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Desde el Sur

versión impresa ISSN 2076-2674versión On-line ISSN 2415-0959

Desde el Sur vol.14 no.2 Lima mayo/ago. 2022  Epub 22-Jul-2022

http://dx.doi.org/10.21142/des-1402-2022-0024 

Artículos

La caricatura "chicha" durante el régimen fujimorista. Discurso político y contradiscurso humorístico

The "chicha" caricature during the Fujimori regime. Political discourse and humorous counter-discourse

Carlos Rodrigo Infante Yupanqui1* 
http://orcid.org/0000-0003-3920-5225

* Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga. Ayacucho, Perú. carlos.infante@unsch.edu.pe

RESUMEN

El presente artículo desarrolla una lectura sobre la dinámica de una variedad de caricatura, de dibujo trivial, pragmático y sensacionalista, que circuló durante la fase final del régimen fujimorista, en el contexto de auge de la llamada prensa "chicha". El análisis de su discurso se realiza desde una perspectiva sociocrítica e incluye una aproximación de contexto. Nuestra hipótesis sugiere que la caricatura o dibujo de humor "chicha" se caracterizó por una estructura discursiva que rompió con la racionalidad del humor gráfico convencional, y renunció a la capacidad de profundizar en aquellas contorsiones que dinamizaban el juego de la vida.

Palabras clave: Prensa "chicha"; caricatura "chicha"; crisis; fujimorismo.

ABSTRACT

This article develops a reading on the dynamics of a type of caricature, trivial, pragmatic and sensationalist, which circulated during the final phase of the Fujimori regime, in the context of the boom of the so-called "chicha" press. The analysis of his discourse is carried out from a socio-critical perspective and includes a look of context. Our hypothesis suggests that the "chicha" caricature or humor draw "chicha" was characterized by a discursive structure that broke with the rationality of conventional graphic humor, renouncing the ability to deepen into those contortions that energized the game of life.

Keywords: "Chicha" press; "chicha" caricature; crisis; Fujimorism

Introducción

El artículo desarrolla una breve lectura sobre un momento histórico marcado por el periodo de crisis y caída del régimen fujimorista (1998-2000), una época que podría ser considerada como "el fin del poder" (Naim, como se citó en Castro, 2020). Su examen forma parte de un amplio estudio que realizó el autor sobre los sistemas de organización del poder de la caricatura a lo largo de dos siglos (Infante, 2008a, 2008b, 2010, 2015, 2020). En esta ocasión, el estudio se enfocará en un fenómeno político, aparentemente insignificante, que tomó cuerpo en 1998, al que llamaremos caricatura "chicha" o dibujo de humor "chicha".

El nombre asignado en esta ocasión solo representa un vínculo paterno con los periódicos que pusieron este tipo de láminas en circulación. Su identidad aún no está claramente definida, pero su existencia se explica en un contexto de auge de la llamada cultura popular, que engendró el periodismo "chicha" y que se convirtió en "una forma de sensacionalismo que aún se desarrolla como un moderno ejemplo mediático de entretenimiento y que a través de los años continúa en las preferencias populares" (Cappellini, 2004, p. 32; Gargurevich, 1999).

Apoyados en una estrategia política, donde se mezclaron los aportes de antropólogos, sociólogos, psicólogos y expertos en mercadeo (Grompone y Mejía, 1995), el gobierno autoritario de Alberto Fujimori dio vida a una serie de instrumentos que buscaban sumergirse en ese mundo de la infrapolítica de los grupos subordinados, para descubrir su vulnerabilidad (Scott, 2000, p. 218) y sostener un régimen de alcance político, económico y social.

Aquel periodismo "chicha" introdujo un conjunto de láminas, hasta ahora, invisibles a los ojos de la sociología del humor. Era una caricatura de trazos elementales, algo torpe, insípida, elaborada sin el rigor de la estética contemporánea, de aquella que provoca una ruptura con el tiempo como vestigio (Cangi, 2006), es decir, simple y con un interés funcional a los objetivos del régimen de entonces.

La mayoría de periódicos "chicha"2 o sensacionalistas, en donde se cobijaron las viñetas oficiosas, aparecieron a principios de la década de 1990. Algunos, inclusive, datan de mucho tiempo atrás. Extra, por ejemplo, que integraba este grupo de medios, comenzó a circular el 21 de octubre de 1964. El Popular, otro impreso de corte sensacionalista-chicha, lo hizo desde el 1 de diciembre de 1984 (Gargurevich, 1999, p. 252).

El autor evaluará con algo de brevedad aquellos impresos sensacionalistas-chicha que publicaron sus viñetas en la etapa de crisis y caída del régimen fujimorista, es decir, entre 1998 y 2000 (Tanaka, 1999; 2001; Infante, 2010). El análisis buscará validar las reflexiones de Henri Bergson, desde la estética, así como de Bajtín, que privilegia la capacidad corrosiva de este tipo de humor.

Metodología

El presente trabajo se apoyó en el método crítico y contextual y, por momentos, en el interaccionismo simbólico. La muestra se extrajo de la totalidad de periódicos "chicha" que circularon entre 1998 y 2000, periodo en el que se produjo una inflexión en el contexto de la crisis final del régimen fujimorista (Infante, 2010). Se han excluido de este bloque los diarios Extra y Popular, considerados por Gargurevich (1999) sensacionalistas-chicha, no solo porque seguían una lógica menos funcional, sino porque su aparición se produjo muchos años antes.

