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Desde el Sur

Print version ISSN 2076-2674On-line version ISSN 2415-0959

Desde el Sur vol.11 no.2 Lima July/Dec 2019

http://dx.doi.org/10.21142/DES-1102-2019-41-60 

ARTÍCULOS

Paranoia e identidad en la narrativa de Augusto Higa Oshiro: el caso de Japón no da dos oportunidades (1994)

Paranoia and identity in the narrative of Augusto Higa Oshiro: the case of Japón no da dos oportunidades (1994)

 

David Durand Ato1 ORCID 0000-0003-0534-1421

Universidad Marcelino Champagnat. Lima, Perú

ddurand@umch.edu.pe


«Allá en el Perú no somos peruanos, acá en el Japón, nos maltratan por extranjeros. ¿Qué diablos somos? [...] Somos los fronterizos, los que estamos en el limbo».

Higa, 1994, p. 59

RESUMEN

En Japón no da dos oportunidades (1994), Augusto Higa Oshiro narra su experiencia laboral en Japón, de la cual brinda un duro testimonio que critica a la sociedad capitalista japonesa y muestra su proceso de decepción y exclusión marcado por la irrupción de rasgos paranoicos. Este texto permite evidenciar el conflicto entre el Japón idealizado por los padres (japoneses de origen) —es decir, una sociedad llena de valores tradicionales y anhelada por los hijos— y una sociedad competitiva, homogénea, excluyente y racista, que es la que Higa encuentra. El objetivo de este trabajo es estudiar el funcionamiento de esa exclusión, marcada principalmente por el valor del trabajo y la alienación que surge de esta, proceso que Higa no puede cumplir del todo, a pesar de todos los intentos que narra a lo largo del libro, en los que descubre su condición de latinoamericano y peruano. Resalta la sensación de persecución y locura que lo llevan al delirio y que rompen el ansiado proceso de identificación, marcado a su vez por un regreso al Perú.

PALABRAS CLAVE: Identidad, paranoia, trabajo, migración


ABSTRACT

In Japón no da dos oportunidades (1994), Augusto Higa Oshiro narrates his experience of working in Japan, in an uncompromising testimony that offers a critique of Japan’s capitalist society and unveils processes of disappointment and exclusion marked by the irruption of paranoid tendencies. The text focuses upon the conflict between the Japan idealized by the author’s Japanese-born parents, a society defined by traditional values and yearned for by the younger generation, and the competitive, homogeneous, exclusive and racist society that Higa encounters. The goal of this essay is to focus upon how such exclusion functions, the notion of the work ethic, and the sense of alienation that arises from such a process; one that is not entirely available to Higa, in spite of all the efforts narrated throughout the book. In this way, he explores his condition as a Latin American and Peruvian, while addressing the sense of persecution and mental illness that lead to delirium and the final breakdown of the yearned-for process of identification, as he returns to Peru.

KEYWORDS: identity, paranoia, work, migration


Introducción

En este ensayo quiero explorar la relación entre la búsqueda de la identidad, el trabajo y la paranoia en el libro testimonial Japón no da dos oportunidades (1994) de Augusto Higa, texto que permite poner en conflicto los deseos y anhelos de pertenencia a una sociedad idealizada por los padres —es decir, Japón—, y las frustraciones que dicho entorno construyen al expulsar al sujeto diferente, ya sea porque no puede laborar al mismo nivel que los «autóctonos» o simplemente porque no entiende el idioma o las costumbres. En medio de este proceso influye una sociedad competitiva, homogénea, abusiva, tradicional y racista, como el narrador de este texto nos presenta y resalta constantemente, que incita a marginalizar y estigmatizar al que no cumple con sus estándares de producción, y ello tiene como consecuencia la irrupción de ciertos rasgos paranoicos en él. La sensación de persecución y ensimismamiento, mezclada con alucinaciones y delirios constantes, reproducen una exclusión real y simbólica que frustran y rompen los procesos imaginarios de identificación. En ese sentido, Higa nos recuerda que, más que seres que sueñan o desean ser diferentes, estamos sujetos al orden de los simbólico que nos diferencia, nos cataloga y nos controla.

Sobre el autor, podemos decir que Augusto Higa Oshiro (Lima, 1946) es un notable escritor peruano de ascendencia japonesa, que perteneció a la generación del 70 y fue parte del grupo Narración, sobre todo en su primera etapa. El conjunto de su producción, a grandes rasgos, puede ser dividida en dos momentos. Uno centrado en la calle, lo popular y la barriada, en donde abundan personajes pícaros, y las relaciones marcadas por la criollada, prostitución y la marginalidad. En este momento, destacan los libros de cuentos Que te coma el tigre (1978), La casa de Albaceleste (1987) y la novela Final del Porvenir (1992). El cambio de posición y de temática se circunscribe a la reflexión sobre su identidad «nikkei» o nisei y los problemas históricos de esta comunidad en el contexto peruano. Aquí destacan la novela La iluminación de Katzuo Nakamatsu (2008), los cuentos de Okinawa existe (2013) y su novela Gaijin (2014). Quiero resaltar una pregunta:

¿cómo cambió de temática, esto es, cómo pasó de lo popular y la barriada al registro de los problemas de identidad de la población japonesa en el Perú? De la primera etapa podemos notar que no existen personajes de origen japonés claramente definidos, pero sí la focalización a ciertos tipos sociales, como son el loco (mostrado como «el iluminado») o el vivo. En el segundo momento de su producción dicha focalización continúa, pero se traslada a los personajes de origen japonés, e inscribe también ciertos rasgos propios de dicha comunidad, como la paciencia, el honor y el compromiso. Desde mi punto de vista, el cambio y la perduración de ciertos tópicos y temas se producen por el viaje y la estadía del autor durante 18 meses en Japón, de 1990 a 1992. De este viaje surge el testimonio Japón no da dos oportunidades (1994), título que resume, de manera irónica, la conflictiva relación de Higa con una sociedad que pensó suya y que lo termina enloqueciendo y «expulsando».

Este libro se inscribe en lo que entendemos por testimonio. Está dividido en 24 capítulos, desde los cuales Higa narra su vida, su complicada relación con los migrantes de su misma condición y los diferentes conflictos con los japoneses. Además, cuenta con un glosario de palabras japonesas y la particular definición que el autor les da en castellano. También contiene dos anexos, uno de tres boletas de pago de dos empresas japonesas y dos fotografías del encadenamiento de un departamento desde el cual lo acosaban con ruidos molestos. Como se ve —y es parte de la tradición del testimonio—, el texto quiere tener el efecto de veracidad y ser un relato fiel a la realidad. En la introducción también se nos advierte que se han cambiado el nombre de varias personas para no herir susceptibilidades.

