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Desde el Sur

versión impresa ISSN 2076-2674versión On-line ISSN 2415-0959

Desde el Sur vol.11 no.1 Lima ene./jun. 2019

http://dx.doi.org/10.21142/DES-1101-2019-35-51 

ESTUDIOS DE INVESTIGACIÓN

 

«Un tal Scorza empieza a meterse en camisa de once varas»: la posición ambigua del narrador en La guerra silenciosa

«Un tal Scorza empieza a meterse en camisa de once varas»: The ambiguous position of the narrator in La guerra silenciosa

 

Marco Polo Taboada 1 ORCID 0000-0002-6668-9272

Universidad Nacional Autónoma de México. Ciudad de México, México

marcopolotaboada@hotmail.com

 


RESUMEN

A partir de los planteamientos de Antonio Cornejo Polar sobre el sujeto y el discurso migrantes, en este artículo se analiza la inestabilidad del narrador de Redoble por Rancas y la autofiguración del autor en La tumba del relámpago, la primera y la última novela del ciclo narrativo La guerra silenciosa del peruano Manuel Scorza. El escrutinio de ambas estrategias narrativas permitirá evidenciar, al mismo tiempo, la inoperatividad de las categorías habituales mediante las que se ha interpretado a la pentalogía y el complejo y múltiple andamiaje discursivo a través del cual el autor desea estrechar la distancia entre la realidad referida y su representación textual.

PALABRAS CLAVE: Manuel Scorza, narrador migrante, novela peruana


ABSTRACT

Based on Antonio Cornejo Polar’s approach to the migrant subject and discourse, this paper analyzes the instability of the narrator of Redoble por Rancas and the author's self-portrayal in La tumba del relámpago, the first and last novels of the series "The Silent War", by the Peruvian author Manuel Scorza. Scrutiny of both narrative strategies will demonstrate the inoperability of the habitual categories through which the five-novel series has been interpreted, and the complex multiple discursive framework through which the author strives to narrow the distance between the reality described and its textual representation.

KEYWORDS: Manuel Scorza, migrant narrator, Peruvian novel


¿De qué grandes escritores, de qué Scorza me hablan si los antiguos hacían libros míticos colectivos, conocidos de memoria por el pueblo? Nosotros estamos volviendo a nuestros orígenes.

Manuel Scorza

Entre 1970 y 1979, Manuel Scorza (1928-1983) publicó cinco novelas —Redoble por Rancas, Historia de Garabombo, el invisible, El jinete insomne, Cantar de Agapito Robles y La tumba del relámpago—, en las que se entrelazan la documentación histórica y la recreación ficcional para denunciar los abusos cometidos por una compañía minera y por las autoridades locales contra campesinos de los Andes centrales del Perú. Este ambicioso proyecto narrativo, titulado en su conjunto La guerra silenciosa, ha sido leído desde los confines de la novela (neo)indigenista o de la denominada «nueva novela latinoamericana», sin que desde una u otra vertiente se reconozca su relevancia. Por si fuera poco, las aproximaciones críticas a este corpus novelístico han priorizado algunos elementos de análisis —la presencia de elementos míticos, la filiación de la obra con la de otros autores (Ciro Alegría y José María Arguedas, desde el indigenismo; Gabriel García Márquez desde la «nueva novela latinoamericana»), la supuesta veracidad de algunos episodios relatados o la calificada como «desbordante» representación de aspectos «mágicos», «maravillosos» o «fantásticos» (según la terminología al uso)— y desestimado otros, como es el caso de las perspectivas narrativas que recorren La guerra silenciosa.

Friedhelm Schmidt, en su artículo sobre Redoble por Rancas, sostiene que el libro «contiene las tres formas básicas de la situación narrativa: la narración en primera persona, la narración figurada y la autorial» (1991, p. 238)2. Mientras que la primera situación corresponde a los escasos pasajes en los que los personajes dan cuenta de los acontecimientos, la frontera entre las otras dos (es decir, la narración figurada y la autorial) resulta difusa, pues en ambas priva el uso de la tercera persona3 Amén de esta vaguedad taxonómica, Schmidt reconoce, acertadamente, que las perspectivas narrativas de la novela están jerarquizadas y que hay, por decirlo de algún modo, una voz dominante: la del narrador omnisciente, quien «no es refutado en ningún momento por el desarrollo de los sucesos» (p. 242) y, por tanto, impone la superioridad de su conciencia política e histórica sobre las de los personajes.

Otros académicos han continuado el derrotero argumental de Schmidt y sugerido (si no es que repetido) para toda la saga la complementariedad de una perspectiva «desde abajo y adentro», brindada por el uso de la primera persona y del estilo directo (es decir, por las intervenciones de los personajes), y de otra emitida «desde arriba y desde afuera», que corresponde al narrador heterodiegético. Aunque seductora, esta conclusión es insuficiente para explicar la inestabilidad y los alcances de la voz narrativa mandante de La guerra silenciosa4 , sobre todo si se tienen en cuenta las estrategias —tan cercanas a las viejas crónicas— empleadas por Scorza para legitimar su enunciación. Por ello, merece la pena acudir al breve pero iluminador artículo en el que Antonio Cornejo Polar esbozó una hipótesis acerca de la relación entre la innegable y masiva migración del campo a la ciudad producida durante el siglo XX en el Perú y las manifestaciones discursivas (y desde luego literarias) que conlleva tal desplazamiento: «Tengo para mí que a partir de tal sujeto [migrante], y de sus discursos y modos de representación, se podría producir una categoría que permita leer amplios e importantes segmentos de la literatura latinoamericana [...] especialmente los que están definidos por su radical heterogeneidad» (1996, p. 838).

