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Discursos del sur

Print version ISSN 2617-2283On-line version ISSN 2617-2291

Discursos del sur  no.10 Lima July/Dec. 2022  Epub Dec 31, 2022

http://dx.doi.org/10.15381/dds.n10.24407 

Dossier

La crisis de octubre en Chile: lecturas e interpretaciones

The October crisis in Chile: readings and interpretations

Eduardo Araya Leüpin1 
http://orcid.org/0000-0003-2012-9314

1 Pontificia Universidad Católica de Valparaiso. eduardo.araya@pucv.cl

RESUMEN

El presente texto tiene dos partes: la primera corresponde a un conjunto de reflexiones presentadas en el seminario binacional Elecciones Críticas y Movimientos Sociales, realizado de manera virtual, con profesores y profesoras de la Universidad de Santiago, la Universidad Católica de Lima y la Universidad Católica de Valparaíso en julio del 2021, que organizamos en conjunto con la profesora Carlota Casalino. La segunda parte del texto se refiere al desarrollo posterior de esos eventos, ocurridos hasta el tercer aniversario del llamado “estallido social” en Chile, en un contexto político radicalmente distinto al de octubre del 2019, que parece ser el cierre de un ciclo (con el tema constitucional aún pendiente por resolverse). El texto no contiene una tesis, es una especie de mosaico -de seguro incompleto- que enlaza la revisión de textos e interpretaciones con observaciones personales y proposiciones de explicaciones. Aspira a servir como material para discusión, no para proponer una conclusión, particularmente en la perspectiva de continuar el apasionante ejercicio del análisis comparado con nuestros colegas de Perú y eventualmente con algunos de otras latitudes que se quieran sumar.

Palabras clave: crisis; movimiento social; estallido social; Chile

ABSTRACT

This paper is divided into two parts: the first contains a series of discussions presented in the binational seminar for Critical Elections and Social Movements, which took place virtually with professors of the University of Santiago, the Catholic University of Lima and the Catholic University of Valparaiso in July, 2021, organized in collaboration with Professor Carlota Casalino. The second part of the paper addresses the further development of those events, taking place up to the third anniversary of the “social uprising” in Chile, in a radically different political context to the one of October, 2019, which seems to be the closure of a cycle (the constitutional issue yet to be resolved). The paper does not contains a thesis, rather it is a mosaic - certainly incomplete - that connects text revisions and interpretations to personal observations and explaining proposals. It aims to serve as food for thought, not to propose a conclusion, but instead to continue with the passionate exercise of the comparative analysis with our Peruvian colleagues and eventually with others from different latitudes that wish to join us.

Keywords: crisis; social movement; social uprising; Chile

“Diversas voces han ofrecido sus hipótesis y diagnósticos. Algunas de ellas se han caracterizado por contar con interpretaciones generales, asentadas sobre premisas a las que ellas mismas conceden indiscutido crédito. Sin embargo, tengo la impresión de que esas son las que más lejos están de entender lo que ha pasado y sigue pasando. Hay un rasgo que, creo, las caracteriza a todas, que las caracteriza por más o por menos, pero es un rasgo común. Sea su combustible el malestar, la arrogancia o la euforia, Dicho de otro modo, aplican al acontecimiento una plantilla conceptual previamente asegurada” PABLO OYARZÚN, “La fuerza de un acontecimiento”

“Como es que Chile, que creíamos que era la vanguardia, ha pasado a la retaguardia de América Latina […] El Partido Comunista, que se había encogido hasta ser casi marginal, es ahora el primer partido político del país conducido por aguerridos jóvenes de ambos sexos que sueñan con una economía estatizada, que arruinaría una sociedad que, parecía, iba a ser la primera en América Latina en acabar con el subdesarrollo. […] El Partido Comunista y los revolucionarios y anarquistas del Frente Amplio, y sus jóvenes furibundos, parecen tener el futuro inmediato conquistado”. MARIO VARGAS LLOSA, en El País

1. La secuencia de la crisis y algunos datos básicos

Es posible que muchos liberales como Vargas Llosa en diversos lugares del mundo se sigan preguntando qué pasó a partir de octubre del 2019 en Chile y qué ha pasado hasta los eventos posteriores de la elección de una Convención Constituyente, con rasgos un tanto sorprendentes (paridad de género, escaños reservados para comunidades indígenas y la posibilidad de que independientes compitan en listas propias), una elección presidencial polarizada y finalmente el contundente rechazo al proyecto ofrecido al país por la Constituyente. Cuando se desencadenaron los acontecimientos el 18 de octubre del 2019 y su carga de violencia, en amplios círculos políticos, empresariales y también en buena parte del mundo académico los eventos de octubre fueron una absoluta sorpresa. La primera respuesta fue no lo vimos venir, sin embargo, había señales sobre tensiones que se acumulaban en el tiempo como fuerzas tectónicas antes de un terremoto. Lo que posiblemente nadie previó adecuadamente fue el nivel de violencia con que esa acumulación de tensiones finalmente se expresó.

Algunos en el futuro recordarán los eventos de octubre y meses posteriores como el momento épico de su propia generación, como lo refleja un grafiti repetido en incontables muros de muchas ciudades en Chile: “Hasta que la dignidad se haga costumbre”. Otros recordarán esos eventos como un gran desborde de violencia. Con el paso del tiempo, incluso la terminología que hemos usado para describir lo que ocurrió, ha tenido variaciones. Si el 2020 se naturalizó el término estallido social, el cambio político operado tras el plebiscito de septiembre ha llevado a que ahora muchos se refieran a ese proceso simplemente como revuelta.

No hay en la historia reciente de Chile eventos comparables en los niveles de violencia y destrucción a lo que aconteció entre octubre y diciembre del 2019, y que se extendió a casi todas las ciudades de Chile. Tampoco en su extensión o capilaridad. Mi generación, es decir, la de aquellos que hacia 1973 estábamos por cumplir 18 años, la simbólica edad para transformarnos en ciudadanos según las normas electorales, tenemos por cierto la memoria de otra época también violenta: la de los dos últimos años del Gobierno de Allende, Pero esa era una violencia distinta, tenía un contenido político específico y dirección, nunca fue anómica y nunca se tradujo en saqueos o incendios de propiedad pública o privada. Esa violencia tenía una explicación y una racionalidad ideológico-política. Sobre la violencia posterior a septiembre de 1973 en Chile, no es necesario extenderse.

