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Lexis

Print version ISSN 0254-9239

Lexis vol.47 no.2 Lima July/Dec. 2023  Epub Dec 18, 2023

http://dx.doi.org/10.18800/lexis.202302.011 

Artículos

“Metástasis del deseo” en la narrativa de Andrea Maturana*

“Metastases of Desire” in Andrea Maturana’s Narrative

Alexis Candia-Cáceres1 
http://orcid.org/0000-0001-7674-4768

1Universidad San Sebastián - Chile, ivan.candia@uss.cl

Resumen

Este artículo realiza un análisis de la representación del erotismo y de la violencia sexual en la narrativa de Andrea Maturana: (Des)encuentros (des)esperados (1992), El daño (1997) y No decir (2006). Empleando una serie de recursos provenientes de la teoría literaria, los estudios de género, la filosofía y la psicología, se propone que su escritura puede ser interpretada a partir de la noción de “metástasis del deseo”, concepto que, por cierto, da cuenta tanto de la transformación y diseminación que experimenta el deseo en sus novelas y cuentos, así como de los nocivos efectos del goce antiético e ilegítimo.

Palabras clave: Andrea Maturana; literatura chilena; erotismo; violencia sexual; siglos XX-XXI

Abstract

In this study, we present an analysis of the representation of eroticism and sexual violence in Andrea Marurana’s narrative: (Des)encuentros (des)esperados (1992), El daño (1997) and No decir (2006). By employing a series of resources drawn from literary theory, gender studies, philosophy and psychology, it is proposed that her writing can be interpreted using the notion of “metastasis of desire”, a concept that accounts for both the transformation and dissemination that desire undergoes in her novels and stories, as well the harmful effects of unethical and illegitimate enjoyment.

Keywords: Andrea Maturana; Chilean literature; eroticism; sexual violence; 20th-21st centuries

INTRODUCCIÓN

(Des)encuentros (des)esperados (1992), El daño (1997) y No decir (2006) configuran un proyecto literario que asume una versión abierta, intensa y transparente del fenómeno erótico, el que, a todas luces, marca un contraste con lo que Juan Armando Epple denomina como “la tradición narrativa femenina anterior a la dictadura (Marta Brunet, María Luisa Bombal, Elisa Serrano, Chela Reyes, Mercedes Valdivieso) donde la expresión del deseo de la mujer se mediatizaba en diversas estrategias de enmascaramientos simbólicos, transferencias y sublimaciones” (1999: 382). Andrea Maturana plasma una erótica compleja y transgresora que no solo constituye una exploración del deseo femenino, sino que revela, también, la expansión y la metamorfosis de otros deseos, tales como el masculino, el homoerótico e incluso de aquellos deseos ilícitos que acaban sumiéndose en el horror y, en definitiva, en el crimen1.

La presencia del erotismo en la narrativa de Andrea Maturana ha sido estudiada en distintos textos críticos. En “Erotismo femenino en (Des)encuentros (Des)esperados de Andrea Maturana”, Lilian Barraza aborda la inversión del “prototipo sexual asignado a la mujer hasta el momento” (2013: 63). Arturo C. Flores opta por una perspectiva similar al estudiar la primera colección de cuentos de Maturana, sosteniendo que esta plasma una “visión y descripción dinámica de la mujer en la que aparece con todos sus atributos humanos y, más todavía, haciendo uso y dirigiendo su propia sexualidad” (1995: 133). Por otro lado, el artículo “De piel a piel: el erotismo como escritura en la nueva narrativa femenina de Chile” de Juan Armando Epple caracteriza a la escritura creativa reciente de mujeres, situando allí el trabajo de Andrea Maturana, como “aquella surgida paradójicamente en condiciones de severa censura política e ideológica, [en la que] la sexualidad y el erotismo se privilegian como los gestos semánticos más dinámicos y transgresores de las propuestas de identidad genérica y social de la mujer” (1999: 383). Asimismo, asevera sobre (Des)encuentros (des)esperados que se trata de “una serie de episodios amatorios cuyo rasgo común es la fugacidad y precariedad de los contactos” (1999: 388). Ángeles Mateo del Pino considera, por su parte, que la narrativa de Maturana da cuenta de una “cartografía del des-amor” compuesta por personajes “marcados por la soledad, la insatisfacción y el vacío” (2002: 187). También resulta interesante el aporte de Olga López Cotín, quien estudia el primer conjunto de cuentos de Maturana a partir del cruce de erotismo y ciudad, proponiendo que los cuentos “se caracterizan por los acercamientos y distanciamientos de los personajes entre sí en el contexto de una ciudad que les resulta ajena y a menudo los antagoniza” (2002: 109). Por último, es interesante considerar la aproximación que efectúa Stephanie Saunders sobre el deseo lésbico en El daño en el texto “Confronting Memory through Homosocial Bonds and Desire in Andrea Maturana’s El daño”.

Además, se han generado estudios sobre la presencia del incesto en El daño y No decir. Mientras que en “La traición paterna y el incesto enEl daño  de Andrea Maturana” Margaret Crosby sostiene que la novela constituye una “alegoría política que muestra la correlación entre el abuso sexual y la violencia durante la dictadura de Pinochet” (2004: 238), Vania Barraza Toledo piensa que en El daño y en No decir Andrea Maturana aborda “una nueva arista sobre la experiencia sexual femenina, en este caso como producto del maltrato y la violencia, motivo por el que esta última narrativa permite elaborar un paralelo entre el cuerpo femenino herido y la nación que busca dejar atrás un pasado represor” (2011: 95).

Ahora bien, la narrativa de Andrea Maturana puede interpretarse a partir de la noción de “Metástasis del deseo”, concepto que, en mi perspectiva, permite explicar el significado y el alcance del erotismo y de la violencia sexual en sus textos. Slavoj Žižek utilizó un concepto similar para titular un libro publicado en 1994, The Metastases of Enjoyment2, esto es, “Metástasis del goce”, noción que le permitió clarificar la división del libro en dos series interrelacionadas: la política y la sexual, derivadas del goce como “[…] elemento generativo primordial” (2003: 12). Utilizo esta metáfora, entonces, porque asumo que la propuesta literaria de Andrea Maturana opera de manera similar, es decir, que el deseo es un elemento generativo primordial que, tal como plantea Žižek, se proyecta en series conectadas. Así, parece indispensable apelar a un concepto que arranca desde la enfermedad para explicar el extremo anhelo de vida y, en oposición, de muerte. Cuando me refiero a “Metástasis del deseo” estoy empleando una imagen que tiene, entonces, dos niveles de lectura. Por una parte, se conecta, etimológicamente, con el término griego metastatis que significa “mudarse de lugar” o “transferencia” y que bien puede asociarse con el desplazamiento y la transformación que experimenta el deseo en la narrativa de Maturana, incorporando a nuevos sujetos y prácticas que, hasta ese entonces, habían sido veladas por la literatura chilena. De esta forma, en la literatura de Andrea Maturana se produce la diseminación del deseo erótico. Por otra parte, es necesario considerar que la metástasis, esto es, la expansión de los focos cancerígenos, causa no solo un severo daño en los órganos afectados, sino que amenaza la supervivencia misma del organismo, lo cual se traduce en un alto riesgo de mortalidad para la víctima. En este sentido, esta imagen permite dar cuenta del grave deterioro psicológico y social que genera la propagación de deseos antiéticos e ilegítimos en los cuerpos femeninos, y, a partir de ello, en el “mujerío”. No por nada Susan Sontag reflexiona en torno a la comprensión pública del cáncer en términos de “una degradación del yo” (1988: 18), lo que, en el caso de Maturana, podríamos entenderlo, más bien, como una degradación del “nosotras” originada por la irrupción de la violencia sexual, especialmente en contra de las menores de edad.

“IRES Y VENIRES QUE NO CESAN”

Andrea Maturana asume como una constante de su producción narrativa la exploración del deseo en sus más diversas manifestaciones. Desde “Doble Antonia”, cuento que abre su primer libro, hasta “No decir”, relato que cierra su último volumen, Maturana construye un erotismo que “gota a gota” (De la Parra 2008: 138) refleja las piezas ocultas de la realidad nacional. Para esto, aborda las reivindicaciones del goce femenino, las fantasías eróticas masculinas y la apertura a los placeres homoeróticos a través de un estilo abierto que traza una mirada profunda de las honduras y los recovecos de la sexualidad chilena. De esta forma, la narrativa de Maturana está cruzada por una energía que desafía las estructuras y las convenciones sociales y que se conecta con el anhelo de fogosidad en Occidente. En esta dirección, resultan relevantes los aportes que efectúan Gilles Deleuze y Félix Guattari respecto del carácter transgresor que detenta el deseo en la sociedad, en especial, al considerar el contexto en que se produce la literatura de Maturana, esto es, en una comunidad conservadora, tal como lo fue Chile en las décadas de 1990 y del 2000:

Si el deseo es reprimido se debe a que toda posición de deseo, por pequeña que sea, tiene motivos para poner en cuestión el orden establecido de una sociedad: no es que el deseo sea asocial, sino al contrario. Es perturbador: no hay máquina deseante que pueda establecerse sin hacer saltar sectores sociales enteros. Piensen lo que piensen algunos revolucionarios, el deseo en su esencia es revolucionario […] y ninguna sociedad puede soportar una posición de deseo verdadero sin que sus estructuras de explotación, avasallamiento y jerarquía no se vean comprometidas. Si una sociedad se confunde con sus estructuras […] el deseo la amenaza de forma esencial (2010: 121-122).