La importancia de este texto es, a mi parecer, decisiva al momento de aproximarse a una obra de la índole de La guerra silenciosa, en vista de que en esta convergen diferentes voces que expresan a su vez perspectivas y posiciones discursivas distintas (por no decir descentradas) respecto de lo narrado. Estimo, en consecuencia, que no se puede zanjar el asunto al calificar este fenómeno como una manifestación de polifonía (sin miramientos de la especificidad del concepto bajtiniano) ni es suficiente hacer eco de las palabras de Ángel Rama cuando afirma, respecto a Los ríos profundos de Arguedas, que estamos ante una novela coral u «ópera de los pobres» (1982, p. 267). La aproximación que propongo consiste en prestar particular atención a la posición ambigua, móvil, que asume el narrador que preside la composición a lo largo de la pentalogía, razón por la cual las palabras de Cornejo resultan por demás significativas:

El discurso migrante es radicalmente descentrado, en cuanto se construye alrededor de ejes varios y asimétricos, de alguna manera incompatibles y contradictorios de un modo no dialéctico. Acoje [sic] no menos de dos experiencias de vida que la migración, contra lo que se supone en el uso de la categoría de mestizaje, y en cierto sentido en el proceso de transculturación, no intenta sintetizar, en un espacio de resolución armónica; imagino —al contrario— que el allá y el aquí, que son también el ayer y el hoy, refuerzan su aptitud enunciativa y pueden tramar narrativas bifrontes y —hasta si se quiere, exagerando las cosas— esquizofrénicas. Contra ciertas tendencias que quieren ver en la migración la celebración casi apoteósica de la desterritorialización [...] considero que el desplazamiento migratorio duplica (o más) el territorio del sujeto y le ofrece o lo condena a hablar desde más de un lugar. Es un discurso doble o múltiplemente situado (1996, p. 841).

No deja de ser significativo que el teórico y crítico peruano se refiera a una posición descentrada debido a «dos experiencias de vida» disímiles. Para el caso que nos ocupa, el de Scorza, la migración puede asociarse, primero, al itinerario personal del autor desde la capital peruana hacia el departamento de Pasco (a donde se trasladó para recabar información para su pentalogía), con las implicaciones que dicho tránsito conlleva: ir de la ciudad letrada (Rama dixit) a la periferia en la que domina la oralidad o, si se prefiere, viajar de la costa a la sierra —con toda la carga semántica que, en el ámbito cultural peruano, opone una zona a la otra—; después, en tanto escritor, verter su experiencia supone, por un lado, adecuar el referente andino a una forma narrativa asequible para un público occidental (urbano y letrado, como él mismo); por otro, intentar certificar, por todas las vías posibles, la veracidad de lo visto y lo vivido. Se trata, en resumen, de la permanente tensión entre la proximidad con que se desea referir la realidad empírica y el inevitable distanciamiento que implica la ajenidad (geográfica, cultural y discursiva) del autor.

La perspectiva objetiva que remite a sí misma

Dicha tensión está presente en el primer volumen de la saga, Redoble por Rancas, donde se narran, de manera alternada, la historia de dos comunidades: Yanahuanca y Rancas, respectivamente. En la primera, el eje del relato es la conspiración de los campesinos (liderada por Héctor Chacón, el Nictálope) contra la figura que representa la autoridad local: el juez y terrateniente Francisco Montenegro; en la segunda, se da cuenta de la progresiva expansión del Cerco de la Cerro de Pasco Corporation. Si en los capítulos impares es notoria la conciencia individual sobre el sistema de poder opresor (a través del estilo directo), en los pares se puede advertir el carácter colectivo de la lucha (mediante la narración homodiegética) que asume la primera persona del plural. La suma de ese «yo» que se expresa en la historia de Yanahuanca y el «nosotros» ostensible en la de Rancas, pretende no sólo visibilizar las dos maneras en que se encara el común conflicto por las tierras, sino ofrecer una «visión interna del mundo andino» (Schmidt, 1991, p. 239). A esta visión se ha opuesto la exterioridad y supremacía de la visión del narrador heterodiegético, en vista, como señalé líneas arriba, de que es ella la encargada de presentar a los personajes, hilvanar los acontecimientos y cuyo conocimiento es más amplio que el de los personajes. Aunque la constatación de estas cualidades del narrador puede hallarse sin dificultad en Redoble por Rancas5 , no es menos cierto que su estabilidad o fijeza es discutible. En el capítulo 12, por ejemplo, que parece estar contado en tercera persona, desde una pretendida exterioridad, se lee: «el río San Juan nace en las cordilleras del Chauca, gordo de ricas truchas; desgraciadamente, aquí las desconocemos» (Scorza, 1991, p. 76, énfasis mío). Algo similar ocurre en el capítulo 16, donde por medio de la deixis que producen los adverbios temporales —entre otros recursos6 —, se sitúa en Cerro de Pasco: «los que no viajan a Huánuco no conocen árboles ni flores: nunca los han visto; aquí no crecen» (p. 101) y «La Cerro de Pasco Corporation Inc. In Delaware, conocida aquí simplemente como La Cerro o La Compañía» (p. 103)7

Estas marcas textuales, en apariencia irrelevantes, revelan que la exterioridad del narrador —o, para decirlo de otro modo, su ausencia del mundo narrado— es relativa, pues en los fragmentos citados convergen, de manera conflictiva, el conocimiento de lo que ocurre en otros lugares (las truchas, los árboles y las flores que solo pueden admirar quienes, como él, viajan) y el emplazamiento tanto discursivo como geográfico (ese «nosotros» y ese «aquí») mediante los que asume la primera persona del plural y se instala en la serranía en aras de aproximarse a los habitantes de la pequeña ciudad andina.

