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Desde el Sur

versión impresa ISSN 2076-2674versión On-line ISSN 2415-0959

Desde el Sur vol.16 no.4 Lima oct./dic. 2024  Epub 31-Oct-2024

http://dx.doi.org/10.21142/des-1604-2024-0061 

Artículos

La guerra de la Independencia en la dramaturgia chilena del siglo XIX

The War of Independence in Chilean dramaturgy of the 19th century

Tania Faúndez Carreño1  * 
http://orcid.org/0000-0003-1902-2077

1 Universidad del Bío-Bío. Chillán, Chile. tfaundez@ubiobio.cl.

RESUMEN

La guerra se ha constituido un tema constante en la dramaturgia chilena, la cual a su vez se ha vinculado estrechamente con la identidad nacional. La pulsión de la guerra, con sus mecanismos discursivos institucionales (histórico, político, cultural, militar, nacional), sus ondulaciones y su dificultad misma de la representación sobre la escena han resonado en la dramaturgia chilena desde la consolidación de la República en el siglo XIX (1817), hasta la apoteósica celebración del bicentenario nacional (2010). Nuestro estudio pretende examinar de qué modo las pulsiones bélicas (durante la preguerra, guerra y postguerra) se han incrustado en la dramaturgia bélica del siglo XIX. Para ello, analizaremos tres textos: La Camila o La patriota de Sud-América (1817), de Camilo Henríquez, La hija del Sur o La Independencia (1823), de Manuel Magallanes, y Ernesto (1842), de Rafael Minvielle. A partir de estas dramaturgias observaremos la relación que se mantiene entre la guerra y el teatro, y de qué manera aparece el pretexto bélico (acción, contexto histórico, tela de fondo o dimensión política, económica y social) en obras con alguna importancia representativa en la escena teatral nacional.

Palabras clave: Dramaturgia chilena; guerra; patria; siglo XIX

ABSTRACT

War has become a constant theme in Chilean drama, which in turn has been closely linked to national identity. The pulsion of war, with its institutional discursive mechanisms (historical, political, cultural, military, national), its undulations, and the difficulty of representing it on stage have resonated in Chilean dramaturgy since the consolidation of the Republic in the nineteenth century (1817) until the tremendous celebration of the national Bicentennial (2010). Our study examines how war impulse (during the pre-war, war and post-war periods) have been embedded in the war drama of the XIX century. For this, we will analyze three texts: La Camila o La patriota de Sud-América (1817), by Camilo Henríquez, La hija del Sur o La Independencia (1823), by Manuel Magallanes and Ernesto (1842), by Rafael Minvielle. In these dramas, we will observe the relationship between war and theater, and how the warlike pretext appears (action, historical context, background, or political, economic, and social dimension) in works with some representative importance in the national theater scene.

Keywords: Chilean dramaturgy; war; homeland; XIX century

Introducción1

Se entiende que cada época tiene sus propias clases de guerras, sus propias condiciones y sus propias ideas preconcebidas. Asimismo, que la justificación de la guerra en el plano teórico es más antigua en relación con el de la lucha armada, y que las percepciones y los matices sobre la guerra (imperialista, evangélica, civil, de clases, y sucia -shock, tortura, desaparición- o terrorismo de Estado) abordan una realidad que es aplicable de manera universal (Foucault, 1992; Klein, 2010). Como tal, el fenómeno de la guerra ha repercutido en la sociedad de todos los tiempos, al penetrar en sus diversas capas y aristas.

El teatro, la política y la guerra son ideas que siempre han estado vinculadas desde el nacimiento del propio teatro occidental, desde los griegos hasta la actualidad. Es cosa de pensar, por ejemplo, en las dramaturgias de Los siete contra Tebas (467 a. C.), de Esquilo; Lisístrata (411 a. C), de Aristófanes; El cerco de Numancia (1585), de Miguel de Cervantes; El rey Enrique V (1599), de William Shakespeare; El Cid (1636), de Pierre Corneille; La batalla de Arminio (1809), de Henrich von Kleist; L’Hèroe (1903), de Santiago Rusiñol; Los últimos días de la humanidad (1918), de Karl Klaus; Hinkemann (1923), de Ernest Toller; Santa Juana (1923), de Bernard Shaw; Madre Coraje (1941), de Bertolt Brecht; Pic-nic (1952), de Fernando Arrabal; V de Vietnam (1968), de Armand Gatti, entre muchas otras. Estas obras han actuado desde estéticas y planteamientos ideológicos muy dispares como respuesta a su propio contexto sociopolítico, sean estas de alabanza, sátira o crítica, o bien han sido utilizadas en la posterioridad como parábolas del tiempo presente (Lescot, 2001; Foguet y Ortega, 2024).

Asimismo, podemos decir que el vínculo entre Estado, política y guerra no ha sido ajeno, como es de suponer, a la dramaturgia chilena de todos los tiempos. La historia y teoría del teatro chileno han expresado, desde una óptica histórica, sociológica y literaria, la estrecha relación entre la conformación del Estado nacional, los cambios sociopolíticos y la construcción de identidad con la creación artística, lo que determina la producción ideológica y estética del teatro con su tiempo de manera casi ilustrativa2. Los más extensos y contemporáneos estudios son los trabajos de Luis Pradenas Teatro en Chile. Huellas y trayectorias. Siglos XVI-XX (2006) y de Juan Andrés Piña Historia del teatro en Chile (1890-1940) (2009) e Historia del teatro en Chile (1941-1990) (tomos I y II) (2014), quienes, en largos periodos históricos, patentan la vinculación entre política, sociedad, identidad y dramaturgia, y registrando que el teatro funciona como un espejo de su realidad y como una herramienta ideológica clara.

Desde las perspectivas teóricas teatrales, los cambios sociales y discursivos han funcionado en el teatro chileno como elementos decisivos para encontrar una afanada identidad esparcida en múltiples aspectos ideológicos y estéticos. Aspectos que van desde la prédica de la soberanía nacional territorial -relacionada con el discurso patrio-militar institucional-, la crisis del individuo en el conflicto campo-ciudad, la búsqueda de lo chileno y lo latinoamericano, la revolución social, el periodo dictatorial y el trauma consecuente (Hurtado, 1997; Pradena, 2006; Piña, 2009 y 2014), el desencanto de la democracia, hasta la crisis de identidad, a luz del bicentenario nacional en 2010.

Por ello, la guerra se ha constituido un tema constante en la dramaturgia chilena, la cual a su vez se ha vinculado estrechamente con la identidad nacional. La pulsión de la guerra, con sus mecanismos discursivos institucionales (histórico, político, cultural, militar, nacional), sus ondulaciones y su dificultad misma de la representación sobre la escena, han resonado en la dramaturgia patria desde la consolidación de la República en el siglo XIX (1817), hasta la apoteósica celebración del bicentenario nacional (2010).

Si bien la historiografía teatral chilena del siglo XX y principios del XXI, además de algunas investigaciones en torno a los estudios teatrales por periodos, dan cuenta tangencialmente del diálogo entre teatro y guerra, estas no han sido explícitas ni suficientes. Ello evidencia que la investigación en el área aún se encuentra en estado incipiente. El artículo aquí propuesto va en la línea de esos esfuerzos, y se enfoca en el análisis de dramaturgias del siglo XIX que abordan el tema de la guerra (real o ficticia).

