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Revista Kawsaypacha: Sociedad y Medio Ambiente

versión impresa ISSN 2523-2894versión On-line ISSN 2709-3689

Rev. Kawsaypacha  no.11 Lima ene./jun. 2023  Epub 30-Jun-2023

http://dx.doi.org/10.18800/kawsaypacha.202301.a005 

Artículos

Los derechos de la naturaleza y la necesidad de transitar hacia una nueva ontología

The rights of nature and the need to move towards a new ontology

Cecilia Monteagudo1 
http://orcid.org/0000-0002-5530-6563

Sheyla Liliana Huyhua Muñoz1 
http://orcid.org/0000-0002-7133-5540

1 Pontificia Universidad Católica del Perú. Lima, Perú.

RESUMEN

La relación instrumental que los seres humanos hemos normalizado como vínculo con otras formas de vida no humanas nos ha conducido a construir un modo de vida que ha generado daños ambientales irreparables e irreversibles. Frente a ese escenario, el presente artículo se propone problematizar desde la perspectiva de algunas voces de la hermenéutica contemporánea la relación entre la naturaleza y la posibilidad de su acceso a derechos. Para tal propósito, la investigación se divide en cuatro secciones. Inicialmente, se desarrolla una revisión de los vínculos entre el antropocentrismo, el derecho moderno y la construcción de la identidad del sujeto moderno. Seguidamente, en continuidad con la idea anterior, se propone una interpretación de la búsqueda y producción del conocimiento como una actividad capaz de causar efectos destructivos al medio ambiente. Posteriormente, tal perspectiva se complementa con una reflexión en torno al mito del objetivismo científico como una actitud homogeneizadora que termina colonizando diferentes esferas de la cultura. Finalmente, se aborda la dominación de la naturaleza por parte del ser humano como una práctica que refleja el vínculo utilitario a través del cual hemos organizado nuestra forma de vida, el mismo que nos invita a pensar en la necesidad de transitar hacia un nuevo paradigma ontológico que nos posibilite construir una relación no jerarquizada ni excluyente respecto de formas de vida no humanas.

Palabras clave: Derechos; Filosofía; Ontología; Razón instrumental; Hermenéutica; Perú

ABSTRACT

The utilitarian approach, normalized by humans as a way to relate with other non-human forms of life has led us to build a lifestyle that has generated irreparable and irreversible environmental damages. In such context, this article offers a complex view from some voices of contemporary hermeneutics about the relationship between nature and its possibility of accessing rights. For this purpose, research is divided into four sections. We initially propose a review of the links between anthropocentrism, modern law and the construction of the modern subject’s identity. Next, an interpretation of the search and production of knowledge as an activity capable of causing destructive effects to the environment is offered in relation to the previous ideas. Then, such perspective is complemented by a reflection on the myth of scientific objectivism, as a homogenizing attitude that colonizes different cultural spheres. Finally, we address the domination of nature by human beings as a practice that reflects the utilitarian bond through which we have organized our way of life. This invites us to think about the need to move towards a new ontological paradigm that allows us to build a non-hierarchical and non-exclusive approach to non-human forms of life.

Keywords: Rights; Philosophy; Ontology; Utilitarian approach; Hermeneutics; Peru

Introducción

El paradigma antropocéntrico, aquel sobre el que se funda el derecho moderno y que posiciona al sujeto como el centro y fin absoluto de la creación, legitima la postura clásica de reconocimiento de derechos según la cual solo el ser humano es digno de ser titular de derechos subjetivos.

Etimológicamente la palabra antropocentrismo es clara: está compuesta de dos términos, uno griego, el otro castellano, pero que proviene del latín. «Anthropos» es griego y quiere decir «hombre» en el sentido genérico de «ser humano» (el específico «varón» se dice «andros»). La segunda parte es aún más obvia y deriva del término latino «centrum». Es decir, el antropocentrismo se refiere al ser humano considerado como centro (Anaya, 2014, p. 2).

Sin duda, esta es la premisa a partir de la cual el derecho moderno construye el sentido y orientación de su quehacer mediante la delimitación estratégica de qué formas de existencia participarán o no del acceso a la justicia. Esta centralidad ocupada por el sujeto produce entrampamientos y obstáculos que el derecho mismo con sus instrumentos no logra comprender del todo.

1. Humanidad, derechos y dignidad

«La idea, pues, de la supremacía del ser humano, y no solo de alguno o algunos, sino de la humanidad en su conjunto, que ha marcado la historia en los dos últimos siglos, se la debemos fundamentalmente a Kant» (Anaya, 2014, p. 6). Tal como refiere la cita, el lugar privilegiado en el cual se ha posicionado al sujeto se sostiene en la idea de dignidad humana. Es esta la que otorga la supremacía, así como también es el suelo firme sobre el que se funda el derecho moderno. Dicho principio genera, por un lado, una exclusión respecto de otras formas de existencia, de vida, de estar dado y, por otro lado, otorga privilegios a una única forma de ser como si implícitamente se partiera de la idea que el ser solo puede acontecer bajo la forma de lo humano. «[…] al ser humano se le da en su creación misma, la cualidad de ser él mismo creador. Ya esto podría deducirse del encargo de someter, de dominar […]» (Anaya, 2014, p. 9). Esa cualidad de crear es la que le permite a la modernidad distinguirse de la tradición y concebirse a sí misma como lo nuevo. Es decir, al ser capaz el sujeto moderno de crear su propio orden en lugar de estar sometido a un orden naturalmente impuesto, se pone en evidencia su autonomía. El que pueda autolegislarse y, con ello, construir un nuevo sentido y comprensión de la realidad, es lo que genera las condiciones de posibilidad para que el sujeto pueda ejercer dominio sobre lo no humano.