Los datos oficiales a febrero del 2020 sobre los hechos de violencia en Chile indicaban 30 muertos, 3583 heridos, de ellos 300 casos de daño ocular (consecuencia del uso de perdigones por parte de la policía), 18 000 detenciones, 1000 saqueos, 2400 policías lesionados, 63 buses quemados, 77 estaciones de metro dañadas o quemadas, 20 000 personas fueron formalizadas por el Ministerio Público por desórdenes. El Ministerio de Hacienda estimó en 3000 millones de dólares en daños y un impacto en el 2 % del PIB. Economía estimó que 6800 empresas habían sido afectadas por cierres forzosos, incendios o vandalismo (Aldunate 2020). Sin embargo, no solo hubo violencia. La manifestación más multitudinaria, el día 25 de octubre, la que movilizó más de un millón de personas en Santiago y varios cientos de miles en ciudades de regiones, fue absolutamente pacífica.

Sobre los pormenores de los hechos ocurridos entre el 18 de octubre y el acuerdo político del 15 de noviembre del 2019, no es necesario extenderse. Al respecto, hay varias crónicas (Landaeta y Herreros 2021). El Gobierno de Piñera utilizó diversos recursos para recuperar el control de la situación (entre ellos, traspasar el control del orden público a las Fuerzas Armadas), pero ninguno funcionó. Más aún, hubo varios momentos críticos en donde el Gobierno de Piñera pareció estar al borde del colapso y eso era lo que ciertos sectores políticos esperaban, y aunque no es necesario hacer el relato pormenorizado de los hechos, es importante consignar dos. Para el 12 de noviembre, el Gobierno de Piñera llegó a la conclusión de que no podía volver a sacar a los militares a las calles y que se requería un acuerdo político que permitiera un cambio constitucional y el día 15, finalmente, con la concurrencia de la mayor parte de los partidos políticos se logró ese acuerdo, lo cual permitió descomprimir la situación de crisis.

Es importante consignar que sobre el tema constitucional había un debate ya antiguo y que existió un proceso amplio de consulta ciudadana durante el segundo Gobierno de Michelle Bachelet, pero este esfuerzo fue parcial y tardío, y finalmente el Gobierno de Piñera simplemente lo archivó. También es necesario precisar que el texto original de la Constitución del 80 había sufrido importantes reformas durante el Gobierno de Ricardo Lagos, y que la Constitución incluso ahora llevaba su firma. Pero para todos, a pesar de las reformas que eliminaron todos los enclaves autoritarios que tenía, seguía siendo “la Constitución del 80”, con un pecado de origen. Sin embargo, en la fragmentaria “agenda” de octubre, el tema constitucional no estaba, o si en algún grupo lo estuvo, era más bien marginal. Para cuando el Gobierno decidió abrir el debate constitucional, ya operaban muchos “cabildos ciudadanos” autoconvocados en donde personas comunes y corrientes junto con sus vecinos discutían y concordaban las transformaciones que anhelaban. También los alcaldes (jefes comunales) reunidos en la Asociación de Municipalidades habían anunciado una Consulta Nacional programada para el 7 de diciembre para que las personas se pronunciaran libremente sobre temas constitucionales y otros como salud y pensiones. En ese contexto, y después de tres días de intensas negociaciones entre representantes de partidos políticos de gobierno y oposición, se llegó finalmente a un acuerdo sobre un proceso para modificar o reemplazar la Constitución. El punto más complejo de la negociación fue sobre la composición de la Constituyente y el quórum de aprobación de las normas. Estas diferencias finalmente se zanjaron en 2/3 y plebiscito. Al acuerdo (por la paz social y una nueva Constitución) no concurrió la totalidad de los partidos; algunos no lo hicieron con el argumento de que no fueron convocados y otros simplemente porque no lo compartían. El argumento del Partido Comunista fue que este se hizo “de espaldas al pueblo”, sin embargo, la razón de fondo por parte de la izquierda radical era que ese acuerdo clausuraba la posibilidad de que el Gobierno de Piñera concluyera prematuramente por la vía del colapso. No deja de ser significativo que el entonces diputado Gabriel Boric suscribió personalmente el acuerdo, pero su partido Convergencia Social lo rechazó. Fue el único dirigente político que firmó solo a título personal. En los días siguientes las protestas continuaron, pero con menos masividad y menos violencia