Con base en lo anterior, el presente artículo tiene por objetivo examinar de qué modo las pulsiones bélicas (durante la preguerra, guerra y postguerra) se han incrustado en la dramaturgia del siglo XIX con alguna representatividad. A partir de una metodología cualitativa y un enfoque interpretativo de investigación se analizarán tres textos: La Camila o La patriota de Sud-América (1817), de Camilo Henríquez; La hija del Sur o La Independencia (1823), de Manuel Magallanes; y Ernesto (1842), de Rafael Minvielle.

El registro de las poliformas del pretexto de la guerra en un diálogo interdisciplinario (histórico, sociológico y teatral), que genere cruces y puntos de vistas diferentes, nos permitirá observar de manera aguda cómo la época, la estética y la ideología tensionan y determinan al artista al momento de hablar de este suceso político-económico-social. Con esta pauta observaremos la relación que se mantiene entre la guerra y el teatro, la cual obedece, por un lado, a una escritura que toma al fenómeno histórico como el sujeto de la acción; en cambio, otras se cogen de la experiencia traumática del hombre como el centro de la acción. Estas, a su vez, siguiendo la idea de David Lescot (2001), materializan la guerra de forma directa («acción de guerra»); la expanden como un conflicto exterior que invade al individuo, o bien cómo esta deja sus huellas-heridas en el cuerpo, alma y mente del sujeto social («estado de guerra»).

Teatro republicano del siglo XIX

Entre 1810 y 1830 se organizan las modernas repúblicas hispanoamericanas. Sus límites territoriales coinciden a menudo con las antiguas capitanías generales del periodo colonial y las nuevas repúblicas deben reinventarse en todos los términos, ya que han quebrado con la tradición española. Siguiendo esta línea, a lo largo del siglo XIX Chile desarrolla una serie de elementos simbólicos para fortalecer su nacimiento. Se escribe una historia, se crea un panteón con héroes patrios, se levantan monumentos, se compone un himno nacional, se diseña una bandera y se elige «una patrona espiritual del país [la Virgen del Carmen], con el fin de implantar, difundir y cohesionar la idea de Nación y los valores republicanos» (Hevia, 2010, p. 35)3. Estos elementos emblemáticos, producto del proyecto modernizador instaurado por la República, junto con la guerra como escenario por excelencia, sirven de motivos dramáticos para articular una emergente y acotada dramaturgia nacional vinculada a la patria y la guerra a lo largo del siglo XIX. Esta escritura dramática patriota-bélica expresa una construcción de identidad «legitimadora», como parte de la producción y reproducción simbólica del orden y proyecto social nacional, que toma la moral militar (sea esta patricia o del bajo pueblo) y la nación, como móviles estéticos. En los siglos siguientes, dichas escrituras seguirán ondulando, a modo de espiral, en la dramaturgia nacional, a través de la afirmación, actualización o incluso del cuestionamiento de la ética militar y sus valores patrios, de la identidad y el valor de la nación.

El director supremo de Chile (1817-1823), Bernardo O’Higgins Riquelme, concibe el teatro como una institución social cuyo principal objetivo es propagar las máximas patrióticas y formar las costumbres cívicas (Amunátegui, 1888; Pereira Salas, 1974; Hurtado, 1997). Por ello, el teatro deja de ser visto como un simple pasatiempo, pues significa el medio para formar a la nueva ciudadanía con fuertes valores nacionales y políticos. A esta política se agrega la fiebre antieclesiástica en piezas trágicas, dramas y sainetes4, ya que, para los patriotas ilustrados, la revolución, además de tener como objetivo principal la independencia de las colonias hispanoamericanas, apunta hacia la destrucción del régimen teocrático (Amunátegui, 1888).

Durante el periodo republicano hasta finales del siglo XIX, el teatro chileno intenta consolidar su imagen mediante obras que fortalezcan el nacimiento de una nueva nación (con directa o indirecta relación sobre dicho espíritu), rememoren instantes monumentalizadores, batallas gloriosas o desastrosas que contribuyan a la memoria nacional, al levantamiento de héroes patrios como fruto de una unidad chilena y que superpongan el discurso laico por sobre el religioso como eco de la Ilustración en el proyecto de modernidad americano, bajo claras influencias francesas y anglosajonas (Hurtado 1997; Subercaseaux y Cuadra, 2016).

Los intelectuales vinculados a la política se ligan de distintas maneras y toman parte de este nuevo proyecto americanista, contribuyendo a la propaganda teatral del largo periodo de la República, ya sea a través de la prensa, la dramaturgia o traducciones (Hurtado, 1997). Por ejemplo, C. Henríquez, J. García del Río y B. Vera y Pintado dan un marco filosófico-político a un proceso revolucionario con el propósito de generar una opinión pública que apoye a la causa transformadora; en cambio, A. Bello y J. J. de Mora pretenden alejar del teatro el «deber cívico» y abogan por una difusión artística de «calidad y buen gusto» que demuestre una nación civilizada y culta (Munizaga y Gutiérrez, 1983).

Las proclamas patriotas y republicanas que transmite el teatro en Chile son conducidas por el comandante y empresario teatral Domingo Arteaga, quien funda el Teatro Nacional o Teatro de la Nación. La compañía es dirigida artísticamente por el primer maestro y director, el prisionero español, el coronel Latorre. Bajo la administración teatral de Arteaga (1818-1836), el repertorio de piezas teatrales es bastante amplio y diverso, pues en sus primeros años lo habitual es que se realicen adaptaciones de obras europeas que traten temas y preocupaciones locales de orden revolucionario, racional, liberal y anticlerical; pero a partir de 1830 el teatro se vuelve más docto y se centra en cuestiones de índole estéticas, dando ejemplo de que Chile es una nación civilizada5. El objetivo de este teatro postindependentista es evocar hechos bélicos precedentes, la guerra por la independencia, crear una masa consciente sobre la importancia del Estado chileno, e incitar con brío la lucha por la libertad (si es que alguna nación enemiga pretende arrebatar la independencia chilena).

Después de la abdicación de Bernardo O’Higgins, en 1823, y durante la Organización de la República (1823-1930), surgen obras con fuertes cargas nacionalistas que intentan mantener vivo el espíritu de libertad que pregona la guerra de la Independencia, el odio hacia la tiranía española y el amor a la patria por sobre el de la pareja, siguiendo la lógica de que «primero hay que ser libres para luego amarse». En resumidas cuentas, estos dramas sirven como una forma eficaz de instrucción y propaganda6.

Entre 1826 y 1829 la geografía teatral sufre un desequilibrio, producto de las diferencias políticas entre la oligarquía política chilena. Pese a esto, se sigue con la propaganda doctrinaria de la libertad americana, anticlerical y nacionalista que tanto había propagado la primera generación libertaria en los inicios de la República, además de la proliferación de los múltiples sainetes y comedias.

En 1829 llega a Chile el intelectual venezolano Andrés Bello, quien reacciona contra las doctrinas estéticas que utilizaron los padres de la patria en el teatro (vehículo de máximas políticas y costumbres cívicas), y en su lugar pretende recuperar un teatro de estilo neoclásico.

