Introducción
La producción científica en educación ha crecido de manera significativa en las últimas décadas (Tosun, 2022) y existen demandas de investigación cuyas orientaciones y premisas ideológicas y epistemológicas (cómo se entiende el conocimiento, qué función tiene en el desarrollo de los procesos educativos, qué rol tienen los actores que lo configuran o aplican, entre otros) necesitan ser como mínimo evaluadas, si no repensadas. Especialmente en una disciplina como la educación, delimitada como tal a partir de un campo tanto profesional como científico (Suasnábar, 2013), existen demandas clave sobre la relación entre la producción de conocimiento y el campo profesional. La motivación central que orienta la producción de conocimiento no está circunscrita -o no debería estarlo- a la comunidad de investigación o al desarrollo del conocimiento per se. Consideramos que el compromiso de quien investiga se funda en la pregunta sobre cómo la investigación puede contribuir a mejorar la educación o, finalmente, a desarrollar un conocimiento que sea de utilidad para las y los agentes educativos. Esto, tomando distancia de los discursos que, bajo esta premisa, consideran que la investigación en educación debe reducirse a un conocimiento instrumental directamente aplicable. Ahora bien, este compromiso tiene además un carácter problemático para toda nueva empresa investigativa y, especialmente, para el posicionamiento que debe tener quien investiga frente a las tendencias de producción de conocimiento existente; ya que, a pesar de que la investigación educativa se ha incrementado en las últimas décadas, se muestran evidencias preocupantes de que la masa crítica de esta producción no tiene un real impacto en el campo educativo (Murillo y Martínez-Garrido, 2019; Murillo, 2019; Tardif, 2013).
Para problematizar estas tendencias de la investigación educativa y ofrecer algunas rutas de salida, proponemos una reflexión sobre la investigación cualitativa que se puede desarrollar en este campo. Al asumir una orientación cualitativa no se trata solo de una decisión técnico-metodológica, implica también tomar una posición frente a un debate epistemológico más amplio que exige pensar cómo y para qué se produce conocimiento en educación, lo que implica pensarla en línea con disciplinas comprometidas con estudiar los sujetos como parte de realidades sociohistóricas; es decir, reforzar el vínculo entre el campo educativo y las ciencias sociales. Consideramos que analizar en profundidad este vínculo nos permite un mejor diagnóstico de la desarticulación entre la investigación educativa y su campo de estudio.
Compartir esta reflexión sobre la investigación cualitativa nos parece especialmente relevante, pues, en nuestra práctica docente y de formación y asesoría en investigación educativa, encontramos una tendencia en estudios con esta orientación que abordan la realidad educativa desde un punto de vista que reproduce las labores de monitoreo al verificar el cumplimiento de la metodología o el principio educativo oficial, sin generar mayores reflexiones o aportes a la construcción de interpretaciones y reflexiones que den cuenta de las limitaciones de las y los agentes educativos. Como veremos más adelante, una perspectiva cualitativa buscaría una mirada más cercana a dichos agentes desde una problematización de las condiciones en las cuales se dan sus prácticas educativas y una aproximación crítica a su rol en el conjunto de procesos educativos.
Es desde este objetivo que en el presente ensayo nos enfocamos, primero, en explicar la relación entre la investigación cualitativa y las ciencias sociales, para reflexionar sobre cómo esta adquiere legitimidad en estas disciplinas. Mostraremos que esto permite delimitar un conjunto de motivos epistemológicos centrados en el estudio de las prácticas. Delimitamos, luego, un conjunto de tensiones que atraviesan la práctica y que pueden orientar y fortalecer líneas de investigación educativa, ya sea en contextos de educación básica o superior, cada nivel desde sus propias particularidades. Desde ese análisis, formulamos algunas premisas que buscan orientar el estudio de las prácticas educativas desde un enfoque cualitativo. Esperamos que la argumentación que presentamos inspire reflexiones sobre el posicionamiento de quienes investigan, a fin de formular estudios que contribuyan a comprender y fortalecer la práctica educativa.