(Des)encuentros (des)esperados abre, al decir de Deleuze y Guattari, una ruta de exploración del deseo “revolucionaria” en la narrativa de Andrea Maturana en la medida que configura personajes femeninos que desafían los límites impuestos por la sociedad patriarcal y que, por consiguiente, se instalan como sujetos deseantes que rompen con la “economía del deseo” propuesta por Luce Irigaray (2009: 189) en El sexo que no es uno y que, más bien, reivindican su derecho al goce. “Doble Antonia” resulta relevante en esta dirección, dado que aborda los componentes de la nueva posición que detenta la mujer en la sociedad chilena y porque revela, a su vez, el impacto que tiene esa transformación en las relaciones de poder. Maturana aborda en el texto la tradicional fantasía erótica masculina: compartir la cama con dos mujeres. A diferencia de los relatos eróticos convencionales, “Doble Antonia” es un relato innovador en la medida que la realización de la fantasía no emerge del anhelo masculino, sino más bien de la iniciativa de la protagonista: “es como querer hacerte un regalo que siempre soñaste y hacerme yo con eso un regalo a la vez” (2012: 12). Una vez que Miguel, el protagonista masculino, confiesa su deseo, la protagonista, lejos de sucumbir a la presión por escenificar un ménage à trois, idea una estrategia para satisfacer esa ansia en sus propios términos, ejecutando, al decir de Žižek, una inversión de lo que parece ser una estructura típica de dominación” (2003: 303), dado que el sujeto subordinado “tiene la situación totalmente bajo control” (2003: 303). En consecuencia, Antonia/Helena propone un desdoblamiento de su personalidad que la lleva a escindirse en figuras contrapuestas:

Helena era autosuficiente y no era fácil herirla. Antonia le parecía frágil y le inspiraba una ternura que no sentía hacia Helena. […] A Helena la había conocido en calidad de misterio, en los instantes de semisueño o en la oscuridad, un poco porque le resultaba menos familiar y también porque prefería no verla; por momentos la imaginaba monstruosa; otras veces desmesuradamente bella. Podía pasar días enteros al lado de Antonia, pero no soportaba demasiado tiempo con Helena sin angustiarse o sentirse amenazado (Maturana 2012: 16).

“Doble Antonia” enfrenta a Miguel, en efecto, a dos personalidades que entienden de manera distinta la celebración y el goce del erotismo. Si la dulce y complaciente Antonia parece entroncarse con la imagen sumisa frente a la figura patriarcal y, en este sentido, se conecta con el diagnóstico crítico efectuado por Judith Butler en El género en disputa -esto es, que “una es mujer en la medida en que funciona como mujer en la estructura heterosexual dominante, y poner en tela de juicio la estructura posiblemente implique perder algo de nuestro sentido del lugar que ocupamos en el género” (2007: 12)-, Helena opta, más bien, por una ejecución erótica fuerte, autoritaria y lujuriosa. Asimismo, es posible trazar un vínculo entre la representación de Helena y el deseo de Miguel de no verla -dado que “la imaginaba monstruosa; otras veces desmesuradamente bella” (Maturana 2012: 16)- así como su actitud salvaje y desafiante, con la relectura de Medusa efectuada por Hélène  Cixous. Lejos del mito griego de las gorgonas, Cixous substrae los rasgos siniestros de Medusa para convertirla en algo muy distinto: “Para ver a la medusa de frente basta con mirarla: y no es mortal. Es hermosa y ríe” (1995: 21). A partir de esa afirmación, Lucía Guerra colige que esa risa significa un discurso que constituye un “acto irreverente que interrumpe el orden, el impulso pulsional que se desborda de todo sistema” (2007: 50), acto que, por cierto, en la narrativa de Maturana, se puede conectar con la postura que asumen los personajes femeninos y, en especial, Helena:

“Helena”, había ordenado Miguel aún semidormido, y había sentido la cabellera violenta golpeándole el cuello y endurecerse una rodilla que ahora le entreabría las piernas dejando espacio en él para la mano decidida de Helena que lo sostenía con precisión, y sin reponerse del todo había abierto la boca para dejar entrar la lengua de Helena enormemente larga, hasta el paladar, lamerle los labios, tomarlo ella sin demasiada piedad, cabalgarlo casi antes de que despertara, maullar en su oído, sostenerle desde arriba con fuerza de los hombros, desobedecer sus peticiones de tregua, arrastrarlo aunque él no se moviera, asesinarlo sin oír sus quejidos; y cerca del borde, poseído por una angustia insostenible, había dicho él “Antonia”, Antonia como el último recurso, y después de un segundo de calma, Antonia, blanca y salvadora, se había puesto de espaldas para recibirlo abierta, húmeda, tibia (2012: 15-16).

Helena representa, entonces, a la mujer que reclama el derecho a disfrutar del eros en los mismos términos que el sujeto masculino, esto es, que el intercambio del goce se genere en una relación de iguales. Cabe añadir a lo anterior que el deseo de Helena no puede ser satisfecho por la “potencia sexual” -tal como se plantea en diversos momentos del relato- de Miguel. Maturana deposita en el cuerpo de Helena la inacabable capacidad para el goce que radica en la mujer. Así, la actitud de Helena puede ser interpretada a partir de los aportes que efectúa Hélène Cixous acerca de la singularización del cuerpo y del erotismo femenino:

si existe algo “propio” de la mujer es, paradójicamente, su capacidad para desapropiarse sin egoísmo: cuerpo sin fin, sin “extremidad”, sin “partes” principales, si ella es una totalidad es una totalidad compuesta de partes que son totalidades, no simples objetos parciales, sino conjunto móvil y cambiante ilimitado cosmos que eros recorre sin descanso (1995: 46).

Así, la mirada de Cixous contribuye a explicar la fisura emocional que se produce entre Miguel y Helena. En efecto, lejos del lazo íntimo que une a Miguel con Antonia, él es incapaz de establecer proximidad con Helena: “Con Helena no hablaba y casi no interactuaba cotidianamente. No había en ella nada coherente que lo hiciera considerarla real, y por su calidad de aparente sueño le resultaba, aún con todo su poder, inofensiva” (Maturana 2012: 17). Esta distancia se ve acrecentada al considerar el desenlace cortazariano3de “Doble Antonia”, el que revela que la mujer real no es Antonia sino Helena. Este giro narrativo es interesante debido a que evidencia que la fuerza, la determinación y la autonomía de Helena impugna el anhelo de estabilidad, orden y, sobre todo, de control que detenta la figura de Miguel. De hecho, una vez que este es incapaz de intercambiar la personalidad de ambas mujeres, se evidencia la disolución de su poder y, en especial, la imposibilidad de lidiar con una “Medusa” que lo lleva hasta el “orgasmo más desesperado” (Maturana 2012: 18), obligándolo a implorar el retorno de Antonia. Sin embargo, esa posibilidad se ha extinguido, al igual que el juego de ambos. De esta forma, Maturana reconstruye una fantasía erótica masculina, generando un relato que impugna la potencia y el poder patriarcal frente a una mujer empoderada y autónoma, que desea explorar el deseo y el placer en sus propios términos.

El daño muestra dos aspectos relevantes de la construcción del sujeto femenino propuesto por Maturana, en especial en la figura de Gabriela. En primer lugar, releva la importancia del goce en la medida que el vínculo que se establece entre ella y Marcelo radica, sobre todo, en el placer. Así, los amantes degustan múltiples encuentros eróticos en diversos moteles de la ciudad:

Llevábamos comida a los moteles […] No comida china, ni nada especial… levábamos, por ejemplo, pan. Pan y queso y jamón. Cosas de picnic como tomate y palta. Y un cuchillo y mayonesa. […] Y comíamos así, sin ropa, sentados en esas camas con olor a falso limpio y a desodorante ambiental dejándonos caer gotas de jugo en todo el cuerpo y en las sábanas […]. Íbamos a los mejores moteles, los más caros, y no pedíamos jamás nada por teléfono privado. Salvo, claro, bebidas, porque siempre nos daba mucha sed. Deben haber pensado que no comíamos nada. Que nos alimentábamos el uno del cuerpo del otro, lo que en cierto modo era verdad (2007: 15).