Finalmente, en la segunda mitad del siglo XIX, el romanticismo influye en la dramaturgia chilena, la cual busca valores propios, históricos y moralizantes, exaltando epopeyas con la intención de cristalizar la idea de patria a través de una clara identidad nacional-militar, «no tanto por las costumbres o hechos nacionales, sino por lo “heroico” y “épico” patriota» (Morel y Guerrero, 1983, p. 171).

Catequismo político en La Camila o La patriota de Sud-América

En 1817 Fray Camilo Henríquez (1769-1875), desde su exilio en Buenos Aires, publica su primer texto dramático titulado La Camila o La patriota de Sud-América. Con la edición de esta obra podemos afirmar que se instala en Chile una incipiente dramaturgia nacional con claras influencias europeas y de estilo neoclásico. Por el contrario, La Camila nunca se representó7. Ni sus contemporáneos ni el público posterior se mostró interesado por esta pieza.

La Sociedad del Buen Gusto, una organización civil ubicada en Buenos Aires, «cuyo fin era velar por la calidad y educar a los espectadores, no le concedió el auspicio ni la difundió (lo que fue explicitado en términos cualitativos)» (Subercaseaux y Cuadra, 2016, pp. 127-128), pues ven en ella una débil escritura. Para los miembros de la Sociedad, las situaciones dramáticas son poco atractivas, los personajes carecen de carácter y lo único que tiene importancia son las proclamas políticas que Henríquez vierte a través de sus personajes (Peña, 1912). Siguiendo esta línea, la crítica del intelectual y su primer biógrafo, Miguel Luis Amunátegui, aclara que la obra de Henríquez tan sólo sirve para entender el ideal político del autor, incluso, por lo cual llega a ver al autor con faldas (Amunátegui, 1888)8.

Pese a lo anterior, nos parece interesante el manejo dramático y discursivo del propósito bélico, pues la guerra libertaria que propone Henríquez se instala a través del discurso político, más que de la acción militar. En otras palabras, es una guerra sin acción, una guerra ideológica. Mediante la utilización de una figura peculiar para la época, la femenina, el sexo «débil» relegado a lo privado-doméstico (Segura, 2003; Castelles et al., 2009), el autor impulsa un símbolo movilizador de resistencia y lucha frente al enemigo, el español.

La caracterización dramática de Camila es la de la esposa patriota que levanta discursos incendiarios contra el enemigo, sin llegar a utilizar las armas. Su arma es el intelecto y la pluma. Camila irrumpe en un escenario netamente masculino -lo público y lo bélico- para dar a conocer sus ideas, alejándose del prototipo decimonónico femenino de madre doméstica, abnegada y sufriente que vela por todos sus hijos (Castelles et al., 2009). Su presencia es atrevida tanto para el enemigo como para la sociedad de su época. Camila es la mujer blanca, joven, intelectual y patriota de clase privilegiada que defiende su tierra, que exorciza las imposiciones sociales de la maternidad. Esta mujer, que rompe con la mentalidad de una época, es quizás una metáfora de la América hispana criolla que pretende imponer las nuevas reglas a la Península conquistadora.

La imagen poco convencional del papel femenino que levanta Camilo Henríquez, durante los movidos tiempos pre-independentistas, se forja, por el contrario, bajo un antiguo modelo de adoctrinamiento católico, ahora convertido en catequismo político «para la propagación de sentimientos patrióticos, principios ilustrados y hasta revolucionarios» (Silva, 2000, p. 46).

En 1809 Henríquez se encuentra extraditado en Quito en castigo por el Santo Oficio de la Inquisición por haber estudiado a filósofos ilustrados y haber profundizado en El contrato social (1762), de Jean-Jacques Rousseau. En ese mismo año, en la ciudad comienza a gestionarse una revolución independentista que lleva a los ecuatorianos a crear su Primera Junta de Gobierno, suceso que genera una violenta represión en manos de los realistas contra los criollos (Amunátegui, 1888). Este hecho histórico de violencia e injusticia inspira al autor para escribir La Camila o La patriota de Sud-América. Henríquez desarrolla una pieza bajo un claro contexto de guerra, muerte y destrucción que hace eco de su tiempo, sin caer por eso en un drama histórico. En otras palabras, lo que representa es una ficción basada en ciertos hechos históricos. Muy por el contrario a lo que son los dramas ingleses que tratan su historia medieval -la escisión entre la rosa roja y blanca, con la consiguiente Guerra de las Rosas- como lo hizo William Shakespeare (Enrique VI, Ricardo III, Rey Juan, Ricardo II), Christopher Marlowe (Eduardo II) y George Peele (Eduardo I), entre otros (Nicoll, 1964), apegados al hecho histórico.

En relación con lo anterior, el texto de Henríquez bien se podría catalogar como un drama seudohistórico por el motivo que impulsa la obra: la revolución independentista ecuatoriana. El contexto donde se desenvuelven los personajes -que materializan el abuso del poder hispano en tierras americanas- se enmarca en un contexto histórico real. Aun así, las figuras centrales de la obra no corresponden a individuos históricos inmortalizados por la historiografía secular, sino a individuos ficcionales, haciendo que el drama juegue con la ficción y que no sea un símil histórico. En este sentido, y siguiendo a Iolanda Ogando (2002), el teatro histórico obedece a una estética y un discurso particular del relato historiográfico oficial, recreado por medio de diversas fuentes. Este tipo de teatro realiza una reescritura sobre el hecho pero no el hecho mismo. Para Ogando, el/ la dramaturgo/a, al retratar un hecho histórico, una batalla o la vida de un mártir nacional, puede seguir con un discurso conservador tratando de restaurar sus precedentes históricos (afirmando, enalteciendo o perpetuando hechos o personajes patrios legendarios), o bien puede parodiar, cuestionar o deconstruir dicho legado, otorgando otra significación al relato tradicional, discutiendo su legitimidad desde la estética de la ficción y no desde la historia misma.

La trama de La Camila o La patriota de Sud-América es sencilla. Tras la masacre ejercida por los realistas en Quito, una familia acomodada, compuesta por Camila Shkinere, Don José (su padre) y Doña Margarita (su madre), huye de la ciudad para ocultarse en la Amazona. El marido de Camila, Diego, quien participa en la Primera Junta, desaparece. En la selva, los indios omaguas (letrados y que tienen ideas republicanas) brindan ayuda y protección a la familia Shkinere. En el desenlace, los jóvenes amantes, rebeldes y acérrimos independentistas, se reencuentran gracias a la ayuda del cacique omagua (quien había ocultado a Diego tras la represión), y juntos dan las pautas para el nacimiento de las naciones hispanas.

La rememoración de la masacre de Quito se inserta en el texto como una estrategia de reflexión y acción política. El propósito es impulsar un espíritu guerrero sudamericano en los espectadores. Si el público, piensa Henríquez, logra concretar el alzamiento de las colonias españolas, significará que la América hispana será libre y se hará justicia con los opresores. La guerra es la libertad. Con esta idea fuerza, el autor desarrolla de forma paralela las ideas de una identidad latinoamericana fundamentada en la presencia indígena (mito alternativo al rechazo hispano), desvela la polaridad selva / ciudad, avala la presencia de Dios a favor de la independencia americana, demuestra el maniqueísmo España / América Hispana (y la consecuente imagen del «europeo-superioridad», frente al «indígenainferioridad») y la exacerbación de la figura del patriota-héroe.

