INTRODUCCIÓN
César Dávila Andrade es una figura central en la literatura ecuatoriana de mitad del siglo XX, sobre todo por su poesía, sin descontar sus relatos. En este último ámbito, él bregó en el género fantástico con imágenes de lo oscuro y de la muerte, dada una vida marcada por el alcoholismo, la depresión y búsquedas espirituales herméticas. Para Jorge Dávila Vázquez (1993):
[…] aunque una obra literaria no puede ni debe ser tomada como fuente directa de cuestiones biográficas de un autor, sin embargo, no deja de reflejar -de manera directa o no-, rasgos de la vida y el entorno social y físico de un creador. Eso ocurre en el caso de Dávila [Andrade, en cuya] obra en prosa [hay] vínculos muy estrechos con la realidad en torno de nuestro poeta, mientras que la lírica contiene una mayor cantidad de datos sobre lo biográfico (p. XI).
Este artículo examina la narrativa fantástica y gótica de Dávila Andrade sin pretender lo que dice Dávila Vázquez, aunque está definida por el camino que transitó y que le llevó a conectar con lo insólito para sonsacar preocupaciones o temas que le abrumaban. Entonces,
¿en qué consiste la literatura fantástica de César Dávila Andrade? ¿Cómo dicha literatura trasunta su visión de la realidad y sus propios fantasmas? ¿Es posible juzgar su trabajo entre el horror suprarreal y el horror metafísico? Tales son las preguntas que orientan este ensayo.
Sobre la poesía de Dávila Andrade hay variedad de estudios, pero acerca de su narrativa, sobre todo fantástica y gótica, algunas menciones casi recientes (Alemán & Medina Córdova, 2022; Donoso Pareja, 2002; Rivera, 1989; Vallejo Corral, 2023). Si bien hay quienes aceptan que algunos cuentos, en particular los de su última etapa, trasuntan mundos fantásticos, niegan a Dávila Andrade su vínculo con el género por señalar su adhesión al hermetismo (Rivas Iturralde, 1996). Acá postulamos más bien la idea de insertarlo en las tradiciones del fantástico y del gótico1, concordando con Gabriela Alemán -en una entrevista con Luis Medina Córdova-, para la cual:
[…] sus cuentos son alucinantes y son de una densidad que me resulta interesante que ahora que se habla tanto de lo gótico en Ecuador, no se lo menciona a él. Él es el gótico ecuatoriano. Él es el que une la tradición andina con algo que va más allá del gótico. [Las] luces y sombras […] con él tienen que ver más con el misticismo y toda su investigación en el mundo espiritual. Sus metáforas, el mundo que él crea alrededor del lenguaje es un mundo donde el área andina está representada por precipicios (Alemán & Medina Córdova, 2022, p. 96).
Dávila Andrade, en efecto, escribe algunos cuentos y una novela corta, objetos de este artículo, los que develan un mundo interior de luces y sombras en tensión. Por ello, la idea es percibir en su narrativa que, desde lo fantástico o lo gótico, su discurso va desde el horror suprarreal (Rodríguez Albán, 2007) al horror metafísico (Rodrigo-Mendizábal, 2022). El método será el del close reading, el cual nos permitirá acercarnos, si bien a temáticas, en particular, a través de ciertos pasajes, a imágenes y significaciones implícitas.
CÉSAR DÁVILA ANDRADE COMO NARRADOR
César Dávila nació en Cuenca-Ecuador en 1918, pero pronto radicó en Guayaquil y Quito, ciudades donde se dedicó a la escritura de poemas, cuentos y ensayos, además de trabajar como corrector en la imprenta de la Casa de la Cultura Ecuatoriana.
Dávila Vázquez (1993; 1998), quien ha estudiado más la obra de Dávila Andrade, señala tres periodos de su labor: el cromático, el experimental-telúrico y el hermético. Del primero, hay poesía y cuentos con imágenes que trasuntan color y dinamismo juveniles. En el segundo periodo, el autor renuncia al estilo posmodernista y abraza lo telúrico y social. Es de este periodo su primer libro de cuentos, Abandonados en la tierra (1952), con dibujos de Oswaldo Guayasamín. Por otro lado, entre estos dos periodos comienza a ser nombrado como El Fakir -por su físico esmirriado y su interés por el ocultismo y el esoterismo-, apodo que le seguirá hasta después de su muerte. Y para salir del alcoholismo, de delirios, depresiones y de un matrimonio que era un “entrampamiento afectivo” (Dávila Vázquez, 1993, p. XVI), Dávila Andrade migra a Venezuela, donde reemprenderá su labor literaria junto a la docencia universitaria y luego ejerciendo un cargo en la Embajada de Ecuador. Su trabajo literario en dicho país es reputado del periodo hermético por dialogar con la filosofía oriental, el ocultismo, la magia y el neosurrealismo. Aunque no se aleja de Ecuador, en este tercer periodo escribe su segundo volumen de cuentos, Trece relatos (1955), publicado por la Casa de la Cultura Ecuatoriana, y años después en Venezuela imprimirá el tercero de cuentos, Cabeza de gallo (1966). Al año de su circulación, el 2 de mayo de 1967, Dávila Vázquez se suicida. En forma póstuma, se reunirán algunos de los más valorados y otros inéditos en Pacto con el hombre y otros cuentos (1971f).
Cabe señalar que no todos los cuentos contenidos en los libros citados son fantásticos; en algunos resuena lo social. Puesto que interesa patentizar su aporte al género fantástico, de sus obras tomamos los que tienen que ver con este aspecto y con lo gótico. Según tal fin, consideramos los postulados de David Roas (2001) respecto a lo fantástico actual. Para él, en el género fantástico, lo sobrenatural, aunque está presente, no siempre es un elemento esencial, incluso la vacilación producida (Roas, 2001, 2011), variables determinantes, que, en otros estudios abocados a lo fantástico, sobre todo del siglo XIX - como los de Tzvetan Todorov (2006)-, le definían. De este modo, lo que importa es cómo, en un cuento o novela, la “temática [lleva] a poner en duda nuestra percepción de lo real” (Roas, 2001, p. 24). Esto se haría tensionando lo posible y lo imposible, lo natural y lo sobrenatural, que llevaría al lector a una vacilación para interrogarle sobre lo leído. Esta estrategia crearía el miedo o terror, cuyas figuras centrales son la muerte o lo siniestro que pueden permear alguna circunstancia, las que, a la par, nos conducirían a lo gótico.
Por otra parte, se sabe que, por más fantástica sea la trama, esta debe anclarse con la realidad. Empero, el surgimiento de una situación que turba la realidad también nos lleva a pensar otros rasgos que Mark Fisher (2018) los discute. Son lo raro y lo espeluznante, donde, en un caso, lo familiar se desfamiliariza, porque hay algo que “no debería estar allí” (p. 12), y, en el otro, acaecería “una falta de ausencia o […] una falta de presencia” (p. 75). De ahí que los cuentos fantásticos o muestran entidades fantasmáticas que problematizan nuestra percepción, o representan atmósferas inefables y lo ominoso. Pensamos que los cuentos de Dávila Andrade admiten los criterios sugeridos por Roas y Fisher.
Y sobre lo gótico, una modalidad cuyo distintivo es evocar “el miedo, el horror, lo macabro y lo siniestro desde una perspectiva emocional más que racional” (David Stevens citado en Ordiz, 2014, p. 145), es necesario indicar que supone la figuración mediante atmósferas sombrías y paisajes ruinosos, del mal, de conductas dudosas, definidas por un pasado o el peso de fantasmas. Las tensiones luz y sombra o apariencia y realidad semejarían lo natural y lo sobrenatural.
Pero cabría introducir, en este marco, un rasgo adicional del gótico sudamericano, que bien se aplica al trabajo de Dávila Andrade y que viene por su atracción, a veces antagónica, por “lo místico, lo extraño y lo oscuro” (Dávila Vázquez, 1993, p. XIX), así como por lo espiritual y una visión a favor de la subalternidad y su realidad. Esta rara mezcla hace que sus cuentos sean únicos y escapen incluso al nuevo realismo social que se escribía en Ecuador desde 1950, en el que se apelaba a voces diversas, conflictos íntimos de los personajes o tanteando aspectos del yo en juego con lo mítico (Donoso Pareja, 1984; Proaño Arandi, 2007). Así, su narrativa se distingue de sus coetáneos por su “crudeza naturalista [la que, en el último periodo de su obra, es] sumamente fuerte, [con una] alta dosis de lirismo” (Dávila Vázquez, 1993, p. XXXIX). El autor acentúa en sus relatos lo sombrío y la sordidez, toda vez que lo monstruoso o lo abyecto suponen escenas oscuras o luminosas con trazos incluso surrealistas, descarnados.
