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Desde el Sur

versión impresa ISSN 2076-2674versión On-line ISSN 2415-0959

Desde el Sur vol.16 no.4 Lima oct./dic. 2024  Epub 31-Oct-2024

http://dx.doi.org/10.21142/des-1604-2024-0063 

Artículos

La construcción del «otro» desde la «aporofobia» en dos relatos de Mariana Enríquez

The construction of the «Other» from «aporophobia» in two tales of Mariana Enríquez

Abraham Vargas Bautista1  * 
http://orcid.org/0000-0002-8800-5089

1 Universidade Federal do Pará. Belém, Brasil. abrahamvbster@gmail.com.

RESUMEN

Este artículo analiza los cuentos «El carrito» del libro Los peligros de fumar en la cama y «El chico sucio» que corresponde al volumen Las cosas que perdimos en el fuego, en los cuales se evidencia una relación tensa entre sujetos de distintos estratos económicos. Para el análisis de estos relatos se hace uso del concepto de «aporofobia» enunciado por Adela Cortina, quien propone el término para hacer visible un problema social que se está acentuando en Europa producto de la llegada de inmigrantes que arriban en busca de mejores condiciones de vida. Los cuentos trabajados en el presenta artículo presentan sujetos marginales y empobrecidos con características grotescas o monstruosas, como estrategia narrativa para indagar en esa incapacidad de entendimiento de grupos sociales que pueden confluir en un mismo espacio, que aún así están muy distantes.

Palabras clave: Mariana Enríquez; otro; aporofobia; cuerpo

ABSTRACT

This paper analyzes the tales «El carrito» from the book Los peligros de fumar en la cama and «El chico sucio» that corresponds to the work Las cosas que perdimos en el fuego, in which a tense relationship between subjects of different economic strata is evidenced. For the analysis of these stories, the concept of «aporophobia» enunciated by Adela Cortina is used, who proposes the term to make visible a social problem that is accentuating in Europe be-cause of the arrival of immigrants who arrive in search of better living conditions. lifetime. The stories worked on in this paper present marginal and pauperized subjects with grotesque and/or monstrous characteristics as a narrative strategy to investigate that inability to understand social groups that can converge in the same space, which are still very distant.

Keywords: Mariana Enríquez; Other; aporophobia; body

Mariana Enríquez ha sido apodada la «Princesa del Terror» por el diario La Nación; eso determina unas líneas de lectura sobre su obra, asociada siempre a la literatura de género. El propio personaje que Enríquez ha construido de sí misma, gracias a la prensa literaria y cultural, y a las diversas charlas que ha ofrecido para hablar del terror y lo gótico en sus relatos, así como de los maestros del género y sobre cómo estos han influido en su obra, nos encasilla al momento de explorar otros abordajes sobre su narrativa.

Terror, sujetos marginales y grotescos en la narrativa breve de Mariana Enríquez

En relación con el género cultivado por Enríquez, conviene traer a mención un artículo de María Angélica Semilla Durán (2018). En dicho texto se analizan los libros de cuentos Los peligros de fumar en la cama y Las cosas que perdimos en el fuego, los cuales son catalogados como híbridos, debido a que en ellos confluyen aspectos de los géneros del terror y lo fantástico. Por otro lado, Semilla, en «Fantasmas: el eterno retorno», plantea que en los relatos de Enríquez se actualizan o potencian figuras clásicas de la literatura de género, como son la del fantasma, la del monstruo o la de la bruja. Por la extensión del documento, la autora centrará su análisis solo en la figura del fantasma, la cual es imposible de desligar de la historia argentina de la década de 1970. Para Semilla -y también para Enríquez-, esos fantasmas que plagan las páginas de los libros referidos no son otros que los desaparecidos, asesinados y torturados por la dictadura que aún hoy siguen buscándose para poder enterrarlos.

Por otro lado, tenemos el estudio de Juana Ramella (2019), donde se analizan dos cuentos del libro Los peligros de fumar en la cama «El carrito» y «La Virgen de la tosquera». La investigadora propone que los discursos contrahegemónicos contribuyen a la construcción del terror o del horror en los relatos estudiados. Ramella sostiene que el terror es ejercido porque quien está en una posición privilegiada, y que esta situación se invierte en la narrativa de Mariana Enríquez, pues el terror se ejerce de abajo hacia arriba. Y será en esta inversión del orden social donde se sustenta lo novedoso de la narrativa de Enríquez.

