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Desde el Sur

versión impresa ISSN 2076-2674versión On-line ISSN 2415-0959

Desde el Sur vol.16 no.1 Lima ene./mar. 2024  Epub 31-Ene-2024

http://dx.doi.org/10.21142/des-1601-2024-0006 

Dossier

Afromexicanos: entre el discurso académico y el reconocimiento constitucional

Afro-Mexicans: Between academic discourse and constitutional recognition

Ariadna N. Tenorio López*  1
http://orcid.org/0000-0001-7448-1431

* Universidad de Florida, Florida, Estados Unidos. an.tenoriolopez@ufl.edu.

RESUMEN

El reconocimiento constitucional de los negros en México se llevó a cabo a través de un largo proceso en el que se vieron involucradas poblaciones negras, autoridades, activistas y en el que el trabajo de académicos mexicanos y extranjeros tuvo un peso importante en ocasiones contradictorio. El presente artículo analiza la forma en la que se construye la negritud mexicana en los textos de la academia estadounidense, debido a que esta es la que ha tenido mayor exposición y alcance en el debate académico mundial. Para ello, se recurre específicamente a los trabajos que antropólogos mexicanos reconocen han tenido mayor injerencia en el campo de los estudios afromexicanos. La finalidad de este análisis es mostrar cómo dichos trabajos parten de un locus de enunciación hegemónico que privilegia la experiencia primermundista dificultando la aprehensión de la vivencia negra mexicana.

Palabras clave: Negritud; academia; afromexicanos; locus de enunciación; reconocimiento constitucional

ABSTRACT

The constitutional recognition of Black people in Mexico took place through a lengthy process involving Black populations, authorities, activists, and the sometimes-contradictory efforts of Mexican and foreign scholars. This article analyzes how Mexican blackness is constructed in texts from the American academy, as it has had the greatest exposure and impact in global academic discourse. Specifically, it refers to works that Mexican anthropologists acknowledge as having significant influence in the field of Afro-Mexican studies. The purpose of this analysis is to demonstrate how these works originate from a hegemonic locus of enunciation that privileges a first-world experience, hindering the understanding of the Black Mexican experience.

Keywords: Blackness; academia; Afro-Mexicans; locus of enunciation; constitutional recognition

Introducción

El 30 de abril de 2019 el Senado mexicano aprobó, en una jornada histórica, con 122 votos a favor y cero votos en contra, la inclusión de los afromexicanos en el artículo 2 constitucional, que reconoce a México como un país multicultural. Si bien hasta hace poco más de dos décadas persistía la idea generalizada de que la presencia negra en México no existía o que por lo menos no era tan evidente como en otros países de América Latina, la actuación del Senado mexicano reconocía, de alguna forma, la existencia de los descendientes de los negros africanos, que para 1646 en la Nueva España superaba a la población blanca en razón de 2,5 negros por cada europeo, mientras que en la Ciudad de México en ese mismo año la relación era de 2,4 negros por europeo y 5,4 afromestizos por europeo (Velázquez y Nieto, 2012, p. 60; Benett, 1998, p. 58; Velázquez et al., 2016, p. 25).

El camino al reconocimiento constitucional ha sido un largo y accidentado viaje que comenzó en 1997 con la fundación de la «Asociación Civil México Negro», con sede en Cuajinicuilapa en la Costa Chica de Guerrero2. El que todo haya comenzado en Cuajinicuilapa no es ninguna casualidad. A mediados de la década de 1950, el antropólogo Gonzalo Aguirre Beltrán, quien es hoy considerado por académicos nacionales e internacionales como el padre de los estudios afromexicanos, realizó en dicha población el Esbozo etnográfico de un pueblo negro (1958), a pesar de que para 1946 ya había concluido, en su libro La población negra de México, que el mestizaje racial en México había sido tan inmediato y totalizador que era imposible encontrar personas realmente negras en el país.

Veinticinco años después de la publicación de la primera edición de La población negra de México, Aguirre Beltrán explica, en el prólogo de la segunda edición, que para su esbozo etnográfico de Cuajila3, «la elección de un pueblo negro era bien reducida para esa fecha y ahora lo era aún más [pues] la apertura de vías expeditas de comunicación está modificando radicalmente el aislamiento que mantiene identificable a la población» (Aguirre, 1971, p. 11). A pesar de ello y coincidentemente por la misma época en que se publicara la segunda edición del texto de Beltrán (1980), la comunidad académica, nacional e internacional, comenzó a mostrar especial atención por el pueblo de Cuajinicuilapa como el sitio que aportaba pruebas fehacientes de la presencia negra en México. Pronto ese interés se extendería por todo el territorio de la Costa Chica (que abarca desde Oaxaca hasta Guerrero), como el último bastión negro en territorio mexicano. El esbozo etnográfico de Aguirre Beltrán dio origen al interés de la comunidad académica por los territorios de la Costa Chica, así como a otro fenómeno que seguramente no se tenía previsto: la necesidad, por parte de la academia, de definir al afromexicano y la necesidad de los afromexicanos de definirnos como negros4.

Si bien, a simple vista, puede parecer que ambas necesidades responden a un mismo proceso, se trata, en realidad, de dos procesos que ocurren en paralelo y que, sin embargo, responden a dos intereses distintos y en ocasiones contrapuestos, pues mientras para unos implica esclarecer el misterio de la desaparición de la negritud y su posterior resurgimiento en el paisaje mexicano, para nosotros implica la necesidad de replantearnos o de rechazar el replantearnos nuestro lugar en el mundo.

El objetivo de este escrito consiste en analizar cómo se construye la idea de «afromexicano» en la academia estadounidense, y me refiero con esto al conocimiento, sobre afromexicanos, que se produce y se distribuye en idioma inglés desde Estados Unidos. Para ello se recurre a los trabajos que destacados antropólogos mexicanos, como María Elisa Velázquez y Gabriela Iturralde, reconocen han tenido mayor injerencia en el campo de los estudios afromexicanos en los últimos 15 años, y han influido, indirectamente, en el reconocimiento constitucional5. En específico los trabajos de Laura Lewis, Chege Githiora, Anita González, Paulette Ramsay, Bobby Vaughn y Ben Vinson III. Laura Lewis, por ejemplo, participó en al menos dos de los foros de los Pueblos Negros en la Costa Chica. Su trabajo, así como el de Bobby Vaughn y Ben Vinson III, son citados en algunos de los documentos elaborados por la Comisión Nacional de Derechos Humanos en conjunto con la Unesco y la ONU, en busca del reconocimiento constitucional de los afromexicanos.