Así, son precisamente la dignidad y la autonomía los atributos que legitiman al sujeto como la preocupación única sobre la cual debe avocarse el derecho moderno. A lo que se suma el rechazo a la diversidad. En este sentido, un autor como López señala que la pluralidad era percibida por la mentalidad moderna como un obstáculo para el progreso, ya que hacía de la realidad un escenario heterogéneo e incontrolable (López, 1997). La razón debía estar al servicio de la construcción de una realidad homogénea, pues la homogeneidad era vista como una forma de integración del mundo. A su vez, esta integración era un atributo práctico y funcional, pues a mayor homogeneidad, sería mucho más práctico ordenar la realidad. Por el contrario, es la diferencia propia de la pluralidad a la que se responsabiliza de propiciar las condiciones de posibilidad de la contradicción, de la falta de acuerdo, lo que dificulta el poder organizar y ordenar la realidad. De ahí que, para convertir a la realidad en una unidad, había que homogeneizarla mediante la razón instrumental y el individualismo:

Así, aunque la desacralización liberó al hombre de la voluntad divina, también permitió que la racionalidad instrumental tomara un lugar sobresaliente en la orientación de la acción. […] Las consecuencias «perversas» de esta situación estarían a la vista (i. e. la subordinación del medio ambiente a las exigencias inmediatas de la producción industrial; la prioridad otorgada al crecimiento económico sobre la igualdad en la distribución de bienes e ingresos) (López, 1997, p. 18).

La razón instrumental se articuló fácilmente con la idea de que la realidad y los elementos que la componen fueran vistos como un medio y no como fines en sí mismos, motivo por el cual el sujeto puede desplegar el criterio de la eficacia y la utilidad sobre ellos. Es decir, si de lo que se trata es de priorizar el crecimiento de los bienes para mejorar la calidad de vida de una gran mayoría, entonces, tiene sentido volver al mundo natural útil para el uso y bienestar del hombre. Bajo esta lógica, se sigue que la naturaleza, por ejemplo, al ser un medio sea vista como a disposición de la voluntad humana. La mirada hacia el progreso de la modernidad necesita de una visión instrumental que legitime el dominio y el uso de las formas de vida no humanas.

En esta misma línea, la fundamentación del derecho moderno, paradójicamente, para ser funcional necesita de una comprensión reduccionista del ser. Es decir, necesita excluir las formas no humanas de ser para iniciar y legitimar la construcción de un modelo de justicia que necesita a su vez de lenguaje e instrumentos pensados por y para el sujeto. ¿Por qué se le ha atribuido a la existencia de las vidas no humanas una valoración inferior que a las vidas humanas? ¿Cuáles son los criterios que otorgan a la existencia humana un valor ontológico superior y a la existencia de las vidas no humanas un valor ontológico inferior? ¿Cómo, en qué condiciones y para qué fines se ha creado esa jerarquía ontológica? Más aún, ¿por qué la comprensión del ser se construye tomando en consideración solo al sujeto, sus atributos y su forma de existencia como medida?

Las preguntas previamente formuladas evidencian la necesidad de una reflexión filosófica e interdisciplinaria, pues la demanda de la teoría de los derechos de la naturaleza, aquella que sostiene que los ecosistemas requieren una protección que trascienda su concepción como objetos para evitar que la visión utilitarista sobre la naturaleza acelere su deterioro (Postel, 2003), no podrá ser atendida sin una aproximación crítica que cuestione ese sentido común sobre el cual se han sedimentado los principios del derecho moderno. La lucha por el reconocimiento de los derechos de la naturaleza no puede seguir siendo pensada como un asunto exclusivo del quehacer del derecho. Por el contrario, es el derecho moderno mismo el que, al partir de la premisa que afirma que hay una forma superior de ser (la del ser humano) respecto de otra inferior (la de la naturaleza), está proponiendo una discusión ontológica.

¿Qué es el ser? y ¿qué soy? son las interrogantes ontológicas clásicas deudoras de la metafísica tradicional, aquella que entiende al ser desde el punto de vista de la presencia plena:

¿Es el ser de lo que se llama el sujeto, desde la más lejana tradición, nada más que el de un ente encerrado en sí mismo? De ser así sería, en su solipsismo, uno, pues se bastaría él mismo. Lo uno, con la sola remisión «a sí», es unidad que se pone estrictamente como presencia. La unidad de la presencia se llama identidad y significa la proximidad absoluta consigo misma (Vélez, 2008, p. 83).

El principio de identidad hace de la presencia una fuente dadora de sentido y desempeña una función fundacional de significación, pues es a partir de este que se fundamenta una gran mayoría de sistemas de pensamiento filosófico desde los que nos hemos aproximado a la realidad.

«Esta presencia, […], aborda el ser en su unidad indivisible y reclama su identidad. Mas, ¿qué significa ser idéntico a sí mismo?» (Vélez, 2008, pp. 83-84). La presencia encuentra su realización en ese ser idéntico a sí mismo. En otras palabras, la identidad es garantía de que hay presencia. Sin embargo, como bien cuestiona la cita, si la presencia entiende la identidad de esa manera, se sigue que solo el sujeto (aquel cuyo ser está dado bajo la forma de la existencia humana) cumple con el requisito que exige la presencia. Es decir, es solo el sujeto quien necesita y puede autocerciorarse de su presencia. Esta necesidad de autocercioramiento del sujeto se corresponde con la necesidad de la modernidad de autofundamentarse a sí misma como época.

La autofundamentación es la novedad moderna que permite establecer una ruptura con la tradición. De igual forma, el autocercioramiento era indispensable para que el sujeto moderno pudiera nacer y, así, desconectarse de la manera cómo la tradición concebía al hombre. La modernidad necesita una nueva antropología acorde a los nuevos tiempos: «las expresiones edad “nueva” o “moderna” (mundo “nuevo” o “moderno”) hubieron perdido su carácter puramente cronológico, para pasar a designar el carácter distintivo de una época enfáticamente “nueva”» (Habermas, 2008, p. 15). Es en virtud de este empezar de nuevo que el sujeto moderno necesita de una identidad que contribuya a legitimar su posición como el centro de la creación.