Si se atienden las ya famosas reflexiones de Émile Benveniste sobre los pronombres personales, habrá de recordarse que «la tercera persona es una no persona» (1971, p. 164, cursivas mías), es decir, que «la no persona es el modo de enunciación posible para las instancias de discurso que no deben remitir a ellas mismas, sino que predican el proceso de no importa quién o no importa qué, aparte de la instancia misma, pudiendo siempre este no importa quién o no importa qué estar provisto de una referencia objetiva» (p. 176, énfasis mío). Esta referencia objetiva, útil en la medida en que despeja cualquier duda sobre la autenticidad de los hechos narrados, se disloca en el momento en que deja entrever a la persona (es decir, a la perspectiva subjetiva, parcial) que está detrás de lo enunciado: aquel cronista presentado ya en «Noticia»8

Por si fuera poco, a esta necesidad de apegarse al referente mediante la identificación pronominal y espacial con los campesinos cuyas luchas relata, el narrador añade (de nuevo, en los capítulos pares) el desplazamiento temporal para enlazar episodios históricos distantes con las vicisitudes de los pobladores de Rancas. Así concatena hechos tan remotos y emblemáticos como la discusión respecto a la condición humana de los pobladores de América en pleno siglo XVI o la batalla de Junín ocurrida en 1824 (y donde el ejército comandado por Simón Bolívar se enfrentó a las tropas imperiales) con otros más actuales y ligados estrechamente al núcleo narrativo del libro, como la ocupación de tierras emprendida por los ranqueños o la posterior masacre contra ellos perpetrada por las fuerzas militares. En uno y otro caso, la yuxtaposición de temporalidades distintas no produce una equivalencia o síntesis armónica; por lo contrario, realza su disparidad, su ruptura: el debate de los filósofos españoles sobre la humanidad de los indios, extendido —según comenta el narrador— por 70 años se opone a la discusión del Concejo Provincial de Cerro de Pasco, resuelta luego de seis horas, sobre la posibilidad de introducir el ganado de la comunidad al cementerio para que coma las flores y no muera de hambre. Una situación análoga ocurre en el otro caso: la empresa libertaria de Bolívar se imbrica con la alevosa, represiva e injusta muerte sembrada por la tropa dirigida por el comandante Bodenaco9

Si bien es cierto que en este vaivén temporal el narrador no modifica el tiempo de enunciación (pues las referencias históricas y las contemporáneas se presentan en ambos casos en pretérito), también lo es que la oposición entre el «ayer» y el «hoy» a los que se refiere Cornejo es, sin duda, perceptible y significativa. Y más aún: en su afán de brindar una perspectiva amplia y acabada (es decir, objetiva) sobre la historia nacional, el narrador transita, de nuevo, entre la exterioridad con la que informa sobre las guerras que ha tenido el Perú y la asunción de su lugar en esa historia: «La guerra de 1827 con Bolivia la ganamos [...] La guerra de 1828 con la Gran Colombia la perdimos» (Scorza, 1991, p. 215, cursivas mías). De lo anterior se colige que el narrador, pese a su labor documental y su saber —evidentemente mayor que el de los personajes campesinos—, se entromete en lo referido, se asume como peruano y concluye:

Ocho guerras perdidas con el extranjero; pero, en cambio, cuántas guerras ganadas contra los propios peruanos. La no declarada guerra contra el indio Atausparia la ganamos: mil muertos. No figuran en los textos [...] En 1924 el capitán Salazar encerró y quemó vivos a los 300 habitantes de Chaulán [...] En 1932, el Año de la Barbarie, cinco oficiales fueron masacrados en Trujillo: mil fusilados pagaron la cuenta [...] Los combates del sexenio de Manuel Prado también los ganamos; 1956, combate de Yanacoto, tres muertos; combates de Chin-Chin y Toquepala, 12 muertos; 1958, combates de Chepén, Atacocha y Cusco, nueve muertos; 1959, combates de Casagrande, Calipuy y Chimbote, siete muertos (pp. 217-218, énfasis mío).

La cita —que, por lo demás, invita a una reflexión más profunda y extensa de la que puedo ofrecer aquí— exhibe que la peruanidad del narrador no se esgrime como una cualidad; antes bien, evidencia las fisuras al interior de la identidad nacional o, en otras palabras, la guerra fratricida que los grupos dominantes (y el Estado) entablan contra los sectores minoritarios: los otros peruanos que «no figuran en los textos», en la historiografía oficial, y a la que el discurso del narrador (y la novela toda, recordemos) pretende contrarrestar visibilizando sus omisiones.

Llegado este punto, es necesario atender una peculiaridad de Redoble por Rancas que merece especial atención: la disparidad con que el narrador se inmiscuye en lo referido —ya sea para traslucir su presencia, ya sea para hacer alusiones a la historia peruana— en los capítulos pares y la manera en que, por decirlo de algún modo, se difumina en los impares. ¿Cuál puede ser la razón de este contraste y cómo se relaciona con la propuesta esbozada a lo largo de la pentalogía? Friedhelm Schmidt ha aventurado una respuesta:

Ya que el narrador omnisciente no comenta ni el pensamiento ni las acciones de Chacón, es posible concluir que sus opiniones se acercan más a las del campesinado de Yanacocha [se refiere a Yanahuanca] que a las de los comuneros de Rancas. Eso implica una tendencia a identificarse con el concepto político de Chacón, que es en última instancia un concepto de bandolerismo o de guerrilla, ambos pertenecientes a otras épocas de la historia peruana de modo que no son expresión de los sucesos históricos de las rebeliones campesinas de Pasco entre 1956 y 1963» (1991, p. 242).