Tras el quiebre de la relación erótico-amorosa, resulta interesante la confesión que Gabriela le hace a Elisa, su amiga, cuando le explica que la imposibilidad de superar a su ex amante se debe a que nadie tiene la capacidad de entregarle un placer similar: “Es que ninguno me la mete como Marcelo -enfatiza las palabras con rabia, casi con rabia contra mí-. […] A veces pienso que es así de simple y burdo. Que no puedo olvidarlo porque nadie me dio antes ni me ha dado después tanto placer” (Maturana 2007: 54). En este sentido, es pertinente la reflexión que efectúa Elisa en orden a que: “Todo este lío se armó por un exceso de amor” (Maturana 2007: 28), debido a que subraya la conexión corporal que existe entre Gabriela y Marcelo, marcada, a todas luces, por el goce y la pasión. No por nada cuando Gabriela narra, retrospectivamente, sus aventuras eróticas, las hace carne, es decir, transmite de manera elemental la escenificación de una pasión que radica en la afinidad sexual que tiene con Marcelo: “Describe las escenas de sexo (las bellas, las crueles, las dolorosas, las tristes) como si describiera un matadero. Resultaría pornográfico si no se adivinara toda la emoción que hay detrás” (Maturana 2007: 20). En suma, existe una complementariedad que pasa por la intensidad que logran alcanzar cuerpos cuyos roces se traducen en altas cotas de placer.

En segundo lugar, subraya la presencia de numerosas parejas sexuales en la vida de la protagonista. Así, la ausencia de placer la lleva a buscar diversos encuentros eróticos en medio del viaje que realiza al desierto junto a Elisa: “Me he metido con tantos tipos, Elisa… A la cama, tú sabes. No sé con cuántos. No quiero saberlo, no quiero decirte. Turistas o gente de acá, borracha o medio sobria, tipos más o menos lindos” (Maturana 2007: 53). La actitud de Gabriela es interpretada por su amiga de la siguiente manera: “Se ha transformado en una mujer desesperada que busca a tientas algo que la ha hecho sentir placer, pasando encima de todo riesgo, hasta alcanzar el límite de la infelicidad” (Maturana 2007: 55). No se puede pasar por alto que Gabriela intenta sumirse en una especie de vértigo que la lleve a anular el deseo que todavía siente por Marcelo, encontrando nuevos goces, disímiles experiencias que le permitan establecer un punto final con el pasado. Al considerar la actitud erótica que adopta Gabriela, es claro que nos encontramos con una mujer que se transforma, de manera abierta, en un sujeto del deseo que anhela satisfacer las demandas de su cuerpo. Sin embargo, este anhelo resulta, tal como plantea Francisca Lombardo, imposible: “El deseo circula la especie, se instaura en el vacío y es incolmable. Todo intento de satisfacerlo plenamente lo liquidaría como deseo, por eso las demandas se renuevan o se reformulan sin cesar a fin de que el deseo subsista. De que subsista el deseo del deseo” (2000: 253-254). Más aún al considerar que esos nuevos encuentros eróticos no alcanzan el placer que, en la perspectiva de Gabriela, tuvo a su disposición en el vínculo erótico-sentimental con Marcelo.

Lo anterior no impide, en cualquier caso, que Gabriela y otros personajes que transitan por la narrativa de Andrea Maturana busquen, de manera incansable, el goce de otros cuerpos. Así, por ejemplo, se encuentra la pareja que protagoniza “Piernabulario” y que, por cierto, funciona en un rol secundario en “Como en el teatro”4. Ambos relatos dan cuenta de la relación de amantes que, ante la imposibilidad de hacer público su deseo, optan por un nuevo lenguaje:

Piernabulario fue lo único que nos permitió esquivarlos, ya que por convención nunca ven nada que esté por debajo de la superficie de la mesa, como si a ese nivel se detuviera el mundo o dejaran de regir las leyes de la física… una especie de cuarta dimensión para las formalidades. Ese fue el espacio del cual nos apropiamos y que bautizamos “el submesáneo”, dejando encima del mesón lo que considerábamos tolerable para el distinguido público (2012: 48).

En “Como en el teatro” conocemos otra perspectiva acerca de la imposibilidad de la pareja de trenzar algo más que sus propias piernas: “Una o dos veces intentaron tomarse las manos, pero todo estaba lleno de botellas y vasos y maní. […] Terminaron conformándose con las piernas y usando las manos en cualquier otra cosa con movimientos que dejaban traslucir algo de desesperación” (Maturana 2012: 73). Precisamente, es esa imposibilidad la que los lleva a buscar otros espacios. Primero, en una casa en la playa transforman su “piernabulario” en un “cuerpobulario” en el que se centran en explorar el cuerpo del otro, sin “asomarnos nunca por la ventana, sin mirar la hora, sin levantarnos de la cama” (Maturana 2012: 52). Segundo, en distintos moteles donde, tal como enfatiza la protagonista, disponen de apenas tres horas para “[…] hacer caber a presión todas nuestras fantasías” (Maturana 2012: 53).

Cabe destacar que ambos relatos subrayan la condición de la pareja como “violadores del orden” (Maturana 2012: 47) debido a la enorme diferencia de edad que existe entre ambos. Esto constituye tanto un motivo de burla, así como una sentencia de muerte para la relación de la pareja. De hecho, en un momento la protagonista sostiene que “hacen apuestas poniéndole fecha final a nuestra historia” (Maturana 2012: 47). Adicionalmente, responde a la naturaleza adultera del vínculo, lo que los lleva a sostener una relación que crece en medio del silencio y de lo oculto, “submesáneo”, al decir de Andrea Maturana.

Precisamente, esa condición se reitera en El daño y en “Interiores” de No decir. En este último cuento, Maturana muestra un erotismo que solo tiene cabida fuera del matrimonio: “Unos meses atrás, Blanca y él habrían aprovechado esa hora para ir a algún motel y darse el placer con cierta furia, se diría que hasta con resentimiento. Ella, tan soltera ya, a los treinta y cinco; él, tan casado y tan cansado” (2011: 26). Maturana narra, en este episodio, el romance que surge entre un ginecólogo y su asistente, el que, como en la mayoría de la narrativa de Maturana, plasma un erotismo que transgrede las normas culturales de la sociedad chilena y que se concentra en la exploración de las distintas formas de alcanzar el placer, tal como sucede, por ejemplo, en “Viernes de laboratorio”, donde el encuentro de los amantes se limita al sexo fugaz:

Era esa, tu mano, la mano del mago, la que ahora se apropiaba en silencio de cada centímetro de mi cintura, obligándome finalmente a voltear y enfrentarte, ya todos los obstáculos derribados uno a uno con tu paciencia. No había más muros que los cuatro exteriores enmarcándonos a ti y a mí en la luz roja, a los ciempiés mirando nuestra piel horizontalizarse sobre el suelo frío, jugando divertidos con la tierra acumulada que levantaron nuestros cuerpos por sobre tus rodillas, mis zapatos, tus pestañas, mi ombligo, tu espalda (2012: 110).

La narrativa de Maturana parece abordar novedosas formas de “horizontalizarse”. Así, el ardor erótico es directamente proporcional a la exploración de variadas formas de gozar5. Al considerar estos elementos, es posible sostener que, tal como plantea Raquel Olea en relación con la escritura de mujeres de las últimas décadas, el trabajo de Andrea Maturana se caracteriza “por su producción de hablas dislocadas, torcidas. Simuladas en sus relaciones con las normas de los géneros. Hablas que usurpan lugares, que bifurcan sentidos” (2000: 58). De esta forma, las novelas y cuentos de Maturana amplían las maneras de entender y de representar el deseo y el goce heterosexual en la narrativa chilena.

