El objetivo de este artículo es describir aquello que compone el lugar de enunciación de disciplinar chileno y dando cuenta tanto de las implicancias de su praxis en los aspectos una «arqueología de dictaduras» (Fuenzalida 2017), posicionada desde el ámbito éticos y políticos que se delinean de la convivencia con el dolor, violencia estructural, impunidad, testigos, sobrevivientes y víctimas, como en cuanto a la singular materialidad que documenta en su carácter evocador del pasado contemporáneo, es decir, aquel que «no ha sido y que duele». Se postula que las contribuciones que hace, en cuanto práctica y saber, pueden considerarse como un recurso reflexivo para el campo de la memoria, ampliando las voces y relatos en un escenario político bullente y complejo.
La estructura de la exposición considera una primera parte de índole conceptual y, una segunda, de carácter aplicado, con la exposición de los proyectos de investigación desarrollados bajo esta perspectiva, en el acompaña- miento a procesos de memoria protagonizados por agrupaciones de derechos humanos y colectivos de memoria. Se trató de proyectos iniciados en el 2016, algunos finalizados y otros en curso, que contienen distintas escalas metodológicas (temporalidades, muestras, terrenos, técnicas, etc.), con formatos acordes a la territorialidad desigual de la memoria, así como a una variedad de rasgos y necesidades que modelaron las formas de acercamiento y alcances de la arqueología.
Para aportar más datos de la conformación y trayectoria del contexto disciplinar en Chile y así potenciar la valorización que puede hacerse de una arqueología de dictaduras, se utilizaron fuentes bibliográficas y entrevistas a investigadores dedicados al tema. Esto último con objeto de atender a los aspectos perceptuales y significativos de los actores sociales asociados. Dichos materiales se entrelazan al relato de la experiencia de trabajo y observaciones realizadas en el marco del trabajo de tesis doctoral.1
Primera parte
El lugar de enunciación disciplinar
El fenómeno de la memoria y el giro hacia el pasado ha adquirido una fuerza notable en las últimas décadas. Como explica Huyssen (2003), se trata de una verdadera obsesión cultural global, como síntoma de nuestro presente, que conlleva la multiplicación exponencial de conmemoraciones, recordatorios públicos y privados, en formatos y medios diversos, con la paradoja de la amnesia y asociados a un mercado cultural pujante. En el Cono Sur este fenómeno se expresa en las formas que adquieren las diversas elaboraciones del pasado dictatorial, especialmente en relación con la conversión de los lugares del horror en sitios de memorias (Jelin y Langland 2003). La definición del sentido del pasado ocurre en instancias conflictivas, batallas que se conjugan hoy y que implican la selección de acontecimientos y voces, lo que determina que se transforme en un espacio profundamente político y ético, desde el emplazamiento que supone el «deber de la memoria» y los límites que se anteponen por los «abusos» (Jelin 2002, Jelin y Vinyes 2021, Traverso 2018, Todorov 2013). Al mismo tiempo, ocuparse de este pasado supone deliberar formas de elaboración discursiva de modo tal que se respete el dolor de los sobrevivientes, los resistentes y las víctimas a la violencia política. La discusión se enlaza entonces con la necesidad de elaborar nuevas posibilidades reflexivas que sorteen tanto los manejos banales y morbosos del tipo «turismos del horror», así como la sobreabundancia de determinadas memorias que puede conllevar una saturación y hastío.
Como punto de partida nos preguntamos ¿qué es aquello que define la arqueología que se ocupa de los derechos humanos y del campo de la memoria? En más de una oportunidad se ha esgrimido que esta arqueología «es lo que hacen los arqueólogos(as) que se dedican al estudio de los restos de los desaparecidos, las fosas comunes y los espacios represivos». Precisamos que se trata de una ciencia humana y social y que su objeto, por tanto, no difiere de la historia, la antropología, la sociología, etc. No obstante, su quehacer condiciona cierta especificidad que tiene relación con la clase de datos con los que trabaja, los cuales son fundamentalmente restos materiales y sensibles, una materialidad que quedó por efectos de prácticas sociales. La forma en que recoge y procesa estos datos supone una labor de inferencia y contacto con la realidad empírica, porque dicha materialidad está fragmentada, tiempo y espacialmente. Además se encuentra ya desvinculada de las actividades, prácticas y relaciones sociales que la produjeron, es decir, no se presentan tal y cual fueron generadas en su movimiento, sino en tanto sucesión y procesos de transformaciones continuas (Bate 1998, González-Ruibal 2012).
¿Acaso esto significa algo? Una primera distinción nace desde la constatación de que la arqueología es una sola: un campo mixto, tanto científico e intelectual (Bourdieu 2008), y así de saberes, escrituras, prácticas y capitales específicos que permiten definir los contornos para quienes la ejercemos. Pero ¿cómo explicárselo a alguien más? En las compilaciones y publicaciones se encuentran diversas formas de referirle: arqueología de la represión (Zarankin et al. 2021), arqueología de la violencia política (Rosignoli y Biasatti 2016), arqueología contemporánea (Leiton 2009) y arqueología de dictaduras (Fuenzalida 2017; Rosignoli et al. 2020), sin que se haya explicitado aún el fundamento de estos enfoques.
La propuesta considera que no es lo mismo realizar discursiva y reflexiva- mente una arqueología de las dictaduras desde el Cono Sur que desde Europa. Hay un espacio geopolítico particular y un lugar de enunciación que determina nuestro quehacer. Ello precisamente porque no es un espacio abstracto ni neutro, se trata del espacio, tiempo y contexto desde el cual se emite un discurso. Es «su lugar» y, por tanto, es central para efectos de su constitución (Santos 2010, 27-28). El uso del término Cono Sur resulta una delimitación productiva para agrupar, al interior de Latinoamérica, al territorio en el que se desarrolló un ciclo histórico de violencia política (décadas de 1960 a 1990), caracterizado por el ejercicio represivo de dictaduras cívico-militares que buscaron refundar las sociedades a través de procesos de reorganización eco- nómica y social. A este respecto, cabe despejar la propia noción de América Latina, entendida como la historia y territorio del tiempo «que llega» o «que llegará». No solo porque así fue imaginada desde intelectuales profundamente visionarios como Bolívar, Martí, Rodó y muchos otros, sino como explica Quijano (2014, 740), «porque en América Latina la utopía de la liberación social, así como la de la identidad, no pueden ser resueltas la una sin la otra, aquí, más que en lugar alguno de este mundo, será requerida una estética de la utopía».
