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Anthropologica

versión impresa ISSN 0254-9212

Anthropologica vol.33 no.34 Lima  2015

 

DOSSIER: MEMORIA Y VIOLENCIA POLÍTICA

 

Desfigurando la memoria: (des)atando los nudos de la memoria peruana

Defacing Memory: (Un) tying Peru’s Memory Knots

 

Cynthia E. Milton

Université de Montréal, Canada

 


RESUMEN

Este artículo analiza las corrientes opositoras a la memoria colectiva de la sangrienta guerra interna del Perú (1980-2000) a través de un análisis de los actos de vandalismo perpetrados contra uno de los pocos sitios dedicados a la memoria en este país, El ojo que llora, ubicado en Lima. ‘Vandalismo’, en este artículo, es entendido como una forma de escritura (aunque violenta) de una visión distinta del pasado. Originalmente concebido como un espacio para recordar y rendir homenaje a las víctimas del conflicto armado, el sitio se ha convertido en un lugar para la confrontación de formas distintas de asumir el pasado. Como sitio de recuerdo y reivindicación de derechos humanos, y sobre todo como blanco de intentos de desfiguración permanente, El ojo que llora se ha convertido en un escenario en el que la presencia perdurable del pasado —con sus conflictivas tensiones— se hace visible para el público nacional e internacional. Así, se niega el cierre mismo que las narrativas del gobierno quisieran imponer y, por lo tanto, se mantiene el compromiso público con el pasado. Los conflictos en curso sobre el pasado se hacen visibles en este punto en las luchas por establecer una memoria general y, en este proceso, el significado mismo de ‘víctima’ se ve implicado.

Palabras clave: conflicto, memoria, Perú, vandalismo.

 


ABSTRACT

This article examines opposing currents in Peru’s collective memory of their bloody internal war (1980-2000) through an analysis of acts of vandalism perpetrated against one of the country’s few sites of memory, El ojo que llora, in Lima. ‘Vandalism’ in this article is understood as a form of writing (though a violent one) of an alternative vision of the past. Originally intended as a space for remembering and paying homage to the victims of the armed conflict, the site has become a space for contesting memories. As a site of performance of memory and human rights claims, and especially as the target of continued defacement, El ojo que llora has become a stage on which the presence of the past —in its still-conflictual strains— is made visible for national and international publics. It thus refuses the very closure that government narratives would impose, and thereby keeps open public engagement with the past. The ongoing conflicts over the past made visible at this site point to the struggles to define an over-arching memory, and in the process the very meaning of ‘victim’ is constrained.

Keywords: conflict, memory, vandalism.

 


¿Es posible consensuar la memoria del conflicto en una sola
versión, incluso sabiendo que detrás de esta construcción hay
una disputa de poder?
(Sofía Macher, presidenta del Consejo Nacional de
Reparaciones, 2009)

Lika Mutal, la artista detrás de uno de los pocos monumentos que rinden homenaje a las víctimas de la guerra interna peruana (1980-2000), me invitó a caminar a través de El ojo que llora en Lima en marzo de 2008. Cerca de 32 000 piedras recogidas del mar de Chancay, en la costa central del Perú —de las cuales 26 000 llevan el nombre, la edad y el año de la muerte o la fecha de la desaparición de una víctima— marcan un camino en forma de río en espiral en dirección a un obelisco de roca con una pequeña piedra sagrada incrustada (el ‘ojo’) que continuamente derrama ‘lágrimas’. Esta roca central —que intenta representar «el corazón al interior de cada persona»— tiene un significado especial: representa «a la Madre Tierra (Pachamama) que llora por lo que ha sucedido con sus hijos» (Cárdenas, 2006). Los caminos ondulados están elaborados para parecerse a los meandros de los ríos; en particular, la artista tenía en mente los del río Huallaga en la cuenca del Amazonas y las miles de víctimas que desaparecieron en ellos (Cárdenas, 2006).

La tranquilidad que rodea al monumento, en medio de la bulliciosa ciudad, y la solemnidad de los nombres y edades de las víctimas son impresionantes. Los pensamientos que vienen a la mente son muy profundos. Para salir, hay que seguir un camino de vuelta a través de los senderos de los nombres y así continuar con la contemplación. El diseño obliga a caminar despacio, no se puede correr a través de este sitio conmemorativo.

El ojo que llora fue noticia internacional el año anterior debido a los ataques contra este lugar: en respuesta a la reciente extradición del expresidente Alberto Fujimori para ser juzgado en el Perú por cargos de corrupción, abuso de poder y violaciones a los derechos humanos (por los que fue más tarde declarado culpable), presuntos simpatizantes de Fujimori amordazaron y ataron al vigilante nocturno, salpicaron pintura naranja fosforescente sobre la pieza central y golpearon con un combo algunas piedras y hasta al ‘ojo’ mismo. Mientras Mutal y yo caminábamos a través del sitio objeto del vandalismo, discutiendo posibles significados de tal desfiguración, mi mirada fue capturada por los nombres de las víctimas de la masacre de La Cantuta: nueve estudiantes y un profesor que fueron sacados de su aula universitaria por un escuadrón de élite del ejército y luego desaparecieron, en julio de 1992 (sus restos parciales fueron encontrados un año después). En lo que debe haber sucedido el día anterior, alguien había tomado un marcador verde (como extraído desde el fondo de una mochila) y tachó sus nombres, muy probablemente en protesta por las acusaciones (posteriormente corroboradas por los tribunales peruanos) de la participación de Fujimori en sus muertes. Levanté la mirada, vi a un hombre joven que caminaba tranquilamente por el lugar conmemorativo mirando los muchos nombres. Era el único visitante, le pregunté por qué estaba ahí. Había tropezado con el lugar por casualidad, me dijo. Le pregunté en qué estaba pensando. Él respondió: «estas son las cosas que necesitamos saber…».