Ahora bien, el anhelo de consumar el deseo femenino no está asociado, necesariamente, a la presencia de personajes masculinos. De hecho, diversos relatos abordan el autoerotismo. Mientras que en “Maletas” se explora el encuentro de la narradora con un “fantasma” que, imaginariamente, culmina la promesa de regreso en el “propio orgasmo” (Maturana 2012: 41) de la protagonista, “Cita” explora el encuentro con el placer de una mujer que se califica a sí misma como “piel intacta. Cárcel intacta” (Maturana 2012: 63). Luego de padecer el roce transgresor de un desconocido en un vagón del metro, roce que violenta los límites de su intimidad pero que en vez de perturbarla termina por excitarla, la mujer acepta la invitación para encontrarse con el hombre en un motel. En medio de un espacio concebido para el goce erótico, la protagonista poco a poco siente el influjo del lugar: “Caminó tranquilamente hacia la cama, en el centro de la pieza, pero, a medida que lo hacía, el rojo iba poniéndose cada vez más intenso, casi tangible, y delineaba un universo de bocas, lenguas, lóbulos” (Maturana 2012: 65). La comunión kinésica que la protagonista establece con una cama que guarda el recuerdo de la humedad, la piel y los aromas de cientos de amantes, sumado, claro está, a la memoria de caricias que, por primera vez, abrieron una ruta hacia el placer, hacen imposible una espera dilatada:

Todo resultaba un diálogo con el espejo: la sensación de la piel sobre los dedos la hacía desear más contacto, más presión, y con la memoria reconstruyó ahora sus propias pausas, un persistente ir y venir que recorría entero su sexo, mientras llevaba la otra mano a sus labios y luego, por entre los botones de la blusa, hasta su pezón, más allá del sostén de encaje, humedeciéndolo, sintiendo la pequeña erección que en su fantasía le regalaba a él para que pudiera recogerla entre sus dientes o con la yema de sus dedos, para luego bajar la cabeza hasta sus muslos y quedarse allí, ella jadeante, ansiosa, agradeciéndole la lengua entre las piernas, su presión incesante en el vientre, esa rodilla que la abrió en aquel encuentro fortuito, las caricias en la espalda, un beso en la nuca mientras el ir y venir no cesa, no cesa, sintiendo ella que le van a estallar uno a uno los botones de la blusa, que va a fundirse la mano con la piel ansiosa, que contiene dentro suyo todo el aire que es posible respirar, que ella misma se va haciendo roja como la alfombra, la luz, los labios, la carne que contenía, la eterniza, las manos húmedas, viscosas, un extraño elixir que vierte sobre el encaje para que él lo beba, que le regala sin condiciones hasta agotarlo, empaparlo, hasta que por fin sube, los ojos fijos, gime, el cuerpo tenso, respira, se curva, lame los dedos húmedos, se contrae, se eleva. Muere (Maturana 2012: 67).

Contraviniendo la economía masculina que, al decir de Slavoj Žižek, tiende a estar “centrada en el orgasmo fálico qua placer par excellence” (2003: 243), Maturana escenifica un autoerotismo femenino que da cuenta de la autonomía de la mujer para alcanzar el placer erótico, dado que dispone de recursos que desbordan al falo y que se conectan con “una red dispersa de placeres particulares que no están organizados en torno de un principio central teleológico” (Žižek 2003: 243). Acerca de esa economía femenina del goce, reflexiona también Luce Irigaray, quien propone que la mujer dispone de una “geografía del placer” (2009: 20) más amplia y compleja, “mucho más diversificada, es mucho más múltiple en sus diferencias, compleja, sutil, de cuanto se imagina… es un imaginario centrado en exceso de sí mismo” (2009: 20) que se manifiesta en la “caricia de los senos, el toque vulvar, los labios entreabiertos, el vaivén de una presión sobre la pared posterior de la vagina, el roce ligero del cuello de la matriz, etc.” (2009: 20-21). Precisamente, esa amplitud del tejido del eros se aprecia en “Cita” y, a su vez, en otros cuentos de Maturana, donde queda en evidencia que el potencial erótico de la mujer supera los límites de la sexualidad masculina:

Éste necesita un instrumento para tocarse: su mano, el sexo de la mujer, el lenguaje… Y esa autoafección exige un mínimo de actividad. La mujer, por su parte, se toca a sí misma y en sí misma sin la necesidad de una mediación, y antes de toda discriminación posible entre actividad y pasividad. La mujer “se toca” todo el tiempo, sin que además se le pueda prohibir hacerlo, porque su sexo está formado por dos labios que se besan constantemente. De esta suerte, ella es en sí misma dos -pero divisibles en un(o/a)s- que se afectan (Irigaray 2009: 18).

Andrea Maturana adopta, en esta dirección, un gesto que constituye una ruptura debido a que levanta un discurso que quebranta las convenciones culturales de un país que, a inicios de la década de 1990, aún padece los efectos de una política implementada por la dictadura, la que, en la perspectiva de Sonia Montecino Aguirre, implicó un “arrasamiento total de los signos corporales de las diferencias” (2010: 234). De esta forma, es comprensible el diagnóstico que efectúa Juan Armando Epple respecto de la recepción de (Des)encuentros (des)esperados en una sociedad “profundamente conservadora, clasista y racista” (1999: 386) puesto que la aparición del libro y, en especial, el tratamiento innovador que efectúa del erotismo femenino establece una fisura en el rol que debía desempeñar la mujer en el imaginario patriarcal chileno. Así, sostiene que la literatura erótica femenina del Cono Sur de América Latina, entre la que se incluye, por cierto, la de Maturana, despliega

un erotismo que explora y libera las fantasías de una subjetividad que se sabe sometida a una red de restricciones institucionales (desde la familia, la educación, la sociabilidad política, hasta el Estado), para distenderse luego al espacio público, interpelando sus convenciones y códigos culturales y re-inscribiendo esos deseos como textualidad socializadora (Epple 1999: 385).

Evidentemente, esto tiene un correlato con la transformación de la identidad colectiva de las mujeres chilenas en el periodo de transición.

Ahora bien, si en (Des)encuentros (des)esperados Andrea Maturana se concentra mayoritariamente en el deseo heterosexual, en sus siguientes textos, El daño y No decir, abre su registro hacia sexualidades disidentes. Andrea Maturana traza en “No decir” el despertar homoerótico de un sujeto que durante décadas se adscribió, de manera absoluta, al régimen de la sexualidad o lo que designa Ricardo Llamas como “Dos sexos idealmente discretos y uniformes que se expresan públicamente (políticamente) de acuerdo con la ordenación de los géneros (masculino / femenino)” (1998: 14). Es más, al inicio del relato, Roberto deja en claro la solidez de su relación con su esposa: “Con Adela anduvimos siempre codo a codo, fuimos amigos, compartimos la paternidad por igual, nos contamos las cosas, nos quisimos, nos respetamos. Parejos, si se quiere: pareja” (Maturana 2011: 175). Ambos son parte de la élite intelectual y económica -él es académico y ella traductora- que goza de los beneficios y de las recompensas de una sociedad heteronormada. De hecho, viven en un estado de apacibilidad que, en el caso de Roberto, lo lleva incluso a tener renuencia no solo hacia los giros del destino, sino, incluso en una escala mucho menor, frente a las sorpresas: “Novedades, menos que menos. Las novedades son para los jóvenes, y a mí honestamente ya me habían cansado” (Maturana 2011: 176).

Sin embargo, esa novedad irrumpe con la figura de Esteban, estudiante de Roberto, quien despierta en él los deseos reprimidos en su vida. Poco a poco se genera un deseo homoerótico que lo lleva a revisar su vida y a redescubrir que, desde muy temprano, sintió atracción por otros hombres: “Imágenes infantiles, juegos con mis primos, momentos olvidados, el olor a sudor en un camarín, el temblor del cuerpo, las noches en carpa con mi mejor amigo, su respiración acompasando mis desvelos, algo culposo o incómodo que se alojaba en mi memoria” (2011: 190). De esta forma, concluye que su amor por Adela clausura su propia homosexualidad y lo sume en lo que Lucía Guerra -parafraseando a Sedgwick- designa como el clóset, es decir, ese “espacio silenciado de la sexualidad ilegítima, esa potencia vivencial que da paso a las experiencias prohibidas y guiadas por un Deseo que no sólo da paso a una conducta transgresiva sino también a saberes y construcciones culturales que engendran una sub-cultura compartida de manera secreta” (2013: 204).

Roberto asume, en definitiva, una conducta transgresora que lo lleva a salir del clóset y asumir su homosexualidad. De esta manera, el profesor universitario se deja seducir por un estudiante que, desde el primer momento, lo provoca eróticamente: “Entonces lo vi. Era un joven especial, sutilmente inusual” (2011: 177) y quien lo conduce a romper con el régimen de la sexualidad:

Esteban me tomó la mano, se acercó a mí y me besó en la boca. Sentí una ola de calor como nunca antes había sentido en la vida. Apretó su cuerpo contra mí. Sentí el roce de su entrepierna en uno de mis flancos, su brazo musculoso abriéndose paso por mi espalda. Se me doblaron las piernas. […] Me dejé llevar hasta su dormitorio, me dejé desnudar como si el joven fuera yo, y le abrí la puerta a ese otro que había dejado abandonado hacía tantos años y que ese chico había sacado de adentro mío en días, en horas. Te quiero, me repetía él todo el tiempo, mientras yo lo recorría fascinado de arriba abajo, su cuerpo joven y masculino, terso y áspero, su barba a medio afeitar que irritaba la piel de mi cara, su olor a sudor y a semen (2011: 193-194).