La interpretación que propongo es opuesta a la del investigador alemán: si el narrador fluctúa, en los capítulos pares, entre un «aquí» y un «allá», entre un «antes» y un «hoy», entre el modo impersonal y el «nosotros», se debe a que mediante tal descentramiento procura, por un lado, avalar la historia que él despliega y dirige sin que en ella recaiga un ápice de duda; por otro, patentizar su simpatía por la lucha organizada y de carácter colectivo (representada en la historia de Rancas) a la que dará mayor preponderancia en la medida en que avanza La guerra silenciosa10 . Si, como apunta Schmidt, el narrador «no comenta el pensamiento ni las acciones de Chacón», ¿por ese hecho puede concluirse, sin más, que se decanta por su comportamiento «bandolero»? No lo creo. La superioridad focal y de conciencia atribuida al narrador, ¿no está destinada, acaso, a demostrar que él es la voz más fiable y que, por tanto, debe confiarse más en sus intervenciones que en las de los propios personajes?11

En todo caso, la tensión descrita al inicio de este apartado entre la pretendida exterioridad del narrador y su deseo de aproximarse al referente cobra, por medio de su estatuto migrante, cabal expresión: su doble posicionamiento —esbozado desde la «Noticia» que abre la pentalogía— de testigo y autor lo condena a oscilar entre un mundo al que no pertenece pero al que desea plasmar fielmente y su necesidad de trasladar a las formas narrativas legitimadas un material que las excede. Françoise Perus ha explicado esta ruptura al referirse a la heterogeneidad que caracteriza a la novela indigenista:

Aun cuando la formación «occidental» urbana y letrada de la mayoría de los autores indigenistas les lleva a apelar a la forma novelesca europea (y en particular a su modalidad realista apta para la narración de procesos), y con ella a un narrador externo, universal y abstracto, estos mismos narradores parecen tener al mismo tiempo cierta percepción de la relatividad de su punto de vista, aunque solo fuera por su imposibilidad de asumir desde dentro el punto de vista de los sectores sociales que buscan representar, en la doble acepción del término (1995, p. 40).

Si en Redoble por Rancas la «percepción de la relatividad de su punto de vista» que menciona la investigadora se constata en la dislocación del emplazamiento (temporal, geográfico y discursivo) del narrador, en el último libro de La guerra silenciosa adquiere un cariz distinto, en vista de que a su doble rol de autor y testigo se suman los de actor y protagonista12

«Un tal Scorza empieza a meterse en camisa de once varas»

De manera unánime, la crítica ha sostenido (al igual que lo hizo Scorza en su momento) que La tumba del relámpago supone algunos cambios respecto a las precedentes entregas de la saga. Las modificaciones incluyen la ampliación de las zonas, los estratos sociales y culturales, así como de las dimensiones que cobra el conflicto campesino; la condición misma de su «héroe», el abogado Genaro Ledesma, quien está desprovisto de las cualidades sobrenaturales que singularizan a sus predecesores (la habilidad de Héctor Chacón para ver en la oscuridad, la invisibilidad de Garabombo, la increíble longevidad de Raymundo Herrera, los ponchos que producen fuego de Agapito Robles); la creciente y notoria inclusión de material referencial y contemporáneo (alusiones a la Revolución cubana, la guerra de Vietnam, al levantamiento en Cusco de Hugo Blanco, etc.); la predominancia del discurso político, tanto del narrador como de los personajes; el tránsito de una visión mítica (construida a lo largo de las cuatro primeras entregas), a una visión y conciencia históricas; y, para el caso que aquí expongo, el lugar que ocupa la figura de Scorza dentro del mundo narrado.

A propósito de este último elemento, llama la atención la presencia de un personaje cuya relevancia crece en la medida que la historia se desarrolla: un poeta y militante que responde al nombre de Manuel Scorza. Dunia Gras ha calificado como un recurso «extremo» (2003, p. 235), «trampa ficcional» (p. 237) o «puro juego especular» (p. 236) el vínculo textual que se establece, mediante esta autofiguración, entre el novelista que firma el libro y el personaje de ficción, aunque insiste en que no debe confundirse a uno con otro. La investigadora se apoya en los planteamientos de Thomas Pavel para deslindar al ser ontológico (el escritor) del gnoseológico (el personaje), si bien admite que «el autor no pudo —o, mejor dicho, no quiso— evitar su presencia en la entrega final del ciclo, donde se muestra una relación más directa con la realidad, que se aleja de la concepción mítica desarrollada en las obras anteriores. Scorza aparece como personaje para mostrar de forma más efectiva el conflicto político situado en la zona andina» (p, 236, cursivas mías). No deja de ser interesante que Gras descalifique este recurso como un «juego» inocuo y simultáneamente reconozca (sin ahondar en ello) su efectividad y el empecinamiento del autor por incluirse como personaje en la diégesis. ¿A qué obedece, entonces, esta inserción de Scorza dentro del mundo narrado? ¿Y qué relevancia tiene que manifieste su presencia en la última novela de la saga?