Otro estudio relevante nos lo trae el poeta chileno Marcelo Rioseco (2020), quien señala que en la obra de Mariana Enríquez se exponen diversos problemas sociales (tales como violencia contra la mujer, la soledad, patologías psicológicas, drogadicción, etc.), pero todo ello no hace que su narrativa sea realista. Para Rioseco, la realidad social latinoamericana retratada en la obra de la autora se subordina a lo gótico, a los elementos fantásticos y al terror.

Para Alejandra Amatto (2020), la narrativa de Enríquez pone en jaque a las clásicas categorías de la teoría literaria latinoamericana. Se cuestiona en este estudio el empleo de la categoría de «transculturación» para leer las obras de las narradoras contemporáneas Mariana Enríquez y Liliana Colanzi. En el escenario editorial actual, los libros llegan más rápido a los lectores y críticos; asimismo, las nuevas tecnologías de información están permitiendo una rápida difusión de todo tipo de géneros literarios. La consagración y el reconocimiento de diversas autoras frente a un público masivo se puede dar de forma inmediata. Asimismo, las redes sociales contribuyen a crear una relación más próxima entre narradoras y lectores. Según Amatto (2020, p. 209), la pluralidad de géneros literarios que tiene lugar en América Latina, hoy, exige que la crítica se centre en «comprender el fenómeno literario en todas sus aristas interdisciplinares» y que evite concentrar sus esfuerzos en establecer clasificaciones rigurosas. En este contexto, Amatto ensaya la categoría de «literatura del descontento realista». La expresión «descontento realista» adquiere, aquí, un doble sentido: 1) «descontento realista» en cuanto insatisfacción de narrativas de corte realista, y 2) «descontento realista» como insatisfacción de la realidad social. En tal sentido, la categoría propuesta se estaría refiriendo a un corpus de obras no realistas (por ejemplo, fantástico-terrorífico) que abordan contextos sociales que generan desagrado e interpelan al lector por medio de una crítica social que Mariana Enríquez teje magistralmente en sus cuentos.

Continuando con las relaciones entre la narrativa gótica y lo social y político, encontramos un análisis del cuento «El chico sucio», en el cual se plantea la existencia de dos planos: uno real y objetivo, y otro construido por los discursos de los personajes. En este segundo plano será donde surja el terror, pues en esos discursos aflorarán las creencias populares de los personajes, sobre las que se forman los miedos (De Freitas y Pereira, 2020).

Para cerrar este recuento de estudios sobre la narrativa breve de Mariana Enríquez, tenemos un artículo que analiza el problema de la infancia y de cómo la autora reescribe este tema. El texto en cuestión está a cargo de Carmen Álvarez Lobato (2022), y en él se analizan cinco relatos de Las cosas que perdimos en el fuego. Para Álvarez destaca el hecho de que en estos cuentos se rompa con la mirada de la «niñez angelical»; pues Mariana Enríquez presenta niños enajenados por la sociedad y que pueden ser perversos. Por otro lado, se resalta que la narradora argentina ponga en el centro de sus relatos a personajes monstruosos, pero no para aterrar con sus deformidades físicas o morales, sino para mostrarle al lector una realidad ajena y distinta, pero que convive con la cotidiana.

La aporofobia y el discurso de la otredad

Si bien queda claro que la narrativa breve de Mariana Enríquez está plagada de elementos propios de la literatura de género, no hay un consenso en la crítica sobre si dichos elementos son el centro mismo de su literatura o son un marco para hablar de temas políticos y sociales. Lo que sí es unánime en cuanto a los discursos interpretativos sobre su obra es que esta se caracteriza por la construcción de la otredad. Los personajes grotescos que invaden las páginas de sus libros de cuentos están ahí para mostrar esa otra realidad que es invisible para quienes no se ubican en los márgenes de la sociedad.

Tzvetan Todorov, en su clásico libro La conquista de América. El problema del otro (1998), analiza la construcción de los nativos americanos por parte de Colón y explica cómo «el otro» se construye a partir del «yo». Todorov indica que en la nueva realidad que Colón experimenta, este analiza las cosas o situaciones según su conveniencia, y aclara que el navegante no está interesado en buscar la verdad, sino en confirmar una que el posee de antemano.