En este trabajo se asume la teoría lacaniana para fundamentar una relación entre identidad y paranoia, y también para demostrar sus potencialidades cuando se relaciona con los textos literarios que narran conflictos acerca de la identidad cultural. Asimismo, se busca generar una reflexión sobre la capacidad del testimonio para centrarnos en problemas clave de la sociedad peruana actual, en la que se debate sobre una migración completamente diferente a la que Higa nos muestra, pero que sustancialmente puede tener los mismos efectos si no sabemos poner en cuestión nuestra relación con esos otros que estigmatizamos y observamos, sin fundamento real, como completamente diferentes. La diáspora venezolana nos sitúa en un inmejorable lugar para pensar, y pensarnos, qué deseamos de ese otro y qué siente este con respecto a nosotros. ¿Nos estaremos comportando como esa sociedad japonesa que no puede ver como igual al otro que anhela ser reconocido como parte de un todo? ¿No estaremos negándonos a nosotros mismos en el venezolano que, dicho sea de paso, es igual que los millones de peruanos que viven en el extranjero?

1 El problema de la identidad y la sobreidentificación con los padres

El libro de Higa se abre con la siguiente problemática:

El presente libro es un testimonio de mi experiencia laboral de 18 meses en la prefectura de Gunma, dos horas al norte de Tokio por la autopista moderna. En efecto, desde agosto de 1990 a mayo de 1992, presté servicios en cinco empresas japonesas a través de un contratista de trabajo, quien me pagaba mi sueldo, me alojaba en una vivienda, supervigilaba mis actividades, y me representaba mi persona antes las autoridades (1994, p. 9).

Efectivamente, Higa viaja a Japón en un momento de crisis económica generalizada producida por el gobierno de Alan García, además de la guerra que el Estado mantenía con Sendero Luminoso. No se trata solamente de un viaje nostálgico en busca de las raíces de un descendiente directo de japoneses, sino que se inscribe en la búsqueda de oportunidades laborales que puedan mejorar la situación económica de su familia. Pero la pregunta que sobresale de este testimonio es sobre la representación de los migrantes o, como lo dice el autor, los «enganchados»: «No descubría nada ajeno a los sentimientos de un visitante en país extranjero, me preguntaba cabizbajo: ¿cómo llegaría el espíritu de nuestros antepasados?, ¿en qué lengua nos comunicaríamos?, ¿cuál sería el camino?» (pp. 19-20).

Jacques Lacan asegura que un significante representa un sujeto para otro significante (Dor, 1996). En otras palabras, el significante migrante es migrante en tanto existe otro significante que pueda relacionarlo y darle dicha identidad. Ese nuevo significante, y aquí podríamos decirle significante maestro, pues sabe algo que se desconoce y tiene el poder de poner en relación lo diverso, es Japón y la sociedad japonesa en su conjunto. A esto Lacan lo llama el Gran Otro. Higa, como bien señala su anhelo y su pregunta, espera que Japón lo reciba de acuerdo con el «espíritu de nuestros antepasados». Imaginariamente, su deseo se sostiene en un recibimiento que lo reconozca como parte de Japón. Es una suerte de relato romántico del encuentro con sus raíces perdidas o con un Gran Otro que lo reciba y lo reconozca como perteneciente a una familia cultural. Y eso no es solamente porque su condición de peruano está puesta en duda, sino porque se siente parte del algo que él ha recibido de sus padres. Son sus padres quienes han sostenido ese deseo de pertenencia a partir de un Japón idealizado e imaginario que, obviamente, ya no se sostiene en lo simbólico. ¿Por qué?

Si bien es cierto que el narrador asegura que va a trabajar, como muchos nikkeis, el punto es que también desea reencontrarse con el mundo de sus padres. Estos también migraron para mejorar sus condiciones de vida y, al igual que Higa, buscaban nuevas oportunidades. En otros libros, sobre todo de la segunda etapa, nuestro autor ha recordado vivamente los abusos que ocurrieron en la década de 1940 en nuestro país y en el contexto de la declaración de guerra de Japón a Estados Unidos. Muchos de los japoneses que vivían en el Perú fueron expulsados y mandados a campos de concentración en Estados Unidos, mientras sus bienes fueron confiscados o simplemente abandonados. Los que se quedaron fueron vilipendiados y perseguidos por una sociedad que los estigmatizó. Bajo estas circunstancias, los padres de Higa, como muchos japoneses migrantes, mantuvieron un deseo de pertenencia a Japón, un resentimiento a los peruanos, es decir, una suerte de fidelidad a una sociedad tradicional que, en la posguerra, fue desapareciendo poco a poco, pues, como sabemos, dicha sociedad adoptó el modelo capitalista sin borrar algunas de sus costumbres. La decepción de Higa es grande, pues los cambios han sido demasiado intensos y traumáticos. Lo que encuentra es una sociedad capitalista, homogenizada y competitiva, además de excluyente con el que considera diferente. Este problema se agudiza por el uso del idioma y las costumbres. Poco a poco, esa imagen idílica formada por los padres cae y trae, a su vez, más conflictos:

No existen compatriotas solitarios, viviendo en relación exclusiva con japoneses, la necesidad apremia a congregarse, incluyendo a los brasileños, para reconstruir el «mundo social» equivalente al que gozábamos en el Perú. En estos encuentros se trasladaba información, se intercambian favores, se originan alianzas, puesto que el «degaseki» (trabajador en tierra lejana) sufre tropiezos de salud, necesita renovar la visa, afronta problemas de soledad, requiere de compañía para cualquier operación: ir al correo, comprar al supermercado, cambiar dólares. Actos simples se convierten en dificultad por desconocimiento del idioma, y no sabe a quién recurrir, excepto al pariente o miembro del entorno de amigos (p. 11).