La investigación cualitativa en las ciencias sociales
Desde una reconstrucción histórico-crítica, podemos entender la consolidación y legitimación de la investigación cualitativa en el campo de las ciencias sociales como fruto principalmente del cuestionamiento al marco epistemológico imperante en estas disciplinas hasta los años 60 (Denzin, 2018; Archenti y Piovani, 2007; Vasilachis, 2009; Flick, 2007). Así, el crecimiento sustantivo de publicaciones científicas y académicas que asumían explícitamente la orientación cualitativa en el campo de las ciencias sociales solo fue posible porque nuevos discursos epistemológicos, aunque desde tradiciones distintas, desplazaron el lugar hegemónico de la interpretación funcional-estructural de los fenómenos sociales (Piovani, 2008).
Antes de la década de 1960, las investigaciones cualitativas eran pensadas, sobre todo, al nivel de alternativas metodológicas. Es esclarecedor, por ejemplo, el análisis que hace Piovani (2011), al mostrar que la producción de la Escuela de Chicago, uno de los referentes mistificados de los orígenes de la investigación cualitativa, se mantiene dentro de las premisas epistemológicas objetivistas típicas del funcionalismo estructural. En ese sentido, reconstruir la historia de la investigación cualitativa como una mera evolución metodológica a partir de innovaciones como la etnografía o teoría fundamentada no ayuda a entender su sentido y lugar en las ciencias sociales y, en consecuencia, en la educación.
Desde la década de 1960, se comienza a consolidar en las ciencias sociales el cuestionamiento al enfoque teórico funcionalista y a su desarrollo más depurado, el funcionalismo-estructural (Piovani, 2008; Wallerstein, 1999), desde los que se representa a las sociedades como sistemas constituidos por elementos cuya finalidad es mantener el equilibrio y la estabilidad. Los procesos sociales son estudiados como partes de un sistema integrado, donde el cambio social es un fenómeno poco relevante (Archer, 1995). Esto además bajo el horizonte positivista de la ciencia que aspira a la neutralidad del científico y establece una analogía entre los procesos sociales y los hechos de las ciencias naturales (Sohlberg, 2021). Las ciencias sociales como disciplinas estaban comprometidas con el discurso del progreso social y la modernización de los Estados occidentales (Giddens, 1994), por lo que cumplían un rol más cercano al de legitimación del orden social existente.
Ahora bien, lo que promueve el rompimiento con este enfoque teórico es un proceso tanto social como académico. El conjunto de movimientos sociales (las luchas por los derechos civiles en Estados Unidos, los movimientos promovidos por estudiantes en Europa y Latinoamérica, así como las luchas internacionales feministas, entre otros) son el contexto para la introducción en el campo académico de aproximaciones alternativas que asumen como eje la explicación del cambio social y de las sociedades en transformación. A nivel de producción intelectual-académica, las perspectivas hermenéutica y fenomenológica (Toledo-Nickels, 2009), retomadas por las ciencias sociales, así como la teoría crítica y otras de orientación marxista (Archer, 1995; Wallerstein, 2005), sirven de sustento para enfoques teóricos sociales que, por un lado, interpelan la aproximación objetivista a los fenómenos sociales al cuestionar la pretensión de neutralidad de quien investiga, a la vez que fortalecen su lugar como intérprete de procesos en los cuales también se inscribe; y, de otro lado, legitiman el estudio de la sociedad desde las interacciones complejas y contradictorias que la configuran.
A distancia del funcionalismo, se construye un enfoque teórico social que desarrolla una conciencia crítica de la diferencia ontológica entre las estructuras sociales y la agencia de las y los actores (Archer, 1995). Con ello, se abre la necesidad de comprender en profundidad a las y los agentes sociales y sus complejas relaciones con las estructuras sociales, que aparecen atravesadas por tensiones y conflictos. Los nuevos enfoques teóricos promueven recursos metodológicos con una perspectiva más comprehensiva de las y los actores sociales y sus modos de configurar realidades intersubjetivas que pueden entrar en contradicción o disputa con el orden institucional existente, así como también el análisis crítico de las estructuras sociales e instituciones como procesos con contradicciones internas (Popkewitz, 2012). En ese contexto, las metodologías cualitativas, que estaban en un lugar subalterno, adquieren una mayor legitimidad para abordar las nuevas necesidades de conocimiento y los objetos de estudio que se desprenden. Un motivo clave de estos nuevos marcos teórico-epistemológicos es la necesidad de indagar la dimensión simbólica que organiza la experiencia de las y los actores sociales y sus modos de interpretar el sentido y razón de sus prácticas, como también el análisis detallado de los contextos (Rehman y Alharthi, 2016; Popkewitz, 2012). Se abren nuevos temas de indagación; por ejemplo, cómo tales agentes reinterpretan las normas sociales, cómo reproducen o interpelan las dimensiones institucionales de sus entornos, cómo se generan prácticas alternativas frente a las prácticas hegemónicas, entre otros. Con ello, el abordaje y la exploración de metodologías cualitativas adquiere legitimidad y una mayor relevancia porque provee los recursos para indagar las nuevas necesidades de conocimiento y de objetos de estudio, que surgen de estos emergentes marcos explicativos de lo social.