Colón interpreta a las nuevas sociedades desde sus valores culturales, a los cuales considera no como superiores sino como únicos, y, hasta cierto punto, como naturales. Su finalidad es convertir en la fe católica y empieza a observar características, en los indígenas, que puedan ser compatibles con la fe. Asimismo, Todorov (1998) expone la apatía de Colón en conocer la cultura de los indígenas, el explorador no reconoce diferencias en los nuevos individuos. La desnudez de los indígenas significa para este personaje, la ausencia de cultura. Según la tradición cristiana el cuerpo empieza a cubrirse tras la expulsión del paraíso, que coincide con el origen de la identidad cultural (Todorov, 1998).

Ese «otro» que se configura en los relatos de Mariana Enríquez es el pobre que surge en un mundo que le es ajeno y aterra a quienes formarían parte de la sociedad hegemónica. A continuación, reproduciremos unas palabras del texto Aporofobia de Adela Cortina (2017, p. 9), que son, en buena cuenta, el punto de partida de este estudio:

Ciertamente, la historia humana consiste, al menos en cierta medida, en ir poniendo nombres a las cosas para incorporarlas al mundo humano del diálogo, la c onciencia y la reflexión, al ser de la palabra y la escritura, sin las que esas cosas no son parte nuestra.

Si bien Cortina se refiere a objetos y a realidades no materiales, consideramos extensiva dicha reflexión a los seres humanos. No en vano el nombre es algo que se piensa semanas o, incluso, meses antes del nacimiento de alguien. Y conocer el nombre de una persona nos permite hablar de y sobre ella con otros.

En este texto analizaremos dos cuentos de la escritora argentina Mariana Enríquez: «El carrito»1 (Los peligros de fumar en la cama) y «El chico sucio»2 (Las cosas que perdimos en el fuego). El detonante de la historia en ambos relatos es un sujeto marginal (pobre extremo) que irrumpe en un espacio que le es ajeno: un anciano indigente atraviesa con un cargamento de cachivaches viejos por un barrio de clase media, generando la ira y la desgracia de los vecinos («El carrito»), y un niño arisco y sucio ingresa en el universo privado de una mujer de clase media («El chico sucio»).

Proponemos que los personajes de nuestro interés han sido construidos sin identidad por su condición de indeseables. El repudio y la animadversión contra el pobre se da por su inoperancia dentro de lo que Adela Cortina (2017) denomina el «principio del intercambio»3. Para José Manuel Silvero (2014), la mancha real (suciedad) y simbólica (pobreza económica y/o moral) identifica a los remanentes sociales y los ubica en la periferia para que puedan ser olvidados.

Antes de continuar con la exposición de los límites de nuestra lectura, consideramos pertinente indicar los motivos por los cuales optamos por analizar estos relatos. Ambos se emparentan, en principio, por el tipo de personaje que desencadena la acción: un sujeto marginal (pobre extremo), sin el cual, no habría nada que contar. Tanto el anciano del carrito, como el niño sucio, carecen de voz propia, y son presentados y configurados desde la perspectiva de una narradora-protagonista.

Estos personajes, sobre los que se estructura la narración, carecen de nombre propio, y los narradores se refieren a ellos mediante calificativos despectivos que destacan una cualidad despreciable que se preferiría evitar (o ignorar): en el caso de «El chico sucio» es evidente que la narradora repara en la suciedad, aunque la mácula no es solo física, sino también moral; en el relato «El carrito», se identifica al anciano como el villero4, término que tiene toda una carga peyorativa.

Planteamos que la ausencia del nombre sirve para poner una barrera simbólica contra el pobre. Esta barrera genera una relación asimétrica con dicho grupo social: permite que un cierto sentimiento de empatía vaya de «nosotros» hacia «ellos»; e impide la formación de un vínculo afectivo real, que, de formarse, «nos contaminaría» física y moralmente. Asimismo, es importante mencionar que el acto de nombrar -otorgar un nombre- es una institución que crea la identidad social, la que a su vez garantiza la existencia del individuo (Bourdieu, 2011). Y es que un nombre propio, más que un significante arbitrario, encierra una serie de significaciones sobre una realidad específica (Bourdieu, 2011; Lacan, 1964). Por otro lado, si se les atribuyese un nombre a los personajes en cuestión, se les estaría dando un lugar en la sociedad, lo cual contradice la lógica de los relatos, que es mostrar personajes marginados y excluidos de toda institución social.