A partir de ello, se genera una apertura erótico-sentimental que acaba fracturando cualquier posibilidad de que Roberto mantenga su vida convencional y, en este sentido, Maturana hace palpable esa situación con la aparición de un “pequeñísimo elefante” (2011: 179), no mayor que un salero, que parecía “como si recién hubiera despertado de un largo sueño” (2011: 179). A través de la figura del elefante, que aparece en el momento en que por primera vez Roberto le habla a Adela de Esteban, se simboliza el crecimiento de una mentira que pasa del mero deseo de otro cuerpo a la consumación del goce con Esteban y, más tarde, con otros hombres. A través de ese recurso fantástico, “No decir” muestra la voluntad de Roberto en orden a llevar una doble vida que conduce a la total destrucción de su existencia anterior: “Así nos habíamos acostumbrado a algo tan abominable como un elefante en el dormitorio, pisoteando las escaleras, disponiendo de nuestra casa y nuestro espacio a voluntad” (Maturana 2011: 198-199). El elefante crece de manera directamente proporcional a las mentiras de Roberto y, en consecuencia, hace inevitable un final funesto. De hecho, no deja de ser interesante que el animal junto con crecer vaya deformándose -adquiriendo rasgos horrendos análogos a lo que sucede, por ejemplo, con el retrato de Dorian Gray-, motivado, a todas luces, por “la obesidad mórbida” (Maturana 2011: 200) del silencio de Roberto.

A partir de esta crisis, “No decir” muestra la construcción de una cartografía homoerótica sustentada en los recorridos que Roberto efectúa por la ciudad una vez que asume, abiertamente, su nueva condición sexual:

Me alejé en silencio, pero me perdí completamente. De noche me iba a los bares y terminaba besando a cualquier tipo en un callejón oscuro, saciando un deseo atávico pero totalmente vacío. Sin Esteban y sin Adela, a merced de un impulso frenético y a fin de cuentas insaciable y torturador, prometiéndome cada vez que sería la última (Maturana 2011: 198).

La descripción de “No decir” es relevante en términos que, tal como plantea David William Foster, el espacio primordial de la homosexualidad masculina radica en el espacio público, dado que ahí se genera una “permisividad alambrada”: “La cultura homoerótica necesariamente pasa por los espacios urbanos. […] el desarrollo de una teorización y una ideología de una cultura gay están íntimamente vinculados al entorno metropolitano […]. La ciudad proporciona varias oportunidades para el refugio o el resguardo” (1997: 91). Precisamente, ese tipo de cartografía urbana es la que traza Roberto y, en este sentido, genera rutas del deseo en sus recorridos por el entramado urbano.

El daño narra, en tanto, el viaje de dos amigas al desierto de Chile. Mientras Elisa enfrenta las heridas psicológicas generadas por la relación con su padre, Gabriela huye del dolor producido por el fin de una relación adúltera. En ese contexto, y para olvidar a Marcelo -su ex amante-, Gabriela opta por el vértigo de la carne. En ese proceso de apertura, Gabriela experimenta un creciente deseo por su amiga, el que deriva en diversos contactos eróticos:

Me agarra de un brazo con la propiedad con la que un “macho” dispone de su pareja, me da vuelta hacia ella y mete su lengua en mi boca abierta, hasta muy adentro. […] Ella aparta sus labios. Toma una mano de Franco […] y la pone en uno de mis pechos, moviéndola en una especie de caricia […]. Lentamente, Gabriela pone su propia mano en mi otro pecho, y acerca su cara a la de él, hasta besarlo (Maturana 2007: 101-102).

Aunque a lo largo de la novela Maturana tantea un creciente deseo lésbico entre ambas, la consumación del mismo resulta parcial. Si bien entre Elisa y Gabriela existe, tal como plantea Simone de Beauvoir, un “deseo de carne femenina” (2017: 477), lo cierto es que no funciona la “exclusividad de esa preferencia” (2017: 478), dado que los objetos del deseo son, indiferenciadamente, cuerpos femeninos y masculinos. A ello, se suman las trabas psicológicas que subyacen en Elisa, quien muestra dificultades para establecer lazos sentimentales. De ahí que sostenga: “Soy incapaz de permitirme querer en buena forma a un hombre. Mal puedo siquiera preguntarme por mi posibilidad de amar a una mujer” (Maturana 2007: 131).

Maturana explora de manera más profunda una relación lésbica en “Las cosas como son”, relato que trata del amor de Martina y Carla y, por cierto, del rechazo que este concita en la madre de la primera. Precisamente, este sentimiento se evidencia en el episodio en el que la madre de Martina la descubre, varios años antes de la relación con Carla, besando a otra mujer:

Y después no puede evitar contraponerlo a la realidad, con el día en que su madre efectivamente la habría encontrado besándose con una amiga y, totalmente fuera de sí, le habría gritado pidiéndole explicaciones, y ella la habría mirado a los ojos, ya mayor, ya harta de mentiras, y le habría dicho, frente a frente, la mirada clavada en los ojos de la madre: “¿Quieres que te diga la verdad o quieres que te mienta?” […]. “Miénteme”, le habría contestado tranquilamente, casi con dulzura, y para asombro de la amiga, Martina habría dicho que estaba practicando cómo besar para el día que tuviera un novio, y la madre había reído y las había dejado solas y la amiga la había mirado luego con pavor (Maturana 2011: 96-97).

La actitud de la madre responde, a todas luces, a que está influenciada por una heterosexualidad normativa que le hace imposible concebir que su hija elija un erotismo distinto. En consecuencia, opta porque su hija le mienta, es decir, que tache su propia condición sexual. Ciertamente, esa posición se entronca con la mirada que traza Adrienne Rich en orden a que la heterosexualidad obligatoria impone “[…] el hacer invisible la posibilidad lesbiana, un continente sumergido que se asoma fragmentario de vez en cuando a la vista para ser hundido de nuevo” (1996: 38). La aseveración de Rich es complementada por la reflexión que entrega Judith Butler en “Imitación e insubordinación de género”, donde establece que la lesbiana no constituye parte del discurso y es, por el contrario, parte de

un dominio de (in)sujetos inviables […] quienes no son nombrados ni producidos dentro de la economía de la ley. Aquí la opresión opera mediante la producción de un dominio de lo impensable y de lo innombrable. El lesbianismo no ha sido explícitamente prohibido, en parte porque no se ha dado a conocer en lo pensable, en lo imaginable, esa red de inteligibilidad cultural que regula lo real y lo que puede ser nombrado (2000: 97).

Al exigir la mentira y, por cierto, la negación de la elección sexual de su hija, la madre de Martina resignifica el encuentro lésbico como un mero medio para insertarse en el deseo heterosexual y, en esta dirección, la mujer puede seguir siendo “un Objeto del Deseo para el agente masculino y en las relaciones entre hombres” (Guerra 2013: 200).

A pesar de conocer la condición sexual de su hija, la madre hace denodados esfuerzos por continuar invisibilizando su lesbianismo, lo que, a la postre, producirá un marcado distanciamiento entre ambas. Sin embargo, en el momento en que Martina y Carla deciden ampliar su familia tras una extensa relación sentimental, se torna indispensable evidenciarlo a la madre de Martina, quien debe enfrentar, cara a cara, la declaración de su hija, en especial, ante su maternidad:

Sí tiene padre, pero el padre no va a ser su padre. Es simplemente un amigo. Carla va a criar ese hijo conmigo. Carla es mi pareja. Hace años, ya -dice entonces Martina. Y la madre siente, literalmente siente, cómo le han quitado la silla, y el piso bajo la alfombra, y el departamento abajo, y la vereda, y las alcantarillas, y la tierra, más abajo aún. Cómo, con unas cuantas palabras, Martina la ha lanzado al fondo del abismo (Maturana 2011: 100).

A la heterosexualidad normativa de la madre de Martina, se suma, en este cuento, un segundo elemento que resulta relevante en la construcción de la relación entre ambas mujeres: la búsqueda de un hijo. Ya en El segundo sexo Simone de Beauvoir planteó que la maternidad en una pareja de lesbianas supone “un vínculo” (2017: 491) entre ellas y, de manera más reciente, Pierre Bourdieu aseveró que “la aparición de nuevos tipos de familia, como las familias compuestas, y el acceso a la visibilidad pública de nuevos modelos de sexualidad (homosexuales especialmente) contribuyen a romper la doxa y a ampliar el espacio de las posibilidades en materia de sexualidad” (2000: 112). De esta forma, la determinación de Carla y Martina constituye un desafío a la forma de experimentar la sexualidad y, sobre todo, de entender el concepto de familia en un momento -No decir es publicado en 2006- en que la sociedad chilena mostraba importantes visos de intolerancia y restricción hacia las disidencias sexuales y, particularmente, en cuanto a la conformación de las familias homoparentales.