A partir de esta legitimación, la tradición de investigación cualitativa desarrolla una complejidad que, como bien han explicado varios autores (Popkewitz, 2012; Lincoln, Lynham y Guba, 2011), termina configurando diferentes paradigmas, con principios filosóficos distintos. Podemos ver, por ejemplo, que la teoría crítica asume una serie de premisas sobre el rol del conocimiento que pueden entrar en conflicto con las tradiciones fenomenológicas, al privilegiar el rol transformador del conocimiento producido para y por las y los agentes, frente a una mirada que se reduzca a la mera comprensión de sus condiciones.
Sin embargo, consideramos que existen algunos motivos e intereses epistemológicos convergentes (Rehman y Alharthi, 2016; Vasilachis, 2009) que se pueden explicar por el mencionado enfoque teórico social posfuncionalista que legitima la investigación cualitativa. En primer lugar, de manera transversal a los diferentes paradigmas vinculados a la investigación cualitativa, se asume una metodología fundamentalmente hermenéutica, centrada en la reflexividad crítica de quien investiga que promueve una relación flexible con el proceso de indagación y un vínculo dialógico con el objeto-sujeto de investigación (Piovani, 2018; Guzmán-Valenzuela, 2016; Day, 2012; Vasilachis, 2009; Giesecke Sara Lafosse, 2020). Para ello, es clave analizar la aproximación desde la que quien investiga busca desarrollar conocimiento y cómo se constituye el rol de los informantes. En segundo lugar, la investigación cualitativa se organiza a partir de un interés por la construcción de teorías que buscan comprender en profundidad las prácticas contextualizadas de los sujetos (Denzin, 2017; Guzmán- Valenzuela, 2016; Giesecke Sara Lafosse, 2020). Estos sujetos están normalmente en tensión con ciertas estructuras sociales (veremos que en el campo de la educación eso va a tener una relevancia mayor). Por último, se comparte la premisa de que para lograr esa construcción teórica es clave entender cómo las y los sujetos investigados construyen significados individuales y colectivos desde sus experiencias y en interacción con esas estructuras contextualizadas que les ofrecen posibilidades y limitaciones (Vasilachis, 2009; Piovani, 2008).
Ahora bien, la posición que sostenemos en este ensayo, además, toma distancia de una valoración de lo cualitativo centrada en definirlo por oposición al enfoque cuantitativo. Consideramos que detrás de la denominación de lo cualitativo no está en juego, principalmente, la defensa de ciertos métodos y menos aún una forma específica de datos a analizar, sino más bien los motivos epistemológicos que hemos señalado. Así, quien investiga podría valerse de herramientas cuantitativas dentro de una perspectiva cualitativa. En ese sentido, consideramos que lo cualitativo puede entenderse a la manera de un significante vacío (Laclau, 2004): más que el significado del término importan los principios que se han logrado sostener y organizar a partir de su defensa como término diferenciado. Podríamos plantear en el futuro un término que defina mejor esta orientación, pero no dejarían de estar estos motivos. Para facilitar la presente argumentación definiremos la investigación cualitativa como un enfoque (Creswell y Creswell, 2017): conjunto de principios filosóficos que orientan la aproximación al conocimiento, así como sobre la naturaleza de los objetivos y recursos que se pueden elegir para producirlo. Esto se contrapone a una definición que se focaliza en cuestiones puramente metodológicas como qué recursos utilizar o qué estrategias desarrollar para producir conocimiento. Entendemos, así, que la investigación cualitativa puede estar en diálogo con otras aproximaciones orientadas hacia el análisis de tendencias macro que requieren de la metodología cuantitativa desde un horizonte de análisis crítico de los procesos sociales.
