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Desde el Sur

versão impressa ISSN 2076-2674versão On-line ISSN 2415-0959

Desde el Sur vol.16 no.1 Lima ene./mar. 2024  Epub 31-Jan-2024

http://dx.doi.org/10.21142/des-1601-2024-0014 

Artículos

Crisis y desequilibrio político durante el régimen fujimorista. El papel de la caricatura política. 1998-20001

Crisis and political imbalance during the Fujimori regime. The role of political caricature. 1998-2000

Carlos Rodrigo Infante Yupanqui*  2
http://orcid.org/0000-0003-3920-5225

* Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga. Ayacucho, Perú. carlos.infante@unsch.edu.pe.

RESUMEN

El presente artículo examina el rol de la caricatura política peruana durante el momento de crisis de la administración fujimorista (1998-2000). La investigación desarrolla, además, una aproximación a las conexiones que existen entre la caricatura y el poder. Esta lectura, que vincula macro y microsociología, se hace desde los procesos de desequilibrio político del régimen fujimorista, proceso que marcó, al mismo tiempo, un momento de inflexión dentro de la esfera política y que alcanzó a la caricatura, tanto oficiosa como de oposición. Siguiendo un enfoque cualitativo con una perspectiva interpretativa, el análisis incluye una lectura de contexto de algunas caricaturas de la autoría de importantes humoristas gráficos peruanos. Como resultado encontramos que la caricatura de oposición cumplió un rol crítico, caracterizado por desarrollar su capacidad erosiva; no pasó lo mismo con la caricatura oficiosa que se inclinó por un rol más funcional al poder hegemónico.

Palabras clave: Caricatura; discurso humorístico; desequilibrio político; fujimorismo

ABSTRACT

This article examines the role of Peruvian political caricature during the crisis of the Fujimori administration (1998-2000). The research also develops an approach to the connections between caricature and power. This reading, which links macro and micro sociology, is made from the processes of political imbalance of the Fujimori regime, a process that marked, at the same time, a moment of inflection within the political sphere and that reached the caricature, both officious and opposition. Following a qualitative approach with an interpretative perspective, the analysis includes a contextual reading of some caricatures by important Peruvian graphic humorists. As a result, we find that the opposition caricature played a critical role, characterized by the development of its erosive capacity; the same did not happen with the officious caricature that leaned towards a more functional role to the hegemonic power.

Keywords: Caricature; humorous discourse; political imbalance; fujimorismo

Introducción

En 1990, Alberto Fujimori llegó a la primera magistratura del Perú, junto a grandes expectativas. La sociedad peruana enfrentaba una profunda crisis social y moral, agravada por un conjunto de medidas gubernamentales, aplicadas durante el gobierno del Partido Aprista Peruano (1985-1990).

En estas condiciones, el país entero fue embarcado en un peligroso proyecto de corte autoritario y neoliberal. Su autor, Alberto Fujimori Fujimori, era un desconocido candidato que, luego de su victoria electoral, dirigió un golpe de Estado e impulsó de inmediato un paquete de políticas atendiendo a lo dispuesto por el Consenso de Washington (Martínez y Soto-Reyes, 2012).

Para sellar estos cambios, dos años más tarde, en medio de la dictadura, Fujimori llamó a elecciones y conformó una asamblea constituyente que llevó el nombre de Congreso Constituyente Democrático. De este modo, se sancionó el modelo económico y político en el Perú, un modelo que el régimen protegió con todas las armas del Estado.

A lo largo de la década, Fujimori conduciría una administración autoritaria, represiva, de impunidad y corrupción (Burt, 2011; Quiroz, 2013). Pero el modelo autoritario no solo se impuso desde el Estado con el control del Parlamento nacional, del sistema judicial, incluyendo el Tribunal Constitucional y el Consejo de la Magistratura, las Fuerzas Armadas y la Policía; también alcanzó a la sociedad misma, debido a la fuerte influencia que ejerció sobre la radio, la prensa y la televisión, tras imponer una estructura de poder mediático, con cuyo concurso el régimen activó mecanismos de control sobre las mass media. Así se inauguró la «década de la antipolítica» (Lynch, 2000; Degregori, 2000).

Hacia su quinto año de gobierno, el fujimorismo llegó a registrar los más elevados índices de apoyo popular. La reelección se produjo en primera vuelta, con el 64 % de la votación. La crisis económica había decrecido y la tranquilidad política, derivada de la victoria que obtuvo frente a la subversión, fue crucial en su triunfo. Pese a lo anterior, muy pronto, la sociedad entera ingresaría a un estado de desencanto e incertidumbre, como consecuencia de una hiperinflación sin precedentes, que solo pudo ser controlada gracias a una política de dramático ajuste económico en 1991, luego de la cual el país ingresaría a un «estado de retracción como efecto de la reducción del consumo privado» (Gonzales de Olarte, 2007, p. 18).

En 1997, la inestable situación financiera en Asia resintió nuevamente la economía y la crisis volvió a activarse en el Perú. El supuesto «milagro peruano», del que presumía el fujimorismo y la oligarquía local (Gonzales, 2007), que se favoreció escandalosamente de la venta de empresas estatales y de la concesión del patrimonio nacional, dejó de ser el argumento más fuerte de la propaganda del régimen. A pesar de esto, el sector ortodoxo del fujimorismo y sus aliados políticos instrumentalizaron el rol del Estado y los medios de comunicación para desplegar mecanismos que permitieran prolongar el mandato por otro quinquenio más.

En este contexto, la aplastante mayoría oficialista del Congreso aprobó ciertas leyes sin medir sus consecuencias, lo que provocó una crisis que, si bien no devino en la caída inmediata del gobierno, desencadenó en fuertes tensiones a nivel de toda la sociedad peruana y gestó un momento prolongado de inestabilidad, que se produjo por perturbaciones en los subsistemas de la esfera social y política que, como precisan Parsons y Shils (1968, p. 265), terminaron en un desequilibrio en el macrosistema político.

Uno de estos hechos ocurrió el 27 de agosto de 1998. El Parlamento, con el voto unánime del oficialismo, se opuso radicalmente al llamado a un plebiscito que objetaba la tercera postulación de Fujimori a un nuevo periodo de gobierno consecutivo. A la crisis económica y social se sumaron circunstancias externas3, que alimentaron el sentimiento de indignación de amplios sectores de la población.

