extraídos de sus alforjas. Villena pensó que eran máscaras. ¡Ahora comprendía que era un cambio de hombres!

[...] ¡Las olas de un furioso océano arrastraban los restos del caserón, los pueblos, las multitudes y las montañas! ¿Un océano en las montañas de Jarria? ¿Y las montañas plagadas de barcos? ¡Está loca! Pero bien sabía que doña Añada nunca había sido más lúcida que cuando la inflamaban sus delirios» (Scorza, 1987, p. 179).

Encontrar las imágenes de este poncho facilitó la elección de una estrategia para la ocupación y recuperación de la hacienda Jarria, se cambiarían «los siervos» de la hacienda por tusinos que han iniciado su proceso de asumirse como personas que están conscientes de que, además de sus obligaciones, también tienen derechos, y que no «se pudren en la esclavitud» ni se colocan «al lado de sus patrones». Las decisiones fortalecen sus procesos de construcción como personas, pues han decidido ser los protagonistas de su historia: desean terminar con la práctica del despojo y con el desalojo de sus tierras que únicamente favorece a intereses privados y mercantilistas de las compañías mineras y de terratenientes inescrupulosos que ven el mundo desde una mirada netamente extractivista, que buscan ampararse en estatutos epistémicos y modelos economicistas que reducen la ciencia objetiva a la consecución de ganancias, a la posibilidad de medrar a costa del dolor y el despojo de los seres humanos: valoran las materias primas sobre los seres humanos; las compañías extranjeras que explotaban minerales en el subsuelo de las tierras comunitarias y trataban a las comunidades indígenas como proveedoras de mano de obra barata o gratuita, con obligaciones, con responsabilidades y deudas que contraían desde la escasez, pues asumían que los comuneros campesinos «estaban» para servir, no «eran» seres humanos, pues se los despojaba de sus derechos más fundamentales, incluso de los que asegurasen su subsistencia: «Lo que da derecho al indio a prevalecer en la visión del peruano de hoy es, sobre todo, el conflicto y el contraste entre su predominio demográfico y su servidumbre —no solo inferioridad— social y económica» (Mariátegui, 1976, p. 36).

Todas estas consideraciones aparecen en la novela de Scorza, incluso se incorporan textos de José Carlos Mariátegui, crónicas y reportajes de revistas, reseñas históricas y artículos periodísticos:

UNA PREGUNTA AL PAÍS

En esta hora crucial de su historia, que atraviesa el país, ha llegado el instante de preguntarse si los comuneros del Perú son o no son peruanos. Ha llegado el momento de preguntarse si los millones de indígenas, que constituyen nuestras comunidades, tienen algún derecho o si para ellos existe solamente el hambre, la miseria y la violencia. Al comenzar la conquista del Perú los españoles discutieron si los indios pertenecen o no al género humano. Demandamos a la Justicia y a la Historia que esa respuesta todavía es negativa en el Perú.

Manuel Scorza Secretario de Política del Movimiento Comunal del Perú [Expreso, Lima, 12 de diciembre de 1961] (Scorza, 1987, p. 206).

El tiempo no fue propicio para conseguir los objetivos planteados por las comunidades indígenas y sus dirigentes —no había llegado aún el kairós—; después de algunos indicios que anunciaban la posible derrota del movimiento campesino, Villena encuentra la torre del porvenir en un islote, tiene siete pisos y está rodeada por buganvillas moradas, rosas rojas, orquídeas rojas, magnolias rojas que inverosímilmente crecían a 4000 metros de altura; descubre que doña Añada había poseído el don de la bilocación, «había vivido en Yanacocha y en Jarria al mismo tiempo», decide entrar a la torre con sus acompañantes, allí encuentran ponchos apilados donde estaba el porvenir, y, frente a esto, debe tomar decisiones trascendentales que marcarán su vida y la vida de la comunidad campesina:

En el primer piso divisó paredes tapizadas por ponchos que parecían tejidos, no con lana de ordinarios carneros, sino con hilos que sólo podían provenir de un cruce de vicuña y luciérnaga. Al centro de la habitación se alzaba una pila de mantas. Empapado por el sudor de las pesadillas, intuyó que en esos ponchos constaba todo el porvenir. En un relámpago, intuyó también que había llegado al futuro. ¡Intuyó que había llegado al futuro y lo rechazó! Porque no quería ya acatar ninguna ley emitida en las sombras por la mano de una delirante ciega, sino ordenarse y obedecerse él mismo, asumir su propio futuro. Al alcance de su mano, cerca de su quemante deseo, miró la pila de tejidos. Por segundos que para él fueron años vividos en la miseria de existir aquí, en esta tierra de paso, con esta carne de paso, con esta sombra de paso, lo subyugó la tentación de conocerlo todo, y la rechazó (Scorza, 1987, p. 200) (las cursivas son nuestras).