2. Las explicaciones: entre lo social y lo político

No tenemos una buena explicación acerca de la multiplicidad de las expresiones y formas de una violencia que fue eminentemente anómica, lo cual no es tan raro, la historia reciente siempre es un campo de disputa que en este caso parece ser no solo ideológica, sino también generacional. Contra la explicación de una gran conspiración que se extendió por esos días en sectores de derecha y en el Gobierno, al menos hasta ahora las investigaciones judiciales sobre esos hechos no aportan evidencia alguna (Poduje 2020). Tampoco de que haya existido un movimiento social (homogéneo u orgánico). Hubo un conjunto abigarrado de actores sociales que confluyeron en expresar comportamientos o repertorios de acción colectiva abiertamente transgresores, que representaban también demandas sociales diferentes y divergentes: marginalidad urbana, género, movimientos ecologistas, anarquistas, militantes de izquierda desencantados de sus partidos, ambientalistas, animalistas, barras bravas del fútbol, lumpen, delincuentes comunes, bandas de narcos, y personas con demandas específicas tales como derechos de minorías, la baja calidad de las pensiones, la salud y la educación pública. Con la distancia que da el tiempo, podemos distinguir ahora diversidad de grupos y diferentes repertorios de acción colectiva. Por una parte, quienes participaban de movimientos sociales con demandas de cambio objetivables pero atomizadas y, por otra, grupos que desarrollaban comportamientos violentos y anómicos cuyos objetivos se limitaban a expresar conductas contrarias a toda forma institucional de autoridad y a las expresiones de una cierta cultura oficial. Esos grupos, en donde era difícil segmentar y distinguir orgánicas anarquistas del simple lumpen, eran los responsables de incendios de estaciones de metro o iglesias, y/o de la destrucción de monumentos y espacios patrimoniales (Poduje 2020). En los límites entre estos grupos se movían también personas comunes y corrientes (pescadores a río revuelto), que en medio de ese frenesí colectivo, en donde no había normas ni autoridad, podían participar en eventos violentos como saqueos de locales comerciales, especialmente supermercados y farmacias de grandes cadenas comerciales, pero alternativamente se saqueaba lo que se podía. El autor de este texto pudo observar de cerca algunos de estos eventos, a veces como una experiencia de observación participante intencionada, otras veces de manera absolutamente casual. Hubo dos rasgos que siempre le llamaron la atención: uno que pese a lo abigarrado de la multitud, la amplia mayoría de los participantes era jóvenes; lo segundo la heterogeneidad de las motivaciones que se extendían entre demandas de justicia, equidad, dignidad, la denuncia del Gobierno como dictadura, hasta un cierto carácter lúdico de poder desafiar impunemente todo tipo de autoridad, especialmente la de la policía. Mas allá de las motivaciones iniciales, transversalmente para muchos, la justificación de las acciones violentas era la represión de la policía, que particularmente entre octubre y noviembre fue absolutamente sobrepasada en su capacidad de controlar el orden público y que finalmente se tradujo en excesos y casos de violaciones a los derechos humanos. El “octubrismo”, además de provocar el deterioro de amplios espacios urbanos que aún no se recuperan, generó su propia estética y una iconografía propia recogida particularmente grafitis, rayados murales, performances (como las creaciones del grupo Las Tesis) y el uso de símbolos en las manifestaciones como banderas mapuches, banderas de Chile en color negros o el ícono de un mítico perro callejero negro ataviado con una pañoleta roja, conocido como Matapacos.

En el debate acerca de esta crisis circulan diversas hipótesis que mayoritariamente “hacen referencia fundamentalmente a dinámicas locales: primero, la desigualdad que Chile no ha logrado revertir; segundo, el empeoramiento de las expectativas económicas; tercero, la abismal fractura entre la esfera política y la sociedad. Las tres tienen abundante evidencia, por separado son ingredientes poderosos y combinados entre sí parecen un cóctel perfecto para una crisis” (Tohá 2020). Por de pronto, contra cierto provincianismo autorreferente, la crisis no es solo la crisis de Chile. Una parte al menos es reflejo de tendencias globales que han hecho que la democracia, tal como la hemos conocido, enfrente dificultades para resolver las demandas y temores de sociedades cada vez más fragmentarias y más “líquidas”.

Las políticas neoliberales ciertamente representan una parte en la causalidad de estos procesos, pero el fenómeno es sin duda más complejo. En el examen se debería incluir problemas como el impacto de fenómenos migratorios, cambios en el mundo del trabajo, el impacto de las redes sociales y la construcción de nuevas identidades, entre otros. Por otra parte, la palabra neoliberalismo se ha transformado en el ícono de algo que es per se negativo y cuya evocación ahorra cualquier tipo de explicaciones. Se ha transformado en parte del arsenal del lenguaje político que, como populismo o fascismo, sirven para denostar pero no para explicar.

La primera explicación, multiplicada hasta el infinito en medios de prensa y redes sociales, situó a la desigualdad de la sociedad chilena como causa de la protesta: «no fueron treinta pesos, sino treinta años» (la referencia al detonante: el alza del valor de los pasajes del Metro de Santiago, versus los años de gobierno de la Concertación). Los hechos de octubre serían, pues, el resultado de una sociedad con profundos problemas de inequidad y justicia distributiva; una sociedad que en vez de corregir la desigualdad la había acentuado en los últimos años. El problema de esa explicación es que no concuerda con la evidencia empírica. Los datos del PNUD y de la CEPAL evidenciaban que, entre 1990 y el 2019, la pobreza y la desigualdad en Chile, sea como fuere que se la midiera, había disminuido. La encuesta CASEN mostraba que la pobreza había disminuido en las tres últimas décadas desde casi un 50 % a menos de 10 %, y entre los años 2006 y 2017, desde 29.1 % a 8.6 % (Ministerio de Desarrollo Social y Familia 2019, 14), aunque la desigualdad (según el índice de Gini) había disminuido muy poco.

Este tipo de explicaciones además omiten dos problemas: 1) las personas, de manera colectiva e individual, se mueven por percepciones acerca de la realidad, no por evidencia cuantificable; 2) “que las desigualdades que más irritan a la sociedad chilena no son las brechas de ingreso, sino cómo estas se traducen en diferencias de trato. Es decir, el tamaño del bolsillo influye en el mayor o menor respeto que se recibe de la sociedad” (Tohá 2020). No se puede perder de vista que, aunque las demandas del movimiento social que emerge en octubre eran extraordinariamente fragmentarias, coincidían en temas como salud, educación y pensiones que tienen todas un fuerte componente de mercado en Chile, que diferencia las prestaciones según la capacidad de pago. Pero cuando se argumenta que el problema es simplemente el neoliberalismo, se omite que el país ha sido gobernado 24 de los últimos 30 años por Gobiernos de centroizquierda, con un relato bastante disímil del neoliberal.

Ese relato construyó una gramática de derechos sociales, de igualdad social, no discriminación, de inclusión. De hecho, “en Chile persisten grandes desigualdades, pero es una sociedad que se sacudió del conservadurismo que la caracterizaba, que se hizo consciente de sus derechos y que se tomó en serio la igualdad de derechos, que paradojalmente ha sido siempre la gran promesa de las revoluciones liberales. Ninguna de esas transformaciones sucedió espontáneamente, ni fue un efecto automático de los avances económicos. Fue el resultado de batallas políticas en las que esas concepciones fueron ganando terreno y transformándose en políticas públicas e instituciones” (Tohá 2020).