De un total de 33 medios sensacionalistas3, 8 diarios reunían las características en estricto de un diario "chicha" (Gargurevich, 1999, pp. 248-252). De estos, solo El Chato y El Chino intentaron penetrar en los espacios del humor gráfico de corte político. Ciertamente, su efímera existencia no tendría mucho significado si estas láminas hubiesen estado fuera de la estrategia del régimen, que, junto a las portadas de la prensa chicha, ingresaron en los cálculos del proyecto gubernamental, debido a su fuerte impacto en el imaginario social (Castoriadis, 1981).

Ambos periódicos, en total, publicaron no más de medio centenar de caricaturas relacionadas con la política durante el periodo de crisis del régimen. Su objetivo era sumar esfuerzos para entrar en la fase de reequilibrio que representó el momento de inflexión registrado entre 1998 y 1999. De esta cifra se seleccionaron las viñetas más representativas según la técnica "opinativa y estratégica"4 (Sierra, 1999, p. 199).

Con respecto al análisis de las imágenes, de acuerdo con los métodos crítico y contextual, la lectura se hizo combinando dos planos: el discurso lingüístico y el simbólico. Para el caso del primero, examinamos el texto, el pretexto y el contexto. Para el segundo caso, apoyados en el interaccionismo simbólico, tomamos en cuenta las figuras y alegorías registradas en los dibujos de humor.

Estética y poder en la caricatura de finales de los 90

A diferencia de quienes miraban con desidia elementos iconográficos, como la caricatura, la estrategia de propaganda del gobierno de Alberto Fujimori conocía de su poder y entendía que el humor, tal como decía Mijaíl Bajtín (1971), podía ser funcional, mientras reflejaba y reproducía una visión del mundo.

Bajtín, que entendía el humor cómico desde lo grotesco (el caos sonriente), estimaba que no siempre este ingrediente reflejaba la necesidad de liberar la conciencia, el pensamiento y la imaginación humanas. Dependiendo de las circunstancias histórico-sociales, aparecía, convenientemente, un tipo de humor que se allanaba a los objetivos de la cultura hegemónica, que le era útil y fértil a sus propósitos y que, en lugar de derribar la seriedad unilateral y las pretensiones de significación incondicional e intemporal en las que se sostiene un humor grotesco (Bajtín, p. 50), servía a afirmar la estructura del poder hegemónico.

El humor o la caricatura, si bien tiene la capacidad de contribuir a la liberación de energía interior (Freud, 1981), hasta el punto de desarrollar procesos de catarsis, constituye también un artefacto cultural que se ordena en el marco de un proyecto discursivo, desde cuya construcción se puede apreciar un fragmento de la realidad.

La caricatura busca asimismo establecer un lenguaje propio al descubrir y alterar rasgos físicos, psicológicos, sociales o estéticos, aparentemente genuinos, por lo que se hace llamar el arte que exagera (Baudelaire, 1988). Sin embargo, este desequilibrio no es exactamente el fin, como dice Bergson (2011). La exageración es apenas el nexo por el cual el humorista gráfico proyecta ante sus lectores las contorsiones que su ingenio y excepcional capacidad intuitiva descubre en la realidad material. Es decir, la caricatura adquiere tal condición solo si la exageración humorística establece una conexión con la naturaleza. La exageración no funciona si se rompe esta armonía. El acto de exagerar por exagerar no es una cualidad de la caricatura.

Bien, pero, además de romper con la armonía de las formas convencionales, la caricatura es, de por sí, corrosiva. No importa si el poder es hegemónico o subalterno. La capacidad erosiva de la caricatura se activa a través de un poder simbólico que solo se sostiene en la potencia de su discurso (Infante, 2010).

Sin embargo, este poder tiene muchos límites. Thomson y Hewison (1986) estiman que el humor caricaturesco no tiene ningún poder para derrocar regímenes o provocar una revolución, pero, sí, para alimentar eso que Jenkins et al., como se citó en Castro (2021, pp. 4-5), llaman la "capacidad de imaginar alternativas a las actuales condiciones culturales, sociales y económicas, a fin de imaginar un mundo mejor" o la "imaginación cívica".

En el Perú, la caricatura dejó sentir su esencia corrosiva en muchas ocasiones. Lo hizo en los momentos más críticos de su larga existencia, pero también demostró ser muy inestable. Unas veces unió energías para poner en tensión las fuerzas en el espacio de la macropolítica; en otras, se dejó absorber por la inercia del momento.

Hacia finales del régimen fujimorista, la caricatura volvió a sumergirse en los complejos circuitos del poder político y en la pugna por seguir construyendo su desarrollo en medio de equilibrios y desequilibrios.

La dinámica política supo generar tales condiciones. Los diarios "chicha", a los que el régimen financió millonariamente (Vergara, 2006, pp. 97-98; De la Cruz, 1 de julio de 2015), y los diarios "serios", a cuyos propietarios convenció mediante otros mecanismos, actuaron según sus propios códigos y convenciones.

Para el caso de la caricatura de los diarios "chicha", una nueva usanza debía ordenar su comportamiento. Los más de 4 millones de lectores con los que contaban en conjunto (Infante, 2008; 2010), reclamaban una atención especial, imposible descuidarla. Conscientes de esto, la sección de entretenimiento de los diarios "chicha", activaron distintas formas de dibujo de humor, con caricaturas de corte social, erótico, surrealista y también político.