Para contestar estas interrogantes es indispensable prestar atención a las características que definen al personaje de Manuel Scorza, pues su inclusión en la historia, como apunta Mabel Moraña, «tiende a proponer tácitamente la identificación de ese hablante ficticio particular y de sus posiciones con la perspectiva básica a partir de la cual se organiza el discurso total de la saga» (1983, p. 188). Habrá que especificar entonces que gran parte de la información brindada sobre Scorza-personaje no la ofrece el narrador, sino otros personajes: en el capítulo 30, el Seminarista se pregunta sobre «ese extraño Movimiento Comunal fundado por el viejo Elías Tacunán y dirigido por ese poeta Scorza» (Scorza, 1988, p. 153, énfasis mío). En el mismo tenor se orienta la siguiente confesión de Tacunán a Genaro Ledesma: «En Lima tenemos a un dirigente que es escritor: Manuel Scorza. Él conoce muchos periodistas. Él nos ayuda a redactar nuestros comunicados» (p, 166, cursivas mías). En ambas citas sobresalen la profesión de escritor y poeta (es decir, del lugar privilegiado que ocupa el autor en la República de las Letras), su condición de costeño (afincado en Lima, aunque luego se desplaza a la sierra) y el cargo que tiene dentro de la lucha (es secretario de política del Movimiento Comunal y lo dirige).

Como puede apreciarse, los atributos que posee Scorza-personaje no son pocos y la sombra de ajenidad implicada en su situación de limeño habrá de despejarse páginas después en boca del protagonista, Genaro Ledesma, cuando le advierte a un comunero: «No te chupes, Roquecito, Scorza es gente de confianza» (p. 256). La ponderación del rol protagónico y de los rasgos distintivos de Scorza-personaje emprendida por otras voces que están, como él, dentro del mundo narrado, contribuyen a ofrecer una perspectiva interior que lo valida como un sujeto íntegro y leal a la causa enarbolada por los comuneros.

Por si fuera poco, los tres manifiestos (firmados por Manuel Scorza) insertos a lo largo de la novela13 rubrican su función de líder y vocero de los campesinos: «el Movimiento Comunal [...] representa a las comunidades del Perú y se basa en la raíz misma de nuestra historia, en una raíz incluso anterior a la conquista y a la república y que es el germen mismo de toda la gloriosa historia de nuestro pasado» (p. 205, cursivas en el original). No obstante (y pese a sus tan ponderadas cualidades), la condición vicaria de Scorza-personaje refrenda la distancia que lo separa del grupo social al que brinda su apoyo: él, en tanto intelectual, es capaz de articular un discurso (los manifiestos) que los otros no pueden, en medios a los que los campesinos no tienen acceso (me refiero a los periódicos) y dirigidos hacia un público (letrado y citadino) poco o nada familiarizado con sus pedimentos. Para decirlo en grueso, los manifiestos insertados en la diégesis duplican la heterogeneidad narrativa que caracteriza a La guerra silenciosa, en tanto que refrendan la insalvable distancia que media entre el referente campesino y los medios empleados para representarlo. De igual forma, la triple presencia de Scorza (como creador, personaje y autor de los manifiestos) habrá de intensificarse en La tumba del relámpago, curiosa y sintomáticamente, tan pronto Scorza-personaje se traslada a la sierra.

Los capítulos 42, 48 y 52 de este volumen conclusivo están narrados en primera persona del singular, aunque en ellos está presente el estilo directo. La voz y la perspectiva de ese «yo» mandante corresponden a Scorza-personaje, quien relata su contacto con las comunidades andinas, las amenazas que recibe por parte del coronel Marroquín y cómo, posteriormente, insta a Genaro Ledesma para que autorice el ataque a la Guardia de Asalto —comandada por el mismo Marroquín— que asesinó a los campesinos de Ambo. Sobra decir que, en estos y otros pasajes, Scorza-personaje se destaca, ante todo, por su arrojo: viaja a una zona vigilada, increpa a miembros del ejército y les reclama su connivencia con la Cerro de Pasco Corporation, advierte las vacilaciones de Ledesma e, incluso, se da tiempo para disertar sobre la importancia de llevar, como en otros momentos de la historia, la lucha hasta sus últimas consecuencias. Si el uso de la primera persona pretende certificar (una vez más) la cercanía política y geográfica de Scorza-personaje con la insurrección andina en ciernes, el estilo directo subraya el debate ideológico suscitado entre los dirigentes14 y, de manera sutil, apuntala la mayor conciencia y el valor de Scorza-personaje, ya que sólo él no duda en que el único camino posible es la lucha armada. El desenlace de la novela, que es también el de toda La guerra silenciosa, le da, de alguna manera, la razón: la negativa de Ledesma para emprender el ataque culmina con el posterior encarcelamiento de éste y sella la «lápida de esa sublevación» (p. 267) no realizada.

En este sentido, no me parece coincidencia que el arribo de Scorza-personaje a Cerro de Pasco se corresponda con la desestabilización de la narración: a partir del capítulo 44, titulado «Un tal Scorza empieza a meterse en camisa de once varas», el relato oscila entre el presente y el pasado15. , entre la narración heterodiegética y la homodiegética16 , como si el conflicto aludido en el rótulo del apartado se exteriorizara también en la condición migrante, bifronte, conflictiva, de la figura encargada de presentar los acontecimientos. Tampoco son accidentales las referencias —hasta ahora, por cierto, inadvertidas por los académicos— que hace el narrador homodiegético (en los capítulos 42, 46 y 48) al viaje emprendido por Ernst Middendorf al Perú en el siglo XIX. La sorpresa del viajero alemán (y precursor de la arqueología peruana) ante los abusos cometidos por los hacendados contra los campesinos17 , ante la pobreza y las limitaciones a las que estos eran sometidos sirve de marco al paulatino ingreso de Scorza-personaje en la realidad serrana. La ajenidad de la mirada y la condición de viajero (es decir, de intruso) de Middendorf y del narrador homodiegético es mutua y sustantiva, pues establece cierta continuidad temporal entre el siglo XIX (periodo en el cual Middendorff recorre el Perú) y la segunda mitad del XX (cuando ocurren los levantamientos campesinos que Scorza consigna).