Entonces, no darle un nombre propio a un personaje es una forma de condenarlo al olvido social. Advertimos que lo que es relegado u ocultado es lo inservible, lo que genera rechazo o repudio; también, aquello que nos hace sentir amenazados, e, incluso, lo que nos avergüenza. La expulsión de la vida social es la consecuencia de la pérdida o ausencia de reputación. Sin embargo, este acto no es solo consecuencia de las diversas taras sociales (aporofobia, xenofobia, etc.), sino que también es un mecanismo de protección ante una falsa amenaza, que sería la posibilidad de contagiarnos de la impureza física y moral del pobre, una amenaza que habita en nuestros prejuicios.

Siguiendo los lineamientos de Cortina y Silvero, organizaremos nuestro estudio en tres etapas: 1) primero nos detendremos en observar cómo los narradores de los relatos expresan el primer encuentro con los sujetos invisibilizados por el estigma de la pobreza; 2) en segundo lugar, expondremos las evidencias de que efectivamente a estos individuos no se les ha atribuido un nombre, y solo son referidos mediante epítetos despectivos; 3) finalmente, atenderemos el asunto de la reputación y su función en la convivencia social de los mundos representados en los cuentos escogidos para este análisis.

Para que nuestro análisis pueda ser comprendido correctamente es pertinente detenernos en los conceptos de «reputación» y «prestigio» tal como son concebidos en Aporofobia (Cortina, 2017) y Suciedad, cuerpo y civilización (Silvero, 2014), respectivamente. Cortina define la reputación como el valor que los otros nos atribuyen. Esa valía dada desde el exterior es directamente proporcional al nivel de utilidad de nuestras acciones en la convivencia social. Por lo tanto, la reputación nos permite ser parte de una comunidad (Cortina, 2017). En tal sentido, es lógico que esta sea utilizada para promover conductas en beneficio del grupo. La pérdida de la reputación trae consigo la vergüenza de saberse rechazado por los demás miembros. Entonces, la turbación del ánimo y el deseo de reputación se constituyen como los elementos que garantizan la cohesión grupal en el tiempo.

Silvero (2014), por su parte, entiende el prestigio como el origen del poder, pero sus reflexiones giran en torno al cuerpo y la coacción que este ha sufrido por los procesos de control propios de la higienización. Para que el cuerpo exista o permanezca es necesaria la ingesta de alimentos; por lo tanto, quien brinda comida está contribuyendo a la creación y el fortalecimiento del cuerpo, y también, ganando prestigio (Silvero, 2014). Pero ¿por qué Silvero considera que dar comida es el origen del poder? Porque los cuerpos generados deberán, necesariamente, someterse a leyes creadas por instituciones. Se entiende, entonces, que el poder y el prestigio solo pueden existir en sociedad.

¿Rechazo a la pobreza o miedo de ser pobre? Aporofobia en «El carrito» y «El chico sucio»

A modo de introducción quisiéramos comentar algunos aspectos sobre el uso del artículo determinado «el» en los títulos de ambos textos. El uso de dicha partícula ayuda a que el lector pueda ubicarse, pues se le anticipa que se le va a hablar de una realidad única y concreta. En «El carrito», el sujeto que da sentido a la historia no es alguien del vecindario, sino externo, que simplemente está de tránsito. Para el lector, queda claro que estamos ante un sujeto que padece pobreza extrema, aunque no es del todo evidente que se trate de una persona sin hogar. La primera en notar su presencia es la madre de la narradora:

Mamá lo vio primero. Venía de la esquina de Tuyutí, por el medio de la calle, con un carro de supermercado muy cargado, y todavía más borracho que Juancho, pero se las arreglaba para empujar la basura acumulada, botellas, cartones, guías telefónicas. Se detuvo frente al auto de Horacio, tambaleándose. Hacía calor esa tarde, pero el hombre llevaba un pulóver viejo verdoso. Debía tener unos sesenta años. Dejó el carrito junto al cordón, se acercó al coche y, justo del lado que le quedaba mejor a mi mamá para verlo, se bajó los pantalones.

[...] El hombre que no llevaba calzoncillos bajo un mugriento pantalón de vestir, cagó en la vereda, mierda floja casi diarreica, y mucha cantidad; el olor nos llegó, apestaba tanto a mierda como a alcohol (Enríquez, 2016, s. p.).

La defecación del sujeto del carrito causa el asombro, el rechazo y el asco de los vecinos, y, también, la respuesta violenta de Juancho, el alcohólico del barrio que es invisibilizado por su condición de tal.