Si vamos a entender el gótico de Dávila Andrade no es por su nexo con la modalidad clásica -con sus sombras, castillos, ruinosos parajes, fantasmas y la muerte en acecho-, sino por lo que el gótico sudamericano del siglo XXI explorará con el cambio y la descolocación de estos y otros rasgos identificatorios, y de sus temas con el objetivo de:
[…] realzar la artificialidad del género y sus dinámicas de construcción y enunciación de lo otro y para posibilitar la enunciación de aquello de lo cual ‘no se puede hablar’ - que dependiendo del contexto puede ser violencia, desigualdades sociales o tabúes culturales como el incesto o lo abyecto- (Eljaiek Rodríguez, 2017, p. 10).
En tal sentido, el gótico sudamericano, al descentrar, deslocalizar y desfamiliarizar los elementos del gótico clásico, y al unirlo con las vivencias y la realidad del continente, e imbricarlo con el pensamiento mítico, también critica la artificialidad del género, escenifica “el horror y lo indecible e [invierte el] esquema de representación del otro, en donde Latinoamérica y lo latinoamericano son sinónimos de monstruosidad” (Eljaiek Rodríguez, 2017, p. 17). Este gótico muestra la otredad y la diferencia como monstruosa u ominosa; en este contexto, en los cuentos de Dávila Andrade, lo monstruoso, lo ominoso y lo horroroso forman parte de la escena social, llevándonos a pensar que el mal permea a la realidad, donde todos somos actores y ejecutores. Eso implica saber que hay temas que antes se callaban y que en el fantástico-gótico surgen de modo áspero. De ahí que coincidamos con Maria Beville (2009), la cual habla sobre el gótico como “género reflexivo […] que ofrece a los lectores el potencial de interrogar sus miedos, terrores y ansiedades inconscientes y nuevas formas de representarlos” (pp. 10-11).
De tal modo, los cuentos de Dávila Andrade implican hechos que, además de cuestionar sobre la naturaleza de lo relatado desde lo oscuro, inducen a la reflexión. Dávila Vázquez (1998), de acuerdo con ello, al contextualizar la narrativa de El Fakir, señala en su neosurrealismo una densidad y turbadoras imágenes. Cita a André Breton y su Manifiesto del Surrealismo, para el cual, fluyendo por las texturas surrealistas, es “como si uno volviera a correr en pos de su salvación o de su perdición. Se revive, en las sombras, un terror precioso […]. Se atraviesan, sintiendo un estremecimiento, aquellas zonas que los ocultistas denominan paisajes peligrosos” (p. 164). Entonces, en los cuentos fantásticos y góticos de Dávila Andrade, gracias al lirismo, se dan imágenes extrañas y espeluznantes, con monstruos, raras presencias, y sombras que enzarzan ese “precioso terror” que llevarían a una sensación de atrapamiento. Agustín Cueva (1986), más allá de la huella neosurreal perturbadora, halla, asimismo, significaciones análogas a las descritas:
Con sus relatos, [Dávila Andrade] nos ubica directamente en el corazón de la gangrena. Excepción tal vez única en la literatura ecuatoriana de este siglo, la suya parte menos de una experiencia social, que, de un sentimiento primario, casi animal de pesadez biológica. […]. La palabra muerte […] tiene una connotación muy especial […]: antes que anuncio de una crueldad metafísica, es amenaza de un crimen de lesa carne, de lesa biología […]. Asistimos, en ambos casos, a un itinerario de descomposición y consunción de lo orgánico, más allá del cual solo se vislumbra la esperanza mítica del fuego (pp. 143-144).
Con ello se puede ver que el hermetismo, el esoterismo y el ocultismo en el trabajo literario de Dávila Andrade profundizan más lo sombrío, lo gangrenoso y el hálito de muerte. En los tres periodos en los que escribió sus cuentos, es cierto que sus búsquedas y encuentros con lo trascendente, a la par que, con imágenes de lo indecible, se acrecientan. Tal como notaremos, de ese realismo descarnado y fantástico, traspasado por “la miseria, la muerte y la sordidez [como variables] de lo cotidiano y […] parte […] de un contexto de violencia” (Graetzer Álvarez, 1985, p. 37), pronto constataremos la “realidad real” (p. 47) que apunta a lo simbólico, a la alegoría y a lo mítico en su dimensión trágica.
LOS CUENTOS FANTÁSTICO-EXTRAÑOS O FANTÁSTICO-GÓTICOS DE DÁVILA ANDRADE
Dávila Andrade publicó cuentos desde 1943. Algunos reescritos y otros nuevos forman parte del primer libro titulado Abandonados en la tierra. De este, la novela corta “Las nubes y las sombras” y los cuentos “La muerte del ídolo oscuro”, “Ataúd de cartón”, “La cuota” y “Vinatería del Pacífico”, son fantásticos; evocan el tono de Pablo Palacio: “El tenebroso mundo en que se mueven los personajes de Dávila [Andrade] es, de todo en todo, semejante a la mayoría de relatos del escritor lojano” (Dávila Vázquez, 1984, p. 70).
En “Las nubes y las sombras”, el padre Roque Gómez ve por pareidolia en las nubes una “forma de pétalo o de una paloma decapitada [con] un rostro […] labrado en la sustancia del ectoplasma, [cuyos] senos rebasaban el corpiño de nubes bruñidas. [Y] sus muslos juntos apretaban sus columnas bajo el pubis intocado” (Dávila Andrade, 2018d, p. 49). Lo notado es la virgen y un unicornio, un espectro, el cual le toma y la “quiebra”, hasta que su cabello se chorrea “como una fuente de leche” (p. 51). La represión sexual en una abadía hace que el fraile imagine lo inconcebible y los novatos también. Por ejemplo, en una parte leemos que el abad advierte un “odor sexualis […] putrefacto” (p. 32), fruto de la masturbación de ellos viendo una fotografía porno y del semen disimulado bajo unos tablones de la cocina. Dávila Andrade tensa lo religioso con lo sexual, o la clausura y la castidad, con la fantasía de su salvación, hecho que refiere a la violación de un ser sagrado para sublimar lo reprimido.
Del mismo libro, en “La muerte del ídolo oscuro”, unos indígenas llevan un piano a una hacienda a través del lóbrego páramo, con “enormes montañas oscuras, casi negras” (Dávila Andrade, 2018c, p. 120). El viaje cobra la vida de uno de ellos, razón por la que la atmósfera lúgubre, las descripciones del paisaje con ruinosos tambos o cuevas con perros famélicos y la vivencia de los indígenas cargadores, ayudan a construir el terror y el deseo de aniquilar al piano algún día. Esto se da años después cuando el piano, un “pesado ídolo, […] una bestia sagrada en un día de rito” (p. 130), al ser movido a otra parte de la casa por el capricho de la mujer propietaria de tal instrumento, cae. Entonces, en medio del horror, asoma el hijo del indígena abandonado para morirse en el páramo; aquel hala con el pie “una tecla blanca, desprendida, […] y, allí la [aplasta] con rabia. Como al hueso de una bestia dañina” (p. 131). Con este gesto, Dávila Andrade acalla al monstruo y convierte el abuso y la animalización del indígena en un acto de redención. El cuento, de este modo, tiene rasgos góticos porque, ante todo, la sensación de muerte se presiente desde el inicio y es espejeado por el piano negro.
En “Ataúd de cartón”, por su parte, hay un filicidio. Una madre, inducida por un abusador, dice: “Le maté esta mañana..., le ahogué con las cobijas... Ya me faltaba la leche: tengo secos los senos... era una carga para ambos” (Dávila Andrade, 2018a, p. 136). El abusador tiene “rostro de batracio, oscuro, frío y peludo. Parecía estar hecho de sucesivas envolturas musculosas” (p. 138). A su vez, él se regodea por asesinar a la mujer para borrar evidencia y culpa:
Una noche cogí a una; pero estaba sola. No pecaba. Me dijo que no tenía cama. Dormía sobre el serrín. Le oprimí la garganta y se asustó mucho. Le metí un pañuelo en la boca y la hice mía. Era virgen. Tuvimos un hijo. El chico murió esta mañana; y ella, esta tarde. Y yo aquí, bebiendo, a ver qué pasa... [...] y no pasa nada... ¡Nada! (p. 145).