Dunia Gras señala que Manuel Scorza «manifestó en diversas ocasiones que había hecho distintas tentativas narrativas a la hora de abordar el ciclo» (2003, pp. 235-236). Y añade: «Incluso en algún momento comentó la existencia de alguna versión primigenia de las primeras entregas en las que se enfocaba la narración desde la perspectiva del autor-narrador, por lo que se construía como una narración en primera persona que, finalmente, decidió cambiar» (p. 236). El cambio de perspectiva, como se ha visto, no supuso la anulación de esa primera persona; antes bien, conllevó la tensa coexistencia entre la proximidad deseada y la insalvable lejanía (la pretensión de objetividad) adherida a su papel de vocero. Así, el «aquí» y el «nosotros» de Redoble por Rancas, sumado a la presencia de Scorza-personaje dentro del mundo narrado en La tumba del relámpago, echan por tierra la supuesta uniformidad de la voz narrativa de La guerra silenciosa tan defendida por varios estudiosos de la pentalogía. En el mismo tenor, la incorporación de Scorza como personaje de la diégesis excede el «puro juego especular» al que se refiere Gras, al igual que la coincidencia «tácita», advertida por Moraña, entre el ente de ficción y el autor de la obra: constituye la manifiesta e intencionada expresión de una doble autoridad (o triple, si consideramos los manifiestos) que refrenda el ligamen entre el texto y el referente, entre la experiencia y lo acontecido, entre el sentido del discurso y la verdad que éste sostiene. Desde tal horizonte interpretativo, el continuo desplazamiento del narrador traduce, simultáneamente, el afán de Manuel Scorza por legitimar lo vertido en sus libros y la imposibilidad de ser uno más de aquellos a los que, como puntualiza Perus, intenta (re)presentar.

Con todo, si algo hay de «extremo», como dice Gras, en esta múltiple comparecencia de Scorza dentro de su obra, se debe a que es él (en sus diversas manifestaciones textuales) quien sostiene todo el andamiaje retórico que justifica y autentifica la escritura. Menos «extremo» resulta, en cambio, si se mira al trasluz de la tradición narrativa latinoamericana, pues no hay duda de que tal estrategia, encaminada a autentificar la relación entre el texto y el referente, constituye uno de los pilares sobre los que se asientan las crónicas de Indias, como bien lo advirtió en su momento Antonio Cornejo Polar18

Por último, más que constatar la operatividad de la categoría del narrador/sujeto migrante en La guerra silenciosa, interesa advertir la larga data y la procedencia de este recurso discursivo y las vetas hermenéuticas que abre. Tanto la movilidad del narrador de Redoble por Rancas como la figuración del autor en La tumba del relámpago, además de minar la pregonada homogeneidad y el estatismo de las instancias narrativas de la pentalogía, certifican la necesidad de emprender, en lo sucesivo, aproximaciones capaces, por un lado, de sustraer a la pentalogía de los lugares comunes bajo los que se la ha examinado y clasificado; por otro, de refrendar la dimensión estética de la obra y la encomiable apuesta escritural de Manuel Scorza. Para conseguir ambos objetivos será indispensable abandonar los criterios «lineales» e inmediatos de la historiografía literaria (es decir, a los marbetes de «indigenista» o de manifestación de la «nueva novela latinoamericana» o del boom) e indagar en la densidad de la resonancia de ciertas estrategias narrativas provenientes de una tradición supuestamente «clausurada» o «caduca» (me refiero, desde luego, y haciendo eco de las formulaciones de Antonio Cornejo Polar, a las crónicas de la Conquista y la colonización), al igual que ponderar la búsqueda emprendida por Scorza de cauces expresivos mediante los cuales pugna por ajustar el referente andino a la forma (occidental) elegida para vehiculizar su mensaje e intentar darle voz al «otro».

A casi 40 años de la publicación del último volumen de La guerra silenciosa, su vigencia artística y denunciatoria demanda una serie de asedios críticos que la sustraigan del silencio al que la historiografía y la crítica literarias la han injustamente confinado.

 

Contribución del autor

Marco Polo Taboada ha participado en la concepción del artículo, la recolección de datos, su redacción y aprobación de la versión final.

Fuente de financiamiento

Autofinanciado.

Conflictos de interés

El autor declara no tener conflictos de interés.

Citar como: Taboada, M. (2019). «Un tal Scorza empieza a meterse en camisa de once varas»: la posición ambigua del narrador en La guerra silenciosa. Desde el Sur, 11 (1), pp. 35-51.

