Introducción
La corrupción es un fenómeno que ocasiona devastadoras consecuencias para la administración pública, pues socava su credibilidad y obstruye el cumplimiento de los fines que persiguen sus órganos e instituciones. Ello dificulta el acceso igualitario a bienes y servicios esenciales, y afecta, principalmente, la vida, la salud y otros importantes derechos de los ciudadanos en situación de pobreza y pobreza extrema, así como de quienes se encuentran en algún especial contexto de vulnerabilidad.
Por ello, se han suscrito diversos instrumentos internacionales para luchar contra la corrupción, al ser un fenómeno que incide negativamente en distintos países alrededor del mundo. Es más, la actual gravedad de este fenómeno fue puesta de manifiesto, en 2016, por el anterior secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, quien sostuvo que «[l]a corrupción socava la democracia y el Estado de derecho. Conduce a la violación de derechos humanos. Erosiona la confianza pública en el gobierno. Incluso puede matar, por ejemplo, cuando oficiales corruptos permiten que se alteren medicinas».
La prevención de los actos corruptos será, entonces, especialmente importante en el escenario en que nos encontramos, a propósito de la rápida propagación de la COVID-193, toda vez que el Estado ha destinado más de S/ 7 332 657 163,00 para comprar urgentemente distintos bienes y servicios (camas, adecuación de hospitales y materiales médicos, medicinas, etc.), con la finalidad de enfrentar la pandemia y proporcionar apoyo económico a las poblaciones más vulnerables, lo que se ejecuta, prioritariamente, a través de adquisiciones directas que solo están sometidas a una fiscalización posterior.
En ese escenario, el mal uso del poder para la obtención de beneficios ilegales
podría provocar que las medidas impuestas a fin de incrementar la capacidad de los servicios de salud y ofrecer otras ayudas básicas no cumplan su propósito, lo que sería letal para la atención de la pandemia en el Perú (Corporación Andina de Fomento, 2020, p. 3)4. La atención de la COVID-19 podría ser así una oportunidad para que individuos inescrupulosos abusen de su posición de poder con tal de
obtener ilegales beneficios. Por esa razón, es importante identificar los riesgos de corrupción antes que se concreten, pues ello «puede ayudar a fortalecer nuestra respuesta global a la pandemia y ofrecer así los servicios de salud a quienes más lo necesitan» (Transparencia Internacional, 2020).
En la presente contribución defenderemos la idea de que la implementación de programas de cumplimiento o medidas de compliance en sectores esenciales de la administración pública, que están especialmente expuestos a la realización de prácticas corruptas durante la atención de la pandemia de la COVID-19, coadyuvará a reducir razonablemente aquel riesgo de corrupción o, en todo caso, a que tales actos sean identificados y, posteriormente, informados a la autoridad idónea. De esa forma se comunicará, a cualquier futuro agente inclinado a abusar de su posición, de la existencia de protectores eficaces al interior de las organizaciones públicas donde existe una alta interacción de funcionarios gubernamentales con otros individuos o empresas (Blanco, 2004, p. 275)
Consideramos que el recurso al public compliance o compliance gubernamental, que implica la simbiosis entre la ética pública y los elementos desarrollados en los programas de cumplimiento para el ámbito privado (Gutiérrez, 2018, p. 108), mitigará sustancialmente el riesgo de que se frustre la contención de la COVID-19 y de sus negativos efectos en los sectores vulnerables, al incidir en la prevención inmediata de la corrupción pública. Evidentemente, aquello no excluirá toda posibilidad de que se realice un acto corrupto, pero sí reducirá razonablemente su incidencia, en vista de la alta probabilidad de que estos sean descubiertos y castigados, a través de la implementación de medidas de prevención y reacción dentro de la organización.
A continuación, indicaremos lo que se entiende por corrupción en la normativa peruana y, a partir de ello, expondremos las principales características del plan formulado por el Estado para enfrentar dicho fenómeno. Luego, a la luz de las circunstancias en que nos encontramos por el brote de la COVID-19, propondremos diversos mecanismos que podrían implementarse para mitigar el riesgo de que se lleven a cabo prácticas corruptas que erosionen la efectividad de las medidas impuestas para enfrentar la pandemia.
El rol del compliance gubernamental en la pandemia por COVID-19
Las dos caras de la moneda: corrupción y compliance
La compleja naturaleza de la corrupción impide una definición terminante de ese fenómeno. Y si bien es cierto que, desde hace más de 20 años, Transparencia Internacional popularizó la definición de corrupción como el «abuso de una posición pública para obtener un beneficio privado» (Ugaz, 2018, p. 22)5, debe repararse en que se trata solo de una formula sintética de describir la esencia de la corrupción, pero que no agota su contenido (Ugaz, 2018, pp. 27-28).