Es decir, mientras en los medios formales (La República, Expreso, El Comercio, Caretas, etc.) la dinámica del discurso humorístico se ordenó atendiendo a una racionalidad que privilegiaba la estética, el simbolismo, la moralidad, la crítica social o política, al asignarle un sello discursivo que se reflejaba en su tradición gráfica (Infante 2010), en los medios "chicha" la lógica era otra. Se funcionalizó el dibujo de humor e inauguró un comportamiento errático y escasamente imaginativo.

En las siguientes páginas se podrán apreciar algunas imágenes de los llamados medios "chicha", pero solo de aquellos periódicos que publicaron viñetas con cierta regularidad o, más bien, continuidad, como diría Van Dijk (1980) para delimitar uno de los requisitos en la construcción del discurso humorístico.

¿Dibujo de humor o caricatura?

El Chato fue uno de los periódicos denominados "chicha". Comenzó a circular el 4 de agosto de 1998, bajo el control de la empresa editora El Gigante S. A. Sus propietarios fueron Juan Rafael Documet y sus dos hijos, Pablo Miguel y José Antonio Documet Silva, todos ellos juzgados luego por corrupción.

La primera edición del diario no incluyó ninguna viñeta, pero, a partir del 7 de agosto de ese año, bajo el título de "Chatocaturas", comenzaron a publicarse distintas láminas, con cierta regularidad.

Alberto Fujimori y Jamil Mahuad, este último presidente de Ecuador en ese entonces, serían protagonistas de un amistoso encuentro en Lima, algo que fue retratado en su primera viñeta (figura 1).

FIGURA 1 Caricatura de Filo en el diario El Chato, 7 de agosto de 1998 

Eran dos jefes de Estado que celebraban un acuerdo político, después del tenso escenario en el que se encontraban las relaciones diplomáticas del Perú y Ecuador. La intencionalidad de la viñeta no era solo dejar la impresión de un final feliz. Los gestos, las circunstancias y las posturas de ambos personajes sugerían algo más que una simple cortesía del anfitrión.

Fujimori lucía triunfador, su sonrisa hablaba del éxito que parecía haber logrado frente a su homólogo, con cuyo gobierno negociaba un acuerdo de paz, para poner fin a un conflicto que se prolongó durante cinco décadas y que volvió a encenderse en 1995, en la frontera nororiental del país.

Los ojos y dientes del mandatario peruano encerraban un significado extraordinario. La estatura, el porte erguido y una mirada contaminada de picardía criolla colocaban a un Fujimori dominante y victorioso, encarnando el papel de quien había logrado sacar ventaja del conflicto apelando a su astucia. Sus gestos buscaban afirmar esa identidad social que caracterizó al ciudadano de los sectores populares, principal consumidor de estos medios.

Pero, por más esfuerzos que hiciera, como que lo hizo durante toda su infancia y parte de su edad adulta (Jochamowitz, 2018), Fujimori nunca logró mimetizarse con la identidad del criollo. Tampoco volvería a recuperar la figura genuina de un japonés. Forjó una identidad alrededor de la etiqueta del japonés acriollado, de aquel "pendejo" que resignificaba la "criollada" desde su particular posición en un contexto de asimilación de códigos culturales (Aliaga, 2012, pp. 67-68).

Había buscado construir, para sí mismo, un arquetipo útil que logró introducirse con facilidad en el imaginario social, algo que favoreció a establecer una conexión con el mundo popular. El dibujo de humor se entendió bajo esta lógica. Políticamente, Fujimori buscaba mitigar el deterioro de su imagen como efecto de la derrota militar y del impacto derivado de la merma del territorio peruano. La invasión ecuatoriana en 1995, que apenas duró dos meses, terminó con un acuerdo desfavorable para el Perú, al ceder territorio nacional en el Alto Cenepa. Sin embargo, Fujimori no dejaría que el concesivo acuerdo se tradujera en una derrota política.

Un rápido recuento de las circunstancias producidas en ese entonces bien podrían explicar los entretelones de aquellas poses triunfalistas.

Para el gobierno de Fujimori, la decisión de suscribir un acuerdo de paz, documento que fue firmado en octubre de ese año, no perdía de vista temas internos que amenazaban su hegemonía sobre el Estado. Uno de ellos, el principal, era el plebiscito solicitado por la corriente opositora para poner en consulta la legitimidad de la tercera elección de Fujimori. Otro tema gravitante fue la problemática económica y social. En ambos casos, el peligro que se cernía sobre el régimen debía ser contrarrestado desde el espacio mediático. La prensa "chicha" y la caricatura "chicha", consciente o inconscientemente, debían contribuir a afirmar aquel estereotipo que calzaba con la figura del "pendejo", una característica del ethos fujimorista, asociada a la viveza criolla, a la conducta "solapa" y al "achoramiento" popular (Nizama, 2009, p. 221).

Así, la caricatura publicada en uno de los diarios "chicha" más temerarios de la época asumió un rol funcional e introdujo un tipo de humor oficioso, que resolvió privilegiar la normalización de una conducta carente de sentido ético en el quehacer político.

FIGURA 2 Caricatura de Filo en el diario El Chato, 13 de agosto de 1998 

En 1998, el Perú se preparaba para celebrar elecciones municipales. Cerca de 2000 alcaldías provinciales y distritales serían objeto de disputa por distintos partidos y movimientos políticos. El fujimorismo esperaba capturar la mayoría de municipios, dada su intención de utilizar estos espacios de poder para lograr una tercera elección en 2000. Pero ninguno de los ayuntamientos tenía tanta importancia política y significado simbólico como Lima Metropolitana. El fujimorismo, que para elecciones anteriores había postulado a movimientos como Cambio 90 y Nueva Mayoría, preparaba su participación del lado de una nueva agrupación llamada Vamos Vecino, creada por Absalón Vásquez, "máximo líder del movimiento y quien a inicios del 2000 se vería involucrado en el escándalo del millón de firmas falsificadas para inscribir la candidatura de Fujimori" (Olano, 2001).