Como historiadora de América Latina, me siento atraída por estas corrientes contradictorias sobre el pasado peruano: la prolongación de la violencia ejercida contra las víctimas a través de los ataques a este lugar y el homenaje espontáneo a estas mismas víctimas rendido por el visitante accidental. Este artículo es una reflexión sobre los esfuerzos y retos de los peruanos para crear un espacio público que recuerde su pasado, y los modos en que lidian con su difícil historia. Otros estudiosos se han ocupado de El ojo que llora en relación con los polémicos debates acerca de la memoria en el Perú: Katherine Hite (2007) se dedica a la controvertida cuestión de la definición de ‘víctima’, Paulo Drinot (2009) ha analizado elocuentemente la estrecha relación ontológica entre la violencia y las interpretaciones del conflicto peruano, y Mabel Moraña ha considerado el espacio desde la perspectiva analítica de la biopolítica (2012). En este artículo realizo un enfoque ligeramente diferente, pero parto de las contribuciones de estos investigadores. Planteo que El ojo que llora, como un lugar para recordar, es una muestra tangible de la elaboración de memorias en conflicto: es decir, a través del péndulo de (re)inscripción y desfiguración, los peruanos contrastan relatos de su pasado con el fin de imponer su narrativa como la dominante. En este ir y venir de inscribir distintos pasados en El ojo que llora, vemos los cambios sutiles que toman lugar en cada narrativa sobre la memoria.

Hace unos años, se instauró una comisión para discutir la creación de un museo de la memoria (un proyecto de larga data, desde la publicación del Informe Final de la CVR (2003), de ahí que los cuestionamientos acerca del tipo de memoria, a quiénes está dirigida y cuál es la mejor manera de representar el pasado sean parte central en los debates sobre la memoria en el Perú. Estos debates son organizados en varios niveles: entre los grupos de trabajadores de la memoria, entre las organizaciones de derechos humanos y el Estado, y dentro de las comunidades. A través de un análisis de los múltiples —y a menudo conflictivos— usos de este espacio para la memoria, que van desde las presentaciones coreográficas en homenaje a las víctimas del conflicto hasta los ataques (metafóricos) a estas mismas víctimas a través del ‘vandalismo’, quiero entender las corrientes de la memoria que aparentemente se contradicen entre sí, los intentos de diálogo y el fin de las conversaciones. Mientras que El ojo que llora hace visible la violencia en la inscripción de los nombres de los muertos y desaparecidos de la guerra interna del Perú, la desfiguración permanente de este sitio de memoria es una muestra del legado del pasado violento y, a decir verdad, de la situación actual del Perú en el proceso de ajuste de cuentas con este mismo pasado.

Intento, en este artículo, entender el significado de los ataques contra El ojo que llora no solo como ‘vandalismo’, pues es un término que implica falta de voluntad política, ni tampoco como ‘iconoclastia’, ya que es un término que connota la deliberada destrucción del arte1; además, hay un peso inherentemente moral atribuido a estos términos: el ‘vandalismo’ refleja una agresión condenable y la ‘iconoclasia’ recuerda los ideales revolucionarios. Cualquiera de estos términos, sostengo, oscurece nuestra capacidad de interpretar los significados de los ataques contra El ojo que llora en medio del rompecabezas que es la memoria peruana. Más bien, desde un ángulo de lectura, los usos físicos de este sitio de la memoria muestran un contraste entre los esfuerzos por reescribir el pasado. En otras palabras, varios grupos están ‘mostrando’ su propia interpretación del pasado a través de El ojo que llora. En última instancia, estas escrituras/exhibiciones dan como resultado una fusión de narrativas, que tienen como efecto limitar la categoría de ‘víctima’.

EL PASADO RECIENTE DEL PERÚ

La artista de origen holandés Lika Mutal ha vivido en el Perú desde 1968 recorriendo el país en busca de piedras y rocas, que constituyen la base de su oficio.

Como Vargas Llosa ha escrito acerca de su relación con las piedras peruanas, estas «le deben tanto a ella como ella a estas», y «cuando pasan a través de las manos fuertes y voluntariosas de Lika Mutal, las piedras se transforman en esculturas sin dejar de ser naturales» (Vargas Llosa, 2008). Inspirada en una exposición llamada Yuyanapaq: para recordar que documenta a través de fotografías personales y profesionales la violencia infligida a los peruanos por otros peruanos, Mutal deseaba utilizar sus habilidades como artista para recordar y rendir homenaje a las casi 70 000 víctimas de la guerra interna del Perú (1980-2000), de las cuales tres cuartas partes eran quechuahablantes de las altas zonas rurales peruanas2. La CVR, que patrocinó la exposición Yuyanapaq, hizo público su informe en agosto de 2003 y, de hecho, fue el Yuyanapaq el complemento visual del Informe Final. Este destacó el racismo profundamente arraigado hacia los pueblos indígenas y rurales de las regiones de la sierra y selva peruanas; el largo centralismo del poder criollo, costeño y hablante de español, así como también la fuerte violencia de género que marcó la guerra interna. Si bien la CVR condenó al grupo armado Sendero Luminoso - SL como el principal responsable de la violencia (el 54% de los casos documentados) y, en un grado mucho menor, al urbano Movimiento Revolucionario Túpac Amaru - MRTA (1,5%), también encontró responsabilidad en los gobiernos de esos años, los partidos políticos que abdicaron de su autoridad frente a las Fuerzas Armadas (responsables del 29% de la violencia documentada) y la Policía (6,6%) (CVR, 2003, vol. 2, «Los actores del conflicto»). La CVR fecha el inicio del conflicto armado en el momento en que SL quemó las urnas de un poblado del centro-sur de las alturas de la sierra, en rechazo al retorno del Perú a la democracia después de un prolongado régimen militar. Con esto iniciaron una ‘guerra popular’ en contra del Estado-nación; sin embargo, en última instancia, la CVR consideró que las causas más profundas de la violencia en el Perú fueron las endémicas desigualdades socioeconómicas, regionales y étnicas.

En su discurso de presentación del informe al entonces presidente de la República, Alejandro Toledo, el presidente de la Comisión de la Verdad, Salomón Lerner, llamó a estos años de violencia un doble ‘escándalo’: el primero fue el asesinato a gran escala, la desaparición y la tortura, y el segundo fue la indolencia, la ineptitud y la indiferencia de las autoridades y los sectores acomodados socioeconómicamente, quienes pudieron haber evitado que esta catástrofe humanitaria sucediese3. Este segundo escándalo permanece aún en los foros públicos: la indiferencia frente a la violencia del pasado continúa en la forma de cuasi-negación mezclada con una reescritura de este.