Hablar desde América Latina es sin duda considerar la constitución de una identidad imbricada en el proceso de construcción de su propia modernidad (Larraín 1997), en consecuencia, definida cultural e históricamente. En la trayectoria a la modernización se terminó arrasando con sectores que se opusieron, se generaron nuevos estratos sociales, se despertaron competencias desconocidas y se desencadenaron movilizaciones sociales inesperadas en las tradiciones de la región. De modo que en el núcleo de nuestra identidad e historia se encuentra la violencia. La violencia ejercida contra pueblos indígenas puede ser vista como un contínuum desde la negación a la coacción, con las denominadas campañas de Conquista del Desierto, Pacificación de la Araucanía y el exterminio en tierras Patagónicas que dan cuenta de aquello; luego con procesos sucesivos en que han sido negados en derecho, por tanto, excluidos y exterminados. En el camino, instituciones como los museos se dedicaron a inventariar el carácter material del progreso de las naciones, ejerciendo acciones de exhibición de sus cuerpos humanos, como vehículos de poder y sumisión (Alegría et al. 2009).
En Chile, el Estado manifestó su interés por conocer su territorio a través de los dispositivos disciplinares a principios del siglo XX. Es así como se contrató a Max Uhle para sistematizar la prehistoria e historia del Norte y, en 1916, Martín Gusinde escribía: «el Gobierno, deseoso de difundir en nuestro país los conocimientos antropológicos» (en Orellana 1996, 89-90). Gnecco (2012, 51) describe bien esta actuación con el análisis de una imagen de tres personas sel’knam tomada por el sacerdote y etnólogo, en 1919, donde aparece su sombra: «es el saber moderno, apropiando a los sujetos que posee y enuncia: representa sin dejarse ver, acaso solo insinuándose». Este núcleo de práctica disciplinar ligado al desarrollo del Estado, su institucionalidad y las modernizaciones forzadas ha permanecido más o menos inalterado. Simplificando enormemente el escenario, se constata que hay un predominio de un refugio cientificista que sirve como paraguas de la actividad técnica, y solo en contados casos han existido intentos de desarrollo de una praxis comprometida socialmente; por ejemplo, el trabajo etnoarqueológico andino, las arqueologías comunitarias y públicas, y las colaboraciones transdisciplinares decoloniales (Atalay 2006, Delfino et al. 2019, Gnecco y Ayala 2010, Jofré 2020). En el fondo, si bien se admite la condición colonialista del origen, no se cuestiona la práctica, escritura y saber que esta matriz alberga; tampoco las implicancias que esto tiene actualmente para los territorios en disputa neocolonial y extractivista. Desde nuestro punto de vista, en la experiencia de la investigación arqueológica actual, el arqueólogo(a) no puede no inquietarse por el pasado disciplinar, no puede no considerarse a sí mismo(a) como «heredero(a) responsable» (sensu Derrida 2020), inscrito en una genealogía,2 lo que requiere del establecimiento consciente de este vínculo.
Derechos humanos y el lugar de enunciación social y personal
Debido a varios factores, incluida la presencia prolongada de civiles vinculados a la dictadura en puestos de poder político y académico, así como las persistentes actitudes acríticas hacia la labor disciplinaria, la cuestión de la memoria, los derechos humanos y su violación constante han recibido una atención limitada dentro de la comunidad arqueológica regional. Además, la región enfrenta un problema apremiante de externalidades indeseables como resultado del progreso, que se caracteriza por la neoliberalización violenta, los conflictos socioambientales y las disputas territoriales, particularmente en lo que respecta a las comunidades indígenas y sus demandas culturales, patrimoniales y étnicas. En gran medida, la acusación de descuido o falta de conocimiento de los derechos indígenas, civiles y humanos en general, atribuida a la experiencia disciplinaria, refuerza la postura de la arqueología, que se alinea con los modelos neocoloniales y las historias nacionales establecidas desde hace mucho tiempo.
Los derechos humanos en su definición habitual son aquellas libertades, conquistas históricas y derechos básicos que tienen las personas sin distinciones. Constituyen estándares jurídicos aceptados globalmente, a los que los Estados debiesen adherir y garantizar en la consigna de «vivir dignamente». Como semántica decisiva, estos se introdujeron en Latinoamérica solo desde la década de 1970 y 1980. Particularmente fueron movilizados en la lucha por la verdad y la justicia en relación con los crímenes de lesa humanidad y violencias relacionadas con el ciclo dictatorial del Cono Sur, instalando categorías de relevancia global en esta materia, como los «desaparecidos». Hacia la década de 1990, la emergencia de nuevas orientaciones en el movimiento de reivindicación indígena de carácter territorial-político también incluyó esta problemática.
En su concepción hegemónica, estos se forjan como ideales individualistas, blancos y culturalmente occidentalizados. El fundamento es la «razón humanitaria» en la que se establece el valor de la vida humana como principio y bien supremo, una conquista decisiva de la modernidad, es decir, un imperativo moral absoluto (Fassin 2016). Pero como dice Terrence Turner (2010, 59), si en la antropología que hacemos desde el sur global los derechos huma- nos están definidos como «derechos para llegar a ser humanos», estos deben consistir como mínimo en la protección de esta capacidad humana esencial para la producción, objetivación, realización y transformación de sí mismos y de las relaciones sociales. Esta cuestión nos llama a considerar el universal desde el propio lugar en que nacemos y socializamos, estableciendo la producción social de la diferencia humana, y de la condición humana inclusive.
Tomando en cuenta lo anterior, desarrollar una arqueología que se preocupe por «nuestros derechos humanos» presupone abrir una conciencia poscolonial-latinoamericana y rendir cuentas éticas no solo a los pares, sino a la sociedad completa. Ya sabemos que esto considera salir de la autocomplacencia y reconocer la agencialidad de los propios colectivos, renunciando de ese modo a la «bata blanca» de autoridad, en favor de crear horizontes de respeto mutuos. En atención a ello, se debe enfatizar la disyuntiva que se percibe en la desvinculación del ejercicio disciplinar respecto de su mundo y tiempo. Hay quienes como Borón (2006, 72) aún manifiestan la necesidad de desarrollar una vocación reflexiva desde el ámbito latinoamericano: «deberíamos tratar de evitar terminar nuestros días ardiendo, merecidamente, en esas innobles llamas por haber elegido ser neutrales en un mundo como este». De todas maneras, poner como preocupación el lugar de enunciación remite al rol intelectual que, en clave gramsciana, guarda una posición en el sistema de producción capitalista. Pero, dice Kusch (1976), nuestro problema es que el intelectual se representa como sujeto pensante, antes que como sujeto perteneciente a una cultura. Aspecto que también es tratado por Said (1996) cuan- do explica que lo más duro de la existencia de un intelectual es representar lo que profesa a través de su trabajo; ello sin convertirte en un autómata que actúa a expensas de un sistema. Por esto, y en conciencia con la posición de privilegio, el lugar de enunciación se plantea como desafío en miras a desarrollar prácticas críticas y no permitir pasivamente que se nos dirija.