Además, aunque la corrupción ha existido siempre, es pertinente reflexionar si, como indica Ugaz, en el mundo globalizado, caracterizado por el exponencial progreso de la tecnología y comunicaciones, la existencia de mayores recursos y dinero, y el surgimiento de múltiples y nuevas formas de crimen organizado, nos encontramos aún ante el mismo fenómeno o si se trata de uno distinto (2018, pp. 41-43)6. Para el citado autor, la corrupción contemporánea es diferente de otros tipos del pasado, por lo que deben explorarse alternativas y estrategias para controlarla, mediante la identificación de sus elementos característicos (Ugaz, 2018, p. 41).
Por todo, es notorio que la corrupción es un fenómeno que necesita ser evaluado desde distintos enfoques para ser comprendido y combatido (Montoya, 2017, p. 35, y Prado, 2017, p. 17). Sin embargo, la complejidad de la corrupción obliga a que esta se estudie desde distintas disciplinas científicas, que plantean variadas maneras de comprender aquel fenómeno (Montoya, 2017, p. 35, y Prado, 2017, p. 17)7. La tarea de definir la corrupción es, pues, tan difícil que una característica de distintos instrumentos internacionales es que no lo definen, sino que «se limitan a consignar sus efectos negativos en sus preámbulos y un conjunto de acciones delictivas que se califican como prácticas corruptas» (Montoya, 2015, p. 17; misma posición Ugaz, 2018, p. 25)8.
Al respecto, Meini indica que el término corrupción denota distintas situaciones, toda vez que, por un lado, es empleado para significar el fenómeno social de la corrupción, mientras que, por otro lado, se utiliza para representar el delito de corrupción como una de las modalidades de delitos que atacan la administración pública (2007, p. 59). En función de esto último, Guimaray califica como delitos de corrupción al cohecho, el tráfico de influencias y el enriquecimiento ilícito, e incluye, además, a la colusión, el peculado y la negociación incompatible, entre otros, ya que, en esos enunciados legales, «subyace el principal fundamento del injusto de corrupción: aprovechamiento del poder público en beneficio privado» (2019, pp. 24-25). No obstante, es necesario puntualizar que, como indica Hurtado, los comportamientos reprimidos en el Código Penal solo dan cuenta de una parte de dicho fenómeno social (Hurtado, 2014, p. 1).
En efecto, ni la corrupción en sentido amplio, ni la que incide en el ámbito público, se agota en los delitos de corrupción. Por el contrario, asimilar, por ejemplo, la corrupción pública con los enunciados legales del Código Penal «distorsionaría el concepto, ya que equipara la corrupción punible a la corrupción pública» (Gutiérrez, 2018, pp. 105-106), pese a que existe una corrupción punible por el derecho penal y otra sancionable por el derecho administrativo. Asimismo, Gutiérrez precisa que la corrupción pública es definida desde una triple dimensión: «como una quiebra de las normas legales -concepción jurídica- o de las normas éticas no escritas -concepción ética-, pero con apoyo social generalizado -concepción sociológica- relativas a cómo se debe ejercer el servicio público, «para proporcionar servicios o beneficios a ciertos grupos o ciudadanos de forma oculta, con ganancia directa o indirecta, en mente» (2018, p. 106).
Sin perjuicio de todo lo indicado, debe comprenderse que la inexistencia de una definición terminante sobre la corrupción, como sostuvimos en otra contribución, no debe hacernos creer que es un problema menor, «sino todo lo contrario, ya que tales dificultades son, en realidad, un reflejo de la amplitud de su contenido y de que aquel término es empleado para denotar distintas situaciones de gran importancia para la sociedad» (Madrid y Palomino, 2019i, p. 34). Es necesario, entonces, conocer cómo se ha definido la corrupción y qué importancia tiene su combate en nuestro país:
La lucha contra la corrupción, además de ser un mandato constitucional (Sentencia 006-2006-PCC/TC, 2007 y Sentencia 00017-2011-PCC/ TC, 2012) ha sido definida, mediante la Política Nacional de Integridad y Lucha contra la Corrupción, como «El mal uso del poder público o privado para obtener un beneficio indebido; económico, no económico o ventaja; directa o indirecta; por agentes públicos, privados o ciudadanos». Según la Comisión de Alto Nivel Anticorrupción, dicha política es el más importante instrumento de gestión en esta materia (Comisión de Alto Nivel Anticorrupción, s. f.), en virtud del cual se promueve la integridad pública para la implementación del control interno y la promoción de acciones de prevención y lucha contra la corrupción, mediante una serie de mecanismos e instrumentos como los códigos y cartas de buena conducta administrativa; mecanismos de seguimiento de integridad pública; programa de integridad; lineamientos para elaboración de informes de rendición de cuentas; registro de gestión de intereses; guía para el manejo de intereses; lineamientos para la gestión de conflictos de intereses; declaración jurada de intereses; mecanismos de reporte de denuncias; y otros que persigan fines sustentados en la ética (Decreto Supremo 092-2017-PCM, 2017).