Lo que necesita Japón como sociedad es mano de obra barata que realice un trabajo que el japonés, para ser redundante, nacido en Japón, no desea realizar. No le interesa los aspectos culturales ni realizar un «enganche cultural», sino simplemente le interesa el cuerpo del migrante. Esta identificación del migrante como solo un cuerpo que realiza un trabajo es lo primero que Higa da testimonio y que no puede soportar. También, y como efecto de lo anterior, le molesta que no es una persona jurídica ante la mirada de la sociedad japonesa:

La situación de fondo es la misma, los extranjeros sufrimos de intermediación, no somos sujetos jurídicos, estamos ubicados como menores de edad, pues necesitamos de una persona nativa o una agencia que se responsabilice de nosotros, supuestamente por desconocer el idioma y las costumbres (p. 14).

Esta desconexión idiomática es una constante en el texto y, por lo demás, genera un sentido de expulsión y, principalmente, rompe la relación identificatoria con ese Gran Otro. No solo se trata de sus expectativas sobre Japón, sino de la relación que Higa había construido con sus padres y su deseo de pertenencia. Ese Gran Otro, el que produce las diferencias, no sostiene su condición de ser humano. Slavoj Žižek señala que la función del Gran Otro es unir alma y cuerpo mediante el lenguaje (2008) y aquí vemos que ese Gran Otro fundamenta dicha relación en el cuerpo que gesticula. Higa, como señala constantemente, solo se une a los japoneses por la capacidad que tiene para gesticular lo que quiere decir. Al respecto, sostiene, a partir de las reflexiones en su primer trabajo, en donde realizaba la labor de ensamblajes de baterías, cómo se siente en tanto es solo un cuerpo:

Sin embargo, la brecha del lenguaje se me ampliaba, en el momento de comunicar que una de las máquinas fallaba, o la reserva de litio se había agotado, me lanzaba para hacerme entender en japonés deformado, y no salía nada. La trabazón de la lengua pesaba demasiado, semejante a un autómata o mudo, agitaba los brazos en posición de náufrago, señalando el hecho in situ (p. 26).

Pero hay un punto más de esta expulsión y sensación de desarraigo. No es solo que los migrantes no pueden comunicarse con los japoneses, sino que utilizan sus rasgos idiomáticos propios del castellano para diferenciarse. Ante la incomprensión por parte del japonés y la ausencia de vínculos, los migrantes reproducen la situación social de la cual huían: «Parlanchines, festivos, soltando risotadas, sin ningún embozo, discutíamos mentado la madre, como si estuviéramos en la esquina de un barrio limeño» (p. 27). Lo que Higa afirma al comienzo del texto (su anhelo de pertenencia a sus antepasados) no se sostiene en los comportamientos que narra, pues los migrantes saben bien que no van a ser parte de una sociedad que desconocen.

Por ejemplo, después de relacionarse imaginariamente con el Japón de sus padres, y tomando conciencia de sus 44 años, la llegada a Japón es descrita de esta manera:

No obstante, aquello no eran más que divagaciones de mozolejo de conciencia escindida. Lo real, lo concreto y tangible, lo encontraba en las bravatas de mis amigos en la camioneta: nos expresábamos en castellano, profesábamos la religión católica, y aparentemente el sentido del humor y la diversión, la conciencia del yo, la confianza en la familia, estaban marcados por los patrones de conducta generales de Lima y de provincia. Nos considerábamos productos naturales del Perú, con alguna diferencia de matiz y un particular colorido (p. 20).

Vemos entonces que los conflictos no son solo de anhelos, sino de caretas. Higa conoce su condición de sujeto escindido en un mundo que no es el suyo, aunque lo anhela. Se trata de estrategias marcadas por una identidad corporal señalada, a su vez, por la ascendencia japonesa y una mentalidad propiamente criolla. Se trata, como lo confiesa en un momento, de estrategias:

El «nisei», segunda generación, nacido en la Segunda Guerra Mundial o un poco después, todavía guardaba los escrúpulos de hombre en dos mundos, casado o con hijos formados, no podía alargar demasiado su estadía en Nihon, (Japón); además, el trabajo intenso y los problemas de adaptación lo hacían vulnerable al pronto regreso, y en segundo lugar, quería comportarse como japonés o lo más cercano a él, cubriendo apariencias de sus rasgos físicos (p. 36).

El texto está lleno de estas contradicciones que son características del testimonio. El punto es que las estrategias no funcionan, pues Higa y muchos de sus compañeros son víctimas de discriminación laboral y cultural. No son aceptados. Y eso va a generar problemas psicológicos y de salud. Asimismo, cabe resaltar que si hay algo que el Gran Otro cuida son las costumbres, pues contienen de muchas maneras la identidad de un grupo cultural. El Gran Otro se solidifica también en el lenguaje. La gramática y la manera de enunciar algo correctamente son formas que el Gran Otro tiene para manifestarse. Por ejemplo, traer el lenguaje es traer un Gran Otro en el idioma castellano. Ponerlo en conflicto con la manera correcta de hablar o utilizar el idioma. Podríamos decir también que las costumbres y tradiciones son las formas en que el Gran Otro se manifiesta o se materializa. Así, la mayor sanción es hacia el que irrumpe en las costumbres y las quiere modificar. El racismo se justifica dentro de ese ámbito de irrupción: mantiene lejos a los que van en contra de lo «auténtico», «noble» y «puro» de las costumbres. Es entendible, entonces, aunque suene políticamente incorrecto, que los japoneses se sientan amenazados por las risas y el sentido de bullicio de la comunidad migrante latinoamericana. En ese sentido, Higa señala bien que se trata de una falta de cortesía reír excesivamente o hablar demasiado en Japón. Lo explica de esta forma a partir de lo que las trabajadoras japonesas podrían sentir:

Con toda seguridad, las mujeres desde el segundo piso echaban miradas furtivas, corroídas por la exasperación y el oído social. No nos engañábamos. Para bien o para mal, a pesar de la exquisita cortesía, consideraban nuestra presencia como un peligro, éramos extranjeros de costumbres erradas, y, todavía peor, operarios de fábrica, la relea social, extraídos del subsuelo, amontonados en la casa por una agencia que sabía perfectamente las hostilidades del vecindario (p. 58).