Los políticos-militares españoles, como las figuras antagonistas de la pieza, tensionan la obra en dos planos. Primero como la oscura sombra que remeció a la población en un pasado cercano, la masacre, y segundo como la mano represora de la libertad americana que penetra incluso en las vírgenes selvas para ejercer allí su poder, en busca de la cabeza de Camila, la portadora del espíritu universal de la independencia.

El asesinato de civiles y la posterior represalia realista en Quito hacen que la metrópoli se transforme en una ciudad tomada por el bando español, ahuyentando al bando adverso y debilitando la voluntad del enfrentamiento de los contrincantes con armas iguales o similares. La persecución militar del bloque español sobre el criollo instala el temor dentro de los dispersos patriotas, quienes son incapaces de librarse del enemigo hostil, incluso en las selvas de la Amazona. La violencia del pasado funciona como un dispositivo traumático en los patriotas, haciendo de la guerra de la Independencia un estado de constante preparación para un futuro bélico que omite la representación de la acción de la guerra sobre la escena. Pero la preparación que le interesa tocar a Henríquez corresponde a una elaboración política, más que militar -capacitar primero la cabeza y después las manos-, la cual encontraría sus fuerzas en los acalorados postulados liberales de Camila, tales como: «Si la América no olvida las preocupaciones españolas, y no adopta más liberales principios, jamás saldrá de la esfera de una España ultramarina, miserable y obscura como la España europea» (Henríquez,1817, p. 34).

Dicho lo anterior, este estilo dramático inclina la balanza de la guerra por la libertad, a la cual alude Henríquez, hacia el lado de la razón -la pluma como la espada más terrible- en detrimento de la fuerza y la estrategia militar.

La contienda armada entre los dos contrincantes no existe en el presente, solo se verá en el futuro. Por ende, más que la representación militar de la guerra, el autor invita a pensar el futuro de la América libre por medio del discurso de las armas, del orden político de la guerra. De este modo, la guerra funciona como un dispositivo a nivel intelectual más que de acción confrontacional. Como un debate de ideas más que de fuerza armamentista. Según esta escritura dramática, el texto de Henríquez, siguiendo a David Lescot (2001), se acopla bajo la categoría de «estado de guerra», pues la acción bélica no es el sujeto principal del drama, sino que lo son las aristas intelectuales, político-sociales, de la guerra.

El monstruo de la guerra sanguinaria que va en busca del cuerpo y de la derrota total del enemigo, para así imponer su voluntad política a otra nación o comunidad, se esboza mediante la avanzada (no la pugna) bélica realista, única fuerza guerrera que aparece en el texto. La presencia de las huestes españolas en la comarca es la condensación de la violencia sangrienta de la guerra, pues su pasado de terror hacia la población criolla los condena. Es este grupo de hombres armados que, por medio de acalorados diálogos, expresan la imperiosa necesidad de arremeter contra los sublevados, pero no así contra los naturales del lugar. Por lo tanto, el batallón ibérico deja de lado el combate contra los indios omaguas de la Amazona, ya que estos aparentemente se muestran neutrales en la lucha entre criollos y españoles (no obstante, los omaguas comparten los valores y objetivos de los patriotas, y los ayudan de diversas formas).

Este drama romántico en cuatro actos, como lo indica su apartado, habla de dos amores, el «amor por la patria» y el «amor por un hombre». Con esta dualidad el dramaturgo trata de demostrar que el amor incondicional por la patria y hacia la América mestiza libre es uno de los amores más grandes que el hombre puede aspirar a tener (sin olvidar el amor hacia Dios). Basado en esto, coloca a la inusual Camila como la heroína del drama, quien concentra en sus fines particulares lo sustancial del espíritu universal de la independencia y demanda una transformación social, a la vez que la utiliza para resaltar la lealtad del amor puro y fiel que debe ejercer una mujer. De forma similar, pero sin llegar a convertirse en un héroe, su esposo, Diego, viene a complementar el ardor por la libertad para las colonias americanas; pasión que convive con el amor del matrimonio.

La protagonista ficcional-utópica se constituye en la heroína por medio de una doble concepción que levanta el radical fraile. Por un lado, sigue la senda de que «la gloria de una heroína es morir por su patria», y por otro, que «la gloria de toda mujer es morir por honor» (Henríquez, 1817, p. 24). La primera definición que muestra el autor corresponde a la de heroína romántica. Hace referencia a la mujer dulce, inocente y pasional, al exaltar el honor y la fidelidad de Camila hacia su esposo, Diego. La segunda definición se acerca al concepto de héroe patrio, al mártir nacional, pues el/la patriota están a un paso de convertirse en héroes nacionales con la llegada de la muerte en medio de la lucha. Henríquez toma la fuerza del héroe que es capaz de donar su cuerpo a la nación con tal de verla libre de cualquier tipo de opresión y lo mezcla con la dulzura femenina. La entrega del cuerpo a la patria, que se concreta con la muerte, queda desplazada a un segundo plano en el personaje de Camila. Esta posible muerte heroica-patriota se alza impetuosa en el discurso de la heroína; sin embargo, nunca llega a convertirse en carne en la obra. Ella es solo verbo.

La figura de Camila, en síntesis, es la de una mujer y la de una heroína poco convencional. Es la voz ardiente y rebelde que penetra en la esfera patriarcal de lo público, lo político y lo bélico, exhortando a la libertad; rompiendo con los cánones que vinculan a la mujer con lo privado, lo doméstico, el principio de no belicosidad y la paz (Segura, 2003). Por otro lado, es la negación del cuerpo herido, sangrante y yerto que necesita todo héroe/heroína de guerra para ser inmortalizado.

El patriotismo en La hija del sur o La independencia

Durante el gobierno del liberal Ramón Freire (1823-1826), la dramaturgia nacional intenta seguir las sendas de las políticas estatales, invocando, en palabras de Georg Lukács (1966), «la independencia e idiosincrasia nacional que se halla necesariamente ligada a una resurrección de la historia nacional, a los recuerdos del pasado, a la pasada magnificencia» (p. 23). Bajo el primer año de gobierno de Freire y en conmemoración de la batalla de Maipo o Maipú (5 de abril 1818), se representa en el Teatro La Nación la obra La hija del sur o La independencia (1823), de Manuel Magallanes (excapitán, diputado federalista y escritor, quien sigue la ideología de Camilo Henríquez, pues ve al teatro como un vehículo de educación cívica y como una adecuada expresión patriótica e ideológica [Peña, 1912]).