Un último aspecto que llama la atención de la historia de Martina es el espacio donde trascurre la acción, esto es, en el hogar, ya sea en el de su madre o en el suyo propio. Se trata de una historia que sucede en la interioridad, lo que, por cierto, es acorde al proceso de invisibilización y prohibición que pesa sobre el lesbianismo -en la perspectiva de Rich y Butler- pero que, tal como demuestra Lucía Guerra, constituye, también, un lugar que facilita la insubordinación, debido a que “el espacio privado de la casa asignado a la mujer ha facilitado una cierta impunidad reforzada por la noción patriarcal de «lo femenino» que explica y acepta las relaciones afectivas entre dos mujeres como algo “normal” (2021: 252) y, en esta línea, agrega que la casa adquiere una doble acepción en orden a que es “el espacio colectivo de la restricción heterosexual y […] ese otro espacio de rincones y puertas cerradas donde el Yo deseante, de manera íntima y secreta, incursiona en su sexualidad. De esta manera, la casa es también albergue de un Deseo ilícito que los otros vigilan y acechan” (2021: 258).

DISEMINACIONES DEL MAL

La expansión de sexualidades ilícitas en la narrativa de Andrea Maturana se evidencia en la novela El daño y en los relatos “Las cosas como son” y “Al fondo del patio” de No decir. Allí, Maturana plasma el “lolismo”6, esto es, “la preferencia sexoerótica de varones maduros por adolescentes (niñas en su despertar puberal)” (Romi y García s/a: 94), quienes son sometidas a distintos abusos sexuales. A Maturana le interesa no solo dar cuenta del horror, las heridas, las complicidades silenciosas y del contexto cultural en que se genera la violencia sexual hacia las niñas, sino, también, impugnar la forma en que, de manera tradicional, había sido abordado este fenómeno en la literatura latinoamericana7.

“Al fondo del patio” es el texto que muestra, con mayor claridad, la posición política de Andrea Maturana sobre la pederastia8. Allí, Maturana narra el primer encuentro entre una nieta chileno-estadounidense y su abuelo chileno en una fiesta familiar en Santiago de Chile. Luego de permanecer algunos minutos con el anciano, este acaba abusando de ella. A diferencia del silencio que tradicionalmente se extiende sobre estos casos, la niña lo denuncia de manera pública e inmediata: “Tu abuelo me tocó entre las piernas” (2011: 135), afirma, y esa oración genera un terremoto emocional en las mujeres de esa familia, dado que todas ellas habían sido abusadas por el patriarca. El cierre del relato tiene una fuerza enorme:

Y ahora los hombres se ponían de pie para mirar al viejo, al fondo del patio, al monstruo que había abusado de sus mujeres, en su silla de ruedas; al abuelo que, a la sombra de los árboles, tarareaba una canción, sin recordar nada, sin saber quién era toda esa gente, apenas con la fuerza necesaria para tantear una vez más entre las piernas de una niña y olvidarlo inmediatamente (Maturana 2011: 136, cursivas mías).

Del cuento de Maturana interesa, en especial, la calificación que la narradora le asigna al pederasta: “monstruo”. Aunque son múltiples las acepciones que puede adquirir este concepto, resulta pertinente para esta reflexión la propuesta planteada por Helena Tur Planells en orden a que este puede “simbolizar lo malvado o concretarse en un ser extraordinario y fuera de lo normal” (2006: 539). El patriarca constituye, en efecto, un sujeto del mal que ejerce la violencia sexual de manera sistemática en contra de sus hijas y nietas. Ciertamente, se trata de un hombre que se sitúa en lo “extraordinario” en la medida que, lejos de constituir un actor que protege y resguarda la estabilidad y el desarrollo se las integrantes de su familia, opera, por el contrario, como alguien que subordina sus cuerpos al placer propio y, en consecuencia, termina lesionándolas en términos físicos y, sobre todo, emocionales. De esta forma, se ajusta a lo que Tur Planells designa como el carácter delictivo del “monstruo” debido a que “su presencia amenaza a una comunidad, su diferencia es turbadora de una identidad” (2006: 540).

Ahora bien, no se trata de “monstruos” que, como en la literatura o el cine de terror, se delaten por su deformidad física sino, más bien, por la tara interior. De hecho, adoptan máscaras que les permiten transformarse socialmente en miembros respetados y validados de sus comunidades, pero que, en el plano interno, funcionan como depredadores sexuales. En este sentido, el patriarca emplea la careta del “hombre de bien”, es decir, un sujeto casado, padre y abuelo, miembro de la clase alta, exitoso en términos económicos y, por consiguiente, un sujeto “respetado”.

Algo similar sucede con el abusador sexual de “Las cosas como son”. En el cuento de No decir ese rol lo cumple el tío de Carla -una de las protagonistas del relato- quien es un padre de familia perteneciente a los sectores altos y/o medios de Chile. Aquí, Carla denuncia los lechos a su madre: “Era una niña apenas, y para ella las cosas eran lo que eran. «No quiero ir más a la casa de la tía Nora», le había dicho, «porque el tío me toca y no me gusta». La cara de su madre había perdido el color” (Maturana 2011: 90). Al observar ambos casos, comienzan a perfilarse los perpetradores de los abusos:

Los pedófilos son mayoritariamente varones (un 13% aproximadamente son mujeres); suelen cometer el abuso sexual normalmente entre los 30 y 50 años de edad (a pesar de que un 20% de los agresores son adolescentes); suelen estar casados; los agresores son habitualmente familiares o allegados (profesores, vecinos, etc.) de la víctima; su apariencia es normal; tienen un estilo convencional; suelen tener una inteligencia media y no son psicóticos (Trabazo Arias y Azor Lafarga 2009: 205).

En El daño se reitera el perfil del abusador sexual en la medida que, nuevamente, nos encontramos con un hombre que es parte del círculo íntimo de la víctima, específicamente, el padre. También se trata de sujeto casado, el que, al igual que en los casos anteriores, es un adulto que está en una clara posición de poder frente a la niña. Cabe subrayar, no obstante, que El daño llega mucho más lejos que los relatos breves, debido tanto a la dimensión que alcanza el abuso como a la exploración de las secuelas del mismo. Lo anterior se evidencia al considerar el diálogo entre Elisa -la víctima- y su psiquiatra:

Después conocí la fuerza directa de esas manos -sigo el hilo de lo anterior. Entró a mi pieza. Yo tenía once años, creo. Estaba borracho y era muy tarde. Yo estaba profundamente dormida, pero me desperté cuando se paró en el umbral. Me sucedía como un reflejo. Para defenderme… Creí que haría alguna de las cosas habituales. Que examinaría el colchón para ver si estaba mojado (años ya que no sucedía, pero él nunca había dejado de hacerlo) o me haría sus “especies de cariños”, que eran más bien dolorosos… Pero no. Entró, me inmovilizó bajo sus dos brazos, de espaldas a la cama… ¿Y? - pregunta ella, en un tono liviano. (El dolor, el peso de su cuerpo, sus manos enormes tocándome como en la tina de baño, la rabia. Su rabia. La ausencia de explicaciones, mi mente en blanco, sólo la pregunta “por qué”, y mi cuerpo sintiendo dolor, incapaz de luchar, de gritar, de llorar, de hacer nada). Y me violó (Maturana 2011: 225).

A los rasgos de los abusadores revisados en los relatos anteriores, se suma el alcoholismo. Aunque el alcohol no es, en ningún caso, un detonador de la pederastia, sí puede considerarse que su consumo excesivo y reiterado actúa como un elemento que facilita la “desinhibición interna” (Romi y García Samartino s/a: 102) y, adicionalmente, incide en el “deterioro social del sujeto” (Trabazo Arias y Azor Lafarga 2009: 210). En El daño aparece un hombre marcado por dos emociones que, en buena medida, van de la mano: la frustración y la rabia, las que se ven acrecentadas por la ingesta excesiva de licor. En esta línea, el grave deterioro social del padre se evidencia, además, en el trato que le da a su hija en un episodio en un bar, episodio en que la trata como si fuera un “objeto” susceptible de “satisfacer” los deseos de sus “amigos”:

Que más de una vez acompañé a mi mamá a sacar a mi viejo borrachísimo de ahí. Que en otra ocasión él mismo me obligó a acompañarlo y que todos sus amigos (amigos de bar, con el aliento rancio que deja el alcohol acumulado) se divirtieron pasándome de rodilla en rodilla y que, días después, aún sentía la sensación de manoseo y ese olor encima (Maturana 2007: 189).