En relación con ello, en el campo de la memoria y los derechos humanos del Cono Sur es clara la relevancia del testimonio. Este se entiende como una expresión subjetiva, materializada en la narración de la experiencia del acontecimiento (Ávila 2015). Su potencialidad radica en que constituye una fuente de conocimiento y de acercamiento a lo indecible y a la resignificación del horror por parte de los testigos. El tiempo biológico corre en nuestra contra y aún hay quienes atacan, niegan y revisan la validez de sus recuerdos. Algunos autores han problematizado las implicancias del giro subjetivo testimonial, particularmente el carácter moralizador e irrefutable que ha adquirido el testimonio (Sarlo 2005) y la identificación cada vez más patente del testigo con la figura de la «víctima» (Traverso 2018). En los contextos conflictivos de la memoria como el nuestro, el tipo de memoria predominante depende del consenso hegemónico que configuró las relaciones sociales, especialmente en el marco de los procesos de justicia transicional (Jelin 2002). Este último punto es crucial, porque convierte a ciertos relatos en portadores de verdad, lo que determina que hay una administración del pasado que es desigual y que involucra a las batallas por la memoria.
Quienes trabajamos por la memoria y en los lugares del horror quedamos objetivados, tomando una expresión de Ávila (2015), como «testigos del testigo», es decir, el acceso al acontecimiento y el dolor expresado en las memorias no es directo, sino que se encuentra mediatizado. En nuestro caso doblemente, por la materialidad y el testimonio; así nos configuramos como unos «testigos secundarios». Esta mediación es relevante, porque sitúa una bilateralidad y una condición de relacionalidad. Es decir, hay un testimonio y una materialidad relativa a este pasado para quien está dispuesto a hablar, quien busca ser escuchado y alguien que da cabida a la escucha. Se trata, por tanto, de un espacio «entre ambos». En las discusiones que tomamos prestadas sobre el papel del historiador(a) se ha planteado la doble exigencia que se hace respecto del «deber de memoria», que obliga a reconocer el testimonio de la víctima sufriente como una «verdad» y la labor disciplinar crítica que supone «reconstruir» (LaCapra 2009, Rousso 2018, Traverso 2018). Este lugar de enunciación se distingue de prácticas riesgosas, como la del testigo vicario (violencia por sustitución), la empatía total, etc., porque no pretende alcanzar el relato como propio. A esta problematización sobre los límites de conformación del objeto se podrían agregar otras funciones profesionales complejas del tipo «asaltante», desinteresado», «comprometido» y «militante».
Como podría iluminar Spivak (1998), se trata de un error suponer que los testigos necesitan de los intelectuales para hablar. Entonces ¿cuál sería la distancia epistémica «digna» para investigar? Ahí surgen una serie de inquietudes: ¿hasta qué punto son los intelectuales los responsables por las tensiones sociales y políticas que se encuentran como resultados?, ¿en qué circunstancias es aceptable realizar el estudio en un entorno que, se sabe, conlleva riesgos políticos y criminales?, ¿resulta válido investigar una realidad que para sobrevivientes y familiares pueden ser difícil de confrontar? En estas preguntas se desliza una zona gris, en el sentido que plantea Agamben (2002) y que nuevamente incumbe al lugar de enunciación y al espacio «entre ambos», en la que se entrelazan conceptos de cuidados, responsabilidad, afectos, aceptabilidad y validez en soluciones que no resultan fáciles ni cómodas.
Entonces asumimos que bajo determinadas circunstancias los testigos hablan por sí mismos. No obstante, si bien se debe contar con el testigo para que sitúe la importante cuestión sobre contar de qué estamos hablando cuando hablamos de la experiencia del horror en los lugares, pensamos que funda- mentar todo lo acontecido desde ahí resulta insuficiente. Esto no quiere decir que el testimonio haya perdido su fuerza de denuncia ni su ámbito de validez. Tampoco conlleva a invisibilizar la importancia del ámbito testimonial, ni relativizar los saberes de los testigos, sobrevivientes, resistentes y víctimas, sino que lo que se quiere hacer ver es, como dice Nicholls (2013, 41-44), que «Las voces sin embargo son pocas» para ilustrar la angustia que produce la representación de «lo imposible», que es el fenómeno de la desaparición, aquella muerte sin materialidad alguna.
Cuando el horror se trata exclusivamente desde la posición del testigo- víctima, se hace difícil de elaborar y de dotar de sentidos amplios, se opera reduciendo la densidad del acontecimiento al «dolor irreductible» y a las propiedades del mismo testimonio. En consecuencia, se pierde la posibilidad de reflexionar. Asumiendo una antropología negativa desde Bauman (2016), la imagen de lo incomprensible se diluye un poco. Esto envuelve desanudar las ideas de que todo el horror sucedió en un tiempo-otro o pasado que ya se fue. Las preguntas sobre las fechas que enmarcan este proceso carecen de sentido, en tanto se trata de un estatus en construcción, cuando se imponen deberes, deudas y duelos. Se trata, en definitiva, del pasado que duele. Este tiempo incumbe a la experiencia de la contemporaneidad, el cual posee un «espesor» que le confiere una duración que deriva más de una percepción que de una realidad tangible, pero que permite dar sentido a los acontecimientos por los que atravesamos (Rousso 2018).