Me he limitado al análisis del locus de producción de la academia norteamericana debido a que esta es la que ha tenido mayor exposición y alcance en la formación de lo que se concibe como «blackness» en el debate académico mundial6. La finalidad de este análisis es mostrar cómo dichas construcciones parten de un locus de enunciación hegemónico que privilegia la experiencia primermundista dificultando la aprehensión de la vivencia negra mexicana. Pues como Nemesio Rodríguez lo refiere, «la presencia intermitente de los investigadores de habla inglesa [...] pugna por una visión heredera de sus experiencias directas, afronorteamericana, y que mecánicamente trasladan a la región» (2009, p. 13). Me propongo, por tanto, desde mi posición de negra mexicana, que reconoce el privilegio que implica trabajar en la academia norteamericana, ejecutar un ejercicio que promueva un diálogo frontal al aterrizar, a la experiencia negra mexicana, los aciertos y desaciertos de dichas investigaciones.

A lo largo del escrito utilizo las palabras afromexicano, negro mexicano y negro, pero no se hace de forma indistinta (no son sinónimos). Se hace con la intención de mostrar cómo afromexicano responde a una categoría teórica mucho más etérea que corpórea; mientras que negro mexicano refiere al sujeto o sujetos racializados que tienen nacionalidad mexicana; y negro refiere específicamente al sujeto racializado que concibe su existencia independientemente del reconocimiento del Estado.

Esclareciendo la negritud

En el prólogo de La población negra de México, de Aguirre Beltrán, puede observarse que el objetivo de su estudio etnohistórico es el de mostrar la «completa integración [del negro] en Estado mexicano» (1971, p. 12), mientras que en la introducción de Cuijla. Esbozo etnográfico de un pueblo negro, deja claro que la investigación etnográfica que se presenta en dicha obra resulta imprescindible para «verificar las resultantes del proceso histórico y el precipitado de la aculturación [del negro]» (1989, p. 11). Es decir, para Aguirre Beltrán no hay misterio, «negros hubo en México desde el momento de la conquista» (1989, p. 11), y si bien insiste en la «necesidad de tener siempre presente al negro donde quiera que se pretenda realizar un estudio exhaustivo integral de la cultura nacional» (1989, p. 11), puesto que «el negro representa el único grupo étnico que con mayores aportes concurre a enriquecer el pool genético nacional» (1971, p. 7), intenta justificar el olvido en el que hasta entonces se había tenido al negro, partiendo del enorme peso que se dio al carácter reivindicatorio de la figura del campesino en el movimiento revolucionario, bajo el supuesto, claro, de que en México todos los campesinos eran indígenas (1971, p. 8).

Dado el carácter seminal que se otorga tanto dentro como fuera de México al trabajo de Aguirre Beltrán en el campo de los estudios afromexicanos, no es de extrañar que los estudios derivados del interés en este se centren en la categoría de raza y conciencia racial de lo negro o en la falta de esta7. Es, de hecho, esta categoría de conciencia racial el elemento a partir del cual los académicos intentan esclarecer el misterio de la negritud en México. Odile Hoffmann, por ejemplo, plantea, en su artículo «Negros y afromestizos en México: viejas y nuevas lecturas de un mundo olvidado», que, a falta de la cristalización de procesos de categorización racial en México, «habría que preguntar ¿cómo pensar y hablar de las poblaciones negras [mexicanas]?» (2006, p. 103), mientras que Anita González menciona en Afro-Mexico: Dancing between myth and reality, que «the idea of Afro-Mexico is, in some way, an enigma [because] many Afro-Mexicans do not consider themselves either black or African» (2010, p. 1). El enigma sigue presente en trabajos como el de Laura Lewis, cuando concluye en «Blacks, black indians, Afromexicans», que «Black Mexicans do not yet make their blackness meaningful in terms of a diasporic consciousness» (2000, p. 917), y en el de Ben Vinson III, cuando en «Afro-Mexican History: Trends and directions in scholarship» se pregunta, después de hacer un breve recorrido por los estudios que se han realizado en torno a «Afro-México», cuáles podrían ser los mecanismos que por fin logren vincular a los afromexicanos con el mundo atlántico (2005, p. 14). Está presente incluso en trabajos como el de Chege Githiora, en el que, a pesar de asegurar que, en efecto, en México, los afrodescendientes son parte y parcela de la diáspora africana, termina por preguntarse qué es, después de todo, un africano para un mexicano (2008, p. 209).

Los cuestionamientos planteados por estos académicos no se contraponen a las conclusiones de Aguirre Beltrán; por el contrario, coinciden (a pesar de que algunos de ellos lanzan fuertes críticas al trabajo de Aguirre)8, en que el negro, de la Costa Chica9, es negro, pero no se nombra a sí mismo negro, aunque en ocasiones sí utiliza la palabra negro. Y si bien Aguirre atribuye dicho fenómeno al mestizaje en un sentido positivo, los segundos plantean al mestizaje como un dispositivo que borra y a la vez dificulta la conformación de una identidad étnica-racial correspondiente (de acuerdo con sus propios esquemas teóricos), al Pantone de su objeto de estudio. De modo que, lejos de dilucidar el misterio del afromexicano (mencionamos ya, que para Aguirre no existía tal misterio, pues el negro se había integrado por completo al Estado mexicano), se esclarece, no en un sentido explicativo, sino en un sentido irónicamente blanqueador, a la negritud mexicana. En consecuencia, cuando en este apartado se utiliza el subtítulo «Esclareciendo la negritud mexicana», se hace con la intención de mostrar cómo algunos de estos académicos imponen (seguramente de forma inintencionada) categorías de clasificación identitarias que tienen poco o nada que ver con las realidades mexicanas, y cómo las consecuencias de esta imposición se traducen en la materialidad del cuerpo negro10.