Los abusos sexuales a los que están sometidas las menores de la narrativa de Andrea Maturana se dan en un contexto social que contribuye a acrecentar el peligro de las menores frente a prácticas ilegítimas e ilegales. Andrés Castro, Carolyn Contreras, Amelia Núñez y Ricardo Saavedra plantean que existen, en esta dirección, cuatro factores de riesgo cultural: 1) Cultura jerárquica y autoritaria donde “se establecen relaciones de dominio-sumisión entre adultos y niños” (2009: 29); 2) Cultura adultista en la que “no se valora ni respeta a los niños como sujetos con necesidades, opiniones y potencialidades” (2009: 30); 3) Cultura Patriarcal y machista “en la que el hombre toma las decisiones y las impone a la mujer” (2009: 30); 4) Cultura violenta “en la que la fuerza se comprende como una herramienta para enseñar y resolver conflictos” (2009: 31). Ciertamente, estos cuatro factores se aprecian en El daño y en los relatos breves de No decir, destacando, a todas luces, la presencia de un potente componente machista que resulta clave para comprender los relatos en la medida que facilita un “importante uso de la violencia en todos los ámbitos. La victimización sexual sería una manera en que los hombres, el grupo dominante, ejercería[n] control sobre la mujer. Esto es útil para mantener a la mujer intimidada, proceso que comienza en la infancia, con la victimización de la niña” (Castro, Contreras, Núñez y Saavedra 2004: 30). Ciertamente, este diagnóstico es compartido desde la antropología por Sonia Montecino Aguirre, quien establece que en el machismo podemos interpretar “una suerte de recuperación del padre fundacional (el español), que se manifiesta en la oposición conquistador (masculino)/conquistada (femenino), que semeja el grito de poder desde la ausencia, y la necesidad de legitimación de lo masculino en tanto pater” (2010: 41).

Andrea Maturana denuncia, literariamente, los abusos que sufren algunas adolescentes, dando cuenta de las graves consecuencias de la violencia sexual. No por nada una de las líneas narrativas de la novela de Maturana tiene que ver con “el daño. El daño tan perseverante” (2007: 196) en términos psicológicos y emocionales que deja en Elisa la figura paterna y por el que tal personaje tiene severos problemas para establecer relaciones sentimentales. Aún con mayor intensidad se aprecia el daño en “Al fondo del patio”, debido a que, cuando la hija de la protagonista denuncia al abuelo, se genera un “torbellino” de emociones negativas que muestra la presencia de una herida permanente en una comunidad de mujeres:

A mi lado, mi hermana empezó a llorar. En la mesa continua, dos de mis primas bajaron la cabeza, avergonzadas. Un poco más lejos, la tía Graciela, que nuevamente había bebido de más, había comenzado a sollozar. Dos sobrinas adolescentes corrieron a los brazos de sus padres. Y allá, en la mesa del fondo, mi madre, tan seria como de costumbre, me miraba a los ojos, furiosa, mientras su maquillaje se deshacía formando líneas de colores sobre sus mejillas. Otra vez era yo: ahora les había traído la peste. La verdad. La memoria que todos habían logrado acallar, incluida ella, mi madre (2011: 136).

No puedo evitar relevar el detalle del maquillaje de la madre deshaciéndose en su rostro, ya que con ello Maturana metaforiza el ocultamiento que se intenta imponer, de manera habitual, sobre esta clase de sucesos. En primer término, porque los pederastas procuran amarrar el silencio de sus víctimas a través de mecanismos tales como la conminación de conformidad o de culpabilidad. Así, por ejemplo, en “Al fondo del patio” el abuelo crea “un sentimiento de culpa” (Castro y otros 2004: 38) en la menor, a fin de que no revele los abusos a los que es sometida:

Un segundo bastó para ver con claridad, toda la culpa de mi vida desfiló ante mis ojos como en una visión: el silencio forzado por miedo a perder el amor de mi abuelo y de mis padres; el temor a enojar a todo el mundo, a destruir la familia; la culpa de haber sido yo quien había provocado esa situación con mis pensamientos, con mi maldad, con esas extrañas cosquillas que había comenzado a sentir en el estómago. Yo la mala, siempre la mala (2011: 135).

En segundo término, porque el ocultamiento se extiende, también, hacia quienes consciente o inconscientemente actúan como cómplices. Si en el caso de “Las cosas como son” la acusación de la hija es enfrentada con la negación de la madre, quien la culpa de “inventar” el abuso del tío, lo que se traduce en padecer “el descrédito, la duda, la soledad, el desamparo, una niña pequeña en medio de una cancha de fútbol a todo sol sin nadie que le dé sombras, la entre, le dé un vaso de jugo” (Maturana 2011: 90); en el caso de El daño la madre conoce los hechos, tiene claridad respecto del actuar de su esposo, pero nunca es capaz de enfrentarlos y de “salvar” a su hija de los abusos. De ahí que cuando la madre y la hija abordan la situación, la discusión deriva en un severo enfrentamiento en el que Elisa reprocha el comportamiento de su progenitora: “Asumir que tu silencio le torció sin vuelta la vida a tu hija…, que va a costar años que sus heridas sanen. Ya no lo hizo en su momento. No asumió sus culpas ni trató de reparar nada. Mientras más tiempo pase es peor. Dudo que ahora, después de tanto tiempo, pueda hacerse cargo del bulto” (Maturana 2007: 209).

Los abusos sexuales descritos por la narrativa de Andrea Maturana se sitúan en el marco del secreto. En este sentido, es interesante la reflexión de la protagonista de “Al fondo del patio” en orden a que “Nunca se dijo nada en mi familia” (2011: 122, cursivas en el original). Ciertamente, la dimensión soterrada de estas situaciones se entronca con que la mayoría de los casos tiene un carácter incestuoso. Basta con recordar que en la narrativa de Maturana son el abuelo, el padre y el tío los victimarios y, por ende, las familias de los relatos levantan muros de silencio en torno a estos hechos. Los mecanismos denunciados por Maturana tienen un triste correlato en la realidad. Por eso, en “Violencia sexual infantil: la pedofilia en el entorno social del menor” se sostiene lo siguiente: “Al interior de las familias se evita que este tipo de hechos sean conocidos por personas externas a ellas mismas, debido a que temen el rechazo social y la estigmatización que conllevaría, para la familia misma como para quienes están directamente involucrados en el abuso” (Castro y otros 2004: 32).

Lamentablemente, esta forma de operar influye tanto en la aparición como en el acrecentamiento de la violencia sexual, todo lo que, tal como demuestra Maturana, afecta de manera severa a las niñas (en el caso de su literatura) y, cómo no, a las familias en general, y termina convirtiéndose en un verdadero cáncer que vulnera su desarrollo psíquico y que, por cierto, atenta contra sus posibilidades de tener vidas afectivas y sentimentales plenas. Las niñas de Maturana padecen, en consecuencia, de las secuelas y los efectos de un terrible daño.

CONCLUSIONES

“Metástasis del deseo” es un concepto que permite interpretar la narrativa de Andrea Maturana. Primero, porque da cuenta de cómo los cuentos y la novela de la escritora chilena evidencian una dispersión del deseo erótico, el que se expande hacia las reivindicaciones del placer femenino y del goce homoerótico implementando fantasías, asumiendo prácticas y ejecutando goces que habían sido tachados, ampliamente, en la literatura chilena. Maturana corre el tupido velo que se levantó sobre el erotismo en las letras nacionales e ingresa bajo las sábanas de sus protagonistas. Cabe precisar en este punto que, si bien desde la década de 1930 diversas escritoras nacionales abordaron el fenómeno erótico, haciéndose cargo de los deseos, los goces y anhelos de sus personajes femeninos, Maturana pasa de la mera insinuación a la exposición transparente del roce de los cuerpos. De esta forma, la escritora cumple con una de las exigencias trazadas por Hélène Cixous: “Es necesario que la mujer escriba su cuerpo, que invente la lengua inexpugnable que reviente muros de separación, clases y retóricas, reglas y códigos, es necesario que sumerja, perfore y flanquee el discurso de última instancia” (1995: 58). Lo anterior se evidencia al considerar que la narrativa de Maturana aborda, tal como comenta Lucía Guerra en relación con esa sentencia de Cixous, el “inagotable territorio de lo no dicho” (2007: 48). De hecho, la exploración del cuerpo y sus múltiples goces, la indagación en las distintas variables del deseo y las transgresiones que esto supone en una sociedad patriarcal como lo es la chilena a fines del siglo XX e inicios del XXI, materializadas por la narrativa de Andrea Maturana, se entroncan con uno de los objetivos que determina Cixous para las escritoras:

Las mujeres tienen casi todo por escribir acerca de la feminidad: de su sexualidad, es decir, de la infinita y móvil complejidad de su erotización, las igniciones fulgurantes de esa ínfima-inmensa región de sus cuerpos, no del destino sino de la aventura de esa pulsión, viajes, travesías, recorridos, bruscos y lentos despertares, descubrimientos de una zona antaño tímida y hace poco emergente (1995: 57-58).

Segundo, porque la autora de El daño aborda la pederastia tal cual como si fuera focos cancerígenos, entendiendo la misma como la consumación de un deseo ilegal que flagela, de manera brutal, a algunas protagonistas de sus relatos. Así, Maturana trata la conducta de “monstruos” que habitan en nuestras comunidades, quienes responden a un perfil particular: hombres (un abuelo, un padre y un tío) pertenecientes a sectores medios o altos, que, si bien fungen como “hombres de bien”, terminan socavando la identidad y el bienestar de sus cercanas.