Por su parte, la materialidad de los lugares de la represión tratada en su especificidad conjuga un acceso donde reside particularmente al horror en cuanto a «lo abyecto» de Kristeva (1982), es decir, pura ambigüedad, una de esas violencias arrojadas al lado de lo posible, tolerable y pensable, que perturba identidades, sistemas y órdenes. A diferencia del testimonio, su potencialidad no reside en las palabras que lo nombran, sino en las relaciones, sensibilidades y vivencias que supone. Por los bordes de todas «las cosas» que nos rodean y que constituyen aquello que es «nuestro mundo», acá estamos aludiendo a las intervenciones de carácter «propiamente humano». Por «materialidad dictatorial» nos referiremos a la forma sensible que adquirieron las huellas del pasado que duele en el Cono Sur, en los aspectos más visibles o de mayor escala del daño: armas y elementos punitivos propios de esta experiencia por ejemplo, la picana, la parrilla, los complejos militares y policiales, las cartografías represivas, las fosas comunes, los cuerpos de asesinados y desaparecidos, las indumentarias con impactos de bala, etc.; así como también en aquellas dimensiones menos visibles, por ejemplo, las improntas que quedaron tras el paso de las maquinarias que quisieron ocultar los cuerpos una y otra vez, ultrajados, las sensaciones corporales, espaciales, olfativas y sonoras que se evocan en visitantes y testigos en sitios de memoria, entre otros.
A su vez, conviene resaltar que quizá, a diferencia de otros campos, en este se puede y debe reconocer que tanto los efectos y las afectaciones son múltiples y presentes, porque todos quienes habitamos este lugar de enunciación encarnamos las huellas de esta violencia, y uno de los grandes errores de las políticas de olvido y sanitización del pasado levantadas por los Estados ha sido desplazar el dolor a un grupo exclusivo: «las víctimas directas», encapsulándolas sin considerar a la sociedad completa (Fuenzalida y Olivares del Real 2021). El dilema del lugar de enunciación de quienes no estuvimos involucrados directamente en los hechos no resulta menor, como delineamos antes a nivel disciplinar, pero contiene también una dimensión biográfica y generacional. Este lugar se experimenta en nuestro caso, familiarmente, con la vivencia del exilio y, personalmente, con el activismo (Fuenzalida 2018), desde donde se elabora el problema en sus transferencias político-afectivas.
Segunda parte
El marco disciplinar
Las décadas de 1950 y 1960, en Chile, se caracterizaron por la emergencia de espacios de discusión impulsados por profesionales autodidactas que, proviniendo de otras áreas técnicas, contribuyeron a la creación del oficio de arqueólogo. Pero no fue sino en las décadas de 1960 y 1970 que la arqueología afianzó su práctica. En pleno Gobierno de la Unidad Popular,3 con el arribo de diversos intelectuales procedentes del exilio político y cuando se discutía la reforma universitaria, se proyectaron los inicios de la carrera en las universidades de Concepción y Antofagasta, en programas de estudio liderados por mujeres: Zulema Seguel y Guacolda Boisset, respectivamente.4 En ese marco, se presentaron concepciones sobre el rol público de la universidad y de la arqueología. Por ejemplo, en la Revista Rehue del Instituto de Antropología de la Universidad de Concepción,5 el editor en 1972 describió un compromiso por una arqueología social:
Es nuestro cuarto número y el primero salido desde la instauración del gobierno popular. Vivimos momentos definitorios, en un proceso fundamental para el pueblo. Nuestro compromiso intelectual con los hombres que están en la construcción del Chile Nuevo requiere integrarse a ellos, y al mismo tiempo, realizar nuestra practica social en nuestras actividades específicas (Garbulsky 1972, s. p.).
Para el mismo año, en la Universidad de Concepción se recibieron dos vi- sitas significativas: Manuel Rivera de la Calle, arqueólogo cubano, y Luis Lumbreras, arqueólogo peruano, quien dictó cátedras que resultaron en el libro Arqueología como ciencia social (Garbulsky 1998). En 1971, al organizar el Primer Congreso de Científicos de Chile por la Comisión Nacional de Ciencia y Tecnología, se dio a conocer un informe aprobado por voto de la mayoría de los integrantes de la comisión, elaborado por el profesor Julio Montané, que estableció que el fin de la arqueología no era otro que el estudio de las formaciones económicas específicas. Por primera vez, se presen- taba una perspectiva crítica referida a la desactualización teórica, al estado lamentable de los museos y a la nula relación comunitaria de la investigación, así como la predominante conformación de élite de la disciplina. Además se plantearon altas expectativas sobre el desarrollo disciplinar bajo un Gobierno popular:
hoy más que nunca es importante disponer de toda la experiencia histórica, una parte fundamental debe entregarla la investigación arqueológica, a fin de que los chilenos podamos encontrar éxito en nuestro propio camino en la construcción del socialismo (Montané 1972: 4).
Este periodo ha sido retratado por Orellana (1996, 173) como altamente polarizado, con la existencia de dos tendencias: las «antropologías marxistas» y las «antropologías pluralistas y críticas». Dicho retrato no está exento de reprobaciones, pues en gran medida se reduce el interés marxista de los arqueólogos chilenos a una caricatura, al realizar afirmaciones sobre la presión por participar del cambio social y el enceguecimiento que se presentó en la visión científica (Garbulsky 1998, 206). Más allá, se debe ponderar la creación de agendas sociales y universitarias y la discusión sobre el papel de los intelectuales en su quehacer y sociedad.
En el marco del I Congreso del Hombre Andino (junio de 1973) y ante el «tanquetazo»,6 Luis Lumbreras, José Luis Lorenzo y John Murra manifestaron su solidaridad con los colegas chilenos, y producto de la reunión se elaboró una declaración de preocupación por el resguardo de la institucionalidad del país (Garbulsky 1998). Con la dictadura (1973-1990) ocurrió un proceso de mutilación de la profesionalización que se había desarrollado, y un desmembramiento total de las humanidades que repercute profundamente en la arqueología. Se trata de un acontecimiento imprescindible para entender la conformación actual, como ha sido explicado por Sierralta (2020). Cabe decir que, a diferencia de otros casos en el mundo, en Chile no se ha documentado el ejercicio de una arqueología que contribuya directamente al proyecto dictatorial.
No obstante, el giro que ocurre desde ahí es brutal. Dentro de las mayores implicancias estará la disgregación total con «la depuración de las universidades», el cierre de los proyectos universitarios de Concepción (1974) y Antofagasta (1976), y el corte de raíz con las relaciones de las áreas humanistas. A los despidos, le siguieron la persecución, delación, secuestro, tortura, expulsión, exilio y aniquilación de los estudiantes, funcionarios y académicos. En concomitancia, ocurrió una campaña expresa de despolitización del campo universitario con una serie de estrategias basadas en un régimen de premios y castigos, así como un sistema de control e informaciones constante y un reemplazo de autoridades acordes al régimen (Santos 2015).