El fondo de este cuento es la ciudad que oculta lo sórdido, connotado más con el narrador, un panteonero, el cual atestigua todo, además, de la noche que oculta con su manto la atrocidad y la muerte.
En “La cuota”, unos viajeros, tras una juerga, recogen “bajo la luz espectral” (Dávila Andrade, 2018b, p. 168) a un pordiosero, “con un gran sombrero de paja en la mano, [el cual] volteaba el aire y se señalaba a sí mismo. [Su] barba amarilla debía tener ya un mes sobre sus mejillas ardorosas y secas, mugrientas” (p. 168). Él encarna a la Muerte:
La camioneta tornó a correr, zumbadora como una moscarda. El malestar que la gente experimentaba contra el pedigüeño desapareció en seguida. […] Esta beata sensación hubiera durado seguramente todo el trayecto, si aquel enorme pedrusco no se hubiera desprendido del talud (p. 170).
Lo tenebroso está en que el hado se corporiza en un ser por todos desdeñado. Él los recoge presentándose como un ente extraño (específicamente un sujeto con apariencia de mendigo) cuya presencia además es irónica, pues asemejaría a la “pobre” Muerte que se manifiesta ante los ricachones que le han olvidado, y peor tras la embriaguez de alguna fiesta.
Quizá el cuento escrito en Guayaquil en 1948, “Vinatería del Pacífico”, es el más espeluznante del libro en cuestión. En una casa-bar del suburbio hay un vino “milagroso” macerado en un tonel en el que se bañan ciertos enfermos. Su dueño, con pies de “plantígrado” (Dávila Andrade, 2018e, p. 155), incluso lo reafirma cuando le dice al narrador, su ayudante: “-Trabajo, o mejor curo. Soy una especie de médico […]. Aquí hay muchos enfermos del pecho y la paleta […]. Y tienen vergüenza de los doctores y la gente. […] Yo los curo con vino” (p. 153). El giro se da cuando una muchacha entra en el tonel y se mata. Dávila Andrade lleva lo gótico a niveles escatológicos y escalofriantes: es la casa- bar que expende botellas de vino ya viciado con los efluvios corporales; lo mismo, el desfile de personajes insanos o la mujer cuya cabeza flota en el vino rodeado de “una gran mancha de sangre” (p. 160), y que luego es enterrada, “desnuda y dorada por el vino que le besaba como una huidiza seda mortuoria” (p. 160), y junto con un perro al que se envenena para evitar que excave la tierra. El cuento transmite la idea de que la vida es un constante beber la muerte, más aún cuando la enfermedad es una condición connatural.
De Trece relatos consideremos los cuentos “La batalla”, “El cóndor ciego”, “Un cuerpo extraño”, “El hombre que limpió su arma”, “El último remedio” y “Lepra”.
“La batalla” narra la agonía de una mujer, con el “hígado podrido” (Dávila Andrade, 2017d, p. 91) en medio de un cuartelazo. El marido espera su muerte para coger las joyas y el dinero e irse, dejando en la orfandad a los hijastros, no sin antes querer violar a la hija. El autor muestra que la enferma hace cuerpo a la Muerte, lo que la dota de misterio, puesto que, en medio del tiroteo, no es tocada por las balas, “feroces pulgas pálidas que buscaban, ansiosas, un cuerpo de hombre a lo largo de la noche llena de abanicos silbantes” (p. 93). La figuración de insectos de la muerte tiene un efecto perturbador, lo que se intensifica cuando aparecen las moscas, “dirigidas por la Muerte [las que] habían adivinado desde la montaña, la cadaverina sustanciosa y fresca” (p. 95). Sórdidamente, son como “minúsculas beatas negras […] querían entrar a la sarna” (p. 96) que, en lugar de asistir en la muerte a la mujer, similar a las balas que siguen detonando, danzan para luego engullir el cuerpo.
“El cóndor ciego”, por su lado, asemeja a la fábula. Un viejo cóndor pide comer el corazón y los testículos de un indígena accidentado en una cumbre. Así, los cóndores, “viejos bebedores de efluvios mortales [que huelen] la fragancia de los azúcares negros de la muerte, correspondientes al infortunado jinete” (Dávila Andrade, 2017a, p. 107), van y lo trozan para servirlos en un ritual tras el cual el cóndor ciego decide su destino lanzándose en trance suicida al abismo: “Un cuerpo oscuro y apretado cayó girando como un fruto negro” (p. 110). El cuento tematiza el suicidio como hecho trascendental; asimismo, para ejecutarlo, el suicida come el corazón, órgano “de la inteligencia y de la intuición” (Chevalier & Gheerbrant, 2009, p. 341), y los testículos, asociados con lo seminal. Se metaforiza la idea de ser dueño y señor del destino, a la par de tomar la muerte donde ella sería camino, en lugar de clausura.
En “Un cuerpo extraño”, un oficinista es advertido por “un cuerpo extraño” con voz femenina que le dice: “¡Basta; desencántate una vez más! ¡Ámame a mí sola!” (Dávila Andrade, 2017f, p. 116). Entonces, el personaje debe deshacerse de una mujer con aire de “animal fosforescente” (p. 119) y raro perfume que le pide refugio por estar en peligro. Incluso la voz extraña le antepone un aviso sobre una dama extraviada, por el cual él va a “un edificio de cuatro pisos, revocado de cemento gris-estiércol, con sus veinte y cuatro ventanas herméticamente cerradas. Parecía un gran mausoleo olvidado desde siglos” (p. 122). Lo gótico se acentúa entonces con la figuración de una casa oscura, análoga a un sepulcro. ¿De qué huye la mujer? Del marido, “monstruo [con] párpados extraordinariamente gruesos, […] recorridos de gordas arrugas y provistos de pestañas oblicuas, como los de los cerdos” (p. 123). Un ambiente lóbrego, un matrimonio sin sentido, una vida velada e irrespirable y, en definitiva, la conciencia de alguien que maltrata a la mujer es lo representado. Curiosamente, el autor nos hace entender que no es posible intervenir en el conflicto de la pareja, lo que implica seguir viviendo en soledad.
En “El hombre que limpió su arma”, la Muerte es una presencia inefable y rara que acosa a Simón Atara, el personaje del cuento. Es el viejo armero delante de unos “grandes carretes llameantes, [con su] boca abierta, [a través del cual] se veía el hueco alargado por el que [caen] las palabras de condenación” (Dávila Andrade, 2017b, p. 145). Ante su fulgor, a Atara se le ponen los ojos “duros como el vidrio” (p. 145), limpia su arma y mata sin querer a un niño. Aun cuando escapa, pronto es apresado y presentado ante la Muerte, investido como jefe de la policía y luego como magistrado, del cual se dice: “El juez Carmona es lo más grande que hay ahora. ¡Él manda! Como que escribió los códigos; con la mirada emborracha a los tigres en los pozos; ahora está probando unas leyes que van directamente a los crímenes…” (p. 154). La Muerte sería el dios de los tiempos, con un tribunal de sombras e imágenes prodigiosas o de pesadilla; allá el juez-demonio-dios le sentencia a volver al mundo con el peso de ser asesino. De ahí que, cuando es devuelto a la Tierra, el guardián que le deja afirma que, en lugar de haber limpiado su arma, tras ser juzgado, más bien habría limpiado “su alma” (p. 160). Se invierte el mito de Fausto; si este vendía su alma al diablo, en su lugar, el dios-demonio devuelve el alma y la vida a Atara. Según Jean Chevalier y Alain Gheerbrant (2009), la analogía de arma -yo oscuro- y alma -yo luminoso- supondría que quien mata estará siempre maldito. Aunque pese en el relato lo místico-hermético, lo fantástico nos lleva a pensar que el dios-Muerte conduce a su propia desgracia al ser humano.