Como lo indica Odile Hoffmann, la Costa Chica es la región en donde más se estudian las principales reivindicaciones negras en la actualidad (2006, p. 11). Lo que parece una consecuencia lógica derivada de las conclusiones de Aguirre Beltrán, pues si en esa zona podrían encontrarse las últimas trazas de la población negra mexicana, en qué otro sitio habría que ir a estudiar al negro contemporáneo. Así, los distintos académicos, promotores culturales o sectores gubernamentales, que hicieron de la población de la Costa Chica su objeto de interés, lo hicieron partiendo de la premisa de que su población, o al menos parte de ella, era negra. Laura Lewis, por ejemplo, narra cómo mientras visitaba el cinturón de la Costa Chica, San Nicolás Tolentino llamó especialmente su atención, debido a que sus habitantes no dejaban de hablar de la cantidad de antropólogos y gestores culturales que caracterizaban a los sanicoleños como negros. Lewis apunta a que los sanicoleños se definen como mestizos o mezclados, y refiere que no se consideran a sí mismos negros sino morenos: «ethnographic evidence suggests that San Nicolá’s black residents in fact see themselves as morenos» (2000, p. 898); además, afirma que los sanicoleños utilizan la palabra moreno para establecer que además de negros son también indígenas. La afirmación se torna problemática desde el momento en que se plantea bajo el término de «los habitantes negros» y no «los habitantes de San Nicolás no se ven a sí mismos como negros sino como morenos», es decir, dado de que parte del supuesto de que se trata de una población negra no solo infiere que morenos es sinónimo de negros, sino que cuando los sanicoleños se definen como mestizos implica que dicho mestizaje detalla una mezcla de negro e indígena. Si bien Lewis puntualiza que en determinado momento de las entrevistas los sanicoleños se distinguen explícitamente de los indígenas al referirse a sí mismos como «indios negros» (2000, p. 910), cabe preguntarse si dicha distinción no responde a la imposición a la que han sido sujetos, por lo menos desde 1980, a ser clasificados como negros. En otras palabras, qué otras opciones tendrían si ellos se definen como mestizos cuando los antropólogos insisten en clasificarlos como negros.

La simplificación de moreno a negro se repite en el trabajo de Anita González, cuando define moreno como «a Brown-skinned person; in Mexico, usually used referring to a person of African descent» (2010, p. 153), y cita «Blacks, black indians, Afro-Mexicans» de Lewis como referencia. Y en Land of the cosmic race. Race mixture, racism and blackness in Mexico de Christina A. Sue cuando afirma que moreno «is employed as a euphemism for blackness» (2013, p. 36). Paulette A. Ramsey repite la misma imprecisión cuando analiza las coplas y corridos costachicenses, al afirmar que morena es el femenino de black women (2016, pp. 50-51). Por su parte, Chege Githiora señala que Lewis observa correctamente que los afromexicanos prefieren llamarse a sí mismo morenos (2008, p. 7), citando, claro, el artículo «Blacks, black indians, Afro-Mexicans» de Lewis.

Lo anterior no quiere decir que los sanicoleños o los costachicences no sean afrodescendientes, o que Lewis se equivoque cuando afirma que «in Mexico, national ideologies, and histories have traditionally worked to exclude or ignore blackness» (2000, p. 898), pero equiparar el término moreno con negro «esclarece», por un lado, una problemática mucho más profunda que le impide preguntarse qué es lo que lleva a los sanicoleños a negar la negritud o, en todo caso, por qué tendrían que abrazarla. Y, por otro lado, rompe la posibilidad de diálogo con el trabajo de decenas de académicos mexicanos y extranjeros que permiten trazar, a través de la historia colonial y posindependencia, el papel del negro en la vida nacional. Un diálogo que no solo posibilita encontrar respuestas a las preguntas de por qué se niega la negritud, o por qué tendría que abrazarse, sino que permite entender la complejidad histórica del término moreno en el contexto mexicano, y debatir en qué sentido la categoría de identidad en términos de raza resulta o no problemática, más allá de su contraposición al mestizaje como ideología.

Moreno, negro y mestizo a la vez

En Esbozo etnográfico de un pueblo negro, Aguirre Beltrán argumenta que mientras sería imposible afirmar que en algún momento la población de Cuijla fue totalmente negra, el cuileño es en la actualidad un «afromestizo» (1989, p. 65). Para Aguirre, la asimilación del negro era inevitable y se realizó de manera casi natural, como consecuencia de la eliminación del sistema de castas tras la lucha de independencia. El término, que hace referencia a un mestizo con características predominantemente negras, fue, durante un largo periodo, bien recibido entre los académicos mexicanos, en ocasiones para referirse a la presencia negra durante los últimos años de la Colonia, pero sobre todo para abordar al sujeto negro contemporáneo de las costas de Veracruz, Oaxaca y Guerrero11. No corrió la misma suerte entre académicos extranjeros (especialmente norteamericanos), para quienes, como Bobby Vaughn lo indica, su uso implica que, de alguna forma, por ser mestizo, el negro mexicano es necesariamente menos negro que el negro de cualquier otra región (2013, p. 227). Para Laura Lewis, se trata de un término impuesto a la población costachicense (lo mismo que afromexicano o negro), imposición que ignora la forma en la que la población se autodenomina, es decir, morenos (2012, p. 305). Para Paulette A. Ramsay, el término afromestizo no hace más que perpetuar la ideología de la mezcla de razas en un tono oficialista y se atreve a asegurar que Ben Vinson III repudia la ideal de afromestizo, cuando este expresa el asombro que le causa el uso del término ante la existencia de sujetos, en la Costa Chica, con pigmentación y fenotipos tan evidentemente negroides como el de cualquier afrodescendiente de la diáspora (2016, p. 17). Si bien es cierto que, en su libro Afroméxico, Ben Vinson III, muestra su extrañeza ante la aceptación del término afromestizo entre los académicos mexicanos, lo verdaderamente sorprendente es que afirme que «la eliminación del sistema de castas dificultó la tarea de los investigadores modernos de esclarecer y comprender la experiencia negra en México» (2004, p. 34), como si hubiera sido necesario un apartheid para que los académicos pudiesen aprehender la experiencia de la negritud mexicana.

Al respecto, Odile Hoffmann señala como un impasse teórico la imposibilidad, de los académicos extranjeros, de pensar el mestizaje, pues el concebirlo únicamente como «una negación de las culturas “originales” [...] provoca legitimar solo los orígenes en detrimento de una conceptualización más abierta» (2006, p. 117), y se plantea la posibilidad de preguntarse si «estos estadounidenses, a menudo portadores de teorías poscoloniales y subalternas, no reproducen en México los mecanismos de imposición teórica que critican» (2006, p. 122). Hoffmann es, acaso, la primera académica en señalar, ya en 2006, la complejidad de hablar de la negritud mexicana en términos de una identidad étnica cuando se ha insistido en reducir su presencia a las costas de Veracruz, Oaxaca y Guerrero. Partiremos del impasse planteado por Hoffmann, es decir, la imposibilidad de pensar el mestizaje y la presencia negra más allá de las costas mexicanas, para rastrear, brevemente, la complejidad histórica del término moreno, con el fin de intentar entender por qué el afromexicano, que no únicamente el costachicence, niega la negritud o por qué tendría que abrazarla.