La mencionada definición no modifica el carácter complejo, multicausal y multidimensional del fenómeno de la corrupción, lo que impide, como se indica en el Plan Nacional de Lucha contra la Corrupción 2018-20219, que se aborde desde un solo enfoque o por una sola entidad. Por esa razón, es necesario que se involucre «sin distinción a todas las entidades públicas, privadas, empresas, ciudadanía y colectivos sociales, los cuales deben
implementar modelos de prevención» (Decreto Supremo 044-2018-PCM, 2018). De este modo, se reconoce que su combate trasciende del ámbito público para también involucrar al privado. Incluso se estableció que la prevención de la corrupción es una de sus líneas de acción prioritaria, en el entendido de que toda política y estrategia debe tener una mirada complementaria sobre acciones de prevención y sanción. Se estableció, además, ciertos lineamientos sobre el modelo de integridad (Decreto Supremo 0442018-PCM, 2018).
La Política General de Gobierno al 2021 presenta como uno de sus cinco ejes la «Integridad y lucha contra la corrupción», cuyo lineamiento prioritario es combatir dicho fenómeno y las actividades ilícitas en todas sus formas, y asegurar la transparencia en todas las entidades gubernamentales10 (Decreto Supremo 056-2018-PCM, 2018).
Es notorio que el Estado ha utilizado una definición amplia sobre corrupción, que abarca el ámbito público y también el privado, lo que tendrá como correlato una estrategia integral para la prevención, persecución y sanción de todas las formas en que se materialice ese fenómeno11 . Ahora el enfoque deberá ser moderno e involucrar un plano preventivo (integridad como instrumento para la mitigación de prácticas corruptas) y otro reactivo (investigación y sanción de actos corruptos)12 .
El compliance es el instrumento que reúne los dos planos (preventivo y reactivo) y permite a las personas jurídicas administrar sus riesgos y organizarse para cumplir todas sus obligaciones (legales y otras asumidas voluntariamente). Si aquel sistema de prevención está orientado a la mitigación de los riesgos legales que se derivan del incumplimiento de la normativa penal, se le denomina criminal compliance, y si está enfocado en el sector público, la ética pública o las buenas prácticas gubernamentales, se le llama compliance gubernamental, compliance público (public compliance), compliance estatal o compliance oficial.
Así las cosas, según la norma ISO 19600, compliance es «el resultado de que una organización cumpla con todas sus obligaciones legales y compromisos asumidos de forma voluntaria» (ISO 19600, 2014, 3.17, 316, 3.15 y 3.14). Ello explica que, a través de la Ley 3042413, se estableciera que el modelo de prevención de riesgos penales, si es implementando antes que se incurra en algún delito que viabilice las sanciones que pueden ser dispuestas en su contra, podría eximir de responsabilidad a la persona jurídica. Incluso si el programa de cumplimiento se adopta luego de la comisión del delito, la empresa igualmente podría conseguir que se atenúen las sanciones a imponérsele, en vista de que se ha corregido el defecto de organización que condujo a semejante hecho ilícito (Madrid y Palomino, 2019ii, p. 119).
A partir de ello, la gestión de riesgos asume un rol protagónico en las personas
jurídicas, al punto que no se reduce al plano económico (Reaño, 2015, p. 143), sino que también abarca los que se derivan del incumplimiento de la obligaciones éticas y legales, sobre todo las asociadas a la inobservancia de disposiciones penales, que se distinguen por su particular gravedad (Madrid y Palomino, 2019ii, p. 119). La Ley 30424 responde, pues, al injusto de la persona jurídica (defecto de organización que, de acuerdo con la complejidad de la persona jurídica, se expresará en la falta de un programa de cumplimiento) (García, 2019, p. 118), que será valorado por un juez penal, a solicitud de la fiscalía, en el marco y con las garantías de un proceso penal, mediante la aplicación de los instrumentos que la dogmática penal ofrece para evaluar si la persona jurídica tiene una cultura organización de fidelidad al derecho; esto es, si se trata de un buen ciudadano corporativo (Madrid y Palomino, 2019ii, p. 115).