Desde otra parte de la sociedad, se pasó a explicar el octubrismo como consecuencia no deseada de un proceso de modernización, exitoso pero incompleto (algo así como ser víctimas de nuestro propio éxito). En efecto, la generación que se movilizó masivamente en esos meses es la generación con mayores niveles de educación en la historia de Chile y con mayor acceso al consumo, producto, en muchos casos de familias que habían pasado a constituir nuevos segmentos de clase media, que se había hecho cargo de las promesas del esfuerzo personal y la meritocracia como mecanismo de movilidad social, pero que veían frustradas esas expectativas que el discurso de las elites les había ofrecido. Seguían siendo parte Del baile de los que sobran, un hit del grupo Los Prisioneros de los años 80 y que se transformó en otro ícono de protestas sociales no solo en Chile, sino también en países como Colombia. Tal vez el mayor exponente de esta tesis es Carlos Peña, académico y columnista habitual en medios de prensa chilenos, quien sostiene que las “causas” del estallido:

serían más bien propias del malestar generado por la modernidad, malestar que estaría motivado a su vez por una suma de factores como la paradoja del bienestar (el malestar surgido una vez que las mayorías acceden tras grandes esfuerzos a bienes largamente anhelados que antes eran distintivos y otorgaban un estatus que se pierde cuando se vuelven masivos), el incremento de la vivencia de la desigualdad (que es percibida como una desigualdad inmerecida); el cambio generacional (la anomia que sufriría la generación nacida en los 90), el cambio de clivaje de la política (la desaparición de la estructura de clases como elemento orientador de las preferencias políticas, el debilitamiento de los vínculos sociales y la obsolescencia de ciertas estructuras de autoridad que estarían a la base del estallido, y por ende no sería una mera cuestión de un simple problema de justicia). Los factores antes mencionados no constituirían las únicas causas que se pueden dar del malestar, sí serían elementos que cumplirían ese papel sin perjuicio de que se le pudieran agregar otros. Con todo, el autor es enfático en descartar que lo que esté tras los sucesos de octubre sea una disputa de índole normativa en torno al modelo ‘neoliberal’ (Peña 2020).

3. Las explicaciones sobre la violencia

Sobre la violencia política hay diversos tipos de explicaciones. Dentro de cierta tradición intelectual la violencia es en sí constitutiva de las relaciones sociales porque las relaciones sociales (de clases) se fundan en la desigualdad y la explotación. Otro tipo de explicaciones provienen desde la psicología social y se centran en el concepto deprivación relativa (un producto de disonancias entre expectativas generadas y resultados alcanzados). Otra explicación es politológica. El uso extensivo de la violencia es finalmente un cálculo costo-beneficio que los actores hacen en una determinada estructura de oportunidades (teoría de movilización de recursos, Charles Tilly y otros). En las explicaciones sobre el caso del octubrismo chileno, parece haber una confluencia de estas dos últimas perspectivas interpretativas. En efecto, los datos muestran en su inicio un ciclo desencanto-irritación- desapego (respecto de las normas) (Araujo 2019) que terminan en violencia, que a su vez se replica y se retroalimenta tanto en la dialéctica de la violencia represiva por parte del Estado como en la propia incapacidad del Estado de contener a los violentos, que finalmente terminan asumiendo que su comportamiento no solo es “justo”, sino que tampoco tiene costos, por cierto, como una cuestión tendencial. Una evidencia al respecto es que la imposición de estado de emergencia decretada por el Gobierno el día 19, que permitía el despliegue de Fuerzas Armadas para el control del orden público, no resolvió nada: las manifestaciones continuaron y los saqueos también. La explicación de este hecho tiene varias aristas, pero una de ellas es central: los militares estaban absolutamente conscientes de que se podía producir una masacre en donde finalmente ellos deberían asumir los costos, por consiguiente, su capacidad coactiva tuvo más de simbolismo que coacción. Y en una segunda oportunidad en que el Gobierno consideró esta alternativa, los comandantes institucionales asumieron que si no se regulaban las condiciones del “uso proporcional de la fuerza”, no había ninguna razón para que asumieran una labor para la cual no estaban preparados ni contaban con medios (no letales) adecuados.

Respecto de las causas más profundas de la violencia en Chile, existe una amplia literatura sobre el “malestar” en Chile, al menos desde Informe de Desarrollo Humano del PNUD de 1998. Aunque algunos autores sostuvieron tempranamente que la sostenibilidad del “modelo chileno” era inviable en el largo plazo, Alberto Mayol desarrolló la tesis de que la mercantilización de las relaciones sociales bajo el neoliberalismo termina por producir la disgregación de los lazos sociales al profundizar solo comportamientos competitivos-individualistas (Mayol 2012). Este malestar no equivale a violencia, pero autores como Kathya Araujo, sostienen la existencia de un ciclo o secuencia (se podría leer de las dos maneras) para concluir en un gran potencial de violencia. De entre los datos que no leímos adecuadamente para entender las energías que se acumulaban es necesario recordar los ciclos de movilizaciones que se iniciaron el 2006 por parte de estudiantes de Educación Media (“pingüinos”), y el peack de las movilizaciones estudiantiles del 2011-2012 vinculadas al tema del “lucro” y la demanda por gratuidad en la Educación Superior. (No es menor el dato que de ese movimiento emergió una nueva elite política, que es la que de manera un tanto meteórica llega al Gobierno en el curso de este año). Las movilizaciones estudiantiles fueron las más efectivas en términos de convertirse en movimiento social, primero, y en actor político, después. Pero hubo muchas más en estos años asociadas con causas ambientales, regionales, locales y también nacionales como, por ejemplo, respecto del sistema de pensiones