Dado que, como lo hemos visto ya, equiparar moreno con negro es una práctica que varios académicos repiten (en ocasiones citándose unos a otros), cabe aclarar que por lo menos Lewis, Vaughn y Vinson III realizaron estudios etnográficos en alguna de las poblaciones de la Costa Chica, de modo que moreno no es un término que hayan elegido de forma aleatoria para nombrar a las comunidades costachicenses, pues, en efecto, refieren a sí mismos como morenos (aunque ello no los convierte, necesariamente, en dos términos sustitutos uno de otro). Vaughn, sin embargo, se toma la licencia de afirmar que los afromexicanos tendemos a autodescribirnos como morenos o negros de forma intercambiable, por lo que infiere que «morenos and negros comprise the same ethnic group, a group we can comfortably refer to as Afro-Mexican» (2013, p. 231, el énfasis es mío); cuando, en la realidad, como lo demuestra el Catálogo de autodenominaciones (2017), elaborado a partir del foro nacional «¿Cómo queremos llamarnos? Horizonte Censo INEGI 2020», moreno se utiliza como categoría étnica únicamente en la Costa Chica y en la cuenca del Papaloapan (Avendaño, 2019, p. 3).

Partiendo de la época colonial, Ben Vinson III afirma que «negro and moreno were two terms that connoted “pure blackness”» (2018, p. 76); sin embargo, en las tablas de castas que presenta (2018, p. 240) es posible encontrar a moreno como una subcategoría de mulato, que lo diferencia del mulato blanco, mulato membrillo, mulato color cocho, etc. Si bien otros académicos, en este caso latinoamericanos, como María Elisa Velázquez, refiere también que durante el siglo XVI negro, pardo y moreno se utilizaban de forma indistinta (2018, p. 438), sugiere que hacia el siglo XVIII moreno y pardo referían, en lo general, a una casta con componente negro en mejor situación económica que otras (2018, p. 438). Por su parte Laura Girado sugiere que en el siglo XVIII moreno y pardo se habían convertido en una categoría eufemística de algún tipo de componente negro (2018, p. 22). Mientras que Melchor Campos García sugiere que, para el caso de Yucatán en el siglo XVI, moreno indicaba más bien la calidad de negro libre; sin embargo, en una de las tablas que Campos muestra en su investigación, un sujeto llamado «Pedro» aparece con la categoría de «moreno esclavo» (2015, p. 33). Es necesario aclarar que los autores mencionados no muestran ninguna fuente de archivo cuando afirman que moreno era utilizado como sinónimo de negro, como indicativo de clase social de algún componente negro, o de eufemismo del algún tipo de componente negro, pero sí señalan la fuente de archivo a la que acudieron cuando muestran las tablas en la que moreno refiere a alguna calidad distinta a la que ellos mismos afirman. Lo anterior no implica que no exista la fuente, aunque no señalarla complica la, de por sí, ya intrincada aprehensión del término. Chege Githiora es el único en especificar que el término «moreno does not appear with great frequency in early colonial archives» (2008, p. 108).

El Diccionario del español de México (DEM) del Colegio de México, que señala contener vocabulario «que ha sido o se usa en México desde 1921», indica que «moreno» es alguien «de piel blanca pero oscurecida o de un color semejante al café». Dado que el contenido del DEM es el resultado de un conjunto de investigaciones de vocabulario utilizado a lo largo de toda la República Mexicana a partir de 1921, es decir, muy anterior a las publicaciones de Aguirre Beltrán, es muy posible que si en 1992 los sanicoleños (como lo señala Lewis), en 1995 los costachicenses (como lo señala Vinson III), o en general los afromexicanos en 1995 (como lo afirma Vaughn), utilizaron el término moreno para autodescribirse, se estuviesen describiendo a sí mismos, como personas de color café. Tal como lo muestra el ejercicio MMSI 2016 (Módulo de Movilidad Social Intergeneracional) realizado por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), del cual se infiere que alrededor del 10 % de la población se identifica como blanca, y el 90 % restante como moreno, lo que no los convierte, de ninguna manera, automáticamente, ni en indígenas, ni en indios negros, ni en afrodescendientes. No se equivocan, sin embargo, Lewis (2000, p. 899), Vinson III (2018, p. 214), ni Vaughn (2013, p. 232), al afirmar que negro se utiliza para definir a otro, como broma o insulto, o para referirse a algún miembro de la propia la familia. De hecho, en un ejercicio realizado en redes sociales por el escritor mexicano Felipe Lomelí en septiembre de 2019, en el que pregunta si a alguno de sus familiares le dicen «negro» y a algún otro «güero», es posible observar que en cerca de 250 casos, en un mismo núcleo familiar, se utiliza güero para referirse al miembro más blanco o al menos moreno (que no es lo mismo), mientras que negro se utiliza para referir al miembro menos blanco o más moreno de una familia (Lomelí). Si bien el ejercicio en redes sociales por sí mismo no es representativo, en conjunto con los resultados del MMSI 2016 nos dan una idea de lo complicado que es reducir, en el contexto mexicano, negro y moreno a una misma categoría racial o étnica.

Dado lo anterior, afirmar, como lo afirma Lewis, que cuando los sanicoleños, durante el festejo de la independencia, se disfrazan de indígenas luchando contra españoles, «they become “indians” in order to nationalize themselves» (2000, p. 899), y que por ello cuando se dicen morenos se refieren a que son «black indians» (2000, p. 910), resulta tan absurdo como afirmar que los niños que se disfrazan de Miguel Hidalgo en las ceremonias escolares que celebran la independencia mexicana se convierten en criollos como su única opción de nacionalizarse, de modo que si afirmaran que son morenos, ello se traduciría, automáticamente, en que son criollos negros. Pues, como refiere Itza Varela, la pertenencia del negro a la nación mexicana «acepta sus especificidades y diferencias locales frente, por ejemplo, a lo indígena y mestizo» (2014, p. 53), por lo que no es necesario, como lo hace Lewis, la creación de una nueva identidad.