Como vemos, el sentido de estigmatización es hondo en el narrador. En un momento la policía se acerca para llamarles la atención por el constante ruido que hacían dentro y fuera de las casas en donde vivían. Obviamente, el sentido de persecución juega a la par que el estigma social. Pero Higa va más allá, pues trata de explicar la posición del migrante:

Quienes hayan vivido arrinconados, durmiendo mal, trabajando a ritmo intenso, con la sal de la irritación a punto de estallar, sin poder tener el baño relajante, con descuentos intolerables de salario, testigos obligados de las grescas de los jóvenes impetuosos, entenderá nuestra escasa responsabilidad en acusaciones y denuncia. ¿Tal vez molestaría las ocho o diez bicicletas desparramadas en la puerta?, ¿quizás sería el fragor de los ruidos, las puertas echadas violentamente, las risas escandalosas?, ¿se podría desatar nuestros bajos instintos en cualquier momento?, ¿llevábamos en el rostro los signos del ladrón, el violador o la crápula? (p. 58).

Las preguntas son importantes. No solo se denuncian las condiciones en las cuales viven los migrantes —vale decir, el hacinamiento y las malas relaciones entre los propios migrantes, no acostumbrados a este tipo de situación—, sino que también se señalan los posibles hechos que determinan la ruptura con las buenas costumbres del japonés, aunque se exagera, en la pregunta final, la estigmatización social a partir de tres variables: ladrón, violador y crápula. De cierto modo, el narrador sabe bien que los japoneses no los consideran así, pero él desea colocarse, al menos como respuesta abierta, en esa posición. Entonces vemos algo sumamente importante para el desarrollo de esta exposición. No se trata solamente de la falta de identificación con un Gran Otro, sino el sentido de la estigmatización y la persecución por las supuestas marcas que, de una u otra manera, van a derivar en la paranoia.

Si bien Higa sanciona su ser peruano, también sanciona el ser japonés. En suma, la identificación señalada por el anhelo de reencontrarse con la imagen formada por los padres de un Japón ideal se rompe. Higa, de cierta forma, se sentía japonés y no peruano, pero en Japón se descubre peruano y no japonés. O, como lo dice en una entrevista, se siente peruano japonés, aunque tampoco sabe explicar qué significa esta categoría (Soto Mejía, 2017). De una u otra manera, la enfermedad que va a desarrollar más adelante empieza en este corte que el Gran Otro realiza a partir de la pura identificación de un cuerpo laboral. De esta manera, el trabajo (el espacio en donde veo mi valor como cuerpo y como mente) lo sanciona en su falta de competitividad, al generar una sensación de persecución constante de ese Gran Otro.

2. El trabajo y la paranoia: el caso de la «Flor sin retoño»

A grandes rasgos la paranoia es una estructura psicótica que deriva de una fuerte identificación imaginaria que se enfrenta con lo simbólico. En otras palabras, los ideales no solo no son representados en lo social o en el lenguaje, sino que son rechazados abiertamente por lo simbólico, al menos en la psique del sujeto paranoico. No solo hablamos de rechazo, también de la sensación de persecución y expulsión. Si la pregunta del neurótico, persona normal y que lidia con la culpa y la ansiedad, es ¿qué quiere el otro o el Gran Otro de mí?, digamos que el paranoico «conoce» lo que el otro, o mejor dicho el Gran Otro, sabe que quiere: destruirlo, perseguirlo, retenerlo, matarlo. Pero ¿por qué lo quiere hacer? Una respuesta es porque se ha sancionado negativamente el hacer del sujeto paranoico o este no está a la altura del deseo del Gran Otro.

Después de todo lo expuesto, no quiero señalar que Higa, siguiendo su testimonio, se haya vuelto completamente paranoico. La paranoia es una estructura que es difícil de curar, pero lo importante es notar que todos podemos desarrollar rasgos paranoicos. Entiendo por rasgos paranoicos como un mecanismo de defensa ante una realidad que es adversa, pero que es identificada como excluyente o agresiva. Si regresamos al neurótico «normal», como ustedes y como yo, este se siente sancionado o piensa que ha decepcionado a un Gran Otro (familia, trabajo, pareja, hijos, etc.). Podemos tener insomnio, pesadillas, patologías, manías, fobias y hasta delirios mezclados con alucinaciones, pero eso no nos hace completamente paranoicos, pues no generamos la idea de una trama secreta contra nosotros. Sospechamos, dudamos, tenemos miedo al otro, al diferente, y todo esto es un mecanismo de defensa de todo sujeto. El punto es cuando esto se radicaliza y se forma una estructura que explica el mundo. Los japoneses, en ese sentido, muestran rasgos de paranoia con respecto a los migrantes. «Nos están quitando algo que nos pertenece» o «ellos atentan contra nuestra forma de vida», parecen decir, tal como Higa lo señala: «si demuestras mejor habilidad, te harán la vida imposible hasta sacarte del puesto, es una guerra sucia» (p. 109). Los rasgos paranoicos que demuestra el autor se centran en que Japón o los japoneses lo quieren destruir o, como es su caso, enloquecer. ¿Qué ha hecho Higa para ser sancionado y generar este supuesto rechazo? Veamos esto con más detalle.

Podemos entender la actitud del japonés. Los migrantes no entienden el idioma, las costumbres y el modo de vida. En este punto, hay cierta coherencia en su accionar discriminatorio. Como he señalado, los «enganchados» son solo un cuerpo para los japoneses. Por su parte, los migrantes no tienen una identidad, pues no hay mucho con que comparárseles con los japoneses, salvo los rasgos físicos. Al fin y al cabo, pueden ser una amenaza para un estilo de vida o ante la idea de cierta pureza en las costumbres o en la raza.

El punto de mi hipótesis de trabajo tiene que ver con la unión que hace el narrador entre la identidad y los rasgos paranoicos que Higa está a punto de desarrollar, y esta unión es la sanción en el trabajo. Veamos qué piensa al respecto sobre el modo laboral de las fábricas en las que trabajó:

Supe de las exigencias de una línea de trabajo rigurosa, donde un centenar de obreros se acomodan delante de un bullente carril, y cada 15 segundos aseguran pernos, colocan reactivos y pegan botones, para armar un aparato de aire acondicionado desde el cascarón a la última pieza (p. 10).

Aquí tenemos un primer indicio del trabajo alienado que no puede soportar el trabajador migrante. Lo que Higa cuestiona no es solo es este tipo de acción mecanizada y homogénea, desde su posición de peruano y latinoamericano, que no puede aguantar la forma de vida de los japoneses. Obsérvese la descripción de los operarios japoneses:

Parecía un auténtico ejército, avanzaban con regularidad asombrosa, como si desde la infancia practicaran el mismo rito: cogían la charola, se servían los platillos, sin perder tiempo ubicaban una banca en las numerosas mesas, y en menos de 10 minutos despachan el almuerzo (p. 23).