La psicóloga social Kahtya Araujo (2019) ha sostenido que el “complejo” que ella conceptualiza como desencanto-desmesura tiene cuatro elementos articuladores. Primero: “la lógica de las jerarquías naturalizadas, lo que supone el amantenimiento de la importancia de los rasgos adscritos (origen familiar, color de piel, etc.) y de una arquitectura relacional fuertemente vertical” que permite la pervivencia de una sociedad fuertemente jerárquica que se construye en la negación del otro. Segundo: “la lógica de los privilegios basados en criterios de género, generacionales y étnicos, pero, principalmente, de clase”. Una lógica que se encarna tanto en el discurso de la “meritocracia” y el esfuerzo personal, pero que resulta finalmente en una trampa: no existe tal meritocracia; pero también encarna en el nepotismo como práctica recurrente de la clase política, y en una sociedad en la que las redes familiares son centrales para definir las oportunidades. Tercero: “la lógica del autoritarismo y la ausencia de autoridad. El autoritarismo, es decir, el uso abusivo de las atribuciones de poder, se encuentra presente y actuante de manera transversal y generalizada en la sociedad. El autoritarismo funciona como una clave de comprensión de la acción de los otros, pero también como una forma de acción propia muy extendida en la sociedad”. Cuarto: “la lógica de la confrontación de poderes, en la cual el uso desregulado del poder está en la base de las maneras de definir no tan solo el acceso a bienes o prerrogativas, sino el lugar en la sociedad”. Con todo ello, se percibe al espacio social como un “espacio de enfrentamiento de poderes”. Por ello, cada situación social se decidirá en función de las magnitudes de poder (simbólico, físico, económico, etc.) que se puedan movilizar respecto a quien está delante.

Dada la desregulación de estas relaciones, esta es una lógica en la que el abuso como resultado es una constante. Esta tensión entre ideales y experiencias condujo, por un lado, al desencanto respecto de una sociedad en la cual la brecha entre los ideales normativos y las experiencias reales es considerada abismante, y en consecuencia a una mirada extremadamente crítica de la misma. Tras reconocer la existencia y la enorme importancia de estas lógicas que operan en las interacciones, las personas llegaron a considerarlas, con justicia, como inaceptables, es decir, como una afrenta a su dignidad. El lenguaje del abuso y de la falta de respeto se convirtió en expresión natural para designar lo intolerable (Araujo 2019, 27).

El origen de la “creciente irritación” que termina en violencia sería, por tanto, no la simple desigualdad, sino la confluencia entre demandas crecientes de horizontalidad provistas por la propia modernización de la sociedad y su confrontación con estructuras jerárquicas y autoritarias que siguen siendo fuente de privilegios:

En algunos grupos sociales más que en otros, se ha producido un gradual pero constante distanciamiento respecto de las reglas y normas que política, jurídica y civilmente han sido consideradas como fundamento de la regulación de la vida en común, así como el sentimiento que la orientación y regulación de los actos y decisiones le competía a cada cual individualmente. El desencanto aquí también ha dado paso al desapego (Araujo 2019, 32).

Otra explicación posible de la violencia se encuentra en la reflexión de Felipe Schwember (2020) acerca de la violencia como representación histórica que nos remite tanto a cierta historiografía (Gabriel Salazar, Sergio Grez y otros) como a cierta iconografía en el que la injusticia y la violencia articulan la historia de Chile, el hecho de que el «pueblo» haya sido privado de la posibilidad de darse a sí mismo sus propias instituciones. La violencia tendría un efecto agregativo en el tiempo y finalmente la violencia callejera sería la derivación de injusticias históricas. Aunque esta lectura de la historia parezca una simple exageración, es interesante constatar que en los inicios de los debates de la Convención Constituyente se hizo un uso extensivo de la idea o la necesidad de la “refundación” del Estado-nación y su reemplazo por un Estado plurinacional, y que esta misma idea de la historia republicana como un sumatoria de violencia e injusticia estaba presente en un texto propuesto en junio como prólogo al proyecto de Constitución (aunque finalmente fue desechado) por parte de un convencional, escritor de profesión pero con aspiraciones de historiador.

4. Una explicación político-institucional

En las explicaciones sobre la crisis de octubre no se puede perder de vista que más allá de la violencia se trata de una crisis política, que es en el fondo una fractura entre política y sociedad, o más bien, de las instituciones con la sociedad. Esta comenzó de una manera rampante, como un aumento de la abstención desde fines de los años 90, siguió con la reducción de la adhesión de los partidos y luego con el aumento de la desconfianza. El golpe de gracia llegó con una sucesión de escándalos de corrupción y abuso que involucraron a prácticamente todas las instituciones que detentan alguna forma, poder o autoridad público o privado: empresas, la política, las iglesias, el fútbol, la Policía, el Ejército. Una crisis de confianza que a esta altura ya nos resulta difícil recordar cuándo y cómo comenzó (Luna 2021). No se ha llegado a esta explosión de demandas sociales solo por el quantum de los problemas sino, especialmente, por deficiencias en la forma de procesarlos desde la política. Creemos que lo que ha sucedido en Chile obedece más a una crisis política y específicamente a una crisis del sistema de partidos en su capacidad de intermediación que a un cuestionamiento del modelo neoliberal o al agota- miento de un modelo de desarrollo. El modelo de desarrollo muestra efectivamente signos de agotamiento, pero en variables estrictamente económicas como tasas de crecimiento y productividad, o por factores medioambientales. Y “como resultado de la crisis, ciertamente se ha abierto una ventana para que Chile reformule su modelo de desarrollo, pero lo que produjo la ruptura y colmó la paciencia de la gente fue la desesperanza en que el proceso político pudiese ser eficaz para procesar sus reclamos” (Tohá 2020).