El antropocentrismo construido por la modernidad coloca al sujeto al centro precisamente porque es solo él quien puede autocerciorarse de su existencia y participar de la presencia. A su vez, esto se debe a que solo él puede dar cuenta de esa relación interna de lo mismo consigo. Si el sujeto no fuese capaz de ello, no podría ocupar el lugar central. Por ello, el autocercioramiento no es solo un asunto metafísico, pues el que el sujeto ocupe el lugar central de lo que existe, genera una desvaloración de la otredad no humana (la cual se ve reflejada, por ejemplo, en las dificultades de acceso a derechos). «[…] se habla de la predominancia valoral del ser humano con respecto a todo lo demás existente y se establecen, por lo tanto, subordinaciones […]» (Anaya, 2014, p. 2). Las subordinaciones a las que hace referencia el autor son consecuencias de una ontología que necesita reducir la comprensión del ser a la medida del sujeto para poder responder con certeza a las preguntas ¿qué soy? o ¿quién soy? Estos cuestionamientos son respondidos desde la identidad entendida como unidad, de manera tal que se garantice que la existencia humana participa de la presencia, lo que conforma una respuesta limitada.

Esta forma de ontología imposibilita pensar la identidad desde la relación con el otro, pues el sujeto moderno es unidad suficiente por sí misma (no necesita de ninguna otredad) para reafirmarse como tal: «[…] el ser vivo más complejo, con el cerebro más evolucionado, lo que le permite, […], tener conciencia refleja, de la que carecen los animales superiores, aunque en ellos se encuentre cierto grado de inteligencia capaz de establecer relaciones» (Anaya, 2014, p. 4). Como bien sugiere implícitamente la cita, la inteligencia es medida a partir de la forma del intelecto humano, es decir, el ser humano es un referente universal a partir del cual se definen conceptos que serán usados para medir otras formas de existencia.

Simultáneamente, se establecen también los límites de qué formas de existencia participan de tales conceptos. Así, si el intelecto humano es suficiente para el autocercioramiento (para dar cuenta de su identidad como unidad), entonces, se entiende que sea reconocido como un algo perfecto o acabado en el sentido de que ya no le hace falta nada más, no carece de nada. Nada externo a él mismo le es necesario para dar cuenta de sí:

[…] es sobre todo en el pensamiento de la Ilustración en el que encontramos más desarrollada esta idea. Kant principalmente ha dejado una herencia muy importante al respecto. Desde luego por la extrema importancia que da a la racionalidad, pero también por su pensamiento ético desarrollado en el contexto de esa racionalidad (Anaya, 2014, p.5).

Como señala Anaya en la cita anterior, es gracias a esa racionalidad que el sujeto puede autofundamentarse, a diferencia de otras formas de vida no humanas que, al no poseer racionalidad de la misma forma en que el sujeto la posee, están incapacitadas para autocerciorarse. Es también por ello que la identidad del sujeto no es relacional, pues los otros no se encuentran en el mismo nivel de racionalidad que aquel.

Por el contrario, si se incluyera la participación de un otro en la construcción de la identidad del sujeto, no solo se estaría transgrediendo la noción de unidad, ya que se necesitaría de un algo externo al sujeto para complementar lo que él por sí mismo no podría hacer, sino que se estaría estableciendo una identidad relacional con una vida no humana que no posee la misma forma de inteligencia y que, en consecuencia, tampoco tiene el mismo nivel ontológico. Adicionalmente, si el sujeto necesitara de algo externo a sí mismo, dejaría de ser autosuficiente y su lugar central estaría en riesgo. La unidad impide que la identidad pueda ser entendida y construida de manera relacional. La única relación posible es la que el sujeto establece internamente consigo mismo, pero ¿es realmente una relación aquella en donde hay un solo elemento que se vincula consigo mismo? ¿Qué consecuencias éticas se pueden generar a partir de esta comprensión de la relación?

Kant explicará que el hecho de que el ser humano sea considerado como un fin y no como un medio se debe a que tiene «dignidad»; cualquier otro ser no puede ser un fin absoluto, sino solo un medio, es decir, con un fin relativo; relativo al ser humano. Sin que Kant emplee la palabra, ahí está manifestado claramente el antropocentrismo (Anaya, 2014, p. 6).

La dignidad es el privilegio que demarca qué vidas o formas de existencia merecen ser tomadas en consideración para ser preservadas mediante la justicia administrada por el derecho moderno.

La unidad reafirma la autosuficiencia del sujeto para dar cuenta de sí sin necesitar si quiera establecer relación alguna con otras formas de ser o de existencia. Al no necesitar el sujeto relacionarse con otros, automáticamente, esos otros quedan desprovistos de ser dignos de preocupación moral o, en todo caso, si hubiera un acercamiento moral hacia ellos, esa atención estará subordinada a aquella que se debe ofrecer a los seres humanos. Esta subordinación ontológica se refleja en la realidad, ya que nuestros modelos éticos se preocupan solo por la defensa de los intereses de los seres humanos, en tanto solo estos son considerados como dignos de recibir atención moral y de justicia.

Esta ontología es derivada de una metafísica tradicional, que entiende al ser como presencia y que imposibilita una ampliación de la comprensión del ser. Es decir, desde la construcción misma del sentido de los conceptos de presencia, identidad, unidad, mismidad, entre otros, se evidencia un hermetismo ontológico respecto de la participación de otras formas de ser, de existencia, de identidad relacional, pues estas últimas no cuentan con las condiciones de posibilidad para realizarse a sí mismas la pregunta ¿qué soy? En esta línea de interpretación, Anaya sostiene:

En una terminología del campo de la filosofía ética, afirmo que nosotros tenemos dignidad (Kant); los animales y el mundo vegetal sólo tienen valor, el que de ninguna manera podemos negar, pero no se puede aplicar a animales y vegetales el término «dignidad» (2014, p. 4).

Lo señalado por el autor en relación a la dignidad explicada por Kant, evidencia que hay una justificación por la cual la naturaleza y los elementos que la componen no pueden gozar del mismo nivel de atención moral y, por ende, de justicia. Se le reconoce al mundo natural valor, sin embargo, esa valoración es otorgada a las sombras de la medida del sujeto, por lo que se cimienta una relación de subordinación.

Las formas de vida no humanas están excluidas de realizar el autocercioramiento de su identidad, pues no pueden preguntarse a sí mismas por sí mismas y, en consecuencia, no participan de la presencia. Es esta no participación en la presencia la que permite que se forme una suerte de jerarquía ontológica: la forma del ser de lo humano es superior respecto de la forma de ser de lo no humano, debido a que solo el primero puede autocerciorarse.