En el texto «El chico sucio» el sujeto que estructura la acción y la narradora, quien es una mujer adulta de clase media, viven en el barrio bonaerense de Constitución. Según refiere la propia narradora, dicho barrio fue hogar de la aristocracia porteña, pero en el presente de la historia es habitado por mininarcos, adictos descerebrados y travestis borrachas (Enríquez, 2017). En este ambiente marginal vive el chico que motiva el relato:

Frente a mi casa, en una esquina que alguna vez fue una despensa y ahora es un edificio tapiado para que nadie pueda ocuparlo, las puertas y ventanas bloqueadas con ladrillos, vive una mujer joven con su hijo. Está embarazada, de unos pocos meses, aunque nunca se sabe con las madres adictas del barrio, tan delgadas. El hijo debe tener unos cinco años, no va a la escuela y se pasa el día en el subterráneo, pidiendo dinero a cambio de estampitas de San Expedito (Enríquez, 2017, s. p.).

El chico sucio y su madre viven a la intemperie frente a una casa deshabitada. Un hogar no solo sirve de resguardo ante violencias humanas y climáticas, sino también que protege la intimidad de quienes ahí habitan. El chico sucio y su madre carecen de todo, hasta de intimidad.

Pero ¿qué hace visibles al anciano del carrito y al chico sucio? Al primero, la acción de defecar al aire libre; y al segundo, la cercanía física al hogar de la narradora (ella lo nota porque lo ve a diario). Entendemos el repudio a la acción de defecar y al objeto que de ella surge porque contradicen la historia de normalización que hay tras el control del cuerpo. Al respecto, José Manuel Silvero (2014) nos recuerda que el acto de defecar tal como lo concebimos hoy en día ha cambiado en el tiempo. Antes del siglo XVIII, la expulsión de las sustancias excrementicias de las fronteras corporales del ser humano no obedecía a un cronograma ni a un espacio cerrado que invisibilizara tal acción biológica. Debido a la coacción de la biología humana es que el filósofo paraguayo entiende que la trascendencia es «tener un lugar decente donde defecar y seguir sonriendo como todo cuerpo esperanzado» (Silvero, 2014, p. 22).

Tras la visibilización de los sujetos -por los motivos expuestos- reiteramos el hecho de que ni en la narración, ni en los diálogos se alude a sus respectivos nombres. Insistimos en la importancia simbólica de la omisión de dicha información en la construcción de los personajes. Es latente el deseo de no saber el nombre (o de no interesarse por saberlo) ni de preguntar por dicha información. Si Cortina (2017) afirma que la palabra es acción y no un llamado a realizar algo, en referencia a los agravios verbales contra cualquier ser humano, podemos concluir que la «no-palabra» con deliberada consciencia de omisión es una acción en sí misma sobre la cual hay que indagar sobre su significado.

En «El carrito» resulta comprensible la ignorancia del nombre porque estamos ante un sujeto que solo está de paso, además, parece alcoholizado y no es capaz de articular palabras inteligibles, tal como lo indica la narradora al dar cuenta de la huida del sujeto, momento en que Juancho le arroja una botella: «El hombre, sobresaltado por el ruido, se dio vuelta y gritó algo, ininteligible. No supimos si hablaba otro idioma (pero ¿cuál?) O si sencillamente no podía articular por la borrachera» (Enríquez, 2016, s. p.).

En el otro cuento sí existe cierto vínculo entre la narradora y el chico sucio, y por ello sí resulta significativo que no se haya revelado el nombre del niño, pese a que la protagonista se lo preguntara, aunque sin mucho interés, pues al no obtener respuesta, no insistió en conocer dicha información. Cuando la narradora creía que el niño asesinado era su vecino dijo: «estaba segura de que el chico sucio era ahora el chico decapitado [...] ¡Por qué no lo cuidé, por qué no averigüé cómo sacárselo a la madre, por qué al menos no le di un baño! [...] ¿por qué al menos no quitarle la mugre?» (Enríquez, 2017, s. p.).