 

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Recibido: 15/11/2018

Aprobado: 2/4/2019

 


1 Licenciado en Letras Hispánicas, maestro en Teoría Literaria por la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa (UAM-I) y candidato a doctor en Estudios Latinoamericanos (área de Literatura y Crítica Literaria) por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

2 Schmidt observa que son Héctor Chacón y Fortunato, respectivamente, los personajes que se expresan a través de la primera persona. La narración figurada consistiría, en cambio, en «la ausencia de un narrador que interviene entre autor y lector [...] En esta forma narrativa los hechos son emitidos en tercera persona» (p. 239). Y, por último, el narrador autorial «co-noce conexiones ocultas a los personajes [...] sabe más que los protagonistas cuyas acciones está describiendo [...] tiene una visión acabada» (p. 241)

3. De hecho, el propio Schmidt reconoce que «la narración figurada no existe en forma pura independiente [...] sino acoplada a la narración autorial» (p. 240). A propósito de los rasgos que diferencian la narración autorial de la figurada, Luz Aurora Pimentel especifica que, si en la primera «pretende acceder al mundo como representación, como copia de la realidad, como una estructura exterior objetiva y colectiva», la situación narrativa figural (o figurada, en los términos de Schmidt), implica, en cambio, que «el sujeto de la enunciación sigue sien-do el narrador, pero el punto de vista que organiza la presentación no es la suya, sino la de algún personaje» [...] lo cual produce «una asunción total de subjetividad [...] de visión indi-vidual, única» (2016). Por lo demás, considero que la imposibilidad de Schmidt para discernir plenamente entre la voz autorial y la figurada no se debe a su impericia, sino a la condición migrante del narrador, como se verá a continuación.

4 Habría que tener en cuenta, como recuerda de nuevo Pimentel, que «si bien es cierto que solo el narrador en primera persona puede estar presente de distintas maneras dentro del mundo narrado, no es menos cierto que un narrador heterodiegético, o en tercera persona, puede hacer sentir su presencia en el acto mismo de la narración; es decir, que si está ausente del universo diegético, no necesariamente lo está del discurso narrativo» (1998, p. 142) (cursivas en el original).

5 Menciono solo un caso: al describir la ciudad de Cerro de Pasco, el narrador expresa que «sus callejuelas se retuercen a mayor altura que los montes más elevados de Europa» (Scorza, 1991, p. 100). ¿Quién sino un agente exterior a la realidad andina, occidentalizado, podría establecer como referencia la altitud de las montañas europeas, desconocidas por los campesinos?

6 Otro ejemplo lo ofrecen los pronombres demostrativos y el uso de algunos verbos: «esta pampa» (p. 100) y «¿Qué trajo a los hombres a esta capitanía del infierno?» (p. 101, cursivas mías).

7 Un lector sagaz podría objetar que la voz que narra este fragmento no es otra que la de Fortunato, cuyas intervenciones son emitidas en la primera persona del plural. Sin embargo, el narrador hace el siguiente comentario, que lo deslinda del personaje: «En poco más de cincuenta años, la edad de Fortunato, La Cerro de Pasco Corporation desentrañó más de 500 millones de dólares de utilidad neta» (p. 103).

8 El capítulo 32 comienza así: «Al comandante G. C. Guillermo Bodenaco se le nombra por igual Guillermo el Carnicero o Guillermo el Cumplidor». Líneas después, en modo impersonal, se visibiliza a la figura que organiza los acontecimientos: «Para zanjar definitivamente las discusiones, el cronista resuelve denominar al comandante Bodenaco, alternativamente, por sus dos sobrenombres» (Scorza, 1991, p. 213, énfasis mío). Como he dicho, esta nominación está ya planteada en el paratexto que inaugura la saga, y en donde se lee: «Este libro es la crónica exasperadamente real de una lucha solitaria [...] Más que novelista, el autor es un testigo» (p. 11). Pese a que la mayoría de los estudiosos de la pentalogía han insistido en que esta «Noticia» y el resto de los paratextos representan una «trampa ficcional» (Gras, 2003, p. 18), me parece fundamental distinguir que el doble encomio (el de la correspondencia entre el texto y su fuente empírica, por un lado; el de su propia persona como testigo privilegiado y voz calificada, por otro), mediante el que Scorza se inserta (y se avala) en su texto con la finalidad de reforzar la verosimilitud de este a partir de la confrontación (o, mejor dicho, la verificación) de su discurso con la realidad empírica, remite a una de las características fundamentales de las crónicas, como se verá más adelante.

9 Tal y como sostiene Adriana Churampi Ramírez, «Las novelas de Scorza [...] arremeten desde diversos flancos contra la sacrosanta empresa libertadora de Junín. Para empezar, la desacreditan como empresa de guerra al resaltar el costo humano que semejante gesta representó para la población indígena (2014, p. 57). Así lo demuestra el inicio del capítulo 34, donde el narrador apunta: «Bolívar quería Libertad, Igualdad, Fraternidad. ¡Qué gracioso! Nos dieron Infantería, Caballería, Artillería» (Scorza, 1991, p. 226, énfasis mío). Nótese que los valores enarbolados por el libertador continúan, en pleno siglo XX, sin cumplirse para un amplio sector de la población en el Perú.

10 Aunque a lo largo de este trabajo evito acudir a las declaraciones de Scorza sobre su obra (pues, en muchas ocasiones, la crítica ha confiado demasiado en ellas, al punto de prescindir del análisis exhaustivo de los textos), recurro ahora a las palabras del autor vertidas en una entrevista con Eugenio Juan Zappietro (1972) y en donde manifiesta la progresiva cohesión social de los campesinos la saga y en la realidad extratextual (aspecto también reiterado en varios estudios): «Como casi todos los campesinos que años después protagonizarían las grandes invasiones de tierra que acabaron con el latifundismo en el centro del Perú, Chacón se vio confrontado por la realidad ante un problema simple: descender a bestia o elevarse a hombre. Y aunque utilizó el crimen como arma de lucha solitaria —y nunca llegó a victimar a la persona que verdaderamente ansiaba su mano— fue un momento en la rebeldía de los campesinos del Perú. En los otros libros [...] cuento precisamente cómo luego el pueblo de Yanahuanca comprende que el atentado personal no es la mejor arma contra la opresión y narro cómo emprendieron el largo camino de una lucha colectiva [...] Razones azarosas han concentrado la publicidad en el Nictálope, que no es el principal personaje del libro».