La década de 1980 se caracterizó por el despliegue de la violencia política institucionalizada, que se manifestó a través de una administración, burocracia y sistema que permitió el reconocimiento legal del funcionamiento de diversos espacios represivos que actuaron en circuitos territoriales, en un contexto coincidente con los comienzos de la reactivación política de la sociedad civil opositora (Fuenzalida 2020). El accionar de los aparatos de seguridad estatales estuvo marcado por la masividad de los secuestros, el carácter científico y técnico de los interrogatorios que incluyeron espacios de filmación y uso de drogas, los allanamientos a barrios completos y los múltiples heridos producto de montajes y falsos enfrentamientos televisados (Fuenzalida 2020).
Empero, en 1986, un grupo de investigadores del Museo Chileno de Arte Precolombino colaboró por petición del ministro Carlos Cerda en el caso Cuesta Barriga,7 en un hecho inédito a nivel disciplinar: «los arqueólogos; no solo no estaban acostumbrados a participar en esta arqueología del presente, sino que en ciertos casos declinaron» (Cáceres 1992). En el año 1988, el Colegio Antropólogos de Chile fue contactado para replicar el ejemplo del Equipo Argentino de Antropología Forense: «Llamaron a varios. Y yo pensé y todavía lo pienso que teníamos algo que decir al respecto» (Iván, entrevista en Fuenzalida 2022a). Si bien era preciso que personas capacita- das del ámbito profesional «con todos los honores y laureles» participaran de las instancias de la formación, fueron los jóvenes quienes asumieron el desafío. El Grupo Chileno de Antropología Forense (GAF), desde su conformación trabajó, en la identificación de restos humanos para casos de víctimas de desaparición forzada y ejecutados políticos (Padilla y Reveco 2004), con apoyo de instituciones claves en la defensa de los derechos humanos, como la Fundación de Ayuda Social de las Iglesias Cristianas (FASIC) y la Vicaría Chilena de la Solidaridad.
El 14 de diciembre de 1989 Patricio Aylwin, candidato a la presidencia del Partido Demócrata Cristiano, perteneciente a la Concertación de Partidos por la Democracia, venció por 52.2 % de los votos a los candidatos del partido Unión Patriótica Independiente, Hernán Büchi (exministro de Hacienda en dictadura), y de la Unión de Centro Progresista, Francisco Javier Errázuriz (empresario). El 11 de marzo de 1990, Aylwin recibió de manos del dictador Pinochet la banda presidencial. En pleno cambio de mando, «aparecieron» los restos silenciados de los desaparecidos: «participó la Brigada de Homicidios de la Policía de Investigaciones. Y ahí, en ese momento nosotros no fuimos, fuimos al otro día, llevados por la Vicaría y por el juez» (Iván, entrevista en Fuenzalida 2022a). En este punto se debe enfatizar el clima reinante con fuerte autoritarismo y continuidad de las violaciones a los derechos humanos. Por ello, la confianza que depositaron las agrupaciones de familiares sobre el equipo de profesionales del GAF no fue menor. Por estos años, también se deben destacar las iniciativas de Agustín Llagostera, María Antonieta Costa, Lautaro Núñez, Francisco Téllez, Olaff Olmos, Ximena Navarro, Julio Sanhueza, Andrea Seelenfreund, Calogero Santoro y Antonia Benavente, entre otros, que contribuyeron con su experiencia en peritajes en la zona norte, centro y sur del país (Cáceres 2004).
Las tensiones del proceso de consolidación del GAF incidieron en que emergieran problemas de gestión, disolviéndose en el año 1994 (Padilla y Reveco 2014, Rosenblatt 2019). Para el doctor Clyde Snow, los esfuerzos se apartaron del modelo que habían elegido seguir en el momento en que las autoridades médico-legales estatales se involucraron (Rosenblatt 2019). A esto se debe sumar el fracaso del trabajo forense del Servicio Médico Legal (SML), en el caso del Patio 29, una parcela ubicada en el Cementerio General de Santiago, que fue usada en la dictadura como espacio de sepultación clan- destina de ejecutados políticos (Torres 2011). Hasta la actualidad el tema permanece inconcluso, existiendo escaso pronunciamiento sobre las responsabilidades políticas y éticas de estos hechos (Fuenzalida 2017). La crisis que se generó implicó que, a fines del 2005, el SML fuese completamente reestructurado. Hacia el año 2007, se creó la Unidad Especial de Identificación Forense (UDDHH), que conformó un espacio multidisciplinar que hasta hoy cuenta con colegas que, entre muchas otras tareas, realizan la investigación de desaparición forzada.
En el espacio gremial general, conforme pasaron los años, se revitalizó la docencia y la investigación. El multiculturalismo fue promovido como enfoque de las políticas públicas por los Gobiernos de la concertación, cuyas acciones se plantearon como estrategias para la superación de la pobreza e inclusión social. Siguiendo a Bolados (2012, 136), la década de 1990 se vivió como un verdadero «neoliberalismo multicultural», tendiendo a desligar al Estado de sus obligaciones y responsabilizar a los ciudadanos en tanto consumidores. Ayala (2007, 2014) ha estudiado el implemento de estas políticas y la participación activa de los arqueólogos(as) como agentes de la patrimonialización. En este caso, la autoridad científica ha servido para convertir en retórica patrimonial a saberes y prácticas indígenas, con esencialismos y fijaciones de la diversidad cultural que legitiman las estrategias estatales.
La emergencia de la arqueología de mercado a fines de la década de 1990, de la mano del Sistema de Impacto Ambiental, implicó grandes cambios, volviendo patrimonio a los sitios y materiales arqueológicos, y privatizando el manejo de los bienes culturales. La arqueología comenzó a vincularse a megaproyectos de inversión minera, inmobiliaria, turística, entre otros; es decir, en roles empresariales y de consultoría (Bocara y Ayala 2011). Uno de los daños colaterales más impactantes es la crisis de los museos como instituciones depositarias, que en realidad es una crisis ética, porque bajo el paradigma extractivista se ha conducido al acumular por acumular restos que, ante todo, son cuerpos humanos (Abarca et al. 2018). Otra externalidad han sido los problemas de gestión y fiscalización de las entidades estatales patrimoniales ante la enorme demanda por evaluación ambiental (Ayala 2015). La respuesta a los reclamos de los funcionarios estatales por mayores recursos humanos y económicos ha sido afianzar el área de «desarrollo sustentable» en detrimento de otras y así encauzar argumentos para la modificación de la normativa patrimonial. Lo que se diagnostica es que, bajo la regulación del mercado y el tecnicismo creciente de la arqueología de impacto ambiental, se fueron disociando casi por completo las relaciones con las comunidades indígenas y locales.