Las tensiones de la práctica en el campo educativo
La educación es una práctica social que se ha expandido y evolucionado en el tiempo hasta institucionalizarse y constituir sistemas educativos diversos y cada vez más complejos (Hofstetter y Schneuwly, 2002). Desde fines del siglo XIX, a partir del proceso de institucionalización y la consecuente demanda de la generación de conocimientos sobre los fenómenos educativos, la educación como disciplina se viene configurando progresivamente al identificar objetos de estudio, métodos, espacios de formación especializada, además de redes de investigación que promueven la producción del conocimiento (Suasnábar, 2013). Más allá de los diversos posicionamientos sobre la constitución del campo disciplinar, hay cierto consenso al considerar a la pedagogía como ciencia de la educación y mayor discusión sobre su necesario complemento con otras ciencias para configurar las ciencias de la educación (Ortiz Ocaña, 2017). Desde nuestra posición, entendemos la educación como un fenómeno complejo inscrito en las ciencias sociales y dentro de un marco interdisciplinar.
Desde su surgimiento, la configuración de la disciplina educativa busca combinar las demandas de un ámbito científico y uno profesional (Hofstetter y Schneuwly, 2002; Suasnábar, 2013). Esto ha generado múltiples tensiones y discusiones epistemológicas y sociopolíticas. Algunos debates giran en torno a los fines y funciones de la educación; al rol de las instituciones educativas, de la docencia y de quienes estudian el proceso educativo; así como a las disciplinas que permiten la construcción del conocimiento en educación desde un perspectiva interdisciplinar o transdisciplinar, entre otros.
Consideramos que para abordar la complejidad de esa configuración es necesario asumir la educación como un campo, apelando al marco interpretativo que ofrece esta noción, propuesta desde la sociología por Pierre Bourdieu (1997a) para estudiar los fenómenos sociales. Desde la noción de campo, los espacios sociales se piensan como estructuras y jerarquías reproducidas por agentes e instituciones que se encuentran en debate permanente por legitimar su sentido o propósito en el propio campo. Las y los agentes e instituciones interactúan a través de sistemas de reglas y lógicas internas de funcionamiento, buscando sustentar, mantener o mejorar su posición en el campo, a través del ejercicio de poder, según su nivel jerárquico. Su nivel de poder está relacionado con su capital cultural, social, económico y simbólico, y este media la configuración de un habitus: conjunto de esquemas de percepción, entendimiento, valoración y acción que encarnan los agentes para desarrollar sus prácticas y disputar su lugar en los campos sociales a los que pertenecen (Bourdieu, 2016; Tenti, 2010; Ávila, 2005). Es decir, las capacidades de los individuos y sus posibilidades están influenciadas, aunque no de manera determinista, por condiciones de acceso y manejo de estos capitales.
El campo educativo está constituido por un entramado de prácticas (de docencia, de gestión, de implementación de políticas educativas, entre otros). Sus interacciones reproducen relaciones asimétricas que posicionan a los agentes educativos en condiciones distintas de poder, debido a su diferente acervo de capital (social, cultural, económico o simbólico) y su habitus, como acabamos de mencionar. En tanto agentes, tienen niveles distintos de reconocimiento y, con ello, diferentes capacidades y marcos de acción para tener influencia sobre los discursos que norman o definen las prácticas educativas, como las políticas educativas, el discurso pedagógico, las teorías que sustentan los cambios educativos, entre otros. Especialmente, la docencia está en una condición subalterna en el campo educativo y eso influye en el capital que hereda y que es capaz de producir. Para explicar esta condición de subalternidad del docente identificamos un conjunto de tensiones que atraviesan el campo educativo, ejes de disputa en los que su agencia se ve limitada por razones estructurales.