En “El último remedio”, lo extraño tensa la enfermedad con el sexo en la que la muerte está implicada. El relato es sobre el tuberculoso Manuel Crovo, al cual se le receta un remedio de leche de una parturienta. Su esposa, por otro lado, vuelve ominoso el vínculo matrimonial dada la falta de un hijo al reducir al hombre a niño-lactante, para lo cual, además, le consigue una nodriza. Lo fantástico se torna en imagen de horror cuando la esposa halla en la alcoba donde ha dejado a dicha nodriza, a la que ha drogado antes, quitándole además a su bebé, al “gran lactante […] de bruces sobre la narcotizada. Habíase deslizado de los pantalones como de una larga y doble cáscara, y estaba encallado entre los desnudos muslos de la chola” (Dávila Andrade, 2017c, p. 192). Si la idea era tomar de los senos de la joven toda la fresca leche y hacer que de uno de ellos salga una gota de sangre, el hombre la viola, tras lo cual fallece. La figuración es abyecta: la mujer hace desatar, a través del mal, el deseo de la Muerte. ¿No es la imagen metafórica vampírica de volver al seno materno a condición de chupar la vida/muerte? Desde el inicio sabemos el final de Crovo, pues está en “un reclinatorio de raso para el cielo. [A este] lo estuvo esperando dos años; sí, y cuando vino, se realizó una tentativa de boda en la que el Sueño actuó como padrino misterioso, vestido de profundo terciopelo negro” (p. 185). Crovo es un cadáver en oración que recibe algo sagrado, aunque su castigo, por retomar el falo y transgredir -en definitiva, violar a la madre-, es rendirse a una boda insólita, sin acompañante, pero sí con el padrino, que es el Sueño vestido con felpa negra. ¿No es el Deseo que hace rezar para llegar al perdón? Y, ¿no es la boda con la Muerte?
“Lepra” es la historia de un solitario hacendado que padece de tal mal: “una sombra insomne [que busca] una salida hacia la aurora” (Dávila Andrade, 2017e, p. 201). Esta imagen, contraria a la de un vampiro, es poética. La enfermedad es vista como un “fantasma de plata podrida [que impone] la máscara de la bestia” (p. 202). La asunción de la enfermedad y la monstruosidad tiene dimensiones protervas; así, el hombre quiere buscar la “Noche primitiva” (p. 206), el mundo en su estado primigenio, el de las tinieblas antes de la creación para toparse con la Muerte. Luego el hombre vuelve curado y ahora causa repulsa su mendicidad, un “fantasma de agujeros [y su rostro,] máscara de carroña seca” (p. 212). Desvalido, va a vivir en un “edificio de ladrillo, corroído por las filtraciones pestilentes” (p. 212). Si antes el castillo era la hacienda y luego la noche primitiva, ahora es un edificio minado por el mal de la modernidad; desde allá, en efecto, ve:
[…] el sombrío desfile de los ebrios que pasan a los urinarios; las mujeres pobres, hacia las bateas de cemento de la lavandería; las prostitutas hacia los baños oscuros alfombrados de siniestros mohos; los miserables hacia las horribles letrinas amarillas. Emanaciones innombrables, borborigmos bestiales, aguas tenebrosas que desembocan en un planeta sumergido (pp. 212-213).
Lo gótico abre a la tiniebla con sus seres y sus flujos como si fuera el mundo de Dante. La imagen presentada, en este contexto, es la de un mundo deteriorado, un submundo de oscuridad de seres perdidos.
Ahora bien, de Cabeza de gallo extraemos cuatro cuentos fantásticos: el que da el título al libro, “Cabeza de gallo”, “Pacto con el hombre”, “Caballo solo” y “La última cena de este mundo”.
“Cabeza de gallo” es un relato cuyo contexto es un carnaval andino visto desde lo extraño. La fiesta es un infierno en frenesí; en medio de ese ardor, un campesino entierra a un gallo adornado de cintas de colores y deja solo su testa a ras de la tierra: “brotaba una matita extrañamente insólita: un tallo erizado de plumas, una flor viva que se desesperaba por arrancarse del suelo” (Dávila Andrade, 1978b, p. 7). Se trata de arrancar la cabeza del animal como parte del entorno sacrificial, hecho que no se cumple porque alguien grita que la iglesia se quema. El gallo es liberado: “una gran pluma de fuego ascendió a través de los árboles” (p. 10) mientras que de la iglesia brota el humo. Tras el desastre, la efigie del patrono del pueblo es hallado medio quemado: “Su rostro, manchado de ceniza […] adquiría un punzante aspecto de gallo de riña maltratado y sangrante sobre el suelo sucio y descompuesto del combate” (pp. 10-11). He aquí el gallo doliente y el Cristo chamuscado. Si consideramos a Chevalier y Gheerbrandt (2009), Dávila Andrade muestra la paradoja de la ofrenda a los muertos donde se les reemplaza con algún objeto que hace que se les olvide tal como eran. Así, el gallo vendría a ser Cristo, pero lo que era él, la Luz -la pluma de fuego-, no es advertida por la comunidad. Por ello, el cuento finaliza con una figuración terrorífica dicha por el narrador: “Y de pronto, sus ojos de vidrio inertes y anhelantes [del Cristo], me recordaron vagamente los ojos diminutos y vidriosos de alguien a quien esa misma tarde había visto mirarme desesperadamente” (Dávila Andrade, 1978b, p. 11). Solo el narrador habría visto en todo el movimiento de muerte la Luz alquímica -la pluma de fuego- en tanto la gente obnubilada por sus atavismos habría percibido humo y cenizas.
El relato “Pacto con el hombre” trata sobre un demonio que viene del “Mundo Luciferino [para enlazarse con el] nuevo ciclo técnico del Mundo Humano, […y] su medio orgánico. […] Este acontecimiento es una condición de la Ley de Simetría (Dávila Andrade, 1978d, p. 71). Su misión obedece a un antiguo pacto entre demonios y hombres que debía renovarse en ciertos periodos trocando cuerpos y almas, hoy olvidado. De ahí que lo mandado por el Príncipe de las Legiones Luciféricas es perentorio, porque si antes era acompañar al hombre, ahora se querría estar en su cuerpo físico, distinto al “endemoniamiento” (p. 72). Cuando el demonio dialoga con los humanos, halla que la condición para transmutar puesta por la mayoría es olvidar el pasado, librarse de los malos recuerdos y vivir felices. Pronto se topa con alguien diferente, lo que nos lleva a lo fantástico: si bien el demonio quiere sentir en un cuerpo, hay alguien que desea no tener alma, sino solo un cuerpo vacío; sería “un apóstata de la vida” (p. 74). Dávila Andrade reflexiona sobre la condición humana, sus tensiones, angustias, su desazón por la vida; así, el ente satánico sabe que lo oscuro ya ocupa el corazón del hombre e, incluso, que la única forma de librarse de ese desvío de la razón es el suicidio: “Yo sé que no podrá sufrir por mucho tiempo el encierro en su propio cuerpo, después de haber conocido la maravillosa holgura del Espacio sin mancha, el verdadero lugar de las almas de los hombres” (p. 82). Se ve la necesidad de dejar de vivir para ocupar el Espacio de la Nada.
En “Caballo solo”, por su parte, una pareja ocupa una casa oscura junto con su viejo caballo. El misterio está en cómo viven, cual “fantasmas en oquedades sin pensamiento, [medrando] como los hongos” (Dávila Andrade, 1978a, p. 100); desafían al tiempo que se ha detenido para ellos. Esta pareja carga la pena de una hija muerta que se les aparece abatida en ciertas noches para “hablarles con la boca manchada de tierra” (p. 101), o la ven ante sus pies, enterrada en la casa, la cual luego se pulveriza. Con ello, también se prefigura la súbita muerte de la mujer y el destino incierto del hombre. La imagen que queda es poética y al mismo tiempo de horror: el hombre elabora un ataúd y posa ante este con una sombra larguísima. El cuento profundiza la idea de soledad identificándola con la muerte.