La conciencia es la presencia que se instala por encima de la dignidad de todo ente; es ella la presencia que alimenta la metafísica tomando nombres diversos: yo, cogito o sujeto, y que, como sujeto, ha fijado la forma que domina toda manera de ser (Vélez, 2008, p. 89).

Tal como sostiene la cita, es el sujeto el que ha establecido los alcances del concepto de identidad al tomarse a sí mismo como la medida de todo lo que es. En otras palabras, el ser ha sido comprendido en los límites del sujeto, de lo humano.

Es el sujeto el único que «[…] se reconoce permaneciendo (en maintenance) en su mismidad, y esa relación con la unidad y la identidad lo transportan irrebatiblemente hacia la presencia; se revela allí el gozo del lugar privilegiado y más alto de la metafísica» (Vélez, 2008, p. 89). Es gracias a ese autocercioramiento que el sujeto está en la presencia y, por ello, a su forma de existencia se le otorga un status ontológico superior. Sin embargo, ese privilegio ontológico no queda restringido únicamente al ámbito de la metafísica. Por el contrario, ese privilegio se legitima desde la metafísica, pero se extiende hacia la realidad. El autocercioramiento es la condición de posibilidad que le permite al sujeto dar paso al mundo moderno, pues gracias a que puede dar cuenta por sí mismo de su presencia puede proyectarse al futuro. Pensar el futuro aparece como posibilidad solo si el instante presente está garantizado mediante la identidad del sujeto entendida como unidad. Es decir, la exclusión de la alteridad en el autocercioramiento que asegura la participación del sujeto en la presencia es también aquella que nos abre las puertas al tiempo futuro. En ese sentido, el futuro y la concepción lineal del tiempo son una consecuencia de la exclusión de la alteridad, así como también constituyen el rasgo distintivo que diferencia la concepción temporal tradicional y la de la modernidad.

La orientación específica hacia el futuro que caracteriza a la Edad Moderna solo se forma a medida que la modernización social deshace con violencia el espacio de experiencia viejo-europeo característico de los mundos de la vida campesino y artesano, lo moviliza y lo devalúa en lo que a directrices para la formación de expectativas se refiere (Habermas, 2008, pp. 22-23).

La destrucción de todo aquello que no ocupa el lugar central es casi una consecuencia lógica que se deriva de todo lo anteriormente explicado. Nada de lo que existe, excepto el sujeto, puede autocerciorarse de sí mismo en términos de identidad, unidad y presencia. Por ello, estas otras formas de existencia incapaces de autocercioramiento quedan desprovistas de valor ontológico y, en consecuencia, son eliminables.

La metafísica tradicional justificó con gran facilidad la necesidad de establecer una forma homogénea, universal, certera y absoluta desde la cual narrar la comprensión de la realidad. Es decir, como si esos fueran por naturaleza los criterios que todo decir debe cumplir para ser considerado digno de conformar el discurso oficial de la comprensión de la realidad. Por el contrario, es la excesiva confianza en la objetividad del conocimiento, garantizada por el método de la ciencia, la que ha sido identificada como la causa raíz de muchas de las problemáticas que hoy no sabemos cómo afrontar. El objetivismo científico, al establecer una forma única de verdad, suscita una actitud de sospecha y desconfianza, debido a que esta forma de estructurar el pensamiento naturalizó la exclusión de otras formas de comprensión y la convirtió en el único proceso racional válido. Esto se debe a que solo así, mediante esa cerrazón a otras voces, garantiza su propio éxito al construirse y presentarse como un sistema cerrado y acabado.

En la línea de lo que sostiene Nietzsche, esta búsqueda incesante de la verdad entendida como explicación totalizante, llamada metafísica tradicional, requiere de una particular aproximación ontológica. Así, la ontología debe poder proponer una comprensión del ser que encaje y se corresponda con los propósitos omniabarcantes de aquella metafísica descrita previamente. Es decir, el ser debe limitarse a ser entendido dentro de los límites que la metafísica, mediante sus requisitos naturalizados, le demarca. En ese sentido, tanto la metafísica y la ontología a la que se hace referencia comparten un criterio común de sentido que parece ser un vínculo indisoluble entre ambas: la presencia. La metafísica tradicional exige pensar el futuro desde condiciones que permitan garantizar un cierto orden capaz de sostener una comprensión de la realidad casi inalterable, de manera que el curso de la realidad no se vea comprometido o en riesgo.

¿Puede la respuesta a la pregunta por el ser limitarse solo a lo que está presente? ¿Puede la presencia agotar al ser? En un tenor más interdisciplinario, ¿es la presencia la única forma en que el ser puede performar o acontecer? Por difícil de creer que sea, ese ha sido, probablemente, uno de los presupuestos más evidentes en el campo filosófico y, por ello, exento de sospecha: el ser es presencia. Dicho de otro modo, solo lo presente es y lo no presente no participa del ser. Esta idea se fue sedimentando no solo en la filosofía, sino también en el imaginario común.

Esta dinámica del excluir es muy similar a las que se describen en conceptos como la biopolítica (pensemos en autoras como Hannah Arendt y Judith Butler) y la necropolítica (pensemos en Achille Mbembé), por lo que no es casualidad que los efectos del funcionamiento de estos dos últimos conceptos mencionados sean cercanos a los producidos por la metafísica y su ontología. Esto se debe a que la necropolítica sostiene que el poder político se ha convertido en una práctica que busca prescribir a los individuos cómo vivir para conservar su vida, mientras que a otros sujetos los conduce hacia una muerte que es necesaria para la preservación del poder mismo.

De igual forma, la metafísica y ontología tradicionales le otorgan vida a una única narrativa, y para que esta sea incuestionada, se da muerte a todas las demás, de modo que se refuerza su poder al no haber otras voces. En otras palabras, ya sea que la exclusión se manifieste bajo la figura de la segregación de cuerpos humanos o bajo la forma de un inofensivo y natural proceso de pensamiento racional, las consecuencias comparten un denominador común: la muerte y silencio de los grupos excluidos, pero simultáneamente la exigencia firme de una reivindicación. Hay una voz de lucha proveniente de todas aquellas formas de ser marginalizadas, así como formas de comprensión que escapan a los contornos de la presencia y que reclaman formar parte del ser. La presencia es un privilegio concedido al instante del presente. Es decir, lo que se da en la instancia presente, puede mantenerse como verdad permanente.