Una tensión que es clave en el campo educativo es la relación entre la teoría y la práctica, donde entra en discusión quiénes producen el conocimiento y cómo lo hacen (Tenti, 2010), un aspecto central que nos muestra cómo está distribuido el prestigio y, como consecuencia, el capital cultural de los actores educativos. Así, tenemos por un lado a quienes producen el conocimiento en educación, por lo general externos a la práctica educativa y, por otro, a quienes aplican o administran ese conocimiento, como maestros, gestores, directivos, entre otros. Quienes estudian la educación, las y los teóricos, o a veces quienes los financian, ostentan un mayor estatus; mientras que quienes la practican tienen menor poder y participación en la toma de decisiones (Tardif, 2013; Perrenoud, 2004; Tenti, 2010). Por ejemplo, los agentes de políticas educativas, con el soporte de los académicos o investigadores en consultorías, definen usualmente el problema a investigar; aún más, delimitan las estrategias para abordarlos, así como el fin o la utilidad de la investigación; por lo general, para fines remediales o para legitimar decisiones institucionales o estatales que han sido tomadas previamente con poca o ninguna participación de los docentes (Tenti, 2010).
En el caso particular de la docencia, este desbalance en la construcción del conocimiento les ha desautorizado como constructores del saber necesario para actuar de manera pertinente en su práctica, limitando su rol al de meros aplicadores. Si bien esta situación es más evidente en la educación básica, en la educación superior es cada vez más frecuente y, aunque las demandas por participar de la investigación son mayores, habría que analizar el nivel de aporte de esta participación. Ahora bien, si se excluye a la docencia de la investigación y la teoría, estamos dejándoles de manera sistemática sin un capital cultural y simbólico desde el cual construir herramientas para la reflexión en la acción; es decir, sin la posibilidad de desarrollar agencia para cuestionar sus acciones y las rutas teóricas hegemónicas y estandarizadas para mejorar su propia docencia y construir su propio lenguaje teórico (Birgin, 2012; Tenti, 2010). Esta pérdida de capital se amplía y amplifica al incidir en otros ámbitos del campo; al disminuir la participación de la docencia, lo hace también su posibilidad de construir redes profesionales con el potencial de mejorar su capital social y económico, incluso. La exclusión de la docencia en este ámbito tiene el potencial de afectar de manera general su posición en el campo.
Es interesante cómo aquí también puede estar en disputa en el campo educativo el concepto mismo de teoría. Esta suele ser pensada como el acervo de conocimiento acumulado por los espacios académico-disciplinares, por tanto, demarcado dentro del capital cultural de los especialistas, intelectuales o investigadores. Sin embargo, en línea con la pedagogía crítica (Carr y Kemmis, 2003), consideramos que la teoría es principalmente el medio para producir nuevo conocimiento, para la construcción de los marcos explicativos que permitan responder preguntas o repensarlas, cuestionar el saber heredado y finalmente ofrecer una mejor comprensión de las prácticas, una actividad fundamental del ejercicio docente.
Esta falta de capital simbólico de la docencia en los espacios institucionales del campo devalúan la agencia docente. Como se ha dado cuenta, limitan su participación en la producción de teoría, pero también le resta autonomía en su práctica y afectan sus condiciones para la construcción de un saber pedagógico situado.
El ejercicio de la profesión docente demanda autonomía para abordar los retos educativos que son cada vez más complejos (atención a las diversidades, brechas educativas, cambio del perfil de los estudiantes en la educación superior, entre otros); sin embargo, en la gestión educativa se promueve un enfoque técnico-instrumental que limita la acción docente. Por ejemplo, en la educación básica, las instituciones educativas, lejos de promover la autonomía, privilegian sistemas de vigilancia en los distintos niveles administrativos y políticos que regulan la labor docente. Prima, así, un horizonte prescriptivo que deja pocos márgenes para la toma de decisiones de las y los docentes, al especificar de manera precisa los objetivos y hasta los medios que se deben emplear, sin necesariamente brindar los recursos para lograrlos (Tenti, 2010; Aguerrondo, 2014; Díaz-Barriga y Espinosa, 2001). La docencia concebida de esta manera, finalmente, tiene una responsabilidad limitada. Los espacios de gestión en términos reales mantienen una perspectiva de la docencia como algo más cercano a un oficio que a una profesión.