El impasse teórico parece ser superado por Vinson III, cuando en Before mestizaje. The frontiers of race and caste in Colonial Mexico reflexiona sobre la fluidez que los sujetos coloniales le inyectaron al sistema de castas en contra del sistema mismo al observar cómo las experiencias de los sujetos coloniales racializados «stretched beyond their individual lives» (2018, p. xiv), de modo que «some caste groups enjoyed very different identity status tan their parents did» (2018, p. 63). Vinson III plantea este castizaje como una forma de protomestizaje (2018, p. 4), reconociendo que la mezcla racial promovida años más tarde por el Estado Mexicano mediante la ideología del mestizaje existía ya, mucho antes de que México tomara forma. Vinson III no tiene problema en referirse a las castas que incluyen un componente negro como «afrocastas» (2018, p. 131), cuando, como ya lo hemos mencionado, no le parecía adecuado referirse al negro mexicano como «afromestizo» (2004, p. 57). Es decir, en Before mestizaje, Vinson III emprende la separación entre el mestizaje como mezcla de sujetos, del mestizaje como ideología, imaginando «the posible links between caste, blackness, and mestizaje» (2018, p. xv). Vinson III, de alguna forma, comienza a pensar la mezcla racial más allá de la imposición que implica, como lo señala Hofmann, la negación de las culturas originales (2006, p. 117); así, abre la posibilidad de la configuración de agencia en los sujetos participes de dichas mezclas a pesar de la coerción ideológica del Estado.

Como negra con documento de identidad mexicano, puedo decir que, en efecto, soy morena, negra y mestiza a la vez. El color de mi piel es moreno, soy negra no solo por mi fenotipo (con todo lo problemático que implica tal afirmación), sino porque parte de mis antepasados llegaron esclavizados al puerto de Veracruz en 1672, y otra parte de ellos perteneció al territorio libre de «Yanga» (antes conocido como San Lorenzo de los Negros); soy también mestiza (en el sentido de una mezcla, y no en el de «raza cósmica») porque la familia de mi padre proviene de la comunidad mixteca de la sierra de Puebla. No puedo, sin embargo, decir que soy indígena, porque mis abuelos paternos abandonaron la lengua y el terruño, al igual que la autoidentificación (lo que no me convierte en «black indian»). De la mezcla de un padre indígena y de una madre negra blanca, nace una morena blanca, un moreno a secas, y una morena negra que soy yo. Difícilmente, alguien en la familia, que no sea yo, se reivindica negra, lo que muestra lo discordante y antagónico que resulta ser negro en México, pues la asunción de la identidad negra, nos dice Nemesio Rodríguez, «no está exenta de conflictos intrafamiliares o intracomunitarios» (2009, p. 16).

Los negros mexicanos (al igual que cualquier otro mexicano) somos producto de las circunstancias de la nación y de la forma en la que las circunstancias particulares del sujeto coexisten con estas. Por ello, Velázquez e Iturralde insisten en que, contrario a lo que infieren Lewis o Vaughn, «se puede afirmar que en México «la afrodescendencia» se experimenta de diversas formas y difícilmente se puede hablar de una identidad afromexicana homogénea» (2016, p. 234), pues la manera en la que se vive la negritud en distintas partes de México ha dependido históricamente de «la diversidad de situaciones que vivieron y las complejas relaciones que establecieron, no solo con miembros de otros grupos sociales y culturales, sino con personas de su mismo origen» (2016, p. 236).

Decolonizando el cuerpo

Narra Bobby Vaughn que en su primer acercamiento a la región de la Costa Chica en búsqueda de una comunidad en la que pudiera aprender sobre la vida, las costumbres y la cultura afromexicana, la gente se apresuraba a hacer una lista de comunidades que podía visitar, pero excluía de dicha lista su propia comunidad. El hecho se repetía en cuanto llegaba a uno de los sitios enlistados, la comunidad se excluía de la lista y confirmaba la negritud del resto. Para Vaughn «became clear [...] that no community in the Costa Chica wanted to be recognized as being the most black town» (2013, p. 232). En ese sentido, entiende que este tipo de conductas son una clara señal de que la negritud es un concepto que se tiene a la mano, pues «people don’t appear to be unclear as to what Mexican blackness is» (2013, p. 233).

Es posible confirmar la afirmación de Vaughn cuando Laura Lewis narra que, en 1999, camino a Cuaji al «Tercer encuentro de pueblos negros», una sanicoleña le dijo: «Ah, vas a tu cosa esa de mujeres morenas», a lo que otro sanicoleño refería en forma irónica: «¿El encuentro ese de negros?», haciendo gran énfasis al pronunciar negros (2012, p. 177). Mientras lo narrado por Lewis explica, por un lado, la confusión que los lleva a afirmar que moreno es sinónimo de negro, por otro lado, nos muestra que saber qué es negro y querer ser negro son dos cosas distintas.

Para Chege Githiora, esto queda claro (a pesar de que en su introducción repetía, citando a Lewis, la simplificación de moreno y negro), cuando después de un profundo análisis lingüístico de la Costa Chica concluye que equiparar moreno con negro resulta, más bien, en la imposición de una visión externa que relega los contextos lingüísticos sociales bajo los cuales el individuo (negro mexicano) utiliza estos términos (2008, p. 111). El que negro tenga connotaciones en ambos extremos del espectro del imaginario social, como decir a alguien de cariño «negrita», o utilizarlo como ofensa al llamar a alguien «negro de mierda» (2008, pp. 128-175), dificulta la comprensión del uso del término. Githiora, sin embargo, de forma similar a Vaughn, intuye que el mexicano no ignora el significado de la negritud, sino que mediante el uso del término moreno, intenta distanciarse de las connotaciones negativas que, en el imaginario social, tiene «el negro» (lo que no significa que todo aquel que se diga moreno sea negro).