La hija del sur o La independencia (1823), y posteriormente La Chilena (1827), son dramas patrióticos bélicos que se contextualizan en medio de la guerra de la Independencia, donde el espíritu de la guerra penetra en el cuerpo de los individuos, llevándolos al sacrificio por la nación. Nicolás Peña aclara que la primera pieza de Magallanes es un melodrama amoroso que se desarrolla bajo el contexto de dos de las batallas más importantes del proceso independentista. Por otro lado, La Chilena es vista por la crítica como un drama de circunstancia política, de tendencia federalista que alaba las ideas de José Miguel Infante, ya que surge en medio de la discusión de si Chile se constituiría como una nación federativa, o como república única e indivisible. Asimismo, es considerada como un texto deficiente -escrito en siete horas, en homenaje a la subida al poder del vicepresidente Francisco Antonio Pinto-, a lo que se le suma un desempeño actoral defectuoso (Amunátegui, 1888).

Dado lo anterior, nos detendremos en la primera pieza de Magallanes. La hija del sur o La independencia es una obra que, además de ser un panfleto patriota que se basa en un evento histórico real, extrema aún más la visión pasional femenina sobre la nación, como ya lo había esbozado Camilo Henríquez. Aquí, la protagonista, por amor a su esposo y al país, en un estado casi demencial, se arroja a los campos bélicos con arma en mano para hacer «justicia y patria».

El texto trata sobre una mujer que pierde las pistas de su esposo en la batalla de Cancha Rayada, pero luego vuelve a encontrarlo con vida en la victoriosa batalla de Maipú. La obra, de corte seudohistoricista por el contexto donde se desenvuelve la trama, durante la Patria Nueva (18171823), exalta la pasión amorosa del matrimonio y el fervor por la patria, destacando que la devoción por la nación es el amor más grande que puede experimentar un sujeto, a la vez que recalca el triunfo independentista como la solución por la fuerza de las armas. La causa nacional, arraigada fuertemente en los personajes, da cuenta del «concepto de polaridad» que pregona Carl von Clausewitz (2010), en el que se expresa la idea de la política como el factor clave del comienzo y desarrollo de las acciones bélicas. Los personajes empapados del principio independentista afirman el ideal libertario -político y económico-, conscientes de que «el fin político es el objetivo» y de que «la guerra es el medio de alcanzarlo» (Clausewitz, 2010, p. 23).

El inicio de la trama, que parte con el desastre de la batalla de Cancha Rayada, sirve para demostrar los altos y bajos que se tejen durante el conflicto armado (se ganan o pierden batallas, pero no por eso la guerra, pues la victoria solo ve en la batalla final). La derrota de Cancha Rayada, además de señalar una inestabilidad bélica, normal durante la guerra, se utiliza para hablar de la nefasta condición del soldado independentista, quien, de paso, es colocado como un ejemplo necesario del derramamiento de sangre frente a la destrucción del enemigo, al tiempo que sirve para realzar los discursos patriotas contra las políticas hispánicas en las colonias. A lo largo de la obra, apunta Peña (1912), los extensos diálogos entre los militares patriotas arremeten con todo contra la presencia hispana y glorifican la valentía bélica del chileno heredada del gran mapuche Caupolicán.

En medio del caos que significa la guerra, derrotas y victorias de ambas partes, la angustia de la amante por su esposo perdido explota y, sin saber de la suerte de este, la llevan precipitarse a hacia los campos de Marte para ir en busca de este y yacer al lado de él. Pero la muerte heroica no toca ni al esposo ni a la patriota mujer. Gracias a la victoria del bando criollo y también, como resalta el autor, por el gran amor que los une como pareja, los amantes no terminan engullidos por una tragedia militar. La destrucción de las fuerzas armadas del enemigo (Ejército Real de Chile) por el Ejército Unido (compuesto por el Ejército de Chile, criollos, y por el Ejército argentino de los Andes), da el grito triunfal. Esta alianza militar mixta, muy por el contrario a la idea de guerra antigua postulada por Nicolás Maquiavelo (El príncipe, 1513) sobre los ejércitos auxiliares o mixtos, a los cuales los define como tropas inútiles y peligrosas, funciona como un solo cuerpo militar que defiende la soberanía de los nuevos estados. Y es gracias a esta unión político-militar que la América hispana se independiza.

Así, ambos factores, el bélico y el amoroso, les permite reencontrarse en medio de los prados humeantes, después de la devastación bélica.

Lo atrayente de La hija del sur o La independencia, desde nuestra perspectiva, es la participación femenina que dialoga desde dos puntos de vistas diferentes sobre el conflicto militar. Elísea, la protagonista, representa a la débil y sensible mujer blanca que no entiende el valor guerrero de su esposo, Lisandro, civil de alcurnia y no un militar. Así pues, la protagonista relaciona el compromiso militar de Lisandro con el abandono del amor, «la fuente de la vida». Desde el otro lugar, su prima, Flora, viene a representar el discurso de la mujer comprometida y patriota que espera el regreso de su novio al hogar. Flora no tiene tiempo para pensar en los dolores de amor si su patria está sangrando por la libertad. Ella, al igual que Elísea, tiene a su compañero luchando en la trinchera por la libertad.

Pero no sufre por eso, pues antes que ser de ella, su hombre guerrero es de la nación. Flora trata de animar a su prima aclarándole que el amor que tiene Lisandro por ella es la prueba de amor más grande que puede experimentar una patriota, al tiempo que intenta persuadirla de la sublime relación «amor-patria» y «amor-libertad nacional»:

FLORA. Muy al contrario, la pasión sublime

que Lisandro te tiene, amada prima,

es la que lo separa de tus ojos;

a su virtud hagámosle justicia.

Él partió a defender la amada Patria

y si esto lo llevó, querida Elísea,

¿Qué mayor testimonio puede darte

del amoroso aliento que respira?

(Magallanes, 1842, citado en Peña, 1912, p. LXV).

La labia chauvinista de la aristocrática Flora, que entrelaza la patria y la libertad al amor puro, aspira a reflejar el espíritu de su tiempo, que dice envolver a la sociedad chilena en su conjunto. Este discurso, al fin y al cabo, corresponde a la versión de lo «chileno» -del compromiso total del ser nacional-, construida por la clase dominante del país que afirma la necesidad de la guerra por la libertad. Ideología y esencia que representa a la cúpula de poder que ha desatado la guerra, pues, por lo general, «las guerras benefician siempre a los poderosos, tanto atendiendo al género como a la clase social» (Segura, 2003, p. 149) y dejan en un segundo plano a las clases bajas.

La plática de Flora cala a fondo a Elísea. Pero el temor de perder a Lisandro en la guerra lleva a la protagonista a ir en busca de él. Esta frenética indagación por el ser amado se acentúa aún más con la noticia de la supuesta muerte del esposo. Atónita y fuera de sí, Elísea, con sable en mano, parte hacia los campos bélicos con el fin de encontrar a su amor, de «hacer patria» -matando a cuanto español se le cruce por enfrente- y morir como una verdadera chilena al lado de su esposo.

En relación con ello, el accionar de Elísea da un giro dramático, ya que pasa de la dulce y delicada mujer doméstica (privada), a la aguerrida esposa patriota (pública), reflejando la otra naturaleza del «bello sexo», la combativa. Así, frente al impedimento de su hermano para vengar al esposo muerto, pues para su hermano el honor es cosa de hombres y no de mujeres, Elísea responde: «¿No soy una chilena, una patriota que debe cumplir con los deberes a que le impele la naturaleza? ¿Por qué entonces queréis que cometa la infamia de desentenderme de mi obligación?» (Magallanes, 1842, citado en Peña, 1912, pp. LXVI-LXVII). La afirmación de ser «patriota» deja estupefacto a su hermano, quien finalmente permite que ella salga corriendo hacia los estremecedores campos de muerte y destrucción.