Asimismo, existe una tensión entre los ideales normativos del discurso institucionalizado de las reformas educativas, que plantean objetivos como la docencia reflexiva, el desarrollo de competencias, el aprender a aprender, entre otros; y los recursos y oportunidades que se brindan a los actores educativos, en especial a la docencia (durante la formación inicial, en servicio o continua), para desarrollar e incorporar lo necesario para lograrlos (Tedesco, 2011; Cuenca y Cáceda, 2017). Los espacios educativos son escenarios complejos de acción, lo que exige que las y los docentes desarrollen la capacidad de hacer diagnósticos en profundidad y contextualizados, elaborar soluciones innovadoras y asumir riesgos. Así, el conocimiento de los ideales normativos se puede integrar bajo la condición de evaluar su pertinencia de manera crítica, a fin de comprender los espacios de acción y generar respuestas pertinentes. Sin las condiciones formativas e institucionales para realizar tal ejercicio de análisis y toma de decisiones, así como dialogar de manera colegiada, las y los docentes pierden el poder y agencia, y son relegados al ámbito de la administración de la educación desde un enfoque técnico-instrumental, antes mencionado.
Las tensiones señaladas nos permiten identificar algunos ejes de problematización para profundizar en la comprensión de las prácticas educativas, cuya relación con la investigación cualitativa analizaremos a continuación.
La investigación cualitativa en el estudio de la práctica
Hemos argumentado tres motivos epistemológicos transversales a la investigación cualitativa. Hemos visto, además, que en el campo de las ciencias sociales esta se legitima en tanto es necesario indagar las prácticas de los agentes sociales desde los cuestionamientos posfuncionalistas al orden social. Por otro lado, hemos resaltado un conjunto de tensiones del campo educativo para problematizar las prácticas educativas como objeto de estudio. En esta sección, vamos a abordar algunas reflexiones que nos permitan enmarcar el desarrollo de la investigación cualitativa para el estudio de las prácticas.
Como punto de partida, es necesario promover la reflexión crítica de las y los investigadores a fin de reconocer desde qué instancias de poder se aproximan al objeto de estudio (financiamientos, necesidades de conocimiento, a quién le sirve el resultado de la investigación, entre otros) y entender mejor cómo las actividades de investigación y la producción de conocimiento misma se están relacionando con las y los agentes y sus contextos. Desde la investigación cualitativa, se entiende que quien investiga debe realizar un análisis más amplio de las dimensiones de poder; para ello, es necesario entender su pertenencia a ciertos grupos sociales hegemónicos o subalternos, por razones de clase, raza, género u otros; o en la encarnación de ciertos roles institucionales (Reich, 2021; Day, 2012; Berger, 2015). Las investigaciones articuladas a políticas educativas, en particular, las latinoamericanas, por ejemplo, suelen estar influenciadas por ciertas visiones del desarrollo humano, en especial, del campo económico (Corvalán, 2007); esto se evidencia actualmente en el lenguaje utilizado en el debate sobre la educación, por lo que, ante la búsqueda de legitimidad, se recurre a los discursos de calidad de los organismos internacionales financistas de la educación, como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y el Banco Mundial (BM). La lógica funcionalista imperante en investigaciones financiadas por programas que implementan este tipo de políticas educativas promueve validaciones y justificaciones, más que comprensiones, lo que invisibiliza las tensiones antes señaladas. Desde esta perspectiva, quien investiga puede terminar cumpliendo un rol instrumental a través del cual está generando conocimiento que reproduce una situación crítica sin cuestionarla.
Una segunda premisa que nos debe orientar es la interpretación integral de las acciones de las y los agentes y sus discursos en un marco de interacciones sociales específicas y situadas. Desde una perspectiva más general, toda práctica humana -en tanto social- es siempre una configuración dialéctica entre las fuerzas creativas y las determinaciones que condicionan los contextos de acción (Martuccelli y De Singly, 2012; Bourdieu, 1997b; Archer, 2010). Esta no puede reducirse a un mero reflejo de la subjetividad, no es un acto puramente libre, pero tampoco es solo el producto de fuerzas deterministas que se realizan como trasfondo de narrativas individuales. La orientación hacia la comprensión de las prácticas nos debe permitir volver al agente desde una mirada más sistémica de su acción, donde sus propósitos y razones pueden ser leídos y contrastados con el devenir o las tendencias de su acción. El interés no debe estar solo en la subjetividad en sí misma y sus representaciones, como si se tratara de entender un fenómeno puramente interno. Este es un problema a nivel epistemológico en el que redundan muchas investigaciones cualitativas, especialmente en educación: centrarse en los significados de manera aislada y sin analizar el contexto de la acción o confrontar los propios discursos de los informantes, como si el objetivo de conocimiento se validara en darle voz a quienes no la tienen.