Era previsible que el nivel de popularidad del régimen comenzaría a caer sostenidamente. El subempleo había pasado de 41,8 % en 1997 a 44,3 % en 1998, mientras que el porcentaje de empleos adecuados descendió de 50,5 % a 47,9 % en el mismo año (Nunura y Flores, 2001).

El gobierno puso a andar una nueva estrategia política en busca de reestablecer la estructura previa. A este proceso, según Parsons (1966), se le conoce como reequilibrio, una etapa que suele distinguirse por la aplicación de procedimientos tendientes a reorganizar y reconfigurar el control social. El fujimorismo buscaba evitar a como diera lugar que el poder le fuera despojado. Ya lo había dicho Foucault (1979), «el poder por definición [es] lo que la clase en el poder abandona menos fácilmente y tiende a recuperar, antes que nada» (p. 43).

El reequilibrio político en el caso del Perú se caracterizó por la moderación de la administración gubernamental y de sus políticas. La idea fue ajustarlas a la «ortodoxia de los modelos de transición en las corrientes más influyentes en la ciencia política» (Cotler y Grompone 2000, pp. 107-108), pero la estrategia no cambió el escenario ni restableció el apoyo popular. Aquellos procesos denominados de asignación e integración, que la teoría de Parsons y Shils (1968) reconocen como factores de estados de equilibrio, se alejaron definitivamente de la gestión fujimorista.

Sin embargo, como señalamos, el régimen empleó irrestrictamente el poder para sostenerse. Controló directa e indirectamente a la mayoría de medios de comunicación e impulsó una estrategia mediática, al privilegiar la señal abierta de la televisión nacional y, en segundo lugar, los periódicos, cuyas portadas fueron cruciales. En ambos casos, se puso especial cuidado en las secciones de entretenimiento y de espectáculo. La caricatura encajaba en estas secciones. En algunos periódicos como La República y Caretas, donde este artefacto cultural pugnaba por ganar autonomía, sus caricaturistas ya comenzaban a disfrutar de un nuevo estatus, el de columnistas de opinión (Infante, 2010, p. 281), aunque para llegar a esta condición debieron transitar por complejos momentos.

El poder de la imagen gráfica en escena

Entre 1990 y 1996, el humor gráfico adolecía de dirección, le hacía falta un escenario de crisis para articular y desarrollarse (Infante y Jorge, 2020). Para 1998, el panorama se esclareció y la caricatura dio un giro importante que le permitió salir del largo periodo de retraimiento.

Fue cuando entró en escena un tipo de caricatura crítica e irreverente que ayudó a construir una especie de «imaginación cívica» (Jenkins et al., citado por Castro, 2021, pp. 4-5) y que, simultáneamente, activó las condiciones para la concurrencia de un humor oficioso que pretendió imitar la misma eficacia simbólica de la caricatura de oposición.

Según Baudelaire (1988), la caricatura es el arte que exagera, aunque este no es su objetivo ulterior. La exageración es un recurso por medio del cual el caricaturista descubre las contorsiones de la naturaleza misma (Bergson, 2011). Es en esta armonía donde se forjan las contorsiones, el movimiento flexible, el juego de la vida, la mueca insospechada que burla la vigilancia moderadora de la fuerza más racional. Conforme la contorsión descubra más la humana imperfección, más profundas serán las emociones que despierte y desencadene en la risa.

¿El humor caricaturesco tiene un fin hedonístico? Pues sí. Pero la caricatura no solo pretende un estado de placer, busca una satisfacción que deriva de esa conexión entre realidad contorsionada y cosmovisión, muchas veces desde una visión popular carnavalesca (Bajtín, 1971).

El presente artículo desarrolla dos tipos de caricatura, entendidos desde la racionalidad bergsoniana; uno, al que llamaremos «caricatura de oposición», y el otro tipo, «caricatura oficiosa».

Nos enfocaremos en la caricatura de oposición al régimen fujimorista, un tipo de dibujo humorístico de esencia crítica, reveladora y proyectiva4, que no siempre alcanzó armonía estética, pero que, generalmente, encontró cierta profundidad. Con la caricatura oficiosa pasó algo parecido. Su único y más notable desacuerdo fue la ausencia de continuidad histórica y de un discurso autónomo5, merced a la dinámica funcional de esta última y a su dependencia del poder hegemónico, que se tradujo en su aparición circunstancial y efímera.

En la caricatura de oposición al régimen, la autonomía fue su mejor atributo. Conforme la crisis política y social tensaba los nervios de la sociedad, este tipo de caricatura hacía más sólido su discurso, un discurso autónomo, que habría de ser útil y eficaz para erosionar el poder.

Si bien algunos medios impresos, que sirvieron de plataforma al humor gráfico, lograron desafiar al régimen, su discurso no siempre seguía el mismo trayecto de la caricatura de oposición y viceversa. La República, Caretas y El Popular, por un lado, El Comercio, Expreso, Extra y Ojo, por el otro, convergían, unos más que otros, cuando intervenían ciertas motivaciones económicas y políticas (Marcus-Delgado y Tanaka 2001; Pease, 2009; Burt, 2011). De este modo, su oposición se hizo calculada, especialmente hacia el final de la década; algo distinto se vio en la caricatura política, cuya potencia simbólica fue explotada desde el discurso humorístico.

Lo concreto es que, mientras ciertos matutinos apoyaban abiertamente y sin reservas al gobierno autoritario de Alberto Fujimori, sus caricaturas no siempre seguían el mismo camino, ni compartían la misma agenda temática. Esto se visibilizó principalmente con las caricaturas de Expreso y Extra. En Ojo y El Comercio, la situación fue algo diferente, dada su posición ecléctica. Pero el discurso humorístico fue siempre una manera efectiva de comunicar mensajes políticos (Zamora, Gómez y Martínez, 2021); es decir, si el humor logra despertar la risa en la gente, este gesto, que define su eficacia, garantizará una comunicación con el gran público (Batista, 2022).