El cuento apocalíptico “La última cena de este mundo” presenta el tema del vampiro. El mundo ha sido asolado por “la Gran Infección [venida] de ‘afuera’, del Otro, o del No- Yo[;] los cerebros de los últimos hombres la habían adoptado, sobre todo, por su feroz ambición” (Dávila Andrade, 1978c, p. 107). Los sobrevivientes, refugiados en una abadía, una “Isla” (p. 107), forman una secta: “Doce y Él. […] Aliados del Caos [que se mueven] en el único plano en el que la Deidad asume todas las negaciones” (p. 108). Dado el fin de los tiempos, ¿son apóstoles que creen se debe volver al vacío, a la Nada (Chevalier & Gheerbrant, 2009) y al seno del Padre de todos los dioses, al Caos? Estos hombres, en efecto, habrían enfrentado a la otredad corruptora de la mente, lo que hace pensar, si no al loco, al zombi: afuera estarían los zombis; en la Isla, los apóstoles que aspiran ir a la “Mente Universal” (p. 108). Y ¿quién ese Él? Es Christian Huck, número 13, líder y salvador; aunque su nombre evoque lo cristiano, él es un daimon (p. 111), ángel-demonio con la “santidad negra del Ego” (p. 113) que sale de lo oscuro y vuelve para iluminar a la secta, lo que se da en una Cena ritual. No obstante, he aquí el giro extraño, pues Huck, ante la mirada pávida del narrador y de la secta, hiere sus manos y hace caer su sangre sobre el vino, y obliga a comer el pan a su vez ensangrentado. El autor resignifica la comunión con lo satánico-vampírico: el mito de la Última Cena de Cristo sería el ritual para formar la comunidad de vampiros que ingiere la sangre del daimon. Y para el caso, el narrador nos lo señala: “por un instante, a través de su piel, [pudimos ver] el horror de una condenación iluminada por una pureza” (p. 115). Este daimon es un vampiro que forma una comunidad de vampiros iluminados; afuera estarían los zombis con sus cerebros contaminados.
De Pacto con el hombre y otros cuentos, tomemos “Regreso de noche como caballo, como tigre, como laurel”, “La muerte del monstruo”, “La extremidad oscura”, “La sierra circular”, “Sauce llorón”, “Persona, animal o cosa”, “Cuando ambas comarcas se entremezclan”, “El sueño y sus artefactos” y “Un centinela ve aparecer la vida”.
El cuento “Regreso de noche como caballo, como tigre, como laurel” tiene el tono de lo extraño afín al mundo de Juan Rulfo. En el relato, Zabulón Adamontes recupera su libertad y vuelve a su pueblo, desatando una agitación, un fluir de las cosas, donde los animales se enfilan: “Zabulón descendió a la plaza rodeado de cochinos, de perros y aves, y ganados, pero ahora todos ellos estaban subiendo en silencio como por una orden que él les había dado” (Dávila Andrade, 1971h, p. 98). Su misión es reordenar el mundo e impedir que nadie sufra como él en la cárcel; sin embargo, pronto advertimos que Zabulón, como muchos personajes del cuento, estaban ya muertos. Entonces, el supuesto día de su liberación es para concienciar que un fantasma, con bellos o cabellos de raíces o musgo, con animales que le siguen, con la energía de la naturaleza, convivía ya en la villa: “entonces supimos que no había muerto y que seguía sonriendo encima de nosotros para dirigirnos. […]. Y sonreía. Y yo también le sonreía comprendiendo, porque tenía el secreto de escribir todas las cosas como poeta de la tierra” (p. 100). El cuento sería sobre una entidad espiritual, una que habría pasado por el martirio y se convierte en el guía del pueblo. Lo fantástico está en ese estado de suspensión de la vida, en esa sensación espeluznante y también vivaz que transmite.
“La muerte del monstruo” supone lo sórdido y lo abyecto. El adolescente Floresmilo, ante el cáncer de seno de su madre, hace salir su lado oscuro, más aún cuando ella reafirma que el esposo la maltrataba: “-[…] Tu taita tiene la culpa; de borracho me patiaba como a un perro… Ya parece un repollo mi pobre seno” (Dávila Andrade, 1971d, p. 105). La sombra del difunto padre hace surgir imágenes de pesadilla, escenas de violencia doméstica, de alusión del infierno y la creencia de que él habría maldecido los senos de su madre tornándolos en “una masa de cochambre, […] un racimo viscoso de sapos del barranco. El purulento bolo de una araña grávida, […] un escorpión ensortijado en su pesado sueño nutritivo” (p. 108). Para el adolescente, el espectro del padre estaría chupando los senos todas las noches hasta hacerlos sangrar. Dávila Andrade convierte el mal en asunto de horror vampírico, por lo cual Floresmilo debe matar una noche al monstruo ocupante, al padre violento, al vampiro fatal. Los senos-padre-monstruos tienen que ser purgados, y con ello la madre-enfermedad: “Entonces, en la más alta cima de la dulce respiración materna, descargó el arma. Cerró, como nunca los ojos, y escuchó el borbollar en la noche la sangre de la fiera” (p. 109). El cuento, en tanto es narrado, crea imágenes del horror a partir del ánima del mal.
En “La extremidad oscura”, a partir del encuentro casual entre un hombre, Damasco y una joven que tiene su pie derecho cubierto “por una botita ortopédica de piel oscura, abotonada hasta la media canilla” (Dávila Andrade, 1971c, p. 112) leemos una historia sobre lo monstruoso, la aberración y la sexualidad libre. Ella incluso bromea sobre su problema: “«Esta patita me molesta al caminar y entonces luzco distinta, pero en carro todos somos iguales»” (p. 113). Lo fantástico va revelándose poco a poco: por ejemplo, un día un foxterrier ladra a la mujer e intenta morderla en el pie cubierto, o en otra ocasión, cuando es acompañada por alguien, Damasco cree oír a “una bestia sabia” (p. 117). Y es así como, al seguirla una noche, llega a un bosque con “millares de diminutos seres alados” (p. 119) cuyos senderos parecen a los de un sueño. Allá una cierva es perseguida por otros ciervos y, particularmente, la mujer, ahora con una “silueta blanca y negra, […] con el torso y las caderas envueltas en una cota negrísima y los brazos y los muslos desnudos” (p. 120). De los rasgos descritos, “la patita” es vital: la mujer es un híbrido y su extremidad oculta es de índole animal. Lo demás es un orgiástico encuentro entre animales y no-animales, una cópula en la que la mujer-venada participa “con vivo alarido de júbilo” (p. 121). El autor, desde lo fantástico, plantea el mundo al revés en el que la sexualidad es libre y transespecie.
“La sierra circular” tiene como marco el progreso moderno que depreda la naturaleza para construir edificios; esto es reflejado así: “Es una fiesta en la que de tarde en tarde alguien arroja un cadáver espléndido o un puñado de abalorios inútiles” (Dávila Andrade, 1971e, p. 129). Trata de unos hacendados, al frente de la tía abuela tullida, que hacen una fiesta para cortar los cedros de su propiedad. Lo fantástico ocurre cuando se está talando y los espíritus de los árboles surgen en forma de seres alados: “El cielo se pobló de discos incandescentes que revolaban en batallas oblicuas, rozándose con chisporroteos de centellas y relámpagos entretejidos como escamas” (p. 135). Estos seres, con “cuatro caras y cuatro alas” (p. 135), lidian con las sierras cortadoras. El resultado es una herida en el cuello de la tía abuela que se regodea del espectáculo tomando un vino que se va enturbiando con su sangre que gotea ante el frenesí de la pelea máquina-naturaleza. Lo espeluznante tiene un rostro extraño-maravilloso; con ello, Dávila Andrade tematiza la enfermedad de la modernidad de forma fantástica.
“Sauce llorón” es un cuento sobre el bullying. El narrador, a raíz del reciente suicidio de un excompañero de escuela, recuerda con sorna la temprana muerte de Pepe Abril, el “sauce llorón”; él habría sido el culpable: “Pepe Abril, yo te maté” (Dávila Andrade, 1971i, p. 138). Así, el cuento describe la perfidia del narrador como cuando ora al demonio para que Abril se atore, o cuando lo imagina “desangrado por la garganta abierta, mientras yo corría con un puñal enrojecido en la mano” (p. 146) y, en otro momento, inspirándose en el cuadro de un ángel guardián, él se ve inversamente como un demonio que debe llevar al niño al matadero. La ocasión se da un día con un atuendo que Abril viste -se trata de una capa verde- por el que el narrador le impone el apodo de sauce llorón y hace que todos los compañeros del curso se burlen: “Yo mismo me quedé pasmado de la velocidad del mal” (p. 151). En tal sentido, nos damos cuenta de que el narrador tenía una motivación: envidia a Abril por su condición social, además que lo aterra por causa de su labio leporino, su nariz y su aspecto, haciéndole creer que es un insecto (p. 153). De este modo, vamos a lo ominoso: el narrador, un criminal oculto, va degradando al niño por la monstruosidad de su rostro y cuerpo. Con ello, se cuestiona la superioridad del ser humano: “Yo, ¡sigo! ¡Sigo! Amo el futuro de los hombres que han matado su sombra y han pisoteado sus enfermizos corazones” (p. 154), discurso que oculta un hecho peor, esto es, la inferioridad espiritual que intenta blanquearse con el menosprecio del semejante.