Sin perjuicio de ello, es importante aclarar que la citada norma no se centra en la mera imposición de sanciones, sino que, desde nuestra perspectiva, también promueve que las personas jurídicas gestionen adecuadamente los riesgos legales a los que están expuestas durante su actividad comercial y que, finalmente, se consolide una cultura de cumplimiento de la legalidad (Madrid y Palomino, 2019ii, pp. 113-114). El propósito es, entonces, la creación de valor mediante mecanismos de prevención de contingencias penales, a partir de un cambio de visión en la gestión de la persona jurídica, que priorice el fomento de una cultura de cumplimiento y ejecute acciones concretas para prevenir y detectar diversas acciones que conduzcan a situaciones legales adversas14.
Ahora bien, la implementación de un modelo de prevención en materia penal es una tarea compleja, porque debe estructurarse de acuerdo con las necesidades de la persona jurídica, de forma tal que coadyuve a la consecución de sus objetivos corporativos, sin que ello signifique el incumplimiento de sus obligaciones legales o compromisos éticos. Los estándares más reconocidos son las normas ISO, las cuales precisan que los modelos de prevención son realmente sistemas de gestión compliance15, ya que no se agotan en la incorporación de medidas de prevención en la organización, para alcanzar una determinada finalidad (KPMG, 2017ii,p. 3), sino que deben estar organizadas en una estructura de prevención, formada por diferentes componentes que se retroalimentan unos a otros, a fin de establecer políticas, objetivos y procesos para lograr sus metas16.
La prevención de los riesgos penales, a través de un programa de cumplimiento, entonces, es una herramienta adecuada para la eficiente gestión de las personas jurídicas17; mientras que, para el Estado, los modelos de prevención son la forma más idónea de controlar los focos de riesgo que suponen las personas jurídicas, razón por la cual desplaza sus deberes de vigilancia hacia el ente corporativo, por encontrarse este en una mejor posición para realizar dicha labor (Madrid y Palomino, 2017, p. 38).
Siendo esto así, no le falta razón a Wellner cuando señala que «el propósito de un programa de cumplimiento, diseñado para la reducción de penas, es proveer a las empresas de un incentivo de autorregulación, y por tanto aliviar la actividad reguladora y de prevención del delito por parte del Estado» (Wellner, 2005-2006, p. 498). Ni a Nieto cuando afirma que los «programas de cumplimiento constituyen el conjunto de medidas que la empresa debe adoptar para contar con una organización virtuosa y no ser responsable penalmente o ver rebajada su sanción en el caso en el que alguno de sus empleados (administradores, directivos, trabajadores, etc.) realice un delito en el desempeño de sus funciones» (Nieto, 2016, p. 181).
En tal contexto, si el Estado acota su intervención a aprobar declaraciones y normas anticorrupción, así como a amenazar con castigos a los privados para que inviertan en programas de prevención de la corrupción (Caro y Naval, s. f.), pero no cuenta con sistemas de prevención en todos sus niveles, entonces «el Estado se sirve libremente, gratis, de los mecanismos y la inversión privada para prevenir la corrupción cuando estamos ante potenciales delitos de encuentro entre corruptor y corrompido, de corrupción activa y pasiva» (Caro y Naval, 2018). Por ello mismo, debe advertirse que el peso de la corrupción, de lo delictivo y su prevención, no puede cargarse solo sobre el sector privado, sino que el Estado debe asumir su cuota de riesgo e implementar programas de prevención (o de integridad) en sus diferentes organismos públicos18.
El compliance gubernamental y su rol frente a la oportunidad de corrupción que ofrece la pandemia de la COVID-19 en el Perú
Desde la mitad del siglo pasado, se considera que la empresa representa un foco de riesgo, entre los que, indudablemente, se encuentran las prácticas corruptas que podrían facilitarse por su preponderante presencia e intensa interacción en el mercado, lo que explica que se considerara necesario establecer mecanismos adecuados para «asegurar que su accionar no traiga consigo consecuencias socialmente dañosas o, en todo caso, reducirlas a niveles tolerables» (García, 2016, pp. 223-224). Sobre esto último, García sostiene que, actualmente, el aseguramiento de los riesgos provenientes de las empresas se pretende conseguir mediante el modelo de la autorregulación regulada, que «apunta a generar las condiciones para que las corporaciones adopten, por medio de una coordinación con los poderes públicos y otros agentes sociales, ciertas normas de comportamiento idóneas para evitar o mitigar los riesgos y ellas mismas se encarguen, a su vez, de asegurar su efectivo cumplimiento» (García, 2016, p. 225).