La democracia chilena hacia fines de los 90 fue descrita como una democracia de baja intensidad, también fue descrita como democracia semisoberana (Huneeus 2014). Más allá de las adjetivaciones, es una democracia con problemas, el más evidente de los cuales era la progresiva pérdida de participación electoral, que creció aún más cuando en el 2012 el voto se hizo voluntario. Otro rasgo, que en los momentos iniciales de la transición a la democracia (1990-1994) representó una ventaja y fuente de estabilidad, ha sido la construcción de procesos decisorios concentrados en una reducida elite de políticos y tecnócratas. Esta modalidad que se conoció como “política de los consensos” fue en su origen producto de la necesidad de Gobiernos que, aunque tenían mayorías electorales, como consecuencia de los enclaves autoritarios de la Constitución del 80, carecían de mayorías políticas en el Congreso, pero en la medida que se mantuvo en el tiempo, terminó siendo una limitación al debate público e incluso a la renovación de las elites dentro de la propia Concertación. La confluencia de estas variables necesariamente llevó a despolitizar el debate público y relegó hacia los márgenes del sistema político toda crítica a los supuestos básicos del sistema. Existiendo un conjunto de restricciones institucionales (por ejemplo, los quórums supra-mayoritarios para realizar reformas significativas en el sistema) junto con las modalidades de la competencia política (un juego de negociaciones intra-elites), el juego democrático en que se diputan las mayorías fijando posiciones sobre los aspectos nucleares del país finalmente perdió relevancia pública. Así, quienes estaban fuera de esa mesa tuvieron un amplio espacio para representar a todo el que quedaba descontento con el resultado final y ganaron terreno para propuestas radicalizadas o irrealizables.

Otro factor que contribuyó a la pérdida creciente de la centralidad de la política y la disminución de la participación electoral fue el debilitamiento progresivo de los partidos políticos. Según la Encuesta CEP de Abril Mayo 22,1 en una ranking de 20 instituciones, los partidos políticos están al final con solo un 4 %; le preceden las instituciones en donde los partidos están representados: la Cámara de Diputados y el Senado, en comparación con las instituciones mejor rankeadas como son las universidades 54 %. El desprestigio de los partidos y la falta de identificación con ellos no son recientes, pero son tendencias que se profundizaron en el tiempo desde fines de los años 90. Hay abundante literatura que consigna la transformación del sistema de partidos en Chile desde un sistema institucionalizado y estable a un sistema estable, pero sin raíces (Luna 2011), y con tendencias a la des-institucionalización y la des-estructuración ideológica, y con la des-estructuración creciente entre las formas de competencia entre los niveles nacional y subnacional (Docek, 2016). Una derivación esperable de estas tendencias fue la creciente fragmentación del sistema de partidos y, por consiguiente, mayores dificultades para garantizar mayorías estables en el Poder Legislativo que aseguren gobernabilidad. Hoy en Chile existen 15 partidos legalmente constituidos y otros 5 en formación.

Como se señaló, en la medida que la política se elitizó, la clase política perdió presencia organizacional en las bases y en organizaciones como federaciones de estudiantes y sindicatos; los consensos le quitaron polaridad a la política, pero también el sentido de la competencia programática. Los electores terminaron por ser clientes ocasionales, los candidatos en oferentes de “cosas” y las campañas se transformaron en una competencia por recursos financieros. Este tipo de estructura de competencia terminó en los escándalos de financiamiento ilegal de la política entre el 2014 y el 2015. Fue la época en que perdimos la inocencia. Cuando el crecimiento económico ya no pudo reproducir las tasas de los años 90 y las demandas sociales crecieron, los que tuvieron capacidad para articular demandas y trasladarlas a la agenda política no fueron los partidos (ni de izquierda ni de derecha), sino los movimientos sociales quienes cumplieron ese rol. Su éxito no fue solo por una cuestión de agenda (es decir, la pertinencia de la demanda), sino de estructura de oportunidades: representaron adecuadamente para muchos una acción antistablishment (Luna 2021). Este tipo de percepciones explotaron de manera masiva con los eventos del octubrismo. Pero aunque los partidos hagan mal sus tareas, los movimientos sociales por su propia naturaleza no pueden reemplazar a los partidos en sus tareas básicas (agregación y articulación de intereses). Los movimientos sociales emergidos del octubrismo, y que llegaron a tener un rol significativo en la elección de Constituyentes, evidencian otro problema adicional: están demasiado fragmentados como para construir alternativas políticas que recojan consensos amplios.

5. La salida de la crisis (postscriptum, octubre del 2022)

En marzo del 2020, se hizo presente la pandemia de COVID-19, con todas sus secuelas. La necesidad de aislamientos cerró de manera abrupta el ciclo de expresiones de violencia callejera. Estas nunca fueron erradicadas, pero se transformaron en hechos marginales como habían sido antes del 2019. El Gobierno de Sebastián Piñera, a pesar de algunos momentos muy críticos en algunas de las etapas iniciales de la pandemia, evidenció una gran capacidad de respuesta ante esa emergencia. Como se señaló, el 15 de diciembre del 2019 fue suscito el Acuerdo sobre Reforma Constitucional, con lo cual se dio inicio oficial al proceso para reemplazar la Constitución de 1980. El 27 de diciembre se acordó un plebiscito que debía realizarse el 26 de abril del 2020, cuya finalidad era definir el tipo de órgano que debía redactar la nueva Constitución, pero como consecuencia de la pandemia fue postergado para el 25 de octubre de ese mismo año. Entre esa fecha y hasta el 2021, Chile vivió una verdadera maratón electoral: en noviembre del mismo año hubo primarias. En abril del 2021, elecciones generales de gobernadores regionales (por primera vez), alcaldes y concejales (Gobiernos locales). El 9 de mayo se llevó a cabo (en algunas regiones) la segunda vuelta (balotaje) para la elección de gobernadores regionales y de constituyentes. El 4 de julio hubo primarias para candidatos presidenciales, senadores y diputados. El 21 de noviembre se llevó a cabo la primera vuelta para los cargos de presidente, senadores, diputados y consejeros regionales (CORES). En diciembre se llevó a cabo la segunda vuelta presidencial y, en septiembre, el Plebiscito Constitucional de Salida (apruebo o rechazo del texto propuesto por los constituyentes).

En el plebiscito para la generación de un órgano constituyente participaron 7.56 millones de electores; un nivel de participación electoral que no se veía en Chile desde los años 90 (50.9 %). La opción “apruebo” se impuso con un 78.3 % de los votos válidos y la opción Convención Constitucional (compuesta en su totalidad por miembros electos) con un 79 % de los votos por sobre la opción Convención Mixta Constitucional (compuesta en un 50 % por legisladores en ejercicio y un 50 % de miembros electos), que obtuvo solo un 21 %. Es un resultado fácil de entender considerando el sostenido deterioro del prestigio del Poder Legislativo. La Constituyente quedaría entonces compuesta de manera paritaria por 155 personas electas y 17 escaños reservados para pueblos originarios, según las mismas normas que para la elección de diputados.