De otro lado, en 1981 comenzó el financiamiento por medio de fondos concursables de la comisión de ciencia del Estado, operando desde ese entonces radicales reformas económicas y culturales promovidas por la refundación neoliberal de la dictadura. Según Ballester (2016a, 103), este posicionamiento fue más una búsqueda, «cuyo origen pudo ser la lucha de intereses y cargos en las decisiones políticas de las ciencias nacionales en plena dictadura, pero no para la generación de conocimiento acerca de la sociedad». Lo cierto es que, con el sistema de financiamiento científico, se terminó instalando el valor de la competencia como variable central, fomentando lógicas empresariales con más doctores, más papers, más citas y así, menos trabajos colectivos y en la sociedad.
En este modelo de estructura científica, los arqueólogos fueron aumentando progresivamente el número de publicaciones durante toda la década de 1990, para posteriormente (en la década de los 2000) diversificar los espacios de publicación y de la mano de mayor especialización técnica, cuyo ejemplo emblemático son las arqueometrías, ir consolidando su presencia en circuitos anglosajones (Gurruchaga y Salgado 2017). Desde los parámetros de la cienciometría se ha consignado el buen desempeño arqueológico, en términos de la productividad y la cantidad de citados (Cornejo 2017), ubicado solo bajo campos altamente competitivos como la astronomía. Lo anterior no sería tanto problema de no ser, porque existe un tipo único de discurso publicado: el paper. En una búsqueda simple en librerías locales se puede constatar que ya no hay casi arqueólogos que publiquen libros.8 Asistimos así a la «tiranía del paper» (sensu Santos 2012) como el modo privilegiado de escritura y comunicación de la arqueología. De otro lado, y a pesar de que desde estas lecturas se valora la arqueología como ciencia, esta en lo concreto permanece fuera del debate actual sobre las malas prácticas laborales, particularmente sobre el acoso sexual, las brechas de desigualdad de género, etc., como parte de movimientos como la «revolución de las batas blancas» y «ciencia con contrato» (Salazar et al. 2017).
A esto hay que acotar que, por muchos años, se ha opuesto la mirada científica y académica a la expresada por la arqueología de mercado desde una posición reaccionaria que aludía a que este último desempeño «no era arqueología» (Cáceres y Westfall 2004). Con esto se buscaba menospreciar la práctica de impacto ambiental, pero no en claves críticas, sino por ejemplo aludiendo a la juventud de los colegas que se titulan y tienen así acceso a los permisos de excavación. En realidad, constatamos la presencia de una falsa dicotomía, porque se trata de dos caras de la misma moneda sobre el quehacer arqueológico en el mapa planetario neoliberal actual. Ya sea como profesor universitario o arqueólogo consultor de mercado, en todos los casos es sintomática la actuación, como dice Said (1996, 82), en tanto profesional que concibe el trabajo «propio como algo que haces para ganar la vida, entre las nueve de la mañana y las cinco de la tarde, con un ojo en el reloj y el otro vuelto a lo que se considera debe ser la conducta adecuada profesional: no «causando problemas, no transgrediendo los paradigmas y limites aceptados, haciéndote a ti mismo vendible al mercado y sobre todo presentable, es decir, no polémico, apolítico y ‘objetivo’».
En este marco disciplinar, un giro se constató desde mediados de los 2000 en adelante, en la atención dada al acompañamiento de los procesos de memoria y movimientos sociales asociados a las luchas por la «recuperación» de ex espacios represivos de la dictadura lideradas por sobrevivientes, activistas de derechos humanos y vecinos (Bustamante 2016, Piper et al. 2013, Guglielmucci y López 2019). Así, el arqueólogo ha encontrado espacios de trabajo, ya sea en la colaboración de la formulación de expedientes técnicos para solicitar la protección patrimonial al Estado (Fuentes et al. 2009), la creación de inventarios regionales sobre la variabilidad de lugares que existieron (Olmos et al. 2019, Torres 2020), las labores de investigación y creación de archivos orales (Brachitta et al. 2019, Fuenzalida 2011, Fuenzalida et al. 2020), los estudios para la implementación de estrategias educacionales y museográficas (Glavic et al. 2016), entre otros. La demanda ha sido creciente y el Colegio de Arqueólogas y Arqueólogos de Chile, desde el 2017 en adelante, agrupó una mesa de trabajo que lanzó un documento orientador para la ciudadanía (Mesa de Trabajo Sitios de Memoria 2017). Recientemente, también existen esfuerzos vinculados al análisis de las luchas políticas actuales (como ejemplo, Carvajal et al. 2021, Goldschmidt y Letelier 2021).
En todos los casos, se comprueba el ejercicio independiente de los profesionales, es decir, en su mayoría se trata de esfuerzos que no guardan relación con instituciones de orden académico, estatal o privado. Igualmente que en el caso del enfoque forense y del GAF, a esta arqueología le ha costado legitimarse en el ámbito disciplinar local (Fuenzalida 2017). Esto a pesar de que desde el año 2012, y de manera continua, las temáticas están presentes en instancias de interacción como el Congreso Nacional de Arqueología Chilena, y que hay un acuerdo entre los investigadores de que se trata orientaciones que sirven para problematizar prácticas y epistemologías arqueológicas (Vilches y Jofré 2020).
Investigaciones arqueológicas sobre sitios de memorias
Si bien la mayoría de los sitios de represión durante la dictadura estaban ubicados principalmente dentro de las unidades policiales y militares, hubo algunas excepciones ubicadas en barrios residenciales. Una fue Nido 20, situada en la comuna de La Cisterna, en Santiago. Este lugar clandestino y temporal se utilizó para secuestrar, detener, torturar y asesinar, y estuvo activo entre 1975 y 1976 como parte de una red represiva contra la organización regional sur del Partido Comunista. El aparato de inteligencia de la Fuerza Aérea coordinó las operaciones junto a personas del partido y también participa- ron personas del partido ultraderechista Patria y Libertad. Entre el 2016 y el 2018, se llevó a cabo un proyecto autogestionado, aunque patrocinado por el Comité de Derechos Humanos9 (Fuenzalida et al. 2020). La infraestructura y la estructura del vecindario no han sufrido cambios significativos a lo largo del tiempo, lo que ha permitido desarrollar técnicas de análisis directamente sobre el edificio y sus alrededores (Fuenzalida et al. 2020).