11 Por lo demás, las estrategias empleadas por este narrador para intervenir en la historia de los capítulos impares e imponer su visión sobre los acontecimientos son otras, como la ironía.

12 Así lo recuerda Cornejo Polar cuando refiere que «Tampoco puede omitirse la condición de testigo, y en cierta medida actor, que tiene Scorza con respecto a la realidad que revela en sus libros» (2008, p. 195).

13 Me refiero a los tres manifiestos del Movimiento Comunal del Perú que su secretario de política —ni más ni menos que el propio Manuel Scorza— redactó y publicó en el diario Expreso en 1961 (Scorza, 1988, pp. 173-176, 188-193, 203-206). Por lo demás, al igual que ocurre con otros materiales en La guerra silenciosa, la presencia de estos manifiestos cumple, a mi parecer, un doble cometido: hace hincapié en que lo narrado ha sido ya objeto de escritura a través de otro tipo de discurso (el periodístico, en este caso) y contribuye así a establecer un vínculo entre la pentalogía y estas fuentes cuyo asidero extratextual resulta innegable; sea el caso, refrenda, matiza o disiente de lo que ellas contienen al contrastarlas o compleactualiza el contenido de dichas «informaciones» al insertarlas en un corpus mayor y, según mentarlas con otras versiones (es decir, con el sentido que crea la propia obra scorziana). En suma, los textos de la prensa dentro de La guerra silenciosa fungen como expresiones que gozan de cierta legitimidad histórica y social (no por nada se indica el nombre de la fuente, la fecha de publicación y demás detalles) y que, por tanto, le sirven de base y asidero a Scorza para enmarcar su versión dentro del «espacio de la realidad que pretende representar» (2003, p. 76), como señala Cornejo Polar.

14 El siguiente fragmento de la conversación sostenida entre Scorza-personaje y Genaro Ledesma (ambos, no está de más insistir, letrados) ofrece un buen ejemplo:

«—Si contamos con el campesinado y el proletariado, ¿qué nos falta? ¿Armas? ¡Se las quitaremos a la tropa!

—Nos faltan cuadros.

—Los cuadros se forjan en la lucha.

—¿Crees que una docena de dirigentes puede controlar el desborde campesino de cien mil campesinos?

—¿Por qué controlar?

—Los campesinos necesitan una dirección política. El campesinado puede alcanzar victorias iniciales. Pero ¿luego?

—¿Hasta cuándo tendremos la pretensión de enseñarle lo que no sabemos a los sobrevivientes de una cultura que ha atravesado 450 años de genocidio?» (p. 238).

15 «Genaro Ledesma no pierde la calma [...] Se acerca a una mesa donde se confunden libros, tazas, un termo, periódicos». Y unas líneas después añade: «Ledesma escuchó a Manuel Scorza con preocupación» (p. 222, cursivas mías). La fluctuación se acrecienta en vista de que no es posible saber si quien hace tales acotaciones es el narrador heterodiegético o el homodiegético (Scorza-personaje).

16 En el capítulo 46, narrado por Scorza-personaje en presente, relata su entrevista con el Prefecto Corzo. Más adelante, se lee: «—Nosotros tampoco respondemos de lo que pueda suceder a usted, señor prefecto —replicó Manuel Scorza» (p. 229, énfasis mío).

17 «Yo recordaba las páginas en que Middendorf relata su paso por Huaraz. El famoso viajero, compañero de Humboldt, consagró 20 años a recorrer el Perú. Pasó por Huaraz en 1885, poco después de la gran rebelión campesina de Atusparia. En el camino se alojó en la Hacienda San Martín. "La hacienda —escribe— estaba bajo la vigilancia del hermano de la señora Adams [...] Este hombre se había distinguido en alto grado en la lucha contra la sublevación indígena, que estalló el año anterior y desde entonces tenía fama de hombre temible"» (Scorza, 1988, p. 216); «El prefecto se ajusta el traje cruzado de casimir gastado. El edificio, el salón, los muebles, los funcionarios: todo es miserable, sórdido, deteriorado. En 1855, terminada la guerra con Chile, Middendorf visitó el norte. En muchas ciudades encontró autoridades andrajosas. En Cajamarca el prefecto caminaba descalzo» (p. 228); «Los oficiales siguen mirando el vacío [...] Esos oficiales impertérritos son los representantes del Orden: los visitó Cajamarca. Durante el viaje utilizó los servicios de un arriero: mozo despierto, inteliadministradores del monopolio de la violencia. [...] Hacia finales del siglo XIX Middendorf gente. El arriero creía que viajaba a Lima. Ignoraba que la capital de su país quedaba en la costa: la imaginaba cerca de Brasil» (p. 240).

18 «Las crónicas son discursos cerrados que remiten a la persona del autor como instancia muchas veces legitimadora de su sentido y de su verdad: no es inusual, por esto, que el cronista incorpore su experiencia al tejido del discurso como mecanismo que garantice la autenticidad de lo que dice, con lo que duplica su presencia y enfatiza consistentemente su autoridad. En otros términos: el discurso cronístico no puede desplazarse más allá del espacio que configura su autor, con lo que además respeta la índole finita de toda expresión escrita, aunque —por supuesto— dentro del texto puedan resonar varias y distintas voces, incluyendo a veces las de informantes orales. No es casual, entonces, que haya pocas crónicas anónimas y —que yo sepa— ninguna en la que colaboren dos o más autores» (2003, p. 76).

 

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