La fase de desequilibrio, de la que hablamos en párrafos anteriores, descubrió una interesante lógica en el proceso humorístico, que se caracterizó por la administración de un poder simbólico, un poder invisible que promueve la complicidad de sus actores, ya sea de quienes ejercen el poder o de quienes lo padecen (Bourdieu, 2000), y estableció una doble relación de fuerza. La primera, entre la caricatura oficiosa y la caricatura de oposición, organizada desde el espacio simbólico, y que contó como operador de este proceso a elementos del poder político (personajes o situaciones políticas); y, la segunda, entre poder simbólico y poder político; vale decir, entre discurso humorístico y la acción política hegemónica.

La acción política (Arendt, 2009), orientada a alcanzar, mantener o recuperar la hegemonía sobre el Estado, debió sufrir los desequilibrios propios de la crisis social y política, estimulada desde el lado contrahegemónico y sometida a los impulsos del humor, que encaraba la tensión desde el poder simbólico. Esto dio lugar a que un tipo de humor se robusteciera (la caricatura de oposición), mientras el otro (la caricatura oficiosa), descubría sus límites y comenzaba a ser absorbido por el primero.

El poder simbólico de la caricatura se refugiaba en el orden de las representaciones de las figuras y terminaba revelándose en cada dibujo humorístico (Infante, 2021). Se apoyó en distintos recursos como el sarcasmo, la ironía y el sinsentido, todos estos próximos a la carnavalización (Bajtín, como se citó en Mazzuchino, 2019).

Materiales y métodos

La investigación, que recorre los tejidos de la macro y microsociología, se apoya en un enfoque metodológico cualitativo, caracterizado por privilegiar la profundidad del análisis del dato empírico desde una perspectiva interpretativa (Quecedo y Castaño, 2002).

Entre los métodos que utilizamos se encuentran el método contextual y, en menor medida, el método simbólico. Su uso sirvió en el análisis de ciertos conceptos codificables, desde el sistema de representaciones sociales y culturales (Vergara, 2008).

La muestra fue extraída de los periódicos de alcance nacional que publicaron, con cierta regularidad, caricaturas políticas durante el periodo de crisis, inflexión y ruptura del régimen fujimorista, vale decir, entre 1998 y 2000 (Tanaka, 1999; Infante, 2010). Esto es: La República con «Alfredo» y «El país de las maravillas», Expreso con «Miguel Ángel», El Comercio con «Sin confirmar» y «Apunte del día», Caretas con «Heduardo en su tinta», Ojo con «Ojita la reportera» y «Omar». La selección de la muestra incluyó un procedimiento llamado por Sierra Bravo (1999, p. 199) «opinativo y estratégico»6, que permitió discriminar las ediciones periodísticas sobre la base de momentos de mayor tensión política7. Esto es, de un total de 812, seleccionamos 102 caricaturas, de las cuales se analizaron para este artículo 7, seleccionadas por su relevancia y casuística.

De acuerdo con la metodología, el análisis de las imágenes incluyó una lectura de texto, pretexto y contexto. Pusimos énfasis en el plano lingüístico, de ahí que aparecerá con algo más de fuerza el análisis contextual; pero también examinamos la caricatura desde el plano simbólico (mediante una guía de análisis simbólico), atendiendo a la estructura figuracional y alegórica de las caricaturas.

Resultados y discusión

«Ubicada en los bloques de opinión, la caricatura del diario El Comercio padecía de potencia expresiva» (Infante, 2021). Era solo un dibujo de humor, que proyectaba una presencia casi invasiva. Los trazos eran simples y funcionales, algo que debió dificultar su fácil acceso al mundo popular. La caricatura de El Comercio pretendía sin mucho éxito ofrecer un escenario alterno al que registraba el país; en realidad, el mensaje era algo difuso. La caricatura dependía del rumbo que adoptaba la línea editorial del medio. No era lo mismo en Ojo, cuyo humorista les inyectó a sus dibujos una dosis de autonomía y estilo refinado. Su estética era más elaborada. Pero no siempre siguió la ruta de la oposición; en ocasiones, el humor aparecía ensombrecido por una inexplicable indulgencia con el régimen.

La alegoría en la caricatura política

En mayo de 1997, tras un conjunto de incidentes en el Hemiciclo, la mayoría parlamentaria fujimorista logró que el Congreso destituyera a tres magistrados del Tribunal Constitucional, bajo la excusa de haberse pronunciado irregularmente en contra de una nueva postulación de Fujimori, la tercera vez consecutiva. La medida administrativa se produjo luego de varias semanas de intensa polémica, semanas en las que la caricatura de oposición, haciendo uso de la exageración, descubrió las contorsiones de aquella realidad política activando -qué duda cabe- el gesto universal hedónico al que conocemos como la risa (Flores, 2014).

Uno de ellos fue Alfredo Marcos Ortega, el emblemático humorista gráfico del diario La República de los años 90. Sus lápices no se distrajeron en el rol instrumental del Congreso, ni en su unilateral decisión. Apuntó directamente el carboncillo contra el autor mediato y fiduciario del golpe parlamentario desnudando su felonía a través de una alegoría que extrajo del mundo medieval. El verdugo, el hacha, la víctima y el principal favorecido del macabro ritual representarían metafóricamente el patíbulo de los 90 (figura 1).

Nota. La República, 7 de mayo de 1997.

FIGURA 1. El ritual medieval en la caricatura. 

La potencia del mensaje se dejó notar. Sus significados confluían desde distintas latitudes. Uno de estos reflejaba la justicia ahistórica, aplicada bajo las convenciones medievales. El otro mensaje reconstruía el ritual de un perverso sacrificio.

Si bien en la sociedad medieval este antiguo ritual europeo constituía un tipo de sentencia, utilizado contra los integrantes de la alta sociedad, contra la nobleza enemiga (razón por la que la ejecución era expedita, a diferencia de la justicia aplicada sobre el pueblo, que era menos ceremoniosa), el cercenamiento en acto público de la cabeza de una persona, sea cual fuere su condición social, no dejaba de ser perverso y doblemente agraviante.

Para Gracia (2017), la noción que surge de aquel momento donde la cabeza se separa del cuerpo y se la exhibe públicamente transforma el ritual medieval en un acto de humillación y deshonra del enemigo. Su posterior exposición, convirtiéndolo en sacrificio, a través de un culto alevoso, solo pretende justificar la muerte, expiar culpas y recoger la solidaridad colectiva.