Mientras tanto, la lucha sanguinaria entre los bandos adversarios sigue su curso, donde el ruido de sables y cañones aterrorizan a la población. Con este escenario cada vez más latente, Magallanes demuestra cómo la guerra va invadiendo los espacios y las emociones de los personajes, alterando así sus comportamientos. Como mencionamos al inicio, Flora desde un comienzo encarna una sólida convicción patriota, pero, a diferencia de Elísea, esta no logra escapar del espacio canónico femenino (de observadora), pues frente a la adversidad bélica se refugia en la intimidad de la oración, y no en la exposición de las armas.

A través de las acciones de Elísea, el autor la despoja de su carga delicada y temerosa para convertirla en una patriota, con todas sus letras. Así y todo, y en este modo coincide con La Camila de C. Henríquez, la muerte no toca a la protagonista. El cuerpo y el espíritu heroico de Elísea, en vez de perecer, se apronta al encuentro apasionado con Lisandro, donde tal convergencia resalta el mayor éxito: el de la patria libre.

Mediante los personajes «nobles», Magallanes aspira establecer un conjunto de valores, visiones y maneras de hacer las cosas propias del pueblo chileno, el cual se siente profundamente orgulloso de su reciente pasado bélico libertario. Aun así, este conjunto de valores seleccionados inyecta solo a la elite patricia y no al bajo pueblo que huye o saquea durante la guerra de la Independencia, según estime conveniente. La obra de Magallanes, con sus respectivos diálogos entre los «aspectos externos» de la historia (la guerra) y los «aspectos internos» de los acotados personajes y sus destinos humanos (la crisis amorosa y el fervor patriota), pretende resaltar y sintetizar estéticamente la entrega del cuerpo y el alma de miles de chilenos/as que lucharon por ver una patria libre, intentando proclamar, como indica Sun Tzu (1993, p.18), que el pueblo tuvo «el mismo objetivo que sus dirigentes [...] compartir la vida y la muerte sin temor alguno».

La construcción de la guerra en La hija del sur o La independencia es abordada desde la narración más que la representación escénica. La guerra se materializa como un absoluto que lo envuelve todo, en que esta y los valores patrios se convierten en los sujetos principales de la acción dramática. De esta forma y a través de los personajes principales, el autor demuestra lo heroico del compromiso patriota y la importancia de la guerra por la liberación, la cual se consigue a sangre y fuego. Siguiendo esta idea, Magallanes justifica el discurso de la historia oficial -oligárquica-, a la vez que enarbola la violencia de las armas como única forma de libertad. Igualmente, esta es una obra que trabaja con fuerza la imagen de la mujer nacionalista, mucho más intensa que la pieza de Henríquez, pues el accionar y el lenguaje patriótico de la protagonista, que se maneja a través de símbolos y hechos, intentan instalar y recordar la capacidad de resistencia y victoria frente al enemigo, pese a que las hazañas bélicas históricamente hayan correspondidos a los militares de la nación.

Ernesto: la conciencia crítica del militar

En 1840 los escasos dramaturgos chilenos que existen no escriben obras románticas, sino que se dedican a traducirlas9. Las dos obras de gran relevancia para la dramaturgia romántica nacional son Los amores del poeta (1842), de Carlos Bello (hijo de Andrés Bello), y Ernesto (1842), de Rafael Minvielle. Ambas piezas coinciden en que siguen un patrón estrictamente europeo, ya sea por el perfil de los personajes, como por el lugar donde se desenvuelve la trama, la de Bello en Francia y la de Minvielle en España.

Ernesto (1842), de Minvielle, aborda el comportamiento de un militar durante la guerra de la Independencia en Chile. El autor defiende la tesis que el militar es un hombre dotado de inteligencia y no un esclavo sumiso en manos de un superior. Asimismo, revela de forma adelantada las «consecuencias» (el juicio social) de la guerra, más que la «acción» de la guerra. Minvielle rechaza las grandes individualidades históricas y en cambio utiliza a un sujeto moderno para hablar del nacimiento de las naciones hispanas. Reflexiona críticamente sobre la arbitrariedad de los imperios, del despotismo español y de los múltiples aspectos filosóficos que implican al sujeto en medio de la guerra.

Siguiendo esta línea, la figura bélica es vista como un generador de cambios sustanciales que aportan nuevos paradigmas sociales, en una constante tensión entre «la guerra por la libertad» y «la guerra por la dominación». Minvielle muestra a la historia como un ininterrumpido proceso de cambios que interviene directamente en la vida del individuo, abordando desconocidos o inimaginables estragos de la guerra. Por medio de la colisión entre el individuo (Ernesto) y la sociedad se patentan los dolores existenciales del héroe romántico, nómada y suicida, quien antes de dejar el mundo terrenal demuestra la virtud de su acción mediante su proeza heroica. En su viaje solitario por tierras americanas recoge los valores de la libertad y la pasión de la igualdad, los cuales intenta entregar a los hombres y mujeres de su casa-patria natal, España. Interroga los conceptos de nacionalismo, frontera, libertad y traición a la patria, a la vez que reafirma su propia identidad de enamorado y de hombre libre, que posteriormente termina en la autoaniquilación trágica del sacrificio.

Así pues, se narra el giro ideológico -el «paso al otro bando»- del militar español, Ernesto, y en cómo este llega a sucumbir por el dolor de la incomprensión libertaria. En la trama, Ernesto llega a América (Colombia) a luchar a favor de la Corona española, para mantener el control sobre la América hispana, pero su visión crítica sobre el despotismo español y su espíritu de libertad hacen que se enamore de los objetivos independentistas. Este hecho de rebeldía, en consecuencia, le acarrea el rechazo de su patria y lo más importante, el de su amada, llevándolo hacia la muerte.

La guerra, en el texto de Minvielle, se posiciona como un manto denso del pasado que cubre a la sociedad entera, tanto de la Península como de la América hispana, calando profundo en la contemporaneidad de los sujetos. Por ende, la representación del hecho bélico, realizada y padecida por los personajes, se deja entrever a lo lejos, como memoranzas heroicas. De este modo, observamos cómo la acción bélica se limita a alusiones someras de dos batallas pasadas, libradas en dos lugares distintos. La finalidad de este hecho es polemizar el motor de la guerra y demostrar la proeza del héroe, quedando exenta la discusión de las estrategias y las tácticas militares. Una de las batallas mencionadas en el texto es la última confrontación entre las colonias de la América del sur y la Corona Española, la Batalla de Ayacucho (1824), ejecutada en el Perú, de la cual Ernesto participa del bando criollo (sus enemigos originalmente). Esta hazaña, para su principal opositor, Don Pedro, su tío, se interpone como una «sombra siniestra, como el espectro de la culpa» (Minvielle, 1912, p. 89). El segundo choque bélico corresponde a los Sitios de Zaragoza (1808), en que se destaca el compromiso militar de los españoles y se hace alusión a la resistencia contra José Bonaparte durante la ocupación napoleónica. Estas referencias se exponen con la intención de tensionar la ideología de dos militares de la misma nacionalidad (Ernesto y Don Pedro) que, en lugares y guerras diferentes, pelearon en bandos disímiles, pero por valores similares: la libertad. En otras palabras, se intenta poner en discusión cómo un militar, apegado a su «madre-tierra», puede llegar a ser capaz de combatirla, como es el caso del polémico Ernesto.