El resultado es una narración que describe las violaciones a los derechos humanos como ‘excesos’ cometidos por unos pocos elementos corruptos dentro de las Fuerzas Armadas; considera la mano dura de Fujimori, su autoritarismo y el desprecio por los derechos humanos como el precio que se tuvo que pagar por acabar con Sendero Luminoso, y sostiene que ‘nosotros’ en Lima no sabíamos muy bien el alcance de lo que estaba pasando (y debido a esta falta de conocimiento es necesaria la exculpación). El ojo que llora —y los trabajadores de la memoria asociados con este y otros proyectos de memoria similares en el Perú— actúa como un contrapeso vigente contra este relato cuasi-negacionista: repite las conclusiones de la CVR una y otra vez a través de varios foros (reuniones públicas, conferencias, presentaciones multimedia, blogs de internet, etc.) a un gran público indiferente, si es que no activamente opositor en Lima, durante el actual gobierno. Una manera de repetir el mensaje «nunca más», una frase muy utilizada por los grupos de derechos humanos peruanos, es inscribirlo en el paisaje de la nación, en espacios conmemorativos tales como El ojo que llora. Pero como la desfiguración repetida de El ojo que llora demuestra, la contramemoria también busca inscribir su propia narrativa en el mismo sitio, es decir, la desfiguración es una forma de escritura.

El concepto de ‘nudos de la memoria’ de Steve Stern, presentado en su estudio sobre las luchas por la memoria en el Chile posterior a Pinochet, es útil cuando se piensa los conflictos públicos sobre el pasado peruano (2004, esp. pp. 120-124). La imagen de los nudos evoca el dolor infligido a los cuerpos por eventos traumáticos (además de los más cotidianos nudos en el estómago o la garganta), y las limitaciones potenciales que este dolor representa para expresar las consecuencias de la violencia (Scarry, 1985). La imagen del nudo también alude a los procesos: por un lado, a actores sociales comprometidos con marcos conmemorativos que atan nudos (tales como las organizaciones no gubernamentales - ONG, políticos y militares), cuyo trabajo de memoria apunta a la exculpación; por otro lado, a las narrativas democráticas que implican un proceso de desatar los nudos en el cuerpo social.

En esta metáfora, atar un nudo podría fomentar la discordia social; sin embargo, desatarlo requiere un relato colectivo en el que diversos actores sociales contribuyan con sus visiones contrapuestas. Además, el nudo de la memoria en el contexto peruano tiene fuertes connotaciones históricas: los quipus incaicos o cordones consistían en nudos mnemónicos que fueron leídos por el khipukamayuq, o ‘lector de cordones’, o ‘maestro’, especialmente entrenado. La destrucción de esta tradición debido a la colonización española significó la pérdida de una forma de escritura y una herramienta importante para la memoria (Salomon, 2004). Sin embargo, el quipu sigue siendo socialmente relevante hoy en día: un espectáculo simbólico clave de la reconciliación nacional llamado «Caminata por la paz y la solidaridad» fue la creación colectiva de un nuevo quipu nacional, realizado por cuatro corredores (nombrados por los predecesores incaicos como chasquis), quienes corrieron más de 2000 km hacia 142 pueblos en donde, principalmente niños en edad escolar, habían tejido 1005 cuerdas de diferentes texturas y colores anudadas todas para ser añadidas al gran cordón central ‘nacional’. El anudado de cuerdas estaba destinado a recordar a las víctimas de la guerra. Además, la acción de atar los diversos cordones comunales alrededor del cordón central era un acto que simbolizaba la unión de una nación fragmentada (ver Devocionales Cristianos, 2005). En este sentido, atar los nudos significaba la unión de la nación y, como en la antigua forma de escritura, atar los nudos significaba, también, inscribir la presencia de las víctimas en la historia de la nación.

El problema del ‘nudo de la memoria’ en el Perú es que es distinto que el de Chile —y el de otros países sudamericanos estudiados por Stern— por su específico contexto histórico. El Perú tenía una democracia que se encontraba frente a una verdadera amenaza subversiva, mientras que los otros casos de ‘guerra interna’ tuvieron lugar bajo dictaduras que exageraron enormemente las amenazas al Estado. Así como el uso de lugares comunes en la narrativa de períodos transicionales —‘paso de dictadura a democracia’ o ‘guerra sucia’— en el contexto peruano es engañoso, también circulan otras narraciones engañosas: existe el mito heroico de Fujimori como salvador económico del Perú (de la hiperinflación de García), captor de Abimael Guzmán (decapitando, en los hechos, a Sendero Luminoso), y, más tarde, vencedor del grupo armado más pequeño, el MRTA.

Estas narraciones eclipsan lo que Fujimori no hizo (incluyendo abordar seriamente las causas profundas que motivaron el surgimiento de Sendero Luminoso, como la pobreza endémica, el racismo, el acceso desigual a los recursos y al Estado-nación), y omite la importante participación de la sociedad civil en la erradicación de Sendero Luminoso. Sin embargo, mientras gran parte del debate nacional parece circular en torno a estas posturas antagónicas (la justificación de la brutalidad del gobierno y el heroísmo de Fujimori, por un lado, y la sociedad civil y la defensa de los derechos humanos, por el otro) y son las unidades que componen un nudo social, no son, en sí mismas, narraciones claras y completas4.