El compliance es el instrumento de gestión que permite a las personas jurídicas administrar sus riesgos y organizarse para cumplir sus obligaciones legales y los otros compromisos asumidos voluntariamente (ISO 19600, 2014, 3.17, 316, 3.15 y 3.14)19. Precisamente, Rotsch indica que el «criminal compliance comprende la totalidad de las medidas normativas, institucionales y técnicas, ex ante objetivamente necesarias y ex post jurídico-penalmente lícitas, de una organización, que se dirige a sus miembros, socios comerciales, el Estado y el público en general, para, ya sea: a) minimizar los riesgos de comisión de un delito económico relacionado con la organización [...] o b) aumentar las posibilidades de, ante la imposición de una sanción (penal, en sentido amplio), influir en ella de modo favorable a la empresa, actuando de consuno con los agentes de persecución penal y, con ello, al final, aumentar el valor de la empresa» (Rotsh, 2018, p. 235). Si el programa de cumplimiento está enfocado en el sector público, la ética pública o las buenas prácticas gubernamentales, se le llama compliance gubernamental (Caro y Naval, s. f.), el cual también reúne una función preventiva y otra de confirmación del derecho (García, 2014, pp. 22-23).
Así las cosas, si una persona jurídica del sector privado adopta un compliance anticorrupción deberá seguir tres etapas: (i) formulación del programa de cumplimiento anticorrupción, que debe diseñarse para responder a las necesidades de prevención de cada entidad, en función de la exposición que tiene del riesgo de corrupción20; (ii) implementación del sistema de prevención, que debe realizarse de forma progresiva, una vez que la alta dirección lo haya aprobado, presentándolo gradualmente y a todos los niveles de la empresa; y (iii) consolidación y perfeccionamiento del modelo de cumplimiento, que buscará mantener el sistema de cumplimiento, evaluando de forma periódica sus fallas y aciertos, reformulando lo que se tenga por necesario (Madrid y Palomino, 2019iii, pp. 29-31).
En vista de que el proceso para adoptar un compliance anticorrupción se basa en estándares internacionales, como la ISO 37001, que es aplicable a cualquier tipo de organización, para su implementación en una entidad estatal -a través de un modelo de integridad-, se seguirán los mismos pasos, con la finalidad de diseñar las medidas de prevención específicas que se requieren para mitigar los riesgos de corrupción a los que se encuentra expuesta, sin perjuicio de que se agreguen elementos propios a la naturaleza estatal de sus actividades, como lo son: (i) los lineamientos de rendición de cuentas, (ii) el registro de gestión de intereses, (iii) la guía de manejo de intereses, (iv) la declaración jurada de intereses, entre otros.
García Cavero menciona que el hecho de que la empresa implemente un sistema de cumplimiento normativo «ha comenzado a ser tenido en cuenta también en la imposición misma de sanciones jurídicas, tal como lo atestigua un breve repaso a la legislación de los países que más se preocupan por controlar adecuadamente los riesgos provenientes de la actividad de las corporaciones» (García, 2016, p. 225). Sin embargo, a nuestro criterio aquello no es suficiente, toda vez que «resulta sorprendente que, mientras las medidas anticorrupción a implantar por las empresas se ha globalizado [...], el Estado, como organización, no adopte medidas similares a las que obliga a implantar a las empresas» (Nieto y García, 2019, p. 2).
Por tanto, al igual que Caro y Naval, consideramos que «el peso de la corrupción, de lo delictivo y su prevención, no puede cargarse solo sobre el sector privado, el Estado debe asumir su cuota de riesgo e implementar en todos sus estamentos programas de prevención o de integridad» (s. f.). Por ello, es importante explorar cómo las técnicas propuestas para que el sector privado administre el riesgo de corrupción y que sus empresas sean consideradas como buenos ciudadanos corporativos, puedan trasladarse, ahora, al contexto público, de manera que, junto a la ética pública o las buenas practicas gubernamentales, el Estado cuente con sistemas de prevención en todos sus niveles.
A nuestro criterio, la implementación de medidas normativas, institucionales y técnicas para prevenir la realización de prácticas corruptas coadyuvará a reducir el riesgo de que las acciones gubernamentales no cumplan su propósito de mitigar la propagación de la COVID-19 y proporcionar apoyo económico a las poblaciones vulnerables. Ello ocurre en atención a que, si en contextos normales la corrupción desempeña un papel muy importante en materia de desarrollo, pobreza, equidad y gobernabilidad, en circunstancias como estas los efectos del fenómeno se agudizan aún más.