Para el protagonista, la guerra que mantiene la Corona española con sus colonias significa «el azote y la expresión de la crueldad de los pueblos; la conquista, el abuso y la idea de la inmoralidad de los hombres» (Minvielle, 1912, p. 90). Ante esta dura realidad, Ernesto deserta del bando realista para alistarse en las filas independentistas en Chile, rompiendo con la incuestionable obediencia del soldado hacia los altos mandos. De esta forma, se insubordina también frente a España, encarnando a un soldado rebelde. Este giro del protagonista romántico arroja visiones polarizadas. Para algunos, nace un traidor (España y su familia); para otros, un hombre con valores (la «nueva» América hispana). La concentración y resolución de sus pasiones personales y contenido social (libertad, hermandad, pasión amorosa) entran en colisión con su sociedad histórica. Estos impulsos lo incitan a la creación de un nuevo mundo, sin banderas, al derrumbe de las identidades predeterminadas y al amor impetuoso. Dicho de otro modo, el protagonista se acopla a «la incompatibilidad de las exigencias morales del individuo con los convencionalismos de la sociedad [...] y a la descripción del héroe como un eterno desterrado condenado a errar por su propia naturaleza» (Hauser, 1969, p. 403).

Al momento de ser declarado oficialmente un traidor de la patria, Ernesto se convierte en un extranjero en su propia tierra y en su propia casa, pues para Don Pedro, aquel que deserta del ejército de la patria para volverse contra él, es un tránsfuga, y Don Pedro no acepta desertores en su familia. El diálogo que establece Ernesto con su tío gira en torno a la discusión de los valores que promulga el ejército nacional, el patriotismo y la lealtad, al mismo tiempo que analizan la problemática de la conciencia en el soldado.

DON PEDRO. Soy español y leal. Yo respeto la fuerza porque no soy joven ni militar, pero nunca traicionaré los sentimientos de honor que me inspira mi conciencia.

ERNESTO. Mi conciencia me obligó a abandonar las filas de un ejército que combatía por subyugar a un pueblo hermano, y a servir la causa de la emancipación.

DON PEDRO. Pero en un oficial, en un militar, el deber ahoga la voz de la conciencia. Un ciudadano no debe, no puede desechar sus consejos; un militar no tiene conciencia. Cuando jura a la faz de Dios y de los hombres ser fiel a sus banderas, no tiene ya duda sobre sus deberes; fidelidad y conciencia hasta exhalar el último aliento... ¡Conciencia! El soldado no tiene conciencia, y si la tuviera ¿Podría ver con complacencia una victoria comparada con la sangre y la vida de sus semejantes? [...]

ERNESTO. En cualquier ocasión en que se luche entre la libertad y la tiranía, no vacilaré un momento, volaré en defensa de la primera a combatir la tiranía; porque la detesto (Minvielle, 1912, pp. 103-105).

Esta plática, además de reflejar la perspectiva del autor frente a la obediencia ciega que debe tener un miembro del ejército, intenta desestabilizar la posición hegemónica del discurso marcial. Discurso estrictamente jerarquizado que no permite el cuestionamiento sobre lo que significa la guerra. Así, Minvielle invita a la reflexión del hombre ilustrado, el cual no debe vacilar en el elegir entre la libertad y el despotismo; demostrando de paso que el soldado puede tomar conciencia de sus actos y deshacerse del juramento que le hizo a su bandera cuando estime que es cuestionable. La traición a la patria, desde el enfoque del autor, no existe. Solo puede existir la traición a sí mismo, a sus propios valores; posición que se opone a lo que socialmente está establecido.

Don Pedro representa el discurso tradicional de la milicia y los valores autoritarios-disciplinarios del Estado. Este designa a los hombres del gobierno, con sus funciones y obligaciones, como los elegidos del pueblo que pueden llamar a la guerra cuando les estime conveniente, pues ellos son los «únicos responsables ante el cielo y ante los pueblos cuyos destinos rigen» (Minvielle, 1912, p. 105), justificando el esquema que propone Michel Foucault (1992) de «dominación-represión» o «guerra-represión» que levantan algunas naciones sobre otras. Dentro de este engranaje Estado-milicia, el soldado se conformaría como un instrumento pasivo que ejecuta las órdenes de sus superiores y que responde a los discursos disciplinarios de la institución. Si un soldado o un oficial se deja llevar por una conciencia que critica sus acciones en medio de la contienda de la guerra, piensa Don Pedro, significaría el adiós a la patria, al honor, a las naciones y «el cosmopolitismo estaría en boga y la traición sería premiada» (Minvielle, 1912, p. 105). Esta aprensión se deja escuchar en un contexto bélico donde las naciones, más que nunca, necesitan del compromiso de sus jóvenes guerreros hacia su «madre-patria» y hacia su «padre-Estado». Ernesto, como buen «hijo-héroe», precisa liberarse tanto de la «madre-patria» y del «padre-Estado». En palabras de Fernando Savater, debe «cancelar la vieja deuda con el pasado y engendrarse de nuevo a sí mismo» (1981, p. 116). De ahí que el protagonista de la trama encuentra un nuevo útero en la América hispana libre, donde la pasión de la igualdad universal y la tarea social por la que lucha nacen tatuadas en su nuevo yo. De esta forma, demuestra su turbulento sentimiento revolucionario.

Conclusiones

El teatro chileno de la primera mitad del XIX es utilizado como un medio para excitar sentimientos patrióticos. La dramaturgia nacional de este periodo retrata la incitación hacia la libertad y el sentir nacional que está despertando en toda Hispanoamérica. Por esa misma razón, los primeros dramas tienen una relación directa con la guerra de la Independencia, la cual exhibe la hostilidad hacia el adversario, el odio, la enemistad y la consiguiente destrucción «justa y necesaria». Este discurso político de la guerra es endulzado con una intriga amorosa, la cual intenta relacionar la trascendencia del amor -espiritual y carnal- con la relevancia de la patria; dejando siempre en claro que el éxito del primer amor, el de los amantes, no puede concretarse sin el segundo, el amor por la patria libre.

Asimismo, podemos dar cuenta que el pretexto de la guerra en la dramaturgia nacional tiende a abordase desde la figura femenina (La Camila o La patriota de Sud-América como en La hija del sur o La independencia), seguida de la masculina (Ernesto), en que ambas figuras dan cuenta de la afirmación del discurso bélico. Con sus distintos matices, los personajes muestran los propósitos ideológicos de la guerra, cómo se hace (preparación, organización, táctica y estrategia), la importancia armamentista y económica, los valores de la institución militar (o la caída de estos), el deseo, la supervivencia, la deshumanización, el sacrificio del individuo y las secuelas psicológicas y morales que la guerra deja de herencia en los espacios sociales.