2. El conocimiento desde el paradigma moderno como dar la muerte. Una voz que da muerte a otras posibilidades de sentido

Esta ontología que concibe al ser desde el punto de vista de la presencia está articulada con una comprensión del conocimiento como un proceso que comienza necesariamente con un dar la muerte. La expresión procede de Derrida (2000) y hace referencia a un principio tanático que es condición de posibilidad del conocimiento. Pero dicho principio es estratégicamente invisibilizado, no verbalizado y silenciado con la finalidad de garantizar que la actividad humana llamada conocer pueda gozar de valor moral. Es decir, el conocimiento debe ser siempre juzgado como moralmente bueno para que sea un quehacer válido y con sentido legítimo y, por ello, esa cuota de violencia debe permanecer oculta. De esa forma, si el conocer es categorizado como bueno y legítimo, entonces, su dar la muerte también ha de ser justificado. En otros términos, el campo del conocimiento nos educa para normalizar el dar la muerte.

¿En qué sentido el conocimiento implica un dar la muerte? Esta afirmación debe entenderse de dos formas. En primer lugar, el conocimiento tiene un precio, esto es, el objeto se vuelve cognoscible del todo en la medida en que se le despoje de su vitalidad. El cuerpo humano y la naturaleza son los objetos de estudio que conforman, quizá, los casos más emblemáticos, pues para conocer la verdad de su ser se les tuvo que desacralizar en nombre de un bien mayor: el conocimiento.

Por un lado, para lograr que los secretos del funcionamiento del cuerpo humano se hicieran públicos:

[…] el cuerpo-máquina tuvo que convertirse en un cadáver -sin vida y sin las connotaciones sagradas que rodeaban tanto a la muerte como a los cuerpos del mundo medieval- […] solamente el cadáver desprovisto de fuerzas vitales y divinas podía ser abierto, auscultado y husmeado por los científicos […] (Sibila, 2006, p. 75).

Esta es la impronta implícita con la cual la modernidad se inaugura y se posiciona como el paradigma de lo nuevo, pues debía legitimarse el dar la muerte para poder iniciar una etapa donde conocer traslúcidamente un objeto sí fuera posible: una novedosa forma de construir conocimiento se comenzaba a cimentar. «El cuerpo muerto, sin embargo, desprovisto de la gloriosa llama vital, se volvía cognoscible: sus estructuras mecánicas se hacían explicables» (Sibila, 2006, p. 76). Cumplir con el mandato moral del conocimiento, implica aceptar que el sujeto goza del derecho y de las capacidades para adueñarse, apropiarse, agotar, descomponer, fracturar, fraccionar, alterar, invadir, destruir, cosificar, someter, simplificar y hacer transparente legítimamente a su objeto de estudio. Por ello, el conocimiento demanda establecer una relación de subordinación (ontológica entre el que conoce y el objeto por conocer), injusta y asimétrica de violencia, pero necesaria con aquello que se quiere conocer:

[…] pero para eso era necesario develar todos sus misterios, había que dejar de lado los antiguos escrúpulos religiosos y poner las manos en la masa corporal, con el fin de examinar minuciosamente cada órgano y especificar sus funciones en la compleja máquina del organismo humano (Sibila, 2006, p. 75).

Es decir, en su muerte, el objeto revela su verdad, pues es susceptible de ser sometido a toda examinación posible en tanto que la vida, la cual le fue extraída, ya no es más un obstáculo.

Por otro lado, la naturaleza era considerada, como bien la describía Leibniz, un gran reloj universal creada por un buen relojero. Ello se debe a la gran admiración hacia el orden de la naturaleza o también llamada organicidad natural.

Si hasta antes de 1492, predominaba una visión orgánica del mundo, en la que la naturaleza, el hombre y el conocimiento formaban parte de un todo interrelacionado, con la formación del sistema-mundo capitalista y la expansión colonial de Europa esta visión orgánica comienza a quedar subalternizada (Castro, 2005, pp. 81-82).

En un principio, esa organicidad representaba todo un enigma para el hombre, ya que no existían las técnicas y otros saberes necesarios para descifrar los códigos o leyes universales que regían la naturaleza. Sin embargo, esa racionalidad interna natural no podía permanecer incognoscible por más tiempo, pues era urgente develarla para así acondicionar la naturaleza y transformarla en un lugar habitable, más amable para el hombre. De pronto, el exceso de admiración se convirtió en un deber conocer y ese deber conocer devino en experimentación: «se impuso la idea poco a poco de que la naturaleza y el hombre son ámbitos ontológicamente separados y que la función del conocimiento es ejercer un control racional sobre el mundo» (Castro, 2005, p. 82). Fue la racionalidad del sujeto la que le otorgó el derecho de cosificar a la naturaleza. Así, para que esta práctica pudiera ser llevada a cabo, la natura tuvo que dejar de ser un algo vivo para ser usada legítimamente como un laboratorio. Conocer la naturaleza es posible siempre que se le otorgue la muerte.

El gran mecanismo universal había comenzado a operar de forma automática, con todas sus piezas en completa sintonía. Todos los fenómenos químicos y biológicos podían reducirse a la fórmula mecánica; el mundo era regido por leyes claras y universales, que los hombres debían descubrir, enunciar, comprobar y utilizar en su provecho (Sibila, 2006, p. 74-75).