Lima no solo representaba el tercio de la población electoral: era (sigue siéndolo) el eje central del poder político en el país.

La mejor carta del fujimorismo fue lanzada a la contienda. Se trataba del expremier y exministro de Economía Juan Carlos Hurtado Miller, un personaje conocido para el régimen por su controvertido papel al frente de la etapa más difícil de la crisis política y económica de los 90. A Hurtado se le recordaba por haber aplicado en 1991 el shock económico más brutal de la historia contemporánea. Desde entonces, se mantuvo con un perfil bajo hasta 1998. Le tocaba enfrentarse a Alberto Andrade, un abogado liberal, abiertamente crítico del fujimorismo, que se postulaba con su partido Somos Perú a la reelección en Lima.

La caricatura de El Chato describiría algo de este escenario. Su narrativa era elemental. No escondía sus preferencias.

Montado sobre un tractor, la figura visible del régimen en la contienda electoral gozaba del favor de una sobrevaloración de ciertas características físicas. Conscientes o no del significado que representa la cabeza como símbolo de inteligencia, de autoridad, de orden y esclarecimiento (Chevalier y Gheerbrant, 1999, p. 221), la viñeta de El Chato, resaltaba esta parte de su cuerpo, a lo mejor sin la pretensión por descubrir esa conexión subjetiva.

No menos importante era el tractor. Su presencia en la viñeta no sería accidental ni repentina. Más bien era conveniente por varias razones.

Más allá del símbolo asignado a la agrupación municipal, el tractor constituía una herramienta básica para la labor agrícola. Su uso político tampoco era reciente. Caracterizó la etapa de elección de los años 90, cuando Fujimori impulsaba su candidatura manejando un modesto tractor y utilizando el lema "Honradez, tecnología y trabajo", una frase eufemística que se impuso en el lenguaje político del último medio siglo, gracias a la realidad asimétrica y excluyente en el discurso oficial, que colocaba todo cuanto representara el interior del país, sus pobladores, su realidad y su porvenir, bajo la lógica de la otredad.

En 1990, Fujimori, estratégicamente, organizó un discurso simbólico que pretendía superar esa ruptura a través de un lenguaje más inclusivo. El tractor lo acercaba en este objetivo, lo presentaba como técnico y como agricultor trabajando el campo, como lo hacía ese enorme bolsón de pobladores-electores, diseminados en el Ande y en la selva peruana.

Decía que "no basta[ba] con vivir en el Perú para comprender la realidad del país, sino que hay que vivir como lo hacen no solo los "pobres", sino también los "pequeños agricultores", "pequeños empresarios" y los campesinos" (Ocampo, 2019, p. 24). Era el nosotros que requería el discurso político. Su uso, ocho años después, volvía a activarse en condiciones similares a la de los 90. La realidad en el campo no había cambiado significativamente, seguía siendo un espacio privilegiado para un sector que buscaba maximizar sus utilidades a expensas de millones de campesinos electores. Y es que la política neopopulista que caracterizó al régimen fujimorista terminó distrayendo la atención del espacio rural, a través de métodos clientelares (Fernández, 2005, p. 68), sobre problemas estructurales al punto que el anhelo de desarrollo como discurso se volvía a activar convenientemente cada vez que era necesario.

Pero la caricatura "chicha" no tenía la intención de descubrir estas conexiones. Su utilidad pragmática, de discurso simplón y elemental, apenas si servía para mediatizar un tipo de narrativa, cuya lógica debía oponer el éxito propio con la derrota de su eventual adversario.

FIGURA 3 Caricatura publicada en el diario El Tío, 15 de agosto de 1998 

El Chato no era el único impreso de corte sensacionalista al servicio del régimen, El Tío fue otro medio que se creó con el mismo fin. Su nombre representaba aquel concepto coloquial que se volvió común para establecer un vínculo amical, antes que familiar, en la sociedad limeña y urbana. El nombre también reivindicaba al propio Vladimiro Montesinos, a quien, según Rubén Gamarra (2001), le decían el "Doc" o el "Tío". En realidad, los nombres asignados a cada diario "chicha" serían resultado de la economía lingüística dominante y la mayoría de títulos obedecía a los compromisos políticos con el gobierno.

El Tío, de propiedad del periodista José Olaya, era uno de estos impresos. Se creó con el propósito de difundir información tendenciosa y difamatoria. Según Rubén Gamarra, exdirector de La Yuca, otro diario "chicha", el compromiso entre el periódico y Vladimiro Montesinos, debía incluir las caricaturas y tenía como encargado a Antonio Tapia Muñoz (Toño Tapia), un humorista gráfico que publicaba las viñetas de corte político en estos diarios (De la Cruz, 1 de julio de 2015).

El humor de Tapia era trivial y simplón. Tal vez porque su lado fuerte no eran las caricaturas de contenido político, sino las viñetas eróticas.

En la lámina anterior, por ejemplo, se advierte algo de esta apreciación. Los personajes de Tapia estaban lejos de convertirse en figuras caricaturescas, no porque no se hayan sometido a la deformación de sus líneas, sino porque esta deformación, desde el sentido bergsoniano, no descubría sus contorsiones.