Alfredo Marcos recreó con singular precisión la figura de la decapitación de los integrantes del Tribunal Constitución a manos de su verdugo, que representaba una comisión investigadora engendrada en el círculo más cerrado del régimen. El fujimorismo había aplicado un decreto que debió entenderse como el haber «cortado cabezas». El humor lo comprendió de este modo; así debió ser digerido por el sentido común.

A la remoción se sumarían el desprecio y la vergüenza de los victimados:

A diferencia de la figura de los mártires, la sangre, símbolo inequívoco del sacrificio (Cirlot, 1992, p. 398), debía servir como ofrenda. No era accidental que quien soportaba entre sus manos la vasija, esperando evitar que la cabeza y la sangre cayera y se dispersara sobre el piso, fuera el propio mandatario, cual si buscara, de esta manera, convertir la expiación en un acto hierático.

Recordando a Frazer, Chevalier y Gheerbrant (1986, p. 910) explican este detalle. Comentan que existen rituales de este tipo, donde se busca a como dé lugar evitar que la sangre del sentenciado se esparza en la superficie. La idea, dicen los filósofos del simbolismo, es enaltecer la muerte.

La caricatura: entre el sarcasmo y la ironía

Meses más tarde, otro incidente de la misma magnitud, alrededor del sistema de justicia peruano, volvería a producirse. A principios de 1998, el pleno del Consejo Nacional de la Magistratura renunció a su cargo, tras oponerse unánimemente a la ley que mutilaba sus atribuciones respecto a la designación y destitución de jueces y fiscales. En su lugar, el Congreso de mayoría oficialista había creado el Consejo Ejecutivo del Poder Judicial, cuya función sería designar a los magistrados del país. La respuesta de la oposición y de sectores demócratas fue inmediata; calificaban esta medida de arbitraria y violatoria del Estado de derecho.

El modelo de «democradura» de carácter plebiscitario (López, 2001), caracterizado por prescindir de los instrumentos de una democracia delegativa, comenzó a profundizarse. Era el momento de la inflexión de la que hablamos líneas arriba. La serie de medidas ordenadas desde el Ejecutivo, destinadas a capturar los tres poderes del Estado, estaba entrando a su pico más elevado. Sintomáticamente, en la prensa de circulación nacional, la agenda era otra. Algo que no sucedió en la caricatura de oposición, donde el golpe blanco quedó al desnudo.

Cada cual y a su estilo, los caricaturistas se ocuparon del tema. En Ojo y Extra, «Leo» y «Miguel Ángel», respectivamente, desataron un humor irónico, dotado de mucho sarcasmo. Casualmente, mientras la línea editorial de ambos impresos evidenciaba cierta simpatía por el régimen, el humor gráfico desarrollaba un contradiscurso (Van Dijk, 2000) y desvelaba su identidad (Heredia, 2020). Pero esto no duró mucho. Hacia fines de 1999, un sector de caricaturistas fue arrastrado a la aventura reeleccionista.

Nota. Ojo, 14 de marzo de 1998.

FIGURA 2. El símbolo del «acróbata» en la caricatura. 

El «acróbata» y el «ahorcado» fueron dos figuras que introdujo Leo a la caricatura política de Ojo. Su configuración simbólica obtuvo un significado vigoroso (figura 2).

Jean Chevalier y Alan Gheerbrant (1986) mencionan que la figura del acróbata guarda similitud con la figura del saltimbanqui, pero también con la del malabarista y del clown. Sostienen, sin embargo, que el acróbata se aproxima más a la figura del bufón, mientras se aleja del bailarín. Posee una libertad sin límites que se presenta como el frenesí del cuerpo. Los movimientos se liberan en aquello que los autores llaman «caos primigenio».

A los ojos de la caricatura política, Fujimori había decidido convertirse en el acróbata, pero no en aquel acróbata que se proponía perturbar el orden y subvertirlo, promoviendo el desequilibrio (Cirlot, 1992, p. 66), sino, todo lo contrario, en aquel que se impulsaba desde dos espacios densos, inmóviles e inmutables, para evadir, o bien el espacio inferior y profundo, o bien el tiempo inapelable. De cualquier forma, lo intentaría a expensas del drama de su víctima, el ahorcado.

En efecto, el cirquero no participaba del acto lúdico que decidía su destino. Su humanidad no pendía de un trapecio. El juego caótico condenaba al sacrificio a la víctima, prolongando el tormento y estirando su tragedia desde los pies, mientras este contemplaba con resignación su fatal ocaso.

Comúnmente, la figura del «ahorcado» se ordena desde la imagen de una víctima que se halla colgada bajo el péndulo de una horca. Las fibras del lazo que asfixian su vida desde un árbol, una viga o de la horca, aprieta su cuello conforme el cuerpo sede a su peso. Esta forma de sacrificio (coinciden Cirlot, 1992; Chevalier y Gheerbrant, 1986) no representa un ajusticiamiento. Es, más bien, una renuncia o un suicidio inducido, si, como vemos en la lámina de Leo, la víctima no tiene atadas sus extremidades.

La dimisión de los magistrados fue simplemente un ahorcamiento voluntario, un suicidio, un sacrificio inducido.

Según la simbología clásica, las víctimas «habrían sido absorbidas por una pasión y sometidas a la tiranía de una idea o un sentimiento, sin la conciencia de su esclavitud» (Chevalier y Gheerbrant, 1986, p. 66). En la caricatura, en cambio, el único que revelaba su estado de conciencia era el propio Fujimori, que disfrutaba de su cruel sevicia mientras se impulsaba de un lado a otro. Desde su histriónico papel de acróbata, se empeñaba en anonadar a su víctima, tirando su cuerpo desde los pies, buscando acelerar su final. La risa siniestra representada en la caricatura descubría la perfidia del gobernante. Su astucia, antes que inteligencia, había dado sus frutos y provocó la renuncia de los jueces, convertidos en víctimas de su propia ingenuidad y orgullo.