¿Qué es lo que quiere Japón de él? Pues que se automatice, que se aliene al trabajo y a su modo de vida que, poco a poco, y como reacción a esto, comienza a centrarse en la idea de su olvidada peruanidad:

Para nuestros hábitos peruanos aquello era inconcebible, no encajaba en mi cabeza, el almuerzo nacional de casa, fabrica u oficina, se realizaba sobre una charla salpicada de risas, sin tener en cuenta a la persona ubicada atrás, desdeñosos del vecino con nuestra bulla, sin pensar en el asiento o en la mesa para los demás (p. 23).

La disciplina japonesa no va con sus formas y costumbres peruanas. Reclama, ante ese Gran Otro, y como muchos migrantes, que no es un cuerpo que trabaja, sino un ser que siente y que es espontáneo: «Una disciplina semejante exigía sofocar la espontaneidad, bloquear el urgente egoísmo, en aras del conjunto y el buen funcionamiento social. ¿Las personas que nos rodeaban eran conscientes de su automatismo?» (p. 23). No logra entender, entonces, cómo los japoneses pueden trabajar de forma automática y cómo este trabajo representa el «funcionamiento social». En otras palabras, Japón se aparece ante él como una máquina. Pero se trata de una máquina que busca usar y destruir al sujeto.

A pesar de todo lo señalado, a pesar de la ausencia de identificación con el trabajo japonés, en el cual él centra la identidad japonesa, Higa busca ser un cuerpo automático. En otras palabras, quiere alienarse. Pero su cuerpo no puede funcionar como se debe en una situación determinada, en especial en el trabajo. Al respecto, recuerdo una cita anterior:

Sin embargo, la brecha del lenguaje se me ampliaba, en el momento de comunicar que una de las máquinas fallaba, o la reserva de litio se había agotado, me lanzaba para hacerme entender en japonés deformado, y no salía nada. La trabazón de la lengua pesaba demasiado, semejante a un autómata o mudo, agitaba los brazos en posición de náufrago, señalando el hecho in situ (p. 26).

Las burlas, las chanzas de los operarios japoneses no se dejan esperar y el narrador insiste nuevamente en ser ese cuerpo que puede satisfacer a ese Gran Otro:

En circunstancias que arreciaba el trabajo, el miedo de fracasar paralizaba los músculos, sin querer la mano se ovillaba, abrumado por el cansancio, desaparecía la voluntad de medir el litio, a duras penas colocaba los moldes en el horno, entonces desde la oscura región del inconsciente subía una voz arrulladora: haz los movimientos del robotito. Y sin pensar en nada, identificándome con un autómata, sincronizaba rostro, hombros, manos, piernas, exactamente imitando las fijaciones de un muñeco. Mi cuerpo duro, los brazos extensos, en punta de pies, echaba una caminada artificial como si fuera de latón, y emitía un sonido de maquina triste, semejante a un chirriar agónico (p. 91).

Más adelante observaremos otros esfuerzos por identificarse con el modo laboral japonés, todo lo cual siempre termina en fracaso. Aunque la pregunta «¿qué quiere el Otro de mí?» es respondida por la sumisión a la voluntad laboral y el automatismo en ausencia del lenguaje, hay algo en él que no puede satisfacer dicho deseo. Antes de pasar al autosabotaje, es decir, la conciencia de que busca estropear el trabajo que realiza, y la incapacidad desarrollada por la crisis nerviosa que va a sostenerse pasando el último año en Japón, hay que señalar una idea fundamental que explica esta suerte de conmoción, una idea no tan loca que podamos decir y que sea producto de la panonia que Higa siente al ser perseguido por su mal trabajo. Él es consciente de que los japoneses los engañan. Me explico.

Los «enganchados» desconocen el idioma y esto es un factor que los vuelve dependientes de un japonés, que hace de garante de su trabajo y situación doméstica. Al desconocer el idioma, no pueden darse cuenta de los descuentos absurdos que sufren. Al final del libro, como ya señalé, Higa coloca las boletas de pago y explica detalladamente cómo todos los migrantes son objeto de cobros inadecuados. La sensación de sentirse explotado y automatizado va a la par, entonces, con sentirse «asaltado». En los cálculos de sus sueldos, Higa nos señala los pagos en moneda japonesa y dólares, y los descuentos demuestran que efectivamente existía un engaño por parte de los contratistas japoneses. Al respecto, dice: «¿No se estaba creando un cobro indebido? ¿Realmente la agencia había contratado un seguro contra accidentes? No, absolutamente, no, no existía ningún seguro de por medio, era una de las tantas formas de robar dinero» (p. 46). Incluso se trata de una suerte de comercio de trabajadores, pues un personaje, también migrante, anima a otros a cambiarse de trabajo, supuestamente con mejores condiciones de estadía y sueldo. Higa descubre que este tipo de personajes abundan. Su labor no solo es reenganchar trabajadores, sino cobrar una comisión. De esta manera, la sociedad japonesa comienza a resquebrajarse, pues hay un engaño sistemático. Además, nos dice que en Japón todos ostentan dos caras, son hipócritas y solo quieren abusar de los migrantes explotándolos. Poco a poco comienza a armar una suerte de discurso que lo lleva al autosabotaje.

Antes de pasar a este punto, el narrador demuestra una suerte de patología con la identificación con la máquina de trabajo:

No flotaba en el ambiente, sabía que emergía desde abajo, entonces con la sensación loca en la cabeza, como los actos irracionales que se ejecutan con naturalidad, en algún momento me agachaba bajo el pretexto de amarrar los condones del zapato, y la aspiraba profundamente en la parte inferior de la compactadora [...] en un momento constituyó mi deleite solitario, ante la impotencia del idioma y la intensidad del trabajo (p. 41).

¿Cómo explicamos esta fijación con el olor del lubricante de la máquina? ¿Qué relación tiene con la impotencia de no poder trabajar correctamente y el desconocimiento del idioma? Si la máquina es la máxima metáfora de la eficiencia japonesa, la famosa tecnología y el trabajo automatizado y disciplinado, la forma de relación con ella, no es tan difícil de imaginar que para él simboliza al Gran Otro. Esta cita, cabe señalar, tiene como referencia a las primeras experiencias laborales en donde aún existe una suerte de anhelo de identificación. Pero es en este fetiche máquina en donde empiezan los problemas más graves para el narrador.