Desde una perspectiva más específica, la investigación cualitativa en educación demanda preocuparse por conocer las prácticas de las y los agentes educativos en condición subalterna (la docencia); es decir, comprender subjetividades situadas en un campo social donde existen tensiones estructurales que los ubican en condiciones de desventaja para apropiarse de los saberes y recursos producidos en sus entornos sociales (capitales culturales, económicos, sociales y simbólicos). En ese sentido, las investigaciones tendrían que estar menos centradas en monitorear o cotejar el cumplimiento docente de las normativas curriculares, por ejemplo, y más en el análisis de las razones para la toma de decisiones durante la acción pedagógica, así como en la comprensión de las condiciones en las cuales se toman tales decisiones. Se podrían analizar prácticas educativas de resistencia frente a demandas institucionales o abordar de manera crítica las limitaciones estructurales de la implementación de políticas educativas. Las investigaciones, entonces, deberían revelar las condiciones y los esfuerzos por construir significados de las y los agentes educativos. Para ello, es necesario mostrar cómo se interpretan, abordan o resuelven las tensiones que atraviesan las prácticas. Creemos que debe haber un mayor esfuerzo por desarrollar recursos epistemológicos, teóricos y metodológicos para examinar los discursos de las y los informantes y para observar sus contextos de acción: comprender teorías sociales que permitan una explicación sistémica de la agencia social; analizar procesos políticos, económicos y sociales que afectan la educación y su gestión; y desarrollar recursos para indagar discursos explícitos e implícitos de los agentes, entre otros.
Finalmente, la diferente distribución de capitales tiene implicancias también sobre los recursos de las y los agentes para dar cuenta de sus condiciones. Por ello, es necesario, como investigadores, desarrollar una mediación reflexiva que permita contribuir a reelaborar discursos o generar nuevas evidencias sobre las problemáticas de los y las agentes.
Conclusiones
En el presente ensayo hemos argumentado un uso diferenciado del término investigación cualitativa y lo sustentamos en un conjunto de motivos epistemológicos que permiten delimitar la práctica como objeto estudio. La base principal es un enfoque teórico social que orienta el desarrollo de las ciencias sociales una vez rota la hegemonía paradigmática del funcionalismo. Desde esta línea de análisis, hemos valorado cómo la investigación cualitativa nos ofrece una particular orientación para las prácticas del campo educativo, atravesadas por tensiones que limitan las políticas del campo y especialmente a las y los agentes.
Enfocarse en las prácticas en el campo educativo es, además de un tema epistemológico, una cuestión ético-política, porque la condición de subalternidad en la que están las y los agentes termina constituyéndose como un límite para la indagación científica: la posición de quien investiga y el conjunto de representaciones que se tiene de las y los agentes educativos desde las políticas educativas, así como desde el conjunto de operadores de la gestión educativa puede limitar los alcances de las investigaciones. Se puede generar conocimiento de los sujetos sin comprenderlos y fortalecer una mirada que reproduce las tensiones que atraviesan la práctica. No puede pensarse la práctica educativa sin considerar las condiciones de la organización al interior del campo, sus jerarquías y estructuras de poder, así como las complejas relaciones entre las y los agentes sociales, condicionadas por las tensiones mismas.
A través de estas reflexiones, se abren líneas de investigación que permitan una mayor discusión teórica en relación con las tensiones del campo educativo que aborde tanto la complejidad de las condiciones de los diversos agentes en interacción, como las estructuras en tanto constituyen elementos explicativos de la práctica educativa. Además, se orienta el desarrollo de aproximaciones. metodológicas holistas que permitan comprender cómo las y los agentes están construyendo su saber, qué problemáticas están enfrentando y qué alternativas de solución están generando a partir de su práctica. Y, finalmente, se promueve estudios desde una mayor reflexión epistemológica sobre la investigación educativa, a partir de una mayor comprensión del posicionamiento de quien investiga y de quien participa del estudio.