Poder simbólico y poder político en el humor gráfico

Extra, en cambio, tenía guardado otro corpus simbólico. Su monero principal, Miguel Ángel Mesías Faggioni, que no se profesaba antifujimorista ni mucho menos, extrajo, de ese inmenso magma de las representaciones sociales, una alegoría extraordinaria que combinó imaginarios de origen europeo, asiático y hasta latinoamericano. Acaso la geisha, un mítico personaje de la cultura japonesa, recogía distintas impresiones en cada sociedad.

Al inducir a la renuncia del pleno de integrantes del Consejo Nacional de la Magistratura, el autócrata se aseguró de mantener una conducta dúctil entre los suplentes de este organismo. Esta conducta, como señalaba el dibujo de humor, equivaldría al de una «geisha», un personaje caracterizado no necesariamente por su belleza, sino por la figura estereotipada de una mujer sometida y solícita. En efecto, era una concepción equivocada que servía de prejuicio contra quienes practicaban el oficio del Karyukai o «mundo de la flor y del arte», creado hace más de cuatro siglos (Gómez, 2013).

Nota. Extra, 16 de marzo de 1998.

FIGURA 3. La geisha en el humor gráfico de Miguel Ángel. 

Pero si el estereotipo no estaba relacionado con el papel de una «dama de compañía», lo estaba con el rol de una mujer supremamente obediente y que debía manifestarse correspondiendo a la voluntad de su ocasional compañero. De esto trataba la caricatura, de conectar figuras y organizar alegorías incorporando roles desde una extensa configuración simbólica. Uno de estos roles era el que recibieron los magistrados, bajo la figura de una «geisha», dispuesta a consentir los requerimientos y hasta los deseos de quien tomaba su mano.

La genialidad de Miguel Ángel no podía pasarse por alto. Interrogado por un periodista, el mandatario daría cuenta de los requisitos que debían reunir los nuevos magistrados. El sarcasmo, mezclado de ironía, fue excepcional, despojó al jefe de Estado de sus habituales dobleces y lo presentó sin ambages, como el autócrata que era, camuflado de un falso carisma, de un aire risueño y de una pícara sonrisa, que escondía su conducta deshonesta (Eugenia e Ilizarbe, 2019). Así era el personaje real que habitaba en Palacio de Gobierno y que la prensa convencional se resistió a mostrar al país. Para los medios, la conducta de Fujimori encajaba con aquel estereotipo extraído de la figura del «pendejo», que se sostenía sobre una narrativa transgresora del cinismo criollo (Portocarrero, como se citó en Ubilluz, 2006).

En efecto, el comportamiento político del fujimorismo estaba asociado «a la viveza criolla, a la conducta “solapa” y al “achoramiento” popular» (Nizama, 2009, p. 221). Era todo un «japonés acriollado» (Ubilluz, 2006; Infante, 2022), cuyo estilo debía combinarse con la mano dura que reclamaba una sociedad tradicionalmente autoritaria, parafraseando a Flores Galindo (1999). Pero la prensa «formal» -merced a sus compromisos políticos o económicos (Marcus-Delgado y Tanaka 2001; Pease, 2009; Burt, 2011)- omitía deliberadamente revelar este tipo de personalidad autoritaria. No haría lo mismo la caricatura de oposición, que expuso en los espacios del humor gráfico la conducta política del mandatario, gracias a su capacidad crítica y reveladora.

Aun así, Fujimori había consumado el plan de concentrar el poder del Estado en sus manos. Presumía de omnipotente, al igual que un pequeño grupo de personas que secundaba su gobierno, especialmente su asesor, Vladimiro Montesinos (Congreso de la República, 2004).

No era la primera vez que se hacía una caricatura de Montesinos. Caretas lo había hecho en portada en reiteradas ocasiones, inclusive desde 1991, cuando lo comparó con Rasputín, el mítico y siniestro confidente zarista; pero la caricatura de Carlin, en el conservador diario Expreso, el 22 de marzo de 1998, fue sencillamente reveladora. Carlín, seudónimo de Carlos Tovar, logró condensar en una sola imagen el creciente control que ejercía la administración fujimorista sobre el Estado y lo presentó apoyándose en la metáfora del juego del monopolio.

Como si se tratara de un simple asunto de ofertas, llevó este pragmatismo del régimen al espacio lúdico y lo presentó en los refinados contornos de la caricatura (figura 4).

Nota. Expreso, 22 de marzo de 1998.

FIGURA 4. El juego del monopolio en la caricatura de Carlín. 

Fujimori representaba a esa sociedad política de la que hablaba Gramsci (1980, p. 105), que pretendía construir una especie de monopolio del Estado, ya sea a pesar de o con la complicidad de la sociedad civil8.

El régimen había inaugurado un nuevo momento, la caricatura se encargó de imaginarla. El reequilibrio debió significar la fase de recuperación de la iniciativa política. Sin embargo, a pesar de la captura del aparato estatal, especialmente de aquellas instituciones neurálgicas, el reequilibrio no se concretó, la inflexión de la que hablamos líneas atrás fue fugaz y la crisis siguió su curso hasta el momento de la ruptura. El problema era que el poder hegemónico se sostenía sobre una estructura sumamente desgastada y venía siendo corroída desde diferentes flancos. La caricatura no solo fue testigo de esta historia, también aportaba con su agudeza inobjetable.

De caricatura «crítica» a caricatura oficiosa, el viraje

Entre tanto, la maquinaria propagandística siguió operando con diligencia. A mediados de 1998, el oficialismo extendió su influencia y control a medios no convencionales, utilizó un segmento de la prensa sensacionalista, que adquirió la denominación de «prensa chicha» (Gargurevich, 1999; Cappellini, 2004; Infante, 2010), desde donde reforzó un discurso monocorde. La caricatura de oposición parecía ser una de las pocas trincheras que condensaron la esperanza de sectores demócratas y críticos del gobierno, sus dibujos humorísticos asumieron la función de contener y erosionar el poder arrollador hiperbolizando, por medio del humor, las ambiciones del autócrata.

Así fue con la caricatura de Miguel Ángel, que reaccionó frente a la caída de otra institución clave: el Jurado Nacional de Elecciones.

Nota. Extra, 24 de agosto de 1998.