Mediante el ejercicio de inspecciones superficiales a ojo desnudo, se registraron las huellas del período represivo. Estas huellas se identificaron como manchas en las superficies de las paredes y aberturas, lo que permitió determinar su dispersión por las distintas habitaciones. Esto se verificó posteriormente mediante la realización de un análisis de los planos arquitectónicos originales y actuales de los inmuebles. Así, pudo constatarse la existencia de ampliaciones recientes, construcciones internas para ampliar los usos de las casas u otros espacios. Además, la mayoría de los indicadores de violencia se concentraban en los dinteles de regiones específicas, como los pasillos y los salones principales, que cumplían su función de obstruir la iluminación y confinar a las personas. Del mismo modo, las zonas que se modificaron sistemáticamente, por ejemplo, el área de servicio, la cocina y el baño, correspondieron, según los relatos de las víctimas y los perpetradores, a las secciones utilizadas para torturar (Fuenzalida et al. 2020).
El estudio tuvo en cuenta la subjetividad presente de quienes administran el espacio y recibieron las recomendaciones profesionales, así como la propia trayectoria que ha sostenido su uso, donde se realizan actividades extraprogramáticas escolares, eventos artísticos, clases de peluquería, atención de reiki y biomagnetismo, entre otros (Fuenzalida y La Mura 2017). Todos fueron elementos de relevancia para conjugar una perspectiva investigativa que resultara compatible: «cómo llegar a la sutileza y de manera no soberbia y de una manera no impositiva a decir bueno, pucha, tienen que considerar que los resultados son estos y no querer cambiarles la historia» (Natalia, entrevista en Fuenzalida 2022a).
Otro caso por describir es el del antiguo cuartel Borgoño, que estaba situado dentro de la comuna de la Independencia en Santiago. Construido a principios del siglo XX, este complejo arquitectónico se utilizó como espacio para el Instituto de Higiene Pública, que abarcó un área de una hectárea ubicada en la orilla norte del río Mapocho. Durante la década de 1980, se implementaron una variedad de prácticas represivas incluidos, entre otros, el secuestro, el aislamiento, el aislamiento y la tortura, lo que provocó que se transformara en uno de los principales centros operativos de la Central Nacional de Informaciones (CNI). Tras la promulgación de decretos oficiales, la CNI transfirió la propiedad del terreno a la Policía de Investigaciones (PDI) en 1987. A fines de la década de 1990, la PDI demolió uno de los edificios principales, reconocido por los relatos de sobrevivientes de la violencia política. La estructura en cuestión estaba ubicada en Burgoño, número 1470. Como resultado de esta demolición, la Policía erigió un edificio antinarcóticos en 1998 y estableció sus aparcamientos y oficinas en las zonas aledañas a otros edificios.
En el año 2016 se reanudaron los trabajos de demolición en nuevos edificios, lo que impulsó la movilización de sobrevivientes y activistas de derechos humanos, hasta lograr detener la segunda destrucción autorizada por el Estado y demandar la protección patrimonial. Entre los años 2018-2021, la Policía prohibió el ingreso al lugar, por lo que «en las afueras se desarrollaron múltiples actividades artísticas, foros, ollas comunes, instalación de memoriales y conmemoración de fechas relevantes para la memoria» (Fuenzalida 2020).
La contribución arqueológica apoya la búsqueda del colectivo Memoria Borgoño,10 que sigue siendo difícil de alcanzar debido a su actual custodia policial. Se ha llevado a cabo una investigación sobre los archivos históricos y la planimetría para documentar la historia ocupacional del sitio, desde su creación a principios del siglo XX hasta su establecimiento como institución educativa dentro de la Universidad de Chile, y transformación final en un espacio represivo, teniendo en cuenta sus usos públicos. Además, se ha llevado a cabo una colaboración con entidades estatales involucradas en la preservación del patrimonio para evaluar el estado de conservación de los edificios, lo que ha indicado la posibilidad de detener su deterioro. Además, se ha creado un archivo oral11 para capturar los aspectos sensoriales del sitio, con el objetivo de retratar su materialidad y espacialidad.
El último caso que se presenta se refiere al campo de prisioneros políticos conocido como Melinka-Puchuncaví, situado en una ciudad a lo largo de la costa de Valparaíso, aproximadamente a una hora y media de Santiago. Originalmente concebido como un balneario para trabajadores entre 1970 y 1973, el campo fue conceptualizado dentro del programa de Gobierno de la Unidad Popular. El balneario constaba de diez cabañas por pabellón construidas con paneles de madera prefabricados. La Marina asignó el lugar como espacio de detención oficial para el Poder Ejecutivo desde 1973 hasta 1976. Los primeros detenidos fueron obligados a terminar la construcción incluida la instalación de alambradas de púas, casetas de vigilancia, trincheras con sacos de arena y otros elementos que recreaban el ambiente de un campo de concentración. Debido a su reconocimiento oficial, se permitieron las visitas periódicas y, a pesar de su naturaleza de centro de internamiento forzoso y permanente, se llevaron a cabo diversas actividades recreativas como manualidades, artes y deportes (Fuenzalida 2022b).
En el 2021, se llevó a cabo una intervención arqueológica a instancias de la Corporación Memoria y Cultura de Puchuncaví,12 con el objetivo de con- solidar un proyecto de museo de sitio. Esta intervención consistió en caracterizar el subsuelo para identificar las áreas de actividad y las características significativas. Los hallazgos preliminares revelaron dos aspectos significativos (Fuenzalida 2022b). El primer aspecto se refiere al reconocimiento de las formas constructivas, los cimientos y los pilares, así como de los polígonos de las áreas ocupadas por los pabellones de las cabañas, lo que está vinculado a su constitución original como balneario. El segundo aspecto se refiere a las estructuras de radier, escaleras y acceso a las celdas que fueron construidas por los propios presos políticos utilizando los materiales disponibles, como ladrillos, granitos y piedras de río. Se emplearon varios estilos y gestos técnicos para adecuar sus condiciones de vida teniendo en cuenta las gotas de agua de lluvia y las pendientes. Las excavaciones arqueológicas nos brindaron la oportunidad de ahondar en las complejidades de la eliminación de la basura cotidiana, tanto para los usos posteriores durante las décadas de 1980 y 1990, como sucursal del municipio y como para prácticas de desmantelamiento. Estas prácticas se caracterizaban por la presencia de diversos elementos constructivos, como pilares de electricidad, restos de techos y puertas, entre otros. Así, los análisis revelaron la función represiva y de supervivencia del vertedero, como lo demuestra la presencia de casquillos de bala, colillas de cigarrillos, alimentos, restos de vidrio de botellas y restos de materias primas que sirven para pulir, grabar e hilar. Estas materias primas incluyen tejidos, metales y huesos.