Lo anterior concuerda con lo dicho por el poeta y periodista afromexicano costachicense Eduardo Añorve, cuando refiere que el costachicense nace de «la pretensión del blanqueamiento de la piel, y la identificación de lo negro con lo malo y lo negativo» (2012, p. 7). Pendiente queda, dice Añorve, «la organización interna que nos permita transitar de costachicenses a afromexicanos» (2012, p. 7). Este proceso, sin embargo, no resulta sencillo y, como lo mencioné con anterioridad, ello es prueba de la contradicción que resulta ser negro en México. Añorve, por ejemplo, concibe en 2012, y aun en 2017, cuando se muestra en contra del reconocimiento constitucional de los afromexicanos, que la negritud mexicana se encuentra confinada a la Costa Chica, y defiende su derecho a ser mexicano: «¡Soy mexicano, lo que sea que esto signifique!» (2017, p. 12). Para 2018, después de la publicación de los resultados de la Encuesta Intercensal 2015, Añorve reconoce que existen afrodescendientes a lo largo de todo el país; no obstante, sigue mostrándose en contra del reconocimiento constitucional, al que ve como una forma de discriminación positiva. Para Añorve, bastaría recordar que quien realizó el primer intento de Constitución del país era «mulato, o afrodescendiente o afromexicano» (2018, p. 15), y que fue precisamente en ese documento «Sentimientos de la Nación» en el que, por medio de la declaración de la abolición de la esclavitud, Morelos proponía, también, la abolición del sistema de castas, para «no ser llamados más mulatos, zambos, zambaigos, coyotes, lobos, salta-pa-trás, tente-en-el-aire, no-te-entiendo, pardos, morenos, cambujos, cafres, etcétera, sino mexicanos. Mexicanos» (2018, p.16).

Es claro que, para Añove, ser negro o no querer ser únicamente negro sino «mexicano» en el presente no puede entenderse sin la gradación corporal que implicaba el sistema de castas. El caso de Añorve muestra el contexto lingüístico social del uso de negro, al que refiere Githiora. Es decir, para Githiora, el que la población sea capaz de usar en su lenguaje cotidiano palabras oficialmente en desuso como jarocho, prieto, morena limpia, chanda, mulato tizón (o incluso las categorías que yo utilicé en líneas anteriores para describir a mi familia: negra blanca, morena blanca, moreno a secas, morena negra), resulta indicativo de las muchas categorías sociorraciales que codifican las relaciones sociales en México (2008, pp. 103-111). Bajo dichos contextos, el mestizaje como ideología nos permite performar múltiples categorías étnicas (el equivalente a las «multiplecasta lives» a las que refiere Vinson III). El siguiente es el testimonio de una mujer de estrato bajo de la Ciudad de México, que formó parte del grupo de enfoque del trabajo de investigación «Discriminación étnico-racial en México: una taxonomía de las practicas» del Centro de Investigaciones Sociales del Colegio de México (COLMEX), realizado en 2018, ante la pregunta ¿podemos cambiar de grupo étnico?:

Bueno, pue ahorita ya hay muchas formas de cambiar, por ejemplo, yo morenita, ya hay muchas cosas para poder cambiar, no sé, aclarar un poquito [...], pues hay como que formas de cambiarte, el color del cabello. [Eso no te cambia] totalmente, pero te puede [...], como que no te definen tanto [...] ya no te ves tan morenita, te ves diferente y eso te ayuda (Solís et al., 2019, p. 70).

Si, como lo indica Vinson III, el sistema de castas era sumamente fluido, y de acuerdo con lo que muestran los récords de los archivos coloniales se observa que una misma persona podía vivir «multiple-casta lives» (2018, p. 64), la fluidez del sistema no supone que no se establecieran distintos derechos y obligaciones para distintas categorías de personas. Es quizá por ello que Añorve no equipara libertad con la idea de «independencia nacional», sino, explícitamente, con la abolición del sistema de castas y la garantía de igualdad de derechos (2018, p. 15). En ese sentido no se equivoca Añorve al decir que en México los negros aún no somos libres. Es un hecho que siguen existiendo distintos grados de garantía de igualdad de derechos para distintas categorías de personas, y esas categorías, no oficialmente explícitas, siguen dependiendo de la colorimetría del sujeto. Prueba de ello lo son los resultados que arroja el MMSI 2016, que mide la relación entre el lugar que el sujeto tiene en la sociedad mexicana y el color de piel. Como ya lo mencionamos, cerca del 90 % de la población se clasificó como morena y 0,17 % de la población total se identificó con el color más oscuro de la Pantonera. Alrededor del 20 % de la población más oscura termina la primaria, mientras que el 30 % de la población con piel más clara concluye una carrera universitaria. Mientras 30 % de la población con piel más oscura se desempeña en trabajos manuales, el 32 % de la población con piel más clara accede a puestos directivos.

Las personas con pieles más oscuras tienen, incluso, menos oportunidades de performar esas «multiple-casta lives» a las que refiere Vinson III, que en el siglo XXI no se nombran castas sino grupos étnicos. Datos como estos funcionan como ejemplos concretos y evidencia de cómo la teoría y las políticas públicas se traducen en la materialidad de los cuerpos racializados. No es de extrañar que el sujeto mexicano racializado busque seguir las mismas estrategias de movilidad intergeneracional que se buscaban en la colonia. El siguiente es un testimonio obtenido del grupo de enfoque del trabajo de investigación «Discriminación étnico-racial en México: una taxonomía de las prácticas» del Centro de Investigaciones Sociales del Colegio de México (COLMEX), realizado en 2018:

¿La verdad? Le soy honesto y eso mi abuelo me lo dijo: «¿Quieres mejorar la raza? Cásate con una blanca». [...] No voy a decir que yo la buscara, sino simplemente se dieron las cosas [...] y, quiera o no, casarse con una persona de tonalidad blanca sí abre muchas puertas, sí llama más la atención. «Por lo menos ya no van a salir tan feítos». Así dices, ¿no? «Por lo menos van a salir bonitos» (Solís et al., 2019, p. 74).

Parafraseando a Añorve, los mexicanos (no únicamente los costachicenses), somos resultado de la pretensión del blanqueamiento de la piel, y la identificación de lo negro, lo oscuro, con lo malo y lo negativo. Construirnos, entonces, no es suficiente; una organización interna que nos permita transitar de mexicanos a afromexicanos no basta. El problema no son únicamente las palabras, sino la vigencia de esquemas cognitivos racistas. Afromestizo, afromexicano e incluso moreno no desracializan el cuerpo negro; el paso de castas a categorías étnicas muestra que las personas adaptamos las nuevas palabras a los viejos esquemas cognitivos. No se equivoca Añorve al decir que el reconocimiento constitucional de las poblaciones afrodescendientes tendría que ser innecesaria en el sentido de que el Estado tiene la obligación de asegurar la igualdad de derechos de todos los ciudadanos.