FIGURA 5. El control del sistema electoral en la caricatura de Extra

En el dibujo de humor de Extra, la macana -una herramienta que representa la fuerza salvaje-, simbolizaría el instrumento con el cual se aplastaría la voluntad popular, voluntad que debía su fuerza a la autonomía e independencia de una corte electoral (para el caso peruano el Jurado Nacional de Elecciones). Un ligero alejamiento de este ente, respecto a su misión, penetraría al núcleo mismo de la institucionalidad democrática y la haría colapsar. Pero a Fujimori no le importaba esto. Simplemente, lo había convertido en un arma (Burt, 2011; Quiroz, 2013) letal y contundente.

Ausente de toda razón, Fujimori se presentaría como el salvaje moderno, dispuesto a ejercer una conducta primitiva en miras de alcanzar sus objetivos. Si no era por las buenas, sería por la fuerza, diría Fujimori en la caricatura.

Junto a la metáfora del poder, el caricaturista incluiría el símbolo de la sangre (figura 5).

En equivalencia a «la letra con sangre entra», célebre frase que apareció por vez primera en la pintura de Goya (Scrinzi, 2020), el humorista propuso lo siguiente: «La reelección con sangre entra», una especie de metáfora, que pretendía descubrir cierto vínculo entre aquel aforismo, de indudable significado violento, y la figura de la macana.

No era precisamente un proverbio, pero lo sería si se administraba el infeliz mecanismo de todo dogma, de claro sesgo antidemocrático, descubriéndose como un procedimiento efectivo.

Pero los golpes de caricatura que cayeron sobre el régimen no quedaron sin respuesta. Acompañando al humor gráfico oficioso, el asesor presidencial incluyó en el proyecto reeleccionista a caricaturistas de reconocida trayectoria, cuyo humor debió propagarse desde la prensa convencional (ver Congreso de la República, 2004, p. 3397). Expreso y Extra radicalizaron su posición y suspendieron la publicación de caricaturas críticas, para ponerse en la orilla contraria. Carlos Tovar, que hasta entonces colaboraba con el diario de posiciones conservadoras, decidió tomar distancia, tras evidenciarse compromisos nada honestos entre los propietarios de la publicación impresa y el gobierno (ver Congreso de la República, 2003, p. 65; Rendón, 2011).

No ocurrió lo mismo con Miguel Ángel, quien se mantuvo en el diario Expreso; su humor se volvió oficioso atendiendo al giro que dio la línea editorial del matutino. El motivo de este viraje «se explica en un revelador ‘vladivideo’ publicado en el año 2004» (Infante, 2010, p. 121; Rendón, 2011).

La misión de Miguel Ángel sería ridiculizar a los principales críticos del gobierno, buscando deslegitimar su liderazgo al frente de la oposición. Lo hizo con Alejandro Toledo, luego con Alberto Andrade y, finalmente, con Luis Castañeda. Pero fue con el primero con quien se ensañó. Era el más vulnerable, los estereotipos que se construyeron a partir del origen étnico y de sus rasgos andinos se convirtieron en insumos de una extraordinaria fuente de imaginería; también aprovechó aspectos de su controvertida moral y los introdujo, bajo vectores simbólicos, al personaje caricaturesco.

Pero el sarcasmo y la ironía no fueron las únicas figuras humorísticas que circularon durante la etapa de desequilibrio y reequilibrio político. La otra figura que asomó con fuerza fue el sinsentido, un concepto ampliamente desarrollado por Foucault (1998), que se entendía como «sin razón».

Efectivamente, Michael Foucault descubrió en el sinsentido, un elemento de singular racionalidad dialéctica (Foucault, 1995, p. 11). Esto equivale a decir que si para unos el sinsentido representaba un signo de locura, para otros no siempre lo era, o si algo se entendía como absurdo, esto mismo podía comprenderse como algo sensato o razonable. El humor caricaturesco logró purificar este conflicto, sin la necesidad de cruzar la línea de una especie de maniqueísmo.

Esto se vio en el humor gráfico de Expreso y El Comercio, al momento de presentar a José Portillo, jefe de la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE).

Caricatura política y sin sentido

El Comercio no siempre adoleció de una estética elegante en sus caricaturas. En las ocasiones en que Carlos Hague se hizo cargo de los trazos humorísticos, el nivel de la caricatura política recuperó su brillo. Sin embargo, Hague no solía usar la ironía para exhibir la conducta poco honorable de ciertas figuras gubernamentales; le era suficiente con descubrir sus contorsiones bajo el estilo de un humor blanco o «humor benigno» (Berger, 1999). Como sea, el caricaturista puso a Portillo frente a un acto deshonesto, cuya conducta solo podía entenderse desde el sinsentido. Si bien Miguel Ángel no respondió al golpe de Hague, no encontró mejor forma que presentar al jefe de la ONPE en el papel de una víctima (figura 6), procurando extrapolar su figura.

El conflicto entre dos tipos de caricaturas, una de oposición y la otra oficiosa, desde una vertiente narrativa, fue inspirador. Fueron dos escenarios, donde Hague y Miguel Ángel serían protagonistas de un tipo de polemicidad, parafraseando a Mazzuchino (2019), que encontró límites en la seriedad de su trabajo. Parecía un pacto solemne entre ambos humoristas para no afectarse mutuamente ni ridiculizarse. Otro era el comportamiento de los periódicos «chicha», «cuyos dibujos de humor, tan efímeros como sus plataformas, no respetaban código alguno» (Infante, 2022, p. 158).

Si para el humor de oposición el fraude estaba plenamente demostrado, para la caricatura oficiosa la votación había sido intachable. El discurso oficial sostenía que el reclamo de la oposición era parte de una intransigencia que ponía a estos últimos en el papel de «malos perdedores».

Toledo, no obstante la implacable campaña impulsada en su contra, se había impuesto al partido oficialista en una desventajosa contienda electoral. El fraude orquestado por el gobierno terminó por provocar un escandaloso cambio en los resultados del escrutinio. La información proporcionada por los observadores solo confirmó el fraude y produjo una opinión pública internacional desfavorable al régimen fujimorista (Burt, 2011, p. 311).