El triunfo del “apruebo” por casi un 80%, el arrollador triunfo de las listas constituidas por grupos de izquierda -parte de los cuales provenían de la sociedad civil y de grupos que habían sido representativos de la movilización social del octubrismo- y el magro resultado electoral tanto para los grupos de derecha como para los de centro que representaban lo que quedaba de la antigua Concertación generó al interior de la Constituyente un ambiente maximalista, radical, sectario y autorreferente que terminó generando un rechazo creciente al proceso y obviamente terminó contaminando los resultados. Para los partidarios del “rechazo” había razones plausibles y muy diversas en el contenido del texto ofrecido como para justificar su posición (el tema de la plurinacionalidad, sistema de justicia, sistema político, entre otros). Pero sin lugar a dudas fue la imagen que la Convención Constituyente construyó de sí misma la que definió tempranamente la opción de buena parte de los chilenos. Otro elemento importante para entender el resultado es la división que el proyecto constitucional generó en votantes y partidos de la centroizquierda (ex-Concertación), lo que rompió la dicotomía existente desde 1988 en el alineamiento del voto. Este tuvo un doble efecto: generó disidencias internas y escisiones partidarias, por una parte, y también un movimiento ciudadano que terminó capitalizando su éxito para constituir un nuevo partido de centro. En el plebiscito de septiembre, con carácter obligatorio (desde el 2012, el voto en Chile era voluntario), el resultado fue un abrumador triunfo de la opción “rechazo” (62 % contra el 38 %), con más de tres millones de votos de diferencia. El “apruebo” no ganó en ninguna región y solo gano en 5 comunas de las 346 que hay en el país.

El amplio triunfo de la izquierda más radical en la Constituyente, que generó en esos sectores la ilusión de que sus propuestas daban cuenta efectivamente de las demandas sociales que se había generado en octubre del 2019, y que estas eran respaldadas por una amplia mayoría, fue un error y una sobreinterpretación. Los resultados, tanto de las elecciones municipales como de las parlamentarias, evidenciaban que las demandas y tendencias de la sociedad estaban en otra parte y que los partidos políticos tradicionales, a pesar de sus muchos problemas, tampoco estaban con síntomas de defunción. La mejor evidencia de ello es que la primera vuelta presidencial la ganó un candidato de ultraderecha (Kast) y que los partidos de derecha pasaron a controlar la mitad del Senado. Tampoco deja de ser interesante la emergencia de un outsider (Franco Parissi), líder de una nueva agrupación de centroderecha denominada Partido de la Gente, que quedó en tercer lugar con un 12.8 %, a pesar de que -paradojalmente- durante toda la campaña nunca estuvo en Chile. Su campaña se hizo a través de redes sociales.

Por las mismas razones, el triunfo electoral en segunda vuelta de Gabriel Boric debe ser leído no como un gran triunfo de la “nueva izquierda”. Efectivamente, fue el triunfo de una nueva elite surgida de los movimientos universitarios de los años 2011 y 2012, pero a objeto de análisis debe ser puesto en sus dimensiones. La cantidad de firmas legalmente requeridas para que Gabriel Boric pudiera disputar las primarias de la izquierda se completaron casi al filo del plazo, pero triunfó ampliamente sobre el otro precandidato de la izquierda: el alcalde comunista Daniel Jadue. Este decisivo primer paso se debió más a un voto amplio en contra del radicalismo del Jadue que en favor de Boric. En una elección presidencial con siete competidores, en la primera vuelta Boric obtuvo el 25.8 % de los votos, en contra del candidato más radical de la derecha José Antonio Kast (que no representaba la continuidad del Gobierno de Piñera), quien obtuvo el 27.9 % de los votos. En la segunda vuelta Boric obtuvo 55.8 % contra 44.1 % de Kast. Para lograr estos resultados, Boric debió moderar su discurso y convocar a los sectores de izquierda de la denostada Concertación. En este caso, de nuevo, el triunfo de Boric fue también un voto en contra de Kast.

Gabriel Boric y su coalición debieron asumir que la naturaleza de la competencia electoral en la segunda vuelta les exigía moderar su discurso y convocar al menos a una parte de la antes despreciada generación responsable de los 30 años, es decir, una parte al menos de la antigua Concertación. Esta estrategia necesaria le garantizó el triunfo, pero sobre la base de una nueva alianza sin mucha consistencia interna y cruzada por diferencias generacionales, ideológicas y políticas que tras el triunfo electoral con cierta frecuencia han quedado en evidencia respecto de temas como seguridad y orden público; temas de política exterior o económico-comerciales en donde al Gobierno le cuesta alinear a sus propios parlamentarios. Pero posiblemente lo más problemático para el nuevo Gobierno término siendo la Convención Constituyente. El Gobierno asumió como propio el trabajo de la Convención, declarando que el nuevo texto era fundamental para el cumplimiento de su programa. Esa decisión fue un error. El resultado del plebiscito quedó atado a la performance de un Gobierno que sin mayor experiencia respecto del funcionamiento del aparato del Estado debía lidiar con dos tipos de demandas sociales asociadas a áreas no prioritarias de su programa: la economía, atenazada por bajo crecimiento y una alta inflación que combinaba factores internos y externos, y el tema de la seguridad de las personas, en donde se sumaban se sumaban tres factores: aumento de la delincuencia urbana, problemas de inmigración y el problema de la violencia asociada al conflicto mapuche en el sur. En los resultados del plebiscito de salida se sumaron así un voto de rechazo al proyecto de Constitución con la crítica al Gobierno por su performance en esas áreas.