En este monólogo, la narradora se lamenta por no haber protegido ni aseado al niño sucio. No hay arrepentimiento por no haber averiguado su nombre, porque no importa. Su vecino solo ha cambiado de epíteto, de «sucio» a «decapitado». Ha pasado de un estado de impureza a uno de inexistencia. Si tomamos en cuenta que el nombre es un elemento que permite o facilita la evocación, su desconocimiento -sobre todo si este es deliberado- será un intento por olvidar, que es lo que se hace con lo que nos genera repulsión. Asimismo, «poner un velo entre “nosotros” y “ellos” nos reporta seguridad y confianza. La mancha se debe limpiar a cualquier precio, incluso negándola» (Silvero, 2014, p. 16). Así, revelar el nombre del chico sucio sería darle una identidad social, y en consecuencia otorgarle una serie de significaciones más allá de la suciedad. Tal como ya lo hemos indicado, el nombre propio no es un signo arbitrario, sino una etiqueta que singulariza una entidad; un nombre propio permite evocar una serie de ideas o significados que le corresponden a un individuo en particular.

Queda claro, entonces, que no atribuir un nombre propio a los personajes analizados en estos relatos no es una omisión menor, ni un simple recurso que refuerza su condición de sujetos marginales. La acción de no nombrar, o no indagar por el nombre, actúa como una barrera simbólica. Una barrera que separa el «nosotros» de «ellos», que divide a la sociedad entre quienes pueden asearse y los que no. José Manuel Silvero (2014) apunta bien el hecho de que la pulcritud no es solo la ausencia de la mugre, sino que también nos brinda una sensación de seguridad y orden, entendiendo «orden» como la cualidad de que todo ocupa en el mundo un lugar que le es suyo y propio. De ahí que la narradora de «El chico sucio» se molestara cuando Lala la ubica en su lugar de «mujer de clase media»: «-Qué sabrás vos de lo que pasa en serio por acá, mamita. Vos vivís acá, pero sos de otro mundo» (Enríquez, 2017, s. p.). Párrafos más adelante, la narradora dirá:

¿Existía algo así como servicios sociales en esta ciudad? Existía, sí, un número para llamar durante el invierno, para avisar si alguna persona que vivía en la calle estaba pasando demasiado frío. Pero yo no sabía mucho más. Me daba cuenta, mientras el chico sucio se lamía los dedos chorreados, de lo poco que me importaba la gente, de lo naturales que me resultaban esas vidas desdichadas.

La narradora se siente ofendida porque su amiga plantea una verdad inobjetable: su no-pertenencia al barrio Constitución. Tal afirmación -la de Lala- expone la imposibilidad de la narradora de establecer un vínculo afectivo con su entorno social. Y será justamente el sentirse descubierta lo que le genere molestia e incomodidad. En reflexiones sobre la sentencia nietzschiana «Nos las arreglamos mejor con nuestra mala conciencia que con nuestra mala reputación», Cortina (2017) concluye que el deseo de una buena reputación es un mecanismo de control de las conductas sociales. Entonces, la capacidad para discernir entre lo que es socialmente aceptable o no se construye desde el sentimiento de vergüenza que irrumpe ante la pérdida de la reputación (Cortina, 2017). Esto es lo que ocurre con la narradora de «El chico sucio» tras el comentario de Lala. La estilista y amiga de la narradora pone en evidencia la desconexión que hay entre esta última y su entorno. Lala, que es un personaje que funge de puente entre «la loca encerrada en la torre» y la realidad social de Constitución, ha logrado que su amiga sienta vergüenza al reconocerse como una «mujer de clase media que cree ser desafiante porque decidió vivir en el barrio más peligroso de Buenos Aires» (Enríquez, 2017, s. p.).

En relación con el asunto de la reputación, en «El carrito» nos centraremos en dos casos: el de Juancho, y el del anciano. En cuanto a la reputación de Juancho, este intenta conseguirla o recuperarla (en caso la haya tenido alguna vez). Este sujeto marginal y marginado, cuya presencia no suscita nada, tal como se infiere de una de las primeras líneas del cuento: «se paseaba por la vereda, bravucón, aunque ya nadie en el barrio se sintió amenazado, o incluso inquieto, por su presencia intoxicada» (Enríquez, 2016, s. p.). Juancho no forma parte del mundo social de su vecindario, y ello queda en evidencia porque pese a sus esfuerzos, es ignorado por sus vecinos.