Lo que vemos en el Perú de hoy no es una ‘cultura del callejón sin salida’, o un punto muerto (Stern, 2004, p. 138). Es decir, el trabajo de la memoria en el Perú está avanzando, aunque a trompicones. Se han producido grandes avances en promover el debate público sobre el pasado: la condena de Alberto Fujimori a veinticinco años de prisión por crímenes de lesa humanidad; el Oso de Oro de Berlín a la película La teta asustada (Llosa, 2009), que aborda el tema del legado de la violencia, y la aceptación a regañadientes por el gobierno de García de la donación de fondos del gobierno alemán para construir un museo de la memoria. La nueva generación de peruanos está activa en la creación de espacios culturales e intelectuales para la discusión sobre el pasado, tales como conferencias internacionales y blogs de internet. Y hay un auge en la producción cultural, que va desde las novelas gráficas que narran la guerra hasta la creación de un mapa listado de sitios de la memoria en el Perú. Los peruanos permanecen, todavía, en un acalorado debate sobre el pasado. En 2010, un fallido intento por aprobar un decreto legislativo que concedía amnistía de facto a los individuos procesados en los tribunales peruanos por violaciones a los derechos humanos no es más que un reciente ejemplo de las continuas maniobras para ‘borrar’ el pasado (Burt, 2010; El Comercio, 2010). Por otra parte, en el Perú, la memoria ya no es sinónimo de derechos humanos. La ‘memoria’ se ha convertido en el tópico de las personas y grupos que desean promover una narrativa heroica sobre las Fuerzas Armadas y la cultura del campo de batalla: las Fuerzas Armadas han planteado su propio ‘museo de la memoria’ y se promueven películas en festivales internacionales de cine en que los militares son presentados como héroes sin tacha en la defensa de las personas más vulnerables de los poblados de las alturas peruanas (Milton, 2011). El conflicto en torno a la memoria y su representación se hace visible en El ojo que llora, en las diferentes formas en que este sitio se ha convertido en un escenario para la realización de diversas afirmaciones sobre el pasado, inscribiendo no solo los nombres de las víctimas sino también la historia del conflicto en que murieron.

El ojo que llora como reparación simbólica

El objetivo de la CVR se centró en buscar y decir la verdad como una forma de justicia y reconciliación, para ello se buscó tanto la justicia retributiva como la restaurativa (González, 2006). La justicia retributiva es la que terminó con Fujimori y otros en prisión por violaciones a los derechos humanos. En cambio por justicia restaurativa se entiende que la ‘paz y la reconciliación’ solicitadas por la CVR implicaban una reparación tanto civil como simbólica (El Peruano, 2001). El monumento El ojo que llora es un componente del plan de reparaciones simbólicas.

El ojo que llora se diferencia de muchos sitios conmemorativos de otras partes en que no tiene ninguna conexión física con la violencia que busca conmemorar, como podría ser una prisión, un sitio de una masacre o una fosa común. Hasta ahora, en el Perú, el único sitio de la memoria que se conecta con la guerra interna de esta manera es la ‘prisión general número 51’, conocida como ‘Los Cabitos’, donde cientos de supuestos miembros y simpatizantes de Sendero Luminoso fueron encarcelados, torturados, asesinados o desaparecidos. El deseo de los familiares de las víctimas hizo que los campos de entrenamiento de Los Cabitos —donde muchos restos han sido encontrados— se conviertan en un ‘Santuario para la Memoria’, un lugar donde puedan recordar y rendir homenaje a las víctimas y dar un nuevo significado a este lugar, que se cobró la vida de sus seres queridos5. Así, entre el espectro de la contigüidad física con los hechos reales y la construcción simbólica, El ojo que llora está más cerca de este último, un sitio totalmente nuevo para la creación estética. Pero con el tiempo y el uso, el sitio se ha entrelazado con el pasado al que alude, dotándolo de una conexión sagrada que recuerda a los acontecimientos, a pesar de carecer de una conexión física original. Además, como un sitio de culto a la memoria y a las reivindicaciones de los derechos humanos, y sobre todo por ser el objetivo de algunos grupos que desean desfigurarlo, El ojo que llora se ha convertido en un escenario en el que la presencia perdurable del pasado —en sus aún conflictivas cepas— se hace visible para los públicos nacionales e internacionales. Por lo tanto, niega el cierre que las narrativas del gobierno quisieran imponer y mantiene abierto el compromiso público con el pasado.

En el Perú, en el ámbito estatal, los puntos más conflictivos del discurso son los relacionados con cómo interpretar (o incluso si se debe interpretar) la guerra interna. No hay monumentos nacionales a las víctimas, con excepción de una pequeña placa colocada en la plaza central de Ayacucho el día de la presentación oficial del Informe Final de la CVR. Esto está muy lejos de los monumentos autocelebratorios de algunos Estados que rememoran la violencia contra sus propios ciudadanos con monumentos como el dedicado a los judíos asesinados en Europa, ubicado en Alemania, o el Parque de la Memoria, en Argentina, ambos países alejados de su difícil pasado por varias décadas (Sion, 2008). El ojo que llora es una iniciativa privada de la escultora Lika Mutal, quien contó con el apoyo de ciudadanos y organizaciones no gubernamentales. Aunque no es un monumento patrocinado por el Estado, se recibió el apoyo inicial del alcalde del tranquilo y residencial barrio de clase media Jesús María, quien otorgó el permiso para erigir el monumento en el Campo de Marte (permiso que derogó más tarde como producto de una polémica que se describirá más adelante), y en ocasiones ha recibido algún estímulo de varias figuras del gobierno en forma de declaraciones de apoyo en favor de las reparaciones simbólicas.

La ubicación del sitio en sí mismo sugiere la incómoda posición del gobierno en relación con el pasado: mientas que el gobierno ha manifestado la necesidad de recordar a las víctimas de la guerra interna, no quiere que tal monumento atraiga mucha atención. El monumento está situado en una tranquila zona al final del Campo de Marte, a poca distancia de donde se ponen en escena los desfiles militares (tales como los del Día de la Independencia, el 28 de julio), los lugares de entrenamiento y los cuarteles. Se encuentra en un triángulo cercado con pocos puntos de acceso y algunas señales que los visitantes pueden observar. El sitio es de difícil acceso a través de la ruta más directa, pues la carretera principal está bloqueada. Al lado del camino no señalizado hacia el monumento, uno debe atravesar campos de entrenamiento para perros de la policía. Dependiendo del clima, el camino puede ser fangoso. Una vez allí, un guardia se encuentra en el lugar. El acceso está casi siempre garantizado para los extranjeros, pero los peruanos tienen que convencer al guardia para que los dejen pasar6. Estas son las difíciles condiciones que hay que enfrentar para visitar el sitio.

El ojo que llora como lugar para elaborar la memoria

En el concepto y en el diseño, El ojo que llora está pensado como un lugar para elaborar la memoria involucrando las emociones y el intelecto de los visitantes. No hay una explicación o plan explícito para educar al visitante sobre lo que pasó. A medida que se avanza hacia el ‘ojo’, al centro del obelisco, uno debe atravesar un camino con los nombres de las víctimas. El sitio se ha convertido en un lugar no solo para llorar, sino también para recordar, así como para recoger y analizar una gran cantidad de preocupaciones de la sociedad. Desde su presentación en el segundo aniversario del informe de la CVR, los visitantes (tanto peruanos como extranjeros), grupos civiles o escolares han llegado a El ojo que llora.