La campaña del plebiscito de salida tuvo otro efecto muy importante: generó una nueva fragmentación en el sistema de partidos que afectó transversalmente a la centroizquierda, pero particularmente al Partido Demócrata Cristiano (PDC). El tema no es menor porque llevó a una parte significativa de votantes y políticos de centro a romper el tabú de votar junto con la derecha. En la campaña emergió un movimiento de personalidades históricas de centro, algunas de las cuales eran votantes de la Concertación, pero no militantes; otras eran exmilitantes y también militantes en desacuerdo con la opción oficial de sus propios partidos, que pudieron contrarrestar exitosa- mente la propaganda del “apruebo” respecto que la opción del “rechazo” era la mantención de la Constitución de Pinochet. Esa agrupación denominada Amarillos por Chile (el término “amarillo” pasó de ser una denostación en contra de la centroizquierda no alineada con el Gobierno y el “apruebo” a una marca política exitosa, identificada con la moderación y la recuperación del rol político de un centro carente de representantes), con posterioridad al plebiscito, decidió aprovechar el impulso y oficializarse como partido para representar un sector del centro que, efectivamente, estaba huérfano de representación política. La situación más compleja es que el PDC, ya disminuido considerablemente en votos y militantes, terminó perdiendo no solo a dirigentes históricos y emblemáticos sino también a dos de sus cinco senadores (que intentan formar un nuevo partido bajo la denominación “demócratas”) y dos emblemáticos gobernadores provinciales.

Los resultados del plebiscito representaron la primera derrota electoral y política para una generación que desde su emergencia como dirigentes de un movimiento universitario solo había cosechado triunfos, y para la izquierda una derrota política solo comparable con el golpe de 1973. Pese a la magnitud de la derrota, el Gobierno llevó a cabo solo un ajuste interno parcial, aunque significativo: la incorporación como ministra de Interior de Carolina Tohá, militante del Partido por la Democracia (PPD) y figura emblemática en ambos Gobiernos de Michelle Bachelet. Una figura que reúne en sí misma continuidad política, moderación y capacidad de gestión. No fue el único cambio, pero sí el más simbólico y el con mayores efectos políticos. El ajuste ministerial ha profundizado los conflictos al interior de la coalición gobernante al extremo de que sus sectores más radicales ven con preocupación y cierta molestia la posibilidad de dar cumplimiento real al programa original. La verdad es que ese proyecto original, entre las exigencias de la contingencia y la derrota plebiscitaria de septiembre, ya quedó sepultado. El Gobierno post-plebiscito también ha requerido de la construcción de nuevos consensos para un nuevo proceso constituyente, sin aires refundacionales y en donde ahora es la derecha la que controla la agenda. El tema Constitucional es aún un proceso en desarrollo. Es en este nuevo contexto, y no solo por efecto del tiempo, es que ahora los eventos de octubre del 2019 colectivamente, incluso desde la propia izquierda, son mirados con mayor distancia crítica, porque ya no están en la oposición y la responsabilidad ahora es el ejercicio cotidiano del Gobierno, en donde la mantención del orden público no suele ser objeto de romanticismo sino de tensiones internas. Un viejo refrán campesino se ha transformado en una elocuente expresión colectiva para identificar este cambio: “Otra cosa es con guitarra”. El sueño refundacional ha terminado en un duro encuentro con la realidad, desprovisto de épica y cargado de responsabilidades en un escenario globalmente incierto.

Mas allá de la acción del Gobierno, otro de los factores que dieron origen a la crisis no ha sido resuelto: es el funcionamiento de la política y del sistema político. El fallido proyecto de nueva Constitución no apuntaba a fortalecer los partidos, por el contrario, trasuntaba una gran desconfianza hacia ellos y, como se señaló, en el sistema de partidos se han profundizado las fragmentaciones, lo cual per se dificulta creación de consensos, mayorías parlamentarias y finalmente la gobernabilidad democrática. Una de las pocas consecuencias positivas del proceso asociado a la elaboración de una nueva Constitución es la reinstauración del voto obligatorio (con inscripción automática), lo cual debería tener efectos positivos en la participación electoral, pero con partidos que carecen de credibilidad ante la ciudadanía este cambio no necesariamente fortalecerá la calidad de la democracia. Comparada con la elite política que llevo a cabo la transición a la democracia en Chile y lideró los Gobiernos de la Concertación, la actual elite es transversalmente provinciana, miope y cortoplacista. Cuando miramos ejemplos de democracias estables en el mundo, vemos dos datos que se repiten: un sistema de partidos estable y con capacidad de construir consensos amplios y transversales para políticas de largo plazo. El ejemplo típico de este cortoplacismo en nuestra región ha sido actuar en política con un horizonte que se extiende hasta la próxima elección, en donde la apuesta es que si el Gobierno de turno fracasa, es la mejor posibilidad para capturar una mayor cuota de poder. En el caso de la elite parlamentaria en Chile, el mejor ejemplo ha sido la liviana transversalidad para apoyar sucesivos retiros de fondos previsionales, en donde diputados y senadores usaron un subterfugio legal, pero por sobre todo lo hicieron a sabiendas de que esa decisión en los cotizantes de menores ingresos no solo les generaría rentas previsionales aún más bajas y hasta miserables, sino que además la sucesión de retiros generaría efectos inflacionarios tal como terminó ocurriendo. Una parte de los factores de la crisis de octubre fue la pérdida de los anclajes entre partidos y sociedad. Ese problema no se ha resuelto y una de las consecuencias posibles es la ampliación de un fenómeno que ya está presente en el caso de Chile: la emergencia de outsiders con “programas” populista. En el intertanto, las huellas físicas de los eventos de octubre del 2019 siguen presentes en las principales ciudades chilenas como cicatrices de guerra y en la memoria de los chilenos; para algunos son el recuerdo de una amenaza, para otros un sueño truncado. En los datos estadísticos, la percepción negativa de la violencia y la inseguridad está ahora en el tope de las demandas sociales y ocupa una parte relevante de la agenda política. Como dijo el presidente Gabriel Boric en una alocución, con motivo del tercer aniversario de los eventos de octubre: “No fue una revolución anticapitalista […] [pero] fue la expresión de problemas que siguen sin ser resueltos”.

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NOTAS

11 Véase https://bit.ly/3BPycqJ.

Recibido: 18 de Agosto de 2022; Aprobado: 25 de Octubre de 2022

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