Tal como hemos mencionado en párrafos anteriores, Juancho ha sido invisibilizado por su alcoholismo. Es decir, Juancho está excluido de la vida social de su barrio en el presente narrativo, ante lo cual opta por reintegrarse al grupo. La conciencia de Juancho determina que para cumplir su objetivo -la reinserción al grupo- debe restaurar su reputación, es decir, debe hacerse valioso para los demás (el valor social queda determinado por la utilidad). Entonces, volver a ser miembro del grupo -es decir, salir del olvido o de la exclusión- supondría una restitución de su utilidad, aunque para ello deba agraviar al anciano del carrito.

Tras la defecación del anciano, tal como ya lo hemos anotado, quien increpa de forma más airada es Juancho. Pese a que la acción no ha tenido lugar frente a la vivienda del personaje en cuestión (o cerca), este dirá:

-¡Negro de mierda! -le gritó Juancho-. Villero y la concha de tu madre, ¡no vas a venir a cagarnos en el barrio, negro zarpado!

Lo pateó en el suelo. Él también se manchó de mierda los pies, llevaba ojotas.

-Te levantás, conchisumadre, te levantás y baldeás la vereda al Horacio, acá no se jode, volvé a la villa, hijo de una remilputas (Enríquez, 2016, s. p.).

Es necesario reparar en las frases «¡no vas a venir a cagarnos en el barrio!» y «acá no se jode», pues marcan el sentimiento de pertenencia de Juancho al mundo social del vecindario. Por sus palabras y su acción iracunda, Juancho ha regresado a formar parte de ese universo simbólico que está conformado por sus vecinos. En esta escena donde el anciano es agredido física y verbalmente, solo interviene la madre del narrador para proteger a la víctima:

Mi mamá intervino. Todos la respetaban, especialmente Juancho, porque ella solía darle unas monedas para vino cuando le pedía; los demás la trataban con deferencia porque mamá era kinesióloga, pero todos pensaban que era médica, y la llamaban doctora.

-Déjalo en paz. Que se vaya y listo (Enríquez, 2016, s. p.).

Aquí destacamos dos aspectos: primero, el hecho de que la mujer solo protege al anciano, pero no expulsa simbólicamente a Juancho del grupo, no le resta autoridad, solo exige el cese de la violencia; y, en segundo lugar, el hecho de que la mujer goza de una mayor reputación que el resto de los vecinos, producto de un error de percepción sobre su profesión. El sujeto del carrito se disuelve en esta colisión de conciencias del que procura reputación, quien la ostenta y del que carece absolutamente de ella. El prestigio social es de suma importancia para la convivencia en comunidad y también para ocupar un lugar en la vida pública (Cortina, 2017).

En cuanto a lo dicho, podemos afirmar que al pobre extremo se le niega la interacción social, no por la ausencia de bienes materiales, sino por la de reputación. El prestigio social, tal como lo hemos indicado, se sustenta en la capacidad de ofrecer algo. No está de más indicar que socialmente hemos construido la falaz idea de que quien sufre de pobreza -y más si es extrema- no participa de la dinámica de reciprocidad propia de la sociedad contemporánea. El sujeto del carrito se encuentra en el extremo de la pobreza y de la pasividad. Pudiendo haber realizado su recorrido de forma inadvertida, se visibiliza al cometer la acción ya referida, la cual le sirve de impulso a Juancho para que pueda conseguir algo de reputación (o, al menos, así parece creerlo él). Se vuelve visible, mas no audible. Ser perceptible a la vista evidencia su impureza física, pero ser imperceptible al oído merma su humanidad. La voz es la expresión del pensamiento, un aspecto relevante en la construcción de lo humano. El anciano del carrito posee una voz que produce sonidos, pero no palabras. Por lo tanto, para los otros (los vecinos) el sujeto en cuestión carece de voz.

Conclusiones

La pobreza en ambos relatos aparece como un mal del cual es posible contagiarse; es casi como una enfermedad que se puede padecer y, por ello, se rechaza o repudia todo aquello que la pudiera atraer. Esto se hace más evidente en el cuento «El carrito», donde la villa, que solo es nombrada, representa ese mundo de pobreza al que nadie quiere pertenecer, es un lugar ajeno que resulta repugnante, y más para la clase media, que sería la más propensa a empobrecerse. En el caso de «El chico sucio», la protagonista se instala voluntariamente en un barrio marginal, pero de pasado aristocrático. La casa es una especie de frontera simbólica que impide el paso del horror y lo marginal al mundo de la protagonista, quien no se relaciona con sus vecinos. La pobreza se puede pegar en «nosotros»; por eso se busca mantener al pobre en el anonimato, como un mecanismo de protección.