El flanco moral de Toledo estaba sumamente golpeado. La caricatura oficiosa se había sumado a la campaña mediática en contra del candidato opositor; juzgaba su moralidad, su personalidad y carácter, pero, valgan verdades, no le era complicado convertir el ímpetu y la vehemencia en agresividad y el compromiso en traición. Así operaba el poder simbólico de la caricatura oficiosa que entraba en sintonía con el poder político del régimen.

Sumada a estas particularidades, derivadas del comportamiento moral de Toledo, debía intervenir en la caricatura oficiosa, esa condición especial, parafraseando a Freud (1981), esa virtud extraordinaria, que solían cultivar algunos humoristas para obtener eficacia y fuerza expresiva. Así fue con Miguel Ángel, cuya caricatura fue tan mordaz, corrosiva y certera como lo fue la caricatura de oposición. De este modo, el dibujo humorístico de Miguel Ángel llegó a trascender lo alegórico y se confundió con categorías del poder político, sin descuidar la acción simbólica y lograr su eficacia (Bourdieu, 2009).

Nota. Expreso, 12 de abril de 2000.

FIGURA 6. Toledo en la caricatura oficiosa de Miguel Ángel. 

Para el humor oficioso de Miguel Ángel (figura 6), Toledo no solo era un mentiroso (Infante, 2022); era también un forajido, un asaltante de la más baja estofa, el puñal y la cadena colgando de su cintura debían profundizar su degradación. La noche, tan providencial para el sueño, como para el engaño y el dolo, sirvió de manto sombrío para consumar su alevosía.

Pero la noche no siempre estuvo relacionada con lo nebuloso e incierto; está conectada más bien con el «caos primigenio». En la simbología clásica, según Cirlot (1992, p. 344), «las tinieblas expresan el estado de las potencias no desenvueltas que dan lugar al caos (a aquello) que lo identifica con el principio del mal y con las fuerzas inferiores no sublimadas».

No fue accidental. El imaginario tenía esa capacidad de ordenar y reordenar elementos axiológicos y conectarlos con el comportamiento social (Castoriadis, 1989). Este mismo magma le concedió a Toledo el sublime fuero del caos. El jefe de la oficina electoral, sospechoso de procesar un fraude, de actuar con felonía, como lo revelaba la caricatura de oposición, fue investido por el humor oficioso, en poco menos que un mártir, víctima de la cólera «irracional» y del «caótico impulso» de Toledo.

Nota. Caretas, 14 de abril de 2000.

FIGURA 7. La vincha de Fujimori en la caricatura de Heduardo. 

El 2000 fue un año de definiciones. El régimen fujimorista estaba muy cerca de su ocaso. La prolongada crisis política iniciada en 1996 tuvo como eje el desequilibrio (Tanaka, 1999; Cotler y Grompone, 2000; Degregori, 2000; Infante, 2010; Infante y León, 2020). El reequilibrio no logró imponerse y la caída del autócrata se produjo meses después.

La caricatura de oposición siguió a la ofensiva asestando golpes implacables contra el fujimorismo. Heduardo Rodríguez debió apoyarse en un símil (figura 7), no solo para hiperbolizar figuras e ironizar el poder hegemónico, sino para sumergirse de lleno en la batalla política que se vivía en las calles. De este modo, sus trazos servirían a quebrar la estructura del sentido común, que confundía orden y miedo, poder y sometimiento, para ingresar en un proceso de resignificación del concepto de la política (Vich, 2004, p. 64). Ya no era solo una lucha por derribar un régimen, era una confrontación mayor para el Perú y para la región, que derivó en una tensión ideológica y política entre autoritarismo y democracia (O’Donnell, 2008).

El humorista de Caretas activó un conjunto de artefactos simbólicos derivados de la vehemente e impulsiva conducta política de Toledo, de su pasado y de su presente. El uso de la vincha en la cabeza de Fujimori, como recordando el pasado hippie de su adversario, fue un recurso que le otorgaría licencia para incorporar a su discurso interjecciones prestadas del lenguaje coloquial. El sinsentido se activó a plenitud.

Si en la política cotidiana el autócrata no empleó el estilo de la retórica de su oponente para sumergirse en el mundo popular; en la caricatura, donde la realidad se presenta alterna y se sostiene bajo una racionalidad excepcional, invertir los roles no tuvo restricciones.

Alberto Fujimori, en más de una década en el poder, había aprendido a mantener el control de su discurso. No tenía el verbo elegante ni poético de influyentes personajes que pasaron por la política peruana, pero tampoco era prosaico. Solía hablar pausado, con un lenguaje de pueblo que despertaba cierta simpatía en las clases bajas (Steve, 2004). Su vocabulario era limitado, pero tenía el don de mando, que se reflejaba en los imperativos categóricos de su discurso, un discurso que prendía en una sociedad dominada por una tradición autoritaria (Flores Galindo, 1999), era el éthos de seguridad y firmeza, que medio país reclamaba. Toledo, por su parte, en su pragmatismo maquillado, sacó provecho de las emociones colectivas mezclando su discurso con expresiones febriles, que reflejaban un estilo propio, con características demagógicas.

Heduardo Rodríguez invirtió los papeles y le asignó al jefe de Estado el mismo rol que identificó a Toledo. Era el orador de plazas que había renunciado a seguir utilizando los canales formales propios de su investidura. La caricatura había vuelto a activar el sinsentido.

«¡La voluntad popular tiene que respetar el fraude del gobierno, carajo!», era el imperativo que se leía en el globo, una frase que podría traducirse en: «Yo cometí el fraude y se respeta porque yo tengo el poder para hacerlo», pero era un mensaje que tenía como destinatario al propio Fujimori (y a sus seguidores), quien fraguó los resultados haciendo uso de sus malas artes. El mensaje de la caricatura era claro: la oposición, bajo el liderazgo de Toledo, había ganado las elecciones.

Conclusiones

De 1998 a 2000, la caricatura ingresó, junto a toda la superestructura, a la fase de desequilibrio político. De este modo, tanto la caricatura de oposición como el humor gráfico oficioso trascenderían los límites de vectores simbólicos, y se sumergirían en el campo de la política y de la confrontación desde discursos alegóricos, con componentes corrosivos.