Esta circunstancia, precisamente, fue advertida por el Comité de Gobernanza de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, en 2017, al reconocer que la integridad pública es una respuesta estratégica y sostenible frente a la corrupción, ya que los enfoques tradicionales basados en la creación de más reglas, un cumplimiento más rígido y una aplicación más estricta habían tenido una efectividad limitada (2017i, p. 3)21. Asimismo, la OCDE reconoció que «la integridad resulta crucial para la gobernanza pública, en la medida en que salvaguarda el interés general y refuerza valores fundamentales» (2017i, p. 6). Por ello, recomendó que se implementen políticas de integridad en las entidades públicas, bajo el enfoque de gestión de riesgos, a partir de lo cual se promueva una cultura de integridad en toda la sociedad (2017i, p. 6).
La implementación de un sistema integral de prevención contra la corrupción fue recomendado a nuestro país desde 2017, por el Comité de Gobernanza Pública de la OCDE, en el estudio que realizó sobre la integridad en el Perú, ya que, si bien se tenía varias medidas para luchar contra dicho fenómeno, estaban diseminadas (2017ii, p. 4); en mérito a lo cual esta entidad indicó lo siguiente: «El Perú tiene una oportunidad única de avanzar más en su lucha contra la corrupción al pasar de un enfoque reactivo impulsado por casos hacia cambios estructurales más profundos. Esto establecería un sistema integral que construya una cultura de integridad respaldada por mecanismos apropiados de rendición de cuentas».22
Las líneas de acción prioritarias para el desarrollo de esta nueva estrategia de integridad y de lucha contra la corrupción se han estructurado a la luz de estándares internacionales como la ISO 37001 y las recomendaciones de la OCDE sobre la materia, las cuales se han plasmado en distintas normas internas como la Política Nacional de Integridad y Lucha contra la Corrupción, el Plan Nacional de Integridad y Lucha contra la Corrupción 2018-2021, el Decreto Supremo 042-2018-PCM y la Resolución 001-2019-PCM/SIP.
El modelo de integridad es así el instrumento que permitirá a las entidades estatales prevenir que los funcionarios públicos se involucren en actos de corrupción u otros ilícitos que expresen el abuso de su posición gubernamental (Decreto Supremo 044-2018-PCM, 2018, p. 24). 23Aquel enfoque preventivo no eliminará el riesgo de que se realicen actos corruptos, pero sí coadyuvará sustancialmente a que estos se reduzcan o, en todo caso, a que se identifiquen oportunamente, sobre todo, aquellos que podrían propiciarse en el contexto de la emergencia epidemiológica que actualmente pesa sobre nuestro país, en vista de que dicha situación ha conducido a la adquisición de bienes y servicios para atender
las necesidades que se han generado por tal situación.
Ello sucede en vista de que, como informó la Corporación Andina de Fomento (CAF), la proliferación de actos de corrupción durante pandemias «no es un mal desconocido, en particular en emergencias sanitarias y naturales» (2020, p. 4)24. Precisamente, el brote de la COVID-19 podría generar que las actuaciones de los funcionarios gubernamentales con empresas y personas del ámbito privado se incrementen exponencialmente, para viabilizar la rápida adquisición de bienes y servicios, con el objeto de enfrentar la pandemia. Sin embargo, aquello podría propiciar la aparición de agentes motivados a hacer un mal uso del poder para obtener ilegales beneficios, en función de cálculos racionales de expectativas de beneficio realizados por los potenciales infractores, lo que se produce ante la ausencia de un protector eficaz (Blanco, 2004, p. 277).
Así, en este contexto particular de lucha contra la propagación de la COVID-19, podría facilitarse el abuso del poder público, que, según Gutiérrez, es la nota preponderante para delimitar los ilícitos que pueden ser considerados como delitos de corrupción pública, con independencia de que el intento de obtener un beneficio se consiga o no, toda vez que será «el abuso de posición el elemento relevante [...] más allá de que exista una oferta de beneficio extraposicional» (Gutiérrez, 2018, p. 108)25.
Desde esa perspectiva, identificamos los siguientes riesgos de corrupción en el ámbito público: el aprovechamiento indebido del cargo gubernamental impulsado por la recepción de sobornos, lo que puede dar lugar a diversas modalidades del delito de cohecho (artículos 393, 394 y 395 CP); actos de apropiación indebida de fondos públicos destinados a la atención de la pandemia, que podrían propiciar la configuración del delito de peculado agravado (artículo 387 CP), peculado de uso (artículo 388 CP) y malversación de fondos (artículo 389 CP); y la administración irregular de los recursos públicos, lo que podría configurar los ilícitos penales de colusión (artículo 384 CP) y negociación incompatible (artículo 385 CP).