Varias actividades conmemorativas y actuaciones han tenido lugar en este sitio: una ceremonia de conmemoración anual del Día de los Muertos (2 de noviembre), una manifestación por el Día Internacional de la Mujer (8 de marzo), la realización de ceremonias budistas de oración, la presentación de grupos de teatro, la reunión de las familias que tejieron piezas de alrededor de un kilómetro de largo, la chalina de la esperanza, en memoria de sus seres queridos, entre otras. Es un lugar importante para recordar vidas perdidas, especialmente para aquellas familias que no tienen los restos de sus seres queridos y, por lo tanto, no tienen un lugar específico qué visitar, como una lápida en un cementerio. Además, este memorial renueva el compromiso de los peruanos con recordar el pasado al solicitar voluntarios que pinten las piedras cuando los nombres comienzan a desvanecerse, una especie de ‘desfiguración que hace el tiempo’ o un ‘borrado natural’7. Como, poderosamente, hace notar Drinot, este sitio de la memoria «reúne (en un sentido físico) aquellos cuerpos que fueron desmembrados por la violencia». En efecto, al inscribir los nombres de las víctimas —a muchas de las cuales se les niegan los derechos básicos de ciudadanía (por ejemplo, certificados de nacimiento o documentos de identidad) durante sus vidas—, estos individuos se convierten en parte de la nación con su muerte. Por lo tanto, las piedras de El ojo que llora «deben ser vistas no como un recuerdo de su muerte, sino como una forma de convocarlos a la existencia, pues, aunque muertos, son peruanos» (2009, pp. 17-18).

Como un lugar para elaborar la memoria, El ojo que llora ha suscitado diversas reacciones y ha capturado la atención de admiradores y detractores. Esto evidencia que el sitio ha participado con éxito en los debates y procesos conmemorativos en el Perú8. El ojo que llora ha tenido una trascendencia ‘por defecto’ en otras regiones. La comunidad de Llinque, en Apurímac, inauguró el 4 de julio de 2008 una versión a escala de la original. Posteriormente, los ‘ojitos’ han surgido en otras comunidades de la sierra para recordar a los muertos, torturados y desaparecidos de sus localidades (ver Aprodeh). Pero, más allá de los logros de El ojo que llora de Mutal como un espacio para recordar, recolectar e inspirar expresiones de conmemoración en otras comunidades, El ojo que llora también ha provocado reacciones violentas. A pesar de su estatus de creación artística e imaginativa en un lugar difícil de acceder en Lima, algunos grupos e individuos se han dado el trabajo de llegar hasta allí para profanarlo.

Estos actos de desfiguración son fuertes declaraciones contra la indiferencia, tanto hacia el sitio como hacia el pasado. El ojo que llora es arte público, y como ha señalado James Young, «en ausencia de creencias compartidas o intereses comunes, el arte en espacios públicos puede obligar a un pueblo, de otro modo fragmentado, a enmarcar diversos valores e ideales en espacios comunes. Mediante la creación de espacios comunes para la memoria, los monumentos propagan la ilusión de una memoria común» (1993, p. 6). Sin embargo, ¿qué sucede cuando el arte en los espacios públicos no crea «la ilusión de la memoria común», sino que pone de manifiesto su fragmentación? ¿Cómo podemos leer el ‘vandalismo’ de los sitios conmemorativos?9

Las hemorragias de El ojo que llora: confrontación entre espacio público y memoria pública

Los conflictos sobre la interpretación del pasado pueden ser dramáticos. Monumentos y sitios de la memoria invitan a una confrontación, y, de hecho, algunos artistas opositores a la memoria plantean debates como parte integral del proceso de recordar (Young, 1993). En su ensayo Espacios para la memoria, Louis Bickford, como Young, afirma que la conmemoración pública y los espacios para esta tienen la capacidad de dar forma al paisaje físico de la memoria colectiva: «Los espacios para la memoria recuperan los espacios públicos y los transforman en lugares de la memoria y en lugares alternativos para decir la verdad sobre el pasado autoritario» (Bickford, 2005, p. 96). El ojo que llora es uno de los lugares de la memoria que ha ‘capturado’ el espacio público y lo ha convertido en un espacio para ‘decir la verdad’, y su concomitante réplica, a pesar de que la intención original de la artista era reconciliar a los peruanos antes que provocar un debate. Mutal diseñó el espacio como un homenaje público a las víctimas, así como un lugar para la contemplación y el recuerdo, con la esperanza de curar heridas y reconciliar a las personas, y fomentar un futuro más justo y democrático (Cárdenas, 2006). Sin embargo, la fragilidad de la democracia peruana se hace evidente en la violencia ejercida contra El ojo que llora como forma de promover visiones e interpretaciones distintas del pasado reciente del Perú.

Aunque el sitio se originó como un lugar para rendir homenaje a las víctimas y al recuerdo histórico, se terminó convirtiendo en El ojo que llora a finales de 2006, y de nuevo, en setiembre de 2007 (Drinot, 2009; Hite, 2007; Milton, 2007)10. La primera vez que El ojo que llora saltó a las noticias fue debido a la decisión de la Corte Interamericana de Derechos Humanos - CIDH, que recomendaba que los internos del penal Castro Castro (en su mayoría internados por ser miembros de SL o ‘senderistas’) asesinados por el gobierno de Fujimori debían tener sus nombres inscritos en El ojo que llora. No solo era extraño que un tribunal se pronunciara sobre cómo un sitio para la memoria debe ser estructurado, sino que el propio fallo fue un sinsentido. En un giro extraño, este tribunal internacional falló que los perpetradores de la violencia (senderistas) también fueron víctimas y, como tales, debían aparecer junto con las víctimas de sus propios actos violentos (CIDH, 2007)11.