La pugna entre la oposición y el fujimorismo, que impulsó el desequilibrio y el reequilibrio político, afianzó un nuevo escenario para la caricatura. Heduardo Rodríguez (Heduardo), Carlos Tovar (Carlín), Alfredo Marcos (Alfredo), Omar Zevallos y, en menor medida, Miguel Ángel Mesías (Miguel Ángel), Leo y Carlos Hague, serán los actores principales de este periodo de impulso de la caricatura política de finales del milenio pasado.

Hacia mediados de 1998, el humor gráfico de oposición se consolidó y expandió un tipo de humor irreverente, crítico y corrosivo. Pero la búsqueda de aquellas contorsiones no fue patrimonio exclusivo de la caricatura de oposición. El humor oficioso también desarrolló estrategias semejantes. El conflicto por el poder -de un poder hegemónico frente a otro subalterno- se extendió al terreno simbólico inspirando y despertando la genialidad de los caricaturistas de ambas tendencias. La ironía, el sarcasmo y el sinsentido fueron los elementos principales de la dinámica del discurso humorístico.

Si bien ambas caricaturas fueron corrosivas, la potencia y la energía eran menores en la caricatura oficiosa, no solo por la aparente superioridad numérica de su oponente, pues había más dibujos humorísticos de oposición que oficiosos, sino, fundamentalmente, por el tipo de poder que desafiaba. A diferencia del oficialismo que se apoyaba en la musculatura de su desgastado poder hegemónico, los opositores eran parte de un poder subalterno, pero en ascenso. Esto fue crucial para establecer la eficacia de las caricaturas.

Finalmente, debemos precisar que muchas de estas caricaturas se apoyaron en estereotipos sociales y culturales, extraídos del imaginario social y popular, que sirvieron para garantizar una comunicación eficaz.

Agradecimiento

Gracias al doctor Marcel Velázquez, por su orientación en la elaboración del presente artículo.

Gracias a los revisores, por las sugerencias y recomendaciones hechas al presente artículo.

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1El presente artículo fue elaborado a partir de la tesis doctoral Poder y humor gráfico durante el periodo de crisis del régimen de Alberto Fujimori, 1996-2000, presentada en 2008 a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

3De 1997 a 1998, dos hechos importantes se sumaron a los problemas del país. El primero fue el fenómeno de El Niño, cuya principal característica es la elevación de la temperatura ambiental y el incremento de las precipitaciones pluviales. Sus efectos se sintieron con grandes inundaciones y aluviones que alteraron el ecosistema en cada región comprometida, con la consiguiente aparición de plagas y enfermedades. A este hecho natural se sumó el impacto de la crisis financiera internacional en Asia y Rusia.

4Una particularidad de la caricatura de oposición fue su capacidad proyectiva, llamada también problética, un elemento que describió Mario Trevi (1996) a partir del probolé o proyecto. La caricatura posee una dosis potente de simbolismo proyectivo, «no porque adivine un hecho que fue motivo de humor en algún momento, sino porque adquiere más vitalidad, en la medida en que trasciende el tiempo y el espacio, en la medida en que su valor se refleje históricamente, tenga significado y forme parte de nuevas construcciones simbólicas» (Infante y Jorge, 2020, p. 121).

5 Van Dijk (1980) entiende esta categoría como la suma de ciertos elementos; entre ellos, topicalización, enfoque, alcance, dimensión y otros, cuya unidad debe reflejar una idea coherente, temporal y espacialmente. La caricatura oficiosa de corte político, elaborada principalmente en El Comercio, Expreso y Extra (estos dos últimos desde finales de 1999) y que combinaba dibujos humorísticos de corte social, surrealista y hasta eróticas (Extra), adolecía de tales características, y fue reemplazada por lo circunstancial, discontinuo y efímero.

6«La técnica “opinativa y estratégica” es un procedimiento de selección cualitativa, caracterizada por utilizar criterios de representatividad en función [de] su alcance estratégico, durante la fase de discriminación de unidades relevantes de una población o universo heterogéneo, relativo e inestable. Dadas las características del humor gráfico de los noventa, su publicación no siguió patrones comunes. Siendo de corte político, la temática de las caricaturas se subordinó a la coyuntura, esto hizo imposible emplear técnicas de selección aleatoria, por lo que fue necesario un tipo de técnica menos convencional, pero, igualmente, objetiva, fiable y válida» (Infante, 2022, p. 4).

7Los momentos que destacamos se produjeron a partir de los siguientes acontecimientos políticos: fenómeno de El Niño, enero de 1998; destitución del pleno del Consejo Nacional de la Magistratura, 11 de marzo de 1998; rechazo del referéndum por el Congreso; 27 de agosto de 1998; anuncio de postulación de Fujimori a la reelección, 27 de abril de 1999; elecciones generales, 9 de abril de 2000 (Infante, 2010, pp. 163-164). Alrededor de estos sucesos, se hizo una selección de caricaturas políticas relacionadas con tales acontecimientos.

8Sin pretender un eufemismo, llamaremos monopolio del Estado —haciendo uso de su sentido estricto— a la concentración o acumulación del poder en manos de un partido o grupo político. Esta tendencia se visibilizó en América Latina durante la década de 1990 y principios de la siguiente, especialmente en el Perú con Fujimori, Argentina con Menem y Colombia con Uribe, que ejercieron una fuerte influencia en las decisiones del Congreso, de las Fuerzas Armadas, del órgano judicial y del propio pueblo, gracias a la convergencia de factores que dieron vida a un tipo de populismo llamado «neopopulismo» (Niño y Barrientos, 2017). La metáfora del juego de monopolio, imaginado y graficado por Carlos Tovar, reflejó aquel trayecto que impulsó el expresidente Fujimori en el Perú.

Fuente de financiamiento: Autofinanciado.

Citar como: Infante Yupanqui, C. (2024). Crisis y desequilibrio político durante el régimen fujimorista. El papel de la caricatura política. 1998-2000. Desde el Sur, 16(1), e0014.

2Doctor en Sociología por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Profesor principal de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga. Autor de libros y artículos sobre humor gráfico e historia de la prensa regional.

Recibido: 25 de Agosto de 2023; Aprobado: 30 de Octubre de 2023

Contribución de autoría:

Carlos Rodrigo Infante Yupanqui cumplió con todas las funciones de CRediT.

Potenciales conflictos de interés:

Ninguno.

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