Frente a la posibilidad de la omnisciencia que haría que olvidase su esencia de ser humano pasajero, Remigio Villena decide quemar los tejidos y las imágenes que encierran todo el futuro. No le resultó fácil conseguirlo, «la paja reseca no aceptó la llama», pero finalmente se produjo un incendio tan intenso que consiguió que las aguas del río hirvieran, que las olas se convirtieran en ceniza (nos recuerda un referente clásico: la intervención de Hefestos en el lecho del río Escamandro, cuando Hera le pide que llene el cauce del río con fuego, para que dejara de perseguir a Aquiles y de proteger a los troyanos; constituye también un augurio de la inminente caída de Troya, que se asimilaría al fracaso de la toma de tierras de las comunidades campesinas). La torre del porvenir se consume pasando de la fetidez al perfume de «un milenio de rosas», y nuevamente del hedor al perfume en repeticiones cíclicas:

Y luego fue de nuevo el hedor, como si bruscamente las cordilleras se gangrenaran, y la aguas y los cielos se pudrieran. Una pared de la Torre, al ceder, descubrió una habitación tapizada por un tejido gigantesco que representaba a una muchedumbre desgranando choclos. El gentío del poncho miró las llamas verdaderas, intentó huir. Los tusinos oyeron sus patéticos clamores, los vieron bajando del tejido y tratando de escapar hacia las nieves de los picachos de otros ponchos. El fuego derribó otra pared, mostró un océano sereno, cruzado por apacibles veleros. Pero de pronto, sus aguas se asustaron, luego se enfurecieron. Las olas se alzaban para defenderse del incendio pero caían en ceniza. El incendio reveló en otro muro un árbol tramado en morados y amarillos, un árbol tan desmesurado, que a su sombra se cobijaban pueblos enteros. El fuego arrasó los poblados, alcanzó el tronco, arañó la gigantesca copa del árbol: brotaron bandadas de aves extrañísimas, nunca vistas, que sin vacilar despegaron del poncho, aletearon hacia lo alto de la Torre y se precipitaron contra los tusinos.

—Defiéndanse! —gritó Remigio Villena, cogiendo un garrote. Unos lo imitaron, otros no pudieron. ¡Y cómo se hubieran acabado los tusinos, si los grandes pájaros no se hubieran desplomado antes de rozarlos! Porque las aves, acaso debilitadas por una milenaria inmovilidad en el tejido, se extenuaron en el cruce del río. Tenían plumajes, carnes y sangres que se quebraron en harinas amarillas (Scorza, 1987, p. 201) (las cursivas son nuestras).

La ékfrasis alcanza dimensiones impresionantes y se constituyen en coordenadas espacio-temporales donde se desarrollan acciones que hacen posible el pasado futuro, el presente futuro y futuro pasado: las imágenes tejidas cobran vida, van de tapiz en tapiz, deciden protegerse: la realidad se fusiona con la ficción de las imágenes creadas por doña Añada; la ficción cobra vida e incide directamente en la realidad, creando una complejidad sobre el proceso de mímesis: ¿el arte imita la realidad o la realidad imita al arte?, ¿o únicamente es cuestión de percepción?: Ars longa, vita brevis (el arte permanece, la vida es breve). El arte con su realidad ficticia y la realidad real interactúan cuando Remigio decide —al igual que Odiseo— permanecer ser humano con conocimientos limitados y no superar su humanidad con conocimientos que rebasaran su condición de ser efímero, de ser de un día. Remigio Villena ha decidido construir su propio futuro gracias a las acciones que realice, no necesita que le revelen el porvenir, él continuará con su vida, pondrá orden en el tiempo, el futuro se quedará en el futuro:

¡Por eso mismo los quemé! Porque no quiero el porvenir del pasado sino el porvenir del porvenir. El que yo escoja con mi dolor y mi error.

—Quizá en algún poncho figuraba el fin de nuestra empresa —insistió Farruso.

¡Nuestra empresa solo depende de nuestro coraje! ¡Nadie decidirá más por nosotros! ¡Existimos! ¡Somos hombres, no sombras tejidas por una sombra! ¡Mi cuerpo y mi sombra me seguirán adonde los lleve mi valor o mi cobardía! ¡Nos calienta un verdadero sol! ¡Nos enfría una nieve verdadera! ¡Estamos vivos! (Scorza, 1987, p. 202) (las cursivas son nuestras).

Las imágenes tejidas por doña Añada se han incorporado en la memoria de Villena, de sus compañeros, y de todos quienes pudieron contemplarlas; una memoria que constituye la esencia de su humanidad, avanzan desde la retaguardia, con la convicción de que sus historias, las que consigan contar quienes sobrevivan hablarán del inicio de las masacres, de cuando el tiempo se detuvo, seguirían comunicando la manera de entender la vida desde los mitos, desde la memoria que es esencial para la conservación de nuestra humanidad:

Los comuneros decían que en un tiempo el Chaupihuaranga se había detenido. Todos los cursos de agua, todos los ríos, todas las cataratas de Yanahuanca se habían parado. Eso decían. ¿El agua o el tiempo? Ledesma admiró la hondura de la verdad escondida en el mito. Porque en el Perú, hacía 442 años que el tiempo no corría. ¡No corría allí! Desgraciadamente, en el universo el tiempo seguía fluyendo. Y ese tiempo no era el tiempo humano de los antiguos, sino el tiempo enloquecido de la sociedad capitalista (Scorza, 1987, p. 245).

 

Contribución del autor

Myriam Merchán Barros ha participado en la concepción del artículo, la recolección de datos, su redacción y aprobación de la versión final.

Fuente de financiamiento

Autofinanciado.

Conflictos de interés

La autora declara no tener conflictos de interés.

Citar como: Merchán, M. (2019). Imágenes y memoria: el pasado futuro, el futuro pasado y el presente futuro en La tumba del relámpago. Desde el Sur, 11 (1), pp. 11-33.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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Poole, D. (2000). Los nuevos indios. En D. Poole (Ed.). Visión, raza y modernidad (pp. 207-242). Lima: Sur, Casa de Estudios del Socialismo.         [ Links ]

Scorza, M. (1987). La tumba del relámpago. Ciudad de México: Siglo XXI, 1987.         [ Links ]

 

Recibido: 10/11/2018

Aprobado: 29/3/2019

 


1 Profesora principal de la Escuela de Lengua y Literatura. Candidata al doctorado en Literatura Latinoamericana por la Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador.

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