Por su lado, el tema de “Persona, animal o cosa” es el delirio y trata sobre un fotógrafo callejero pobre: “La vida pobre no quiere multiplicar sus caras. Primero es el pan; después, la estampa del comensal” (Dávila Andrade, 1971g, p. 170). Él sufre hambre, lo que le lleva a sumirse en “una locura rara que empieza con un gran espanto de todo lo que es humano. Tal vez porque todo es inhumano” (p. 170). Así, su cámara pronto es su cabeza y su habitación, siendo el leit-motiv un ruido naciente de una pipeta que el narrador asimila, es un tarro de basura en la que cae una rata: la cuestión es matarla y comérsela. El giro fantástico, sin embargo, surge cuando constatamos que el fotógrafo se convierte en la propia rata que ahora irá a bailar una canción, no sin antes sentir “el pinchazo del estilete en la coronilla” (p. 173) y empezar a marearse porque está sobre un disco de gramófono en movimiento, lo que le lleva a un exacerbado delirio por el que ve formas de objetos hasta perderse del todo: “Me sentí incapaz de razonar; pero de un modo oscuro y soterrado, oí que el futuro me anunciaba la aterradora transmutación de los animales en cosas, y la de estas en sombras, bajo una tempestad de luz” (p. 173). El autor hace de la locura un acontecimiento surreal e, incluso, insinúa la muerte sin más.
El cuento “Cuando ambas comarcas se entremezclan” es surrealista, paroxístico y delirante. Supone una familia ordenada, un gato y eventos insólitos. Por ejemplo, cuando llega una carta, el padre la abre haciendo crujir el papel y lleva a que el “tiempo de la fiesta [empiece] a revolotear ya en toda la casa” (Dávila Andrade, 1971a, p. 191). Poco a poco percibimos que la casa es rara, hay quienes les observan y una rutina indeleble. ¿Es una casa de cristal o una bola de cristal donde está una casa y una familia? El cuento es una suma de planos por los que presuponemos que la casa está dentro de otra casa; por eso, cada amanecer, para los habitantes de la casa de cristal, “[revienta] otro mundo en la luz de ese instante” (p. 194) y se ven los habitantes reales con los otros. Lo singular, con todo, está en que al momento de entrecruzarse los planos tempo-espaciales, las dimensiones de los objetos y de las casas se vuelven dúctiles, lo que nos lleva a la presencia del gato. ¿Es él quien observa, vive, desordena, reordena los planos de las casas y de los objetos? Por eso, leemos, “de vez en cuando el gato se detenía con una pata en el aire y recogía de la atmósfera rodeante finísimos vestigios dejados por los viajeros” (p. 199). En definitiva, Dávila Andrade figura una especie de paraíso-hogar en el que el gato es el real dueño.
“El sueño y sus artefactos” es un relato autorreflexivo de un inspector de una fábrica, regido por una niña homicida y de un niño “con una sonrisa horriblemente hermética de adulto” (Dávila Andrade, 1971b, p. 215). El cuento bordea lo fantástico-onírico y la ciencia ficción: la fábrica no tiene chimeneas, en su interior reina el “anti-tiempo” (p. 216) por el que “las cosas llegan desde el porvenir y pasan a deteriorarse lentamente en el pretérito” (p. 216); es decir, si todo viene del futuro, la fábrica realiza el proceso para que los productos se consuman. Pero ¿qué produce o procesa? Estamos en el interior de una fábrica de sueños que provee “yacijas” (p. 216) gracias a las cuales, “los durmientes que llegan del Ayer […] se encaminan al Mañana” (p. 216). Si los productos llegan del futuro para debilitarse en el pasado, los soñadores deben tomarlos pronto para ir al futuro. El juego es elocuente: solo se puede soñar en el camino hacia el futuro; las yacijas, así, son catres, a la par, sepulturas, nichos: el sueño conduce-orienta-ilumina el destino, el hado. ¿No es el sueño que adivina a la Muerte? ¿No se trataría de elegir bien el nicho, el ataúd y la tumba? ¿Con el sueño nos preparamos a aceptar la Muerte? El cuento entonces, en una parte, simboliza las posibles elecciones de yacijas, en otra, cómo se modelan las que vienen de la Muerte. El inspector lo que hace es garantizar que el producto-proceso-tumba satisfaga a cualquiera que quiera entroncarse con su futuro-muerte; los dos niños representarían la relación vida-muerte. Incluso, al ser el tiempo un elemento sin causa ni efecto o un estado de totalidad, en la fábrica de sueños todo se enmaraña, lo que supone el Caos y su salida, hacia el Vacío. ¿Nada y Vacío son lo mismo? El narrador lo ratifica: “lo que logré entrever por aquella grieta milagrosa, no puede ser descrito. Permanecerá en mí como asombro puro” (p. 220). Lo fantástico supone la reflexión ligada con lo espeluznante: la existencia humana es un eterno retorno o la identidad de los dos polos: pasado-futuro, vida-muerte, figurados, además, por los dos niños dueños de la fábrica; tales polos, por otro lado, implican como tercer factor a la Nada; en el camino, cada durmiente, si conoce cómo manejar sus sueños, podría transmutarse: si hoy en “ornitorrinco, mañana […] en un radiante de huso de cristal” (p. 220). Unos pueden quedarse entre los dos polos, otros, en cambio, ir a la Nada para no cumplir con el ciclo.
“Un centinela ve aparecer la vida” es un cuento postapocalíptico. En un tren, el narrador -un guardián-, un indígena y una mujer afro -y otros más- viven el fin del mundo: “Un bramido inmenso rasgó el vagón, atravesándolo. Sonó como una ‘M’ cerrada, muda, cóncava” (Dávila Andrade, 1971j, p. 240). ¿M es el susurro de la Muerte? Los personajes pronto se dan cuenta de que son unos fantasmas y su deseo es volver a la Tierra a repoblarla. En el cuento hay varios elementos simbólicos: un cóndor que cruza al tren en movimiento sería el que anuncia el fin de la humanidad; el indígena, por su parte, nos recuerda a la cultura indómita que siempre sobrevivirá; y la mujer afro es la madre del futuro mundo. En el paisaje de los Andes también aparece lo que podría ser el nuevo edén:
Conforme avanzaba el convoy, subían y bajaban los dombos de las montañas. Hinchazones inmensas, cúpulas derruidas, crestas y jorobas, en lentísimo hervor de siglos y volúmenes. Las mesetas brillaban como espejos ferruginosos, recorridos por oscuras gritas. En lo profundo, los valles dormían en sus propias emanaciones (p. 232).
Durante el viaje, el tren -signo de la civilización- pasa a través de un esqueleto descomunal de un animal servil, lo que hace pensar que el trabajo esclavo asimismo sucumbe con la devastación. Así, el tren sería la nueva Historia que debe conducir a la libertad. El nuevo mundo tras el fin de la civilización estaría por hacerse bajo el avatar del sol -el cóndor- que ahora se transmuta en una bestia que busca “el país del Sol […] establecido dentro de la pequeña profundidad de su cerebro” (Dávila Andrade, 1971j, p. 248). El país del Sol sería entonces la nueva utopía, siendo sus fundadores, el indígena y la mujer afro; el centinela sin pareja tiene que elegir si debe tomar su destino o perderse, pues en el nuevo mundo el poder militar ya no sería posible. El cuento, distinto a los demás, desde lo fantástico, anuncia la esperanza y el resurgimiento de los sectores desplazados.
Tomemos en cuenta ahora otros tres cuentos que no formaron parte de ningún libro, pero fueron publicados en revistas ecuatorianas y venezolanas: “El niño que está en el purgatorio” (1945), “El viento” (1960) y “En la rotación viviente del dodecaedro” (1965). En la actualidad, estos han sido incorporados en antologías como Cabeza de gallo y otros cuentos (Dávila Andrade, 2004a), libro del que se extraerán las respectivas citas.