Es en este escenario en el que se fundamenta la distancia ontológica entre el sujeto y la naturaleza. El sujeto ocupa un status ontológico superior en la medida en que posee razón. Este atributo le permite al hombre ser un agente activo en la construcción de la realidad -y no solo contemplarla y describirla-, pues puede trascender a lo naturalmente dado. Es por ello que el sujeto ya no está en total condición de dependencia en relación a lo que la naturaleza le ofrezca, sino que puede crear y transformar: «es decir que el conocimiento ya no tiene como fin último la comprensión de las conexiones ocultas entre todas las cosas, sino la descomposición de la realidad en fragmentos con el fin de dominarla» (Castro, 2005, p. 82). Es el atributo de la razón lo que permite al hombre fragmentar la realidad para construir conocimiento verdadero. Así, la luz natural de la razón, como diría Descartes, facultaría al hombre con la infalibilidad necesaria para emprender la búsqueda de la verdad y volver a empezar desde los primeros fundamentos. Esta se convierte en una de las tareas centrales de la modernidad.

«¿Qué cosa existente en nosotros es la que aspira propiamente a la verdad?» (Nietzsche, 1985, p. 21). La verdad es el atributo esencial del conocimiento. Al poder develar con total transparencia la verdad del objeto, se vuelve recién viable, en la modernidad, la promesa de mejorar las condiciones de vida que asegurarían la conservación de los hombres. El confort de la vida humana era directamente proporcional al conocimiento. En otras palabras, el dar la muerte, que permite construir los conocimientos, es también el principio que permite asegurar la vida y su prolongación: la proyección de la vida es respaldada por la muerte. De ahí que se haya forjado un vínculo sólido entre el conocer, la verdad y la moralidad: el conocimiento y la búsqueda de la verdad son buenos en la medida en que gracias a ellos se puede proyectar y prolongar la vida del hombre. «Suponiendo que nosotros queramos la verdad, ¿por qué no más bien, la no-verdad? ¿Y la incertidumbre? ¿Y la ignorancia?» (Nietzsche, 1985, p. 8). Ya Nietzsche había reconocido con premura que la incertidumbre y la ignorancia no contribuyen a la preservación de la vida en la medida en que no aportan al proyecto de dominación. En consecuencia, ambas deben ser juzgadas como sin valor moral, razón por la cual entre el saber y el no-saber, se ha de preferir el saber la verdad: la verdad ordena el caos de la realidad -simplifica, economiza- y, por ello, es funcional y práctica.

En segundo lugar, dar la muerte también hace referencia a la simplificación de la realidad a una sola forma legítima de construir el sentido. Esta visión racional, en Occidente, siempre ha sido privilegiada y es la vara de medida con la que se juzga, con la que se da la muerte a cualquier otra forma posible de comprensión. Todo lo cual se justifica en la idea de que dicha visión es la única que puede prometer objetividad:

Como Dios, el observador observa el mundo desde una plataforma inobservada de observación, con el fin de generar una observación veraz y fuera de toda duda […] la ciencia moderna pretende ubicarse en el punto cero de observación para ser como Dios, pero no logra observar como Dios (Castro, 2005, p. 83).

Cuanto más objetiva sea la mirada, más verdad habrá en ella. Por ello, para que la objetividad esté libre de todo margen de error, debe oponerse y distanciarse del mundo sensible, pues todo conocimiento que provenga de él ha de ser dudoso y carente de certeza. A partir de la necesidad de objetividad y verdad, se ha creado y forjado el hábito de creer que el sentido debe construirse a partir de criterios puramente racionales: solo tendrá sentido pensar todo aquello que la razón sí pueda conocer o sobre lo cual ella sí pueda ofrecer alguna respuesta. De lo contrario, si la razón no es capaz de ello, entonces, el objeto en cuestión será deslegitimado, dado que la razón no puede agotarlo.

3. El mito del objetivismo científico y su colonización de todas las esferas de la cultura

La búsqueda metódica de la verdad y el objetivismo son dos actividades propias de la modernidad, abordadas críticamente por distintas corrientes filosóficas, pero en este texto destacaremos los aportes de la hermenéutica y la deconstrucción.

El rasgo científico que penetró en la constitución espiritual de Europa produjo una diferencia entre formas expresivas y formas de pensamiento como nunca antes había existido en la vida cultural de la humanidad. […] A eso que ocurrió ahí y que configuró la historia de Occidente lo podemos denominar en un sentido muy amplio «ilustración», ilustración por medio de la ciencia (Gadamer, 2001b, pp. 173-174).

La cita presentada pretende hacer notar un rasgo problemático de la ciencia moderna. Ello se evidencia en la relación que existía antiguamente entre filosofía y ciencia. La filosofía como concepto abarcaba el conocimiento teórico sin la necesidad de que este tuviera una utilidad o fin práctico. Es decir, el conocimiento poseía un valor por el mismo acto de conocer, independientemente de toda lógica utilitaria. Por el contrario, la ciencia sí requería una finalidad útil. Por ello, cuando surgió la ciencia moderna «se hizo tarea tan difícil como necesaria definir los derechos de filosofía frente a la ciencia moderna [...]» (Gadamer, 2001, p. 175). Es decir, debía trazarse una línea que delimite el quehacer de cada una, resemantizar los conceptos, de manera que la ciencia y sus métodos sean los responsables de la verdad y el objetivismo que la modernidad busca.

El nuevo ideal del método y la objetividad del conocimiento que este garantiza desgajó paulatinamente el saber de la relación entre enseñanza y vida […]. Para el pensamiento moderno, en cambio, se sobrentiende que el saber y la ciencia tienen que medirse por los hechos de la experiencia. Un conocimiento que sea verdaderamente «saber» únicamente puede extraerse de la aplicación de las matemáticas a la experiencia […] (Gadamer, 2001b, p. 177).

Este pasaje muestra cómo se gesta una resemantización de conceptos. Para la modernidad, el conocimiento no es conocimiento por el simple hecho de ser buscado por sí mismo, sino que este lo es en la medida de su utilidad, de que sea o no aplicable a la experiencia, de modo que pueda generar algún provecho para el sujeto. En otras palabras, el uso se convierte en el criterio que juzga al acto de conocer. De ahí que no sea casualidad la confianza que hay en el método de las ciencias. En este contexto, el método científico no solo garantiza la posibilidad de un conocimiento verdadero, sino que, al ser ese conocimiento verdadero, se garantiza simultáneamente que sea útil al sujeto. Desde esa perspectiva, la verdad que hay en el conocimiento tampoco tiene valor por sí misma, sino en la medida en que esta tiene un fin práctico y produce algún provecho.