La norma ISO 37001 establece que, en el sistema de gestión antisoborno, la evaluación del riesgo soborno «debería ser diseñado como una herramienta para ayudar a la organización a evaluar y priorizar su riesgo soborno» (NTP-ISO 37001, 2017, A.4.4), que no es estática e inmutable26, sino que debe ser revisada de forma periódica y regular cuando lo planifique la organización, y, además, cuando se presente un cambio significativo en la estructura o las actividades de la organización, «o en las circunstancias (por ejemplo, nuevos mercados o productos, requisitos legales, experiencias adquiridas)» que la rodean (NTP-ISO 37001, 2017, A.4.4).
Evidentemente, la velocidad con la que realizarán compras urgentes de bienes y servicios, las necesidades de la población y las flexibilizaciones de los procesos de contratación estatal son factores que incrementan el riesgo de corrupción en las entidades estatales encargadas de enfrentar la pandemia, pues se incrementa el poder discrecional de los agentes gubernamentales y, como indica Blanco, cuanto mayor es la discrecionalidad «mayores son las probabilidades de que aparezca la corrupción» (Blanco, 2004, p. 280); por lo que, desde un enfoque de compliance gubernamental, tales escenarios deben ser gestionados a través de medidas de prevención especialmente diseñadas para mitigarlos, y así no frustrar los fines asistenciales que persiguen estas entidades.
Diversos organismos nacionales e internacionales han advertido que, en estas circunstancias, la exposición al riesgo de corrupción podría incrementarse en ciertos sectores vulnerables como la adquisición de medicamentos y equipo médico, o propiciarse el soborno en hospitales y centros de salud, en vista de la incesante interacción entre pacientes dispuestos a pagar sobornos al personal médico, que podría aceptarlo, a cambio de privilegiar indebidamente la atención médica, relegando a los más vulnerables e incapaces de pagar27.
El Estado peruano, en sintonía con tales recomendaciones y tomando en cuenta los posibles casos de corrupción que habrían ocurrido durante la emergencia sanitaria por el brote de la COVID-19, ha implementado distintas medidas para hacer frente al riesgo de que ocurran más actos de corrupción durante el contexto de la emergencia sanitaria28. Sin embargo, aunque estas reflejan el esfuerzo del Estado por prevenir actos de corrupción en la atención de la emergencia sanitaria, lo cierto es que no serán suficientes, toda vez que son iniciativas aisladas, que no involucran directamente a las entidades más expuestas a riesgo, que no prevén mecanismos estatales de seguimiento de resultados, y en los que incluso la información no es actual ni completa.En efecto, la información del uso de recursos deja en manos de la sociedad civil la fiscalización y no presenta mecanismos estatales de fiscalización especiales. Deja dicha tarea a la Contraloría General de la República y al Ministerio Público, que tienen una capacidad limitada de respuesta ante la variedad de órganos estatales involucrados en la respuesta a la pandemia, y que, generalmente, intervienen cuando ya se ha producido la irregularidad. Además, el portal de transparencia y el servicio de denuncias de la Contraloría General son líneas de denuncia que, al no estar gestionadas por la entidad que ejecuta el gasto o realiza la contratación, no tienen bajo su ámbito de competencia la corrección inmediata del factor de riesgo, a lo cual se suma que no se publicita ni el procedimiento de atención de denuncia ni los resultados del mismo. La rendición de cuentas virtual de los gobiernos locales es diferida, ya que estas tienen hasta 30 días, después de recibido el servicio o el bien, para realizar la rendición, y el registro no visibiliza todas las ejecuciones de gasto que realizan estas entidades, sino solo la correspondiente a la distribución de la canasta familiar a las poblaciones vulnerables. Las recomendaciones a los gobiernos regionales parecen no ser eficientes, ya que se siguen presentando problemas en la adquisición de los bienes y en su distribución. El portal de datos abiertos de la OSCE, como Proética lo ha resaltado, reporta información desactualizada e incompleta, debido a que las entidades encargadas de ejecutar el gasto no están obligadas a transmitir estas inmediatamente; no muestra la documentación de sustento y ni contratos; y no registra datos como número de bienes adquiridos o los precios unitarios que facilitarían la fiscalización 29(Proética. Capítulo peruano de Transparencia Internacional, 2020ii).