En un momento de crisis, se malogra su máquina. Ya ha pasado más de un año trabajando y él se siente responsable del desperfecto. Aquí ya podemos señalar el inicio de los rasgos paranoicos a partir del autosabotaje:

¿quizás socavaba el trabajo ocasionando dificultades artificiales, cometiendo errores involuntarios, provocando accidentes? Si mi hipótesis poseía veracidad, me daba cuenta de que mis reacciones se acercaban al rencor o la destrucción, semejantes al de los extranjeros que estropeaban teléfonos internacionales en las estaciones (162).

Pero no solo se trata de una racionalización de su acto negativo. A estas alturas Higa sufre de insomnio, vagabundea constantemente, fuma demasiado y se pierde regresando al departamento compartido con otros migrantes. También comienza a tener serios problemas con otros compatriotas. En consecuencia, su estabilidad emocional está sumamente dañada.

Este punto de quiebre y de autosabotaje termina con la sanción y la degradación laboral. No es solo objeto de burlas, sino que se le obliga a realizar la labor más despreciada: barrer. En esta parte Higa va rompiendo todo vínculo con Japón. El texto se vuelve crítico con la homogeneidad y disciplina japonesa, y descubre que el máximo valor es la competitividad. Él no es competitivo. Como consecuencia, prefiere no ir a trabajar, pues asegura que nunca podrá entender la sociedad japonesa. Aquí, ya enfermo de los nervios, recurre a un Gran Otro que conoce: la Biblia. Es sintomático que nos señale la lectura del libro de Job que, desde una perspectiva lacaniana, se trata del hombre que sufre y que se niega a ser paranoico. No le echa la culpa a Dios de sus males: los aguanta sabiendo que será recompensado. En esa suerte de identificación con la figura bíblica aparece un personaje fundamental, «Flor sin retoño».

Se trata de una mujer un tanto mayor, su vecina para mayores señas, que le consigue otro trabajo. Obviamente, Higa se siente agradecido con ella. Poco después, esta mujer se enferma e, inmediatamente, Higa la visita para conocer su estado de salud. La familia de la mujer malinterpreta el acto amistoso, piensa que quiere enamorarla, y comienza un proceso de acoso contra él. Higa sigue recurriendo a la lectura de la Biblia como consuelo a su soledad y menosprecia la actitud de la familia. Aquí es dable señalar el punto de su locura, que lo lleva poco a poco al delirio y a la alucinación. Al ser su vecina, los cuartos de ambos colindaban. A decir de Higa, siente que hay un ruido muy extraño que hace la puerta del clóset al abrirse. Este ruido surge del cuarto de la «Flor sin retoño». Él lo identifica con un sonido erótico y responde con el mismo ruido, una suerte de música y comunicación entre ambos lados. Nos dice:

Nunca imaginé que ese gesto antojadizo, encadenados a incidentes fortuitos, sumados a una pasión enfermiza, secundados por mezquinos intereses familiares, originaría el remolino absurdo que arrastraba odios, llantos inútiles, humillaciones silenciosas, locuras solitarias, y meses más tarde, desencadenó mi vergonzosa huida de Japón (p. 197).

Sucede que el ruido se intensifica por las noches. No puede conciliar el sueño y se siente acosado. Cambia de cuarto, pero la persona que duerme en el suyo no escucha nada. De regreso a la habitación siente que el ruido se hace más persistente, y le provoca mayor malestar y ansiedad. Incluso tiene alucinaciones: ve a la «Flor sin retoño» por la ventana, pero, en ese instante, sigue escuchando el mismo sonido persistente. A partir de aquí se marca un estado de locura, pues señala que comienza a reír y a llorar al mismo tiempo. Incluso se siente acosado como si estuviera en una guerra:

Fueron tantas las manifestaciones de la guerra, los tañidos iniciales del clóset, las sonrisas maliciosas de los miembros del clan, y ahora resultaba que nadie advertía nada, ni siquiera pescaban un ruidito molesto, no obstante que los fines de semana y los días de fiesta, los vecinos camuflaban su agresividad con ruidos domésticos (p. 226).

Su salud mental empeora cada vez más. Sus amigos y compañeros, incluso su primo Wálter, lo toman por loco. Su reacción es culpabilizarlos y acercarse, en sus palabras, al suicidio:

No sé cuánto tiempo duró el periodo, nunca como en aquellos días de infortunio me acerqué tanto al abismo del suicidio, los acontecimientos y el sentido de la lucha adquirían contornos absurdos: los enemigos eran compatriotas nikkei, juntos marchábamos para construir un futuro mejor, supuestamente debía primar la solidaridad (p. 233).

Los rasgos paranoicos están en un nivel máximo y, como vemos, se genera un discurso que explica la situación. Los significantes guerra, batalla, incomprensión, culpa, enemigos, etc., estructuran una forma de entender el momento. Aislado y cada vez más solo, Higa pierde los dientes delanteros:

La última de ellas derivaba de la tensión nerviosa, solamente pensar en mi regreso a Iyoku me generaba profundo malestar; en un momento inesperado del almuerzo, al masticar un simple bocado de arroz, mis dientes superiores cedieron, se quebraron de raíz (p. 237).

Los síntomas no solo son del orden de la psique, también hay un desmejoramiento corporal que se manifiesta en la destrucción de los dientes, la pérdida de veinte kilos y la «cara de desolación» que tiene y es reconocida por todos sus compañeros. Paralelamente, empieza a drogarse con hachís para calmar sus nervios, pero siente que la guerra contra la familia de su vecina se hace cada vez más grande e intensa. Sin embargo, la familia de «Flor sin retoño» se va del departamento y se aleja, supuestamente, de su vida. Él piensa que por fin tendrá un poco de paz, pero extrañamente los ruidos continúan. Al final del libro, Higa nos muestra fotografías de cómo colocó cadenas a la puerta del departamento, en apariencia desocupado, con la finalidad de que nadie pudiera entrar. Un acto, por cierto desesperado. Además, llama a la empresa y pide la verificación de que el departamento se encuentra vacío. Obviamente lo toman por loco, pero, ante su insistencia, los funcionarios deciden hacer una visita sorpresa. Los resultados lo dejan perplejo, incluso al lector, pues efectivamente encuentran a la mujer escondida, es decir a «Flor sin retoño»:

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No permitieron que saliera de la vivienda, me exigieron discreción, el resultado fue la captura de la «Flor sin retoño» en el 205, la condujeron a la oficina de Ota, armaron un interrogatorio, y a las tres horas la devolvieron a Iyoku [...]. No me informaron la decisión, jamás conversaron conmigo, nunca supe si la captura confirmaba mis quejas, el sentido de la autoridad japonesa no explica sus determinaciones, de manera que me sentí perplejo (p. 251).