Negar, sin embargo, las categorías sociorraciales que de facto existen en México no contribuye a disminuir la ineficiencia del Estado, ni el racismo. Es necesario, en cambio, deconstruir dichas categorías. En cierto sentido, el trabajo que realizan Githiora y Vinson III, en Afro-Mexicans y en Before mestizaje, respectivamente. El primero al analizar los contextos lingüísticos sociales en el que se utilizan las categorías sociorraciales, y el segundo al proporcionar un análisis histórico que, en sus propias palabras, «hope [to] inspire more thought and research in the links between caste, blackness and mestizaje» (Vinson, 2018, p. xv). Cuando Vaughn dice que para los negros mexicanos «blackness is often held at arm’s length, with such length being the distance to a blacker» (2013, p. 233), es porque basta con que estiremos el brazo para darnos cuenta de que somos negros, y alzar la mirada para descubrir a alguien más negro que uno mismo, y apliquemos a ese otro los estigmas sociorraciales con que otros nos discriminan.

Para bien o para mal fue también de la mano de extraños que adoptamos el término de negritud, ya lo dijo Ramsey cuando refiere que el trabajo del padre Glyn Jemmott se extiende «way beyond the duties of a priest to include many hours spent trying to raise awarness about blackness among Afro-Mexicans» (2016, p.17), aunque, claro, Ramsey entiende por afromexicanos habitantes de la Costa Chica. El resto los negros mexicanos (seguramente igual que los costachicenses) nos sabemos negros «gracias» a la discriminación, y nos reconocemos o estamos en el proceso de reconocernos negros, en gran medida, como resultado de lo que para académicos e investigadores significa la categoría de afromexicano (tal vez, en un futuro no lejano, moreno se convierta en México en sinónimo de negro).

Así lo corrobora la activista afromexicana Daniela López Carreño cuando afirma que «hay académicos e investigadores nacionales o extranjeros que saben más de la negritud mexicana que la propia comunidad» (el énfasis es mío), o cuando reconoce que su pueblo «Coyolillo, Veracruz», se encuentra en una transición entre el pasado y lo que ahora están adoptando al saberse negros, y pone de ejemplo la danza africana, «pues aunque no es una herencia generacional en Coyolillo [...] me interesa que las personas vean, a través de ella, que somos afrodescendientes», lo confirma también cuando refiere que «la mayoría de los afrodescendientes en México, o los que tenemos el fenotipo, principalmente, hemos sido discriminados por nuestro color de piel, y ahí estamos, y ahí estaremos y estuvimos siempre».

Por eso, a los negros nos queda decolonizar la negritud en términos del contexto más cercano y con la herramienta más inmediata que tenemos: el cuerpo, no solo porque es el cuerpo el sitio en que se materializan las políticas estatales y las teorías académicas que influyen en la producción de las primeras, sino porque más allá de la cultura, la experiencia negra se vive precisamente a través del cuerpo, nos queda trabajar a partir de aquello que Patricia Hill Collins llama la tercera vía, es decir, construir desde la experiencia vivida y no desde una posición teóricamente objetiva (2012, p. 35). Este abismo entre lo teóricamente objetivo y la experiencia del cuerpo cobra relevancia cuando queda elevado a rango constitucional, institucionalizando así, una vez más, la opresión estructural. Pues no sería extraño, nos recuerda Nemesio Rodríguez, que:

Desde alguna instancia internacional e interamericana surjan iniciativas para la población negra del tipo del Fondo para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas de América Latina y el Caribe, que en 18 años han creado una sólida burocracia indígena sin ninguna acción concreta alrededor del desarrollo de los pueblos indígenas (2009, p. 13).

Conclusión: negro mexicano... Negro

No se equivocan Lewis, A. Sue, Vinson II, Vaughn, Githiora y Ramsay, cuando puntualizan que el mestizaje no solo difuminó la visibilidad de la herencia negra, sino que se trata de una ideología basada en la supervivencia de los marcadores blancos y la romantización del indígena (en ese orden), con la intención de desaparecer del sujeto nacional cualquier rastro de negritud.

Si bien es cierto que, a diferencia de la ideología que forjó como Estado/nación a otros países, el mestizaje no implicó (al menos no del todo), leyes del tipo Jim Crow, un apartheid, ni el exterminio sistemático de la otredad negra (lo que no implica que no se practicara el exterminio sistemático de la otredad indígena, basta recordar el exterminio de yaquis, seris, mayos, rarámuris, conchos, kikapus, opatas, pimas, etc.), parece necesario recordar que un sistema «menos perverso» no se traduce, necesariamente, en una sociedad no racista. No significa que un acto racista comparativamente menor deje de ser segregativo. Es decir, el que parezca que Ramsay (2016, pp. 32-46) olvida que fue hasta 1954 que en su país se permitió que los negros asistieran a la escuela con los blancos, o que Rosa Parks fue detenida por no cederle su asiento de autobús a un blanco en 1955, mientras afirma que es atroz que México haya permitido, ya en 1947, la distribución del comic Memín Pinguín de Yolanda Vargas Dulché, no hace a Memín Pinguín menos racista de lo que de hecho es, el racismo cualquiera que sea su formato no es nunca una violencia menor.

El mestizaje, en efecto, funciona como un dispositivo civilizatorio de blanqueamiento que esconde en la figura del mestizo el racismo estructural en el que se funda México. El mestizo se convierte, en México, en el sinónimo ilusorio de ciudadanía; no es casualidad, entonces, que en los testimonios que presentan Vinson III (2018, p. 203), Lewis, Vaughn, y Githiora los sujetos se afirmen mestizos y mexicanos antes que negros o afromexicanos: «Mexicans above all» (Lewis, 2012, p. 307). No es extraño que los cuerpos racializados intenten, igual que lo hacían durante la colonia vivir «multiple-casta lives», y si bien se reconoce en ello una agencia, es necesario no olvidar que ese performance racial surge como respuesta a la asimetría, pues en una sociedad que hereda una estructura racialmente estratificada una de las únicas posibilidades de movilidad es la de asimilarse al paradigma del modelo de sujeto nacional (posibilidad vedada o inhibida en otras sociedades, no olvidemos la «ley de una gota de sangre»). No podemos olvidar, sin embargo, que es precisamente este mestizaje biológico y cultural el que da origen a las tan formas tan diversas de cómo vivimos la negritud en México y cómo nos autonombramos en las distintas regiones del país. Es por ello que, a diferencia de Estados Unidos, en donde no hubo proceso de mestizaje y en donde los negros existen como afroamericanos, en México los negros existimos como negros, morenos, mascogos, afromestizos, cochos, costeños, prietos, boxios, rastafaris, afroindígenas, etc.