Que el conocimiento y la verdad sean valorados en relación a su utilidad resulta relevante, pues guarda coherencia con la metafísica tradicional. Como ya se ha señalado en las secciones anteriores, la jerarquía ontológica entre vidas humanas y no humanas se justifica también en fines útiles. Sin esa diferencia ontológica, no hubiera sido posible construir la realidad tal cual la conocemos, ni tener los modelos económicos y políticos que hoy tenemos. Así, la utilidad se convierte en el criterio que comienza a delimitar los diferentes saberes, ya que estos comienzan a ser jerarquizados y juzgados según los beneficios que producen. En ese sentido, se entiende que el derecho moderno se fundamente también en consonancia con la utilidad. Que sea solo el sujeto quien merezca tener derechos subjetivos es casi una consecuencia lógica del sentido común de la modernidad.

La ontología de la metafísica tradicional es el suelo común sobre el cual ha sido posible construir una realidad así ordenada. Por ello, pensar en la posibilidad de otra forma de configuración de la realidad implica transitar hacia una nueva ontología, de manera que podamos reconstruir, por ejemplo, una identidad relacional y no excluyente, en donde el sujeto reconozca que la construcción de la identidad necesita de la participación de los otros para constituirse como tal, por lo que los otros no pueden ser reducidos a meros medios de utilidad. El giro hermenéutico proporciona condiciones filosóficas adecuadas para gestar una nueva forma de construcción de sentido común.

Basta, simplemente, con considerar que la hermenéutica no constituye un método determinado que pudiera caracterizar por ejemplo a un grupo de disciplinas científicas frente a las ciencias naturales. La hermenéutica se refiere más bien a todo el ámbito de comunicación intrahumana (Gadamer, 2001a, p. 85).

Para la hermenéutica, una condición de posibilidad para poder transitar hacia una nueva ontología es disponer de una actitud capaz de dejarse decir algo o dejarse interpelar por el otro. En la cita propuesta, esa capacidad de receptividad y de cuestionamiento frente al control de la metodología científica se evidencia en la no identificación de la hermenéutica con un único saber, lo que le permite de antemano tener apertura. Una actitud de este tipo facilita tener la disponibilidad suficiente para replantear conceptos más allá de las limitaciones del método, de la ciencia y de la ontología proveniente de una metafísica tradicional. ¿Es la metafísica tradicional la única capaz de dar cuenta del ser? ¿Son la ciencia y el método los únicos caminos válidos para preguntarse por la verdad?

La resemantización es uno de los propósitos de la hermenéutica y como resume Monteagudo la posición de Gadamer:

[…] concluir que el privilegio de tener conciencia de la historicidad de todo presente y de la relatividad de todas las opiniones es un reto al que el hombre moderno no puede sustraerse y que, por lo demás, lejos de llevarnos a la actitud evasiva de recluirnos en los límites tranquilizadores de una tradición exclusiva y excluyente, debería, por el contrario, conducirnos a indagar por las posibilidades que se abren a la razón con mira a la multiplicidad de puntos de vista relativos (Monteagudo, 2018, p. 306).

La renovación conceptual es posible en la medida en que apostemos por dejarnos iluminar por otras formas de comprensión, aun cuando estas estén más allá del pensamiento metodológico. Tal es el caso de la comprensión que se experimenta en el arte, en los mitos y en la experiencia religiosa, por citar unos ejemplos, los mismos que le permiten a la hermenéutica de Gadamer pensar el fenómeno de la comprensión desde una dimensión ontológica. Es decir, como algo que atañe a toda nuestra experiencia del mundo y praxis vital (incluida la de la ciencia), y que debemos entender como una experiencia donde el sujeto que comprende (cualquiera sea la esfera de la realidad a la que se aplica) está indisolublemente unido a lo que se le muestra y descubre como dotado de sentido (Monteagudo, 2018, p. 308).

Por lo anterior, consideramos que la ontología hermenéutica aporta herramientas conceptuales para pensar en una ontología relacional. Es decir, si partimos de la idea de que estamos siempre vinculados a lo que se nos muestra dotado de algún sentido, significa que no podemos seguir pensando que nuestra identidad pueda constituirse desde la exclusión. Por el contrario, los otros no pueden seguir siendo considerados medios, pues forman parte de lo que somos. Así, la identidad ya no es más una unidad encerrada en sí misma ni tampoco el sujeto mismo sería capaz de autocerciorarse de sí, pues su propia identidad necesita de los otros. Es decir, el sujeto ya no sería autosuficiente, más bien, se evidenciaría su vulnerabilidad y su carácter inacabado.

Por su parte, la deconstrucción coincide también en ese aspecto. La resistencia ideológica de ciertos sectores ante la deconstrucción se debe, sin duda, a la adscripción de los mismos a lo que podríamos denominar «el mito del objetivismo», es decir a la creencia en la existencia de una verdad objetiva que se corresponde con una realidad objetiva, exterior y aprehensible por el individuo (Derrida, 2010, p. 9).

Como puede verse, la deconstrucción en clara convergencia con la hermenéutica también desarrolla una crítica frontal al «mito del objetivismo». De manera complementaria hace notar que el posicionamiento en el objetivismo ha generado una mentalidad que subestima todo aquello que no pueda ser racionalmente conocido con nuestras categorías habituales, al mismo tiempo que se desprecian saberes, que al no ajustarse a lo establecido son desterrados a la periferia.

La deconstrucción piensa los límites del principio de razón que ha gobernado y gobierna no solo el pensamiento, sino la vida del occidente. El interés por la marginalidad es una señal de la indecibilidad acerca del espacio donde hallar la verdad, o el sentido, y no un deseo filológico de rastrear en lo desapercibido meramente (Derrida, 2010, pp. 10-11).

¿Por qué todo lo que excede a la forma de comprensión tradicional del sujeto debe ser marginalizado? ¿Por qué no pensar más bien que todo aquello que sobrepasa los límites de la racionalidad se debe a la complejidad y singularidad que pueda haber en ello y que es eso lo que lo hace irreductible?