Excepto por los ojos, cada gesto y cada intento por exagerar rasgos físicos psicológicos o estéticos perecían ante la racionalidad humorística, que reclamaba la armonía de los trazos, el movimiento flexible del gesto, la fórmula de la inmaterialidad.

Sin embargo, también era posible que el dibujo de humor lograra una aparente armonía y equilibrio, al delinear la figura de ambos personajes empatando con el registro que el imaginario colectivo posee de uno o de ambos personajes. Es él, es Fujimori, podría haberse dicho. Pero el problema no es el dibujo que, a la luz de la caricatura, debe ser preciso. El problema es la exigencia que tiene la caricatura para reflejar las rebeliones profundas de la materia, para ir más allá de la exageración.

La caricatura pierde sentido, pierde la capacidad de rebelarse, si se detiene en la sola reproducción de su personaje a través del dibujo o si se aleja sustancialmente de él. Su potencia se encuentra en la búsqueda del equilibrio, en romper la ocupación mecánica de la rigidez.

Lo cierto es que, en la viñeta de El Tío, el buen dibujo de humor estaba ausente. El monero debió incorporar algunos accesorios en la viñeta, como la banda presidencial, los globos de contexto, el acrónimo, para dejar la idea cercana de una lámina sobre el encuentro diplomático.

Para no alejarnos del interés por poner en evidencia la funcionalidad de este tipo de humor, la figura anterior registró un hecho político al inclinarse por una lógica informativa. Reprodujo, hasta donde pudo, el encuentro entre Alberto Fujimori y Fernando Henrique Cardoso, este último presidente de Brasil y miembro de la Misión de Observadores Militares Ecuador-Perú (MOMEP), organismo que se instaló con la finalidad de garantizar la paz entre ambos países a partir del acuerdo firmado en Río de Janeiro, que establecía los límites fronterizos entre ambas naciones.

El autor de la lámina, sin embargo, no se detuvo solo a reproducir los hechos. Fiel a sus compromisos, introdujo una serie de mensajes adulones que solo tenían como objetivo normalizar una supuesta victoria política del régimen en el contexto de un conflicto territorial. La dicotomía se expresaba desde cierto maniqueísmo. O apoyaban entusiastamente al régimen, a despecho de lanzar mensajes que prescindían de un vector simbólico, o descargaban iracundos ataques contra sus oponentes.

Gustavo Faverón (2008), en un blog suyo, puso al descubierto el lado profano del humorista "chicha". Calificaba a Tapia de "maniqueo, sexista, misógino y con un humor demasiado grueso para ser tragado". Según dice el bloguero, Tapia no escondía sus antipatías en contra de políticos y periodistas opositores, a quienes deslucía a través de un humor agresivo e irreverente.

Lo cierto es que la lámina de El Tío, llamada "Mano Virgen", no tenía autoría ni seudónimo (Infante, 2008) y no encontraba mayor significado en una viñeta de corte político.

"Mano Virgen" tuvo una corta duración. Desapareció de la misma forma en que se creó.

FIGURA 4 "Chatocaturas" en el diario El Chato, 25 de agosto de 1998 

El Chato parecía no tener el interés de abandonar el tema limítrofe. En 1995, el conflicto con el Ecuador fue crucial para el triunfo de Fujimori en primera vuelta. Pero el escenario había cambiado significativamente en 1998.

Fue entonces cuando toda la maquinaria mediática se puso en frenética actividad. La prensa "chicha" activó sus portadas, especialmente sus titulares, para denostar contra los opositores (Cappellini, 2004; Gargurevich, 2012; Higueras, 2016). El dibujo de humor "chicha" siguió esta línea, pero sus insípidos trazos, de inocultable orfandad artística, evidenciaban su renuncia a convertir el instrumento gráfico en auténticas expresiones humorísticas. La adulonería, o, más bien, el servilismo, se reflejó en aquella falsa lealtad o lealtad condicionada.

En realidad, lograr una especie de servilismo de la prensa formaba parte de aquella estrategia de opinión a la que se refirió Jean-Marie Domenach (1986) en su análisis sobre la lógica de la propaganda nazi.

Fujimori, con el apoyo de expertos en publicidad y propaganda, logró entender estos procesos. Sabía que la imagen, por ejemplo, era una herramienta fundamental de la propaganda. La caricatura estaba en este esquema. "La imagen es, sin duda, el instrumento de más efecto y el más eficaz. Su percepción es inmediata y no exige ningún esfuerzo", aseguraba Domenach (1986, p. 22).

Este era el horizonte que proponía la caricatura de El Chato, sometida a los rigores de una regla básica en propaganda, llamada "exageración y desfiguración" (Domenach, 1986), que consistía, por un lado, en exaltar información que le era favorable al gobernante y, por otro, infravalorar al oponente utilizando información no necesariamente real.

Según la viñeta de El Chato, que, casualmente, describía un excepcional estado de armonía entre dos naciones con una larga tradición de conflictividad bilateral, la paz había llegado a concretarse. La paloma, conocido símbolo místico y de clara connotación espiritual, desde la cosmogonía cristiana, descendía sobre la cabeza de ambos personajes transportando una rama, símbolo de la paz, e intentaba sublimar aquel episodio, protagonizado por los gobernantes de Ecuador y el Perú, cuyos gestos, aunque recogían cierto estado de ánimo, desde el ámbito diplomático, iba a contracorriente de la beligerante atmósfera política, sobre todo en el Perú.