Por ello creemos que, para la implementación de medidas de prevención eficientes, cada entidad del gobierno central o de los gobiernos regionales o locales especialmente expuesta a riesgo, al haber recibido recursos públicos para la atención del brote de COVID-19 en nuestro país (como el Ministerio de Salud, la Policía Nacional del Perú, el Ministerio de Comercio Exterior y Turismo, hospitales, etc.) y/o proporcionar los servicios básicos de salud, protección y apoyo a la población vulnerable (como el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables, municipios, gobiernos regionales, etc.), deben realizar una evaluación de los riesgos que significa este contexto. En virtud a ello, deben (i) analizar las actividades y procesos en los que se puede generar o incrementar el riesgo de corrupción, como las contrataciones urgentes, la distribución de recursos, la atención de poblaciones vulnerables, la fiscalización de recursos, etc.; (ii) identificar qué tipo de riesgos de corrupción se pueden presentar (aprovechamiento indebido del cargo gubernamental impulsado por la recepción de sobornos, actos de apropiación indebida de fondos públicos destinados a la atención de la emergencia sanitaria, o administración irregular de los recursos públicos); (iii) clasificar la importancia que estos riesgos representan para la entidad, en función de la frecuencia con que se pueden presentar y el impacto que ello le generaría (desprestigio institucional, sanciones administrativas para los responsables, incumplimiento de la atención en la pandemia, afectación a población vulnerable, entre otros); y (iv) tratar el riesgo con base en la evaluación realizada, para lo cual se deberá verificar si existen controles en la entidad para mitigar tales riesgos, si estos son suficientes y cuáles son los riesgos que se deben atender de forma prioritaria.
Algunas medidas con las que estas entidades podrían reforzar sus controles son: (i) la publicidad de la información completa y detallada de las contrataciones realizadas, (ii) realizar una doble verificación de los proveedores a contratar, (iii) evitar la contratación con proveedores con antecedentes de corrupción o que tengan un conflicto de interés, (iii) crear un registro público de proveedores idóneos, (iv) generar alertas internas ante retrasos en la ejecución de recursos, (v) publicar resultados de las denuncias de la ciudadanía que se reciban, (vi) publicar compras exitosas y eficientes para promoverlas, (vii) reforzar el control del inventario de material sensible para la atención de esta pandemia (pruebas de descarte, mascarillas, guantes, etc.), (viii) verificar antecedentes de corrupción en proveedores y personal a contratar, entre otros.
El enfoque preventivo no tiene por qué ser extenso ni complejo, ya que se ajusta a las necesidades de la entidad. De lo que se trata es de incorporarlo como una herramienta que ayude a tomar decisiones eficientes, que se encuentra en constante revisión, y que sin duda garantiza de mejor manera que los factores de riesgo de corrupción (Blanco, 2014, pp. 267-285), que puedan presentarse en este contexto de atención a la pandemia, sean identificados, analizados, evaluados y administrados. Así pues, se organiza mediante medidas normativas, institucionales y técnicas, ex ante objetivamente necesarias y ex post jurídico-penalmente lícitas, la relación interna en la entidad gubernamental, que se «caracteriza porque el agente, como persona que regularmente puede tomar decisiones de peso con efectos externos, se le habría confiado la tarea de manejar los intereses del principal» (Rotsh, 2018, pp. 232-233).
De esta forma se logrará reducir el riesgo de que la interacción entre funcionarios públicos con poder discrecional y empresas (o personas) del ámbito privado, a la luz de las circunstancias en que nos encontramos por el brote de la COVID-19, impida que el Estado enfrente la propagación de la COVID-19 o proporcione el apoyo económico a las poblaciones más vulnerables. No debe olvidarse que una de las variables principales que «influyen en el mercado de la corrupción es el riesgo de ser descubierto, como consecuencia de la existencia de guardianes o controles eficaces» (Blanco, 2004, p. 284), que es justamente el rol del modelo de integridad o compliance gubernamental, lo que hace de este un instrumento clave para reducir el riesgo de que, como ha advirtió Transparencia Internacional, «la corrupción puede disminuir la capacidad de respuesta a la pandemia y privar de asistencia sanitaria a muchas comunidades» (2020).
Conclusiones
En el contexto de la emergencia sanitaria por la rápida propagación de la COVID-19, la corrupción puede disminuir significativamente la capacidad de respuesta del Estado. El Estado, por tanto, debe asumir su cuota de riesgo e implementar medidas de prevención (compliance gubernamental).
Las entidades estatales encargadas de enfrentar el brote de COVID-19 en nuestro país, desde un enfoque de compliance gubernamental, deben gestionar los factores que crean o incrementan riesgos de corrupción en sus organizaciones, a través de medidas de prevención diseñadas para mitigarlos.
La instauración de diversas medidas de prevención comunicará a cualquier futuro agente inclinado a abusar de su posición, de la existencia de protectores eficaces al interior de las organizaciones públicas donde existe una intensa interacción de funcionarios gubernamentales con otros individuos o empresas.
La implementación del compliance gubernamental en sectores sensibles de la administración pública, especialmente expuestos a la realización de prácticas corruptas durante la atención de la COVID-19, coadyuvará, entonces, a reducir el riesgo de corrupción o, en su defecto, a que tales actos sean identificados e informados a la autoridad idónea.