“El niño que está en el purgatorio” trata de un hombre, Rodrigo, cuya alma habría sido puesta en dicho espacio por contradecir públicamente, cuando niño, al cura del pueblo. Este es vil, obliga al papá a que su hijo sea sometido antes de que sea blasfemo o cometa algún pecado mortal, además de quitarle el hábito de leer “unos libros antiguos con estampas de centauros” (Dávila Andrade, 2004b, p. 115). Así, pide que su imagen y alma sean “atrapados” por un “pintor de Infiernos y Purgatorios” (p. 117). El resultado es un cuadro que es ordenado por el papá de Rodrigo, cuadro que parece uno de esos retablos coloniales en los que se figura una supuesta sagrada familia con el único detalle de que el “niño precoz” asoma como un “penado […] con la mirada implorante, envuelto en ígneo tormento. [Sus ojos estaban] asombrados de sentirse arder y no lograr consumirse” (p. 120). Tal imagen es pavorosa, más si sabemos que el conjuro pictórico provoca que desde entonces Rodrigo tenga el alma de un niño de 12 años y oscuramente esté conminado a sufrir por sesenta mil años, pese a su adultez. La trama es siniestra: se subraya la aceptación de la misma maldad por parte de alguna feligresía por miedo a sufrir el castigo; a su vez, alguien debe ser el mártir, en este caso, un niño cuya precocidad es vista como diabólica.
“El viento”, en cambio, es un cuento entre pastoril, fabulesco y con alusiones eróticas. El viento es el protagonista; se presenta “como el estallido de una goma en el fondo del valle” (Dávila Andrade, 2004c, p. 147). A este se le oye gemir “infantilmente” en las noches o parece un borrachín en ocasiones, y en otras juega hasta hacer sonar las herraduras colgadas en algún establo del pueblo “produciendo la ilusión de un campanario de gnomos” (p. 149). Sigue a una pareja campesina recién casada: cuando la mujer va a recoger leche, el viento levanta su falda, ocasionando que muestre su sexo desnudo ante la mirada de los transeúntes. Para que no se suscite la “alcahuetería del viento” (p. 150), su esposo le regala un calzón de seda que hace tiempo había comprado; mientras ella se lo pone, el viento se roba la prenda. ¿El viento está celoso? Sí, ya que el calzón desató el deseo entre ellos y el viento los ve a través del cerrojo para luego pitar “con furia de ofidio [y] enfurecido buscándose la cola [hasta dispararse] a campo traviesa” (p. 151). Si bien lo narrado supone lo extraño, este tiene un giro radical porque el viento, cuando halla el “borde del gran precipicio en cuyo fondo se adivina, como una hebra de estaño líquido, el río encañonado” (p. 152), se suicida gritando: “«¡Aquilón, Aquilón, Padre Mío!»” (p. 152). A Aquilón, dios de los vientos, el viento, misterioso galán del cuento, le ofrenda su espíritu, sacrificándose, ya que, si bien desea amar, su naturaleza incorpórea impide que ello sea posible -vendría a ser una inversión del mito de Narciso-. Aunque inverosímil, tal imagen es desde ya inquietante, porque preanuncia la sombra del suicidio que perseguía a Dávila Andrade. De ahí que el cuento sea hermético y oscuro.
Finalmente, “En la rotación viviente del dodecaedro”, un monje cae de un andamio: “Sobre las losas oblongas, carcomidas, su cabeza produjo el sonido de una gigantesca avellana cortada a la altura. Y sus miembros, después de algunos estremecimientos, se inmovilizaron y comenzaron a enfriarse” (Dávila Andrade, 2004d, p. 181). Tras su muerte, se descorporiza, revive su vida, ve los sueños de los frailes y cómo salen de sus cuerpos los “dobles etéricos, transparentes [que entran] en la materia «de que están hechos los sueños»” (p. 184). Pronto su cadáver despierta el deseo de una mosca quesera que quiere desovar en la comisura de la boca, hecho que anticipa que el cuerpo será comido por los gusanos; sin embargo, el cura va a la oscuridad y se vuelve Uno con el Universo. Así, imaginamos los momentos posteriores a la muerte y el encuentro con lo infinito que es a la vez el Caos.
EL CUENTO FANTÁSTICO ENTRE EL HORROR SUPRARREAL Y EL HORROR METAFÍSICO
En este apartado, analizamos los cuentos fantásticos y góticos de Dávila Andrade, escritos bajo sus búsquedas espirituales y saber esotérico: estos serían expresiones que tensionaban el mundo de la realidad y el del espíritu. Irían en unión, en palabras del autor, con “los […] remolinos del espíritu [donde] parece girar el de la imaginación, como una virtualidad en la que se gestan las titubeantes criaturas por las que la vida circundante se torna en sueño interior y se alimenta de lo más cálido de la sangre” (1984a, p. 431). Lo fantástico sería el devenir de los procesos creativos del espíritu que darían lugar a entes subjetivos, imágenes atizadas además por la realidad, y que nutrirían los sueños hasta llegar a la sangre, líquido vital donde fluye el alma.
La cuestión de que en los sueños morarían las imágenes primordiales a la par es una glosa que Dávila Andrade hace de las palabras de William Shakespeare -apuntadas en “En la rotación viviente del dodecaedro”-: así, sus cuentos fantásticos serían la traslación de lo que el autor aprecia y libera de esos sueños. Una cosa sería la trama de los relatos y otra sus significados; empero, él señala que antes hay que atender la “interioridad básica” (1984b, p. 517) del escritor para llegar a conocer la factura de sus sueños, medios de comunicación del Ser, con una “sustancia plástica, exquisita, turbulenta, frágil y conmovedora, inasible y envolvente, […] en donde [los creadores son] duendes, alquimistas o demonios” (p. 517). Habida cuenta de que todo sueño es vehículo y creador de símbolos (Chevalier & Gheerbrant, 2009), resulta claro que al autor le importaban las imágenes simbólicas aprovechando la “sustancia de la que estarían hechos los sueños” (Shakespeare citado en Dávila Andrade, 1984b, p. 517), lo cual incluiría lo poético y lo ominoso, lo extraño y lo espeluznante. Para Sigmund Freud (2012), el sueño es traum o trauma, herida; pero este sentido viene de la voz alemana trauma como sueño; en tanto, en lengua latina, sueño sería hipnosis. Sean trauma o hipnosis, los sueños siempre nos llevarán al núcleo de la imaginación y la fantasía, aunque también pueden ligarnos con la muerte y la oscuridad; se puede pasar de la ventura al horror.
¿Cómo entender entonces los cuentos fantásticos y góticos de Dávila Andrade? Dijimos que hay expresiones de la interioridad básica en las que los sueños y los traumas estarían presentes. Los sueños, en forma de imágenes extrañas, pronto pueden ser perturbadores, y los traumas pueden verse como deseos reprimidos que son expulsados al inconsciente (Freud, 2012). En el caso de Dávila Andrade, todo esto se explicita en sus tramas, de ahí que los cuentos examinados, más allá de ser ficciones, trasuntan, si consideramos a Dávila Vázquez (1993), huellas del yo muchas veces problematizadas.
De tal modo, un tema capital en los cuentos es la muerte, ya sea como singularidad dentro de la vida o como presencia-entidad. Cualquiera sea la figura, la muerte circula en las tramas y se alegoriza: es objeto de imaginación porque es irrepresentable. Lo fantástico- gótico acentúa sus facetas, pues se trataría de saber que, contra la idea romántica de hallar la Patria añorada y perdida, la cual estaría en el devenir (Ernst Bloch citado en Jiménez, 1983), más bien es el viajero quien se topa con la Muerte que le impediría llegar a tal fin, bloqueando la utopía. En este marco, considerando los cuentos citados, son los insectos que corroerán el cuerpo de la agónica en “La batalla” o del cura de “En la rotación viviente del dodecaedro” -incluso el sacerdote cuando muere no va a la luz, sino al seno de la Muerte, es decir, a la Nada, en dicho cuento-. Es también la Muerte que lleva a su víctima al martirio, a más de lo indecible, por el asesinato de un niño en “El hombre que limpió su arma”; o solo mata a la gente sin más en “La cuota”. Pensemos, por otro lado, en la Muerte como horrenda esposa en “El último remedio”. A la par, la muerte siempre latiría en el interior del Ser: supone al demonio en “Pacto con el hombre” que hace consciente que vivir es una agonía; o es la soledad que lleva a crear fantasmas que nadie más ve, como en “Caballo solo”. La Muerte es tragada para sanar -de la vida- en “Vinatería del Pacífico” o para destruir en “La sierra circular”. Cuando es conjurada, lleva a asesinar creyendo que con ello se libera a algún monstruo como en “La muerte del monstruo”.