La creciente oposición al régimen autoritario dejó al descubierto una comprensible frustración tras el acuerdo, que revelaba una derrota política a partir de la concesión de territorio soberano. La frustración no se debía a la perversa conducta del gobierno, sino por el hábil e impune uso mediático que condujo el fujimorismo a presentar una derrota diplomática como victoria política.

Si bien se cerró un capítulo de largas contiendas, iniciadas para el caso de Ecuador, en 1941, volvía, por otro lado, a encenderse la polémica alrededor de un derrotero que marcó la conducta del Estado peruano sobre la tendencia a entregar parte de su patrimonio a favor de los países limítrofes. Se estima que el Perú, en lo que va de su vida republicana, perdió algo más de 846 000 km2 de territorio cedido a Bolivia, Chile, Colombia y, principalmente, a Brasil y Ecuador (Ccente y La Torre, 2003).

En cambio, en las filas del oficialismo, la sensación era diferente. Dominados por su pragmatismo, el discurso oficial solo veía glorias y triunfos. La caricatura "chicha" no alteró esta racionalidad, más bien la sostuvo.

Como habrá podido advertirse, los trazos no suponían mayores esfuerzos ni mucha imaginación. Eran elementales, simples y simétricos, al menos respecto de Fujimori, cuya figura fue liberada de la necesidad de descubrir sus contorsiones. El viñetero proyectaba ciertos temores, acaso para someter la figura del autócrata a la dimensión lúdico-humorística.

FIGURA 5 Caricatura de Filo en el diario El Chato, 26 de agosto de 1998 

Si en la lámina anterior Filo (seudónimo del caricaturista de El Chato) intentó estereotipar la figura de Fujimori con trazos simétricos, simples y elementales, donde las emociones terminaban imponiéndose al arquetipo de alguien que, por razones políticas y sociales, requería afirmarse desde su temperamento y carácter, en esta viñeta no solo la figura era otra, ya que también el propio personaje se reveló diferente, especialmente en el espacio de su estética física. Lo único que reprodujo esta caricatura de la anterior fueron los ojos, que, siguiendo la lógica de la exageración, debían estar cerrados o semicerrados para mantener la idea de una relación entre el exgobernante y el único rastro de su origen nipo-peruano.

La identidad etnorracial (Melgar, 2020) se había impuesto como una forma de reconocimiento social. Pero si el caricaturista quería desarrollar buen humor y facilitar una libre descarga de energía psíquica (Freud, 1981, p. 141), debió también construir algo distinto. Sin sumergirse necesariamente en estos elementos discriminatorios, debía alcanzar una especie de degradación física y moral que se convierta en la principal característica de la caricatura (Baudelaire, 1988, pp. 17-18). Pero no fue así.

La viñeta de El Chato habría intentado subvertir esta racionalidad buscando, en lugar de buen humor, que el "Chino", sobrenombre con el que se identificaba a Fujimori, quedase como una marca imborrable en el imaginario social, antes que en los mismos trazos.

A diferencia de lo que generalmente se pretende cuando se utilizan estos apodos, destinados a resaltar valores negativos (Melgar, 2020), su uso en la viñeta de El Chato era, más bien, como fines instrumentales. El propio Fujimori en muchas ocasiones se refirió a sí mismo como "el Chino", consciente de la fuerte connotación simbólica que esto significaba, sin importarle que estas muletillas fomentaran la anulación de particularidades étnicas, culturales y hasta nacionales.

Es fundamental recordar que la caricatura no es el arte por el arte. Su esencia contracultural convierte lo imperfecto, lo profano, lo irreverente o grotesco en requisitos. Solo así se activan las condiciones para despertar buen humor en sus consumidores. La caricatura está en la orilla contraria de ese arte que solo pretende entretenimiento, de aquel que es "adorno y lujosa envoltura de las asperezas y dolores de la existencia" (Rebok, 2007, p. 55). "Chatocaturas" se encontraba en el límite del humor gráfico, a un paso del "arte por el arte". Los ojos invisibilizados de Fujimori, algo característico en los emigrantes japoneses y que la caricatura expuso más allá de lo que permitió su estética corporal, compensaría esta exigencia que buscaba en la caricatura una deformación y desproporción. Pese a que no encajaba con aquella armonía superficial -o lo que Bergson llamó "las rebeliones profundas de la materia"-, cumplía, por otro lado, con la tesis de la humana imperfección del equilibrio (Bergson, 2011). Por lo tanto, la viñeta de El Chato, aun cuando entraba en conflicto con la lógica del humor bergsoniano y bajtiniano, no dejaba de ser una caricatura. El mismo Bergson (2011, p. 22) supo aclarar este dilema al advertir la existencia de caricaturas en las que la exageración es apenas sensible, o, a la inversa, "se puede exagerar a ultranza sin obtener un auténtico efecto de caricatura". Es posible que el autor de la lámina haya omitido deliberadamente la necesidad de añadir una dosis de humor en la viñeta, pero la eficacia pragmática del mensaje, en este tipo de periódicos, estaba apoyada por una intencionalidad que pretendía introducir en el imaginario social nuevos estereotipos, con el objetivo de sancionar la narrativa oficialista.

Aparentemente, no había otra razón. El personaje objeto o el actuante, como diría Lotman (1982, p. 297), ya no era el pícaro de la figura 1, que se jactaba de su éxito personal; era, más bien, el protagonista de un campo semántico que se abría paso en una dicotomía entre solidaridad e insolidaridad, entre la palabra y el silencio.