Más allá de la personificación del objeto del delirio —la persecución de «Flor sin retoño» y su familia sobre él, y su posterior captura—, en esta cita podemos señalar la sensación de desamparo que siente con respecto a la sociedad japonesa. Este Gran Otro no le explica nada, es decir, no le concede razón a su pedido. No hay un gesto amable o una suerte de retribución simbólica a una persona que, por cierto, se venía quejando con razón de ser acosado. Y esto se explica en el final de su estancia en Japón. Después de su victoria a medias, Higa decide emborracharse y así celebrar ese supuesto «triunfo». El resultado es que vuelve a escuchar los mismos ruidos:

Abro los ojos, en la oscuridad busco el reloj sin moverme, resplandece la hora, cuatro de la mañana, espero aterrado el segundo próximo, sigo a la expectativa, y como surgiendo de la nada, otra vez el triscar impertinente en el segundo piso imposible, no puede ser, quiero razonar, bañado de lágrimas, por primera vez en los nuevos meses del asedio, golpeó mi cabeza contra la pared, dando aullidos como loco, impotente ante la crueldad (p. 253).

Inmediatamente, después de esta crisis, decide regresar al Perú. Toda la narración es difícil de hilar en el sentido de una consecución de hechos que supuestamente no tienen relación. Lo que debo aclarar es que sí posee una lógica determinada por el desplazamiento de acciones que van del trabajo, como el espacio público de observación y control del Gran Otro japonés, al espacio privado en donde se materializa la sanción de ese Gran Otro en la figura de la «Flor sin retoño» y su vengativa familia. Como ya he señalado, la estructura paranoica exige una mirada persecutoria y discriminadora sobre el sujeto en el espacio privado, pues no puede desarrollarse plenamente en el espacio social.

Conclusiones

Slavoj Žižek tiene una interesante metáfora para explicar la relación que tenemos con el orden simbólico o Gran Otro:

El orden simbólico, la constitución no escrita de la sociedad, es la segunda naturaleza de todo ser hablante: está ahí, dirigiendo y controlando mis actos; es el agua donde nado, en última instancia inaccesible —nunca puedo ponerlo en frente de mí y aprehenderlo—. Es como si nosotros, sujetos del lenguaje, habláramos e interactuáramos como marionetas, con nuestras palabras y gestos dictados por un poder omnisciente y anónimo. ¿Significa que para Lacan los seres humanos son meros epifenómenos, sombras sin ningún poder; que nuestra autopercepción como agentes libres y autónomos constituye una suerte de ilusión que impide que un usuario de computadora pueda ver el hecho de que somos herramientas en manos del gran Otro que mueve los hilos detrás de la pantalla? (2008, p. 18).

Si tomamos en serio que el orden simbólico, la manifestación del Gran Otro, es el agua y nosotros somos los peces, indirectamente tenemos que pensar, siguiendo el hilo de la metáfora, que si un pez se traslada de estanque o lago y no se le dan las condiciones para su ambientación, ese pez va a morir. Esta idea sería muy determinista, pero vale para pensar lo que el Gran Otro puede hacer, pues el ser humano, a diferencia de los peces, toma decisiones como movilizase hacia otros espacios. Higa, como migrante, se moviliza de un Gran Otro que se encuentra en crisis —vale decir, el Perú (¿cuándo no hemos estado en crisis?)—, para irse a un Gran Otro que él, idealmente, piensa lo va a recibir «con el espíritu de sus antepasados», marcado por los ideales paternos y la sobreidentificación con un mundo que desconocía, Japón.

Al respecto, en una entrevista (Soto-Mejía, 2017), Higa niega la palabra nisei como productiva y funcional para definir a los hijos de japoneses. Señala que en Japón dicha palabra no significa hijo de japoneses o de ascendencia japonesa, sino que significa «extranjero». Sus padres, los primeros japoneses, crearon esta palabra para mantener vivos en sus hijos la idea del retorno y de filiación. La palabra, según Higa, se inventó en el Perú. En otras palabras, la decepción de Higa en Japón no es solo por la sociedad japonesa, sino también es la decepción a sus padres y su propia narrativa identitaria. Sobreidentificado, la crisis que sufre en Japón lo deja sin identidad y en estado de locura. El regreso al Perú es una forma de volverse a sentir parte de algo, de un Gran Otro que no lo discrimina tan duramente como la sociedad japonesa. Por eso, señala que el nisei es una forma de ser peruano (Soto-Mejía, 2017).

Ahora, estas afirmaciones son posteriores al libro. El punto es cómo lo probamos en el texto. Al respecto caben tres ejemplos. El primero es la constante focalización del narrador al personaje criollo, al vivo, no solo peruano, sino argentino o brasileño, ambos también de ascendencia japonesa. Esta focalización se ve, por ejemplo, cuando los migrantes retornan imaginariamente al barrio limeño con sus actos y gestos: «Parlanchines, festivos, soltando risotadas, sin ningún embozo, discutíamos mentando la madre, como si estuviéramos en la esquina de un barrio limeño» (p. 27).

El segundo elemento viene por la comida. Hartos de la comida japonesa, los migrantes, compañeros de Higa, deciden hacer platos peruanos, entre ellos el arroz chaufa y el locro, para lo cual inician una suerte de búsqueda de los ingredientes adecuados. Es, en suma, un intento de recuperar el hogar y la identidad extrañada. Llaman la atención los dos platos, pues uno es de origen chino y el otro, de origen andino. Es sabido el abierto conflicto entre las comunidades japonesas y chinas no solo en nuestro país sino en otras latitudes. Asumir el chaufa como parte de la nostalgia al Perú es, de alguna manera borrar la distancia que los separa con los chinos. Pero el conflicto que quiero tomar como último ejemplo es con el mundo andino, el cual se simboliza en el locro. Me explico.