Como resultado de traer a la luz y al debate público el doloroso problema de la definición de ‘víctima’, la sentencia de la CIDH inició una serie de condenas a El ojo que llora: periódicos como el diario Expreso calificaron el lugar como «un monumento a los terroristas», porque entre las miles de piedras se podían encontrar nombres de senderistas (Expreso, 2007)12. La presencia de los nombres de estos senderistas desató una fuerte polémica que no permitió una noción compleja como ‘víctima’. Los opositores a El ojo que llora pidieron la desaparición del monumento (el alcalde de Jesús María detuvo parte de esto). Las personas que salieron en defensa del monumento (en una «Marcha para salvar El ojo que llora») fueron acusadas de participar en una «marcha pro terrorista» (Wiener, 2007). Usando humor y creatividad para defenderse de estas acusaciones —un retroceso a la época de Fujimori, en la que cualquier persona que mencionaba la defensa de los derechos humanos era acusada de simpatizar o de ser miembro de algún grupo ‘terrorista’ (Burt, 2007)—, la Asociación Paz y Esperanza y el movimiento Para que no se repita organizaron una actividad pública, «Origami para la Paz», el 12 de enero de 2007. En este día, los participantes tomaron hojas de los periódicos que «habían comenzado una campaña de desinformación» llamando a El ojo que llora un «monumento a los terroristas», y a través del antiguo arte asiático de plegar papel, transformaron estas hojas de periódicos en palomas de la paz13.

El ojo que llora se había convertido en un escenario para la política peruana. Alan García y otros políticos usaron la sentencia de la CIDH para criticar las anteriores gestiones de los gobiernos de Paniagua y Toledo por haber regresado al Perú a la jurisdicción de la CIDH y por haber permitido que el caso Castro Castro sea visto por un tribunal internacional. García pidió el retiro inmediato del Perú de la CIDH. También aprovechó esta oportunidad para buscar el apoyo popular e introducir la pena de muerte para los terroristas en la legislación peruana.

En un artículo de opinión publicado en el El País y El Comercio, después de la sentencia de la CIDH, el premio Nobel de Literatura peruano, Mario Vargas Llosa, alentó a los peruanos y extranjeros a visitar el monumento lo más pronto posible. «Apresúrese», escribió, «porque no es imposible —el Perú es el país de todos los posibles— que una singular conjura de la ignorancia, la estupidez y el fanatismo político acabe con él» (2007).

Las palabras de Vargas Llosa resultaron proféticas. El 22 de setiembre de 2007, los tribunales chilenos extraditaron a Alberto Fujimori al Perú para enfrentar cargos de violaciones de derechos humanos y corrupción. Al día siguiente, los peruanos descubrieron su sitio de la memoria severamente desfigurado: la piedra central u ‘ojo’ había sido golpeada con violencia, varias otras piedras estaban rotas, y el obelisco central y otras partes del monumento estaban empapadas con pintura naranja fosforescente, el color del movimiento político «Sí, Cumple», que había mantenido a Fujimori en la escena política peruana a pesar de su ausencia. En lugar de cristalinas ‘lágrimas’ que brotaban del ‘ojo’, una piscina de pintura flotaba alrededor. De acuerdo con un correo electrónico que circuló entre los simpatizantes unos días después del asalto, Lika Mutal escribió que el monumento ahora se parecía a la «Pachamama, la Madre Tierra, que está llorando sangre y esto nos llama a la reflexión. Esta herida —imposible de restaurar— representa la herida que en el Perú, a lo largo de su historia, nunca se curó y que, durante los años del terrorismo, se infestó con cada vez más violencia, intolerancia y sucios juegos de poder»14.

Es difícil afirmar con certeza que el grupo que asaltó a El ojo que llora tuvo por objeto dejar un mensaje que aluda al deseo de «volver a atacar o rematar a las víctimas» de los últimos veinte años. Tal vez, simplemente, eligieron ese sitio para hacer una declaración política específica: oponerse a la extradición de Fujimori para que enfrente cargos por su participación en los asesinatos de La Cantuta y Barrios Altos, pues los nombres de las víctimas se encuentran entre los inscritos en las piedras de El ojo que llora y sus familiares se habían reunido allí para celebrar la noticia de la extradición de Fujimori.

Esta pública desfiguración de El ojo que llora —en que fue tomada por asalto la memoria del pasado en general— contrasta con una posterior desfiguración, más pequeña, de piedras individuales.A estas se las atravesó con líneas verdes por sobre los nombres de las víctimas de la masacre de La Cantuta. El esfuerzo por rastrear los nombres específicos en una pequeña sección del lugar conmemorativo y tacharlos habla de un mensaje más concreto. En contraste, las salpicaduras de pintura naranja y la rotura de piedras se leen como un ataque más generalizado contra una narrativa de derechos humanos que recuerda y rinde homenaje a las víctimas de la guerra interna. El tachado de los nombres de las víctimas de La Cantuta, en cambio, fue una agresión más silenciosa y personal: no se quiso llamar mayor atención de los medios. Era como si quien lo hizo hubiese tenido un escalpelo para ensañarse únicamente sobre estas personas y lo que simbolizaban como agentes de la posible (y más tarde real) caída de Fujimori. El acto más pequeño parece haber tenido, simplemente, la intención de un borrado selectivo, mientras que el más grande es parte de una polémica discusión que todavía está en curso.

Estos dos actos de desfiguración presentan un tipo particular de ‘silenciamiento’: el de la implícita intimidación y amenaza contra quienes están a favor de recordar a aquellos que sufrieron durante la guerra interna. La desfiguración de El ojo que llora, al tratar de silenciar la discusión sobre el pasado, paradójicamente termina generando más discusión pública sobre él. En efecto, estos actos reactivan continuamente la memoria pública. Los familiares de las víctimas de la guerra interna, los grupos de derechos humanos y los ciudadanos preocupados han vuelto a El ojo que llora para limpiar las piedras que afectaron el intento de desfiguración. Más recientemente, el 12 de marzo de 2010, los familiares de las víctimas de las masacres de Uchuraccay, La Cantuta, El Frontón y Accomarca, entre otros, reinscribieron los nombres de sus seres queridos —nombres borrados no por el vandalismo, sino por el sol y la lluvia— para mantener presentes el nombre y la memoria de cada una de las víctimas del conflicto interno en este espacio15. No solo se trata de reinscribir los nombres y hacerlos visibles, sino que, a través de esta reinscripción, se forman nuevos ‘sitios’ y procesos para animar la memoria. El acto de reinscripción ritual crea un nuevo momento, quizás una nueva forma de unir a los vivos y a los muertos. La adquirida financiación para grabar permanentemente estas piedras puede acabar con esta renovación ceremonial.