Pero ¿qué sucede cuando los negros descubrimos que mexicano no es igual a ciudadano, y que la categoría de mestizo no es sinónimo de igualdad sustantiva? Descubrimos, entonces, que tenemos forma de emprender una batalla basada en el antagonismo racial de nuestros cuerpos frente al Estado, y que, contrario a lo que afirma Lewis, el negro no solo desafía el modelo de sujeto hegemónico nacional (2012, p. 307), pues la continua disfunción del derecho hacia los cuerpos racializados no hace más que probar el agotamiento del sistema Estado/nacional y la figura misma de ciudadanía. Ser negro en México es discordante y contradictorio porque cada uno de nuestros cuerpos negros se erige en prueba de la resistencia histórica a la violencia colonizadora y del fracaso del mestizo, en términos de «raza cósmica». Cada uno de nuestros cuerpos negros les da nombre a los antagonismos coloniales disputando el imaginario de otros territorios posibles, el territorio corporal negro como sujeto histórico y presente continuo (que no objeto histórico), el territorio corporal negro como episteme, aunque nuestra forma de vivir y producir negritud se les escape a los etnógrafos de las manos y como Vaughn, no encuentren «a way to actually “get it right” no matter what nomenclature one uses» (2013, p. 239). Somos, en ese sentido, prueba de que ningún académico es dueño de los parámetros válidos de lo que significa ser negro12. Olvidan que no hay decolonización epistémica si no existe la disposición de transformar los procesos de estratificación racial que pueblan la academia.

Agradecimientos

Agradezco profundamente el tiempo y los comentarios que los revisores le dedicaron a este artículo.

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2Si bien los primeros esfuerzos de México Negro A. C. estuvieron concentrados en la reconstrucción de la memoria histórica negra y la formación de la consciencia étnica de los habitantes de la Costa Chica, a partir de 2001, de la mano de otras asociaciones, se enfocaron en empujar el reconocimiento constitucional con el fin de obtener recursos que permitieran mejorar las condiciones de vida de los afromexicanos (Rodríguez, 2009; Reyes, 2011: Velázquez e Iturralde, 2016; López, 2018; Avendaño, 2019).

3Se utiliza indistintamente Cuajila, Cuajil y Cuajinicuilapa, pues de esos modos refieren diversos autores a una misma población. Mientras Cuajila es simplemente un diminutivo, Cuajinicuilapa cambia su nombre a Cuajil cuando, con el paso de la carretera Acapulco-Pinotepa Nacional en 1996, los señalamientos que se referían a Cuajinicuilapa decían simplemente Cuajil.

4A este respecto Varela-Huerta plantea la complejidad del proceso de autorreconocerse negro-afromexicano como «la invención de una etnicidad que no existía [y] que comienza a pensarse» (2014, 58).

5Velázquez e Iturralde refieren en «Afromexicanos: reflexiones sobre las dinámicas del reconocimiento» la influencia que ha tenido la academia norteamericana en este campo. En específico, los trabajos de Vinson III, Vaughn y Lewis (2016, p. 235).

6Entiéndase por blackness la forma en la que el sujeto racializado vive la experiencia negra.

7Para más información sobre el tema, véase Vinson (2005) y Gutiérrez (2016).

8Por ejemplo, Laura Lewis dedica un capítulo completo de su libro Chocolate and corn flour. History, race and place in the making of «Black» Mexico (2012) a señalar lo que considera errores en el trabajo de Aguirre Beltrán, mientras que Ben Vinson III alude en «Afro-Mexican history: Trends and directions in scholarship» (2005), la rigidez con la que Aguirre Beltrán refiere al sistema de castas colonial en La población negra de México, lo que, de acuerdo con Vinson, habría suscitado un boom de estudios que, centrados en esta rigidez, buscaban analizar la relación casta-raza. Una rigidez que el mismo Vinson se encarga de desarticular en Before mestizaje. The frontiers of race and caste in Colonial Mexico (2018).

9Es necesario señalar que cuando los autores antes mencionados hablan de los negros mexicanos en el presente se refieren únicamente a la población negra de la Costa Chica.

10Lo que, como veremos a lo largo de este texto, de ninguna manera resta valor a su trabajo.

11Para ahondar sobre la aceptación y el uso del término «afromestizo» entre la comunidad académica mexicana consultar: «Afromestizos de Oaxaca» en Gobierno del Estado de Oaxaca (2005), «Negros y afromestizos del puerto de Veracruz. Impresiones de lo popular durante los siglos XVII y XVIII» de Álvaro Alcántara (2002), «El papel de los estereotipos en las relaciones interétnicas: mixtecos, mestizos y afromestizos en Pinotepa Nacional, Oaxaca» de Amaranta Castillo (2000), «Identidad en una comunidad afromestiza del centro de Veracruz: la población de Mata Clara» de Sagrario Cruz (1989), «Descripción etnográfica de las relaciones de parentesco en tres comunidades afromestizas de la Costa Chica de Guerrero» de María Cristina Díaz (1994); Corrido y violencia entre afromestizos de la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca, de Miguel Ángel Gutiérrez (1998); «Dios pinta como quiere: identidad y cultura en un pueblo afromestizo de Veracruz» de Alfredo Martínez (1994); «Los afromestizos y su contribución a la identidad cultural en el Pacífico Sur» de Gabriel Moedano (1997), Choco, chirundo y chando: Vocabulario afromestizo, de Aparicio, Pérez y García (1996), Jamás fandango al cielo: Narrativa afromestiza, de Díaz, Aparicio y García (1993).

12Cuando hablo de que ningún académico es dueño de los parámetros válidos de lo que significa ser negro, me incluyo, por supuesto, a mí misma como académica.

Fuente de financiamiento: Autofinanciado.

Citar como: Tenorio López, A. (2024). Afromexicanos: entre el discurso académico y el reconocimiento constitucional. Desde el Sur, 16(1), e0006.

1Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Colima. Doctora en Español y Portugués por la Universidad de Kansas. Profesora asistente del Centro para Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Florida.

Received: October 10, 2023; Accepted: December 28, 2023

Contribución de autoría:

Ariadna N. Tenorio López cumplió con todas las funciones CRediT.

Potenciales conflictos de interés:

Ninguno.

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