En un momento de 1991, y como producto de la corrupción en el Perú, muchos peruanos de origen no japonés migran a Japón falsificando documentos o sobornando a un funcionario para afirmar su supuesta descendencia. Ante esta ola de «no japoneses o no niseis», el narrador reacciona de manera racista. Basta ver este comentario que se registra de un amigo: «No respetan las costumbres, ni les interesa adaptarse, quieren imponer la ley del más vivo. Ahora los japoneses nos van a odiar más, por culpa de los chichas, nos pueden regresar a todos, legales o ilegales» (p. 153). Los «chichas» son el nombre que le dan a estos seudohijos de japoneses y que van a ser descritos como «huacos». ¿No reproduce Higa patrones de conducto de la barriada limeña con respecto al migrante, casi siempre de origen andino, que sus compañeros desprecian? Higa reflexiona mucho en el texto, pero aquí parece ser inconsciente de la reproducción de ciertos mecanismos discriminatorios aprendidos en Lima. Desde mi punto de vista, es una forma de cómo el Gran Otro, peruano o limeño, habla en él y en otros migrantes.

Ahora, es entendible que esta crisis de identidad degenere en su posterior regreso, pero he querido señalar que no se trata solo de eso. El migrante es un ser moldeable y son muchos los peruanos como Higa que se quedaron y siguieron trabajando. Pero, en su caso, se trata de algo más intenso: no puede con la forma de trabajo japonesa. La automatización, la homogeneidad y el abuso constante, entre otras causas, producen en Higa un desajuste entre sus condiciones mentales y somáticas. No solo se identifica patológicamente con la máquina —esto es, la fijación con el olor del lubricante—, sino que él mismo intenta robotizarse. El esfuerzo degenera también en una sensación de autosabotaje que determina su sanción como sujeto improductivo. Podíamos decir, aunque suene arriesgado por la falta de recursos psicoanalíticos para afirmarlo, que el fracaso en la alienación laboral produce la alienación psíquica y los rasgos paranoicos tan vivamente sentidos con el personaje de la «Flor sin retoño».

Los delirios, las alucinaciones auditivas, la soledad y el insomnio son muestras de la formación de un discurso en el que todos lo persiguen y lo sancionan, hasta su primo y mejores amigos. En suma, los rasgos paranoicos surgen cuando nos sentimos «cortados» por el Gran Otro. He hecho énfasis también en la incapacidad de comunicación por el desconocimiento del idioma, factor que desde el inicio señala con un «no sé qué estarán diciendo de mí». Esto produce no solo la sensación de extrañeza ante el japonés, sino que Higa se siente poco a poco extraño de sí mismo, es decir, se acerca a la locura. Recordemos que la palabra paranoia deriva del griego παράνοια, que se compone de παρά («al lado») y νόος («mente; disposición»). En otras palabras, paranoia es estar fuera de la mente, de la razón y del entendimiento. Quisiera resaltar el «para», es decir, el estar de lado de algo. O sentirse fuera de algo, ya sea la razón o el orden simbólico. Higa se siente al lado de la sociedad japonesa. Un estar fuera de ella.

¿Qué queda por señalar de todo este proceso de desubjetivación que Higa experimenta y del cual da un valiente testimonio? En un contexto de migración venezolana, diferente pero similar, en tanto no es tan distinta a la de millones de peruanos en situación de diáspora, no puedo más que señalar que en nuestra sociedad se vienen instaurando discursos paranoicos con respecto a ese otro que no cuaja con nuestro supuesto orden simbólico, tan puro y ordenado como muchos parecen afirmar. En el ámbito de la locura y del cinismo, discursos como «ya con nuestros ladrones tenemos suficiente», «o solo vienen a quitarnos nuestro trabajo», entre otros rasgos delirantes, no piensan claramente en lo que el migrante puede estar sintiendo con respecto a su situación. Lejos estamos de una sociedad automatizada y competitiva con la que Higa se encuentra, pero, en contraparte, estamos cerca de la burla y la discriminación que este autor siente por parte de la sociedad japonesa. En ese sentido, el testimonio de Higa no es solo valiente, sino completamente contemporáneo, pues nos interpela como sociedad.

 

Contribución del autor

David Durand Ato ha participado en la concepción del artículo, la recolección de datos, su redacción y aprobación de la versión final.

Fuentes de financiamiento

Autofinanciado.

Conflicto de interés

Ninguno.

Citar como: Martínez, J. (2019). Paranoia e identidad en la narrativa de Augusto Higa Oshiro: el caso de Japón no da dos oportunidades (1994). Desde el Sur, 11(2), pp. 41-60.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Dor, J. (1996). La «psicosis lacaniana». Elementos fundamentales del abordaje lacaniano de las psicosis. Psicoanálisis, 18(3), pp. 461-476.         [ Links ]

Higa Oshiro, A. (1994). Japón no da dos oportunidades. Lima: Generación 94.         [ Links ]

Soto-Mejía, I. (2017). Memoria, trauma y perdón en la narrativa nisei de Augusto Higa Oshiro: escribir el pasado para atrapar al futuro. Alternativas 7, recuperado de https://alternativas.osu.edu/es/issues/autumn-7-2017/essays4/soto-mejia.html        [ Links ]

Žižek, S. (2008). Como leer a Lacan. Buenos Aires: Paidós.         [ Links ]

Zoja, L. (2013). Paranoia. La locura que hace la historia. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.         [ Links ]

 

Recibido: 21/9/2019

Aceptado: 4/11/2019

 


1 David Durand Ato (Lima, 1980) es bachiller y licenciado en Literatura por la Universidad Nacional Federico Villarreal, magíster en Estudios Culturales por la Pontificia Universidad Católica del Perú, y egresado de la maestría de Literatura Peruana y Latinoamericana de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha sido director general de la Escuela Nacional Superior Autónoma de Bellas Artes del Perú en el periodo 2013-2015. Ha publicado el artículo «Aquello que llaman "tono de vida": mujer, economía y sexualidad en la narrativa de José María Arguedas» (Cuenca, R. y Pajuelo, R. [Eds.] [2014]. Arguedas. El Perú y las ciencias sociales: nuevas lecturas. Lima: Instituto de Estudios Peruanos) y «La "máquina mutiladora": el discurso perverso del Ejército Peruano durante el conflicto armado interno» (Denegri, F. y Hibbett, A. [2016]. Dando cuenta. Estudios sobre el testimonio de la violencia política en el Perú (1980-2000. Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú).

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