Hacia fines de agosto de 1998, el gobierno peruano discutía casualmente un acuerdo con el consorcio Shell/Mobil. Las negociaciones giraban en torno a la posibilidad de atender el mercado interno con gas más barato.

El acuerdo se frustró meses más tarde, cuando el consorcio decidió retirarse del proyecto. Sin embargo, mientras se realizaban las conversaciones, la prensa oficiosa intentó sacar ventaja política a favor del régimen "presentando a Fujimori [...] como el benefactor del virtual acuerdo económico" (Infante, 2010, p. 254).

A ocho años de haberse iniciado un agresivo programa neoliberal que redujo el rol del Estado a su mínima expresión, al asignarle un papel regulador y subsidiario en la dinámica del mercado, las políticas económicas estaban orientadas claramente a privilegiar el apoyo a la empresa privada y a los conglomerados internacionales. El rechazo a las políticas económicas y a la recesión, derivada de la aplicación dogmática del modelo, no despertaba aún acciones colectivas.

La oposición política no gozaba del apoyo organizado del movimiento social, cuya emergencia apenas se sentía. Sin embargo, el fujimorismo, por entonces, no le temía a la explosividad social; le temía a la legitimidad nacida del sufragio. Copó todas las entidades del Estado, manipuló la información de la mano de la mayoría de medios de comunicación, pero no podía forzar fácilmente los resultados. Fiel a su esencia neopopulista, confiaba en el apoyo social, un apoyo que se tradujo en una popularidad cada vez más debilitada.

Jo-Marie Burt (2011, p. 309) aseguraba que, entre 1997 y 1998, el gobierno de Alberto Fujimori solo contaba con un índice de respaldo popular de 30 % a 40 %, casi 30 puntos menos del apoyo que tenía hasta entonces. En este contexto, la prensa chicha y su caricatura pugnaban por sembrar una atmósfera de bienestar inexistente.

A un mes de las elecciones municipales, el dilema en los medios de comunicación había superado los límites de una confrontación política. Las inapelables agresiones desde la prensa sensacionalista, en contra de la oposición, abrieron una dicotomía moral. El objetivo fue Alberto Andrade. Los gastos en la gestión municipal sirvieron de excusa para el virulento ataque. Buscaban descalificarlo política y moralmente.

FIGURA 6 Caricatura de Toño Tapia. Diario El Tío, 4 de septiembre de 1998 

A los estereotipos sociales se sumaron una especie de "construcción mediática del enemigo" (Huertas, Torres y Díaz, 2011), que solo aspiraba construir en la sociedad peruana un cisma de características antagónicas.

La estrategia se organizaba en dos niveles, desde una agresión sistemática contra el oponente, hasta una cobertura mediática vergonzosa a favor del poder dominante.

Si por un lado se minimizaban los errores del gobierno, que se reflejaban en el arte por el arte de las figuras; por otro, se buscaba invisibilizar sus debilidades apelando a la ausencia o, más bien, al silencio, como recurso narrativo, sin pensar en las múltiples voces o mensajes que imponían una especie de máscara, pero no de la máscara cómica que le asignó Bajtín a la racionalidad grotesca de la cultura popular, sino de una careta interesada en ocultar el juego de la vida.

Era un silencio que, a lo mejor, creyendo que se escondía en el anonimato de su ausencia, terminaba convirtiéndose en "una invitación al cambio, en la medida en que nos muestra una vía de escape a las propuestas limitadoras de una tradición que ha visto en el silencio el lado oscuro, la máscara, la carencia y el peligro" (Ramírez, 2016, p. 150).

Si lo grotesco, lo ridículo e imperfecto, lo profano e irreverente, estaban ausentes, la caricatura de Tapia no hacía otra cosa que revelar ese lado oscuro e inmoral, que se ocultaba en el discurso ausente del silencio polisémico, de la negación de un cuasimundo imperfecto.

Pero si el arte de hacer política con ferocidad parecía estar reservado solo a las portadas de los diarios "chicha" -que, según Rubén Gamarra (2001), le costaba al asesor presidencial alrededor de USD 2000 o 3000 por carátula cuando el encabezado era infamante y corrosivo-, no pasaba lo mismo con la caricatura "chicha" que, pese a tener un precio, como afirma Gamarra, adolecía de la capacidad de romper lo reprimido e inclinarse por una exageración vacía, forzada y artificial.

Esto es lo que sucedió con Andrade. La caricatura se esforzó por cumplir, cuando menos, con uno de sus elementales requisitos, el de la exageración, pero sin obtener eficacia humorística. Los trazos eran demasiado empalagosos y la retórica evidenciaba un abuso de aquel lenguaje o "discurso fijado" (Ricoeur, 1999).

FIGURA 7 Caricatura de Toño Tapia. Diario El Tío, 1 de octubre de 1998 

En la figura 7, "Mano Virgen" volvía a construir una caricatura de corte trivial, sin profundidad ni potencia simbólica. Su apego a lo cotidiano, a lo simplista y rutinario solo se explicaba por el fuerte pragmatismo con el que se dio vida a la publicación impresa donde, a duras penas, solía sobrevivir la viñeta. Aunque en aquel momento resultaba difícil medir la eficacia que tuvo la caricatura de El Tío en sus distintos públicos, se consideraba también que cada elemento de entretenimiento de la publicación no respondía a una construcción calculada, a diferencia de las portadas de los diarios "chicha" que sí se sometieron a estudios de mercado (Grompone y Mejía, 1995; Cappellini, 2004). "Mano Virgen" era resultado de una elaboración circunstancial. Es decir, no buscaba descubrir "la magia, el milagro, lo misterioso de la perpetua banalidad de la vida" (Fajardo, 2009, p. 34); Tapia pretendía trivializar la caricatura y suprimir la esencia de la espontaneidad, imaginación, sencillez y, a la vez, complejidad de su estructura.