A través de objetos estéticos logrados, Maturana asume una clara posición política: impugnar y denunciar prácticas sexuales ilegítimas que, en muchas ocasiones, permanecen en el más absoluto secreto. Cobra relevancia, en este sentido, la reflexión que efectúa Roberto Hozven en torno al rito en el “Prólogo a la cuarta edición” de Madres y huachos, debido a que establece que este “busca exorcizar el horror y el goce, el mysterium tremendum, que provoca la naturaleza inapresable de la realidad” (2010: 20). Interesa esta reflexión puesto que Maturana construye narraciones que adoptan un sentido análogo: enfrentar al mal pasa por testimoniarlo una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez.

La narrativa de Maturana constituye, en definitiva, una aproximación al deseo, a un deseo que se expande, transforma y traslada sentidos y prácticas a la par que, por una parte, amplía las posibilidades de gozar y, por otra, adopta la silueta de una avidez letal que se sumerge en el abismo. El deseo, tal como plantea Gustave Flaubert, consume, consume a veces en la maravilla y otras en la abyección.

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*Este texto es parte del proyecto Fondo del Libro, Folio 205565, titulado “Las mil formas de Venus en la narrativa chilena contemporánea”. Investigador Responsable: Alexis Candia-Cáceres.

1Este artículo excluye del corpus de análisis lo que se ha catalogado como la narrativa “infantil” de Maturana, compuesta por La isla de las langostas (1997), Eva y su Tan (2005), Siri y Mateo (2006), El moco de Clara (2010), El Gran Hugo (2011), La vida sin Santi (2014), Las cosas raras (2014) y Secreto (2019).

2The Metastases of Enjoyment. Six Essays on Woman and Causality fue traducido por Paidós como Las metástasis del goce. Seis ensayos sobre la mujer y la causalidad.

3“Doble Antonia” evoca, en alguna medida, el final de “La noche boca arriba” de Julio Cortázar por la forma en que se invierte el curso narrativo del relato al develar un hábil intercambio del personaje que, aparentemente, protagoniza el cuento.

4La misma pareja hace presencia en ambos relatos. En el caso de “Como en el teatro”, el foco central está puesto, no obstante, en una mujer que padece cáncer y que, en los días previos a una intervención quirúrgica, visita un bar en el que observa el encuentro de los amantes de “Piernabulario”.

5Cuando el erotismo cae en la “rutina” se da paso a una abulia que, de manera inevitable, lleva al fin de las relaciones erótico-sentimentales, tal como sucede, por ejemplo, en “Interiores” y en “Del boceto”.

6Evidentemente, este concepto deriva de Lolita (1955) de Vladimir Nabokov. En la novela se narra el deseo sexual de Humbert Humbert hacia Dolores (Lolita), su hija adoptiva de doce años, con quien mantiene relaciones sexuales durante un periodo de dos años.

7El discurso de Maturana contraviene a voces narrativas canónicas que han adoptado posiciones disímiles frente a este fenómeno. Para explicar esto por contraposición, interesan los artículos “Los demonios en torno a la cama del rey: pederastia e incesto en Memorias de mis putas tristes de Gabriel García Márquez” de Alessandra Luiselli y “Memorias tristes de mis putas niñas: La glorificación del abuso sexual infantil” de Vanessa Rendón Vásquez. Ambas autoras cuestionan la última novela del escritor colombiano, que es una reescritura de La casa de las bellas durmientes de Yasunari Kawabata, debido a que la “discursividad pederasta e incestuosa” remite “a una celebración de la pederastia (Luiselli 2006: s/n) y a que en el texto el “pederasta justifica su sexo transgresor evocando la percepción patriarcal del género femenino como simple objeto de uso y abuso que únicamente obtiene valor sexual en su mente” (Rendón Vásquez 2014: s/n). En este sentido, resulta interesante el llamado de Luiselli a críticos y escritores en términos de no ser “cómplices de la pederastia a través de la autocensura y del silencio teórico” (2006: s/n). Las aseveraciones de Luiselli y Rendón Vásquez se evidencian al considerar que el protagonista de Memoria de mis putas tristes, un hombre de 90 años de elevado capital cultural, tiene un marcado historial de abusos sexuales en contra de menores de edad, específicamente, de mujeres. Para comprender esta situación, es relevante tener en cuenta que considera a las mujeres como objetos con los que se relaciona a través del poder económico y/o del uso de la fuerza, dando forma a una sexualidad perversa que, junto con buscar la satisfacción del deseo, apunta, además, a reafirmar el orgullo de “macho latinoamericano”: “Nunca me he acostado con ninguna mujer sin pagarle, y a las pocas que no eran del oficio las convencí por la razón o por la fuerza de que recibieran la plata […]. Por mis veinte años empecé a llevar un registro con el nombre, la edad, el lugar, y un breve recordatorio de las circunstancias y el estilo. Hasta los cincuenta años eran quinientas catorce mujeres” (García Márquez 2020: 16-17). La cuantificación de los cuerpos subraya que las mujeres constituyen meros “trofeos” que “estimulan” la “virilidad” del anciano. A partir de esa perspectiva, se hace “comprensible” que el protagonista desee celebrar su cumpleaños de la siguiente forma: “El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen” (García Márquez 2020: 9). Aunque tras formular ese deseo, el protagonista sostiene que nunca sucumbió a tentaciones de esa naturaleza con antelación, supuestamente, por “la pureza de [sus] principios” (García Márquez 2020: 9), lo cierto es que estos no constituyen más que una moral en extremo lábil —a veces inexistente—que muestra un patrón de conducta que atenta en contra de la ética y, también, de la ley. Memoria de mis putas tristes pone de manifiesto esta transgresión en la relación que el protagonista establece con Delgadina, adolescente de 14 años, quien se prostituye o, como dice García Márquez, se instruye para el “sacrificio” de su virginidad. Cabe destacar, en este sentido, que la belleza que se aprecia en las descripciones del cuerpo femenino en la novela de Kawabata, donde las jóvenes solo son motivo de contemplación, resultan grotescas en el relato del escritor colombiano: “Era morena y tibia. La habían sometido a un régimen de higiene y embellecimiento que no descuidó ni el vello incipiente del pubis. […] Los senos recién nacidos parecían todavía de niño varón pero se veían urgidos por una energía secreta a punto de reventar” (García Márquez 2020: 29). A lo largo de las noches que pasan juntos, Delgadina será abusada sistemáticamente por el protagonista de Memoria de mis putas tristes: “[…] la besé por todo el cuerpo hasta quedarme sin aliento: la espina dorsal, vértebra por vértebra, hasta las nalgas lánguidas, el costado del lunar, el de su corazón inagotable. A medida que la besaba aumentaba el calor de su cuerpo y exhalaba una fragancia montuna” (García Márquez 2020: 72-73). Ahora bien, a la situación con Delgalina, se suma un hecho que es aún más grave y que consiste en la violación de Damiana: “Era casi una niña, aindiada, fuerte, montaraz, de palabras breves y terminantes […] y la vi por casualidad inclinada en el lavadero con una pollera tan corta que dejaba al descubierto sus corvas suculentas. Presa de una fiebre irresistible se la levanté por detrás, le bajé las mutandas hasta las rodillas y la embestí en reversa. Ay, señor, dijo ella, con un quejido lúgubre, eso no se hizo para entrar sino para salir” (García Márquez 2020: 17). Al analizar ese episodio, es claro que el protagonista de Memoria de mis putas tristes vive y genera un ciclo de abusos en los que prima la satisfacción de sus deseos particulares, así como de su “orgullo”, y donde no tiene cabida la empatía hacia adolescentes que se ven dañadas física y emocionalmente. Por último, es necesario consignar que el ciclo de violencia sexual comienza, según indica el narrador de Memoria de mis putas tristes, con el intento de abuso que padece el protagonista del relato a manos de una prostituta a los doce años de edad, habiendo sido incapaz de “recibirla como un hombre” (García Márquez 2020: 105). García Márquez parece querer justificar, a partir de este suceso, la cosificación y violencia que padecerán a futuro las adolescentes que, lamentablemente, se verán involucradas con el protagonista del relato. Todo lo anterior conduce a una naturalización del abuso infantil en la novela.

8Hablamos de pederastia y no de pedofilia debido a que, tal como muestran Romi y García, la pedofilia es la “Atracción erótica o sexual que una persona adulta siente hacia niños o adolescentes” (s/a: 94) y, en cambio, la pederastia es el “Abuso sexual cometido con niños” (94). Este último término es más exacto para hablar de la narrativa de Maturana, puesto que la escritora chilena muestra, efectivamente, la violencia sexual ejercida en contra de las menores.

Recibido: 10 de Febrero de 2023; Aprobado: 27 de Mayo de 2023

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