Las narradoras de los relatos estudiados transmiten una visión sesgada porque están en una posición de observadoras que se compadecen del sujeto marginal que sustenta la trama, pero carecen de la intención de conocerlo. En tal sentido, solo podremos conocer al chico sucio y al anciano del carrito a partir de la mirada de las narradoras, que transmiten sus miedos y temores en relación con estos sujetos.

Finalmente, precisamos que, en ambos casos, los personajes marginales sufren un proceso de evaporación: una vez que son captados por la vista de la narradora, empieza una configuración monstruosa, y finalmente, desaparecen del mundo social, para instalarse en los recuerdos de las protagonistas.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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1Un anciano ingresa a un barrio de clase media arrastrando un carrito de supermercado lleno de trastes viejos, se detiene frente a la casa de uno de los vecinos y defeca. Uno de los vecinos (Juancho), le increpa de forma violenta por su acción, hasta que una de las vecinas defiende al anciano. Tras la huida del anciano, los vecinos de dicho barrio empiezan a caer en desgracia económica, algunos quedan sin trabajo, otros tienen negocios que son asaltados.

2Una mujer de clase media ha decidido vivir en el barrio bonaerense de Constitución, un lugar que había sido habitado por la aristocracia porteña, pero que tras la huida de los vecinos se convirtió en una zona tomada por delincuentes, indigentes y prostitutas. La narradora-protagonista tiene por vecino a una mujer joven y adicta que está embarazada, y que vive a la intemperie con su pequeño hijo (el chico sucio). Una noche la protagonista recibe la visita del chico sucio, quien estaba asustado porque su mamá no regresaba. La mujer se compadece, lo hace ingresar a su casa y le da de cenar. A los días, el niño sucio desaparece y, casi en simultáneo, encuentran el cuerpo de un niño que había sido mutilado y ultrajado. La protagonista se convence por algunos días de que el niño asesinado era el pequeño que ella había recibido en su casa aquella noche. El niño sucio nunca aparece, y la mamá del muchacho, ante los reclamos de la protagonista, solo atina a decirle que lo había dado a alguien, al igual que el bebé que llevaba en el vientre. Queda el desconcierto de la narradora de no saber a quién o a quiénes había dado a sus hijos y con qué finalidad.

3La filósofa española reconoce que nuestra sociedad es de tipo contractualista y cooperativa, donde la figura del homo económicas (quien busca maximizar su ganancia) debe ser reemplazada por la del homo reciprocans (quien tiene la posibilidad de reciprocar y cooperar). Una sociedad contractualista, según la autora de Aporofobia, se rige por el «principio de intercambio»; por lo tanto, quien no puede dar algo a cambio queda excluido. En tal sentido, el pobre se presenta como un problema, porque mientras el individuo promedio busca soluciones o ayudas, el que carece de todo solo representa un problema. El intercambio en una sociedad contractualista no debe ser directo; por ejemplo, con los impuestos que pagamos se hacen obras en ciudades de nuestro país que tal vez nunca visitemos.

4Habitante de una villa miseria (o simplemente villa), que es un barrio informal donde las viviendas y el sistema de saneamiento son muy precarios. El villero no es solo el sujeto que por carecer de recursos vive en estas zonas, sino igualmente alguien marginal y repudiado por la sociedad. El uso despectivo de dicho vocablo puede también aludir a ciertos vicios que se cree que son inherentes a quien padece de pobreza.

Fuente de financiamiento: Apoyo de la Coordenação de Aperfeiçoamento de Pessoal de Nível Superior, Brasil (CAPES), código de financiamento 001.

Citar como: Vargas Bautista, A. (2024). La construcción del «otro» desde la «aporofobia» en dos relatos de Mariana Enríquez. Desde el Sur, 16(4), e0063.

Recibido: 17 de Octubre de 2023; Aprobado: 02 de Febrero de 2024

* Autor corresponsal: Abraham Vargas Bautista, Universidade Federal do Pará. Belém, Brasil. Correo:abrahamvbster@gmail.com

Abraham Vargas Bautista es licenciado en Literatura por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Lima, Perú), magíster en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Federal de Integración Latinoamericana, y doctorando del programa de Letras de la Universidad Federal do Pará.

Contribución de autoría:

Abraham Vargas Bautista cumplió todas las fases CRediT.

Potenciales conflictos de interés:

Ninguno.

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