La desfiguración de El ojo que llora es diferente de la invisibilización de un lugar —su demolición—, como la que realizó el gobierno militar al dinamitar los hornos de Lonquén, en Chile, donde los cuerpos de supuestos subversivos habían sido incinerados16. Por el contrario, ensañándose con El ojo que llora, los ‘vándalos’, sin darse cuenta, están impulsando este sitio como la capital cultural para la memoria y el recuerdo. Es decir, más que un homenaje de la artista a las víctimas de la guerra interna, El ojo que llora se ha convertido en un ‘nudo de la memoria’ en sí mismo y, por lo tanto, en un lugar donde los peruanos pueden realizar los ‘procedimientos contenciosos’ por los que los recuerdos emblemáticos se hacen y deshacen, donde «la gente puede construir puentes entre el conocimiento personal y la experiencia de la comunidad nacional imaginada» (Stern, 2004, p. 124). La desfiguración de El ojo que llora, irónicamente, es un importante elemento en el continuo proceso de recordar.

¿Una memoria consensuada? Las actuales corrientes opositoras a la memoria colectiva peruana

El actual clima político-social en el Perú plantea importantes desafíos al trabajo de recordar las dos décadas anteriores (1980-2000). Entre las consecuencias de la violencia, con la culpa propagada ampliamente y con pocos grupos sociales dispuestos a reconocer los hallazgos de la CVR, hay narrativas y memorias compitiendo por la primacía y el estatuto de ‘verdad’. El informe de la CVR fue un ejercicio para crear un espacio público de discusión sobre el pasado y establecer una narrativa nacional compleja (Milton, 2014). El ojo que llora es otro de estos espacios que busca traer recuerdos privados y colectivos a la esfera pública y, al hacerlo, crear más narrativas nacionales inclusivas. Las altas esferas de poder son muy importantes en la discusión acerca de la memoria, debido al escaso peso político de la CVR y la historia oficial que esta quiso convertir en memoria colectiva del Perú (Drinot, 2009, p. 20).

Una de las ‘verdades’ más polémicas que planteó inicialmente la CVR y que se ve reflejada en El ojo que llora era que las víctimas peruanas fueron muchas, de muchos grupos sociales diferentes, y que la frontera entre la víctima y el agresor era, a veces, poco clara. Sin embargo, con la disputa entre las diferentes versiones de lo que sucedió durante la guerra interna tratando de imponer distintas visiones de las cosas como la narrativa nacional, la misma noción de ‘víctima’ ha cambiado. Esto lo vemos en El ojo que llora: inicialmente concebido como un homenaje integral a las víctimas del conflicto interno, Lika Mutal pintó los nombres de todas las víctimas enumeradas por la CVR (sin tener en cuenta si eran miembros de grupos subversivos o de las Fuerzas Armadas del Ejército), después de la controversia sobre los nombres de senderistas entre las víctimas identificadas en El ojo que llora. Mutal restringió el registro de víctimas al Registro Único de Víctimas, elaborado por el Consejo Nacional de Reparaciones, creado en 2006, que excluye a los miembros de Sendero Luminoso y el MRTA. Esta decisión (tanto del Consejo Nacional de Reparaciones como de Mutal) de cambiar la lista de víctimas sugiere una combinación sutil entre las narrativas de los distintos grupos en disputa: el resultado es una narrativa que mantiene a las Fuerzas Armadas como víctimas potenciales (obviando sus abusos), y, mediante la ausencia de senderistas en el Ojo que Llora, se destaca su violencia, pero se invisibiliza las desigualdades estructurales que dieron origen a su movimiento.

La repetida desfiguración de El ojo que llora sugiere que hay poco espacio público en el Perú contemporáneo para hablar con tranquilidad sobre el pasado. En referencia a aquellos que negaban las conclusiones de la CVR, el excomisionado Carlos Iván Degregori (2004, p. 84) escribe que el Perú sufre un «tiempo largo de olvido o, más bien, una costumbre de reprimir memorias subalternas». El conflicto por El ojo que llora parece confirmar esta tradición de la supresión de recuerdos. Según la artista Natalia Iguíñiz, llamar a El ojo que llora un monumento al terrorismo «es seguir generando confusión sobre lo que ha pasado, tratando de hacer tabla rasa sobre todo lo que se ha alcanzado en cuanto a esclarecer la complicidad [de Lima y los residentes de la costa] en el conflicto que hemos vivido» (Bayly, 2007). En respuesta a los ataques contra El ojo que llora, Gisela Ortiz Perea, hermana de una de las víctimas de La Cantuta, dijo: «no solo acabaron con la vida los miembros de nuestra familia, sino que ahora tratan de poner fin a nuestra memoria» (Prensa Libre, 2007). Ortiz Perea hace eco de la declaración del sobreviviente del holocausto, Elie Wiesel, quien sostuvo que «el verdugo mata siempre dos veces: la segunda con el silencio» (citado por Logan y Reeves, 2009, p. 2).

Sin embargo, la violencia emprendida contra El ojo que llora no lo está silenciando. Al contrario, tales actos provocan debate, diálogo y recuerdos. Tal vez, en efecto, podría ser más productivo pensar en la desfiguración como una forma de curadoría o exhibición —una especie de reordenamiento del pasado (aunque violento) realizado por un grupo que tiene el deseo de imponer una única interpretación autorizada del pasado—. Esta forma de plantear una muy arraigada interpretación del pasado está en marcado contraste con otra propuesta para superar el difícil pasado peruano, una propuesta que se esfuerza por ‘hacerse cargo’ de lo ocurrido a través del recuerdo y la conmemoración de la dolorosa experiencia documentada por la CVR o por los nombres cuidadosamente grabados, pintados, limpiados y repintados en las piedras de El ojo que llora17. El cuestionamiento a los ‘vándalos’ desde una narrativa basada en los derechos humanos en el Perú refuerza el nudo de la memoria de las últimas décadas en el Perú y hace que sea difícil una discusión pública. Grupos de derechos humanos y otros trabajan para desatar este nudo. A pesar de sus diferencias, en lo que ambas facciones en disputa parecen estar de acuerdo es en la presencia de un nudo.