Otro tema esencial es el mal en “forma de enfermedad, pasión o muerte” (Dávila Vázquez, 2017, p. 18), que ocupa el cuerpo hasta deteriorarlo y volverlo monstruoso. El mal tiene correlación, por otra parte, con la muerte: uno sería el puente para la otra. Sobran casos de enfermos convertidos en monstruos al ser tocados por el mal y la muerte: la mujer moribunda de “La batalla”, el tuberculoso reducido a lactante de “El último remedio”, el hacendado llagado de “Lepra”, la madre cancerosa y su hijo delirante que desea el seno materno en “La muerte del monstruo” o el niño con el labio leporino inducido a la muerte en “Sauce llorón”. Es más, cabría agregar que el mal fija el camino por seguir al personaje de “Lepra”, es decir, o es vivir la monstruosidad de la lepra y usarla para destruir -por ello la conexión con el Caos original-, o es integrarse -sabemos que el personaje ha superado tal padecimiento, pero es rechazado por ser un mendigo, otra forma de monstruosidad-. En “Vinatería del Pacífico”, los mórbidos creen curarse bañándose en vino, además de beber ese mismo vino producto de la ablución de otros cuerpos enfermos: ¿Qué se puede pensar de un vino en el que alguien se ha degollado y que lo venden embotellado? ¿Y qué del vino y del pan ensangrentado que los últimos hombres deberán consumirlos en “La última cena de este mundo”?
Relativo al monstruo, este se encuentra de forma sugestiva: o es el objeto emblemático, causa de la muerte de otros, como el piano de “La muerte del ídolo oscuro”, o es el animal carroñero, señor de las alturas y oledor y bebedor de los efluvios mortales de “El cóndor ciego”, o es el marido-monstruo que ha creado un entorno sepulcral en “Cuerpo extraño”, o son los senos cancerosos ocupados por el padre abusador en “La muerte del monstruo”, o es la mujer híbrida de “La extremidad oscura”. Por otra parte, la alusión al vampiro está en “El último remedio”, “La última cena de este mundo” -en este, incluso el zombi- y “La sierra circular”; mientras la referencia a la locura se halla en “Persona, animal o cosa” y “La muerte del monstruo”.
Enfermedad-Muerte o muerte-enfermedad es la doble ecuación en la obra fantástico- gótica de Dávila Andrade: en un caso, se personifica a ambas como entes espeluznantes que acompañan al ser humano en su vida o, en el otro, es la corrupción inevitable del cuerpo, signo de los tiempos, hecho palpable en “El cóndor ciego” sobre un viejo cóndor en las postrimerías de su vida. Muchos de los cuentos plantean un bloqueo del destino o de la esperanza con la doble ecuación señalada -la excepción sería “Un centinela ve aparecer la vida”-. Dos cuentos lo ilustran. En “El último remedio” la enfermedad y el giro ominoso de la relación conyugal conducen al deseo de la Muerte y a admitirla como fin del matrimonio; el autor hace que se cumpla lo que ese adulto-niño quiere, casarse con la Muerte para hallar solo la Nada. En “El sueño y sus artefactos”, es la Muerte que envía desde el futuro la vida por consumir; esta se hace con yacijas provistas por la fábrica de los sueños -sabemos que hay una insólita relación entre dormir y morir, entre dormitorio y lecho mortuorio (García-Borrón, 2013)-. En “La caja de cartón”, la caja-ataúd es un móvil sombrío para hacer desaparecer lo que se odia o se desdeña.
Incluso la palabra Deseo es ruta de frustración en ciertos cuentos. El Deseo es pulsión de Muerte en “El último remedio”, pero en “Las nubes y las sombras” implica la transgresión: al no poder ser libre por la Ley impuesta, solo se puede imaginar la violación de lo sagrado; y acaso esto está en el cuento “El niño que está en el purgatorio”, que supone el castramiento hipotético del niño por estar adelantado a su tiempo al desafiar a toda creída inteligencia. El mismo Deseo conducirá fatalmente al protagonista a salir del mito edípico en “La muerte del monstruo”; y lo propio en el tuberculoso adulto-lactante de “El último remedio”; acá la forma de traspasar al Deseo es por la vía ominosa del sexo.
La pulsión propia de la Muerte como suicidio -si no la muerte inducida- es clave en los cuentos de Dávila Andrade; con el suicidio se trasciende a la Muerte y se vuelve a la Noche primitiva, al Caos. “Cabeza de gallo” patentiza que la muerte sacrificial se habría dado con Cristo y que su repetición festiva solo la pervierte. Se trataría de concienciar que el martirio es hallar la Luz alquímica, como en “La última cena de este mundo”: si se sigue a quien se sacrifica, se debe beber su sangre y comer su cuerpo ensangrentado, es decir, tomar la sangre -en vino- es encontrar el efluvio de vida que lleva a la trascendencia, al Caos, origen de toda vida. Esto prevalece en “El cóndor ciego”, así como en este y también en “El viento” está presente el Deseo pulsional del suicidio: sea por renunciar al sufrimiento de la vejez, sea por no hallar correspondencia en la vida material. “Vinatería del Pacífico”, paradójicamente, supone el suicidio de la muchacha por escapar a una condición de sometimiento obrada por un burgués que la trata como cualquier amante; y “Pacto con el hombre” implica la descorporización para vivir en la Nada o el Caos en sí. Si bien el suicidio se considera como un acto producto de factores que están más allá de la voluntad de la persona, Jairo Cardona Reyes (2015) sostiene, más bien, que es la
[…] recuperación de la subjetividad, porque es recuperación de una subjetividad que nos ha sido negada, en tanto posibilidad de asumir la responsabilidad de nuestra propia existencia. El hombre individual no tiene derecho a decidir sobre su propia vida, pues nos han enseñado que corresponde a otros significarla y darle valor, claro está, desde su propio punto de vista. De esta manera, no soy dueño de mí mismo, de mi libertad, y si como dice Sartre: “el hombre es libre, el hombre es libertad” […]; si no hay libertad, no hay sujeto, no hay subjetividad (p. 10).
Pese a las reiteraciones de Dávila Andrade a la Muerte, a la enfermedad y al suicidio, incluso alusiones directas al degollamiento o a la garganta abierta -“Cabeza de gallo” y “Sauce llorón” son cuentos que nos hacen pensar claramente en la autoinmolación de El Fakir-, podemos decir que sus búsquedas espirituales y metafísicas implicaban, en efecto, volver a la Noche primigenia, a ese Caos o generador de vidas -piénsese en el cura de “En la rotación viviente del dodecaedro”-. El Deseo universal que trasuntaba su obra, más aún la fantástica-gótica, era la concreción de la libertad plena con base en una subjetividad que la iba cultivando tanto en su existencia cuanto en su propia escritura. Se trataba de ir, en forma contraria, del trauma -una vida signada por el alcoholismo, la depresión, el fracaso matrimonial, incluido el sexo- a la liberación de sí explorando el mundo de los sueños.
En este sentido, juzgando los cuentos fantástico-góticos, hay críticos que plantean que estos expresaban el “horror suprarreal” (Rodríguez Albán, 2007), por el que las tinieblas pronto tienen alguna “solución de continuidad con lo onírico [o] lo insólito” (p. 61). En todo caso, postulamos que Dávila Andrade estaba reflexivamente sondeando -pensemos en las ideas de Beville (2009)-, en su obra narrativa fantástica y gótica, el horror metafísico (Kolakowski, 1990), ese que supone que la realidad, con su eterno aire de muerte, implica la Nada, una cerrazón que impide ver más allá o un futuro posible; este asunto, por ejemplo, caracteriza al gótico andino contemporáneo (Rodrigo-Mendizábal, 2022). Si Dávila Andrade quería justificar el camino de la muerte tomando la modalidad fantástico-gótica, sus hallazgos estéticos en el cuento ratificaban el Deseo de ir al Universo, a la Nada, espacio donde residiría, como manifestamos, el Caos, el dios originario de todo.