Así, el tópico dramático de la guerra toma prestado el pasado histórico como excusa, evaluando las consideraciones estéticas, discursivas e históricas. De esta forma, Camilo Henríquez, Manuel Magallanes y Rafael Minvielle exponen, por una parte, las diversas causas que justifican o recriminan la violencia bélica, y, por otra, la estetización de la guerra sobre la escena, la cual obedece a la representación directa de la guerra (acción y narración del choque confrontacional) o a la materialización indirecta de esta (consecuencias físicas y psicológicas), sobre los sujetos y la sociedad. Finalmente, estos dramaturgos siguen una línea clásica (histórica-simbólica) del discurso patrio/revolucionario y del arquetipo del héroe épico/ subversivo.

Agradecimientos

Becas Chile, Conicyt.

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1Este artículo forma parte de la tesis doctoral La guerra en la dramaturgia chilena (2014).

2Nos referimos esencialmente a los estudios de Domingo Piga y Orlando Rodríguez (1964), Mario Cánepa (1966), los diversos artículos publicados en la Revista Apuntes de la Universidad Católica de Chile, en especial el número 81 (1983), y el libro de María de la Luz Hurtado (1997).

3Después de la independencia, la Virgen del Carmen se asocia con la nacionalidad y el Estado, y su imagen aparece acompañando el destino de Chile. «Debido a los favores que ella había prestado y seguía prestando a la Patria, se originó un natural sentimiento de gratitud por parte de los chilenos. La Virgen del Carmen se convertía así en un agente cohesionador y legitimador de la nación chilena. Desde las guerras de la independencia su imagen no sólo sirvió a fines estrictamente piadosos, sino que se convirtió también en emblema nacional» (Hevia, 2010, p. 36).

4Entre ellas se destacan Aristodermo de Miguel Cabreras Nevares, estrenada en 1823; El abate seductor, arreglado por José Joaquín de Mora, estrenada en 1827; y La nona sangrienta de Aniceto Bourgeois, estrenada en 1841.

5En este periodo se estrenan numerosas piezas, las cuales intentamos ordenar por categorías de tragedia, sainete, comedia y melodrama. 1) Tragedias: Catón de Utica, de Joseph Addison, traducida por el argentino Bernardo Vélez; Roma Libre, Eteocles y Polinice, Los hijos de Edipo, de Vittorio Alfieri (traducidas por el español Antonio Saviñón); Otelo, de Shakespeare, versión de Teodoro de la Calle (quien se basa en una mala transcripción de Jean-François Ducis); Guillermo Tell, de Antoine-Marin Lemierre, traducida y arreglada por Luciano Comella; El triunfo de la naturaleza, de Luis Ambrosio Morante (basada en la transcripción del poeta portugués Vicente de Acuña); Aristodemo, del español volteariano Miguel Cabrera Nevares; Aristodemo, de Vincenzo Monti (traducida y arreglada por José Joaquín de Mora); Dido, del escritor argentino Juan Cruz Varela; Zaire y Merope, de Voltaire (traducida de un verso suelto por Ventura Blanco Encalada); El Duque de Viseo, de José Manuel Quintana. 2) Sainetes: El abate seductor, El marido ambicioso, arreglado por José Joaquín de Mora. 3) Comedia: El diablo predicador, de Luis Belmonte; El más negro prodigio, de Francisco de Robles. 4) Melodrama: Treinta años o la vida de un jugador, de Ducange; El abate l’Epée, de Jean Nicolás Bouilly (traducción del español Juan Manuel Estrada); El hijo del sud, Túpac Amaru o La revolución de Túpac Amaru (anónimo), arregladas por Morante, y algunas obras famosas del teatro español (Pereira Salas, 1974; Peña, 1912; Hurtado, 1997; Pradenas, 2006).

6La hija del sur o La Independencia (1823) y La chilena (1827), de Manuel Magallanes, son obras que se perdieron. Solo se tiene un mayor conocimiento de la primera por el análisis y resumen literal que hace el crítico Nicolás Peña (1912), y de la segunda, por la crítica de la época.

7Paradójicamente, y casi cumpliendo un poco más de dos siglos, esta obra es sacada del baúl y apartada de las críticas de antaño para ser montada y modificada dramatúrgicamente por primera vez. La nueva versión de La Camila queda bajo la dirección del dramaturgo y director chileno Ramón Griffero, quien en su pieza Chile BI-200 (2008) realiza una mixtura de cuatro obras nacionales: La Camila o La patriota de Sud-América (1817), de Camilo Henríquez; La independencia de Chile (1865), de José Antonio Torres; La batalla de Tarapacá (1883), de Carlos Segundo Lathrop; y La república de Jauja (1889), de Juan Rafael Allende, impulsado por el bicentenario nacional (1810-2010).

8Dicha idea, a nuestro parecer, no es tan descabellada —dejando de lado el prejuicio sexual—, pues Henríquez demuestra una capacidad de desdoblamiento. Sus personajes son proyecciones de mismo: Henríquez / Camila; Henríquez / Yari; Henríquez / Cacique; y Henríquez / Diego.

9Algunas de sus traducciones durante ese año son: de Dumas padre, Teresa por Andrés Bello, Antony por Rafael Minvielle, Pablo Jonas por Santiago Urzúa; de Victor Hugo, Hernani, por Minvielle; de Soulié, El proscrito, arreglado por José Victorino Lastarria; de Racine: Ifiginea, por Salvador Sanfuentes. Igualmente se representan Catalina Howard, Ricardo Darlington, Enrique III, de Dumas; Angelo, tirano de Padua, de Victor Hugo; Macías, de Larra; Los amantes de Teruel, de Hartzenbusch; El trovador y El paje, de García Gutiérrez. Los textos traducidos son representados por la compañía de Hilarión Moreno, actor y director argentino, que en 1840 introduce las primeras representaciones del teatro romántico europeo en conjunto con los actores argentinos Máximo Jiménez y Juan Casacuberta, y la actriz peruana Toribia Miranda (Peña, 1912).

Fuente de financiamiento: Beca Presidente de la República (MIDEPLAN) / Becas Chile, Conicyt. Gobierno de Chile.

Citar como: Faúndez Carreño, T. (2024). La guerra de la Independencia en la dramaturgia chilena del siglo XIX. Desde el Sur, 16(4), e0061.

Recibido: 21 de Marzo de 2024; Aprobado: 17 de Junio de 2024

* Autora corresponsal: Tania Faúndez Carreño, Universidad del Bío-Bío. Chillán, Chile. Correo:tfaundez@ubiobio.cl

Tania Faúndez Carreño

es actriz, directora, docente e investigadora teatral. Título de actriz de la Universidad de Chile y doctora en Estudios Teatrales por la Universidad Autónoma de Barcelona. Es académica del Departamento de Artes y Letras de la Facultad de Educación y Humanidades de la Universidad del Bío-Bío (Chile). Sus líneas de investigación son las dramaturgias de la guerra y el teatro aplicado. Forma parte de la Red Internacional de Investigadores Teatrales Latinoamericanos y Europeos (RIITLE).

Contribución de autoría:

Tania Faúndez Carreño cumplió con todas las funciones CRediT.

Potenciales conflictos de interés:

Ninguno.

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