Agradecimientos

Me gustaría dar las gracias a Jo-Marie Burt, Katherine Hite, Erica Lehrer, Lika Mutal, Anna Sheftel, Monica Patterson, María Eugenia Ulfe y a los lectores anónimos por sus comentarios a las versiones anteriores de este artículo. Muchas gracias también a Álvaro Acevedo por la traducción de este artículo. La primera versión (en inglés) aparece en Memory Studies, 4:2, 2011, 190-205. Mi investigación recibió el generoso apoyo del Consejo de Ciencias Sociales e Investigación de Canadá - SSHRC, el programa de Cátedra de Investigación de Canadá y el Fondo Quebequense de Investigación en Sociedad y Cultura. También doy las gracias a Palgrave Macmillan por el permiso para publicar aquí este capítulo que forma parte del libro de Erica Lehrer, Cynthia E. Milton y Monica Eileen Patterson, Curating Difficult Knowledge: Violent Past in Public Places (Palgrave Macmillan, 2011).

 

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1 He encontrado «La destrucción del arte» de Gamboni (1997) muy útil para el análisis de los diferentes significados históricos de atacar el arte y algunos objetos. Debido a que el vandalismo se asocia generalmente con la destrucción gratuita, sin una intención o motivo, esto elimina a instigadores con intenciones políticas. Sin embargo, como esta es la interpretación predominante en el Perú para los ataques contra El ojo que llora, utilizo el término aquí, aunque entre comillas. Otro sugerente aporte es la colección de ensayos de Lazzara y Unruh Telling Ruins in Latin America (2009) que estudia las ruinas como sitios para la memoria y compromisos políticos presentes y futuros. Esta colección no incluye sitios ‘vandalizados’, pero se habla de procesos similares.

2 Chirinos (2007). Mutal construyó El ojo que llora con la ayuda del arquitecto Luis Longhi.

3 Comunicación sobre «Ceremonia de Presentación de la Alameda de la Memoria», correos electrónicos de la organización Para que no se repita, 28 de agosto de 2005.

4 El artículo de Paulo Drinot (2009, pp. 24-27) hace el difícil trabajo de desenredar las interpretaciones que compiten por abordar el pasado del Perú, reduciendo a dos versiones principales el por qué ocurrió la violencia: una parte considera a Sendero Luminoso como el único responsable de la violencia, pues los senderistas eran intrínsecamente violentos, y la otra parte ve la explosión de violencia como una extensión de la violencia estructural inherente a la sociedad peruana (que propició el surgimiento de Sendero Luminoso) y una respuesta deficiente y discriminatoria de las autoridades, las élites y los ciudadanos de clase media.

5 Asociación Pro Derechos Humanos - APRODEH.

6 Lika Mutal, comunicación personal, 7 de marzo de 2008.

7 Por ejemplo, APRODEH envió una invitación el 6 de diciembre de 2006 para restaurar los nombres en el Día Internacional de los Derechos Humanos. Correspondencia por correo electrónico, Para que no se repita, 7 de diciembre de 2006.

8 En un lugar como el Perú —o en cualquier lugar donde las desigualdades sociales y económicas que provocan la violencia sigan existiendo— conmemoraciones y monumentos pueden terminar sirviendo como recordatorio de la promesa fallida del Estado. A menos que los países tomen la difícil tarea de implementar reformas socioeconómicas y judiciales, las conmemoraciones y monumentos seguirán siendo solo símbolos, y símbolos no de las reparaciones, sino de la continua ausencia de una respuesta estatal adecuada a las necesidades de la gente.

9 El análisis de Andrew Herscher (2011) sobre los actos de vandalismo/iconoclasia de un sitio declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, el peristilo del palacio de Diocleciano en Split, Croacia, en 1998 (cuando una agrupación denominada ‘Negro Peristilo’ pintó un gran círculo negro en el piso de piedra) sugiere que este tipo de ataques representa una ‘subidentificación’ con este patrimonio («resistiendo, protestando u oponiéndose al patrimonio que genera tal identificación») (libro de próxima publicación). En el caso de los ataques contra El ojo que llora, que no es Patrimonio de la Humanidad, mi interpretación es diferente: es debido a que los agresores no son indiferentes al pasado y a lo que El ojo que llora significa que han optado por desfigurar el significante.

10 Por supuesto, El ojo que llora no es el único caso que enfrenta dificultades para definir ‘víctima’; por ejemplo, el monumento Neue Wache de Kathe Kollwitz en Berlín enfrenta desafíos similares para la memoria (Till, 2005).

11 La extrañeza de esta sentencia se acrecienta con la referencia de un juez a La peste de Albert Camus y a Ensayo sobre la ceguera de Saramago para hacer una alegoría de la brutalidad y la violencia del caso Castro Castro. Sección «Voto razonado del juez A. A. Cançado Trindade», punto 19 (CIDH, 2007).

12 La portada del diario Expreso del 3 de enero de 2007 tiene una imagen de El ojo que llora con una leyenda que dice: «¡Existe un monumento a los terroristas!».

13 Aviso por correo electrónico recibido el 11 de enero de 2007 de Rosa Villarán de la Puente.

14 Correspondencia por correo electrónico de Lika Mutal, 26 de setiembre de 2007.

15 Consultar el sitio web de Aprodeh.

16 A pesar de haber destruido los hornos, el sitio se ha convertido en un lugar de ‘peregrinación’. Un proceso similar al que se produjo con El ojo que llora. Stern escribe sobre Chile: «Cualquiera que sea el proceso, y mezcla de descendencia y creación cultural, una vez que el sitio se convierte en un lugar dotado de conexión sagrada con un traumático y aún polémico pasado, puede desencadenar feroces luchas por la memoria. Al igual que con los eventos importantes y las fechas de aniversario, grupos humanos motivados pueden sentir un ‘llamado’ para reconocer o crear espacios conectados a una manera de entender la memoria colectiva o, alternativamente, evitar que se hagan visibles en la cultura estos sitios que dan credibilidad y energía a formas distintas de ver el pasado» (2004, pp. 123-124).

17 Para significados alternativos de ‘curación’ para las secuelas de la violencia, ver Erica Lehrer y Cynthia E. Milton, «Introduction: Witnesses to Witnessing» (2011).

 

Recibido: agosto 2014.
Aprobado: abril 2015.

 

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