Pero existían otras variables que explicaban la ausencia de un humor caricaturesco en la esfera política: el dominio del espacio.

El Tío, como la mayoría de impresos "chicha", había desarrollado otro tipo de humor y en un formato diferente. La elaboración en estos impresos se inclinó por la historieta de corte erótico, antes que el surrealismo o el humor social. Sus breves palpitaciones en el humor político los hacía desde El Chato y El Tío, donde evidenciaba una notoria ausencia de un arte flexible y dinámico; es decir, "su configuración ha[bía] subvertido la lógica mediática al construir elaboraciones sin el soporte de un patrón común que convierta el humor en un arma contundente" (Infante, 2010, p. 257). No era el cambio de un estilo, era la renuncia a una lógica que buscaba reemplazar el humor caricaturesco con manifestaciones de un arte trivial, de un arte por el arte.

A diferencia de la caricatura crítica que se examinó en una investigación anterior (Infante, 2008), la de corte trivial no logró erosionar la estructura de poder. Su capacidad corrosiva solo se limitó al aspecto moral mientras desnaturalizaba el sentido de la caricatura.

Conclusiones

El humor gráfico que circuló en los impresos de estilo "chicha", como dijimos, fue circunstancial, trivial y pragmático, con trazos elementales, insípidos y distantes de una estética moderna; no dejó de responder a las características elementales de una viñeta. La exageración o la degradación de ciertos valores eran solo algunos de los elementos que se condensaban en las láminas de los periódicos "chicha".

La caricatura en estos diarios se sometió a una racionalidad diferente a la caricatura convencional, formal y crítica. Intentó forjar una identidad particular, sin lograrlo. La ausencia de un discurso autónomo, algo que se refleja a través de un continuum, de una linealidad y topicalización del lenguaje, como diría Van Dijk (1980), era claramente visible.

Si en algún momento, el concepto de poder debía ser aceptado como un hecho inevitable en el humor político, la caricatura de la prensa "chicha" introdujo cierta necesidad de repensar los límites de este elemento social. Esta resignificación no podría haberse producido si no hubieran mediado ciertos factores de orden social y político. Por lo tanto, la política logró alimentarse de componentes subjetivos que contribuyeron a reordenar el poder y su presencia en el humor gráfico.

La caricatura política no se caracterizó por ser siempre corrosiva, tampoco absorbió las diferentes formas de poder y de representación del poder. La caricatura política condensó dinámicas complejas del poder desde los distintos escenarios impuestos. Lo vimos a lo largo del periodo decimonónico y durante el siglo XX, pero con especial énfasis en la época contemporánea (Infante, 2008). Sus desequilibrios se vieron con mucha intensidad hacia finales de la década del gobierno autoritario de Alberto Fujimori, cuando un tipo de caricatura, huérfana de un humor grotesco, fue puesto en circulación. Lo importante es que la caricatura genuina, aquella que subvierte el orden natural con sus contorsiones y movimientos flexibles, logró imponerse a la caricatura "chicha", que sobrevivió fugazmente.

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Fuente de financiamiento: Autofinanciado.

Citar como: Infante, C. (2022). La caricatura "chicha" durante el régimen fujimorista. Discurso político y contradiscurso humorístico. Desde el Sur, 14(2), e0024.

1Doctor en Sociología por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Profesor principal de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga. Docente investigador Renacyt. Es autor de varios libros y artículos sobre humor gráfico y caricatura política.

2Con este concepto se designa a un tipo de periódico masivo de formato tabloide, de precio accesible a las mayorías sociales, informativamente sensacionalista y de primera página muy colorida.

3La mayoría de ellos aparecieron de 1992 a 2000, especialmente en el segundo quinquenio. Estos son: El Informal y El Mañanero en 1992; El Día y 2x1 en 1993; El Bacán, El Bocón y Ajá en 1994; El Chino en 1995; El Polvorín en 1996; La Chuchi, El Palo de Susy y La Reforma en 1997; El Tío, El Chato, Conclusión y Más en 1998; y La Yuca y El Sol de Oro en 2000 (Gargurevich, 1999; Bresani, 2003; Cappellini, 2004; Díaz, 2015).

4La técnica "opinativa y estratégica" es un procedimiento de selección para datos cualitativos que se caracteriza por incorporar criterios de representatividad con base en su alcance estratégico u holístico, durante el proceso de discriminación de elementos relevantes de una población o universo muy heterogéneo, relativo e inestable. Dada las particularidades de la caricatura "chicha", su publicación no obedeció a un patrón común ni se subordinó a la coyuntura política. La presencia de láminas de este corte en los medios impresos fue rigurosamente funcional al interés del régimen, lo que significó que la publicación de viñetas podía hacerse en cualquier momento. Esto hizo imposible que podamos recurrir a técnicas de selección aleatoria, por lo que fue necesario un tipo de técnica menos convencional, pero, igualmente, válida y confiable.

Recibido: 23 de Febrero de 2022; Aprobado: 14 de Marzo de 2022

Contribución de autoría:

Carlos Rodrigo Infante Yupanqui fue el único autor.

Potenciales conflictos de interés:

Ninguno.

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