La experiencia de trabajo desarrollada en torno a los sitios de memorias permite afirmar la existencia de un sentido de lugar singular que establece un vínculo entre pasado y presente, a pesar de los silencios y olvidos que emanan desde la sociedad (Fuenzalida 2023). Ocuparse de este pasado, a partir del estudio de la materialidad de los lugares, puede funcionar potencialmente como instructivo educativo y político en el encuentro conflictivo entre huellas, ruinas, agendas de los actores, instituciones y Estado (Fuenzalida 2023). Bajo estas indagaciones, si bien se subentiende de que la arqueología pue- de estudiar las bases de la violencia de manera transcultural y transhistórica, existe una conciencia de la relevancia del factor político que alcanza en estos contextos una actualidad. Así se plantea a la arqueología como una especie de «proyecto» que contiene una intención en virtud de la contribución que se desea realizar para transformar las bases de la sociedad, «al traer el pasado del que nos cuesta hablar», no como mero acto rememorante, sino desde la restitución justa de una lucha oprimida, que posibilite la emergencia de nuevos espacios más participativos (Fuenzalida 2017, 141).
Directrices finales
En cierta medida, las tramas que unen a este «archipiélago cultural» que denominamos Latinoamérica se fundan en compartir rasgos estructurales de la violencia conformados por desigualdades sociales, autoritarismos, racismo, violación a los derechos humanos, esclavitud, dependencia económica, por nombrar algunos. La «arqueología de dictaduras» puede definirse como un énfasis del sur global, dirigido a dar cuenta de la especificidad de la práctica arqueológica dedicada al estudio del ciclo dictatorial. Se trata de un acento de último momento otorgado tanto por investigadores del Cono Sur (Ataliva 2019, Fuenzalida 2017) como desde ámbitos globales (Crossland 2012, González Ruibal 2014, Harrison y Breithoff 2017, Rosignoli et al. 2020). Dentro de las variantes más relevantes se encuentra la antropología y arqueología forense (Ataliva et al. 2019, López Mazz 2017), los estudios sobre la cultura material y los efectos de las dictaduras; dentro de estos últimos, especialmente aquellos dirigidos a entender el funcionamiento de los espacios represivos, circuitos de la violencia, estrategias, así como su conformación en sitios de memorias (Cattaneo et al. 2019, Jofré et al. 2016, Marín y Tomasini 2019), junto con la resistencia y otras expresiones asociadas (Fuenzalida et al. 2021b).
Dicha arqueología aparece como parte de los empujes alternativos al desarrollo actual disciplinar en el contexto neoliberal, que se caracteriza por un «no pensar» generalizado, en tanto la forma de pensar opera exclusivamente en una lógica utilitaria de fines y medios, desde la racionalidad técnica-instrumental. Además, en Chile, en cuanto laboratorio neoliberal latinoamericano (Gaudichaud 2016), se debe evaluar como intento de dar forma a la labor intelectual perdida, aquella que mira con nostalgia el polo de desarrollo científico de la década de 1960, y proyecta, en paralelo, al empuje de otros colegas de la región, aportes que estimulan redes transnacionales (Rosignoli et al. 2020). Sin embargo, esta posición cabe considerarla siempre al margen, pues el grueso de la producción arqueológica regional sigue escindido de sus contextos sociológicos y mirando hacia el norte global (Politis et al. 2006).
En Chile, la revuelta popular conocida como «estallido social», desencadenada en octubre del 2019, abrió un nuevo ciclo político que puso de relieve la crisis del modelo democrático y neoliberal, con expresiones callejeras e insurrectas (Márquez y Hoppe 2021). A la par, el Estado criminalizó la protesta y desarrolló nuevas violaciones a los derechos humanos. Pese a los diversos informes de carácter nacional e internacional con denuncias realizadas, todo permaneció en una «tensa calma», sin resolverse a nivel social o judicial. Tras la capitalización de la efervescencia social por parte de la clase política dirigente, se abrió la posibilidad de un proceso constituyente, con actores históricamente rezagados (indígenas, mujeres e independientes). Si bien el borrador de la nueva Carta Magna consagró principios de plurinacionalidad, enfoques de derechos humanos y género, así como el respeto al medio ambiente y la naturaleza, este fue rechazado mayoritariamente. Este hecho sociológico se presenta hasta hoy como nueva interrogante. El escenario más claro es que asistimos al fracaso de consignas valoradas globalmente como el «Nunca más», o locales como «Por un mañana mejor», y meta-prescripciones que fuerzan una noción del pasado en cuanto instancia de caos y conflicto, como «ha sido», y un futuro «sin violencia política».
En dicho escenario, las contribuciones arqueológicas que hemos reseñado vuelven a actualizar su importancia en cuanto a conformar una entrada a la problemática de la memoria, un recurso otro que se emplaza desde el relato fundado en la sistemática de la materialidad, aquella sensible, fragmentaria, incompleta y remitida a la huella de la violencia y daño palpable que dejó el «aún aquí» de la dictadura. El trabajo por la memoria y las labores de acompañamiento que desarrollamos al alero de los colectivos para los espacios de memoria involucra siempre una conciencia de las condiciones del presente que modelan su desarrollo. En el último tiempo, es imposible no observar los actos de vandalismo que han ocurrido sobre los sitios de memoria (léase robos, destrucciones, atentados de pintura y otros agravios). Estos condujeron a la creación de un protocolo de seguridad por parte de las entidades patrimoniales (Becerra 2021).
Más allá del anunciado protocolo de las autoridades, este tipo de hechos permite ilustrar el abandono por parte del Estado al trabajo de memoria ciudadano, manifiesto en la ausencia de acciones concretas y políticas integrales de la memoria. Al mismo tiempo, interpretamos que la vandalización sobre los sitios de memoria expresa un asentamiento de las lógicas del desprecio, tedio e indolencia hacia el otro, que se promueven estructuralmente con la mercantilización total de la vida social. Se trata de la mayor limitante para nuestro quehacer arqueológico. Arendt (2004) ya nos advirtió lo que ocurre ante procesos de desmoronamiento morales y políticos, procesos deshumanizadores que traen crímenes contra la humanidad, con el acatamiento y cooperación de la propia sociedad. De momento, a nosotros solo nos queda exponer estas tramas y advertir sobre sus peligros desde cualquier espacio y herramienta que tengamos a mano.