Es un trabajo de la deconstrucción pensar en cuál es y por qué surge la necesidad de la marginalización del conocimiento que excede los límites de la razón. Como bien sostiene la cita, el interés por descubrir por qué se relegan ciertos objetos o saberes a la marginalidad se debe a que estos atentan contra la racionalidad hegemónica de sentido, pues dichos objetos nos recuerdan que «ese espacio donde hallar la verdad, o el sentido» es indecible. En otros términos, para mantener vivo el mito del objetivismo, se debe excluir todo aquello que lo ponga en duda. «Por ello, justamente, la manera de llevar a cabo una lectura deconstruccionista consiste en atender a las zonas marginales del texto […] los lugares, en suma, en que la vigilancia de quien escribe podría ser menor» (Derrida, 2010, p. 10). La vigilancia trata siempre de preservar el sentido racional y para ello trata de evitar que la contradicción, el sinsentido y la aporía acontezcan.

4. Objetivismo, ontología y dominación

[…] pusieron su esperanza en una dialéctica de la ilustración que hace valer la razón como equivalente a su poder unificador […] desarrollaron conceptos de razón cuya finalidad era cumplir tal programa […] este concepto no hace otra cosa que potenciar aquella violencia de la racionalidad con respecto a fines […] (Habermas, 2008, p. 100).

El privilegio de la razón radica justamente en su poder unificador, a saber, su capacidad de totalizar y transparentar la realidad bajo la forma de orden: la racionalidad es un principio economizador. Interpretar la realidad racionalmente es práctico, funcional y simplificador, en la medida en que le concede al hombre licencia para desvalorizar todo aquello que este no puede hacer transparente. En otras palabras, la racionalidad avala que sí tiene sentido simplificar la complejidad de la realidad:

[…] mientras que la razón viene definida por el control y la utilización calculantes, lo otro de ella solo puede caracterizarse negativamente como aquello de lo que en absoluto podemos disponer, que cae fuera ámbito de lo útil, como un medio en el que el sujeto no puede zambullirse si no hace dejación de sí y transgrede sus límites como sujeto (Habermas, 2008, p. 120).

La razón es el criterio sobre el cual se fundamenta el sentido de la utilidad. ¿Por qué deberíamos invertir tiempo, fuerza y recursos en intentar aprehender algún saber que no pueda ser captado fácilmente por la razón y, peor aún, que no sea útil? Es decir, ¿por qué la complejización de la realidad ha de ser siempre juzgada como innecesaria y a veces sinsentido? La racionalidad hegemónica nos ha adiestrado para asociar a la racionalidad con lo útil y lo práctico; así como a la irracionalidad con la impracticidad. ¿Por qué no pensar más allá de lo útil y lo práctico? Existe cierta censura en ello en la medida en que trascender el ámbito de la utilidad es improductivo. Es en este sentido que Rita Segato afirma:

[…] hasta las prácticas más irracionales tienen sentido para sus agentes, obedecen a lógicas situadas que deben ser entendidas a partir del punto de vista de los actores sociales que las ejecutan, y es mi convicción que solo mediante la identificación de ese núcleo de sentido […] podemos actuar sobre esos autores y sus prácticas (2003, p. 131).

En esta cita, la autora nos invita a hacer el ejercicio de pensar el sentido de la irracionalidad, es decir, aun en contextos donde la razón podría no identificar sentido o lógica alguna, debemos comenzar a pensar que esa ausencia de sentido sí significa algo. Ella propone la iniciativa de comenzar a pensar los asuntos que, por ser considerados irracionales, han sido tradicionalmente abandonados en la periferia. Dicho de otro modo, Segato hace un llamado a deconstruir la práctica de la simplificación de sentido, para poder transitar a la práctica de complejizar el sentido (pensar más allá de una racionalidad hegemónica y de la utilidad).

La pregunta por los derechos subjetivos de la naturaleza requiere complejizar muchos presupuestos que el derecho moderno da por sentado y, por ello, los usa como fundamento para su propio quehacer. Ese ejercicio de pensar sobre cómo se construye la lógica del sentido en el derecho exige una reflexión interdisciplinaria. En ese sentido, la filosofía contribuye a cuestionar las sedimentaciones teóricas que impiden ampliar y resemantizar los conceptos claves para hacerlos permeables y así poder transitar hacia nuevas formas de comprensión de la realidad y de la alteridad. A su vez, ello generaría la necesidad de repensar la forma de construcción de los instrumentos con los cuales se gestiona el acceso a la justicia. Estos métodos también están modelados a partir de nociones modernas que perpetúan la comprensión reduccionista de términos como identidad, naturaleza, otredad, sujeto, etc. En ese sentido, frente a tal comprensión reduccionista del ser, estamos ante el imperativo de transformar y pensar críticamente cómo está construido el sentido común, así como de rastrear los orígenes de este.

REFERENCIAS

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Cecilia Monteagudo. Doctora en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Profesora principal del Departamento de Humanidades y actualmente directora de la carrera de Filosofía de la misma universidad. Especialista en hermenéutica alemana con publicaciones en diversas revistas especializadas. Miembro del Círculo Peruano de Fenomenología y Hermenéutica, del Círculo Latinoamericano de Fenomenología, de la Red Iberoamericana de Investigación en Humanidades Ambientales y de la Red Iberoamericana de Hermenéutica. Correo: cmontea@pucp.pe.

Sheyla Liliana Huyhua Muñoz. Bachillera en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica del Perú y estudiante de la Maestría de Estudios Culturales de la misma universidad. Actualmente es asistente de acreditación de la carrera de Filosofía de la PUCP, predocente en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas y predoctoral fellow del subproyecto Circulating Anarchisms and Marxisms in the Andes en la Northwestern University IL, EE. UU. (2018-2019) como parte del Andrew W. Mellon Project y el International Consortium of Critical Theory Programs (ICCTP). Hasta el 2021 fue predocente de Filosofía en Estudios Generales Letras de la PUCP y hasta el 2022 asistente de investigación del proyecto Los derechos de la naturaleza y el giro hacia un paradigma ecocéntrico, ganador del CAP PUCP 2021. Correo: sheyla.huyhua@pucp.edu.pe.

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